B. Juan Pablo II Homilías 26

26 «He aquí a mi Siervo, a quien sostengo yo; / mi elegido, en quien se complace mi alma. / He puesto mi espíritu sobre él; / él dará el derecho a las naciones. / No gritará, no hablará recio ni hará oír su voz en las plazas. / No romperá la caña cascada / ni apagará la mecha que se extingue. / Expondrá fielmente el derecho, / sin cansarse ni desmayar, / hasta que establezca el derecho en la tierra; / las islas están esperando su ley« (Is 42,1-4).

Deseo a todos que Cristo, Jesucristo, esté con vosotros durante el año que ha comenzado, año 1979 de su nacimiento. Año del Señor. Amén.

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA MARÍA LIBERADORA



Domingo 14 de enero de 1979



Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos escuchado la Palabra de Dios en la liturgia de hoy, que nos habla con el lenguaje del Libro de Samuel, de la Carta de San Pablo a los corintios y del Evangelio de San Juan. A pesar de que estos lenguajes que hemos oído sean muy diversos, la Palabra de Dios en este domingo nos habla sobre todo de un tema: "la vocación", la "llamada". Esto se acentúa en la descripción contenida en el Libro de Samuel: Dios llama por su nombre a un joven; lo llama con voz perceptible, pronunciando su nombre. Samuel oye la voz y despierta tres veces del sueño, y por tres veces no logra comprender de quién es la voz que lo llama por su nombre. Sólo la cuarta vez, aleccionado por Helí, da una respuesta oportuna: «Habla Yavé, que tu siervo escucha» (1S 3,9).

Este pasaje del Libro de Samuel nos permite comprender más a fondo la vocación de los primeros Apóstoles: de Andrés y de Pedro, llamados por Jesucristo. También ellos aceptan la llamada, siguen a Jesús; primero Andrés que anuncia a su hermano: «Hemos hallado al Mesías»; luego, a su vez, Simón, a quien Jesús, en este primer encuentro, predice su nuevo nombre: «Cefas» («que quiere decir Pedro», Jn 1,42).

Cuando seguimos después el pensamiento que expone San Pablo en su Carta a los corintios, nuestro tema parece abrirse a una dimensión ulterior. El Apóstol escribe a los destinatarios de su Carta: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a gran precio» (1Co 6,19-20).

Dios que llama al hombre a su servicio y le asigna una tarea, tiene sobre él un derecho fundamental. Solamente El tiene tal derecho, porque es Creador y Redentor de cada uno de nosotros. Si nos llama, si nos invita a seguir un determinado camino, lo hace para que no desvirtuemos su obra, para que respondamos con nuestra misma vida al don que recibimos de El, para que vivamos de manera digna del hombre que es "templo de Dios", para que seamos capaces de cumplir el deber particular que quiere confiarnos.

2. La parroquia, que es —según afirma el Concilio Vaticano II— «como la célula» de la diócesis (cf. Apostolicam actuositatem AA 10), es precisamente el ambiente en el que el cristiano debe sentir la llamada que le dirige Dios, acogerla y realizarla: y en esto le ayudan ciertamente la fe y la vida de fe de toda la comunidad parroquial. Vida de fe que comienza en la familia, inserta dinámicamente en la parroquia, y que se desarrolla desde el bautismo hasta el encuentro con Cristo en la muerte, siguiendo el principio de estrecha colaboración entre familia y parroquia, que cooperan juntamente a la formación del cristiano consciente y maduro.

He aquí, pues, la necesidad insuprimible de la catequesis parroquial, que integra y completa la enseñanza de la religión impartida en la escuela, y vincula los conocimientos religiosos con la vida sacramental.

Exactamente en este contexto, cada uno de los feligresa: —especialmente si son jóvenes— deben hacerse, con plena conciencia, la pregunta fundamental de su propia existencia cristiana: «¿A qué me llama Dios?». Podrá ser la llamada a una determinada profesión puesta al servicio de los otros y de la sociedad, como médico, maestro, abogado, profesional, obrero...; o la vocación a la vida familiar, mediante el sacramento del matrimonio: o, para algunos la llamada al servicio exclusivo de Dios, como —nos lo recuerda la liturgia de hoy— sucedió a Samuel, Andrés. Simón. Pero toda la vida del hombre cristiano, fruto del amor infinito de Dios Padre, es una "vocación". que abraza las diversas etapas de la existencia y da sentido a las diversas situaciones, incluso al sufrimiento, a la enfermedad, a la vejez. Siempre y en todas las circunstancias. el cristiano debe saber repetir con fe y convicción, las palabras del joven Samuel: «Habla, Yavé, que tu siervo escucha» (1S 3 1S 9)-

27 3. Querría que tan impresionante y generosa disponibilidad a la llamada de Dios estuviese siempre presente en cada uno de los numerosísimos fieles de esta parroquia, para formar una comunidad cristiana viva, alegre y orgullosa de saber decir "sí" a Cristo y a la Iglesia.

Mi pensamiento afectuoso se dirige, en primer lugar, al párroco y a sus colaboradores, que dedican con abnegación sus energías al bien de la parroquia; se dirige a los niños, que nos ofrecen consuelo y esperanza; a los adolescentes, que comienzan los primeros, y quizá también difíciles pasos hacia los compromisos de la vida; a los jóvenes, que buscan la alegría, la plenitud de la alegría; a los adultos, anhelantes de contribuir con todas sus fuerzas a la construcción de una sociedad más justa y más serena; a los padres y madres, que quieren conservar y reavivar la fuerza de su unión indisoluble; a los enfermos, que sufren en el cuerpo y en el espíritu; a los ancianos, deseosos de comprensión, de afecto y de merecido respeto.

