B. Juan Pablo II Homilías 53


ESTACIÓN CUARESMAL EN SANTA SABINA



Miércoles de ceniza 28 de febrero de 1979



1. «Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno... Convertíos a Yavé, vuestro Dios» (Jl 2,12 Jl 2,13).

He aquí que hoy anunciamos la Cuaresma con las palabras del Profeta Joel, y la comenzarnos con toda la Iglesia. Anunciamos la Cuaresma del año del Señor 1979 con un rito que es aún más elocuente que las palabras del Profeta. La Iglesia bendice hoy la ceniza obtenida de las palmas bendecidas el Domingo de Ramos del año pasado, para imponerla sobre cada uno de nosotros. Inclinemos, pues, nuestras cabezas. y reconozcamos en el signo de la ceniza toda la verdad de las palabras dirigidas por Dios al primer hombre: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19).

¡Sí! Recordemos esta realidad, sobre todo, durante el tiempo de Cuaresma, al que nos introduce hoy la liturgia de la Iglesia. Es un "tiempo fuerte". En este período las verdades divinas deben hablar a nuestros corazones con una fuerza muy particular. Deben encontrarse con nuestra experiencia humana, con nuestra conciencia. La primera verdad proclamada hoy recuerda al hombre su caducidad, la muerte, que es el fin de la vida terrena para cada uno de nosotros. La Iglesia insiste mucho hoy sobre esta verdad, comprobada por la historia de cada hombre: Acuérdate de que "al polvo volverás". Acuérdate de que tu vida sobre la tierra tiene un límite.

2. Pero el mensaje del miércoles de ceniza no acaba aquí. Toda la liturgia de hoy advierte: Acuérdate de aquel límite; pero al mismo tiempo: ¡No te quedes en ese límite! La muerte no es sólo una necesidad "natural". La muerte es un misterio. Ciertamente, entramos en el tiempo particular en el que toda la Iglesia. más que nunca, quiere meditar sobre la muerte como misterio del hombre en Cristo. Cristo-Hijo de Dios aceptó la muerte como necesidad de la naturaleza, como parte inevitable de la suerte del hombre sobre la tierra. Jesucristo aceptó la muerte como consecuencia del pecado. Desde el principio, la muerte está unida al pecado: la muerte del cuerpo («al polvo volverás») y la muerte del espíritu humano a causa de la desobediencia a Dios, al Espíritu Santo. Jesucristo aceptó la muerte en señal de obediencia a Dios, para restituir al espíritu humano el don pleno del Espíritu Santo. Jesucristo aceptó la muerte para vencer al pecado. Jesucristo aceptó la muerte para vencer a la muerte en la esencia misma de su misterio perenne.

54 3. Por esto el mensaje del miércoles de ceniza se expresa con las palabras de San Pablo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios» (2Co 5,20-21).

¡Colaborad con El!

El significado del miércoles de ceniza no se limita a recordarnos la muerte y el pecado; es también una fuerte llamada a vencer el pecado, a convertirnos. Lo uno y lo otro expresan la colaboración con Cristo. ¡Durante la Cuaresma tenemos ante los ojos toda la "economía" divina de la gracia y de la salvación! En este tiempo de Cuaresma acordémonos de «no recibir en vano la gracia de Dios» (2Co 6,1).

Jesucristo mismo es la gracia más sublime de la Cuaresma. Es El mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio: de su palabra y de sus obras. Nos habla con la fuerza de su Getsemaní, del juicio ante Pilato, de la flagelación, de la coronación de espinas, del vía crucis, de su crucifixión, con todo aquello que puede conmover al corazón del hombre.

Toda la Iglesia desea estar particularmente unida a Cristo en este período cuaresmal, para que su predicación y su servicio sean aún más fecundos. «Este es el tiempo propicio, éste es el día de la salud» (2Co 6 2Co 2).

