Discursos 1999 188

188 La fama de su santidad atrajo a multitud de jóvenes en busca de Dios, a los que su genio práctico organizó en doce monasterios. Allí, en un clima de sencillez evangélica, fe viva y caridad activa se formaron san Plácido y san Mauro, primeras piedras preciosas de la familia monástica de Subiaco, a quienes el mismo Benito educó «en el servicio al Omnipotente».

Para proteger a sus monjes de las consecuencias de una feroz persecución, después de haber perfeccionado el ordenamiento de los monasterios existentes con el nombramiento de superiores idóneos, Benito tomó consigo a algunos monjes y partió para Cassino, donde fundó el monasterio de Montecassino, que pronto se convertiría en cuna de irradiación del monacato de Occidente y centro de evangelización y humanismo cristiano.

También en esa circunstancia Benito se mostró hombre de fe inquebrantable: confiando en Dios y esperando, como Abraham, contra toda esperanza, creyó que el Señor seguiría bendiciendo su obra, a pesar de los obstáculos surgidos por la envidia y la violencia de los hombres.

3. En el centro de la experiencia monástica de san Benito se encuentra un principio sencillo, típico del cristiano, que el monje acepta en su radicalismo total: construir la unidad de la propia vida sobre el primado de Dios. Este «tendere in unum», condición primera y fundamental para entrar en la vida monástica, debe constituir el compromiso unificador de la existencia de la persona y de la comunidad, traduciéndose en la «conversatio morum», que es fidelidad a un estilo de vida basado concretamente en la obediencia diaria. La búsqueda de la sencillez evangélica impone una verificación constante, es decir, el esfuerzo de «hacer la verdad» remontándose continuamente al don inicial de la llamada divina, fundamento de la propia experiencia religiosa.

Este compromiso, que acompaña a la vida benedictina, es particularmente importante durante las celebraciones de los 1500 años de fundación del monasterio, que coinciden con el gran jubileo del año 2000. El libro del Levítico prescribe: «Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra la liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia» (
Lv 25,10). La invitación a recobrar la propia herencia y volver a la propia familia resulta particularmente actual para la comunidad monástica benedictina, llamada a vivir el jubileo de sus quince siglos de vida y el del Año santo como momentos propicios de renovada adhesión a la herencia del santo patriarca, profundizando su carisma originario

4. El ejemplo de san Benito y la Regla ofrecen indicaciones significativas para acoger plenamente el don que constituyen esas celebraciones. Invitan, ante todo, a dar un testimonio de fidelidad inquebrantable a la palabra de Dios, meditada y acogida a través de la «lectio divina». Esto exige conservar silencio y una actitud de adoración humilde en presencia de Dios. En efecto, la palabra divina revela sus profundidades a quien está atento, mediante el silencio y la mortificación, a la acción misteriosa del Espíritu.

La prescripción del silencio regular, a la vez que establece tiempos en los que la palabra humana debe callar, orienta hacia un estilo caracterizado por una gran moderación en la comunicación verbal. Esta norma, si se percibe y vive en su sentido profundo, educa lentamente para la interiorización, gracias a la cual el monje se abre a un conocimiento auténtico de Dios y del hombre. Particularmente, el gran silencio en los monasterios tiene una fuerza simbólica singular para evocar lo que realmente vale: la disponibilidad absoluta de Samuel (cf. 1S 3) y la propia entrega llena de amor al Padre. Todo lo demás no se rechaza, se acepta en su realidad profunda y se presenta a Dios en la oración.

Ésta es la escuela de la «lectio divina» que la Iglesia pide a los monasterios: en ella no se buscan maestros de exégesis bíblica, que pueden encontrarse en otras partes, sino testigos de una humilde y constante fidelidad a la Palabra en la vida ordinaria. Así, la «vita bonorum» se convierte en «viva lectio», comprensible incluso para quien, defraudado por la inflación de palabras humanas, busca lo esencial, la autenticidad en su relación con Dios, dispuesto a captar el mensaje que surge de una vida en la que el gusto por la belleza y el orden se conjugan con la sobriedad.

