B. Juan Pablo II Homilías 37


VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,

MÉXICO Y BAHAMAS



DURANTE LA MISA CELEBRADA EN PUEBLA DE LOS ÁNGELES


Puebla de Los Ángeles

Domingo 28 de enero de 1979

Amadísimos hijos e hijas:

Puebla de los Ángeles: el nombre sonoro y expresivo de vuestra ciudad se encuentra hoy día en millones de labios a lo largo de América Latina y en todo el mundo. Vuestra ciudad se vuelve símbolo y señal para la Iglesia latinoamericana. Es aquí, de hecho, que se congregan a partir de hoy, convocados por el Sucesor de Pedro, los obispos de todo el continente para reflexionar sobre la misión de los Pastores en esta parte del mundo, en esta hora singular de la historia.

El Papa ha querido subir hasta esta cumbre desde donde parece abrirse toda América Latina. Y es con la impresión de contemplar el diseño de cada una de las Naciones que, en este altar levantado sobre las montañas, el Papa ha querido celebrar este Sacrificio Eucarístico para invocar sobre esta Conferencia, sus participantes y sus trabajos, la luz, el calor, todos los dones del Espíritu de Dios, Espíritu de Jesucristo.

Nada más natural y necesario que invocarlo en esta circunstancia. La grande Asamblea que se abre es, en efecto, en su esencia más profunda una reunión eclesial: eclesial por aquellos que aquí se reúnen, Pastores de la Iglesia de Dios que está en América Latina; eclesial por el tema que estudia, la misión de la Iglesia en el continente; eclesial por sus objetivos de hacer siempre más viva y eficaz la contribución original que la Iglesia tiene el deber de ofrecer al bienestar, a la armonía, a la justicia y a la paz de estos pueblos. Ahora bien, no hay asamblea eclesial si ahí no está en la plenitud de su misteriosa acción el Espíritu de Dios.

El Papa lo invoca con todo el fervor de su corazón. Que el lugar donde se reúnen los obispos sea un nuevo Cenáculo, mucho más grande que el de Jerusalén, donde los Apóstoles eran apenas Once en aquella mañana, pero, como el de Jerusalén, abierto a las llamas del Paráclito y a la fuerza de un renovado Pentecostés. Que el Espíritu cumpla en vosotros, obispos, aquí congregados, la multiforme misión que el Señor Jesús le confió: intérprete de Dios para hacer comprender su designio y su palabra inaccesibles a la simple razón humana (cf. Jn Jn 14,26), abra la inteligencia de estos Pastores y los introduzca en la verdad (cf. Jn Jn 16,13); testigo de Jesucristo, dé testimonio en la conciencia y en el corazón de ellos y los transforme a su vez en testigos coherentes, creíbles, eficaces durante sus trabajos (cf. Jn Jn 15,26); Abogado o Consolador, infunda ánimo contra el pecado del mundo (cf. Jn Jn 16,8), y les ponga en los labios lo que habrán de decir, sobre todo en el momento en que el testimonio costará sufrimiento y fatiga.

Os ruego, pues, amados hijos e hijas, que os unáis a mí en esta Eucaristía, en esta invocación al Espíritu. No es para sí mismos ni por intereses personales que los obispos, venidos de todos los ambientes del continente se encuentran aquí; es para vosotros, Pueblo de Dios en estas tierras, y para vuestro bien. Participad pues en esta III Conferencia también de esta manera: pidiendo cada día para todos y cada uno de ellos la abundancia del Espíritu Santo.

38 Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios en su misterio más intimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo. El tema de la familia no es pues ajeno al tema del Espíritu Santo. Permitid que sobre este tema de la familia –que ciertamente ocupará a los obispos durante estos días– os dirija el Papa algunas palabras.

Sabéis que con términos densos y apremiantes la Conferencia de Medellín habló de la familia. Los obispos, en aquel año de 1968, vieron, en vuestro gran sentido de la familia, un rasgo primordial de vuestra cultura latinoamericana. Hicieron ver que, para el bien de vuestros países, las familias latinoamericanas deberían tener siempre tres dimensiones: ser educadoras en la fe, formadoras de personas, promotoras de desarrollo. Subrayaron también los graves obstáculos que las familias encuentran para cumplir con este triple cometido. Recomendaron “por eso” la atención pastora! a las familias, como una de las atenciones prioritarias de la Iglesia en el continente.