4. Vencido por la profundidad de la liturgia de hoy, te digo, pues, a Ti, Cristo, yo, Juan Pablo II, Obispo de Roma, con todos mis hermanos y hermanas en la única fe de tu Iglesia, con todos los hermanos y hermanas de la inmensa familia humana:

«Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu benignidad. / Por vuestra gran misericordia borra mi iniquidad. Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro / y renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu presencia / y no quites de mí tu santo espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, / sosténgame un espíritu generoso» (Ps 50).

«Entonces Yavé, encendido en celo por su tierra, perdonó a su pueblo» (Jl 2,18).

Amén.

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN BASILIO



Domingo 11 de marzo de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas:

55 1. En primer lugar, deseo salas claros a todos cordialmente. La visita a vuestra parroquia me da la posibilidad de formular este saludo de viva voz y de recibir también vuestra respuesta de viva voz. Este saludo y esta respuesta provienen de la conciencia de esa particular unidad que formamos en la Iglesia de Jesucristo, y especialmente en la diócesis de Roma. Saludándonos mutuamente, expresamos esta unidad que tiene un valor no sólo "organizativo". Vuestra parroquia, la parroquia de San Basilio es, no sólo una parte constitutiva de toda la diócesis de Roma, sino que se inserta auténticamente en esa unidad que es la Iglesia: hecha ilustre aquí, en Roma, por San Pedro y San Pablo, fue instituida por los Apóstoles de Cristo Señor y hunde las raíces de modo particular en el «fundamento» de nuestra salvación que es Cristo (cf. 1Co 3,10 1Co 3,11) y en la fe en El. Este fundamento es tal, que fuera de él no existe otro, y «nadie puede poner otro diverso sino el que está puesto» (1Co 3,11). «Porque uno es Dios, uno también es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (1Tm 2,5).

2. En el espíritu de esta unidad os presento mi saludo y recibo el vuestro, vuestra respuesta, que es una respuesta de fe, particularmente significativa en el tiempo de Cuaresma, en el que todos vivimos más a fondo la realidad misma de nuestro "crecer" sobre el fundamento de Jesucristo, de su pasión, muerte y resurrección. Aquí, en Roma, los indicios de este "crecer" a partir de Cristo son particularmente fuertes y elocuentes.

Con ocasión de este encuentro nuestro, saludo al cardenal Vicario, al obispo mons. Oscar Zanera, que en este período está realizando una visita pastoral más detenida y profunda a vuestra parroquia. Saludo a vuestros Pastores, los sacerdotes que trabajan en medio de vosotros, a las religiosas, a los diversos colaboradores pastorales, a todos los feligreses, también a los que hoy están ausentes, y en particular a quienes forman los diversos grupos de compromiso eclesial. Vosotros, todos juntos, podéis ofrecer un testimonio cristiano cada vez más luminoso en este querido barrio de la periferia de Roma, que necesita aún muchas intervenciones para mejorar el nivel de vida.

Deseo vivir hoy junto con todos vosotros, en este segundo domingo de Cuaresma, la gracia particular de este encuentro en la fe, que es la visita del Obispo a la parroquia.

3. Este es un encuentro en la fe, cuyo contenido nos precisa la Palabra de Dios en la liturgia de hoy. Contenido fuerte, profundo y esencial. Escuchando la Carta de San Pablo a los romanos, encontramos inmediatamente la realidad-clave de la fe. «Si Dios está por nosotros. ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con El todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica. ¿quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó. el que está a la diestra de Dios. es quien intercede por nosotros» (Rm 8,31-34).

¡Dios está con nosotros! ¡Dios con el hombre! Con la humanidad. La prueba única y completa de esto es y permanece siempre ésta: «no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros» (Rm 8,32).

Para poner más de relieve aún esta verdad, la liturgia hace referencia al libro del Génesis, al sacrificio de Isaac. Cuando Dios pidió a Abraham esta ofrenda, quería preparar en cierto modo la conciencia del pueblo elegido para el sacrificio que después realizaría su Hijo. Dios perdonó a Isaac y perdonó también el corazón de su padre Abraham. ¡«Pero no ha perdonado al propio Hijo»! Abraham fue «padre de nuestra fe», porque. con la disposición al sacrificio de su hijo Isaac, preanunció el sacrificio de Cristo, que constituye un momento-cumbre en los caminos de la fe de toda la humanidad. Todos somos conscientes de ello. Esta conciencia vivifica nuestras almas, particularmente durante la Cuaresma. Esta conciencia plasma nuestra vida cristiana desde las raíces más profundas. La plasma desde el principio al fin.

