B. Juan Pablo II Homilías 143


SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO Basílica Vaticana Viernes 29 de junio de 1979

29679 1. La liturgia de hoy nos lleva, como todos los años, a la región de Cesarea de Filipo, donde Simón, hijo de Jona, oyó de labios de Cristo estas palabras: "Bienaventurado tú... porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos" (Mt 16,17).

Simón oyó estas palabras de labios de Cristo, cuando a la pregunta "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?", solamente él dio esta respuesta: "Tú eres el Mesías (Christos), el Hijo de Dios vivo"(Mt 16,16).

En dicha respuesta se centra la historia de Simón, a quien Cristo comenzó a llamar Pedro.

El lugar en que fue pronunciada es un lugar histórico. Cuando el Papa Pablo Vl visitó Tierra Santa, como peregrino, dedicó a ese lugar una particular atención. Todos los Sucesores de Pedro deben volver a ese lugar con el pensamiento y con el corazón. Allí fue nuevamente confirmada la fe de Pedro: "no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que esta en los cielos" (Mt 16,17).

Cristo oye la confesión de Pedro, que poco antes ha sido pronunciada. Cristo mira el alma del Apóstol, que confiesa. Bendice la obra del Padre en esta alma. La obra del Padre penetra en el entendimiento, la voluntad y el corazón, independientemente de la "carne" y de la sangre". independientemente de la naturaleza y de los sentidos. La obra del Padre, mediante el Espíritu Santo, penetra en el alma del hombre sencillo, del pescador de Galilea. La luz interior que surge de esta acción encuentra su expresión en las palabras: "Tú eres el Mesías, el Hilo de Dios vivo" (Mt 16,16).

Las palabras son sencillas, pero en ellas se expresa una verdad sobrehumana. La verdad sobrehumana. divina, se expresa con palabras sencillas, muy sencillas. Como lo fueron las palabras de María en el momento de la Anunciación. Como lo fueron las de Juan Bautista en el Jordán. Como lo son las palabras de Simón en las cercanías de Cesarea de Filipo: de Simón, a quien Cristo llamó Pedro.

Cristo mira dentro del alma de Simón. Parece admirar la obra realizada en ella por el Padre, mediante el Espíritu Santo: confesando la verdad revelada sobre la filiación divina de su Maestro, Simón se hace partícipe del divino conocimiento, de la inescrutable ciencia que el Padre tiene del Hijo, como el Hijo la tiene del Padre.

Y Cristo le dice: "Bienaventurado tú, Simón Bar Jona" (Mt 16,17).

2. Estas palabras constituyen el centro mismo de la historia de Simón Pedro. Jamás fue retirada esa bendición. Como jamás se oscureció, en el alma de Pedro, esa confesión que hizo entonces junto a Cesarea de Filipo.

Con ella transcurrió toda su vida hasta el último día. Transcurrió con ella aquella terrible noche de la captura de Cristo en el Huerto de Getsemaní; la noche de su propia debilidad, de la más grande debilidad que se manifestó en el renegar al hombre..., pero que no destruyó la fe en el Hijo de Dios. La prueba de la cruz fue recompensada por el testimonio de la resurrección. Esta confirió, a la confesión hecha en la región de Cesarea de Filipo, un argumento decisivo.

Pedro, con esa su fe en el Hijo de Dios, salía ahora al encuentro de la misión, que el Señor le había asignado.

Cuando, por orden, de Herodes, se halló en la prisión de Jerusalén, encadenado y condenado a muerte, parecía que tal misión había durado poco. En cambio, Pedro fue liberado por la misma fuerza con que había sido llamado. Le esperaba todavía un largo camino.

El final de este camino llegó, como indica una tradición —confirmada. además, por muchas y rigurosas investigaciones—, solamente el 29 de junio del año 68 de nuestra era, que convencionalmente se cuenta desde el nacimiento de Cristo.