La familiaridad con la Palabra, que la Regla benedictina garantiza, reservándole un amplio espacio en el horario diario, sin duda infundirá serena confianza, excluyendo falsas seguridades y arraigando en el alma el sentido vivo del total señorío de Dios. Así, el monje se pone al abrigo de interpretaciones de conveniencia o instrumentalizadas de la Escritura, y adquiere una conciencia cada vez más profunda de la debilidad humana, en la que resplandece la fuerza de Dios.

5. Además de la escucha de la palabra de Dios, está el compromiso de la oración. El monasterio benedictino es, sobre todo, lugar de oración, en el sentido de que en él todo está organizado para que los monjes estén atentos y disponibles a la voz del Espíritu. Por ese motivo, el rezo íntegro del oficio divino, que tiene su centro en la Eucaristía y marca el ritmo de la jornada monástica, constituye el «opus Dei», en el que «dum cantamus iter facimus ut ad nostrum cor veniat et sui nos amoris gratia accendat».

El monje benedictino se inspira en la palabra de la sagrada Escritura para su coloquio con Dios, con la ayuda de la austera belleza de la liturgia romana en la que esa Palabra, proclamada con solemnidad o cantada en monodias que son fruto de la inteligencia espiritual de las riquezas encerradas en ella, desempeña un papel absolutamente preeminente en relación con otras liturgias, en las que el elemento que más llama la atención son las espléndidas composiciones poéticas, que han florecido en el tronco del texto bíblico.

189 Este estilo de orar con la Biblia requiere una ascesis de desapego de sí que permite sintonizar con los sentimientos que Otro pone en los labios y despierta en el corazón («ut mens nostra concordet voci nostrae»). Así, en la vida se afirma el primado de la Palabra, que domina no por imponerse a la fuerza, sino porque atrae, fascinando, de forma discreta y fiel. La Palabra, una vez aceptada, escruta y discierne, impone opciones claras y así, mediante la obediencia, introduce en la «historia salutis» compendiada en la Pascua de Cristo obediente al Padre (cf. Hb He 5,7-10).

Esta oración, «memoria Dei», hace posible concretamente la unidad de la vida, a pesar de las múltiples actividades: éstas, como enseña Cassiano, no sufren menoscabo, sino que se orientan continuamente a su centro. Con la expansión de la oración litúrgica a lo largo de la jornada, mediante la oración personal libre y silenciosa de los hermanos, se crea en el monasterio un clima de recogimiento, gracias al cual incluso los momentos de celebración encuentran su verdad plena. De ese modo, el monasterio se convierte en «escuela de oración», o sea, lugar donde una comunidad, viviendo intensamente el encuentro con Dios en la liturgia y en los diversos momentos de la jornada, introduce a cuantos buscan el rostro de Dios vivo en las maravillas de la vida trinitaria.

6. La plegaria, marcando en la liturgia las horas de la jornada y convirtiéndose en oración personal y silenciosa de los hermanos, constituye la expresión y la fuente principal de la unidad de la comunidad monástica, que tiene su fundamento en la unidad de la fe. A todo monje se le exige que dirija una auténtica mirada de fe a sí mismo y a la comunidad: gracias a ella, cada uno lleva a sus hermanos y se siente llevado por ellos -no sólo por aquellos con quienes vive, sino también por aquellos que lo precedieron y dieron a la comunidad su fisonomía inconfundible, con sus riquezas y sus límites-, y, junto con ellos, se siente llevado por Cristo, que es el fundamento. Cuando falta esta armonía de fondo y existe indiferencia, o incluso rivalidad, cada hermano comienza a sentirse «uno entre tantos», y corre el riesgo de creer que puede realizarse con iniciativas personales, que lo impulsan a buscar refugio en los contactos con el exterior, más que en la participación plena en la vida y en el apostolado común.

Hoy es más urgente que nunca cultivar la vida fraterna en las comunidades, donde se practica un estilo de amistad que no es menos verdadero porque mantiene las distancias que salvaguardan la libertad de los demás. Éste es el testimonio que la Iglesia espera de todos los religiosos, pero, en primer lugar, de los monjes.