Dios está con nosotros a través de la cruz de su Hijo. Y ésta es también la fuente primera de nuestra fuerza espiritual. Cuando el Apóstol pregunta: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?», con esta pregunta abraza a todo y a todos los que puedan ser un peligro para nuestro espíritu, para nuestra salvación. «¿Quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está sentado a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros» (Rm 8,34).

De la fe en Cristo, en su cruz y resurrección, nace la esperanza. ¡Gran confianza! Sea ésta nuestra fuerza, particularmente en los momentos difíciles de la vida.

4. Mi pensamiento y mi palabra se dirigen de modo especial a todos los que se encuentran en dificultades de diverso género: a quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu; a quienes sufren pruebas de carácter social, como experiencias negativas en el trabajo, o malentendidos de familia: a los jóvenes que acaso están pasando un momento de crisis: a quienes afrontan con tesón dificultades de naturaleza pastoral, como la incomprensión o la tibieza ante los valores espirituales y la resistencia al Espíritu Santo en Cristo. Todos tienen derecho a esperar.

En el Evangelio de hoy encontramos una manifestación especial de la esperanza que nace de la fe en Jesucristo. Precisamente en el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos lee de nuevo el Evangelio de la Transfiguración del Señor. En efecto, este acontecimiento tuvo lugar a fin de preparar a los Apóstoles a las pruebas difíciles de Getsemaní, de la pasión, de la humillación de la flagelación, de la coronación de espinas, del vía crucis, del Calvario. En esta perspectiva Jesús quería demostrar a sus Apóstoles más íntimos el esplendor de la gloria que refulge en El, la que el Padre le confirma con la voz de lo alto, revelando su filiación divina y su misión: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: escuchadle» (Mt 17,5).

56 El esplendor de la gloria de la Transfiguración abraza casi toda la Antigua Alianza y llega a los ojos llenos de estupor de los Apóstoles, que se convertirían en maestros de esa fe que hace nacer la esperanza: de aquellos Apóstoles que deberían anunciar todo el misterio de Cristo.

«Señor, ¡qué bien estamos aquí!» (
Mt 17,4), exclaman Pedro, Santiago y Juan, como si quisieran decir: ¡Tú eres la encarnación de la esperanza que anhelan el alma y el cuerpo humanos! ¡Esperanza que es más fuerte que la cruz y que el Calvario! Esperanza que disipa las tinieblas de nuestra existencia, del pecado y de la muerte.

¡Qué bien estamos aquí: contigo!

Sea vuestra parroquia, y cada vez lo sea más, el lugar, la comunidad donde los hombres, profundizando por medio de la fe en el misterio de Cristo, adquieran más confianza, más conciencia del valor y del sentido de la vida, y repitan a Cristo: «¡Qué bien estamos aquí!»: contigo. Aquí, en este templo. Ante este tabernáculo. Y no sólo aquí, sino acaso en una cama de hospital; acaso en los puestos de trabajo; a la mesa en la comunidad de la familia. En todas partes.

En el próximo mes de octubre tendrá lugar en vuestra parroquia la misión. Se trata de un don especial del Señor en este año en que se celebra el 25 aniversario de la fundación de vuestra comunidad parroquial. Numerosos padres capuchinos, otros grupos de religiosos y laicos, junto con los sacerdotes de la parroquia, tratarán de ponerse en contacto personal con todos los fieles, para proclamar el mensaje de Jesús en su pureza y para ayudar a cada uno de vosotros a realizarlo plenamente en la propia vida de cada día, con generosidad, con diligencia, con entusiasmo. Bastantes almas contemplativas oran ya y se sacrifican por esta maravillosa iniciativa espiritual, que, no dudo, traerá abundantes frutos de gracia. También yo uno mi oración al Señor para que todos los miembros de esta parroquia respondan con plena disponibilidad a la invitación misteriosa del Espíritu Santo, que hará sentir su llamada apremiante a vivir una vida verdaderamente nueva en Cristo, transfigurados en El.