Al final de este camino, el Apóstol Pedro, antes Simón, hijo de Jona, se encontró aquí en Roma: aquí, en este lugar sobre el que ahora nos hallamos, bajo el altar donde se celebra esta Eucaristía.

La "carne y la sangre" fueron destruidas totalmente; fueron sometidas a la muerte. Pero lo que en un tiempo le había revelado el Padre (cf. Mt Mt 16,17), sobrevivió a la muerte de la carne; y fue el comienzo del eterno encuentro con el Maestro, de quien daría testimonio hasta el fin. El comienzo de la feliz visión del Hijo en el Padre.

Y fue también el inquebrantable fundamento de la fe de la Iglesia. Su piedra, la roca.

Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jona (cf. Mt 16,17).

3. En la liturgia de hoy, que une la conmemoración de la muerte y la gloria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, leemos las siguientes palabras de la Carta a Timoteo: "Carísimo: en cuanto a mí, a punto estoy de derramarme en libación, siendo ya inminente el tiempo de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su manifestación" (2Tm 4,6-8).

Ciertamente, entre todos aquellos que han amado la manifestación del Señor, Pablo de Tarso fue el amante singular, el intrépido combatiente, el testigo inflexible.

"El Señor... me asistió"; recordamos el sitio donde sucedió esto; recordamos lo que ocurrió junto a los muros de Damasco. "El Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todos los gentiles la oigan" (2Tm 4,17).

Pablo, en una grandiosa pincelada, diseña la obra de toda su vida. Habla de ello aquí, en Roma, a su querido discípulo, cuando se acerca el fin de su vida enteramente dedicada al Evangelio.

Es muy penetrante —todavía en esa última etapa— la conciencia del pecado y de la gracia; de la gracia que supera al pecado y abre el camino de la gloria: "El Señor me librará de todo mal y me guardará para su reino celestial" (2Tm 4,18).

146 La Iglesia romana vuelve a evocar hoy, de modo especial, en su memoria, las dos últimas miradas, ambas en la misma dirección; en la dirección de Cristo crucificado y resucitado. La mirada de Pedro agonizante sobre la cruz y la mirada de Pablo muriendo bajo la espada.

Estas dos miradas de fe —de aquella fe que llenó completamente su vida hasta el fin y puso los fundamentos de la luz divina en la historia del hombre sobre la tierra— permanecen en nuestra memoria.

Y en este día revivimos nuestra fe en Cristo con una fuerza especial.

En esta perspectiva, me complazco en saludar a la Delegación enviada por nuestro querido hermano, el Patriarca Ecuménico Dimitrios I, para asociarse a esta celebración de los corifeos de los Apóstoles, los Santos Pedro y Pablo, dando así testimonio de que las relaciones entre nuestras dos Iglesias se intensifican cada vez más en un común esfuerzo hacia la plena unidad.



CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES


Basílica de San Pedro

Domingo 1 de julio de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Deseo hoy contemplar, juntamente con vosotros, a la Iglesia plenamente "sometida a Cristo" (cf. Ef Ep 5,24), como Esposa fiel. Estos días pasados, que hemos vivido meditando todos juntos el sacrificio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, nos incitan a buscar la manifestación del misterio realizado en su vocación a través del testimonio de fe y de amor, dado hasta la muerte. Una manifestación, que encontramos a lo largo de la historia de la Iglesia, en el transcurso de los siglos y de las generaciones de sus fieles hijos e hijas, siervos y pastores, subiendo así hasta aquel amor sublime con que nuestro Redentor y Señor "amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el lavado del agua... a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable" (Ep 5,25-27).

A ese amor sublime, a ese Corazón traspasado sobre la cruz y abierto a la Iglesia, su Esposa, deseo hoy, junto con vosotros, llegar en peregrinación espiritual, de la que todos nosotros debemos volver "purificados, reforzados y santificados" en la medida que estos días exigen.

¡Esta es la Iglesia! ¡Fruto del inescrutable amor de Dios en el Corazón de su Hijo!

