B. Juan Pablo II Homilías 20

20 Para tener un cuadro completo de la realidad de aquel acontecimiento, para penetrar aún más en el realismo de aquel momento y de los corazones humanos, recordemos que Esto sucedió tal como sucedió: en el abandono, en la pobreza extrema. en el establo-gruta, fuera de la ciudad, porque los hombres, en la ciudad, no quisieron acoger a la Madre y a José en ninguna de sus casas. En ninguna parte había sitio. Desde el comienzo, el mundo se ha revelado inhospitalario hacia Dios que debía nacer como Hombre

4. Reflexionemos ahora brevemente sobre el significado perenne de esta falta de hospitalidad del hombre respecto a Dios. Todos nosotros, los que aquí estamos, queremos que sea diversamente. Queremos que a Dios, que nace como hombre, le esté abierto todo en nosotros los hombres. Con este deseo hemos venido aquí.

Pensemos por tanto esta noche en todos los hombres que caen víctima de la humana inhumanidad, de la crueldad, de la falta de todo respeto, del desprecio de los derechos objetivos de cada uno de los hombres. Pensemos en aquellos que están solos, en los ancianos, en los enfermos; en aquellos que no tienen casa, que sufren el hambre y cuya miseria es consecuencia de la explotación y de la injusticia de los sistemas económicos. Pensemos también en aquellos, a los que no les está permitido esta noche participar en la liturgia del nacimiento de Dios y que no tienen un sacerdote que pueda celebrar la Misa. Vayamos también con el pensamiento a aquellos cuyas almas y cuyas conciencias se sienten atormentadas no menos que su propia fe.

El establo de Belén es el primer lugar de la solidaridad con el hombre: de un hombre para con otro y de todos para con todos, sobre todo con aquellos para quienes «no hay sitio en el mesón» (cf. Lc
Lc 2,7), a quienes no se les reconocen los propios derechos.

5. El Niño recién nacido llora.

¿Quién siente el vagido del Niño?

Pero el cielo habla por El y es el cielo el que revela la enseñanza propia de este nacimiento. Es el cielo el que la explica con estas palabras:

«Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14).

Es necesario que nosotros, impresionados por el hecho del nacimiento de Jesús, sintamos este grito del cielo.

Es necesario que llegue ese grito a todos los confines de la tierra, que lo oigan nuevamente todos los hombres.

Un Hijo se nos ha dado.

21 Cristo nos ha nacido. Amén.

"TE DEUM" DE ACCIÓN DE GRACIAS EN LA IGLESIA "DEL GESÙ"



Domingo 31 de diciembre de 1978



Carísimos hermanos y hermanas:

Quiero saludar antes de nada a todos los presentes, romanos y huéspedes, que han venido para celebrar la clausura del año 1978, celebrarla religiosamente. Dirijo mi saludo cordial al cardenal Vicario, a los hermanos obispos, a los representantes de la autoridad civil, a los sacerdotes, religiosas y religiosos, sobre todo a la Compañía de Jesús, con su padre general.

1. El domingo infraoctava del nacimiento del Señor, es decir, este domingo, une en la liturgia la solemne memoria de la Santa Familia de Jesús, María y José. El nacimiento de un niño, siempre inicia una familia. El nacimiento de Jesús en Belén introdujo a esta Familia única y excepcional en la historia de la humanidad; en esta Familia vino al mundo, creció y fue educado el Hijo de Dios, concebido y nacido de la Madre-Virgen, y encomendado al mismo tiempo, desde el principio, a los cuidados auténticamente paternales de José, el carpintero de Nazaret, quien ante la ley hebrea fue esposo de María, y ante el Espíritu Santo, digno esposo y tutor, verdaderamente paternal, del materno misterio de su Esposa.

