Discursos 1999 252

252 Con este deseo, os imparto de corazón la bendición apostólica.








A LOS PARTICIPANTES EN LA CEREMONIA CONCLUSIVA


DE LA ASAMBLEA INTERRELIGIOSA


Jueves 28 de octubre de 1999



Distinguidos representantes religiosos;
queridos amigos:

1. Con la paz que el mundo no puede dar, os saludo a todos vosotros, reunidos aquí, en la plaza de San Pedro, al término de la Asamblea interreligiosa, que se ha celebrado en estos últimos días. Durante los años de mi pontificado, y especialmente en mis visitas pastorales a diversas regiones del mundo, he tenido la gran alegría de encontrarme con muchos otros cristianos y miembros de diferentes religiones. Hoy, esta alegría se renueva aquí, junto a la tumba del apóstol Pedro, cuyo ministerio en la Iglesia estoy llamado a continuar. Me alegra reunirme con todos vosotros, y doy gracias a Dios todopoderoso, que inspira nuestro deseo de comprensión mutua y de amistad.

Soy consciente de que muchos estimados líderes religiosos han venido desde muy lejos para participar en esta ceremonia conclusiva de la Asamblea interreligiosa. Expreso mi gratitud a todos los que han contribuido a fomentar el espíritu que la ha hecho posible. Acabamos de escuchar el Mensaje, fruto de vuestras deliberaciones.

2. Siempre he creído que los líderes religiosos desempeñan un papel muy importante para alimentar la esperanza de justicia y paz sin la cual no habrá un futuro digno para la humanidad.Ahora que el mundo se acerca al final de un milenio y al comienzo de otro, conviene analizar el pasado con calma, para valorar el presente y encaminarnos juntos, con esperanza, hacia el futuro.

Al observar la situación de la humanidad, ¿es exagerado hablar de una crisis de civilización? Asistimos a grandes avances tecnológicos, que no siempre van acompañados por un gran progreso espiritual y moral. Notamos, asimismo, una brecha cada vez mayor entre ricos y pobres, tanto entre las personas como entre las naciones. Mucha gente hace grandes sacrificios para mostrar solidaridad con los que padecen pobreza, hambre o enfermedad, pero falta aún la voluntad colectiva de superar las desi- gualdades escandalosas y crear nuevas estructuras que permitan a todos participar justamente de los recursos del mundo.

Por eso, son numerosos los conflictos que estallan continuamente en el mundo: guerras entre naciones y luchas armadas en el seno de los países. Se trata de conflictos que perduran como heridas abiertas y exigen una solución que tarda en llegar. Inevitablemente, los más débiles son quienes más sufren en esos conflictos, en especial cuando son desalojados de sus hogares y obligados a escapar.

3. Seguramente no es así como la humanidad debe vivir. Por tanto, ¿no es exacto decir que existe efectivamente una crisis de civilización que sólo puede contrarrestarse con una nueva civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, la solidaridad, la justicia y la libertad? (cf. Tertio millennio adveniente TMA 52).

Hay quienes afirman que la religión forma parte de este problema, pues bloquea el camino de la humanidad hacia la paz y la prosperidad verdaderas. Como hombres de fe, tenemos el deber de demostrar que no es así. Cualquier uso de la religión para apoyar la violencia es un abuso de ella. La religión no es, y no debe llegar a ser, un pretexto para los conflictos, sobre todo cuando coinciden la identidad religiosa, cultural y étnica. La religión y la paz van juntas: desencadenar una guerra en nombre de la religión es una contradicción evidente (cf. Discurso a los participantes en la VI Asamblea de la Conferencia mundial sobre la religión y la paz, 3 de noviembre de 1994, n. 2). Los líderes religiosos deben mostrar claramente que están comprometidos en promover la paz, precisamente a causa de su creencia religiosa.

253 Por tanto, la tarea que debemos cumplir consiste en promover una cultura del diálogo. Individualmente y todos juntos debemos demostrar que la creencia religiosa se inspira en la paz, fomenta la solidaridad, impulsa la justicia y sostiene la libertad.

Sin embargo, la enseñanza sola, por muy indispensable que sea, nunca basta. Debe traducirse en acción. Mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, observó que en nuestro tiempo la gente presta más atención a los testigos que a los maestros, y que escucha a los maestros si son también testigos (cf. Evangelii nuntiandi
EN 41). Basta pensar en el testimonio inolvidable de personas como Mahatma Gandhi o la madre Teresa de Calcuta, por mencionar sólo a dos figuras que ejercieron gran influjo en el mundo.