FUNERAL DEL CARDENAL JEAN VILLOT, SECRETARIO DE ESTADO



Martes 13 de marzo de 1979



Queridísimos hermanos e hijos:

1. Estamos aquí reunidos en torno al féretro de nuestro hermano. Se ha ido así inesperadamente. Apenas hace una semana era difícil pensar que habría de dejarnos, que su hora estuviese tan cercana. Era difícil pensarlo. Parecía aún lleno de vida y de fuerzas —claro está, en la medida de su edad—, pero parecía lleno... Nos sentimos muy apenados cuando supimos por los médicos que, a pesar de estas apariencias, el organismo estaba agotado e indefenso.

Nos ha dejado. Lo ha llamado el Señor de la vida. "Dios para quien todo vive...".

En este momento, ante su féretro, nos unimos en torno al altar. Celebramos el Santísimo Sacrificio. Nosotros que hemos vivido cada día tan cercanos a él. Nuestra liturgia presente, esta concelebración es, en cierto sentido, una continuación de todos los días pasados con él, de todos los encuentros, de las conversaciones, de la colaboración.

2. Los cardenales y yo recodarnos bien todavía cuanto él, como Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, nos dijo en dos circunstancias solemnes, durante la celebración de la Misa votiva del Espíritu Santo pro eligendo Summo Pontifice. Dos veces: primero, después de la muerte del Papa Pablo VI y, luego, transcurridas apenas pocas semanas, después de la muerte del Papa Juan Pablo I. Habló aquí, en este mismo lugar. Recordemos lo que él decía:

57 «En este momento importante y delicado, padres eminentísimos, la sagrada liturgia nos reúne a todos y nos hace orar por la elección del Papa, a la que vamos a proceder con la ayuda del Señor. Sabemos que, según su inefable promesa, Jesús está en medio de nosotros... Viene espontáneamente el pensamiento, padres eminentísimos, de que Jesús se dirige de forma particular a nosotros en esta hora solemne del Cónclave, como lo hizo con los Apóstoles reunidos en el Cenáculo; de que fija su mirada en nuestros ojos, en cada uno de nosotros, pidiéndonos correspondencia total (dentro de los límites, claro está, de nuestra debilidad humana) a su voluntad, a su amor preveniente, mediante una unión más profunda con El, una caridad fraterna más auténtica entre nosotros, y sobre todo una fidelidad de convencidos en la realización de la tarea que nos ha sido encomendada».

Y de nuevo el 14 de octubre siguiente, comentando la palabra de Jesús: «Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (
Jn 15,13), él observaba: «Reflexionemos, hermanos, que la vida, todos nosotros —ciertamente— pero de modo especialísimo el que elegiremos, tenemos que darla por la multitud de los redimidos "para que se hagan amigos de Cristo". Toda la misión mística de la Iglesia está encerrada en este concepto; y dado que Dios se sirve de los hombres como instrumentos ordinarios, claramente se ve qué espíritu debe animar a los que El escoge para ejercitar una función de Pastor y de Guía, y dar a conocer por vez primera el mensaje evangélico. Nosotros mismos, que con todas nuestras imperfecciones queremos considerarnos amigos suyos, lo seremos sólo y exclusivamente en virtud de su muerte».

Preparó dos veces el Cónclave juntamente con todo el Colegio de Cardenales. Fue Secretario de Estado del Papa Pablo VI, y a continuación de Juan Pablo I. Después de mi elección, él manifestó su propia disponibilidad para dejar este cargo. Pero le pedí que permaneciera al menos por algún tiempo, y se quedó. Ha servido a la Iglesia con su experiencia, con su consejo, con su competencia. Por esto le estoy agradecido. Y no puedo menos de expresar mi pesar porque esta cooperación se haya interrumpido de improviso.