¡Esta es la Iglesia! ¡Que lleva consigo los frutos del amor de los Santos Apóstoles, de los Mártires, de los Confesores y de las Vírgenes! ¡Del amor de enteras generaciones!

147 ¡Esta es la Iglesia, nuestra Madre y Esposa a la vez! Meta de nuestro amor, de nuestro testimonio y de nuestro sacrificio. Meta de nuestro servicio e incansable trabajo. Iglesia, para la cual vivimos en orden a unirnos a Cristo en un único amor. Iglesia, por la que vosotros, venerables y queridos hermanos, creados cardenales en el Consistorio de ayer, debéis vivir de ahora en adelante más intensamente todavía, uniéndoos a Cristo en un único amor hacia ella.

2. La Iglesia está en el mundo. Todos vosotros constituís en el mundo su vivo testimonio, llegando hasta aquí desde lugares tan distantes en el espacio, pero, al mismo tiempo, espiritualmente cercanos.

La Iglesia está en el mundo como signo de la voluntad salvífica del mismo Dios. ¿No es ella quizá el Cuerpo de Aquel a quien el Padre ha consagrado con la unción y ha enviado al mundo? "Me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos / y sanar a los de quebrantado corazón, / para anunciar la libertad a los cautivos / y la liberación de los encarcelados... para consolar a todos los tristes / y para dar a los afligidos de Sión, / en vez de ceniza una corona... alabanza en vez de espíritu abatido" (
Is 61,1-3).

¿No deberá quizá la Iglesia ser todo esto? ¿No deberá quizá vivir de todo esto, si ha de corresponder a la misión salvífica de Aquel, que es su Esposo y Cabeza?

Bien sabéis vosotros, venerables y queridos hermanos —y también lo saben todas las Iglesias de donde procedéis—, en qué lenguaje de hechos, experiencias, aspiraciones, tristezas, sufrimientos, persecuciones y esperanzas hay que traducir aquel antiquísimo texto profético de Isaías, a fin de expresar en el lenguaje de nuestro tiempo, que la Iglesia está radicada en el mundo; que desea ser, en ese mundo, un signo viviente de la voluntad salvífica del Padre Eterno en relación con cada hombre y con toda la humanidad. ¡La Iglesia de nuestra difícil época —del segundo milenio que camina hacia su fin—, época de extremas tensiones y amenazas o de grandes miedos y grandes esperanzas!

3. En todo tiempo esta Iglesia es sencilla, con la misma sencillez que le inspiró nuestro Señor y Maestro con la palabra del Evangelio. ¡Qué poco hace falta para que la Iglesia "comience a existir" entre los hombres! "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20), y "si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre, que está en los cielos" (Mt 18,19).

¡Qué poco se necesita para que esta Iglesia exista, se multiplique y se difunda! Sobre ello deciden dos o tres reunidos en el nombre de Cristo y unidos, por medio de El, en oración, con el Padre. ¡Qué poco se necesita para que esta Iglesia exista por todas partes, incluso allí donde, según las "leyes" humanas no está ni puede estar o donde se la condena a muerte! ¡Qué poco se necesita para que exista y realice su más profunda sustancia!

¡Y para que viva su perenne juventud! La misma juventud que vivieron los primeros cristianos, los cuales "eran asiduos a la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones... Tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios en medio del general favor del pueblo" (Ac 2,42 Ac 2,46-47), como leemos hoy en la segunda lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, lectura con la que se despiertan no solamente los recuerdos, sino también los deseos de sencillez de la Esposa, que acaba de experimentar el sacrificio de amor de su Esposo crucificado y goza de su fecundidad generadora en el Espíritu Santo, cuando —según leemos— "el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvados" (Ac 2,18).

Esta Iglesia es sencilla, con la sencillez que le es propia.

Y es fuerte, únicamente con la fuerza recibida del Señor: ¡Únicamente con ella! ¡Y con ninguna otra! "Cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo" (Mt 18,18).

