B. Juan Pablo II Homilías


1

1978



EN EL COMIENZO DE SU PONTIFICADO


Plaza de San Pedro

Domingo 22 de octubre de 1978



1. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Estas palabras fueron pronunciadas por Simón, hijo de Jonás, en la región de Cesarea de Filipo. Las dijo, sí, en la propia lengua, con una convicción profunda, vivida, sentida; pero no tenían dentro de él su fuente, su manantial: «...porque no es la carne, ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Eran palabras de fe.

Ellas marcan el comienzo de la misión de Pedro en la historia de la salvación, en la historia del Pueblo de Dios. Desde entonces, desde esa confesión de fe, la historia sagrada de la salvación y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión: expresarse en la histórica dimensión de la Iglesia. Esta dimensión eclesial de la historia del Pueblo de Dios tiene sus orígenes, nace de hecho, de estas palabras de fe y sigue vinculada al hombre que las pronunció: «Tú eres Pedro —roca, piedra— y sobre ti, como sobre una piedra, edificaré mi Iglesia».

2. Hoy y aquí, en este lugar, es necesario pronunciar y escuchar de nuevo las mismas palabras: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Sí, hermanos e hijos, ante todo estas palabras.

Su contenido revela a nuestros ojos el misterio de Dios vivo, misterio que el Hijo conoce y que nos ha acercado. En efecto, nadie ha acercado el Dios vivo a los hombres, ninguno lo ha revelado como lo ha hecho el Hijo mismo. En nuestro conocimiento de Dios, en nuestro camino hacia Dios estamos totalmente ligados a la potencia de estas palabras: «Quien me ve a mí, ve también al Padre». El que es infinito, inescrutable, inefable, se ha acercado a nosotros en Cristo Jesús, el Hijo unigénito, nacido de María Virgen en el portal de Belén.

Vosotros todos, los que tenéis ya la inestimable suerte de creer, vosotros todos, los que todavía buscáis a Dios, y también vosotros, los que estáis atormentados por la duda: acoged de buen grado una vez más —hoy y en este sagrado lugar— las palabras pronunciadas por Simón Pedro. En esas palabras está la fe de la Iglesia. En ellas está la nueva verdad, es más, la verdad última y definitiva sobre el hombre: el Hijo de Dios vivo. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

3. El nuevo Obispo de Roma comienza hoy solemnemente su ministerio y la misión de Pedro. Efectivamente, en esta ciudad desplegó y cumplió Pedro la misión que le había confiado el Señor.

2 El Señor se dirigió a él diciendo: «...Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras« (Jn 21,18).

¡Pedro vino a Roma!

¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.

Según una antigua tradición (que ha tenido magnífica expresión literaria en una novela de Henryk Sienkiewicz), durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.

Sí, hermanos e hijos, Roma es la Sede de Pedro. A lo largo de los siglos le han sucedido siempre en esta sede nuevos Obispos. Hoy, un nuevo Obispo sube a la Cátedra Romana de Pedro, un Obispo lleno de temblor, consciente de su indignidad. ¡Y, cómo no temblar ante la grandeza de tal llamada y ante la misión universal de esta Sede Romana!

A la Sede de Pedro en Roma sube hoy un Obispo que no es romano. Un Obispo que es hijo de Polonia. Pero desde este momento, también él se hace romano. Si, ¡romano! También porque es hijo de una nación cuya historia, desde sus primeros albores, y cuyas milenarias tradiciones están marcadas por un vínculo vivo, fuerte, jamás interrumpido, sentido y siempre vivido, con la Sede de Pedro; una nación que ha permanecido siempre fiel a esta Sede de Roma. ¡Oh, el designio de la Divina Providencia es inescrutable!

4. En los siglos pasados, cuando el Sucesor de Pedro tomaba posesión de su Sede, se colocaba sobre su cabeza la tiara. El último Papa coronado fue Pablo VI en 1963, el cual, sin embargo, después del solemne rito de la coronación, no volvió a usar la tiara, dejando a sus sucesores libertad para decidir al respecto.