3. En este momento es difícil considerar toda la vida del difunto. Nuestros encuentros frecuentes arrancan del tiempo del Concilio Vaticano II, en el que fue muy activo en su calidad de subsecretario. A raíz de la muerte de su predecesor, fue llamado a la sede arzobispal de Lión, e ingresó además en el Colegio de Cardenales. Después del Concilio le fue dirigida la invitación para entrar al servicio directo de la Santa Sede como Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero. En mayo de 1969 el Papa Pablo VI lo llamó a la función de Secretario de Estado.

Llevó a este puesto-clave la experiencia pastoral de obispo, y antes aún la de sacerdote, madurada en largos años de servicio a la Iglesia en Francia, que se gloría con el título de "hija primogénita de la Iglesia universal".

Los biógrafos nos mostrarán en el futuro la vida y la obra del cardenal Jean Villot en toda su plenitud. Hoy nos sea permitido repetir sólo las palabras del Evangelio: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor; si alguno me sirve, mi Padre le honrará» (Jn 12,26). Precisamente así. Sólo esto es lo único importante, más aún, esto es lo esencial. Ha seguido a Cristo. Fue siempre allá adonde le llamó. Ha servido. La medida de toda su vida está en este servicio.

4. La medida de la vida. Sí. Esta vida tiene ya su medida. Ya se ha cumplido, ha llegado a su término. Nosotros nos encontrarnos en presencia de este cumplimiento. Y en esto consiste la grandeza del momento que ahora vivimos; la dignidad de este encuentro en el que se cumplen para nuestro hermano las palabras del Señor: «Si el grano de trigo cae en tierra... y muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,24). Sólo entonces. Cuando muere... Es preciso morir para que la vida del hombre dé fruto pleno. Ha llegado la hora en que la vida del cardenal Jean Villot puede producir su fruto pleno en Dios. Nunca la vida del hombre, en sus dimensiones terrestres, puede dar fruto semejante; y es un fruto que supera la vida, exclamando: «Yo sé que mi Redentor vive», así como exclamó Job en su prueba (cf. Job Jb 19,25).

5. La muerte es siempre la experiencia última del hombre, y es inevitable. Una experiencia difícil, frente a la cual el alma humana siente miedo. ¿No dijo el mismo Cristo: «Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?». Y añadió enseguida: «¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27-28)?

¡Padre, glorifica!

¡Queda aquel último grito del alma, tan contrastante con la experiencia de la muerte, con la experiencia de la destrucción del cuerpo, en el que «la creación entera hasta ahora gime y sufre» (Rm 8,22)! Sin embargo, gimiendo y sufriendo los dolores de la muerte, no deja de esperar «con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios» (ib., 8, 19). Y sabemos «que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (ib., 8, 18).

También nosotros, pues, ante este féretro, en el espíritu de la particular comunión que nos unía, demos expresión a estos deseos:

58 ¡Padre, perdona! ¡Padre, absuelve! ¡Padre, purifica! Purifica en la medida de la santidad de tu rostro.

Y finalmente: ¡Padre, glorifica!

Con esta humildad, pero al mismo tiempo con todo el realismo de nuestra fe y esperanza, elevamos esta plegaria junto al féretro de nuestro hermano, cardenal Jean Villot, Secretario de Estado.

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN JOSÉ

EN EL BARRIO "FORTE BOCCEA"



Domingo 18 de marzo de 1979



1. «La casa de mi Padre».

Hoy Cristo pronuncia estas palabras en el umbral del templo de Jerusalén.

Se presenta sobre este umbral para "reivindicar" frente a los hombres la casa de su Padre, para reclamar sus derechos sobre esta casa. Los hombres hicieron de ella una plaza de mercado. Cristo los reprende severamente; se pone decididamente contra tales desviaciones. El celo por la casa de Dios lo devora (cf. Jn Jn 2,17), por esto El no duda en exponerse a la malevolencia de los ancianos del pueblo judío y de todos los que son responsables de lo que se ha hecho contra la casa de su Padre, contra el templo.