He ahí la cualidad propia de esta fuerza de la Iglesia. Fuerza semejante no la conoce ni el hombre ni la humanidad, en ninguna otra dimensión de su existencia, individual o social. La humanidad no alcanza esa fuerza en ningún otro campo de su temporalidad y en ninguna reserva de la naturaleza... Una fuerza así sólo viene de Dios. Directamente de Dios. Esa fuerza ha sido rescatada por la Sangre de su Redentor y Esposo. Es fuerza del Espíritu Santo.

148 Una fuerza que se une con lo que en el hombre hay de más profundo: mediante la fe, la esperanza y la caridad, busca —busca inmutablemente— en el cielo las soluciones de lo que no puede ser plenamente resuelto en la tierra.

4. ¡Venerables y queridos hermanos: Nos alegramos grandemente por el hecho de que vosotros, recién creados cardenales, desposáis hoy esta Iglesia a ejemplo de Cristo! Signo de tales esponsales es el anillo, que dentro de poco os colocaré en el dedo.

¡Nos alegramos grandemente de estos vuestros esponsales, que derraman sobre la vida del Pueblo de Dios, sobre toda la tierra una nueva afluencia de amor y una nueva seguridad de amor! Y esperamos también que una nueva eficacia de amor. De ese amor con el que hemos sido amados y con el que debemos amarnos mutuamente. Amor que procede del Esposo y es para el Esposo.

Amor, mediante el cual la Iglesia debe ser amada con renovado fervor por cada uno de vosotros.

Amor, mediante el cual la Iglesia debe nuevamente expresarse en toda la sencillez y la fuerza que ha recibido del Señor.

Amor, mediante el cual la Iglesia debe nuevamente convertirse en Esposa, "sin mancha ni arruga" para el Esposo.

Amor que deseo para vosotros juntamente con el Pueblo de Dios, que está en Roma y en el mundo. Pongo mi deseo en las manos de la Madre de la Iglesia y Esposa del Espíritu Santo.

¡Amén!



SANTA MISA PARA LOS PEREGRINOS DE PIACENZA, ITALIA



Gruta de Nuestra Señora de Lourdes, Vaticano

Lunes 2 de julio de 1979



Carísimos:

149 1. Nuestro encuentro matutino en este lugar tan sugestivo que nos lleva con la mente y el corazón a la gruta de Lourdes, lugar predilecto y bendito, donde María Santísima se apareció a la pequeña Bernardette, tiene un significado bien concreto: es un encuentro familiar junto al altar del Señor y bajo la mirada de la Virgen María, con el Secretario de Estado, el nuevo cardenal Agostino Casaroli, mi primer colaborador; con el obispo y una representación de sacerdotes de su diócesis natal, Piacenza, así como con sus parientes y amigos.

Es para mí este un momento de particular alegría, que me ofrece la ocasión de manifestar mis sentimientos de afecto y de vivo aprecio hacia aquel que, tras largos años de generosa dedicación transcurridos en el servicio total y directo a la Santa Sede y al Papa, ha sido ahora revestido con la importante y grave responsabilidad de Secretario de Estado.

Siento el deber de dar vivamente las gracias al cardenal Casaroli por la solicitud y acierto con que se prodiga por el bien de la Iglesia, así como por haber aceptado este cargo tan alto y tan importante. E invito a todos a que le acompañen con la constante fervorosa oración, a fin de que el Señor le sirva siempre de luz, de ayuda y de consuelo.

Me complazco también con toda la diócesis de Piacenza que, con la seria y amorosa formación impartida en sus seminarios, ha sabido dar para el servicio de la Iglesia muchas y eminentes personalidades. No puedo sino desear de corazón cada vez más numerosas y santas vocaciones sacerdotales en vuestra diócesis, para las necesidades locales y de la Iglesia universal.

Dirijo un saludo especialmente cordial a los familiares del cardenal Casaroli, asegurándoles que participo vivamente de su sincera alegría en estos días, tan significativos e importantes.