Un recuerdo y un saludo particular a los religiosos y religiosas que desarrollan su meritorio apostolado dentro de los límites de esta parroquia: a los salesianos de Don Bosco, que desde hace 75 años trabajan en el barrio Testaccio, con dedicación incansable; a las Hijas de la Divina Providencia; a las Hijas de María Auxiliadora; a la comunidad de la congregación de las Hermanas Maestras de Santa Dorotea Hijas del Sagrado Corazón.

4. Vuestra parroquia, queridos hermanos y hermanas, está dedicada a Santa María Liberadora: desde lo alto del altar mayor sonríe su imagen, fragmento de un fresco antiquísimo que pertenecía a la iglesia de "Santa María Liberadora en el Foro Romano", del que se tienen noticias a partir del siglo XII.

Este título, con el que invocáis a la Virgen Santísima, es muy significativo: el hombre aprecia mucho la libertad; pero al mismo tiempo no sabe disfrutar de ella con frecuencia. Muchas veces el uso ilícito de la libertad hace que el hombre la pierda; deja de ser libre.

Cristo nos enseña el uso recto y perfecto de la libertad. De esto era consciente, de modo particular, San Pablo cuando escribía a los gálatas: «Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (
Ga 5,1).

La Madre de Cristo coopera con su Hijo en esta gran obra que El quiere llevar a cabo en cada uno de nosotros. Y lo hace a estilo materno, y con un amor tan grande como sólo la madre lo puede expresar.

Queridos hermanos y hermanas:

Confiemos nuestra libertad a Maria. Ella nos ayudará a descubrir el auténtico bien que encierra la libertad.

Ella nos ayudará a usar mejor de la libertad: Ella que "libera" como hace cada madre. Sabemos bien que muchas veces Ella, que es la sabiduría misma, presiente todo lo que tiene poder para paralizarnos, envilecernos, humillarnos, y levanta las grandes cargas de nuestro corazón.

Tal vez basta una palabra suya, una mirada, una sonrisa.

28 Ella "libera" con bondad, a estilo materno.

El hombre, caído en lo más profundo y "enredado" por muchos lazos, necesita la seguridad de que hay Alguien que piensa en él como en su propio hijo; Alguien ante quien no ha perdido su valor.

Es la Madre que "libera" mediante el amor.

Te ruego, Madre de Dios, Patrona de esta parroquia: muéstrate liberadora para todos tus hijos y tus hijas.

¡Santa María Liberadora, ruega por nosotros.





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MÉXICO Y BAHAMAS


Santo Domingo, Plaza de la Independencia

Jueves 25 de enero de 1979

Hermanos en el Episcopado,
amadísimos hijos:

1. En esta Eucaristía en la que compartimos la misma fe en Cristo, el Obispo de Roma y de la Iglesia universal, presente entre vosotros, os da su saludo de paz: “La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 1,39 Ga 1,

Vengo hasta estas tierras americanas como peregrino de paz y esperanza, para participar en un acontecimiento eclesial de evangelización, acuciado a mi vez por las palabras del Apóstol Pablo: “Si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone por necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara!” (1Co 9,16).

29 El actual período de la historia de la humanidad requiere una transmisión reavivada de la fe, para comunicar al hombre de hoy el mensaje perenne de Cristo, adaptado a sus condiciones concretas de vida.

Esa evangelización es una constante y exigencia esencial de la dinámica eclesial. Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi afirmaba que “evangelizar constituye la dicha y la vocación de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Evangelii nuntiandi
EN 14).

Y el mismo Pontífice precisa que “Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el reino de Dios”; “Como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es, sobre todo, liberación del pecado y del Maligno” (Evangelii nuntiandi EN 8-9).

2. La Iglesia, fiel a su misión, continúa presentando a los hombres de cada tiempo, con la ayuda del Espíritu Santo y bajo la guía del Papa, el mensaje de salvación de su divino Fundador.

Esta tierra dominicana fue un día la primera destinataria, y luego propulsora, de una gran empresa de evangelización, que merece gran admiración y gratitud.

Desde finales del siglo XV esta querida nación se abre a la fe de Jesucristo, a la que ha permanecido fiel hasta hoy. La Santa Sede, por su parte, crea las primeras sedes episcopales de América, precisamente en esta isla, y posteriormente la sede arzobispal y primada de Santo Domingo.

En un período relativamente corto, los senderos de la fe van surcando la geografía dominicana y continental, poniendo los fundamentos del legado hecho vida que hoy contemplamos en lo que fue llamado el Nuevo Mundo.

Desde los primeros momentos del descubrimiento, la preocupación de la Iglesia se pone de manifiesto, para hacer presente el reino de Dios en el corazón de los nuevos pueblos, razas y culturas, y en primer lugar entre vuestros antepasados.

Si queremos tributar un merecido agradecimiento a quienes transplantaron las semillas de la fe, ese homenaje hay que rendirlo en primer lugar a las órdenes religiosas, que se destacaron, aun a costa de ofrendar sus mártires, en la tarea evangelizadora; sobre todo los religiosos dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y luego los jesuitas, que hicieron árbol frondoso lo que había brotado de tenues raíces. Y es que el suelo de América estaba preparado por corrientes de espiritualidad propia para recibir la nueva sementera cristiana.

