Discursos 1999 258

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


AL PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN


PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES


A mi venerado hermano
Cardenal Acchille Silvestrini
Prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales

Me complace saludar, por medio de usted, a los participantes en el encuentro de obispos y superiores religiosos de las Iglesias orientales católicas de América y Oceanía con la Congregación para las Iglesias orientales, que tendrá lugar en Boston del 7 al 12 de noviembre de 1999. Expreso mi agradecimiento en especial al cardenal Bernard Law, arzobispo de Boston, cuya generosa hospitalidad ha hecho posible ese encuentro.

Vuestra Congregación, prosiguiendo el encuentro análogo de los responsables de las Iglesias orientales católicas en Europa, celebrado en julio de 1997, y animada por los numerosos frutos que produjo dicho encuentro, vio la conveniencia de promover esta nueva oportunidad de estudio y evaluación conjuntos. Ese encuentro tiene como finalidad reunir a las diferentes Iglesias orientales para que reflexionen y oren en común, a fin de que, juntamente con la Congregación, reconozcan las características únicas de su presencia en América y Oceanía, y descubran caminos de compromiso para el futuro.

259 Se trata de una oportunidad particularmente valiosa para la Congregación, puesto que, al reunirse con los pastores de las Iglesias a las que sirve y al escuchar sus necesidades, vuestro dicasterio puede desempeñar mejor su papel de ayuda al Sucesor de Pedro en su ministerio de servicio. Sin embargo, se trata de un momento muy valioso también y sobre todo para las mismas Iglesias orientales, porque gracias al intercambio de experiencias y reflexiones podrán discernir la voz del Espíritu que guía a la Iglesia en su camino a través del tiempo.

Atentos al Espíritu, los obispos podrán identificar algunas líneas comunes de acción, para responder a las necesidades y las expectativas de sus propias comunidades y de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Una estrategia común es necesaria no sólo para que el anuncio del Evangelio tenga mayor fuerza y relevancia, sino también para que sea signo visible de la comunión de toda la Iglesia en la rica variedad de su patrimonio teológico, espiritual, litúrgico y canónico, un patrimonio del que se benefician todos sus miembros.

En vuestro trabajo de los próximos días, el Obispo de Roma, la Iglesia que preside en la caridad, os acompañará con sus oraciones. Pido al Señor que conceda a las Iglesias orientales católicas, con fidelidad a sus raíces históricas y un atento discernimiento de las realidades sociales en que viven y ejercen su ministerio, la valentía de avanzar por el camino profético que el Espíritu señala a los seguidores de Jesucristo en el umbral del tercer milenio cristiano.

Aquí quisiera confiar a vuestra reflexión común algunos criterios que surgieron durante la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, celebrada en el Vaticano del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997. Aunque atañen a la situación específica de América, esas observaciones pueden aplicarse muy bien a la Iglesia en Oceanía.

En mi exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America, escribí: "La inmigración a América es casi una constante de su historia desde los comienzos de la evangelización hasta nuestros días. Dentro de este complejo fenómeno debe señalarse que, en los últimos tiempos, diversas regiones de América han acogido a numerosos miembros de las Iglesias orientales católicas que, por diversas causas, han abandonado sus territorios de origen. Un primer movimiento migratorio procedía, sobre todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones de Oriente medio" (n. 17). Esa inmigración afectó a todas las Iglesias orientales, incluidas las de otras regiones, como por ejemplo las de la India. Por eso, ha sido "necesaria pastoralmente la creación de una jerarquía católica oriental para estos fieles inmigrantes y para sus descendientes" (ib.). Este marco nos permite abordar un tema que, en realidad, constituye el objetivo principal de ese encuentro: la "diáspora". Os animo a todos a estudiarlo a fondo.