4. Además, la fuerza del testimonio reside en el hecho de que es compartido. Es un signo de esperanza que en muchas partes del mundo se hayan creado asociaciones interreligiosas con el fin de promover la reflexión y la acción común. En algunos lugares, los líderes religiosos han mediado entre las facciones en guerra. En otros, la causa común consiste en proteger a los hijos por nacer, tutelar los derechos de las mujeres y los niños, y defender a los inocentes. Estoy convencido de que el creciente interés por el diálogo entre las religiones es uno de los signos de esperanza presentes en el último tramo de este siglo (cf. Tertio millennio adveniente TMA 46). Pero es necesario ir más lejos aún. Una mayor estima recíproca y una creciente confianza deben llevar a una acción común más eficaz y coordinada en beneficio de la familia humana.

Nuestra esperanza no se funda sólo en las capacidades del corazón y de la mente humana; tiene también una dimensión divina, que es preciso reconocer. Los cristianos creemos que esta esperanza es un don del Espíritu Santo, que nos llama a ensanchar nuestros horizontes, a buscar, por encima de nuestras necesidades personales y de las de nuestras comunidades particulares, la unidad de toda la familia humana.

La enseñanza y el ejemplo de Jesucristo han dado a los cristianos un claro sentido de la fraternidad universal de todos los pueblos. La convicción de que el Espíritu de Dios actúa donde quiere (cf. Jn Jn 3,8) nos impide hacer juicios apresurados y peligrosos, porque suscita aprecio de lo que está escondido en el corazón de los demás. Esto lleva a la reconciliación, la armonía y la paz. De esta convicción espiritual brotan la compasión y la generosidad, la humildad y la modestia, la valentía y la perseverancia. La humanidad necesita hoy más que nunca estas cualidades, mien- tras se encamina hacia el nuevo milenio.

5. Al estar hoy aquí reunidas personas de numerosas naciones, que representan a muchas de las religiones del mundo, no podemos por menos de recordar el encuentro de Asís, que se celebró hace trece años, con ocasión de la Jornada mundial de oración por la paz. Desde entonces, el «espíritu de Asís» se ha mantenido vivo mediante múltiples iniciativas en diferentes partes del mundo. Ayer, los participantes en la Asamblea interreligiosa fuisteis a Asís en el aniversario de aquel memorable encuentro de 1986. Fuisteis con el propósito de afirmar una vez más el espíritu de ese encuentro y hallar nuevamente inspiración en la figura del Poverello de Dios, el humilde y alegre san Francisco de Asís. Permitidme repetir aquí lo que dije al final de aquel día de ayuno y oración: «El hecho de que hayamos venido hasta Asís desde tan diversas regiones del mundo es en sí mismo un signo de este camino común que la humanidad está llamada a recorrer. O aprendemos a caminar juntos en paz y armonía, o iremos a la deriva, destruyéndonos a nosotros mismos y a los demás. Esperamos que esta peregrinación a Asís nos haya enseñado nuevamente a ser conscientes del origen común y del común destino de la humanidad. Podemos ver en ello una prefiguración de lo que Dios quiere que sea el camino de la historia de la humanidad: una ruta fraterna a través de la cual marchamos acompañándonos los unos a los otros hacia la meta trascendente que él nos ha señalado» (Discurso al final de la Jornada mundial de oración por la paz, 27 de octubre de 1986, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de noviembre de 1986, p. 11).

Este encuentro en la plaza de San Pedro es un paso más en ese camino. Con las múltiples lenguas de la oración, pidamos al Espíritu de Dios que nos ilumine, guíe y fortalezca a fin de que, como hombres y mujeres que se inspiran en sus creencias religiosas, podamos trabajar juntos para construir el futuro de la humanidad en armonía, justicia, paz y amor.










A LA LIBRE UNIVERSIDAD MARÍA SANTÍSIMA ASUNTA


(LUMSA) DE ROMA


29 de octubre de 1999



Señores cardenales;
venerables hermanos en el episcopado;
ilustres profesores;
254 queridos hermanos y hermanas:

1. Me alegra reunirme con vosotros con motivo de la feliz conmemoración del sexagésimo aniversario de la funda- ción de la Universidad «María Santísima Asunta». Gracias por vuestra ubilosa acogida. Gracias por esta nueva muestra de afecto y fidelidad al Sucesor de Pedro.

Saludo con cordial estima al rector magnífico, profesor Giuseppe Dalla Torre, y le agradezco las amables palabras que ha querido dirigirme en nombre de los participantes. Dirijo un afectuoso saludo a los señores cardenales y a los obispos presentes, cuya participación en este acto testimonia el papel relevante que han desempeñado el Vicariato de Roma y las Congregaciones para la educación católica y para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica en la fundación y en la vida de este ateneo.