La Familia de Nazaret que la Iglesia, especialmente en la liturgia de hoy, presenta a todas las familias, constituye efectivamente aquel punto culminante de referencia para la santidad de cada familia humana. Las páginas del Evangelio describen muy concisamente la historia de esta Familia. Apenas logramos conocer algunos acontecimientos de su vida. Sin embargo, aquello que sabemos es suficiente para comprometer los momentos fundamentales en la vida de cada familia, y para que aparezca aquella dimensión a la que están llamados todos los hombres que viven la vida familiar: padres, madres, esposos, hijos. El Evangelio nos muestra, con gran claridad, el perfil educativo de la familia. «Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto,...» (Lc 2,51). Es necesaria, en los niños y en la edad juvenil, esta "sumisión", obediencia, prontitud para aceptar los maduros consejos de la conducta humana familiar. De esta manera también "se sometió" Jesús. Y con esta "sumisión", con esta prontitud de niño para aceptar los ejemplos del comportamiento humano, deben medir los padres toda su conducta. Este es el punto particularmente delicado de su responsabilidad paterna, de su responsabilidad en relación con el hombre, de este pequeño hombre que irá creciendo progresivamente, confiado a ellos por el mismo Dios. Deben tener presente también todos los acontecimientos acaecidos en la Familia de Nazaret cuando Jesús tenía doce años; esto es, ellos educaron a su Hijo no sólo para ellos, sino para El, para los deberes que posteriormente asumiría. Jesús a la edad de doce años respondió a María y a José: «¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (LE 2,49).

2. Los problemas humanos más profundos están relacionados con la familia. Esta constituye la primera comunidad, fundamental e insustituible para el hombre. «La familia ha recibido de Dios esta misión. ser la primera y vital célula de la sociedad», afirma el Concilio Vaticano II (Apostolicam actuositatem AA 11). De esto también quiere la Iglesia dar un testimonio especial durante la octava de la Navidad del Señor mediante la fiesta de la Sagrada Familia. Quiere recordar que a la familia van unidos los valores fundamentales, que no se pueden violar sin daños incalculables de naturaleza moral. Con frecuencia las perspectivas de orden material y el aspecto "económico-social" prevalecen sobre los principios de la moralidad cristiana y hasta de la humana. No basta, pues, con lamentarse. Es necesario defender estos valores fundamentales con tenacidad y firmeza, porque su quebranto lleva consigo daños incalculables para la sociedad y, en último término, para el hombre. La experiencia de las distintas naciones en la historia de la humanidad, igual que nuestra experiencia contemporánea, pueden servir de argumento para reafirmar esta verdad dolorosa, que es fácil, en el ámbito fundamental de la existencia humana en la cual es decisivo el papel de la familia: destruir los valores esenciales, mientras es muy difícil reconstruirlos.

¿De qué valores se trata? Si debiéramos responder adecuadamente a esta pregunta, sería necesario indicar toda la jerarquía y el conjunto de valores que recíprocamente se definen y se condicionan. Sin embargo, intentando expresarnos concisamente, decimos que aquí se trata de dos valores fundamentales que entran rigurosamente en el contexto de aquello que llamamos "amor conyugal". El primero es el valor de la persona, que se expresa en la fidelidad mutua absoluta hasta la muerte: fidelidad del marido en relación con la esposa, y de la mujer en relación con el esposo. La consecuencia de esta afirmación del valor de la persona, que se manifiesta en la recíproca relación entre los cónyuges, debe ser también el respeto al valor personal de la nueva vida, es decir, del niño, desde el primer momento de su concepción.

La Iglesia jamás puede dispensarse de la obligación de salvaguardar estos dos valores fundamentales, unidos con la vocación de la familia. Su custodia ha sido confiada a la Iglesia de Cristo, de tal forma que no cabe la menor duda. Al mismo tiempo, la evidencia —humanamente comprendida— de estos valores hace que la Iglesia, defendiéndolos, se vea a sí misma como portavoz de la auténtica dignidad del hombre: del bien de la persona, de la familia, de las naciones. Aun respetando a cuantos piensan de distinta manera, es muy difícil reconocer, desde el punto de vista objetivo e imparcial, que se comporte a medida de la verdadera dignidad humana quien traiciona la fidelidad matrimonial, o bien quien permite que se aniquile o se destruya la vida concebida en el seno materno. En consecuencia, no se puede admitir que los programas que sugieren, facilitan o admiten tal comportamiento sirvan al bien objetivo del hombre, al bien moral, y que contribuyan a hacer la vida humana verdaderamente más humana, verdaderamente más digna del hombre; que sirvan a la cons­trucción de una sociedad mejor.