El Papa Juan Pablo I, cuyo recuerdo está tan vivo en nuestros corazones, no quiso la tiara, y hoy no la quiere su sucesor. No es tiempo, realmente, de volver a un rito que ha sido considerado, quizás injustamente, como símbolo del poder temporal de los Papas.

Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.

El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero —como se le consideraba—, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».

El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su "sagrada potestad" ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.

3 La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.

El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potes­tad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.

5. ¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!

¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!

¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!

Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!

Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene pala­bras de vida, sí, de vida eterna!

6. Precisamente hoy toda la Iglesia celebra su "Jornada Misionera mundial": es decir, ora, medita, trabaja para que las palabras de vida de Cristo lleguen a todos los hombres y sean escuchadas como mensaje de esperanza, de salvación, de liberación total.

Doy las gracias a todas los aquí presentes que han querido participar en esta solemne inauguración del ministerio del nuevo Sucesor de Pedro.

Doy las gracias de corazón a los Jefes de Estado, a los Representantes de las Autoridades, a las Delegaciones de los Gobiernos por su presencia que tanto me honra.

¡Gracias a vosotros, eminentísimos cardenales de la Santa Iglesia Romana!

4 ¡Os doy las gracias, amados hermanos en el Episcopado!

¡Gracias a vosotros, sacerdotes!

¡A vosotros, hermanas y hermanos, religiosas y religiosos de las órdenes y de las congregaciones! ¡Gracias!

¡Gracias a vosotros, romanos! ¡Gracias a los peregrinos que han venido de todo el mundo!

¡Gracias a cuantos seguís este sagrado rito a través de la radio y de la televisión!

7. Me dirijo a vosotros, queridos compatriotas, peregrinos de Polonia, hermanos obispos presididos por vuestro magnífico primado, sacerdotes, religiosos y religiosas de las diversas congregaciones polacas, y a vosotros representantes de esa "Polonia" esparcida por todo el mundo.

¿Y qué os diré a vosotros que habéis venido de mi Cracovia, la sede de San Estanislao, de quien he sido indigno sucesor durante 14 años? ¿Qué os puedo decir? Todo lo que pudiera deciros sería un pálido reflejo de lo que siento en estos momentos en mi corazón y de lo que sienten vuestros corazones.

Dejemos pues a un lado las palabras. Quede sólo un gran silencio ante Dios, el silencio que se convierte en plegaria.

Una cosa os pido: estad cercanos a mí. En Jasna Gora y en todas partes. No dejéis de estar con el Papa, que hoy reza con las palabras del poeta: «Madre de Dios, que defiendes la Blanca Czestochowa y resplandeces en la "Puerta Aguda"». Esas son las palabras que dirijo a vosotros en este momento particular.

Con las palabras pronunciadas en lengua polaca, he querido hacer una llamada e invitación a la plegaria por el nuevo Papa. Con la misma llamada me dirijo a todos los hijos e hijas de la Iglesia católica. Recordadme hoy y siempre en vuestra ora­ción.

8. A los católicos de los países de lengua francesa manifiesto todo mi afecto y simpatía. Y me permito contar con vuestro apoyo filial y sin reservas.

5 A quienes no participan de nuestra fe dirijo también un saludo respetuoso y cordial. Espero que sus sentimientos de benevolencia facilitarán la misión espiritual que me incumbe y que no se lleva a cabo sin repercusión en la felicidad y la paz del mundo.

A todos los que habláis inglés ofrezco mi saludo cordial en el nombre de Cristo.

Cuento con la ayuda de vuestras oraciones y de vuestra buena voluntad para desempeñar mi misión al servicio de la Iglesia y de la hu­manidad.

Que Cristo os dé su gracia y su paz, derribando las barreras de división y haciendo de todas las cosas una en El.