Mi saludo deferente va a las autoridades académicas y ministeriales, a los ilustres profesores, a los miembros del consejo de administración, a la asociación «Luigia Tincani», al personal técnico, a las familias y a los amigos de esta prestigiosa institución. Por último, dirijo mi cordial saludo a cada uno de voso- tros, amadísimos alumnos y alumnas, que constituís el centro de la actividad académica; saludo, asimismo, al grupo de doctorados, que han perfeccionado en ella su formación profesional y espiritual.

2. La celebración de este sexagésimo aniversario nos invita a dirigir la mirada al pasado, para reencontrar las raíces de vuestro ateneo y redescubrir los ideales que iluminaron sus comienzos.

Vuestra universidad nació del corazón y de la inteligencia de la sierva de Dios Luigia Tincani, que, con genial y profética intuición, quiso abrir a la mujer consagrada y laica el camino de la investigación y de la enseñanza. Durante su experiencia de alumna universitaria y de profesora se había dado cuenta de que «no existe sufrimiento mayor que el anhelo insatisfecho de conocer, ni pobreza más penosa que la del espíritu; no existe alegría mayor que la posesión de la verdad, camino privilegiado para actuar la plenitud del amor» (cf. Luigia Tincani, Una vida al servicio de la verdad y del amor).

Impulsada por esta convicción, presentó su proyecto a la autoridad de la Iglesia, que lo aceptó y, en las personas de mis venerados predecesores Pío XII y Pablo VI, lo bendijo, sosteniendo con gran solicitud su progresiva realización.

3. El camino de la LUMSA durante estos sesenta años se ha caracterizado por un estilo de «caridad cultural» inteligente y valiente, que siempre ha tratado de responder a las expectativas más exigentes de los jóvenes con medios y modalidades adecuados. Hoy vuestro ateneo, con su identidad específica de universidad católica, constituye una presencia prestigiosa y cualificada en el mundo académico italiano, así como también en el europeo y mundial. Ya en su lema «In fide et humanitate» expresa las grandes intuiciones pedagógicas que están en su origen y siguen motivando su compromiso académico. En efecto, la Universidad no puede tener como único objetivo el saber. Posee una vocación fundamentalmente educativa que, a través de la investigación desinteresada de la verdad, tiende a la formación armoniosa de la personalidad y se realiza en el respeto del orden que preside la organización intrínseca de los conocimientos. La realización de esa «obra educativa» exige que la universidad sea una verdadera comunidad, donde los profesores y los alumnos puedan entablar eficaces y cualificadas relaciones interpersonales. Conozco el compromiso de este ateneo en la promoción de dichos objetivos educativos, y, a la vez que os felicito por los satisfactorios resultados logrados, os invito a continuar por el camino emprendido, convirtiéndolo en una característica peculiar de vuestro ateneo.

4. En la encíclica Fides et ratio (cf. n.81) recordé que el fenómeno de la fragmentación del saber lleva a una «crisis del sentido», que induce a muchos a preguntarse «si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido». Esto constituye uno de los aspectos más problemáticos de la cultura contemporánea. La respuesta a esta grave crisis, fuente de escepticismo estéril y devastador, consiste en promover una cultura filosófica, que «encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida», en armonía con la palabra de Dios.

Espero que vuestro ateneo, fiel a su inspiración originaria, sepa aceptar ese desafío en el ámbito de la investigación, de la enseñanza, del aprendizaje y del estilo de convivencia, para formar mujeres y hombres coherentes con la verdad de su misión. A vosotros, ilustres profesores, corresponde de modo particular esta tarea.

En esta solemne circunstancia, deseo releer con vosotros las palabras llenas de sabiduría de la sierva de Dios Luigia Tincani: «Tened pasión por vuestro ministerio educativo. La misión intelectual participa un poco del sacerdocio, si cada estudio y cada clase son investigación, conquista y transmisión de la verdad, y se omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est. Practicad el arte de la vida: ante todo, haced que os quieran» (cf. Luigia Tincani, Una vida al servicio de la verdad y del amor).

255 5. Y ahora me dirijo a vosotros, amadísimos alumnos de la universidad «María Santísima Asunta», la Iglesia necesita vuestra juventud comprometida en la verdad, la caridad y la paz. En el umbral del nuevo milenio, os pide que seáis obreros íntegros en la empresa de construir «una humanidad bella, pura y santa, agradable a Dios, que los hombres ansían y necesitan sobre todo hoy» (Juan Pablo II, Discurso a las Misioneras de la Escuela, 5 de enero de 1989, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de febrero de 1989, p. 11).