7. Deseo de corazón que las celebraciones de los 1500 años del comienzo de la vida monástica en Subiaco constituyan para esa comunidad y para toda la orden benedictina una nueva ocasión de fidelidad al carisma del santo patriarca, de fervor en la vida comunitaria, en la escucha de la palabra de Dios y en la oración, y de compromiso en el anuncio del Evangelio, según la tradición propia de la congregación de Subiaco.

Quiera Dios que cada comunidad benedictina se presente, con una identidad bien definida, como «ciudad en el monte», distinta del mundo que la rodea, pero abierta y acogedora con respecto a los pobres, a los peregrinos y a cuantos buscan una vida de mayor fidelidad al Evangelio. Con estos deseos, que encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen, venerada e invocada tan fervorosamente en ese monasterio y en todas las comunidades benedictinas, le imparto de corazón a usted y a los monjes de Subiaco una especial bendición apostólica.

Vaticano, 7 de julio de 1999





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LAS MAESTRAS PÍAS DE LA DOLOROSA


22 de julio de 1999



Amadísimas hermanas:

1. Mientras estáis celebrando el capítulo general de vuestro instituto, me alegra dirigiros mi cordial saludo, que extiendo a todas las Maestras Pías de la Dolorosa.

Habéis querido comenzar el capítulo con una celebración eucarística ante la tumba de vuestra fundadora, la madre Isabel Renzi, a quien hace diez años tuve la alegría de proclamar beata. Su presencia espiritual en medio de vosotras y su intercesión celestial garantizan a vuestros trabajos la inspiración auténtica que brota del carisma originario. Esta referencia a las raíces iluminará vuestro discernimiento sobre el camino futuro de vuestra congregación, que, en el umbral del año 2000, cumple 160 años de vida.

190 «Hacia el tercer milenio, con la alegría del Resucitado, para construir la unidad en la diversidad» es el tema que os habéis propuesto para este capítulo general. Para vosotras, al igual que para toda la Iglesia, el paso del segundo al tercer milenio representa una nueva llamada de Dios, en cuyas manos está el futuro de toda realidad humana.

Es muy significativo que las Maestras Pías de la Dolorosa se encaminen hacia el tercer milenio «con la alegría del Resucitado». En efecto, ¿quién, mejor que María santísima, unida íntimamente al misterio del Crucificado, conoció la alegría de su resurrección? ¿Y quién más que ella puede comunicaros a vosotras, sus hijas, esta alegría, para que colme vuestro corazón y vuestro testimonio?

2. Esta profunda inserción en el dinamismo pascual es fruto de la oración contemplativa, que con razón consideráis el alma de toda vuestra acción. En efecto, de la contemplación brotan, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y, en particular, el de la vida consagrada (cf. Vita consecrata
VC 23).

En la celebración eucarística renováis diariamente la comunión con Cristo crucificado y resucitado, y en la adoración experimentáis la alegría de permanecer en su amor (cf. Jn Jn 15,9). Especialmente en estos momentos fuertes del Espíritu, realizáis la aspiración de vuestra fundadora: «Quisiera que todo mi ser callara y en mí todo adorara, para penetrar así cada día más en Jesús y estar tan llena de él, que pueda darlo a las pobres almas que no conocen el don de Dios».

3. De la contemplación nace la misión. Antes que mediante obras exteriores, la misión se lleva a cabo haciendo presente a Cristo en el mundo con el testimonio personal. En eso consiste, queridas hermanas, vuestra tarea principal como personas consagradas. También vuestro estilo de vida debe manifestar el ideal que profesáis, proponiéndose como elocuente, aunque a menudo silenciosa, predicación del Evangelio.

Dentro del marco del carisma fundacional, el testimonio de vida y las obras de apostolado y promoción humana son igualmente necesarias; en efecto, ambas representan a Cristo y su acción salvífica.

«La vida religiosa, además, participa en la misión de Cristo con otro elemento particular y propio: la vida fraterna en comunidad para la misión. La vida religiosa será, pues, tanto más apostólica, cuanto más íntima sea la entrega al Señor Jesús, más fraterna la vida comunitaria y más ardiente el compromiso en la misión específica del instituto» (Vita consecrata VC 72). Toda la Iglesia cuenta mucho con el testimonio de comunidades llenas «de gozo y del Espíritu Santo» (Ac 13,52).