Dirijo un cordial saludo a los representantes y a todas las personas de los países de habla alemana.

Repetidas veces, e incluso recientemente durante mi visita a la República Federal de Alemania, he tenido oportunidad de conocer y apreciar personalmente la gran obra de la Iglesia y de sus fieles.

Que vuestra acción abnegada en favor de Cristo resulte fructífera también en el futuro de cara a todos los grandes problemas y a todas las necesidades de la Iglesia en el mundo entero. Por eso encomiendo espiritualmente a vuestra oración mi servicio apostólico.

Mi pensamiento se dirige ahora hacia el mundo de lengua española, una porción tan considerable de la Iglesia de Cristo.

A vosotros, hermanos e hijos queridos, llegue en este momento solemne el afectuoso saludo del nuevo Papa.

Unidos por los vínculos de una común fe católica, sed fieles a vuestra tradición cristiana, hecha vida en un clima cada vez más justo y solidario, mantened vuestra conocida cercanía al Vicario de Cristo y cultivad intensamente la devoción a nuestra Madre, María Santísima.

Hermanos e hijos de lengua portuguesa: Os saludo afectuosamente en el Señor en cuanto "siervo de los siervos de Dios".

6 Al bendeciros confío en la caridad de vuestras oraciones y en vuestra fidelidad para vivir siempre el mensaje de este día y de esta ceremonia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Que el Señor esté con vosotros con su gracia y su misericordioso amor hacia la humanidad.

Cordialmente saludo y bendigo a los checos y eslovacos, a los que siento tan cercanos.

De todo corazón doy la bienvenida y bendigo a todos los ucranios y rutenos del mundo.

Mi afectuoso saludo a los hermanos lituanos. Sed siempre felices y fieles a Cristo.

Abro mi corazón a todos los hermanos de las Iglesias y comunidades cristianas, saludando de manera particular a los que estáis aquí presentes, en espera de un próximo encuentro personal; pero ya desde ahora os expreso mi sincero aprecio por haber querido asistir a este solemne rito.

Y me dirijo una vez más a todos los hombres, a cada uno de los hombres, (¡y con qué veneración el apóstol de Cristo debe pronunciar esta palabra: hombre!).

¡Rogad por mí!

¡Ayudadme para que pueda serviros! Amén.



TOMA DE POSESIÓN DE LA CÁTEDRA DE OBISPO DE ROMA



DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA


EN SAN JUAN DE LETRÁN


Domingo 12 de noviembre de 1978



Queridos hermanos y hermanas:

7 1. Ha llegado el día en que el Papa Juan Pablo II viene a la basílica de San Juan de Letrán a tomar posesión de la cátedra de Obispo de Roma. Deseo arrodillarme en este lugar y besar el umbral de este templo que desde hace tantos siglos es «morada de Dios entre los hombres» (Ap 21,3), Dios Salvador con el Pueblo de la Ciudad Eterna, Roma. Con todos los aquí presentes repito las palabras del Salmo:

«Alegréme cuando me dijeron: / "Vamos a la casa de Yavé". / Estuvieron nuestros pies / en tus puertas, ¡oh Jerusalén! / Jerusalén, edificada como ciudad, / bien unida y compacta; / adonde suben las tribus, / las tribus de Yavé. / según la norma (dada) a Israel / para celebrar el nombre de Yavé» (Sal 122/121).

¿No es ésta una imagen del acontecimiento de hoy? Las generaciones antiguas llegaban a este lugar; generaciones de romanos y generaciones de Obispos de Roma, Sucesores de San Pedro; y cantaban este himno de gozo que repito hoy aquí con vosotros. Me uno a estas generaciones yo, nuevo Obispo de Roma Juan Pablo II, polaco de origen. Me detengo en el umbral de este templo y os pido que me acojáis en el nombre del Señor. Os ruego que me acojáis como habéis acogido a mis predecesores a lo largo de todos los siglos; como habéis acogido apenas hace unas semanas a Juan Pablo I, tan amado del mundo entero. Os ruego que me acojáis también a mí.