El principio fundamental que debéis tener siempre presente en vuestras reflexiones también puede encontrarse en esa exhortación apostólica postsinodal: "Las normas emanadas por el concilio Vaticano II, que los padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias orientales "tienen derecho y obligación de regirse según sus respectivas disciplinas peculiares", ya que tienen la misión de dar testimonio de una antiquísima tradición doctrinal, litúrgica y monástica. Por otra parte, dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que éstas son "más adecuadas a las costumbres de los fieles" y parecen "más aptas para procurar el bien de las almas"" (ib.). Así pues, las Iglesias orientales católicas están llamadas a mantener una doble fidelidad. En primer lugar, a las tradiciones que han recibido, para que puedan, a su vez, transmitirlas fielmente. A este propósito, son útiles los vínculos que las unen a sus propias Iglesias madres. En segundo lugar, fidelidad a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, los cuales, con sus alegrías y esperanzas, sus sufrimientos y penas, sus deseos y expectativas, aspiran a la verdad y a la plenitud de vida, cuya fuente se encuentra sólo en Dios. Es fidelidad a la búsqueda continua de un sentido más profundo de la vida, especialmente en las sociedades orientadas al consumo. Esta fidelidad es doble: a Dios y a su revelación -que resplandece en las numerosas y diferentes tradiciones que vienen de los Apóstoles a través de los Padres (cf. Orientalium Ecclesiarum
OE 1)-, y al hombre y a su necesidad de Dios, según los diversos modos en que se expresa.

Durante vuestro trabajo común debéis reflexionar en la situación que se ha creado por la presencia de católicos orientales en territorios donde la mayoría de los católicos son de tradición latina. Como afirmé en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America: "Si la comunidad eclesial universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la esperanza de lograr hacerlo plenamente a través de la perfecta comunión entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales separadas, hay que alegrarse por la reciente implantación de Iglesias orientales junto a las latinas, establecidas allí desde el principio, porque de este modo puede manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Señor" (n. 17).
Por eso, os recuerdo que es necesario establecer y fomentar una relación cada vez más profunda de comunión fraterna entre las Iglesias orientales católicas y la Iglesia latina. De hecho, como puse de relieve en la exhortación apostólica Ecclesia in America, "no puede dudarse de que esta cooperación fraterna, a la vez que prestará una ayuda preciosa a las Iglesias orientales, de reciente implantación en América, permitirá a las Iglesias particulares latinas enriquecerse con el patrimonio espiritual de la tradición del Oriente cristiano" (n. 38).

Espero que todos los pastores de las Iglesias orientales católicas se sientan llamados a ser para los hombres y mujeres de sus países y culturas un signo concreto del amor, que es la característica distintiva de los discípulos de Cristo. Os pido que les transmitáis mi invitación a trabajar juntos para alcanzar la unidad que nace de la riqueza y la armonía de la variedad, de modo que puedan mostrar la riqueza abundante de la revelación de Dios y lleguen a descubrir modos prácticos para hacer posible la experiencia de comunión, siguiendo las líneas sugeridas por la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America (cf. n. 38). De esta manera, todos podremos gozar de los frutos producidos hasta ahora y, con auténtica preocupación por los demás y con entusiasmo, seremos capaces de continuar por el camino que se abre ante nosotros.

Este trabajo debe inspirarse en el misterio central de nuestra fe: la encarnación del Hijo de Dios. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es la expresión más alta de fidelidad a Dios y al hombre. Cristo encarnado, objeto de nuestra contemplación durante nuestra peregrinación hacia el Año santo, el gran jubileo del año 2000, debe guiar nuestros pasos e iluminar nuestro corazón. Vuestra reunión y la celebración común de la liturgia divina deben ser una ocasión de verdadero encuentro con Cristo, piedra angular y fundamento de todos nuestros proyectos y planes.

Implorando la intercesión de la santísima Virgen María, que acogió humildemente a Cristo en su seno y lo dio generosamente a todo el mundo, ruego al Padre que derrame el don de su Espíritu sobre todos los participantes en el encuentro y sobre sus respectivas Iglesias, para que resplandezcan como sacramento de Cristo resucitado, permitiendo a las nuevas generaciones de América y Oceanía "conocer a Jesucristo y, conociéndolo, seguirlo y encontrar en él su paz y su alegría" (cf. ib., 76).

260 Con estos sentimientos, le imparto cordialmente a usted y a todos los participantes en ese encuentro mi bendición apostólica.

Vaticano, 1 de noviembre de 1999, solemnidad de Todos los Santos.







MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


A LOS FIELES DE LA DIÓCESIS DE ROMA




Amadísimos hermanos y hermanas de Roma:

1.Ya está muy cercano el comienzo del gran jubileo. Después de un período de intensa preparación, nos disponemos a cruzar el umbral de este tiempo de gracia y perdón, durante el cual queremos celebrar con alegría y gratitud el bimilenario de la encarnación del Verbo.

Este acontecimiento, que implica a toda la Iglesia, coloca a Roma en el centro de la cristiandad y la convierte de modo especial en «ciudad situada en la cima de un monte» (Mt 5,14), a la que dirigen su mirada todas las naciones. Aquí está la sede de Pedro y de sus Sucesores; aquí está el corazón de la comunidad de los creyentes; aquí está el centro de la difusión del Evangelio. Aquí, desde todos los lugares de la tierra, vendrán los peregrinos para visitar las basílicas y las iglesias vinculadas a la memoria de los Apóstoles y de los mártires, así como al perenne testimonio de una fe fecunda en santidad y civilización.

Los cristianos de la ciudad de Roma, insertados en Cristo como herederos de los apóstoles Pedro y Pablo, constituyen un edificio santo, que da valor actual y comprometedor a los signos gloriosos del pasado. Por eso, exhorto a cada uno a vivir con plena disponibilidad y generosidad esta gracia que el Señor concede a nuestra ciudad.

El episodio de Zaqueo, narrado por el evangelista san Lucas (cf. Lc Lc 19,1-10), nos recuerda las maravillas que el paso de Jesús obra en la vida del hombre que libremente le abre la puerta de su casa. El Señor le da la capacidad de convertirse y comprometerse en el camino de la justicia y del amor a los demás. La alegría que experimentó Zaqueo es la misma que sienten los que se encuen- tran con Cristo y siguen sus pasos con renovado entusiasmo espiritual. Ésta es la experiencia del jubileo, un paso sin- gular de Jesús por nuestra ciudad.

2. Desde hace tiempo os estáis preparando para este extraordinario acontecimiento. En particular, la misión ciudadana, que terminó recientemente, ha abierto los hogares, los ambientes y, sobre todo, el corazón de muchos habitantes al anuncio de Cristo, único Salvador del mundo. Ahora es preciso consolidar los frutos conseguidos con la misión, predisponiendo los corazones para celebrar el Año santo con intensa fe y amor evangélico.

Para los creyentes, el jubileo es un tiempo propicio para salir de un modo rutinario de vivir la fe y redescubrir la amistad verdadera con el Señor. Es un tiempo oportuno para dar a la conversión el significado de una ruptura total con el pecado, experimentando la alegría del perdón recibido y dado. Es un tiempo muy favorable para redescubrir la comunión y la fraternidad en las parroquias, en los movimientos y en las diversas comunidades, eliminando los obstáculos de la indiferencia, el aislamiento y el rechazo de los demás, y llevando a cabo una auténtica reconciliación con todos. Ahora y siempre es tiempo de hacer que resuene en todos los corazones y en todos los ambientes este gran anuncio: «Dios te ama y ha enviado a Jesucristo, su Hijo, para salvarte».

3. Jesús, hablando a sus paisanos en la sinagoga de Nazaret, relacionó el año de gracia del Señor, que su presencia inauguraba, con el anuncio de la buena nueva a los pobres, la liberación de los cautivos, el don de la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cf. Lc Lc 4,18-20). De este modo, indicaba que celebrar el jubileo significa también abrir el corazón a nuestros hermanos y hermanas, particularmente a los más pobres y a los que sufren.

La Iglesia de Roma, fiel a la enseñanza del divino Maestro y de los Apóstoles, ha escrito a lo largo de los siglos páginas luminosas de acogida, especialmente con ocasión de los jubileos, con signos concretos y permanentes de amor al prójimo. Durante el gran jubileo del año 2000, Roma está llamada, una vez más, a brindar la hospitalidad evangélica a los peregrinos que van a llegar en gran número de todas las partes del mundo.