No se trata, por otra parte, de una difusión de la fe, desencarnada de la vida de sus destinatarios, aunque siempre debe mantener su esencial referencia a Dios. Por ello la Iglesia en esta isla fue la primera en reivindicar la justicia y en promover la defensa de los derechos humanos en las tierras que se abrían a la evangelización.

Son lecciones de humanismo, de espiritualidad y de afán por dignificar al hombre, las que nos enseñan Antonio Montesinos, Córdoba, Bartolomé de las Casas, a quienes harán eco también en otras partes Juan de Zumárraga, Motolinia, Vasco de Quiroga, José de Anchieta, Toribio de Mogrovejo, Nóbrega y tantos otros. Son hombres en los que late la preocupación por el débil, por el indefenso, por el indígena, sujetos dignos de todo respeto como personas y como portadores de la imagen de Dios, destinados a una vocación transcendente. De ahí nacerá el primer Derecho Internacional con Francisco de Vitoria.

30 3. Y es que no pueden disociarse –es la gran lección, válida hoy también– anuncio del Evangelio y promoción humana; pero para la Iglesia, aquél no puede confundirse ni agotarse –como algunos pretenden– en ésta última. Sería cerrar al hombre espacios infinitos que Dios le ha abierto. Y sería falsear el significado profundo y completo de la evangelización, que es ante todo anuncio de la Buena Nueva del Cristo Salvador.

La Iglesia, experta en humanidad, fiel a los signos de los tiempos, y en obediencia a la invitación apremiante del último Concilio, quiere hoy continuar su misión de fe y de defensa de los derechos humanos. Invitando a los cristianos a comprometerse en la construcción de un mundo más justo, humano y habitable, que no se cierra en sí mismo, sino que se abre a Dios.

Hacer ese mundo más justo significa, entre otras cosas, esforzarse porque no haya niños sin nutrición suficiente, sin educación, sin instrucción; que no haya jóvenes sin la preparación conveniente; que no haya campesinos sin tierra para vivir y desenvolverse dignamente; que no haya trabajadores maltratados ni disminuidos en sus derechos; que no haya sistemas que permitan la explotación del hombre por el hombre o por el Estado; que no haya corrupción; que no haya a quien le sobra mucho, mientras a otros inculpablemente les falte todo; que no haya tanta familia mal constituida, rota, desunida, insuficientemente atendida; que no haya injusticia y desigualdad en el impartir la justicia; que no haya nadie sin amparo de la ley y que la ley ampare a todos por igual; que no prevalezca la fuerza sobre la verdad y el derecho, sino la verdad y el derecho sobre la fuerza; y que no prevalezca jamás lo económico ni lo político sobre lo humano.

4. Pero no os contentéis con ese mundo más humano. Haced un mundo explícitamente más divino, más según Dios, regido por la fe y en el que ésta inspire el progreso moral, religioso y social del hombre. No perdáis de vista la orientación vertical de la evangelización. Ella tiene fuerza para liberar al hombre, porque es la revelación del amor. El amor del Padre por los hombres, por todos y cada uno de los hombres, amor revelado en Jesucristo.“Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna” (
Jn 3,16).

Jesucristo ha manifestado ese amor ante todo en su vida oculta –“Todo lo ha hecho bien”(Mc 7,37)– y anunciando el Evangelio; después, con su muerte y resurrección, el misterio pascual en el que el hombre encuentra su vocación definitiva a la vida eterna, a la unión con Dios. Es la dimensión escatológica del amor.

Amados hijos: termino exhortándoos a ser siempre dignos de la fe recibida. Amad a Cristo, amad al hombre por El y vivid la devoción a nuestra querida Madre del cielo, a quien invocáis con el hermoso nombre de Nuestra Señora de la Altagracia, a la que el Papa quiere dejar como homenaje de devoción una diadema. Ella os ayude a caminar hacia Cristo, conservando y desarrollando en plenitud la semilla plantada por vuestros primeros evangelizadores. Es lo que el Papa espera de todos vosotros. De vosotros, hijos de Cuba, aquí presentes, de Jamaica, de Curaçao y Antillas, de Haití, de Venezuela y Estados Unidos. Sobre todo de vosotros, hijos de la tierra dominicana. Así sea.





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MÉXICO Y BAHAMAS



DURANTE LA MISA PARA EL CLERO, RELIGIOSOS Y SEMINARISTAS


Santo Domingo, Catedral

Viernes 26 de enero de 1979



Amadísimos hermanos y hermanas:

Bendito sea el Señor que me ha traído aquí, a este suelo de la República Dominicana, donde venturosamente, para gloria y alabanza de Dios en este Nuevo Continente, amaneció también al día de la salvación. Y he querido venir a esta Catedral de Santo Domingo para estar entre vosotros, amadísimos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y seminaristas, para manifestaros mi especial afecto a vosotros en los que el Papa y la Iglesia depositan sus mejores esperanzas, para que os sintáis más alegres en la fe, de modo que vuestro orgullo de ser lo que sois rebose por causa mía (cf Ph 1,25).

Pero sobre todo quiero unirme a vosotros en la acción de gracias a Dios. Gracias por el crecimiento y celo de esta Iglesia, que tiene en su haber tantas y tan bellas iniciativas y que muestra tanta entrega en el servicio de Dios y de los hombres. Doy gracias con inmensa alegría –para decirlo con palabras del Apóstol– “por la parte que habéis tomado en anunciar la buena nueva desde el primer día hasta hoy; seguro además de una cosa: de que aquél que dio principio a la buena empresa, le irá dando remate hasta el día del Mesías, Jesús” (Ph 1,33).