Ojalá que vuestra participación activa en la Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar en Roma del 15 al 20 del próximo mes de agosto, y en las grandes citas del Año santo, constituya para cada uno de vosotros una ocasión propicia para compartir este anhelo con los jóvenes de todo el mundo y testimoniar la humanidad nueva que el Señor quiere realizar también gracias a vuestro generoso compromiso. Que en el camino hacia la sabiduría, último y auténtico fin de todo saber verdadero, os acompañe y os proteja Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la compartió para siempre con toda la humanidad (cf. Fides et ratio
FR 106).

Con estos deseos, imparto a todos los presentes y a toda la comunidad académica de la LUMSA mi especial bendición apostólica.








A LA ESCUELA CATÓLICA ITALIANA


30 de octubre



1. "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4).

Con esta fuerte frase que el Señor Jesús toma del Deuteronomio (Dt 8,3), me complace dirigirme a vosotros, amadísimos amigos de la escuela católica italiana, que habéis venido hoy a la plaza de San Pedro para concluir, junto con el Papa, vuestra gran asamblea nacional. Este encuentro tiene lugar ocho años después del inolvidable congreso en el que también nos reunimos en esta plaza, el 23 de noviembre de 1991. La verdad que viene de Dios es el principal alimento que nos hace crecer como personas, estimula nuestra inteligencia y fortalece nuestra libertad. De esta convicción nace la pasión por la educación que ha acompañado a la Iglesia a lo largo de los siglos y que está en la base del florecimiento de las escuelas católicas.

Saludo al cardenal presidente y a los demás excelentísimos miembros de la Conferencia episcopal italiana, a la que expreso mi gratitud por haber organizado esta asamblea. Saludo al cardenal prefecto de la Congregación para la educación católica y a todos los obispos aquí presentes. Saludo a los superiores de las congregaciones religiosas masculinas y femeninas que trabajan en la escuela católica. Saludo a las autoridades civiles, a los exponentes políticos, a los representantes de las fuerzas sociales y a los hombres de cultura. Agradezco su presencia al vicepresidente del Gobierno y al ministro de Educación.

Saludo con especial cordialidad a las escuelas de Madrid, Sarajevo y Palestina, que están en conexión con nosotros mediante satélite. A cada uno de vosotros, profesores, alumnos y padres, y a todos los amigos y bienhechores de la escuela católica, os expreso mi afecto, mi estima y mi más viva solidaridad por la obra a la que os dedicáis. La escuela católica debe hallar nueva confianza y nuevo impulso en esta asamblea.

2. El tema de vuestro encuentro, "Hacia un proyecto de escuela en el umbral del siglo XXI", indica claramente que sabéis mirar adelante y caminar con una perspectiva que no sólo es específica de la escuela católica, sino que también responde a los interrogantes que hoy se plantean todas las instituciones escolares. Podéis hacerlo con pleno derecho, porque la experiencia de las escuelas católicas encierra un gran patrimonio de cultura, de sabiduría pedagógica, de atención a la persona del niño, del adolescente y del joven, de apoyo recíproco con las familias, y de capacidad de captar anticipadamente, con la intuición que procede del amor, las necesidades y los problemas nuevos que surgen al cambiar los tiempos. Este patrimonio os permite estar en las mejores condiciones para encontrar las respuestas eficaces a la demanda educativa de las generaciones jóvenes, hijas de una sociedad compleja, sometida a múltiples tensiones y marcada por continuos cambios: poco capacitada, por tanto, para ofrecer a sus muchachos y a sus jóvenes puntos de referencia claros y seguros.

En la Europa unida que se va construyendo, donde las tradiciones culturales de cada nación están destinadas a confrontarse, integrarse y fecundarse recíprocamente, es más amplio aún el espacio para la escuela católica que, por su misma naturaleza, está abierta a la universalidad y se funda en un proyecto educativo que muestra las raíces comunes de la civilización europea. También por esta razón es importante que la escuela católica en Italia no se debilite, sino que más bien encuentre nuevo vigor y energía. En efecto, sería muy extraño que su voz se hiciera demasiado débil precisamente en la nación que, por su tradición religiosa, su cultura y su historia, tiene una misión especial que cumplir con vistas a la presencia cristiana en el continente europeo (cf. Carta a los obispos italianos, 6 de enero de 1994, n. 4).