Pasados diez años, la Iglesia en América Latina se siente feliz por todo lo que ha podido hacer en favor de la familia. Pero reconoce con humildad cuánto le falta por hacer, mientras percibe que la pastoral familiar, lejos de haber perdido su carácter prioritario, aparece hoy todavía más urgente, como elemento muy importante en la evangelización.

La Iglesia es consciente, en efecto, de que en estos tiempos la familia afronta en América Latina serios problemas. Últimamente algunos países han introducido el divorcio en su legislación, lo cual conlleva una nueva amenaza a la integridad familiar. En la mayoría de vuestros países se lamenta que un número alarmante de niños, porvenir de esas naciones y esperanzas para el futuro, nazcan en hogares sin ninguna estabilidad o, como se les suele llamar, en “familias incompletas”. Además, en ciertos lugares del “Continente de la esperanza”, esta misma esperanza corre el riesgo de desvanecerse, pues ella crece en el seno de las familias muchas de las cuales no pueden vivir normalmente, porque repercuten particularmente en ellas los resultados más negativos del desarrollo: índices verdaderamente deprimentes de insalubridad, pobreza y aún miseria, ignorancia y analfabetismo, condiciones inhumanas de vivienda, subalimentación crónica y tantas otras realidades no menos tristes.

En defensa de la familia, contra estos males, la Iglesia se compromete a dar su ayuda e invita a los Gobiernos para que pongan como punto clave de su acción: una política sociofamiliar inteligente, audaz, perseverante, reconociendo que ahí se encuentra sin duda el porvenir –la esperanza– del continente. Habría que añadir que tal política familiar no debe entenderse como un esfuerzo indiscriminado para reducir a cualquier precio el índice de natalidad –lo que, mi predecesor Pablo VI llamaba “disminuir el número de los invitados al banquete de la vida”– cuando es notorio que aun para el desarrollo un equilibrado índice de población es indispensable. Se trata de combinar esfuerzos para crear condiciones favorables a la existencia de familias sanas y equilibradas: “aumentar la comida en la mesa”, siempre en expresión de Pablo VI.

Además de la defensa de la familia, debemos hablar también de promoción de la familia. A tal promoción han de contribuir muchos organismos: gobiernos y organismos gubernamentales, la escuela, los sindicatos, los medios de comunicación social, las agrupaciones de barrios, las diferentes asociaciones voluntarias o espontáneas que florecen hoy día en todas partes.

La Iglesia debe ofrecer también su contribución en la línea de su misión espiritual de anuncio del Evangelio y conducción de los hombres a la salvación, que tiene también una enorme repercusión sobre el bienestar de la familia. ¿Y qué puede hacer la Iglesia uniendo sus esfuerzos a los de los otros? Estoy seguro de que vuestros obispos se esforzarán por dar a esta cuestión respuestas adecuadas, justas, valederas. Os indico cuánto valor tiene para la familia lo que la Iglesia hace ya en América Latina, por ejemplo, para preparar los futuros esposos al matrimonio, para ayudar a las familias cuando atraviesan en su existencia crisis normales que, bien encaminadas, pueden ser hasta fecundas y enriquecedoras, para hacer de cada familia cristiana una verdadera ecclesia domestica, con todo el rico contenido de esta expresión, para preparar muchas familias a la misión de evangelizadora de otras familias para poner de relieve todos los valores de la vida familiar, para venir en ayuda a las familias incompletas, para estimular los gobernantes a suscitar en sus países esa política socio-familiar de la que hablábamos hace un momento. La Conferencia de Puebla ciertamente apoyará estas iniciativas y quizás sugerirá otras. Alégranos pensar que la historia de Latinoamérica tendrá así motivos para agradecer a la Iglesia lo mucho que ha hecho, hace y hará por la familia en este vasto continente.