31 Me gustaría de verdad disponer de mucho tiempo para estar con vosotros, aprender vuestros nombres y escuchar de vuestros labios “lo que rebosa del corazón” (Mt 12,34), lo que de maravilloso habéis experimentado en vuestro interior – “fecit mihi magna qui potens est”... (Lc 1,49)–, habiendo sido fieles el encuentro con el Señor. Un encuentro de preferencia por su parte.

Es esto precisamente: el encuentro pascual con el Señor, lo que deseo proponer a vuestra reflexión para reavivar más vuestra fe y entusiasmo en esta Eucaristía; un encuentro personal, vivo, de ojos abiertos y corazón palpitante, con Cristo resucitado (cf. Lc Lc 24,30), el objetivo de vuestro amor y de toda vuestra vida.

Sucede a veces que nuestra sintonía de fe con Jesús permanece débil o se hace tenue –cosa que el pueblo fiel nota en seguida, contagiándose por ello de tristeza– porque lo llevamos dentro, sí, pero confundido a la vez con nuestras propensiones y razonamientos humanos (cf ib., 15) sin hacer brillar toda la grandiosa luz que El encierra para nosotros. En alguna ocasión hablamos quizá de El amparados en alguna premisa cambiante o en datos de sabor sociológico, político, psicológico, lingüístico, en vez de hacer derivar los criterios básicos de nuestra vida y actividad de un Evangelio vivido con integridad, con gozo, con la confianza y esperanza inmensas que encierra la cruz de Cristo.

Una cosa es clara, amadísimos hermanos: la fe en Cristo resucitado no es resultado de un saber técnico o fruto de un bagaje científico (cf. 1Co 1Co 1,26). Lo que se nos pide es que anunciemos la muerte de Jesús y proclamemos su resurrección (S. Liturgia). Jesús vive. “Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte” (Ac 2,24). Lo que fue un trémulo murmullo entre los primeros testigos, se convirtió pronto en gozosa experiencia de la realidad de aquél “con el que hemos comido y bebido... después que resucitó de la muerte” (Ac 10,41-42). Sí, Cristo vive en la Iglesia, está en nosotros, portadores de esperanza e inmortalidad.

Si habéis encontrado pues a Cristo, ¡vivid a Cristo, vivid con Cristo! Y anunciadlo en primera persona, como auténticos testigos: “para mí la vida es Cristo” (Ph 1,21). He ahí también la verdadera liberación: proclamar a Jesús libre de ataduras, presente en unos hombres transformados, hechos nueva creatura. ¿Por qué nuestro testimonio resulta a veces vano? Porque presentamos a un Jesús sin toda la fuerza seductora que su Persona ofrece; sin hacer patentes las riquezas del ideal sublime que su seguimiento comporta; porque no siempre llegamos a mostrar una convicción hecha vida acerca del valor estupendo de nuestra entrega a la gran causa eclesial que servimos.

Hermanos y hermanas: Es preciso que los hombres vean en nosotros a los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1Co 1Co 4,1), testigos creíbles de su presencia en el mundo. Pensemos frecuentemente que Dios no nos pide, al llamarnos, parte de nuestra persona, sino toda nuestra persona y energías vitales, para anunciar a los hombres la alegría y la paz de la nueva vida en Cristo y guiarlos a su encuentro. Para ello sea nuestro afán primero buscar al Señor, y una vez encontrado, comprobar dónde y cómo vive, quedándonos con El todo el día (cf. Jn Jn 1,39). Quedándonos con El de manera especial en la Eucaristía, donde Cristo se nos da, y en la oración, mediante la cual nos damos a El.

La Eucaristía ha de complementarse y prolongarse a través de la oración en nuestro quehacer cotidiano como un “sacrificio de alabanza” (Misal Romano, Plegaria Eucarística, I). En la oración, en el trato confiado con Dios nuestra Padre, discernimos mejor dónde está nuestra fuerza y dónde está nuestra debilidad, porque el Espíritu viene en nuestra ayuda (cf Rm 8,26). El mismo Espíritu nos habla y nos va sumergiendo poco a poco en los misterios divinos, en los designios de amor a los hombres que Dios realiza mediante nuestra ofrenda a su servicio.

Lo mismo que Pablo durante una reunión en Tróade para partir el pan, seguiría hablando con vosotros hasta la medianoche (cf Ac 20, 6ss). Tendría muchas cosas que deciros, y que no puedo hacer ahora. Entretanto os recomiendo que leáis atentamente lo que he dicho recientemente al clero, a los religiosos, religiosas y seminaristas en Roma. Ello alargará este encuentro, que continuará espiritualmente con otros semejantes en los próximos días. Que el Señor y nuestra dulce Madre, María Santísima, os acompañen siempre y llenen vuestra vida de un gran entusiasmo en el servicio de vuestra altísima vocación eclesial.

Vamos a continuar la Misa, poniendo en la mesa de las ofrendas nuestros anhelos de vivir la nueva vide, nuestras necesidades y nuestras súplicas, las necesidades y súplicas de la Iglesia y nación dominicana. Pongamos también de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla.





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MÉXICO Y BAHAMAS


Ciudad de México, Catedral

Viernes 26 de enero de 1979



32 Queridos hermanos en el Episcopado y amadísimos hijos:

Hace apenas unas horas que pisé por vez primera, con honda conmoción, esta bendita sierra. Y ahora tengo la dicha de este encuentro con vosotros, con la Iglesia y el pueblo mexicanos, en este que quiere ser el día de México.