2. Inspirándonos ahora en la Palabra de Dios que nos brinda la liturgia de hoy, vamos a tratar de sacar de ella alguna buena norma para nuestra vida.

Tenemos, por de pronto, ante nuestros ojos la escena, plásticamente descrita por el Evangelista San Juan: estamos en el Monte Calvario, hay una cruz, en la que está clavado Jesús; y está, allí al lado, la Madre de Jesús, rodeada de algunas mujeres; está también el discípulo predilecto, Juan precisamente. El Moribundo habla, con la respiración afanosa de la agonía: "¡Mujer, he ahí a tu hijo!". Y luego, dirigiéndose al discípulo: "¡He ahí a tu Madre!". La intención es evidente: Jesús quiere confiar su Madre a los cuidados del discípulo amado.

¿Solamente esto? Los antiguos Padres de la Iglesia entrevieron a través de ese episodio, aparentemente tan sencillo, un significado teológico más profundo. Ya Orígenes identifica al Apóstol Juan con cada uno de los cristianos y, después de él, se hace cada vez más frecuente la cita de este texto para justificar la maternidad universal de María.

Es una convicción que tiene un preciso fundamento en el dato revelado: ¿cómo no pensar, efectivamente, al leer este pasaje, en las palabras misteriosas de Jesús durante las bodas de Caná (cf. Jn
Jn 2,4) cuando, a petición de María, El responde llamándola "mujer" —como ahora— y aplazando el comienzo de su colaboración con ella en favor de los hombres al momento de la pasión, es decir, su "hora", como El solía llamarla? (cf. Jn Jn 7,30 Jn 8,20 Jn 12,27 Jn 13,1 Mc 14,35 Mc 14,41 Mt 26,45 Lc 22,53).

María es plenamente consciente de la misión que le ha sido confiada: la encontramos en los comienzos de la vida de la Iglesia, junto con los discípulos que se están preparando al eminente acontecimiento de Pentecostés, como nos recuerda la primera lectura de la Misa. En esa narración de Lucas, el nombre de Ella destaca entre los de las otras mujeres; la comunidad primitiva, reunida "en el piso superior" se estrecha en oración en torno a Ella, que es "la Madre de Jesús", como para buscar protección y consuelo frente a las incógnitas de un futuro lleno de amenazadoras sombras.

3. El ejemplo de la comunidad cristiana de los primeros tiempos es paradigmático: también nosotros, en las vicisitudes, aun tan diversas, de nuestro tiempo, no podemos hacer nada mejor que recogernos en torno a María, reconociendo en Ella la Madre de Cristo, del Cristo total, es decir de Jesús y de la Iglesia; la Madre nuestra. Y aprender de Ella. Aprender ¿qué?.

150 A creer, ante todo. María fue llamada "bienaventurada", porque supo creer (cf. Lc Lc 1,45). Su fe fue la más grande que ser humano haya tenido jamás; mayor que la misma fe de Abraham. En efecto, "el Santo", que de Ella había nacido, "creciendo, se alejaba de Ella, subía por encima de Ella y, elevado sobre Ella, vivía en una distancia infinita. Haberlo engendrado, alimentado y visto en su abandono y no dejarse cobardemente turbar frente a su majestad, pero sin dudar tampoco de su amor cuando su protección materna se encontró superada; y creer que era justo que sucediese todo esto y que se cumplía en ello la voluntad de Dios; no cansarse jamás, no entristecerse jamás, sino más bien sentirse fuerte y hacer, paso a paso, por la fuerza de la fe, el camino que sigue la persona de su Hijo en su carácter arcano: he aquí su grandeza" (R. Guardini, Il Signore, Milán, 1964, págs. 28-29).

Y he aquí también la primera lección que Ella nos ofrece.