Hijos e hijas muy amados: el Sucesor de Pedro se siente ahora, desde este altar, singularmente cercano a todas las familias de América Latina. Es como si, cada hogar se abriera y el Papa pudiese penetrar en cada uno de ellos; casas donde no falta el pan ni el bienestar pero falta quizás concordia y alegría; casas donde las familias viven más bien modestamente y en la inseguridad del mañana, ayudándose mutuamente a llevar una existencia difícil pero digna; pobres habitaciones en las periferias de vuestras ciudades, donde hay mucho sufrimiento escondido aunque en medio de ellas existe la sencilla alegría de los pobres; humildes chozas de campesinos, de indígenas, de emigrantes, etc. Para cada familia en particular el Papa quisiera poder decir una palabra de aliento y de esperanza. Vosotras, familias que podéis disfrutar del bienestar, no os cerréis dentro de vuestra felicidad; abríos a los otros para repartir lo que os sobra y a otros les falta. Familias oprimidas por la pobreza, no os desaniméis y, sin tener el lujo por ideal, ni la riqueza como principio de felicidad, buscad con la ayuda de todos superar los pesos difíciles en la espera de días mejores. Familias visitadas y angustiadas por el dolor físico o moral, probadas por la enfermedad o la miseria, no acrecentéis a tales sufrimientos la amargura o la desesperación, sino sabed amortiguar el dolor con la esperanza. Familias todas de América Latina, estad seguras de que el Papa os conoce y quiere conoceros aún más porque os ama con delicadezas de Padre.

Esta es, en el cuadro de la visita del Papa a México, la Jornada de la Familia. Acoged pues, familias latinoamericanas, con vuestra presencia aquí, alrededor del altar, a través de la radio o la televisión, acoged la visita que el Papa quiere hacer a cada una. Y dadle al Papa la alegría de veros crecer en los valores cristianos que son los vuestros, para que América Latina encuentre en sus millones de familias razones para confiar, para esperar, para luchar, para construir.





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MÉXICO Y BAHAMAS


Catedral de Oaxaca

Lunes 29 de enero de 1979

39 :Queridísimos hermanos y hermanas:

Esta ceremonia, en la que con inmenso gozo voy a conferir algunos ministerios sagrados a descendientes de las antiguas estirpes de esta tierra de América, confirma la verdad de lo dicho por una alta personalidad de vuestro país a mi venerado predecesor Pablo VI: Desde el comienzo de la historia de las naciones americanas, fue sobre todo la Iglesia quien protegió a los más humildes, su dignidad y valor como personas humanas.

La verdad de tal afirmación recibe hoy una nueva confirmación, ya que el Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal llamará a algunos de entre ellos a colaborar con los propios Pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para su mayor crecimiento y vitalidad (cf. Evangelii nuntiandi
EN 73).

1. Es sabido que estos ministerios no transforman a los laicos en clérigos: quienes los reciben siguen siendo laicos, o sea, no dejan el estado en que vivían cuando fueron llamados (cf. 1Co 1Co 7,20). También cuando cooperan, como suplentes o ayudantes, con los ministros sagrados, estos laicos son, sobre todo, colaboradores de Dios (cf. 1Co 1Co 3,9), que se vale también de ellos para dar cumplimiento a su voluntad de salvar a todos los hombres (cf. 1Tm 1Tm 2,4).

Más aún, precisamente porque estos laicos se comprometen de manera deliberada con tal designio salvífico, a tal punto que ese compromiso es para ellos la razón última de su presencia en el mundo (cf. San Juan Crisóstomo In Act. Ap., 20,4), deben ser considerados como arquetipos de la participación de todos los fieles en la misión salvífica de la Iglesia.

2. En realidad todos los fieles, en virtud del propio bautismo y del sacramento de la confirmación, tienen que profesar públicamente la fe recibida de Dios por medio de la Iglesia, difundirla y defenderla como verdaderos testigos de Cristo (cf. Lumen gentium LG 11). O sea, están llamados a la evangelización, que es un deber fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios (cf. Ad gentes AGD 35), tengan o no tengan particulares funciones vinculadas más íntimamente con los deberes de los Pastores (Apostolicam Actuositatem AA 24).

A este propósito dejad que el Sucesor de Pedro haga un ferviente llamado, a todos y cada uno, a asimilar y practicar las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano II, que ha dedicado a los laicos el capítulo IV de la Constitución dogmática Lumen gentium y el Decreto Apostolicam Actuositatem.

3. Deseo además, como recuerdo de mi paso entre vosotros, aunque también con la mirada puesta en los fieles del mundo entero, aludir brevemente a cuanto es peculiar de la cooperación de los laicos en el único apostolado, sus expresiones, ya individuales, ya asociadas, su característica determinante. Para ello voy a inspirarme en la invocación a Cristo, que leemos en la plegaria de Laudes de este lunes de la cuarta semana del tiempo litúrgico ordinario: “Tú que actúas con el Padre en la historia de la humanidad, renueva los hombres y las cosas con la fuerza de tu Espíritu”.