Dice el Señor: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16). Esto es todo lo que puedo apelar: no estoy aquí por mi voluntad. El Señor me ha elegido. Por tanto, en el nombre del Señor os pido: ¡acogedme!

2. Al mismo tiempo dirijo un saludo cordial a todos. Saludo a los señores cardenales y a los hermanos en el Episcopado que han querido tomar parte en esta ceremonia; y deseo saludar en particular a ti, querido hermano cardenal Vicario, a mons. vicegerente, a los obispos auxiliares de Roma; a vosotros, queridos sacerdotes de esta diócesis mía; a vosotros, hermanas y hermanos de tantas órdenes y congregaciones religiosas. Dirijo un saludo respetuoso a las autoridades gubernativas y civiles, con agradecimiento especial a las delegaciones aquí presentes. Os saludo a todos, y este "todos". quiere decir "a cada uno en particular". Aunque no pronuncie vuestros nombres uno por uno, quiero saludar a cada uno llamándole por su nombre. ¡Vosotros, romanos! ¿A cuántos siglos se remonta este saludo? Es un saludo que nos lleva a los difíciles comienzos de la fe y de la Iglesia, la cual precisamente aquí, en la capital del antiguo Imperio, durante tres siglos superó su prueba de fuego: prueba de vida. Y de ella salió victoriosa. ¡Gloria a los mártires y confesores! ¡Gloria a Roma santa! ¡Gloria a los Apóstoles del Señor! ¡Gloria a las catacumbas y a las basílicas de la Ciudad Eterna!

3. Entrando hoy en la basílica de San Juan de Letrán se me presenta ante los ojos el momento en que María traspasa el umbral de la casa de Zacarías para saludar a Isabel, madre de Juan. Escribe el Evangelista que ante este saludo «el niño... exultó en su seno» (Lc 1,41); y ya desde los tiempos más remotos, muchos Padres y escritores añaden que en aquel instante. Juan recibió la gracia del Salvador. Y por ello, él mismo lo anunció el primero. El, el primero con todo el pueblo de Israel, le esperó a orillas del Jordán. Y ha sido él quien lo ha mostrado al pueblo con las palabras: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Cordero de Dios significa Redentor, significa ¡Salvador del mundo!

Es muy acertado que esta basílica dedicada a San Juan Bautista, además de a San Juan Evangelista, esté consagrada al Santísimo Salvador. Es como si también hoy oyéramos resonar esta voz a orillas del Jordán, al igual que a través de los siglos. La voz del Precursor, la voz del Profeta, la voz del Amigo, del Esposo. Así dijo Juan: «Preciso es que El crezca y yo mengüe» (Jn 3,30). Esta primera confesión de la fe en Cristo Salvador fue como la llave que cerró la Antigua Alianza, tiempo de esperanza, y abrió la Alianza Nueva, tiempo de cumplimiento. Esta primera confesión fundamental de la fe en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la habían oído ya a orillas del Jordán los futuros Apóstoles de Cristo. También la oyó probablemente Simón Pedro. Ello le ayudó a proclamar más tarde en los comienzos de la Nueva Alianza: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Es justo, por tanto, que los Sucesores de Pedro se lleguen a este lugar para recibir la confesión de Juan, como una vez la recibió Pedro: «He aquí el Cordero de Dios», y transmitirla a la nueva era de la Iglesia proclamando: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

4. En el marco de este maravilloso encuentro de lo antiguo con lo nuevo, hoy, como nuevo Obispo de Roma, deseo dar comienzo a mi ministerio para con el Pueblo de Dios de esta Ciudad y de esta diócesis, que por la misión de Pedro ha llegado a ser la primera en la gran familia de la Iglesia, en la familia de las diócesis hermanas. El contenido esencial de este ministerio es el mandamiento de la caridad: este mandamiento que hace de nosotros los hombres, los amigos de Cristo: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15,14). «Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor» (Jn 15,9).