Es memorable este acontecimiento. Memorable la escena. Cristo, con las palabras de su ira santa, ha inscrito profundamente en la tradición de la Iglesia la ley de la santidad de la casa de Dios. Pronunciando esas palabras misteriosas que se referían al templo de su cuerpo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19), Jesús ha consagrado de una sola vez todos los templos del Pueblo de Dios. Estas palabras adquieren una riqueza de significado totalmente particular en el tiempo de Cuaresma cuando, meditando la pasión de Cristo y su muerte —destrucción del templo de su cuerpo—, nos preparamos a la solemnidad de la Pascua, esto es, al momento en que Jesús se nos revelará todavía en el templo mismo de su cuerpo, levantado de nuevo por el poder de Dios, que quiere construir en él, de generación en generación, el edificio espiritual de la nueva fe, esperanza y caridad.

2. Vengo hoy a la parroquia de San José y deseo expresar a todos vosotros aquí presentes, junto con un saludo cordial, mi profunda alegría porque también este barrio tiene su templo, su casa de Dios.

No lo tuvo enseguida, en el momento de la erección canónica de la parroquia, realizada el 19 de junio de 1961. Debieron pasar algunos años antes de que se pudiera llegar, exactamente el 18 de mayo de 1970, a la consagración e inauguración del nuevo templo, de esta iglesia vuestra, que ahora, con su airosa nave, se eleva hacia el cielo para cantar la gloria de Dios.

Quiero decir una palabra cordial de aplauso al párroco y a los sacerdotes josefinos, a quienes está confiada la parroquia. Ellos terminan este año las celebraciones con motivo del primer centenario de la fundación de su benemérita congregación, nacida del corazón apostólico del Venerable Giuseppe Marello, obispo de Asti. Esta nueva iglesia es un testimonio elocuente del celo y de la generosidad de sus hijos espirituales. Imagino fácilmente las fatigas y sacrificios, las renuncias que debe haber comportado para ellos llevar a término este edificio sagrado, tan acogedor, funcional y devoto, como también la terminación de los locales parroquiales adosados a él. Vaya a ellos mi alabanza y gratitud.

59 Extiendo, además, como es justo, la expresión de mi aprecio sincero a todos los fieles, sin cuya aportación constante y generosa ciertamente no habría sido posible llevar adelante, año tras año, hasta feliz término una empresa tan compleja y costosa.

Me es grato, por otra parte, aprovechar esta ocasión para manifestar al señor cardenal Vicario, aquí presente con nosotros, la gran estima que tengo por el interés que pone en la obra de la construcción de nuevas iglesias, esto es, en favorecer el surgir de una casa del Señor adecuada en los nuevos barrios que se van formando poco a poco. El edificio material, en el que se reúne el pueblo fiel para escuchar la Palabra de Dios y participar en la celebración de los misterios divinos, representa un coeficiente de importancia primaria para el crecimiento y la consolidación de esa comunidad de fe, esperanza y amor, que es la parroquia.

A este propósito también debo reservar una palabra de reconocimiento y gratitud al Excmo. obispo auxiliar mons. Remigio Ragonesi, a quien está confiado el sector Oeste de la diócesis, al que pertenece también vuestra parroquia. El va realizando con dedicación y celo admirables la visita pastoral de esta zona, y el objeto de su visita entre vosotros es percatarse del trabajo realizado, coordinar las iniciativas de apostolado, consolidar el consenso en el interior de la familia parroquial, despertar el sentido de responsabilidad en todos los fieles. Acoged, pues, sus enseñanzas y orientaciones con ánimo abierto y dócil.

He sabido con satisfacción que hay en el territorio de la parroquia nada menos que 14 institutos religiosos, entre ellos un monasterio de carmelitas de estricta observancia. A todas estas almas que siguen al Señor en la práctica de los consejos evangélicos, va el saludo del Papa, que cuenta mucho con su aportación a la vida de la comunidad. Sea cual fuere su inmediata finalidad específica —la educación de la juventud, la atención a los enfermos, la asistencia a los ancianos, la vida de contemplación y penitencia— siempre debe estar viva en sus ánimos la conciencia de la relación estrecha que media entre su compromiso institucional y la vida de la parroquia, ya que ésta es el lugar concreto en el que la Iglesia universal se hace, de modo más completo, visible y palpable para los habitantes de cada uno de los barrios.