3. Este domingo coincide con el último día del año 1978. Estamos aquí reunidos, en esta liturgia, para dar gracias a Dios por todo el bien que nos ha concedido y por el don de realizarlo durante el año pasado, así como para pedirle perdón por cuanto, siendo contrario al bien, es también contrario a su divina vo­luntad.

Permitid que en esta acción de gracias y en esta petición de perdón, me sirva también del concepto de la familia, esta vez empero en el más amplio sentido. Como Dios es Padre, así el concepto de la familia comprende también esta dimensión; abarca toda la comunidad humana, la sociedad, las naciones, los países; se refiere a la Iglesia y a la humanidad.

22 Terminando así el año, demos gracias a Dios por todo aquello mediante lo cual los hombres —en los distintos ambientes de la existencia terrena— se hacen todavía más "familia". esto es, más hermanos y hermanas que tienen en común un solo Padre. Al mismo tiempo, pidamos perdón por cuanto es ajeno a la común fraternidad de los hombres, lo que destruye la unidad de la familia humana, lo que la amenaza, lo que la impide.

Por eso, teniendo siempre presente a mi gran predecesor Pablo VI y al amadísimo Papa Juan Pablo I, yo, sucesor de ellos, en el año de la muerte de ambos, digo hoy: «¡Pa­dre nuestro que estás en los cielos, acéptanos en este último día del año 1978 en Cristo Jesús, tu Hijo Eterno, y en El llévanos adelante en el futuro. En el futuro que Tú mismo deseas: Dios del Amor, Dios de la Verdad, Dios de la Vida!».

Con esta oración en los labios, yo, sucesor de los dos Pontífices fallecidos en este año, paso, unido con vosotros, la frontera que dentro de pocas horas dividirá el año 1978 del 1979.
                                                                    1979




SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA, MADRE DE DIOS

Y XII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ



Lunes 1 de enero de 1979



1. Año 1979. Primer día del mes de enero. Primer día del año nuevo.

Al entrar hoy por las puertas de esta basílica, junto a vosotros, queridísimos hermanos y hermanas, quisiera saludar este año, quisiera decirle: ¡bienvenido!

Lo hago en el día de la octava de Navidad. Hoy es ya el día octavo de esta gran fiesta que, según el ritmo de la liturgia, concluye e inicia el año.

El año es la medida humana del tiempo. El tiempo nos habla del "transcurrir" al cual está sometido todo lo creado. El hombre tiene conciencia de este transcurrir. El no solamente pasa con el tiempo, sino que también "mide el tiempo" de su vida: tiempo hecho de días, semanas, meses y años. En este fluir humano se da siempre la tristeza de despedirse del pasado y, al mismo tiempo, la apertura al futuro.

Precisamente esta despedida del pasado y esta apertura al futuro están inscritos, mediante el lenguaje y el ritmo de la liturgia de la Iglesia, en la solemnidad de la Navidad del Señor.

El nacimiento hace referencia siempre a un comienzo, al comienzo de lo que nace. La Navidad del Señor hace referencia a un comienzo singular. En primer lugar habla de ese comienzo que precede a todos los tiempos, del principio que es Dios mismo, sin comienzo. Durante esta octava nos hemos nutrido diariamente del misterio de la perenne generación en Dios, del misterio del Hijo engendrado eternamente por el Padre: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» (Profesión de Fe).

23 En estos días hemos sido, además y de un modo particular, testigos del nacimiento terrestre de este Hijo. Naciendo, en Belén, de María Virgen, como Hombre, Dios-Verbo, acepta el tiempo. Entra en la historia. Se somete a la ley del fluir humano. Cierra el pasado: con El termina el tiempo de espera, esto es, la Anti­gua Alianza. Abre el futuro: la Nue­va Alianza de la gracia y de la reconciliación con Dios. Es el nuevo "Comienzo" del Tiempo Nuevo. Todo nuevo año participa de este Comienzo. Es el año del Señor. ¡Bienvenido año 1979! Desde tu mismo comienzo eres medida del tiempo nuevo, inscrita en el misterio del nacimiento del Señor.