4. En una época de profundos cambios, la divina Providencia hizo que la madre Isabel Renzi percibiera, con intuición profética, algunas de las necesidades más profundas de la sociedad de su tiempo. Así, se dio cuenta de que el Señor le dirigía una nueva llamada. «Dios mismo la había trasplantado junto a los problemas de la juventud femenina de su tierra. Su regla de vida fue justamente la de abandonarse a Dios, para que él dispusiese los pasos y los tiempos para el desarrollo de la obra como a él le agradara» (Homilía para la beatificación, 18 de junio de 1989, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de junio de 1989, p. 2).

Vuestra fundadora sintió intensamente la llamada a testimoniar el amor de predilección de Dios a sus criaturas más humildes y necesitadas; y respondió con inteligencia profética, haciéndose madre, educadora y asistente. La Iglesia ha considerado siempre la educación como un elemento esencial de su misión, y el Sínodo sobre la vida consagrada lo reafirmó con fuerza. Por tanto, os invito encarecidamente a que también vosotras aprovechéis el tesoro de vuestro carisma originario y vuestras tradiciones, conscientes de que el amor preferencial a los pobres encuentra una expresión privilegiada en el servicio de la educación y la instrucción (cf. Vita consecrata VC 97).

5. Me ha alegrado saber que vuestro instituto ha fomentado la cooperación de numerosos laicos, los cuales no sólo comparten su actividad práctica, sino también las motivaciones y la inspiración que lo caracterizan. Apoyo con gusto esos caminos de comunión y colaboración, que pueden irradiar una espiritualidad activa más allá de los confines del instituto y, a la vez, promover una cooperación más intensa entre las personas consagradas y los laicos con vistas a la misión (cf. ib., 55).

6. «Construir la unidad en la diversidad». En este objetivo habéis condensado vuestro compromiso en el umbral del año 2000, mostrando que estáis en sintonía con toda la Iglesia. En efecto, la Iglesia se siente llamada a convertirse en signo e instrumento de unidad en un mundo que cada vez más pone en contacto y confronta realidades humanas diferentes entre sí. Vivís este desafío en vuestra misma familia religiosa, que durante estos años ha ido enriqueciéndose con la presencia de personas procedentes de países e, incluso, de continentes diversos.

191 Se trata de un típico signo de los tiempos que vivimos, y habéis decidido aceptarlo y leerlo, desde la perspectiva evangélica, como llamamiento a una comunión mayor y más profunda. «El camino más excelente» (1Co 12,31) que se puede recorrer es siempre el de la caridad, que armoniza todas las diferencias y a todas les infunde la fuerza del mutuo apoyo en el impulso apostólico.

«Situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo, frecuentemente laceradas por pasiones e intereses contrapuestos, deseosas de unidad pero indecisas sobre la vías a seguir, las comunidades de vida consagrada, en las cuales conviven como hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las diversidades» (Vita consecrata VC 51).

7. Amadísimas hermanas, deseo dejaros, como última palabra, el eco del lema de vuestra beata fundadora: «Ardere et lucere». Quiera Dios que cada Maestra Pía de la Dolorosa, y todo el instituto, arda y resplandezca de amor divino, para irradiarlo a los hermanos, especialmente a los más pobres, donde la Providencia os llame a vivir y trabajar.

La Virgen de los Dolores vele constantemente por vosotras y os obtenga los frutos que esperáis de esta asamblea capitular. Os acompaña en vuestro trabajo también mi bendición, que os imparto con afecto a vosotras y a todas vuestras hermanas.

Castelgandolfo, 22 de julio de 1999





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


AL ARZOBISPO DE RÁVENA EN EL 1450° ANIVERSARIO


DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA


DE SAN APOLINAR «EN CLASSE»




Al venerado hermano LUIGI AMADUCCI
Arzobispo de Rávena-Cervia

1. La ilustre y antigua archidiócesis de Rávena, que usted guía con celo y sabiduría, se prepara para celebrar el 1450° aniversario de la dedicación de la basílica de San Apolinar en Classe, consagrada por el arzobispo Maximiano en el año 549, apenas un año después de la dedicación de la basílica de San Vital.