3. Sin embargo, queridos amigos de la escuela católica italiana, por experiencia directa sabéis cuán difíciles y precarias son las circunstancias en que trabaja la mayor parte de vosotros. Pienso en la disminución de las vocaciones en las congregaciones religiosas que surgieron con el carisma específico de la enseñanza; pienso en la dificultad que tienen muchas familias de hacerse cargo del peso añadido que deriva, en Italia, de la elección de una escuela no estatal; y pienso con profunda tristeza en los institutos prestigiosos y beneméritos que, año tras año, se ven obligados a cerrar.
256 La principal cuestión que hay que afrontar, para salir de una situación que se está volviendo cada vez más insostenible, es sin duda la del pleno reconocimiento de la igualdad jurídica y económica entre escuelas estatales y no estatales, superando antiguas resistencias ajenas a los valores de fondo de la tradición cultural europea. Por desgracia, los pasos que se han dado recientemente en esta dirección, aunque sean apreciables en algunos aspectos, siguen siendo insuficientes.

Por tanto, me uno de corazón a vuestra petición de ir más allá con valentía, siguiendo una lógica nueva, en la que no sólo la escuela católica, sino también las diversas iniciativas escolares que puedan nacer de la sociedad, se consideren un recurso valioso para la formación de las nuevas generaciones, con tal de que tengan los requisitos indispensables de seriedad y finalidad educativa. Éste es un paso obligado, si queremos realizar un proceso de reforma que haga de verdad más moderna y adecuada la organización global de la escuela italiana.

4. A la vez que pedimos con fuerza a los responsables políticos e institucionales que se respete concretamente el derecho de las familias y de los jóvenes a la plena libertad de elección educativa, debemos analizar con igual sinceridad y valentía nuestra propia situación para identificar y realizar oportunamente los esfuerzos y la colaboración que puedan mejorar la calidad de la escuela católica y evitar que se reduzcan ulteriormente sus espacios de presencia en el país.

Desde este punto de vista, son fundamentales la solidaridad y la simpatía de toda la comunidad eclesial: las diócesis, las parroquias, los institutos religiosos, las asociaciones y los movimientos laicales. En efecto, la escuela católica participa plenamente en la misión de la Iglesia, así como en el servicio a todo el país. Por tanto, no deben existir sectores aislados o recíprocamente indiferentes, como si una cosa fueran la vida y la actividad eclesial, y otra la escuela católica y sus problemas. Por eso, me alegra mucho que la Iglesia italiana se haya dotado, durante estos años, de organismos como el Consejo nacional de la escuela católica y el Centro de estudios para la escuela católica: esos organismos manifiestan tanto la solicitud de la Iglesia por la escuela católica como la unidad de la escuela católica y su compromiso de reflexión proyectiva.

En concreto, es muy importante la realización de formas eficaces de colaboración entre las diócesis, los institutos religiosos y los organismos laicales católicos que trabajan en el campo de la escuela. En muchos casos es útil, o necesario, poner en común iniciativas, experiencias y recursos, para una colaboración organizada y con visión de futuro, que evite superposiciones e inútiles competencias entre los institutos y que, por el contrario, procure no sólo asegurar la permanencia de la escuela católica en los lugares donde está tradicionalmente presente, sino también facilitar nuevos asentamientos, tanto en las zonas de mayor pobreza como en los sectores neurálgicos para el desarrollo del país.

5. La capacidad educativa de cada institución escolar depende en gran parte de la calidad de las personas que la componen y, en particular, de la competencia y dedicación de sus profesores. Ciertamente, esta regla se aplica también a la escuela católica, que se caracteriza principalmente como comunidad educativa.

Por eso, me dirijo con afecto, gratitud y confianza ante todo a vosotros, profesores de la escuela católica, religiosos y laicos, que a menudo trabajáis en condiciones difíciles y, desde luego, con escasa retribución económica. Os pido que pongáis siempre el máximo empeño en vuestro trabajo, sostenidos por la certeza de que gracias a él participáis de modo especial en la misión que Cristo confió a sus discípulos.

Con el mismo afecto me dirijo a vosotros, alumnos, y a vuestras familias, para deciros que la escuela católica os pertenece, es para vosotros, es vuestra casa y, por tanto, no os habéis equivocado al elegirla, al amarla y al sostenerla.

Queridos amigos que estáis presentes en esta plaza y todos vosotros que compartís los mismos propósitos, concluyamos esta asamblea nacional con una humilde oración al Señor y con un fuerte compromiso recíproco, para que la escuela católica corresponda cada vez mejor a su vocación y para que se le reconozca el lugar que le pertenece en la vida civil de Italia.

La santísima Virgen María, Sede de la sabiduría y Estrella de la evangelización, y todos los santos y santas que han marcado el camino de la educación cristiana y de la escuela católica, guíen y sostengan vuestra obra.