En efecto, los laicos, que por vocación divina comparten toda la realidad mundana, inyectando en ella su fe, hecha realidad en la propia vida pública y privada (cf. St Jc 2,17), son los protagonistas más inmediatos de la renovación de los hombres y de las cosas. Con su presencia activa de creyentes, trabajan en la progresiva consagración del mundo a Dios (cf. Lumen gentium LG 34). Esta presencia se compagina con toda la economía de la religión cristiana, la cual, es una doctrina, pero es sobre todo un acontecimiento: el acontecimiento de la Encarnación, Jesús hombre-Dios que ha recapitulado en sí el universo (cf. Ef Ep 1,10); corresponde al ejemplo de Cristo, quien ha hecho también del contacto físico un vehículo de comunicación de su poder restaurador (cf. Mc Mc 1,41 et 7, 33; Mt 9,29 ss y 20, 34; Lc 7,14 y 8, 54); es inherente a la índole sacramental de la Iglesia, la cual, hecha signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf, Lumen gentium LG 1) ha sido llamada por Dios a estar en permanente comunión con el mundo para ser en él la levadura que lo transforma desde dentro (cf. Mt Mt 13,33).

El apostolado de los laicos, así entendido y puesto en práctica, confiere pleno sentido a todas las manifestaciones de la historia humana, respetando su autonomía y favoreciendo el progreso exigido por la naturaleza propia de cada una de ellas. Al mismo tiempo, nos da la clave para interpretar en plenitud el sentido de la historia, ya que todas las realidades temporales, como los acontecimientos que las manifiestan, adquieren su significado más profundo en la dimensión espiritual que establece la relación entre el presente y el futuro (cf He 13,14). El desconocimiento o la mutilación de esta dimensión, se convertiría, de hecho, en un atentado contra la esencia misma del hombre.

4. Al dejar esta tierra, me llevo de vosotros un grato recuerdo, el de haberme encontrado con almas generosas que desde ahora ofrecerán su vida por la difusión del Reino de Dios Y al mismo tiempo, estoy seguro de que, como árboles plantados junto a ríos de agua, darán frutos abundantes a su tiempo (cf. Sal Ps 1,3) para la consolidación del Evangelio.

40 ¡Animo! ¡Sed levadura dentro de la masa (Mt 13,33), haced Iglesia! Que vuestro testimonio vaya despertando por doquier otros anunciadores de la salvación: “cuán hermosos son los pies de los que evangelizan el bien” (Rm 10,15). Demos gracias a Dios que “ha comenzado esta obra buena y la llevará a cumplimiento hasta el día de Jesucristo” (Ph 1,6).





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MÉXICO Y BAHAMAS



EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE ZAPOPÁN


Guadalajara, martes 30 de enero de 1979

Queridos hermanos y hermanas:

1. Henos aquí reunidos hoy en este hermoso santuario de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción de Zapopán, en la gran arquidiócesis de Guadalajara. No quería ni podía omitir este encuentro en torno al altar de Jesús y a los pies de María Santísima, con el Pueblo de Dios que peregrina en este lugar. Este santuario de Zapopán es, en efecto, una prueba más, palpable y consoladora, de la intensa devoción que, desde hace siglos, el pueblo mexicano, y con él, todo el pueblo latinoamericano, profesa a la Virgen Inmaculada.

Como el de Guadalupe, también este santuario viene de la época de la colonia; como aquél, sus orígenes se remontan al valioso esfuerzo de evangelización de los misioneros (en este caso, los hijos de San Francisco) entre los indios, tan bien dispuestos a recibir el mensaje de la salvación en Cristo y a venerar a su Santísima Madre, concebida sin mancha de pecado. Así, estos pueblos perciben el lugar único y excepcional de María en la realización del plan de Dios (cf. Lumen gentium LG 53 ss.),su santidad eminente y su relación maternal con nosotros (ib., 61, 66).De aquí en adelante, ella, la Inmaculada, representada en esta pequeña y sencilla imagen, queda incorporada a la piedad popular del pueblo de la arquidiócesis de Guadalajara, de la nación mexicana y de toda América Latina. Como María misma dice proféticamente en su cántico del “Magnificat”: “Me llamarán feliz todas las generaciones” (Lc 1,48).