261 Con esta finalidad, en el decurso del Año santo tendrán lugar solemnes celebraciones jubilares comunes y oportunos momentos de encuentro y oración en las parroquias. Los que vengan de otras Iglesias particulares volverán consolados si experimentan que la única fe en Cristo los hace miembros de pleno derecho de una misma comunión eclesial. Así pues, es importante que nuestros hermanos encuentren a su llegada no sólo una ciudad dispuesta a recibirlos y capaz de mostrarles lugares llenos de recuerdos históricos y de fe, sino sobre todo una comunidad que encarne el Evangelio y muestre signos concretos del mandamiento supremo del amor de Cristo.

4. Desde esta perspectiva, me dirijo a todos vosotros, hijos de esta Iglesia cuyos comienzos regó la sangre de los Apóstoles, y os digo: «Roma cristiana, no dudes en abrir las puertas de tus hogares a los peregrinos. Brinda con alegría hospitalidad fraterna, en particular durante los acontecimientos de mayor significado y amplitud, como por ejemplo la Jornada mundial de la juventud, que se celebrará del 15 al 20 de agosto del año 2000. Pon a su disposición todos los locales existentes en las parroquias, en los institutos, en las escuelas y en los demás lugares de acogida. De este modo, te convertirás en ciudad de la hospitalidad, como la casa amiga de Marta, María y Lázaro, en Betania, donde Jesús se alojaba de buen grado, junto con sus discípulos, encontrando descanso físico y espiritual».

Esta invitación se dirige a las familias cristianas, para que experimenten la misma alegría de quienes acogían a Jesús en Galilea, en Samaría y en Judea; a las parroquias y a las numerosas comunidades religiosas presentes en la diócesis, para que dispensen plena y cordial acogida a los peregrinos pobres; a las instituciones y a los numerosos voluntarios, para que estén preparados para responder a las necesidades de los peregrinos y, en la medida de sus posibilidades, hagan confortable la estancia en Roma de los ancianos, los enfermos y las personas minusválidas.

5. Hermanos y hermanas de Roma, esta carta es para cada uno de vosotros. Al tiempo que os agradezco vuestra disponibilidad, deseo con todo mi corazón encomendaros a la celestial Madre de Dios, a fin de que el gran jubileo del año 2000 sea para vosotros una profunda experiencia espiritual y un estímulo para crecer en la solidaridad fraterna.

María, la primera que acogió al Verbo del Padre y con fe amorosa lo entregó al mundo entero, y que, impulsada por el Espíritu, abrió su corazón a la Palabra y pronunció su «sí» a la voluntad del Padre, ayude a los habitantes de Roma a abrir de par en par, con espíritu dócil, las puertas a Cristo, nuestro Redentor. Que hable con su corazón de Madre a quienes sean indiferentes o vivan una fe sin obras y sin entusiasmo; a quienes estén alejados o incluso sean contrarios al Evangelio. Que, por su intercesión, nuestra ciudad se convierta en protagonista de fe auténtica y constructora de la civilización del amor.

Las numerosas imágenes marianas que adornan las iglesias y las calles de la ciudad, testimonian una devoción incesante de los romanos a María. A ella, junto con todos vosotros, le digo: «Virgen Madre de Dios, bendice a Roma y a cuantos viven en ella; protege a los niños y a los jóvenes, a las familias y a las parroquias, a los enfermos y a los que sufren, a las personas solas y a cuantos no tienen esperanza. Muestra a todos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre, para que él transforme a cada hombre y a cada mujer de esta ciudad en un testigo creíble de esperanza y paz».

Con estos deseos, os envío complacido a cada uno de vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, mi bendición, para que el Señor, por intercesión de María, «Salus populi romani», de los apóstoles san Pedro y san Pablo, y de todos los santos, lleve a plenitud en vosotros la obra que ha iniciado.

Vaticano, 1 de noviembre de 1999, solemnidad de Todos los Santos







MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A MONS. SALVATORE NUNNARI, ARZOBISPO DE SANT'ANGELO DEI LOMBARDI-CONZA-NUSCO-BISACCIA,


CON MOTIVO DE LA REAPERTURA AL CULTO


DE LA CATEDRAL DE SAN ANTONINO


Al venerado hermano

SALVATORE NUNNARI

Arzobispo de Sant'Angelo dei Lombardi-Conza-Nusco-Bisaccia

1. La feliz reapertura al culto de la catedral dedicada ab antiguo a san Antonino, diácono y mártir, y semidestruida por el trágico terremoto del 23 de noviembre de 1980, me brinda la ocasión para dirigirme, una vez más, a los fieles de esa querida archidiócesis, siempre presente en mis pensamientos y cercana a mi corazón.