Viene después la lección de la plegaria: una plegaria "asidua y concorde" (cf. Act Ac 1,14). Muchas veces en nuestras comunidades nos recogemos para discutir, para analizar situaciones, para hacer programas. Puede ser también ése un tiempo bien empleado. Pero es necesario reafirmar que el tiempo más útil, el que da sentido y eficacia a las discusiones y a los proyectos, es el tiempo dedicado a la oración. En efecto, durante ella el alma se dispone a acoger al "Consolador" que Cristo prometió enviar (cf. Jn Jn 15,26) y al cual se le confió la tarea de "conducirnos a la verdad toda entera" (cf. Jn Jn 16,13).

Otra cosa nos enseña también María con su ejemplo: Ella nos dice que es necesario permanecer en comunión con la comunidad jerárquicamente estructurada. Entre las personas recogidas en el Cenáculo de Jerusalén, San Lucas recuerda en primer lugar a los once Apóstoles, de los cuales enumera los nombres, pese a que ya habían incluido la lista en las páginas de su Evangelio (cf. Lc Lc 6,14 y ss.). Hay en todo esto una "intención" evidente. Si antes de la Pascua de Resurrección los Apóstoles constituían el séquito especial de Jesús, ahora ellos comparecen ya como hombres a los que el Resucitado ha confiado los plenos poderes y una misión: son, por tanto, los responsables de la obra de salvación que la Iglesia debe realizar en el mundo.

María está con ellos. Más aún, bajo cierto aspecto, está subordinada a ellos. La comunidad cristiana se constituye "sobre el fundamento de los Apóstoles". Es ésta la voluntad de Cristo. María, la Madre, la ha aceptado gozosamente. También en este aspecto Ella es para nosotros un modelo ejemplar.

Vamos a continuar ahora la celebración de la Misa. Revive místicamente, en esa nuestra asamblea litúrgica, la experiencia del Cenáculo. María está con nosotros. Nosotros la invocamos, nos confiamos a Ella. Que nos sostenga con su ayuda en el propósito, que renovamos, de quererla imitar generosamente.



SANTA MISA PARA UN GRUPO DEL MOVIMIENTO "COMUNIÓN Y LIBERACIÓN"

Gruta de Lourdes de los Jardines Vaticanos - Domingo 15 de julio de 1979

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1. Con profunda veneración hemos escuchado las palabras que la liturgia de la Iglesia dedica a este domingo. Ahora, conviene detenerse un poco para acoger estas palabras, es decir, adaptarlas a los corazones de los oyentes. Adaptarlas a nuestra vida. He aquí algunos pensamientos en este sentido.

2. Ante todo: ¿Qué somos nosotros, miembros de esta asamblea, oyentes de la Palabra de Dios y, dentro de poco, partícipes del Cuerpo y de la Sangre del Señor?

La pregunta "¿quién soy?" condiciona todas las demás preguntas y todas las respuestas relativas al tema "¿qué es lo que debo hacer?".

A esa primera y fundamental pregunta responde hoy San Pablo en la Carta a los efesios. Dice: Somos los elegidos por Dios en Jesucristo. "Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado" (
Ep 1 Ep 3-6).

Esta es la respuesta que nos da hoy San Pablo a la pregunta "¿quién soy?". Y la desarrolla en las restantes palabras del mismo texto de la Carta a los efesios.

He aquí la ulterior etapa de esta respuesta:

Somos redimidos; estamos colmados por la remisión de los pecados y llenos de gracia; estamos llamados a la unión con Cristo y, luego, a unificar a todos en Cristo.

Y no es ése todavía el final de esta respuesta paulina:

Estamos llamados a existir para gloria de la Majestad divina; participamos en la palabra de la verdad, en el Evangelio de la salvación; estamos marcados con el sello del Espíritu Santo; somos partícipes de la herencia, en espera de la completa redención, que nos hará propiedad de Dios.

3. Tal es la respuesta paulina a nuestra pregunta. Hay mucho que meditar en ella. Perdonad si yo me limito solamente a insinuar algo.

El eco de las palabras de la Carta a los efesios no puede quedarse en los límites de una lectura, no basta escuchar una sola vez. Deben permanecer en nosotros. Deben seguir con nosotros. Son palabras para toda una vida. A medida de eternidad.