2. En este primer día del año nuevo toda la Iglesia reza por la paz. Fue el gran Pontífice Pablo VI quien hizo del problema de la paz, tema de la plegaria de la primera jornada del año en toda la Iglesia. Hoy, siguiendo su noble iniciativa, tomamos de nuevo este tema con plena convicción, fervor y humildad. De hecho, en este día en que se abre el año nuevo, no es posible ciertamente formular un deseo más fundamental que el de la paz. «Líbranos del mal». Recitando estas palabras de la plegaria de Jesús es muy difícil darles un contenido distinto de aquel que se opone a la paz, la destruye, la amenaza. Así, pues, roguemos: líbranos de la guerra, del odio, de la destrucción de vidas humanas: No permitas que matemos. No permitas que se utilicen los medios que están al servicio de la muerte, la destrucción, y cuya potencia, cuyo radio de acción y de precisión traspasan los límites conocidos hasta ahora. No permitas que sean empleados jamás. «Líbranos del mal». Defiéndenos de la guerra. De todas las guerras. Padre que estás en los cielos, Padre de la vida y Dador de la paz: te lo pide el Papa, hijo de una nación que a través de la historia, y particularmente en nuestro siglo, ha sido una de las más probadas por el horror, la crueldad, el cataclismo de la guerra. Te lo pide para todos los pueblos del mundo, para todos los países y para todos los continentes. Te lo suplica en nombre de Cristo, Príncipe de la paz.

¡Qué significativas resultan las palabras de Jesucristo que recordamos todos los días en la liturgia eucarística: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (
Jn 14,27).

Esta dimensión de paz, es la dimensión más profunda, que sólo Cristo puede dar al hombre. Es la plenitud de la paz, radicada en la reconciliación con Dios mismo. La paz interior que comparten los hermanos mediante la comunión espiritual. Esta paz es la que nosotros imploramos antes que ninguna otra cosa. Pero conscientes de que "el mundo" por sí solo —el mundo después del pecado original, el mundo en pecado— no puede darnos esta paz, la pedimos al mismo tiempo para el mundo. Para el hombre en el mundo. Para todos los hombres. Para todas las naciones de lengua, cultura o razas diversas. Para todos los continentes. La paz es la primera condición del progreso auténtico. La paz es indispensable para que los hombres y los pueblos vivan en libertad. La paz está condicionada al mismo tiempo —como enseñan Juan XXIII y Pablo VI— por la garantía de que se asegure a todos los hombres y pueblos el derecho a la libertad, a la verdad, a la justicia, y al amor.

«La convivencia entre los hombres —enseña Juan XXIII— será consiguientemente ordenada, fructífera y propia de la dignidad de la persona humana si se funda sobre la verdad... Ello ocurrirá cuando cada uno reconozca debidamente los recíprocos derechos y las correspondientes obligaciones. Esta convivencia así descrita llegará a ser real cuando los ciudadanos respeten efectivamente aquellos derechos y cumplan las respectivas obligaciones; cuando estén vivificados por tal amor, que sientan como propias las necesidades ajenas y hagan a los demás participantes de los propios bienes: finalmente, cuando todos los esfuerzos se aúnen para hacer siempre más viva entre todos la comunicación de valores espirituales en el mundo; ...y debe estar integrada por la libertad, en el modo que conviene a la dignidad de seres racionales que, por ser tales, deben asumir la responsabilidad de las propias acciones» (Pacem in terris PT 35 cf. Pablo VI, Populorurn progressio, 44).

La paz, por tanto, hay que aprenderla continuamente. En consecuencia, hay que educarse para la paz, como dice el Mensaje del primer día del año 1979. Hay que aprenderla honrada y sinceramente en los varios niveles y en los varios am­bientes, comenzando por los niños de las escuelas elementales, y llegando hasta los gobernantes. ¿En qué estadio de esta educación universal para la paz nos encontramos? ¿Cuánto queda todavía por hacer? ¿Cuánto hay que aprender aún?