262 Por fin se hace realidad una larga espera y se cumple un deseo alimentado durante diecinueve años: tener como familia de Dios una "casa", en la cual vivir más intensamente la comunión con el Padre y con los hermanos.

Le saludo con afecto a usted, venerado y amado hermano en el episcopado, que apenas hace pocos meses comenzó con gran generosidad su servicio pastoral a la archidiócesis. Asimismo, saludo a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos, a las religiosas y a los seminaristas. Saludo cordialmente a las autoridades civiles, políticas y militares. Envío un abrazo cordial a las madres y a los padres de familia, a los jóvenes, a los niños y, de modo singular, a los que sufren, a los que atraviesan dificultades físicas o espirituales y a los que no tienen trabajo. A todos y cada uno repito con el apóstol san Pablo: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (
Ga 1,13).

La reconstrucción de la antigua catedral de Sant'Angelo dei Lombardi evoca el largo camino del pueblo de Dios en esa tierra y testimonia la fe que ha conservado íntegra a lo largo de los siglos, incluso en momentos de grandes pruebas y calamidades. Por eso, se pueden aplicar muy bien a esa comunidad las palabras de Dios, proclamadas por el profeta Sofonías: "¡No tengas miedo, Sión, no desmayen tus manos! El Señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador!" (So 3,16-17).

2. El período que va de 1073 a 1085, durante el cual se fundó la catedral, constituye una etapa significativa para vuestra tierra. El primer edificio, del que quedan algunos restos significativos, revive en la actual catedral de San Antonino, como signo de la perseverante adhesión de ese pueblo al Evangelio. La memoria del templo original, testimonio concreto de la fe de los antepasados, ayuda a los cristianos de hoy a no perder su identidad y los impulsa a mirar al futuro con firme esperanza. La valiosa reliquia del brazo de san Antonino, que se conserva en una teca de plata, que fue trasladada a esa iglesia desde Valencia (España) y quedó intacta aun en medio de trágicos acontecimientos, representa casi una promesa de ayuda celeste. Testimonia que Dios no abandona a sus hijos en el momento de la prueba y recuerda que, para construir un futuro de paz, fraternidad y justicia, es preciso conservar íntegro el patrimonio de fe transmitido por los santos de las generaciones anteriores, el primero de los cuales es su patrono Antonino, que la Iglesia venera como diácono y mártir.

El templo hecho de piedras es un signo palpable de la Iglesia viva, construida sobre el cimiento de los Apóstoles y que tiene como piedra angular al mismo Cristo Jesús. En ella, como recuerda el concilio Vaticano II, los creyentes se hallan insertados como piedras vivas para formar en esta tierra un templo espiritual (cf. Lumen gentium LG 6). "Vosotros sois edificación de Dios" (1Co 3,9), recordaba el apóstol san Pablo a los Corintios, y, con ocasión de la dedicación de una iglesia, la comunidad litúrgica se dirige así al Señor: "En esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros. En este lugar, Señor, tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz" (Prefacio de la dedicación).

El pueblo de Dios, convocado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, recibe en ese lugar sagrado el don de la salvación en los sacramentos y, mediante la escucha de la Palabra y la "fracción del Pan", se abre al amor de Dios para estar dispuesto a servir a sus hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados.

Por tanto, espero que, a la luz de estos datos de fe, las celebraciones con ocasión de la reapertura de vuestra catedral sean para todos ocasión de renovada y generosa respuesta a la llamada del Señor. Dios conceda a vuestra amada archidiócesis la gracia de seguir siendo signo de entendimiento y diálogo, vivero de vocaciones al servicio de la nueva evangelización y ejemplo de valiente adhesión al espíritu de las bienaventuranzas.