No puede faltar, en este momento, una palabra de saludo y exhortación dirigida expresamente a los laicos, sobre todo a los que con disponibilidad generosa se unen a los Pastores para tomarse con ellos la responsabilidad de la evangelización. Hojeando la relación que se me ha presentado, he observado que en la parroquia se está realizando un programa intenso de catequesis, con encuentros bien distribuidos durante la semana, frecuentados por un gran número de muchachos y adultos. Dirijo a todos mi elogio al que añado el estímulo para continuar con constancia, gracias también al reclutamiento de nuevas fuerzas entre los jóvenes.

No me ha pasado inadvertida la presencia de otros numerosos grupos que se proponen animar cristianamente sectores importantes de la vida comunitaria, como el sector misionero, el familiar, el caritativo, el recreativo, el deportivo, etc. A todos un cordial "¡muy bien!" y la invitación apremiante a perseverar con impulso generoso, a pesar de las inevitables dificultades. Vosotros trabajáis por el Reino de Cristo, que es Reino de amor, de solidaridad, de paz, que es, por tanto, Reino hacia el que aspira el corazón de cada ser humano. Esta conciencia os conforte y os estimule en la participación eficaz de las distintas iniciativas pastorales promovidas por la parroquia.

3. El centro de todo este esfuerzo apostólico, de esta obra evangelizadora, es la casa de Dios, la casa del Padre. En torno a esta casa se han multiplicado las casas en que habitan los hombres, cada una de las familias. La importancia de la casa para la vida familiar es enorme. Inmensa. Fundamental. Muchas circunstancias condicionan el desarrollo correcto de la vida de una familia; pero entre ellas ciertamente ocupa el primer puesto la casa familiar.

Vosotros sabéis que sobre este tema: "Una casa para cada familia", la diócesis de Roma se ha comprometido a reflexionar en estos días de Cuaresma, con la intención de sensibilizar las conciencias de los fieles y de favorecer en cada uno y en la comunidad el asumir las oportunas decisiones aptas para contribuir a la solución justa de problema tan grave.

Es una acción que debe encontrar correspondencia responsable y generosa por parte de todos. Por lo demás, constituye justamente objeto de solicitud de las autoridades. Las casas se construyen para el hombre, para satisfacer sus necesidades fundamentales. No se puede alterar esta finalidad fundamental suya por otros fines o motivos. En una sociedad honestamente solidaria no pueden faltar casas para las familias de las que depende el futuro de esta misma sociedad.

Ni tampoco puede faltar la casa para Dios, para el Padre de los hombres y de las familias. No ocurra jamás que nuestra civilización ceda a la tentación: "Necesitamos casas, no necesitamos iglesias".

4. La casa es la morada del hombre. Es una condición necesaria para que el hombre pueda venir al mundo, crecer, desarrollarse, para que pueda trabajar, educar, y educarse, para que los hombres puedan constituir esa unión más profunda y más fundamental que se llama "familia".