A LOS OBISPOS DE LAS REGIONES NOROCCIDENTALES


DE CANADÁ CON MOTIVO DE LA VISITA "AD LIMINA"


sábado 30 de octubre


257 Queridos hermanos en el episcopado:

1. En el amor de Cristo, por quien "recibimos la gracia y el apostolado" (
Rm 1,5), os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Alberta, Columbia Británica, Manitoba, Saskatchewan, de los territorios del noroeste, de Yukon y del territorio de Nunavit, creado recientemente, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. El ministerio que hemos recibido no sólo conlleva grandes alegrías, sino también, a veces, graves preocupaciones e, incluso, sufrimientos. Todo esto lo traéis a las tumbas de los Apóstoles, para poder aprender una vez más de su eterno testimonio que, a pesar de las preocupaciones y los sufrimientos, el ministerio apostólico que hemos recibido es efectivamente una gran alegría para nosotros y para todo el pueblo de Dios, pues se trata de la alegría de predicar el Evangelio, "fuerza de Dios para la salvación" (Rm 1,16). Al experimentar esta alegría ahora aquí, en Roma, reafirmáis el vínculo de comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro y con todo el Colegio de los obispos, que es el signo y la garantía más segura de la unidad de la Iglesia y de su perseverancia en la fe una, santa, católica y apostólica.

2. La cercanía del gran jubileo y del nuevo milenio nos impulsa a meditar en el misterio del tiempo, que es de fundamental importancia en la Revelación y la teología cristiana (cf. Tertio millennio adveniente TMA 10). Esto es así, porque el mundo fue creado en el tiempo y en él se reveló el plan de Dios para la redención del mundo, que alcanzó su culminación en la encarnación del Hijo de Dios. El tiempo es el ámbito tanto de la creación como de la redención, que llegó a su plenitud en Cristo. Por eso, "en el Verbo encarnado el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno" (ib.). De aquí brota el deber de la Iglesia de santificar el tiempo; lo cumple especialmente mediante la conmemoración litúrgica de los acontecimientos de la historia de la salvación y la celebración de ocasiones y aniversarios especiales. Esta santificación del tiempo es un reconocimiento de la verdad proclamada por la Iglesia en la vigilia de Pascua, es decir, que todo el tiempo y todas las épocas pertenecen a Cristo (cf. Lucernario). "Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su encarnación y resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la "plenitud de los tiempos"" (Tertio millennio adveniente TMA 10 cf. Incarnationis mysterium, 1; Dies Domini, 15). Santificar el tiempo significa, por tanto, reconocer lo que Dios ha hecho del tiempo en Jesús, y cómo en el misterio pascual el tiempo mismo se ha transfigurado.
Para el mundo irredento, el tiempo causa siempre terror, porque lleva inexorablemente a la experiencia del límite de la vida y al enigma de la muerte.Por eso, toda religión se plantea, de algún modo, los interrogantes más elementales: ¿qué es el hombre?, ¿cuál es la finalidad de la vida?, ¿qué hay después de esta existencia terrena? (cf. Gaudium et spes GS 10). Con la resurrección de Jesucristo, el terror del tiempo queda superado de una vez para siempre, porque, de la misma forma que la muerte pierde su aguijón en el momento de la Pascua (cf. 1Co 15,55), así también lo pierde el tiempo. La resurrección derriba la barrera aparentemente impenetrable entre el tiempo y la eternidad, y abre el camino a la experiencia plena del tiempo como don y desafío. En este sentido, san Pablo exhorta a los seguidores de Cristo a "aprovechar bien el tiempo presente, porque los días son malos" (Ep 5,16). Esta exhortación es especialmente elocuente cuando se aplica a las responsabilidades del obispo con respecto a la vida de la comunidad cristiana confiada a su cuidado.