3. Sé muy bien que la historia de la catedral está íntimamente vinculada a los acontecimientos, alegres y dolorosos, de la ciudad y de la archidiócesis. Las alternas vicisitudes de construcción, destrucción y reconstrucción evocan momentos de dolor y muerte, muy presentes en la memoria del pueblo, pero también constituyen testimonios elocuentes de la grandeza y de la constancia de la fe de vuestros padres y de todos vosotros, que nunca habéis renunciado al propósito de reconstruir esta iglesia madre de la comunidad eclesial.

En efecto, la catedral, íntimamente vinculada a la persona del obispo, es "madre" de todas las iglesias de la diócesis. Mediante la catedral y en la catedral se manifiesta la "comunión" de toda la comunidad diocesana, unida al obispo de modo especial en la celebración eucarística. Por eso, muy oportunamente, el concilio Vaticano II reafirmó que se debe conceder "gran importancia a la vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral, persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el obispo preside rodeado por su presbiterio y sus ministros" (Sacrosanctum Concilium SC 41).

Quisiera exhortar a los hermanos y hermanas de esa querida archidiócesis a amar y conservar con celo constante su catedral. Ojalá que sea para cada uno la casa de oración, el templo santo, el lugar de la presencia del Dios vivo y de la familiaridad con él; y que impulse a toda la comunidad a mantenerse unida y solidaria, a fin de que preguste en la liturgia y en la caridad fraterna algo de la futura bienaventuranza del cielo.

Que sobre cada uno se extienda la protección de su celestial patrono san Antonino y, sobre todo, la asistencia maternal de la Virgen Madre de la Iglesia. A María le encomiendo las expectativas y las dificultades, los propósitos y las esperanzas de toda la archidiócesis, que me consta que está comprometida en un camino de entendimiento y cooperación cada vez más firmes entre el obispo y los sacerdotes, entre el clero, los religiosos y los demás miembros del pueblo cristiano. Que para todos y cada uno la Virgen sea Madre y apoyo
263 . Por mi parte, mientras renuevo los más fervientes sentimientos de mi constante y fraterno afecto, le imparto a usted, a sus colaboradores y a toda la archidiócesis la confortadora bendición apostólica.

Vaticano, 1 de noviembre de 1999, solemnidad de Todos los Santos.


MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ASAMBLEA PLENARIA

DEL CONSEJO PONTIFICIO JUSTICIA Y PAZ




Excelencias;
queridos amigos:

1. Ha sido siempre un placer para mí recibir a los miembros del Consejo pontificio Justicia y paz, junto con algunos de sus consultores, con ocasión de su asamblea plenaria. Este año, al coincidir con mi viaje apostólico a la India, no me es posible hacerlo. Sin embargo, vuestro presidente, el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân, me ha informado del programa de vuestra asamblea, y con este mensaje deseo saludaros e invocar la bendición de Dios sobre vuestro trabajo.

En su ya larga historia, el Consejo pontificio Justicia y paz ha desempeñado un importante papel en la promoción de la doctrina social de la Iglesia. Fundado a petición del concilio Vaticano II, está llamado a proporcionar a todo el pueblo de Dios un conocimiento más pleno del papel que debe desempeñar para impulsar el progreso de la familia humana, especialmente de sus miembros más pobres, mediante la búsqueda de la justicia social entre los pueblos y las naciones (cf. Motu proprio, 6 de enero de 1967). Su finalidad ha sido siempre global, y hoy lo sigue siendo más que nunca. En vísperas del gran jubileo, continuad mostrando vuestra decisión de permanecer fieles a esta misión.

2. Los recientes esfuerzos del Consejo pontificio con vistas a difundir el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia se han orientado a formar líderes, tanto eclesiásticos como laicos, cada vez más conscientes de su obligación de defender la dignidad de cada persona humana, afrontando cuestiones como la eliminación de la miseria y la promoción de un enfoque eficaz de los derechos humanos. Habéis afrontado con éxito estas preocupaciones directamente en diferentes partes del mundo, buscando la ayuda de las Iglesias particulares para organizar seminarios sobre la doctrina social de la Iglesia, en ámbitos muy específicos. Al hacerlo en África, Asia y América Latina, manifestáis plenamente el espíritu del gran jubileo, que quiere ser un tiempo de liberación y restablecimiento de la justicia y la paz entre los pueblos (cf. Lv Lv 25). Lo hacéis con espíritu evangélico, porque la libertad, la justicia y la paz verdaderas son dones de un Dios amoroso que busca la colaboración de quienes ha creado por amor. Apoyo vuestros esfuerzos por poner en práctica la doctrina social de la Iglesia mediante un compromiso cada vez más profundamente sentido entre los fieles.
Con este mismo espíritu, habéis apoyado y promovido en los foros regionales e internacionales los esfuerzos por ayudar a los países más pobres a liberarse del peso de la deuda y del subdesarrollo, y a poner fin a los conflictos internos.