¡Oh Ciudad Eterna, oh queridos hermanos y hermanas, oh ciudadanos de Roma! Vuestro nuevo Obispo desea sobre todo que permanezcamos en el amor de Cristo y que este amor sea siempre más fuerte que nuestras debilidades. Que este amor nos ayude a modelar el rostro espiritual de nuestra comunidad para que ante él desaparezcan los odios y envidias, toda malicia y perversidad, en las cosas grandes y en las pequeñas, en las cuestiones sociales y en las interpersonales. Que lo más fuerte sea el amor. Con qué alegría y cuánto agradecimiento a la vez, he seguido estos últimos días los muchos episodios (la televisión me los ha hecho cercanos) en los que a consecuencia de falta de personal en los hospitales, muchos se ofrecieron voluntarios, adultos y jóvenes en especial, para servir con generosidad a los enfermos. Si tiene su valor la búsqueda de la justicia en la vida profesional, tanto más atento debe estar el amor social. Por tanto, deseo para esta nueva diócesis mía, para Roma, este amor que Cristo ha querido para sus discípulos.

El amor construye, ¡sólo el amor construye!

8 El odio destruye. El odio no construye nada. Lo único que puede hacer es disgregar. Puede desorganizar la vida social: a lo más. puede hacer presión en los débiles, pero sin edificar nada.

Para Roma, para mi nueva diócesis y, al mismo tiempo, para toda la Iglesia y para el mundo, deseo amor y justicia. Justicia y amor para que podamos construir.

En relación con esta construcción, en la segunda lectura de hoy San Pablo nos enseña, como enseñó hace tiempo a los cristianos de Efeso cuando escribía: «(Cristo) constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores... para la edificación del Cuerpo de Cristo» (
Ep 4,11-12). Y continuando este pensamiento a la luz del Concilio Vaticano II, con referencia en particular al Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, yo añadiría que Cristo nos llama para que lleguemos a ser padres, madres de familia, hijos e hijas. ingenieros, abogados, técnicos, científicos, educadores, estudiantes, alumnos. ¡Lo que sea! Cada uno tiene su puesto en esta construcción del Cuerpo de Cristo, del mismo modo que cada uno tiene su puesto y su tarea en la construcción del bien común de los hombres, de la sociedad, la nación, la humanidad. La Iglesia se construye en el mundo. Se construye con hombres vivos. Al dar comienzo a mi servicio episcopal, pido a cada uno de vosotros que encuentre y defina su propio puesto en la empresa de esta construcción.

Y pido además a todos vosotros romanos, sin excepción, a cuantos estáis aquí presentes hoy, y a todos aquellos a quienes llegará la voz de vuestro nuevo Obispo: Acudid en espíritu a orillas del Jordán, allí donde Juan Bautista enseñaba; Juan, Patrono precisamente de esta basílica, catedral de Roma. Escuchad una vez más lo que dijo señalando a Cristo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».

¡He aquí el Salvador!

Creed en El con fe renovada, con una fe tan ardiente como la de los primeros cristianos romanos que aquí han perseverado durante tres siglos de pruebas y persecuciones.

Creed con fe renovada, como es necesario que creamos nosotros, cris­tianos del segundo milenio que está para terminar; creed en Cristo Salvador del mundo. Amén.

ENCUENTRO «EUCARÍSTICO» CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA



Domingo 19 de noviembre de 1978



1. Nuestro encuentro de hoy tiene el carácter de una audiencia especial. Es —si se puede decir así— una audiencia eucarística. No la "damos", pero la "celebramos". Esta es una sagrada liturgia. Concelebran conmigo, nuevo Obispo de Roma, y con el señor cardenal Vicario, los superiores de los seminarios de esta diócesis y participan en esta Eucaristía los alumnos del Seminario Romano, del Seminario Capránica y del Seminario Menor.