Es un encuentro que se inició con mi llegada a esta hermosa ciudad; se extendió mientras atravesaba las calles y plazas, se ha intensificado al ingresar en esta Catedral. Pero es aquí, en la celebración del Sacrificio eucarístico, donde halla su culminación.

Pongamos este encuentro bajo la protección de la Madre de Dios, la Virgen de Guadalupe, a la que el pueblo mexicano ama con la más arraigada devoción.

A vosotros, obispos de esta Iglesia; a vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de los institutos seculares, laicos de los movimientos católicos y de apostolado; a vosotros niños, jóvenes, adultos, ancianos; a vosotros todos, mexicanos, que tenéis un pasado espléndido de amor a Cristo, aun en medio de las pruebas; a vosotros que lleváis en lo hondo del corazón la devoción a la Virgen de Guadalupe, el Papa quiere hablaros hoy de algo que es, y debe ser más, una esencia vuestra, cristiana y mariana: la fidelidad a la Iglesia.

De entre tantos títulos atribuidos a la Virgen, a lo largo de los siglos, por el amor filial de los cristianos, hay uno de profundísimo significado: Virgo fidelis, Virgen fiel. ¿Qué significa esta fidelidad de María?¿Cuáles son las dimensiones de esa fidelidad?

La primera dimensión se llama búsqueda. María fue fiel ante todo cuando, con amor se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo. “ Quomodo fiet?: ¿Cómo sucederá esto? ”, preguntaba Ella al Ángel de la Anunciación. Ya en el Antiguo Testamento el sentido de esta búsqueda se traduce en una expresión de rara belleza y extraordinario contenido espiritual: “buscar el rostro del Señor”. No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta.

La segunda dimensión de la fidelidad se llama acogida, aceptación. El quomodo fiet se transforma, en los labios de María, en un fiat. Que se haga, estoy pronta, acepto: éste es el momento crucial de la fidelidad, momento en el cual el hombre percibe que jamás comprenderá totalmente el cómo; que hay en el designio de Dios más zonas de misterio que de evidencia; que, por más que haga, jamás logrará captarlo todo. Es entonces cuando el hombre acepta el misterio, le da un lugar en su corazón así como “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (
Lc 2,19 cf. ib Lc 3,15). Es el momento en el que el hombre se abandona al misterio, no con la resignación de alguien que capitula frente a un enigma, a un absurdo, sino más bien con la disponibilidad de quien se abre para ser habitado por algo –¡por Alguien!– más grande que el propio corazón. Esa aceptación se cumple en definitiva por la fe que es la adhesión de todo el ser al misterio que se revela.

Coherencia, es la tercera dimensión de la fidelidad. Vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree: esta es la coherencia. Aquí se encuentra, quizás, el núcleo más intimo de la fidelidad.

Pero toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración. Por eso la cuarta dimensión de la fidelidad es la constancia. Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida. El fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público.

De todas las enseñanzas que la Virgen da a sus hijos de México, quizás la más bella e importante es esta lección de fidelidad. Esa fidelidad que el Papa se complace en descubrir y que espera del pueblo mexicano.

33 De mi Patria se suele decir: “Polonia semper fidelis”. Yo quiero poder decir también: ¡Mexicum semper fidele, siempre fiel!

De hecho la historia religiosa de esta nación es una historia de fidelidad; fidelidad a las semillas de fe sembradas por los primeros misioneros; fidelidad a una religiosidad sencilla pero arraigada, sincera hasta el sacrificio; fidelidad a la devoción mariana; fidelidad ejemplar al Papa. Yo no tenía necesidad de venir hasta México para conocer esta fidelidad al Vicario de Jesucristo, pues desde hace mucho lo sabía; pero agradezco al Señor poder experimentarla en el fervor de vuestra acogida.

En esta hora solemne querría invitaros a consolidar esa fidelidad, a robustecerla. Querría invitaros a traducirla en inteligente y fuerte fidelidad a la Iglesia hoy. ¿Y cuáles serán las dimensiones de esta fidelidad sino las mismas de la fidelidad de María?

El Papa que os visita espera de vosotros un generoso y noble esfuerzo por conocer siempre mejor a la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha querido ser por encima de todo un Concilio sobre la Iglesia. Tomad en vuestras manos los documentos conciliares, especialmente la Lumen gentium, estudiadlos con amorosa atención, en espíritu de oración, para ver lo que el Espíritu ha querido decir sobre la Iglesia. Así podréis daros cuenta de que no hay –como algunos pretenden– una “nueva Iglesia” diversa u opuesta a la “vieja Iglesia”, sino que el Concilio ha querido revelar con más claridad la única Iglesia de Jesucristo, con aspectos nuevos, pero siempre la misma en su esencia.

El Papa espera de vosotros, además, una leal aceptación de la Iglesia. No serían fieles en este sentido quienes quedasen apegados a aspectos accidentales de la Iglesia, válidos en el pasado, pero ya superados. Ni serían tampoco fieles quienes, en nombre de un profetismo poco esclarecido, se lanzaran a la aventurera y utópica construcción de una Iglesia así llamada del futuro, desencarnada de la presente. Debemos ser fieles a la Iglesia que nacida una vez por todas del designio de Dios, de la cruz, del sepulcro abierto del Resucitado y de la gracia de Pentecostés, nace de nuevo cada día, no del pueblo o de otras categorías racionales, sino de las mismas fuentes de las cuales nació en su origen. Ella nace hoy para construir con todas las gentes un pueblo deseoso de crecer en la fe, en la esperanza, en el amor fraterno.