Hoy la Iglesia venera especialmente la Maternidad de María. Esta es como un mensaje final de la octava de la Navidad del Señor. El nacimiento hace referencia siempre a la que ha engendrado, a la que da la vida, a la que da al mundo al Hombre. El primer día del año nuevo es el día de la Madre.

La vemos, pues, como en tantos cuadros y esculturas, con el Niño en brazos, con el Niño en su seno. Madre. La que ha engendrado y alimentado al Hijo de Dios. Madre de Cristo. No hay imagen más conocida y que hable de modo más sencillo sobre el misterio del nacimiento del Señor, como la de la Madre con Jesús en brazos. ¿Acaso no es esta imagen la fuente de nuestra confianza singular? ¿No es ésta la imagen que nos permite vivir en el ámbito de todos los misterios de nuestra fe y, al contemplarlos como «divinos», considerarlos a un tiempo tan «humanos»?

Pero hay aún otra imagen de la Madre con el Hijo en brazos. Y se encuentra en esta basílica; es la "Piedad", María con Jesús bajado de la cruz, con Jesús que ha expirado ante sus ojos en el monte Gólgota, y que después de la muerte vuelve a aquellos brazos que lo ofrecieron en Belén cual Salvador del mundo.

Así, pues, quisiera unir hoy nuestra oración por la paz a esta doble imagen. Quisiera enlazarla con esta Maternidad que la Iglesia venera de modo particular en la octava del nacimiento del Señor.

Por ello digo: «Madre, que sabes lo que significa estrechar entre los brazos el cuerpo muerto del Hijo, de Aquel a quien has dado la vida, ahorra a todas las madres de esta tierra la muerte de sus hijos, los tormentos, la esclavitud, la destrucción de la guerra, las persecuciones, los campos de concentración, las cárceles. Mantén en ellas el gozo del nacimiento, del sustento del desarrollo del hombre y de su vida. En nombre de esta vida, en nombre del nacimiento del Señor, implora con nosotros la paz y la justicia en el mundo. Madre de la Paz, en toda la belleza y majestad de tu Maternidad que la Iglesia exalta y el mundo admira, te pedimos: Permanece con nosotros en todo momento. Haz que este nuevo año sea año de paz en virtud del nacimiento y la muerte de tu Hijo.

Amén».





ORDENACIÓN EPISCOPAL DE MONS. MACHARSKI, ARZOBISPO DE CRACOVIA



24

Basílica de San Pedro

Sábado 6 de enero de 1979



1. «Levántate (Jerusalén)..., pues ha llegado tu luz, y la gloria de Yavé alborea sobre ti», grita el Profeta Isaías (60, 1), en el siglo VIII antes de Cristo, y nosotros escuchamos sus palabras hoy, en el siglo XX después de Cristo, y admiramos, verdaderamente admiramos, la gran luz que proviene de estas palabras. Isaías, a través de los siglos, se dirige a Jerusalén que sería la ciudad del Gran Ungido, del Mesías: «Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad de tu aurora... Alza en torno tus ojos y mira; todos se reúnen y vienen a ti, llegan de lejos tus hijos, y tus hijas son traídas a ancas... Te cubrirán muchedumbres de camellos, de dromedarios de Madián y de Efa. Todos vienen de Saba, trayendo oro e incienso, pregonando las glorias de Yavé» (60, 3-4. 6). Tenemos ante los ojos a estos tres —así dice la tradición— Reyes Magos que vienen en peregrinación desde lejos, con los camellos y traen consigo no sólo oro e incienso, sino también mirra: los dones simbólicos con que vinieron al encuentro del Mesías que era esperado también más allá de las fronteras de Israel. No nos asombramos, pues, cuando Isaías, en este diálogo profético con Jerusalén, que atraviesa los siglos, dice en cierto momento: «Palpitará y se ensanchará tu corazón» (60, 5). Habla a la ciudad como si ésta fuera un hombre vivo.