El Obispo de Roma desea visitar sus seminarios; pero, mientras tanto, hoy habéis venido vosotros a él para esta sagrada audiencia.

La Santa Misa es también una audiencia. Quizá la comparación sea muy atrevida, quizá poco conveniente, quizá demasiado "humana"; sin embargo, me permito emplearla: ésta es una audiencia que el mismo Cristo concede continuamente a toda la humanidad —que Él concede a una determinada comunidad eucarística— y a cada uno de nosotros que constituimos esta asamblea.

9 2. Durante la audiencia escuchamos al que habla. Y también nosotros intentamos hablarle de modo que Él pueda escucharnos.

En la liturgia eucarística Cristo habla ante todo con la fuerza de su Sacrificio. Es un discurso muy conciso y a la vez muy ardiente. Se puede decir que sabernos de memoria este discurso; sin embargo, cada vez resulta nuevo, sagrado, revelador. Contiene en sí todo el misterio del amor y de la verdad, porque la verdad vive del amor y el amor de la verdad. Dios, que es Verdad y Amor, se ha manifestado en la historia de la creación y en la historia de la salvación; Él propone de nuevo esta historia mediante el sacrificio redentor que nos ha transmitido en el signo sacramental, no sólo para que lo meditemos en el recuerdo, sino para que lo renovemos, lo volvamos a celebrar.

Celebrando el sacrificio eucarístico, somos introducidos cada vez en el misterio de Dios mismo y también en toda la profundidad de la realidad humana. La Eucaristía es anuncio de muerte y de resurrección. El misterio pascual se expresa en ella como comienzo de un tiempo nuevo y como esperanza final.

Es Cristo mismo el que habla, v nosotros no cesamos jamás de escucharle. Deseamos continuamente esta fuerza suya de salvación, que se ha convertido en "garantía" divina de las palabras de vida eterna.

Él tiene palabras de vida eterna (cf.
Jn 6,68).

3. Lo que nosotros queremos decirle a Él es siempre nuestro, porque brota de nuestras experiencias humanas, de nuestros deseos; pero también de nuestras penas. Es frecuentemente un lenguaje de sufrimiento, pero también de esperanza. Le hablamos de nosotros mismos, de todos los que esperan de nosotros que los recordemos ante el Señor.

Esto que decimos se inspira en la Palabra de Dios. La liturgia de la palabra precede a la liturgia eu­carística. En relación a la palabra escuchada hoy, tendremos muchísimas cosas que decir a Cristo, durante esta sagrada audiencia.

Queremos, pues, hablarle ante todo del talento singular —y quizá no uno solo, sino cinco— que hemos recibido: la vocación sacerdotal, la llamada a encaminarnos hacia el sacerdocio, entrando en el seminario. Todo talento es una obligación. ¡Cuánto más nos sentiremos obligados por este talento, para no echarlo a perder, no "esconderlo bajo tierra", sino hacerlo fructificar! Mediante una seria preparación, el estudio, el trabajo sobre el propio yo, y una sabia formación del "hombre nuevo" que, dándose a Cristo sin reserva en el servicio sacerdotal, vivido en el celibato, podrá llegar a ser de modo particular "un hombre nuevo para los demás".

Queremos hablar también a Cristo del camino que nos conduce a cada uno al sacerdocio, hablarle cada uno de su propia vida. En ella buscamos perseverar con temor de Dios, como nos invita a hacer el Salmista. Este es el camino que nos hace salir de las tinieblas para llevarnos hacia la luz, como escribe San Pablo. Queremos ser "hijos de la luz". Queremos velar, queremos ser moderados, sobrios y responsables para nosotros y para los demás.

Ciertamente cada uno de nosotros tendrá todavía muchas cosas que decir durante esta audiencia —cada uno de vosotros, superiores, y cada uno de vosotros, queridísimos alumnos—.

Y, ¿qué diré a Cristo yo, vuestro Obispo?