Bueno sería que pudiesen seguir sonando en cada uno de vosotros durante estas semanas y meses de descanso de vacaciones. A cualquier cosa que os dediquéis, ya sea a una tarea temporal... ya sea a un trabajo apostólico... o quizá, como ya habéis hecho alguna vez, a peregrinar desde Varsovia hasta Jasna Góra...

Que os acompañen esas palabras. La respuesta a la pregunta "¿quién soy?", "¿quiénes somos?".

Que plasmen y formen vuestra personalidad, ya que estamos injertos, desde la misma raíz, en la dimensión del misterio que Cristo ha inscrito en la vida de cada uno de nosotros.

El sacrificio en que participamos, la Santa Misa, nos da también cada vez la respuesta a esa pregunta fundamental: "¿quiénes somos?".

4. ¿Qué debemos hacer?

Quizá la respuesta a esta segunda pregunta no surge, de la liturgia de la Palabra divina de hoy, con la misma fuerza de la referente a la pregunta "¿quiénes somos?". Pero también es una respuesta fuerte y decisiva. Dios dice a Amós: "Ve a profetizar a mi pueblo, Israel" (Am 7,15).

Cristo llama a los Doce y comienza a enviarles de dos en dos (cf. Mc Mc 6,7). Y les ordena que entren en todas las casas y de ese modo den testimonio. El Concilio Vaticano II ha recordado que todos los cristianos, no sólo los eclesiásticos, sino también los laicos, forman parte de la misión profética de Cristo. No hay duda alguna, por tanto, respecto a "qué es lo que debemos hacer".

5. Sigue siendo siempre actual, la pregunta ¿cómo debemos hacerlo? Me alegro de que a esta pregunta busquéis una respuesta, tanto cada uno de vosotros individualmente, como juntos con toda vuestra comunidad. Quien busca esa respuesta, la encuentra en el momento oportuno.

El salmo responsorial de hoy nos asegura que "la misericordia y la verdad se encontrarán..."

"La verdad florecerá sobre la tierra". Sí; la verdad debe florecer en cada uno de nosotros; en cada corazón. Sed fieles a la verdad.

Fieles a vuestra vocación.

Fieles a vuestro compromiso.

Fieles a vuestra opción.

Sed fieles a Cristo, que libera y une (Comunión y Liberación).

6. Para terminar, formulo fervientes votos para cada uno de vosotros y para todos.

Como un rayo de luz de la liturgia de hoy: a fin de que el Señor Nuestro, Jesucristo, penetre en nuestros corazones con su propia luz y nos haga comprender cuál es la esperanza de nuestra vocación (cf. Ef Ep 1,17-18).

Que se realice este deseo por intercesión de la Virgen, ante la cual hemos meditado la Palabra divina de la liturgia de hoy, para poder continuar celebrando el sacrificio eucarístico.





SANTA MISA PARA LOS EMPLEADOS DE LAS VILLAS PONTIFICIAS

Castelgandolfo - Domingo 29 de julio de 1979

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"¿Dónde podemos comprar el pan para que éstos puedan comer?"

Ante la multitud, que le había seguido desde las orillas del mar de Galilea hasta la montaña para escuchar su palabra, Jesús da comienzo, con esta pregunta, al milagro de la multiplicación de los panes, que constituye el significativo preludio al largo discurso en el que se revela al mundo como el verdadero Pan de vida bajado del cielo (cf. Jn
Jn 6,41).

1. Hemos oído la narración evangélica: con cinco panes de cebada y dos peces, proporcionados por un muchacho, Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil hombres. Pero éstos, no comprendiendo la profundidad del "signo" en el cual se habían visto envueltos, están convencidos de haber encontrado finalmente al Rey-Mesías, que resolverá los problemas políticos y económicos de su nación. Frente a tan obtuso malentendido de su misión, Jesús se retira, completamente solo, a la montaña.