El Papa espera asimismo de vosotros la plena coherencia de vuestra vida con vuestra pertenencia a la Iglesia. Esa coherencia significa tener conciencia de la propia identidad de católicos y manifestarla, con total respeto, pero sin vacilaciones ni temores. La Iglesia tiene hoy necesidad de cristianos dispuestos a dar claro testimonio de su condición y que asuman su parte en la misión de la Iglesia en el mundo, siendo fermento de religiosidad, de justicia, de promoción de la dignidad del hombre, en todos los ambientes sociales, y tratando de dar al mundo un suplemento de alma, para que sea un mundo más humano y fraterno, desde el que se mira hacia Dios.

El Papa espera a la vez que vuestra coherencia no sea efímera, sino constante y perseverante. Pertenecer a la Iglesia, vivir en la Iglesia, ser Iglesia es hoy algo muy exigente. Tal vez no cueste la persecución clara y directa, pero podrá costar el desprecio, la indiferencia, la marginación. Es entonces fácil y frecuente el peligro del miedo, del cansancio, de la inseguridad. No os dejéis vencer por estas tentaciones. No dejéis desvanecerse por alguno de estos sentimientos el vigor y la energía espiritual de vuestro “ser Iglesia”, esa gracia que hay que pedir y estar prontos a recibirla con una gran pobreza interior, y que hay que comenzar a vivirla cada mañana. Y cada día con mayor fervor e intensidad.

Queridos hermanos e hijos: en esta Eucaristía que sella un encuentro del siervo de los siervos de Dios col el alma y la conciencia del pueblo mexicano, el nuevo Papa quisiera recoger de vuestros labios, de vuestras manos y vuestras vidas un compromiso solemne para brindarlo al Señor. Compromiso de las almas consagradas, de los niños, jóvenes, adultos y ancianos, de personas cultivadas, de gente sencilla, de hombres y mujeres, de todos: el compromiso de la fidelidad a Cristo, a la Iglesia de hoy. Pongamos sobre el altar esta intención y compromiso.

La Virgen fiel, la Madre de Guadalupe, de quien aprendemos a conocer el Designio de Dios, su promesa y alianza, nos ayude con su intercesión a firmar este compromiso y a cumplirlo hasta el final de nuestra vida, hasta el día en que la voz del Señor nos diga: “Ven, siervo bueno y fiel; entra en el gozo de tu Señor” (
Mt 25,21-23), Así sea.





VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,


MÉXICO Y BAHAMAS



INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA

DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO


Santuario de la Virgen de Guadalupe

Sábado 27 de enero de 1979



1. ¡Salve, María!

34 Cuán profundo es mi gozo, queridos hermanos en el Episcopado y amadísimos hijos, porque los primeros pesos de mi peregrinaje, como Sucesor de Pablo VI y de Juan Pablo I, me traen precisamente aquí. Me traen a Ti, María, en este Santuario del pueblo de México y de toda América Latina, en el que desde hace tantos siglos se ha manifestado tu maternidad.

¡ Salve, María!

Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá saludarte nunca de un modo más estupendo que como lo hizo un día el Arcángel en el momento de la Anunciación. Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum. Repito estas palabras que tantos corazones guardar y tantos labios pronuncian en todo el mundo. Nosotros aquí presentes les repetimos juntos, conscientes de que éstas son les palabras con les que Dios mismo, a través de su mensajero, ha saludado a Ti, la Mujer prometida en el Edén, y desde la eternidad elegida como Madre del Verbo, Madre de la divina Sabiduría, Madre del Hijo de Dios.

!Salve, Madre de Dios!

2. Tu Hijo Jesucristo es nuestro Redentor y Señor. Es nuestro Maestro. Todos nosotros aquí reunidos somos sus discípulos. Somos los sucesores de los Apóstoles, de aquellos a quienes el Señor dijo: “Id, pues, enseñad a todas les gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo” (
Mt 28,19-20).

Congregados aquí el Sucesor de Pedro y los sucesores de los Apóstoles, nos damos cuenta de cómo esas palabras se han cumplido, de manera admirable, en esta tierra.

En efecto, desde que en 1492 comienza la gesta evangelizadora en el Nuevo Mundo, apenas una veintena de años después llega la fe a México. Poco más tarde se crea la primera sede arzobispal regida por Juan de Zumárraga, a quien secundarán otras grandes figuras de evangelizadores, que extenderán el cristianismo en muy amplias zonas.

Otras epopeyas religiosas no menos gloriosas escribirán en el hemisferio sus hombres como Santo Toribio de Mogrovejo y otros muchos que merecerían ser citados en larga lista. Los caminos de la fe van alargándose sin cesar, y a finales del primer siglo de evangelización les sedes episcopales en el nuevo Continente son más de 70 con unos cuatro millones de cristianos. Una empresa singular que continuará por largo tiempo, hasta abarcar hoy en día, tras cinco siglos de evangelización, casi la mitad de la entera Iglesia católica, arraigada en la cultura del pueblo latino-americano y formando parte de su identidad propia.