2. Si esto es verdad de todo el mundo católico, cuánto más lo es de México y de América Latina. Se puede decir que la fe y la devoción a María y sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular, de la cual hablaba mi predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. Esta piedad popular no es necesariamente un sentimiento vago, carente de sólida base doctrinal, como una forma inferior de manifestación religiosa. Cuántas veces es, al contrario, como la expresión verdadera del alma de un pueblo, en cuanto tocada por la gracia y forjada por el encuentro feliz entre la obra de evangelización y la cultura local, de lo cual habla también la Exhortación recién citada (Nb 20). Así, guiada y sostenida, y, si es el caso, purificada, por la acción constante de los pastores, y ejercida diariamente en la vida del pueblo la piedad popular es de veras la piedad de los “pobres y sencillos” (Evangelii nuntiandi EN 48). Es la manera cómo estos predilectos del Señor viven y traducen en sus actitudes humanas y en todas las dimensiones de la vida, el misterio de la fe que han recibido.

Esta piedad popular, en México y en toda América Latina, es indisolublemente mariana En ella, María Santísima ocupa el mismo lugar preeminente que ocupa en la totalidad de la fe cristiana. Ella es la madre, la reina, la protectora y el modelo. A ella se viene para honrarla, para pedir su intercesión para aprender a imitarla, es decir para aprender a ser un verdadero discípulo de Jesús. Porque como el mismo Señor dice: “Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35).

Lejos de empañar la mediación insustituible y única de Cristo, esta función de María, acogida por la piedad popular la pone de relieve y “sirve para demostrar su poder”, como enseña el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium LG 60 Lumen gentium ), porque todo lo que ella es y tiene le viene de la “superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación” y a él conduce (ib.). Los fieles que acceden a este santuario bien lo saben y lo ponen en práctica, al decir siempre con ella, mirando a Dios Padre, en el don de su Hijo amado, hecho presente entre nosotros por el Espíritu: “Glorifica mi alma al Señor” (Lc 1,46).

3. Precisamente, cuando los fieles vienen a este santuario, como he querido venir yo también hoy, peregrino en esta sierra mexicana, ¿qué otra cosa hacen sino alabar y honrar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la figura de María, unida por vínculos indisolubles con las tres personas de la Santísima Trinidad, como también enseña el Concilio Vaticano II? (cf. Lumen gentium LG 53). Nuestra visita al santuario de Zapopán, la mía hoy, la vuestra tantas veces, significa por el hecho mismo la voluntad y el esfuerzo de acercarse a Dios y de dejarse inundar por él, mediante la intercesión, el auxilio y el modero de María.

En estos lugares de gracia, tan característicos de la geografía religiosa mexicana y latinoamericana, el Pueblo de Dios, convocado en la Iglesia, con sus pastores, y en esta feliz ocasión, con quien humildemente preside en la Iglesia a la caridad (cf. San Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, Prol.), se reúne en torno al altar y bajo la mirada materna de María, para dar testimonio de que lo que cuenta en este mundo y en la vida humana es la apertura al don de Dios, que se comunica en Jesús, nuestro Salvador, y nos viene por María. Esto es lo que da a nuestra existencia terrena su verdadera dimensión trascendente, como Dios la quiso desde el principio, como Jesucristo la ha restaurado con su Muerte y su Resurrección, y como resplandece en la Virgen Santísima.

Ella es el refugio de los pecadores (Refugium peccatorum ). El Pueblo de Dios es consciente de la propia condición de pecado. Por eso, sabiendo que necesita una purificación constante “busca sin cesar la penitencia y la reconciliación” (Lumen gentium LG 8). Cada uno de nosotros es consciente de ello: Jesús buscaba a los pecadores: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5,31-32). Al paralítico, antes de curarlo le dijo: “Hombre, tus pecados te son perdonados” (Lc 5,20); y a una pecadora: “Vete y no peques más” (Jn 8,11).

41 Si la conciencia del pecado nos oprime, buscamos instintivamente a Aquel que tiene el poder de perdonar los pecados (cf. Lc Lc 5,24) y lo buscamos por medio de María, cuyos Santuarios son lugares de conversión, de penitencia, de reconciliación con Dios.

Ella despierta en nosotros la esperanza de la enmienda y de la perseverancia en el bien, aunque a veces pueda parecer humanamente imposible.

Ella nos permite superar las múltiples “estructuras de pecado” en las que está envuelta nuestra vida personal, familiar y social. Nos permite obtener la gracia de la verdadera liberación, con esa libertad con la que Cristo ha liberado a todo hombre.