10 Antes de nada, quiero decirle: Te doy gracias por todos los que me has dado.

Quiero decirle una vez más (se lo repito continuamente): ¡La mies es mucha! ¡Envía obreros a tu mies!

Y además quiero decirle: Guárdalos en la verdad y concédeles que maduren en la gracia del sacramento del sacerdocio, para el que se preparan.

Todo esto quiero decírselo por medio de su Madre, a la que veneráis en el Seminario Romano, contemplando la imagen de la "Virgen de la Confianza", de la cual el siervo de Dios Juan XXIII era especialmente devoto.

Os confío, pues, a esta Madre: a cada uno de vosotros y a todos y a los tres Seminarios de mi nueva diócesis. Amén.

ENCUENTRO CON EL LAICADO CATÓLICO DE ROMA

Domingo 26 de noviembre de 1978



1. Deseo ante todo expresar mi gran alegría por este encuentro de hoy. Doy las gracias al cardenal Vicario de Roma, que junto con los obispos auxiliares ha organizado este encuentro, en el que participan los representantes del laicado de esta primera diócesis en la Iglesia, de la que, por voluntad de Cristo, he llegado a ser Obispo desde hace poco. Todas las organizaciones del apostolado de los laicos en la diócesis de Roma están presentes aquí en la persona de sus representantes, acompañados de los consiliarios espirituales de cada organización. Al hacerme cargo del servicio episcopal en Roma, después de la experiencia de veinte años en la archidiócesis de Cracovia debo declarar, antes de nada, que doy mucha importancia al apostolado de los laicos, respecto al cual procuraba hacer lo más posible, en aquellas circunstancias anteriores bien diversas de las que encuentro aquí.

Un motivo particular de mi alegría es el hecho de que nos reunimos en la fiesta de Cristo Rey del universo, que entre los días del año litúrgico, es quizá el más apto, también por algunas tradiciones, para asumir el deber de nuestra colaboración.

Continuamos esta colaboración nuestra, queridos hermanos y hermanas, en la celebración del Santísimo Sacrificio para retornar así al Cenáculo, que ha venido a ser el lugar privilegiado para "enviar a los Apóstoles", ya en el jueves Santo, ya en el día de Pentecostés.

2. La Palabra divina de la liturgia de hoy, que escuchamos con la mayor atención, nos introduce en la profundidad del misterio de Cristo Rey. De El hablan todas las lecturas. Quiero llamar vuestra atención de modo particular sobre las palabras de San Pablo a los corintios; hace un parangón entre las dos dimensiones de la existencia humana: la de nuestra participación en Adán, y la que obtenemos en Cristo.

La participación del hombre en Adán quiere decir desobediencia: «Non serviam, no serviré».

11 Y precisamente aquel «no serviré», en el que parecía sentir el hombre la señal de su liberación y el desafío de la propia grandeza, midiéndose con Dios mismo, vino a ser la fuente del pecado y de la muerte. Y todavía somos testigos de cómo aquel antiguo «no serviré» lleva consigo una múltiple dependencia y esclavitud del hombre. Es tema para un análisis profundo que ahora es difícil hacerlo en toda su extensión. Debemos contentarnos con una simple alusión.

Cristo, el nuevo Adán, es el que entra en la historia del hombre precisamente "para servir". «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida» (
Mt 20,28): en cierto sentido, ésta es la definición fundamental de su reino. En este servicio, según el modelo de Cristo, el hombre vuelve a encontrar su plena dignidad, su maravillosa vocación, su realeza. Vale la pena recordar aquí las palabras de la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, en el capítulo IV, que está dedicado a los laicos en la Iglesia y a su apostolado: «El Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, queriendo continuar también su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta. Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su función sacerdotal, con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salva­ción de los hombres... De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente. consagran el mundo mismo a Dios» (Lumen gentium LG 34).