3. Finalmente, por la Encarnación y la visión sacramental que implica (cf. Orientale lumen, 11), la Iglesia está profundamente inmersa en el mundo, en el tiempo y, por consiguiente, en todas las cosas humanas.Dado que el Verbo se hizo carne, el cuerpo humano es importante, y también lo son las condiciones físicas, sociales y culturales de la familia humana. Puesto que el Verbo se hizo carne en el tiempo, es importante la historia humana, la vida diaria de los hombres. Desde esta perspectiva, podemos decir que la Iglesia es "del mundo" en un sentido muy positivo, precisamente como Dios mismo fue "del mundo" cuando nos envió a su Hijo como hombre. En este sentido, ser del mundo significa que la Iglesia se compromete plenamente con la historia y la cultura, pero para transformarlas, para convertir el miedo en alegría mediante la fuerza del Evangelio.
Sin embargo, el cristianismo es también escatología. Para el Nuevo Testamento no cabe duda de que éstos son "los últimos días", que el mundo, tal como lo conocemos, pasa y, por tanto, no es absoluto ni mucho menos divino. Es verdad que ya en el Nuevo Testamento se notan los signos de disminución del fervor escatológico de los primeros tiempos, cuando se debilita la expectativa inicial de una vuelta inminente del Señor. Sin embargo, a pesar de ese replanteamiento de la expectativa escatológica, la Iglesia nunca ha dejado de esperar la vuelta del Señor, que marcará el fin del mundo, pero también la realización plena de su redención. Por consiguiente, la comprensión cristiana del domingo como "octavo día", que se inspira en el rico simbolismo escatológico del sabbath judío para evocar el "siglo futuro" (Dies Domini, 26), no sólo nos recuerda el principio, cuando Dios creó todas las cosas, sino también el final, cuando recapitule todo en Cristo (cf. Ef Ep 1,10).
Así pues, la vida cristiana presenta elementos tanto encarnacionistas como escatológicos; y nuestra primera preocupación de pastores consiste en asegurar que exista un equilibrio entre ellos, que las Iglesias que presidimos en nombre de Cristo no estén ni demasiado inmersas en el mundo ni demasiado fuera de él; que estén "en el mundo, pero que no sean del mundo" (cf. Jn Jn 17,11 Jn Jn 17,15-16). A este respecto es fundamental la cuestión de la relación entre la Iglesia y el mundo, que fue un tema fundamental del concilio Vaticano II, y que sigue siendo central para la vida de la Iglesia al alba del tercer milenio, también en vuestro país. La respuesta que demos a esta cuestión determinará la manera de afrontar otras cuestiones urgentes.

4. Como pastores, tenemos que guiar a la grey de Cristo por un camino que debe evitar las tentaciones de suprimir o acentuar exageradamente la separación entre la Iglesia y el mundo, entre el mensaje cristiano y la cultura que prevalece en el mundo actual; el Evangelio no enseña ni la supresión ni la exageración; ninguna de las dos es fiel a la enseñanza del Concilio, ni puede ser el camino del futuro que Dios quiere para la Iglesia. Necesitamos otro camino, y la enseñanza del Papa Pablo VI puede ayudarnos a encontrarlo. La encíclica Ecclesiam suam a menudo ha sido considerada, con razón, como "la encíclica del diálogo", puesto que muestra muy detalladamente lo que el Papa Pablo VI describió como la "actitud" que la Iglesia debería adoptar en este período de la historia del mundo (cf. capítulo III), una actitud que implica a la vez un estilo y un método para llegar a la sociedad moderna. Ciertamente, las circunstancias han cambiado desde los años en que se escribió la encíclica Ecclesiam suam, pero su enseñanza sobre el diálogo de la Iglesia con el mundo sigue siendo tan actual ahora como lo era en 1964. Pablo VI utilizó la fórmula colloquium salutis. Este diálogo (colloquium) tiene su fundamento en lo que escribió san Juan: "Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16). La Iglesia tiene para los hombres de todos los tiempos y lugares un don valioso que no puede dejar de ofrecerles, incluso cuando su ofrecimiento es mal comprendido o rechazado.

5. Parte integrante de este don es la verdad sobre la persona humana, creada a imagen de Dios, verdad plenamente revelada en Jesucristo y confiada a la Iglesia. Sobre todo nosotros, los obispos, no debemos perder jamás la confianza en la llamada que hemos recibido para servir humilde y decididamente a esta verdad como maestros y pastores llamados a defenderla y difundirla en un momento crucial de la historia, en el que nuevos conocimientos, nuevas tecnologías y un bienestar material sin precedentes impulsan a entrar en un "mundo nuevo" de responsabilidad y desarrollo humanos. La defensa de la dignidad inalienable y del valor de la vida misma es la primera que hay que promover. Como habéis señalado en vuestras enseñanzas, el "evangelio de la vida" no es para los cristianos una simple opinión; es una dimensión esencial de nuestra obediencia a Dios. Cada uno tiene la seria obligación de estar al servicio de este evangelio: "Todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida" (Evangelium vitae EV 28). En la catequesis, en la educación, en el campo de la investigación y de la actividad médicas, entre los legisladores y los responsables de la vida pública, así como en los medios de comunicación social, hay que realizar un gran esfuerzo para presentar el "evangelio de la vida" con toda la fuerza de su verdad.
Como pastores, somos plenamente conscientes de que hoy circulan numerosas verdades sobre las cuestiones fundamentales del comportamiento humano, de modo que, en muchos casos, las exhortaciones y la enseñanza de la moral cristiana se transforman en arduos combates. Muchos de vosotros me han explicado cuán útil les ha resultado el Catecismo de la Iglesia católica en la gran tarea de la formación. Este compendio de la enseñanza de la Iglesia puede ser un instrumento muy eficaz para transmitir un conocimiento sólido y profundo de la fe y de las reglas de vida cristiana en las parroquias, las escuelas, las universidades y los seminarios. Durante los últimos decenios se han registrado algunos casos en que los esfuerzos por hacer más accesibles las verdades de la fe, especialmente en la catequesis para niños y jóvenes, han llevado a desvirtuar la esencia y la fuerza del mensaje cristiano. No cabe duda de que no hay nada más urgente en nuestro ministerio pastoral, nada por lo que tengamos mayor responsabilidad ante el Señor, que asegurar la transmisión de la fe que nos transmitieron los Apóstoles.