Y a medida que sobre estas tierras se realizaba el mandato de Cristo, a medida que con la gracia del bautismo se multiplicaban por doquier los hijos de la adopción divina, aparece también la Madre. En efecto, a Ti, María, el Hijo de Dios y a la vez Hijo Tuyo, desde lo alto de la cruz indicó a un hombre y dijo “He ahí a tu hijo” (Jn 19,26), y en aquel hombre te ha confiado a cada hombre, te ha confiado a todos. Y Tú que en el momento de la Anunciación, en estas sencillas palabras: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), has concentrado todo el programa de tu vida, abrazas a todos, te acercas a todos, buscas maternalmente a todos. De esta manera se cumple lo que el último Concilio ha declarado acerca de tu presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Perseveras de manera admirable en el misterio de Cristo, tu Hijo unigénito, porque estás siempre dondequiera están los hombres sus hermanos, dondequiera está la Iglesia.

2a. De hecho los primeros misioneros llegados a América, provenientes de tierras de eminente tradición mariana, junto con los rudimentos de la fe cristiana van enseñando el amor a Ti, Madre de Jesús y de todos los hombres. Y desde que el indio Juan Diego hablara de la dulce Señora del Tepeyac, Tú, Madre de Guadalupe, entras de modo determinante en la vida cristiana del pueblo de México. No menor ha sido tu presencia en otras partes, donde tus hijos te invocan con tiernos nombres, como Nuestra Señora de la Altagracia, de la Aparecida, de Luján y tantos otros no menos entrañables, para no hacer una lista interminable, con los que en cada nación y aun en cada zona los pueblos latinoamericanos te expresan su devoción más profunda y Tú les proteges en su peregrinar de fe.

El Papa –que proviene de un país en el que tus imágenes, especialmente una: la de Jasna Góra, son también signo de tu presencia en la vida de la nación, en su azarosa historia– es particularmente sensible a este signo de tu presencia aquí, en la vida del Pueblo de Dios en México, en su historia, también ella no fácil y a veces hasta dramática. Pero estás igualmente presente en la vida de tantos otros pueblos y naciones de América Latina, presidiendo y guiando no sólo su pasado remoto o reciente, sino también el momento actual, con sus incertidumbres y sombras. Este Papa percibe en lo hondo de su corazón los vínculos particulares que te unen a Ti con este pueblo y a este pueblo contigo. Este pueblo, que afectuosamente te llama “ la Morenita ”. Este pueblo –e indirectamente todo este inmenso continente– vive su unidad espiritual gracias al hecho de que Tú eres la Madre. Una Madre que, con su amor, crea, conserva, acrecienta espacios de cercanía entre sus hijos.

35 ¡ Salve, Madre de México!

¡Madre de América Latina!

3. Nos encontramos aquí en esta hora insólita y estupenda de la historia del mundo. Llegamos a este lugar, conscientes de hallarnos en un momento crucial. Con esta reunión de obispos deseamos entroncar con la precedente Conferencia del Episcopado Latinoamericano que tuvo lugar hace diez años en Medellín, en coincidencia con el Congreso Eucarístico de Bogotá, y en la que participó el Papa Pablo VI, de imborrable memoria. Hemos venido aquí no tanto para volver a examinar, al cabo de 10 años, el mismo problema, cuanto para revisarlo en modo nuevo, en lugar nuevo y en nuevo momento histórico.

Queremos tomar como punto de partida lo que se contiene en los documentos y resoluciones de aquella Conferencia. Y queremos a la vez, sobre la base de les experiencias de estos 10 años, del desarrollo del pensamiento y a luz de les experiencias de toda la Iglesia, dar un justo y necesario paso adelante.

La Conferencia de Medellín tuvo lugar poco después de la clausura del Vaticano II, el Concilio de nuestro siglo, y ha tenido por objetivo recoger los planteamientos y contenidos esenciales del Concilio, para aplicarlos y hacerlos fuerza orientadora en la situación concreta de la Iglesia Latinoamericana.

Sin el Concilio no hubiera sido posible la reunión de Medellín, que quiso ser un impulso de renovación pastoral, un nuevo “ espíritu ” de cara al futuro, en plena fidelidad eclesial en la interpretación de los signos de los tiempos en América Latina. La intencionalidad evangelizadora era bien clara y queda patente en los 16 temas afrontados, reunidos en torno a tres grandes áreas, mutuamente complementarias: promoción humana, evangelización y crecimiento en la fe, Iglesia visible y sus estructuras.

Con su opción por el hombre latinoamericano visto en su integridad, con su amor preferencial pero no exclusivo por los pobres, con su aliento a una liberación integral de los hombres y de los pueblos, Medellín, la Iglesia allí presente, fue una llamada de esperanza hacia metas más cristianas y más humanas.

Pero han pasado 10 años. Y se han hecho interpretaciones, a veces contradictorias, no siempre correctas, no siempre beneficiosas para la Iglesia. Por ello, la Iglesia busca los caminos que le permitan comprender más profundamente y cumplir con mayor empeño la misión recibida de Cristo Jesús.

Grande importancia han tenido a tal respecto les sesiones del Sínodo de los Obispos que se han celebrado en estos años, y sobre todo la del año 1974, centrada sobre la Evangelización, cuyas conclusiones ha recogido después, de modo vivo y alentador, la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI.

Este es el tema que colocamos hoy sobre nuestra mesa de trabajo, al proponernos estudiar “La Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”.

Encontrándonos en este lugar santo para iniciar nuestros trabajos, se nos presenta ante los ojos el Cenáculo de Jerusalén, lugar de la institución de la Eucaristía. Al mismo Cenáculo volvieron los Apóstoles después de la Ascensión del Señor, para que, permaneciendo en oración con María, la Madre de Cristo, pudieran preparar sus corazones para recibir al Espíritu Santo, en el momento del nacimiento de la Iglesia.