Esta celebración cobra una importancia particular, puesto que la basílica, templo de singular belleza, es considerada la cuna de la fe cristiana en esa tierra y conserva el cuerpo del primer obispo, san Apolinar, que evangelizó Rávena durante la segunda mitad del siglo II, y luego se convirtió en patrono de la ciudad, de la diócesis y de toda la región.

En la celebración de este significativo acontecimiento, deseo unirme espiritualmente al pueblo de Rávena, que con fervor da gracias al Señor por los innumerables beneficios recibidos en el decurso de su larga historia de fe. La ciudad, insigne por las memorias de un pasado glorioso y los espléndidos monumentos que la adornan, debe su grandeza a la capacidad y a la laboriosidad de sus hijos, que fueron y son artífices atentos y diligentes de su desarrollo civil y económico. Además, se benefició de algunas circunstancias peculiares, que la transformaron en un importantísimo centro político y cultural, abierto al diálogo con Oriente. Desde allí irradió sus últimos resplandores el imperio de Occidente en el período borrascoso de su dramático ocaso; desde allí comenzó la providencial fusión entre las energías jóvenes de los pueblos procedentes del norte de Europa y las riquezas culturales del genio romano; y desde allí se adentraron en la región circunstante los primeros testigos de la fe cristiana. Entre éstos sobresale san Apolinar, primer obispo de la Iglesia de Rávena, quien, con sus esfuerzos y sufrimientos, plantó las sólidas raíces de la historia cristiana de esa ciudad.

2. Como es sabido, ese insigne monumento sagrado, promovido por el arzobispo Ursicino (535-538) y construido bajo la dirección de Giuliano Argentario, mecenas de Rávena, donde estaba el gran puerto romano -por eso se le llama en Classe-, ofrece a la contemplación de los visitantes, primero, en la cornisa del arco triunfal, a Cristo que bendice, hacia quien convergen los evangelistas; y luego, en la bóveda, una gran cruz engastada con joyas, en cuyo centro se halla la efigie de Cristo transfigurado y, debajo de ella, entre múltiples representaciones simbólicas, la imagen de san Apolinar en actitud de oración sacerdotal. Así, al peregrino que cruza su umbral en busca de luz y paz, la basílica, en su misma estructura, sostenida por una espléndida serie de columnas, le señala a Cristo como centro de la fe y respuesta de Dios a las expectativas del corazón inquieto del hombre. La Iglesia de Rávena, sin duda, propondrá de nuevo esta respuesta, que tiene valor perenne, aprovechando las celebraciones programadas, que se inscriben providencialmente en la preparación del gran jubileo del año 2000, el cual constituirá también para los raveneses una llamada renovada a seguir con valentía a Cristo y escuchar su palabra, prosiguiendo la feliz y coral respuesta de fe que ha caracterizado siempre su historia.

192 Desde esta perspectiva, espero que la extraordinaria síntesis de fe y belleza realizada hace ya tantos siglos por artistas inspirados evangélicamente en las líneas arquitectónicas del templo y en los mosaicos que lo adornan, suscite en cuantos lo visiten un profundo anhelo de conocer al Señor para testimoniarlo con la palabra y con la vida, a ejemplo del santo obispo Apolinar.

3. De hecho, a lo largo de los siglos, la basílica, con el monasterio anexo, ha sido un centro activo de evangelización, gracias a la labor de auténticos testigos de Cristo, entre ellos el monje san Romualdo. En abril del año 1001 participó en la gran asamblea de obispos y dignatarios, que el Papa Silvestre II celebró precisamente en esa basílica, en presencia del emperador Otón III. Durante aquel encuentro se proyectó y organizó la misión evangelizadora entre los eslavos, continuando la obra que había llevado a cabo san Adalberto. Para dicha misión fueron elegidos los tres monjes romualdinos Bruno, Benito y Juan, los cuales, habiendo coronado con el martirio su servicio al Evangelio, son venerados ahora como protectores celestiales tanto en Rávena como en Polonia.