2. «Palpitará y se ensanchará tu corazón». En la noche de Navidad, encontrándome con cuantos participaban en la liturgia eucarística de medianoche aquí, en esta basílica, pedí a todos que estuviesen con el pensamiento y con el corazón más allí que aquí; más en Belén, en el lugar donde nació Cristo, en aquella gruta-establo en la que «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Y hoy os pido lo mismo. Porque allí, justamente allí, en aquel lugar, al sur de Jerusalén, llegaron del Oriente aquellos extraños peregrinos, los Reyes Magos. Atravesaron Jerusalén. Los guiaba una estrella misteriosa, luz exterior que se movía en el firmamento. Pero más aún los guiaba la fe, luz interior. Llegaron. No les asombró lo que encontraron: ni la pobreza, ni el establo, ni el hecho de que el Niño yacía en un pesebre. Llegaron y postrándose "lo adoraron". Después abrieron sus cofres y ofrecieron al Niño Jesús los dones de oro e incienso de los que habla precisamente Isaías, pero le ofrecieron también mirra. Y después de haber cumplido todo esto, regresaron a su país.

Por esta peregrinación a Belén los Reyes Magos han venido a ser el principio y el símbolo de todos los que mediante la fe llegan a Jesús. el Niño envuelto en pañales y colocado en un pesebre, el Salvador clavado en la cruz, Aquel que, crucificado bajó Poncio Pilato, bajado de la cruz y sepultado en una tumba junto al Calvario, resucitó al tercer día. Precisamente estos hombres, los Reyes Magos del Oriente, tres, corno quiere la tradición, son el comienzo y la prefiguración de cuantos, desde más allá de las fronteras del Pueblo elegido de la Antigua Alianza, han llegado y llegan siempre a Cristo mediante la fe.

3. «Palpitará y se ensanchará tu corazón», dice Isaías a Jerusalén. En efecto, era preciso ensanchar el corazón del Pueblo de Dios para que cupieran en él los hombres nuevos, los pueblos nuevos. Este grito del Profeta es la palabra clave de la Epifanía. Era necesario ensanchar continuamente el corazón de la Iglesia, cuando entraban en ella siempre hombres nuevos; cuando sobre las huellas de los pastores y de los Reyes Magos venían constantemente desde el Oriente pueblos nuevos a Belén. También ahora es necesario ensanchar siempre este corazón a medida de los hombres y de los pueblos, a medida de las épocas y de los tiempos. La Epifanía es la fiesta de la vitalidad de la Iglesia. La Iglesia vive su convencimiento de la misión de Dios, que se actualiza por medio de ella. El Concilio Vaticano II nos ha ayudado a caer en la cuenta de que la "misión" es el nombre propio de la Iglesia, y en cierto sentido constituye su definición. La Iglesia es ella misma cuando cumple su misión. La Iglesia es ella misma cuando los hombres —igual que los pastores y los Reyes Magos de Oriente— llegan a Jesucristo mediante la fe. Cuando en Cristo-Hombre y por Cristo encuentran a Dios.

La Epifanía, pues, es la gran fiesta de la fe. Participan en esta fiesta tanto los que ya han llegado a la fe, como los que se encuentran en camino para alcanzarnos. Participan, dando gracias por el don de la fe, igual que los Reyes Magos, rebosando gratitud, se arrodillaron ante el Niño. De esta fiesta participa la Iglesia que cada año es más consciente de la amplitud de su misión. ¡A cuántos hombres es necesario llevar la fe también hoy! A cuántos hombres es necesario reconquistar para la fe que han perdido, y esto, a veces, es más difícil que la conversión primera a la fe. Pero la Iglesia, consciente de aquel gran don, del don de la Encarnación de Dios, no puede pararse jamás, no puede cansarse jamás. Debe buscar continuamente el acceso a Belén para cada hombre y para cada época. La Epifanía es la fiesta del desafío de Dios.

En este día solemne han venido a Roma representaciones del pueblo y de la archidiócesis de Cracovia, para presentar a Jesús Niño un don, don que se manifiesta en la ordenación episcopal del nuevo arzobispo de Cracovia. Es un don de fe, de amor y de esperanza. Permitidme hablarles en mi lengua materna.