36 También nosotros venimos aquí para ello, también nosotros esperamos el descenso del Espíritu Santo, que nos hará ver los caminos de la evangelización, a través de los cuales la Iglesia debe continuar y renacer en nuestro gran continente. También nosotros hoy, y en los próximos días, deseamos perseverar en la oración con María, Madre de Nuestro Señor y Maestro: contigo, Madre de la esperanza, Madre de Guadalupe.

4. Permite pues que yo, Juan Pablo II, Obispo de Roma y Papa, junto con mis hermanos en el Episcopado que representan a la Iglesia de México y de toda la América Latina, en este solemne momento, confiemos y ofrezcamos a Ti, sierva del Señor, todo el patrimonio del Evangelio, de la Cruz, de la Resurrección, de los que todos nosotros somos testigos, apóstoles, maestros y obispos.

¡Oh Madre! Ayúdanos a ser fieles dispensadores de los grandes misterios de Dios. Ayúdanos a enseñar la verdad que tu Hijo ha anunciado y a extender el amor, que es el principal mandamiento y el primer fruto del Espíritu Santo. Ayúdanos a confirmar a nuestros hermanos en la fe, ayúdanos a despertar la esperanza en la vida eterna. Ayúdanos a guardar los grandes tesoros encerrados en las almas del Pueblo de Dios que nos ha sido encomendado.

Te ofrecemos todo este Pueblo de Dios. Te ofrecemos la Iglesia de México y de todo el Continente. Te la ofrecemos como propiedad Tuya. Tú que has entrado tan adentro en los corazones de los fieles a través de la señal de Tu presencia, que es Tu imagen en el Santuario de Guadalupe, vive como en Tu casa en estos corazones, también en el futuro. Sé uno de casa en nuestras familias, en nuestras parroquias, misiones, diócesis y en todos los pueblos.

Y hazlo por medio de la Iglesia Santa, la cual, imitándote a Ti, Madre, desea ser a su vez una buena madre, cuidar a las almas en todas sus necesidades, enunciando el Evangelio, administrando los sacramentos, salvaguardando la vida de las familias mediante el sacramento del matrimonio, reuniendo a todos en la comunidad eucarística por medio del santo sacramento del altar, acompañándolos amorosamente desde la cuna hasta la entrada en la eternidad.

¡Oh Madre! Despierta en las jóvenes generaciones la disponibilidad al exclusivo servicio a Dios. Implora para nosotros abundantes vocaciones locales al sacerdocio y a la vida consagrada.

¡Oh Madre! Corrobora la fe de todos nuestros hermanos y hermanas laicos, para que en cada campo de la vida social, profesional, cultura! y política, actúen de acuerdo con la verdad y la ley que tu Hijo ha traído a la humanidad, para conducir a todos a la salvación eterna y, al mismo tiempo, para hacer la vida sobre la tierra más humana, más digna del hombre.

La Iglesia que desarrolla su labor entre las naciones americanas, la Iglesia en México, quiere servir con todas sus fuerzas esta causa sublime con un renovado espíritu misionero. ¡Oh Madre! haz que sepamos servirla en la verdad y en la justicia. Haz que nosotros mismos sigamos este camino y conduzcamos a los demás, sin desviarnos jamás por senderos tortuosos, arrastrando a los otros.

Te ofrecemos y confiamos todos aquellos y todo aquello que es objeto de nuestra responsabilidad pastoral, confiando que Tú estarás con nosotros, y nos ayudarás a realizar lo que tu Hijo nos ha mandado (cf. Jn
Jn 2,5). Te traemos esta confianza ilimitada y con ella, yo, Juan Pablo II, con todos mis hermanos en el Episcopado de México y de América Latina, queremos vincularte de modo todavía más fuerte a nuestro ministerio, a la Iglesia y a la vida de nuestras naciones. Deseamos poner en tus manos nuestro entero porvenir, el porvenir de la evangelización de América Latina.

¡Reina de los Apóstoles! Acepta nuestra prontitud a servir sin reserva la causa de tu Hijo, la causa del Evangelio y la causa de la paz, basada sobre la justicia y el amor entre los hombres y entre los pueblos.

¡Reina de la Paz! Salva a las naciones y a los pueblos de todo el continente, que tanto confían en Ti, de las guerras, del odio y de la subversión.

37 Haz que todos, gobernantes y súbditos, aprendan a vivir en paz, se eduquen para la paz, hagan cuanto exige la justicia y el respeto de los derechos de todo hombre, para que se consolide la paz.

Acepta esta nuestra confiada entrega, oh sierva del Señor. Que tu materna! presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia se convierta en fuente de alegría y de libertad para cada uno y para todos; fuente de aquella libertad por medio de la cual “Cristo nos ha liberado” (
Ga 5,1), y finalmente fuente de aquella paz que el mundo no puede dar, sino que sólo la da El, Cristo (cf. Jn Jn 14,27).

Finalmente, oh Madre, recordando y confirmando el gesto de mis Predecesores Benedicto XIV y Pío X, quienes te proclamaron Patrona de México y de toda la América Latina, te presento una diadema en nombre de todos tus hijos mexicanos y latinoamericanos, para que los conserves bajo tu protección, guardes su concordia en la fe y su fidelidad a Cristo, tu Hijo. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 26