Vuestra Iglesia, al mismo tiempo que da gracias a Dios por el bien que desde ella se ha irradiado en el decurso de los siglos, se siente estimulada a tomar mayor conciencia del deber siempre urgente de llevar el anuncio de Cristo a cuantos aún no lo han recibido. Quiera Dios que, por intercesión de su primer obispo y de sus santos paisanos que fueron Apóstoles de los eslavos, surjan en esa Iglesia numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas, para que la palabra del Señor traiga alegría y salvación también a los hombres de hoy.

4. Venerado y querido hermano en el episcopado, en tiempos particularmente turbulentos y difíciles, la Iglesia de Rávena logró inscribir en sus monumentos la maravillosa grandeza del anuncio evangélico. Ojalá que sus actuales hijos encuentren caminos nuevos para comunicar el mensaje de paz y fraternidad que brota de la fe en el único Padre y en el único Redentor. Desde hace más de catorce siglos la basílica de San Apolinar en Classe transmite en sus espléndidos mosaicos la verdad eterna del Evangelio, que tiene en Cristo crucificado y resucitado su centro de irradiación. ¡Cómo no desear que esa verdad salvífica se refleje con renovada vitalidad en la Iglesia de «piedras vivas» que está en Rávena, para que las nuevas generaciones puedan encontrar en Cristo la paz que es don de Dios y expresión de su amor eterno!

Encomiendo estos deseos a la intercesión de la Virgen santísima, tan tiernamente amada por los fieles de Rávena. Que ella sea para todos y cada uno Reina de paz y misericordia.

Con estos sentimientos, le imparto a usted, venerado hermano, sucesor del santo obispo Apolinar, a los hermanos en el Episcopado presentes en las celebraciones, a las autoridades, al clero, a la amada comunidad de Rávena y a toda la población de Emilia-Romaña, la propiciadora bendición apostólica.

Vaticano, 23 de julio de 1999





                                                                                  Agosto de 1999                                                           




AL FINAL DE UN CONCIERTO


DE LA «ACADEMIA MUSICAE PRO MUNDO UNO»


Domingo 1 de agosto de 1999


Gentiles señoras e ilustres señores;
amadísimos hermanos y hermanas:

193 1.Brota espontáneamente del corazón de todos nosotros, que hemos participado en este concierto, un profundo agradecimiento hacia quienes, en diversos ámbitos, lo han hecho posible y realizado. Doy las gracias, ante todo, con sinceridad y cordialidad, al señor Giuseppe Juhar, presidente de la «Academia musicae pro mundo uno», y a los socios de esta estimada institución. Mi gratitud va, además, al maestro Alberto Lysy, que ha guiado impecablemente la interpretación, y a los instrumentistas de la «Camerata Lysy», de Gstaad (Suiza), que han mostrado ser «constructores de belleza».

Las piezas interpretadas, al hacernos gustar el encanto de sugestivas armonías, han renovado en nosotros la experiencia de la maravilla y del asombro, abriendo nuestra mente a un horizonte pleno de sentido y valor. En efecto, todo el arte, como escribí en mi reciente Carta a los artistas, es «una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo» (n. 6). Invita al hombre a elevarse a la contemplación de la perfección, no para apartarse de la vida concreta, sino para volver a ella con el propósito de hacerla más verdadera y noble, en una palabra, «más hermosa».

2. El arte llega a ser así una experiencia muy educativa, porque, mediante formas sensibles, indica una meta que alcanzar, un camino que seguir y una disciplina que poner en práctica. La alegría que suscita en nosotros es signo de una íntima sed de belleza, del deseo de vencer el miedo y la angustia, y de la aspiración a los ideales más elevados de verdad y libertad.

Dios, «belleza tan antigua y tan nueva», acompañe los pasos de vuestra vida hacia la búsqueda de la perfección estética y existencial, al servicio de una humanidad necesitada, hoy más que nunca, de bondad y armonía.

Con este deseo, invoco sobre todos las bendiciones de Dios omnipotente.