4. Todos nosotros, polacos hijos de la Iglesia de Cristo desde hace un milenio, reunidos aquí tomamos parte hoy en la solemnidad de la Epifanía. Son circunstancias extraordinarias: hemos venido a Roma, a San Pedro, donde el primer Papa en la historia hijo de la nación polaca, celebra la Eucaristía y consagra al obispo sucesor suyo en la cátedra de San Estanislao en Cracovia. Sucede esto justamente al principio de 1979, cuando nos separan 900 años de la muerte del mártir San Estanislao, que, al principio del milenio, predicando a nuestros antepasados a Cristo nacido en Belén, crucificado bajo Poncio Pilato y resucitado, con la fuerza del Evangelio los llevó a la fe, tal como lo han hecho obispos y sacerdotes en nuestra patria, durante centenares de años, y lo hacen ahora también. Pienso, queridos hermanos y hermanas, mis amados compatriotas, pienso queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, que nuestra presencia aquí hoy debe ser un acto singular de gratitud por la fe que ilumina todos estos centenares de años y que no deja de iluminar a nuestros tiempos, tiempos extraordinarios en los que debe madurar especialmente la responsabilidad por la fe; por el gran don de Dios encarnado; por la Epifanía. Para esta gratitud debe madurar el nuevo fruto de esta Epifanía en las almas de las generaciones que nacen y que vendrán después de nosotros, gracias al servicio de cada uno de nosotros, gracias a tu servicio, Franciszek, metropolitano de Cracovia.

5. ¡Levántate, Jerusalén! «Palpitará y se ensanchará tu corazón». Íntimamente unidos con los que vinieron del Oriente, con los Reyes Magos, testigos admirables de la fe en Dios Encarnado, allí junto al pesebre de Belén, adonde hemos sido llevados por el pensamiento y el corazón; nos encontramos de nuevo aquí en esta basílica. Aquí, de manera particular, en el curso de los siglos, se ha cumplido la profecía de Isaías. Desde aquí se ha difundido la luz de la fe para tantos hombres y para tantos pueblos. Desde aquí, a través de Pedro y de su Sede, ha entrado y entra siempre una multitud innumerable en esta gran comunidad del Pueblo de Dios, en la unión de la nueva Alianza, en los tabernáculos de la nueva Jerusalén.

Y hoy, ¿qué más puede desear el Sucesor de Pedro en esta basílica, en esta su nueva Cátedra, sino que ella sirva a la Epifanía?, que en ella y por ella los hombres de todos los tiempos y de nuestro tiempo, los hombres provenientes del Oriente y del Occidente, del Norte y del Sur, logren llegar a Belén, llegar a Cristo mediante la fe.

25 Así, pues, una vez más tomo prestadas las palabras de Isaías para formular mi felicitación Urbi et Orbi y decir:

«¡ Levántate!, palpitará y se ensanchará tu corazón».

¡Levántate!, y siembra la fuerza de tu fe. ¡Cristo te ilumine continuamente! Que los hombres y los pueblos caminen en esta luz. Amén.





MISA CELEBRADA EN POLACO



Capilla Sixtina

Domingo 7 de enero de 1979



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Con gran emoción celebro la Eucaristía en mi lengua nativa. Lo hago en la Capilla Sixtina, en este lugar donde el 16 de octubre de 1978 escuché la nueva llamada de Cristo el Señor y la recibí con espíritu de obediencia, de fe en mi Salvador, y de total confianza en la Virgen, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia.