4. De aquí parte también, como de su verdadera fuente, el compromiso auténtico por los demás hombres, nuestros hermanos, especialmente con los más pobres y necesitados, y por la necesaria transformación de la sociedad. Porque esto es lo que Dios quiere de nosotros y a esto nos envía, con la voz y la fuerza de su Evangelio al hacernos responsables los unos de los otros. María, como enseña mi predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica Marialis cultus (Nb 37) es también modelo, fiel cumplidora de la voluntad de Dios, para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, ni son víctimas de la “alienación”, como hoy se dice, sino que proclaman con ella que Dios es “vindicador de los humildes” y, si es el caso “depone del trono a los soberbios” para citar de nuevo el Magnificat (cf. Lc 1,51-53). Porque ella es así “tipo del perfecto discípulo de Cristo, que es artífice de la ciudad terrena y temporal, pero tiende al mismo tiempo a la celestial y eterna, que promueve la justicia, libera a los necesitados, pero sobre todo es testigo de aquel amor activo que construye a Cristo en las almas” (Marialis cultus, 37).

Esto es María Inmaculada para nosotros en este santuario de Zapopán. Esto es lo que hemos venido a aprender hoy de ella, a fin de que ella sea siempre para estos fieles de Guadalajara, para la nación mexicana y para toda América Latina, con su ser cristiano y católico, la verdadera “estrella de la Evangelización”.

5. Pero no quería acabar este coloquio sin añadir algunas palabras que considero importantes en el contexto de cuanto antes indicado.

Este santuario de Zapopán, y tantos otros diseminados por toda la geografía de México y América Latina, donde acuden anualmente millones de peregrinos con un profundo sentido de religiosidad, pueden y deben ser lugares privilegiados para el encuentro de una fe cada vez más purificada, que les conduzca a Cristo.

Para ello será necesario cuidar con gran atención y celo la pastoral en los santuarios marianos, mediante una liturgia apropiada y viva, mediante la predicación asidua y de sólida catequesis, mediante la preocupación por el ministerio del sacramento de la penitencia y la depuración prudente de eventuales formas de religiosidad que presenten elementos menos adecuados.

Hay que aprovechar pastoralmente estas ocasiones, acaso esporádicas, del encuentro con almas que no siempre son fieles a todo el programa de una vida cristiana, pero que acuden guiadas por una visión a veces incompleta de la fe, para tratar de conducirlas al centro de toda piedad sólida, Cristo Jesús, Hijo de Dios Salvador.

De este modo la religiosidad popular se irá perfeccionando, cuando sea necesario, y la devoción mariana adquirirá su pleno significado en una orientación trinitaria, cristocéntrica y eclesial, como tan acertadamente enseña la Exhortación Apostólica Marialis cultus (Nb 25-27).

A los sacerdotes encargados de los santuarios, a los que hasta ellos conducen peregrinaciones, les invito a reflexionar maduramente acerca del gran bien que pueden hacer a los fieles, si saben poner en obra un sistema de evangelización apropiado.

42 No desaprovechéis ninguna ocasión de predicar a Cristo, de esclarecer la fe del pueblo, de robustecerla, ayudándolo en su camino hacia la Trinidad Santa. Sea María el camino. A ello os ayude la Virgen Inmaculada de Zapopán. Así sea.



FESTIVIDAD DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO



Basílica de San Pedro

Viernes 2 de febrero de 1979



1. «Lumen ad revelationem gentium: Luz para iluminación de las gentes».

La liturgia de la fiesta de hoy nos recuerda en primer lugar las palabras del Profeta Malaquías: «He aquí que entrará en su templo el Señor a quien buscáis..., he aquí que viene». De hecho estas palabras se hacen realidad en este momento: entra por primera vez en su templo el que es su Señor. Se trata del templo de la Antigua Alianza que constituía la preparación de la Nueva Alianza. Dios cierra esta Nueva Alianza con su pueblo en Aquel que «ha ungido y enviado al mundo», esto es, en su Hijo. El templo de la Antigua Alianza espera al Ungido, al Mesías. Esta espera es, por así decirlo; la razón de su existencia.