Servir a Dios quiere decir reinar. En esta tarea, que manifiesta la actitud del mismo Cristo y de sus seguidores, se destruye la herencia del pecado. Y se inicia el «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio para la fiesta de Cristo Rey).

3. La liturgia de hoy nos hace ver como dos etapas del reinar-servir. La primera etapa es la vida de la Iglesia sobre la tierra; la segunda es el juicio. El verdadero sentido de la primera etapa se hace comprensible a través del significado de la segunda. Antes de que el Hijo del hombre se presente delante de cada uno de nosotros, y delante de todos, como Juez que separará «las ovejas de los cabritos», está siempre con nosotros como Pastor que cuida de sus ovejas. El quiere compartir con nosotros, con cada uno de nosotros, esa misma solicitud. Quiere que su servicio venga a ser nuestro servicio en el significado más amplio de la palabra. "Nuestro" quiere decir no sólo de los obispos, sacerdotes, religiosos, sino también de los laicos, en el sentido más amplio de la palabra. De todos. Porque este servicio-solicitud reclama la participación de todos. «Tuve hambre... tuve sed... era forastero... desnudo... enfermo... encarcelado... perseguido», oprimido, apenado, ignorante, dudoso, abandonado, amenazado (quizá ya en el seno materno). Enorme es el círculo de necesidades y deberes que debemos entrever y que debemos poner ante los ojos, si queremos ser "solidarios con Cristo". Porque, en resumidas cuentas, se trata de esto: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Cristo está de parte del hombre; y lo está por ambos lados: de parte de quien espera la solicitud, el servicio y la caridad, y de parte de quien presta el servicio, lleva la solicitud, demuestra el amor.

Por tanto, hay un gran espacio para nuestra solidaridad con Cristo, un gran espacio para el apostolado de todos, particularmente para el apostolado de los laicos. A mi pesar, es imposible someter este tema a un análisis más detallado en el cuadro de esta breve homilía. Sin embargo, las palabras de la liturgia de hoy nos incitan a leerlas de nuevo, a meditar sobre ellas más profundamente y a poner en práctica todo lo que, en dimensiones tan amplias, ha sido objeto de las enseñanzas del Concilio sobre el apostolado de los laicos. Antes, el concepto de apostolado parecía estar como reservado sólo a quienes "por oficio" son los sucesores de los Apóstoles, que expresan y garantizan la apostolicidad de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha descubierto qué campos tan grandes de apostolado han sido siempre accesibles a los laicos. Al mismo tiempo ha estimulado de nuevo a tal apostolado. Basta recoger una sola frase del Decreto Apostolicam actuositatem que, en cierto sentido, contiene y resume todo: «La vocación cristiana... es por su naturaleza vocación también al apostolado» (Nb 2).

4. ¡Mis queridos hermanos y hermanas! Quiero expresar mi alegría singular por este encuentro con vosotros, que, aquí en Roma, habéis hecho de la verdad sobre la vocación cristiana, comprendida como una llamada al apostolado de los laicos, el programa de vuestra vida. Estoy contento y espero que me tendréis al corriente de vuestros problemas, y me introduciréis en los diversos campos de vuestra actividad. Me alegro de poder entrar en esos caminos por los que vosotros ya camináis, de poderos acompañar por ellos y guiaros también como Obispo vuestro.

Precisamente por esto deseaba tanto que pudiéramos encontrarnos en la solemnidad de Cristo Rey del universo. Deseo que El mismo nos reciba. Es necesario quizá que nos oiga esta pregunta que le han hecho muchas veces tantos interlocutores: «¿Qué debo hacer?» (Lc 18,18). ¿Qué debemos hacer nosotros?

Recordaré todavía lo que su Madre dijo a los siervos del maestresala en Caná de Galilea: «Haced lo que El os diga» (Jn 2,5). Volvamos nuestros ojos a esta Madre; renace en nosotros la esperanza y respondemos: ¡Estamos dispuestos!

B. Juan Pablo II Homilías