3. El año pasado encomendé al Consejo pontificio la tarea de elaborar un "compendio o síntesis autorizada de la doctrina social de la Iglesia", que debería mostrar la conexión entre esa doctrina y la nueva evangelización (cf. Ecclesia in America ). Dicho documento ayudará a los miembros de la Iglesia a comprender mejor la importancia de esa doctrina. El jubileo brinda una excelente ocasión para su publicación. El concepto mismo de jubileo, que conmemora el nacimiento de Jesús, incluye la proclamación de la buena nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos, la devolución de la vista a los ciegos (cf. Mt Mt 11,4-5 Lc 7,22), el perdón de las deudas y la restitución de sus tierras (cf. Lv Lv 25,8-28). El Consejo pontificio ha afrontado con eficacia esas cuestiones durante los años de preparación para este gran acontecimiento.

4. En esta asamblea plenaria consideraréis la actual crisis del medio ambiente a la luz de la doctrina social de la Iglesia. La cuestión del ambiente está íntimamente relacionada con otros importantes problemas sociales, pues abarca todo lo que nos rodea y todo aquello de lo que depende la vida humana. De ahí la relevancia de un correcto enfoque de la cuestión. A este respecto, la reflexión sobre el fundamento bíblico de la solicitud por la creación puede clarificar la obligación de favorecer un ambiente seguro y sano.
El uso de los recursos de la tierra es otro aspecto crucial de la cuestión ambiental. Un estudio de este complejo problema lleva al núcleo mismo de la organización de la sociedad moderna. Al reflexionar en el tema del ambiente a la luz de la sagrada Escritura y de la doctrina social de la Iglesia, no podemos menos de plantearnos la cuestión del estilo de vida fomentado por la sociedad moderna y, en particular, la cuestión del modo desigual como se distribuyen los beneficios del progreso. El Consejo pontificio prestará un valioso servicio a la Iglesia, y a través de la Iglesia a toda la humanidad, promoviendo una comprensión más profunda del deber de trabajar por una mayor justicia y equidad, de modo que la gente pueda compartir los recursos de la creación de Dios.

264 5. Con ocasión de vuestro encuentro, invoco complacido las bendiciones divinas sobre cada uno de los miembros y consultores del Consejo. Os agradezco a todos la considerable ayuda que brindáis a la Santa Sede gracias a vuestra preparación específica y a vuestra rica y variada experiencia en muchas partes del mundo. Que la gracia y la paz del Jesucristo, nuestro Señor, estén con vosotros y con los miembros de vuestra familia. Con mi bendición apostólica.

Vaticano, 4 de noviembre de 1999








A LOS LÍDERES DE OTRAS RELIGIONES


Y CONFESIONES CRISTIANAS


Nueva Delhi, domingo 7 de noviembre

: Ilustres líderes religiosos;
queridos amigos:

1. Me alegra mucho visitar una vez más la amada tierra de la India y tener esta oportunidad de saludaros en particular a vosotros, representantes de diferentes tradiciones religiosas, que no sólo encarnáis los grandes logros del pasado, sino también la esperanza de un futuro mejor para la familia humana. Agradezco al Gobierno y al pueblo de la India la acogida que me han dispensado. Vengo a vosotros como peregrino de paz y como compañero que camina con vosotros por la senda que lleva a la realización plena de los más profundos anhelos humanos. Con ocasión del Diwali, la fiesta de las luces, que simboliza la victoria de la vida sobre la muerte, del bien sobre el mal, expreso la esperanza de que este encuentro hable al mundo entero de lo que nos une a todos: nuestro origen y destino humano común, nuestra responsabilidad común con respecto al bienestar y progreso de las personas, nuestra necesidad de luz y fuerza, que buscamos en nuestras convicciones religiosas. A lo largo de los siglos, y de muchas maneras, la India ha enseñado una verdad que también los grandes maestros cristianos proponen: que los hombres y mujeres "por un instinto interior" están profundamente orientados hacia Dios y lo buscan desde lo más profundo de su ser (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 60, a. 5, ad 3). Estoy convencido de que, sobre esta base, podremos avanzar juntos con éxito por el camino de la comprensión y el diálogo.