Celebro hoy, por vez primera, la Eucaristía en el mismo lugar en mi lengua nativa, aprovechando la invitación de Radio Vaticano, que de hoy en adelante cada domingo retransmitirá la Santa Misa en lengua polaca para cuantos tienen dificultad de participar en la Misa de otra manera. Expreso en consecuencia mi alegría y agradecimiento a Dios por este suceso, que realiza el deseo expresado desde hace tiempo por mis connacionales en Polonia y en todo el mundo. Se sabe que en diversos países del mundo el idioma de nuestros padres no cesa de ser la lengua en la oración de mucha gente. Estoy contento de poder llegar, gracias a las ondas radiofónicas, a todos aquellos que están presentes en la unidad del sacrificio eucarístico. Confío que de la misma manera podré encontrarme y unirme con mis hermanos y hermanas también en otros idiomas. Esta unidad en la Eucaristía, en la liturgia de la palabra, en la liturgia del sacrificio realizado del cuerpo y de la sangre de Jesucristo, yo la considero como esencial y fundamental para el Sucesor de Pedro, para este Apóstol a quien ha dicho el Señor: «Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32). Al encontrarme hoy con vosotros, queridísimos connacionales, celebrando el sacrificio de Cristo, me acuerdo de aquel encuentro anual en el que, como arzobispo de Cracovia, me honraba reuniéndome con los representantes de todas las parroquias de nuestra regia ciudad. Acaecía siempre esto en la fiesta de los Reyes Magos. Era en las horas de la tarde, durante la Misa en la catedral de Wawel. En aquel momento incluso, nos intercambiábamos las felicitaciones del año nuevo. Hoy quiero compartir estas felicitaciones en circunstancias tan desacostumbradas. Están aquí ahora en la Capilla Sixtina los representantes de la archidiócesis de Cracovia y de los polacos residentes en Roma, que vinieron ayer para participar en la consagración episcopal de mi sucesor en la sede de la archidiócesis de Cracovia. A todos ellos, y entre ellos especialmente al metropolitano de Cracovia, les dirijo mis saludos, que tomo del mismo corazón de la Eucaristía.

Estoy contento de vuestra presencia, carísimos hermanos y hermanas, que habéis venido de la amada Cracovia y de la archidiócesis; permitid que extienda mis saludos todavía un poco más: a toda nuestra querida patria, a todos nuestros compatriotas, a todos cuantos me escuchan en estos momentos y aun a aquellos que no pueden hacerlo. Dirijo mis saludos a todas las familias, a todas las generaciones, a los ancianos, a los enfermos, a los que sufren, a los hombres llenos de salud, a los padres y a los educadores; al mismo tiempo, a la juventud y a todos los niños; a los hombres que trabajan duramente, físicamente, a los científicos y a los hombres de cultura. Dirijo estos saludos míos a todas las profesiones sin excepción. Cada año, durante el mes de enero, nos hemos encontrado con diversos grupos con ocasión del oplatek (n.d.t. oplatek es el pan bendito que las familias se intercambian partiéndolo entre ellas como signo de unidad). En espíritu hago lo mismo delante de todos. Con este gesto al comienzo del año, con este gesto de la mano y del corazón, quiero llegara toda la Iglesia de Polonia, a todas las diócesis y parroquias, a los religiosos y religiosas, a todos los sacerdotes, a todos los hermanos en el Episcopado con nuestro primado, sobre todo. Llego en espíritu a los centros católicos de estudios superiores, a todos los seminarios, a todos los noviciados, a todos los grupos juveniles, a los que están practicando retiros espirituales, a los que están trabajando para formar el hombre nuevo en Cristo Jesús.

El año 1979 es el año jubilar de San Estanislao: novecientos años de su martirio. En el jubileo de este patrono de Polonia, en los primeros días del año jubilar, deseo sobre todo la unidad espiritual por la que San Estanislao, su sacrificio primero y después su canonización, se convirtieron en fuente de inspi­ración de nuestros antepasados. Hoy necesitamos la misma unidad espiritual de nuestra patria después de tantas pruebas durante la historia. Necesitamos la unidad del espíritu y la fuerza del espíritu. Estos son mis más calurosos deseos. Quiero que estos deseos lleguen a todos. Anhelo que los que gobiernan la patria puedan servir bien al bien común de toda la nación. La nación a la que deseo la paz con todo mi corazón; para la cual, como hijo suyo, deseo todo bien; ella merece ser respetada en la gran familia de las naciones. Esta Iglesia ha vivido durante un milenio en fiel y tenaz servicio a la nación, y hoy también la sirve.

En la liturgia de hoy el Profeta Isaías habla del futuro Mesías, de Cristo:


B. Juan Pablo II Homilías 20