También nosotros, hermanos y hermanas carísimos, hemos seguido a Jesús y continuamos siguiéndole. Pero podemos y debemos preguntarnos: ¿Con qué actitud interior? ¿Con la auténtica de la fe, que Jesús esperaba de los Apóstoles y de la multitud cuya hambre había saciado, o con una actitud de incomprensión? Jesús se presentaba en aquella ocasión algo así —pero con más evidencia— como Moisés, que en el desierto había quitado el hambre al pueblo israelita durante el éxodo; se presentaba algo así —y también con más evidencia— como Eliseo, el cual con veinte panes de cebada y de álaga, había dado de comer a cien personas. Jesús se manifestaba, y se manifiesta hoy a nosotros, como Quien es capaz de saciar para siempre el hambre de nuestro corazón: "Yo soy el pan de vida; el que viene a mí ya no tendrá más hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed" (Jn 6,35).

El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. "¡Debemos estar hambrientos de Dios!", exclamaba San Agustín (famelici Dei esse debemus: Enarrat. in psalm. 146, Nb 17, PL, 37, 1895 s.). ¡Es El, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan!

2. Este pan, de que estamos tan necesitados, es ante todo Cristo, el cual se nos entrega en los signos sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las palabras de la última Cena: "Tomad y comed todos de él; porque este es mi Cuerpo que será entregado por vosotros". Con el sacramento del pan eucarístico —afirma el Concilio Vaticano II— "se representa y realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo Cuerpo en Cristo (cf. 1Co 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo que es Luz del mundo; de El venimos, por El vivimos, hacia El estamos dirigidos" (Lumen gentium LG 3).

154 El pan que necesitamos es, también, la Palabra de Dios, porque, "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4 cf. Dt Dt 8,3). Indudablemente, también los hombres pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos muestra que las palabras de los hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas, decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de Dios está llena de verdad (cf. 2S 7,28 1Co 17,26); es recta (Ps 33,4); es estable y permanece para siempre (cf. Sal Ps 119,89 1P 1,25).

Debemos ponernos continuamente en religiosa escucha de tal Palabra; asumirla como criterio de nuestro modo de pensar y de obrar; conocerla, mediante la asidua lectura y personal meditación. Pero, especialmente, debemos hacerla nuestra, llevarla a la práctica, día tras días, en toda nuestra conducta.

Por último, el pan que necesitamos es la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y con incansable constancia, sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer.

3. El camino de nuestra vida, trazado por el amor providencial de Dios, es misterioso, a veces humanamente incomprensible y casi siempre duro y difícil. Pero el Padre nos da el "pan del cielo" (cf. Jn Jn 6,32), para ser aliviados en nuestra peregrinación por la tierra.

Quiero concluir con un pasaje de San Agustín, que sintetiza admirablemente cuanto hemos meditado: "Se comprende muy bien... que tu Eucaristía sea el alimento cotidiano. Saben, en efecto, los fieles lo que reciben y está bien que reciban el pan cotidiano necesario para este tiempo. Ruegan por sí mismos, para hacerse buenos, para perseverar en la bondad, en la fe, en la vida buena... La Palabra de Dios, que cada día se os explica y, en cierto modo, se os reparte, es también pan cotidiano" (Sermo 58. IV: PL, 38, 395).

¡Que Cristo Jesús multiplique siempre. también para nosotros, su pan!

¡Así sea!



SANTA MISA PARA EL "CENTRO ITALIANO DELLA SOLIDARIETÀ"



Castelgandolfo

Domingo 5 de agosto de 1979



Queridísimos:

Estamos aquí reunidos en torno al altar del Señor, el único que puede iluminarnos sobre el misterio de nuestra vida, drama de amor y de salvación, y el único que puede darnos la fuerza para no caer, o para levantarnos de nuevo; y, sobre todo, para vivir de manera conforme a las exigencias y a los ideales del cristianismo.


B. Juan Pablo II Homilías 143