2. Mi presencia aquí, entre vosotros, es un signo más de que la Iglesia católica desea proseguir de modo cada vez más intenso el diálogo con las religiones del mundo. Considera que este diálogo es un acto de amor que hunde sus raíces en Dios mismo. "Dios es amor", proclama el Nuevo Testamento, "y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. (...) Nosotros amemos, porque él nos amó primero. (...) Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1Jn 4,16 1Jn 4,19-20).
El hecho de que las religiones del mundo estén tomando cada vez mayor conciencia de su responsabilidad común con respecto al bienestar de la familia humana es un signo de esperanza. Este es un aspecto fundamental de la globalización de la solidaridad que debe existir, si queremos asegurar el futuro del mundo. Este sentido de responsabilidad compartida aumenta a medida que descubrimos lo que tenemos en común como hombres y mujeres religiosos.
¿Quién de nosotros no debe afrontar el misterio del sufrimiento y la muerte? ¿Quién de nosotros no considera la vida, la verdad, la paz, la libertad y la justicia como los valores más importantes? ¿Quién de nosotros no está convencido de que la bondad moral está sólidamente arraigada en la apertura de la persona y de la sociedad al mundo trascendente de la divinidad? ¿Quién de nosotros no cree que el camino hacia Dios exige oración, silencio, ascetismo, sacrificio y humildad? ¿Quién de nosotros no está interesado en que el progreso científico y técnico vaya acompañado por una conciencia espiritual y moral? Y ¿quién de nosotros no cree que los desafíos planteados actualmente a la sociedad sólo pueden afrontarse construyendo una civilización del amor, basada en los valores universales de la paz, la solidaridad, la justicia y la libertad? Y ¿cómo podemos hacerlo si no es a través del encuentro, la comprensión mutua y la cooperación?

3. La senda que hemos de recorrer es ardua y siempre nos acecha la tentación de elegir un camino de aislamiento y división, que lleva al conflicto. Este, a su vez, desencadena las fuerzas que convierten a la religión en un pretexto para la violencia, como observamos con demasiada frecuencia en el mundo. Recientemente, acogí con alegría en el Vaticano a los representantes de las religiones del mundo que se reunieron para desarrollar los frutos del encuentro de Asís de 1986. Repito aquí lo que dije a esa distinguida asamblea: "La religión no es, y no debe llegar a ser, un pretexto para los conflictos, sobre todo cuando coinciden la identidad religiosa, cultural y étnica. La religión y la paz van juntas: desencadenar una guerra en nombre de la religión es una contradicción evidente" (n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de noviembre de 1999, p. 6). Especialmente los líderes religiosos tienen el deber de hacer todo lo posible para garantizar que la religión sea lo que Dios quiere: una fuente de bondad, respeto, armonía y paz. Éste es el único modo de honrar a Dios en verdad y justicia.
Nuestro encuentro nos exige luchar por descubrir y aceptar todo lo que sea bueno y santo en los demás, de forma que podamos reconocer, tutelar y promover las verdades espirituales y morales, que son las únicas que garantizan el futuro del mundo (cf. Nostra aetate NAE 2). En este sentido, el diálogo nunca es un intento de imponer nuestras opiniones a los demás, dado que un diálogo de esa índole se transformaría en una forma de dominio espiritual y cultural. Eso no implica renunciar a nuestras convicciones. Lo que exige es que, firmes en lo que creemos, escuchemos con respeto a los demás, tratando de descubrir lo que es bueno y santo, y lo que favorece la paz y la cooperación.


Discursos 1999 258