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


AL MINISTRO GENERAL DE LOS FRAILES MENORES


CON OCASIÓN DE LA REAPERTURA DE LA PORCIÚNCULA




Al reverendísimo padre GIACOMO BINI
Ministro general de la orden franciscana de los Frailes Menores

1. La reapertura de la basílica y de la capilla de la Porciúncula, tras la restauración por las heridas del terremoto de 1997, me brinda la grata oportunidad de dirigirle un saludo afectuoso a usted, amado hermano, y a la comunidad franciscana que en Asís presta un valioso servicio eclesial y cuida el decoro de esos lugares vinculados a la memoria del Poverello de Asís, tan queridos para los fieles y los peregrinos que llegan a la tierra de Francisco y Clara para realizar una intensa experiencia espiritual. Los pasos de los fieles se detienen a las puertas de Asís, que, por los numerosos prodigios de misericordia realizados allí, se suele llamar, con razón, «la ciudad particular del Señor» (Fuentes franciscanas, 3201).

Hoy la capilla de la Porciúncula, y la basílica patriarcal donde se conserva, vuelven a abrir sus puertas para acoger a multitudes de personas atraídas por la nostalgia y la fascinación de la santidad de Dios, que se manifestó abundantemente en su siervo Francisco.

El Poverello sabía que «la gracia divina podía ser concedida a los elegidos de Dios en cualquier parte; de igual modo, había experimentado que el lugar de Santa María de la Porciúncula rebosaba de una gracia copiosa (...), y solía decir a los frailes (...): "Este lugar es santo, es la morada de Cristo y de la Virgen, su Madre"» (Speculum perfectionis, 83: FF 1780). La humilde y pobre iglesita se había convertido para Francisco en el icono de María santísima, la «Virgen hecha Iglesia» (Salutatio B.M.V. 1: FF 259), humilde y «pequeña porción del mundo» (FF 604), pero indispensable al Hijo de Dios para hacerse hombre. Por eso el santo invocaba a María como tabernáculo, casa, vestidura, esclava y Madre de Dios (cf. FF 259).

Precisamente en la capilla de la Porciúncula, que había restaurado con sus propias manos, Francisco, iluminado por las palabras del capítulo décimo del evangelio según san Mateo, decidió abandonar su precedente y breve experiencia de eremita para dedicarse a la predicación en medio de la gente, «con la sencillez de su palabra y la magnificencia de su corazón», como testimonia su primer biógrafo, Tomás de Celano (Vita I, 23: FF 358). Así inició su singular ministerio itinerante. Y en la Porciúncula tuvo lugar después la toma de hábito de santa Clara, y en ella se fundó la orden de las «Damas pobres de San Damián». Allí también Francisco pidió a Cristo, mediante la intercesión de la Reina de los ángeles, el gran perdón o «indulgencia de la Porciúncula», confirmada por mi venerado predecesor el Papa Honorio III a partir del 2 de agosto de 1216. Desde entonces empezó la actividad misionera, que llevó a Francisco y a sus frailes a algunos países musulmanes y a varias naciones de Europa. Allí, por último, el Santo acogió cantando a «nuestra hermana muerte corporal» (Cántico de las criaturas, 12: FF 263).

194 2. De la experiencia del Poverello de Asís, la iglesita de la Porciúncula conserva y difunde un mensaje y una gracia peculiares, que perduran todavía hoy y constituyen un fuerte llamamiento espiritual para cuantos se sienten atraídos por su ejemplo. A este propósito, es significativo el testimonio de Simone Weil, hija de Israel fascinada por Cristo: «Mientras estaba sola en la capillita románica de Santa María de los Ángeles, incomparable milagro de pureza, donde san Francisco rezó tan a menudo, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a arrodillarme» (Autobiografía espiritual).

La Porciúncula es uno de los lugares más venerados del franciscanismo, no sólo muy entrañable para la orden de los Frailes Menores, sino también para todos los cristianos que allí, cautivados por la intensidad de las memorias históricas, reciben luz y estímulo para una renovación de vida, con vistas a una fe más enraizada y a un amor más auténtico. Por tanto, me complace subrayar el mensaje específico que proviene de la Porciúncula y de la indulgencia vinculada a ella. Es un mensaje de perdón y reconciliación, es decir, de gracia, que la bondad divina derrama sobre nosotros, si estamos bien dispuestos, porque Dios es verdaderamente «rico en misericordia» (
Ep 2,4).