6. Enseñar la fe y evangelizar significa proclamar al mundo una verdad absoluta y universal; pero debemos hablar de un modo apropiado y coherente, que permita a la gente acoger dicha verdad. Reflexionando sobre lo que eso implica, Pablo VI especificó estas cuatro cualidades: perspicuitas, lenitas, fiducia y prudentia, es decir, claridad, mansedumbre, confianza y prudencia (cf. Ecclesiam suam, 75).
258 Hablar con claridad quiere decir que debemos explicar de manera comprensible la verdad de la Revelación y las enseñanzas de la Iglesia. No sólo debemos repetir, sino también explicar. En otras palabras, hace falta una nueva apologética, que responda a las exigencias actuales y tenga presente que nuestra tarea no consiste en imponer nuestras razones, sino en conquistar almas, y que no debemos entrar en discusiones ideológicas, sino defender y promover el Evangelio. Este tipo de apologética necesita una "gramática" común con quienes ven las cosas de forma diversa y no comparten nuestras afirmaciones, para no hablar lenguajes diferentes, aunque utilicemos el mismo idioma.
Esta nueva apologética también tendrá que estar animada por un espíritu de mansedumbre, la humildad compasiva que comprende las preocupaciones y los interrogantes de los demás, y no se apresura a ver en ellos mala voluntad o mala fe. Al mismo tiempo, no ha de ceder a una interpretación sentimental del amor y de la compasión de Cristo separada de la verdad, sino que insistirá en que el amor y la compasión verdaderos plantean exigencias radicales, precisamente porque son inseparables de la verdad, que es lo único que nos hace libres (cf. Jn
Jn 8,32).
Hablar con confianza significa que, a pesar de que otros puedan negar nuestra competencia específica o reprocharnos las faltas de los miembros de la Iglesia, nunca debemos perder de vista que el evangelio de Jesucristo es la verdad a la que aspiran todas las personas, aunque nos parezcan alejadas, reticentes u hostiles.
Por último, la prudencia, que el Papa Pablo VI define sabiduría práctica y buen sentido, y que san Gregorio Magno considera la virtud de los valientes (cf. Moralia, 22, 1), significa que debemos dar una respuesta concreta a la gente que pregunta: "¿Qué hemos de hacer?" (Lc 3,10 Lc 3,12 Lc 3,14). El Papa Pablo VI concluyó afirmando que hablar con perspicuitas, lenitas, fiducia y prudentia, "nos hará discretos. Nos hará maestros" (Ecclesiam suam, 77). Queridos hermanos en el episcopado, estamos llamados a ser ante todo maestros de la verdad, que no dejan de implorar "la gracia de ver la vida en su totalidad, y la fuerza de hablar eficazmente de ella" (Gregorio Magno, In Ezechielem, I, 11, 6).

7. La verdad que enseñamos no es producto de nuestra invención, sino una verdad revelada, que hemos recibido por medio de Cristo como un don incomparable. Hemos sido enviados a proclamar esta verdad y a exhortar a quienes nos escuchan a vivir lo que el apóstol san Pablo define "obediencia de la fe" (Rm 1,5). Que los mártires canadienses, cuya memoria estáis celebrando con especial alegría al cumplirse el 350° aniversario de su muerte, sigan enseñando a los fieles de Cristo en Canadá la verdad de esta obediencia y de este morir a sí mismos para vivir por Cristo. Que enseñen a la Iglesia en Canadá el misterio de la cruz, y que la semilla de su sacrificio produzca abundantes frutos en el corazón de los canadienses. Encomiendo a toda la familia de Dios en vuestro país a la intercesión de la Virgen María, Reina de los Apóstoles y Reina de los mártires, y a la protección de san José, su esposo. A vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los fieles laicos de vuestras diócesis imparto cordialmente mi bendición apostólica.







                                                                                  Noviembre de 1999




Discursos 1999 252