Y he aquí que entra. Llevado por las manos de María y José. Entra como un niño de 40 días para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan al templo como a tantos otros niños israelitas: el niño de padres pobres. Entra, pues, desapercibido y —casi en contraste con las palabras del Profeta Malaquías— nadie lo espera. «Deus absconditus: Dios escondido» (cf. Is Is 45,15). Oculto en su carne humana. nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén. Sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación.

Aunque todo parezca indicar que nadie lo espera en este momento, que nadie lo divisa, en realidad no es así. El anciano Simeón va al encuentro de María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia las palabras que son eco vivo de la profecía de Isaías: «Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de los pueblos: luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 29-32 cf. Is Is 2,2-5 Is 25,7).

Estas palabras son la síntesis de toda la espera, la síntesis de la Antigua Alianza. El hombre que las dice no habla por sí mismo. Es Profeta: habla desde lo profundo de la revelación y de la fe de Israel. Anuncia el final del Antiguo Testamento y el comienzo del Nuevo.

2. La luz.

Hoy la Iglesia bendice las candelas que dan luz. Estas candelas son al mismo tiempo símbolo de otra luz, de la luz que es precisamente Cristo. Comenzó a serlo desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, y el período de su enseñanza fue breve. Dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8,12). Cuando fue crucificado «se extendieron las tinieblas sobre la tierra» (Mt 27,45 y par.), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección.

¡La luz está con nosotros!

¿Qué ilumina?

43 Ilumina las tinieblas de las almas humanas, las tinieblas de la existencia. Es perenne e inmenso el esfuerzo del hombre para abrirse camino y llegar a la luz; luz de la conciencia y de la existencia. Cuántos años, a veces, dedica el hombre para aclararse a sí mismo cualquier hecho, para encontrar respuesta a una pregunta determinada. Y cuánto trabajo pesa sobre nosotros mismos, sobre cada uno de nosotros, para poder desvelar, a través de lo que hay en nosotros de "oscuro", tenebroso, a través de nuestro "yo peor", a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 1Jn 2,16), lo que es luminoso: el hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado; los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter. «Las tinieblas pasan y aparece ya la luz verdadera», escribe San Juan (1Jn 2,8).

Si preguntarnos qué es lo que ilumina esta luz reconocida por Simeón en el Niño de 40 días, he aquí la respuesta. Es la respuesta de la experiencia interior de tantos hombres que han decidido seguir esta luz. Es la respuesta de vuestra vida, mis queridos hermanos y hermanas, religiosos y religiosas, que participáis en la liturgia de esta festividad, teniendo en vuestras manos las velas encendidas. Es como un pregustar la vigilia pascual cuando la Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, llevando en alto la vela encendida cruzará los umbrales del templo cantando «Lumen Christi: Luz de Cristo». Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre. Individualmente y profundamente. y a la vez con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. Es el Maestro de nuestras vocaciones. Sin embrago, El, precisamente El, el único, ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo» (cf. Lc Lc 17,33 Gaudium et spes GS 24).

Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».

3. Por fin, Simeón dice a María. primero mirando a su Hijo: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción». Después, mirando a Ella misma: «Y una espada atravesará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35).

Este día es su fiesta: la fiesta de Jesucristo, a los 40 días de su vida, en el templo de Jerusalén según las prescripciones de la ley de Moisés (cf. Lc Lc 2 Lc Lc 22-24). Y es también la fiesta de Ella: de María. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos El es la luz de nuestras almas, la luz que ilumina las tinieblas de la conciencia y de la existencia humana, del entendimiento y del corazón.

Los pensamientos de muchos corazones se descubren cuando sus manos maternales llevan esta gran luz divina, cuando la acercan al hombre.

¡Ave, Tú que has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!

4. Finalmente, séame permitido hoy, al día siguiente de mi regreso de México, darte gracias, oh Virgen de Guadalupe, por esta Luz que es tu Hijo para los hijos e hijas de aquel país y también de toda América Latina. La III Conferencia General del Episcopado de aquel continente, iniciada solemnemente a tus pies, oh María, en el santuario de Guadalupe, está desarrollando sus trabajos en Puebla sobre el tema de la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, desde el 28 de enero, y se esfuerza para mostrar caminos por los que la luz de Cristo deba alcanzar a la generación contemporánea en aquel continente grande y prometedor.

Encomendamos a la oración tales trabajos, mirando hoy a Cristo en brazos de su Madre y escuchando las palabras de Simeón: Lumen ad revelationem gentium.



B. Juan Pablo II Homilías 37