¡Cómo no reavivar diariamente en nosotros la invocación, humilde y confiada, de la gracia redentora de Dios! ¡Cómo no reconocer la grandeza de este don que nos ha ofrecido en Cristo, «una vez para siempre» (He 9,12), y que continuamente nos vuelve a proponer con su inmutable bondad! Se trata del don del perdón gratuito, que nos dispone a la paz con él y con nosotros mismos, infundiéndonos renovada esperanza y alegría de vivir. La consideración de todo esto nos ayuda a comprender la austera vida de penitencia de Francisco, a la vez que nos invita a aceptar la llamada a una constante conversión, que nos aleje de una conducta egoísta y oriente decisivamente nuestro espíritu hacia Dios, punto focal de nuestra existencia.

3. El santuario de la Porciúncula, tienda del encuentro de Dios con los hombres, es casa de oración. «Aquí, quien rece con devoción, obtendrá lo que pida», solía repetir Francisco (Vida I, 106: FF 503), después de haberlo experimentado personalmente. Entre las antiguas paredes de la iglesita, cada uno puede gustar la dulzura de la oración en compañía de María, la Madre de Jesús (cf. Hch Ac 1,14), y experimentar su poderosa intercesión.

El hombre nuevo Francisco, en ese edificio sagrado restaurado con sus manos, escuchó la invitación de Jesús a modelar su vida «según la forma del santo Evangelio» (Testamento, 14: FF 116), y a recorrer los caminos de los hombres, anunciando el reino de Dios y la conversión, con pobreza y alegría. De este modo, ese lugar santo se había convertido para san Francisco en «tienda del encuentro» con Cristo mismo, Palabra viva de salvación.

La Porciúncula es, en particular, «tierra del encuentro» con la gracia del perdón, madurada en una íntima experiencia de Francisco, que, como escribe san Buenaventura, «un día, mientras (...) lloraba reflexionando con amargura en su pasado, se sintió embargado por la alegría del Espíritu Santo, quien le aseguró que le habían sido plenamente perdonados todos sus pecados» (Leyenda mayor III 6,0, FF 1057). Él quiso que todos participaran de su experiencia personal de la misericordia de Dios, y pidió y obtuvo la indulgencia plenaria para quienes, arrepentidos y confesados, llegaran como peregrinos a la iglesita, a fin de recibir el perdón de los pecados y la sobreabundancia de la gracia divina (cf. Rm Rm 5,20).

4. A cuantos, con auténtica actitud de penitencia y reconciliación, siguen las huellas del Poverello de Asís y acogen la indulgencia de la Porciúncula con las disposiciones interiores requeridas, les deseo que experimenten la alegría del encuentro con Dios y la ternura de su amor misericordioso. Éste es el «espíritu de Asís», espíritu de reconciliación, oración y respeto recíproco, que deseo de corazón constituya para cada uno estímulo a la comunión con Dios y con los hermanos. Es el mismo espíritu que caracterizó el encuentro de oración por la paz con los representantes de las religiones del mundo, a quienes acogí en la basílica de Santa María de los Ángeles el 27 de octubre de 1986, acontecimiento del que conservo un vivo y grato recuerdo.

Con estos sentimientos, también yo me dirijo en peregrinación espiritual a esa celebración de la indulgencia de la Porciúncula, que se desarrolla en la basílica restaurada de la Bienaventurada Virgen María, Reina celestial, ya en el umbral del gran jubileo de la encarnación de Cristo. A la Virgen, hija elegida del Padre, encomiendo a cuantos, en Asís y en cualquier otra parte del mundo, quieren recibir hoy el «perdón de Asís», para hacer de su corazón una morada y una tienda para el Señor que viene.

A todos imparto mi bendición.

Castelgandolfo, 1 de agosto del año 1999, vigésimo primero de mi pontificado






Discursos 1999 188