60 Se construyen las casas para las familias. Después, las mismas familias se construyen en las casas sobre la verdad y el amor. El fundamento primero de esta construcción es la alianza matrimonial, que se expresa en las palabras del sacramento con las que el esposo y la esposa se prometen recíprocamente la unión, el amor, la fidelidad conyugal. Sobre este fundamento se apoya ese edificio espiritual, cuya construcción no puede cesar nunca. Los cónyuges, como padres, deben aplicar constantemente a la propia vida de constructores sabios, la medida de la unión, del amor, de la honestidad y de la fidelidad matrimonial. Deben renovar cada día esa promesa en sus corazones y a veces recordarla también con las palabras. Hoy, con ocasión de esta visita pastoral, yo les invito a hacerlo de modo particular, porque la visita pastoral debe servir para la renovación de ese templo que formamos todos en Cristo crucificado y resucitado. San Pablo dice que Cristo es "poder y sabiduría de Dios" (1Co 1,24). Sea El vuestro poder y vuestra sabiduría, queridos esposos y padres. Lo sea para todas las familias de esta parroquia. ¡No os privéis de este poder y de esta sabiduría! Consolidaos en ellos. Educad en ellos a vuestros hijos y no permitáis que este poder y esta sabiduría, que es Cristo, les sea quitado un día. Por ningún ambiente y por ninguna institución. No permitáis que alguien pueda destruir ese "templo" que vosotros construís en vuestros hijos. Este es vuestro deber, pero éste es también vuestro sacrosanto derecho. Y es un derecho que nadie puede violar sin cometer una arbitrariedad.

5. La familia está construida sobre la sabiduría y el poder del mismo Cristo, porque se apoya sobre un sacramento. Y está construida también y se construye constantemente sobre la ley divina, que no puede ser sustituida en modo alguno por cualquier otra ley. ¿Acaso puede un legislador humano abolir los mandamientos que nos recuerda hoy la lectura del Libro del Éxodo: «No matar, no cometer adulterio, no robar, no decir falsos testimonios» (Ex 20,13-16)? Todos sabemos de memoria el Decálogo. Los diez mandamientos constituyen la concatenación necesaria de la vida humana personal, familiar, social. Si falta esta concatenación, la vida del hombre se hace inhumana. Por esto el deber fundamental de la familia, y después de la escuela, y de todas las instituciones, es la educación y consolidación de la vida humana sobre el fundamento de esta ley, que a nadie es lícito violar.

Así estamos construyendo con Cristo el templo de la vida humana, en el que habita Dios. Construyamos en nosotros la casa del Padre. Que el celo por la construcción de esta casa constituya el núcleo de la vida de todos nosotros aquí presentes; de toda la parroquia de la que es Patrono San José, Esposo de María, Madre de Dios, Patrono de las familias, Protector del Hijo de Dios, Patrono de la Santa Iglesia. Mañana, 19 de marzo, celebraremos su solemnidad litúrgica. Continúe estando vuestra parroquia bajo su protección y se desarrolle como una familia de Dios.

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN CRUZ DE JERUSALÉN



Domingo 15 de marzo de 1979



1. Hoy viene el Papa a visitar la parroquia cuya iglesia lleva el título de Santa Cruz de Jerusalén y es una de las estaciones cuaresmales. Gracias a este hecho podemos referirnos a las tradiciones cuaresmales de Roma. Tales tradiciones, en las que participaba indirectamente toda la Iglesia católica, estaban unidas a cada uno de los santuarios de la antigua Roma, en los cuales cada día de Cuaresma se reunían fieles, clero y obispos. Visitaban con espíritu de penitencia los lugares santificados por la sangre de los mártires y por la memoria orante del Pueblo de Dios. Precisamente en el cuarto domingo de Cuaresma, la estación cuaresmal se celebraba en este santuario en el que nos encontramos ahora. Las circunstancias de la vida contemporánea, el gran desarrollo territorial de Roma exigen que durante la Cuaresma se visiten más bien las parroquias situadas en los barrios nuevos de la ciudad.

La liturgia dominical de hoy comienza con la palabra: Laetare: "¡Alégrate!", es decir, con la invitación a la alegría espiritual. Yo me alegro porque también en este domingo, se me ha concedido encontrarme en un lugar santificado por la tradición de tantas generaciones; en el santuario de la Santa Cruz, que hoy es estación cuaresmal y, al mismo tiempo, vuestra iglesia parroquial.

2. Vengo aquí para adorar en espíritu, junto con vosotros, el misterio de la cruz del Señor. Hacia este misterio nos orienta el coloquio de Cristo con Nicodemo, que volvemos a leer hoy en el Evangelio. Jesús tiene ante sí a un escriba, un perito en la Escritura, un miembro del Sanedrín y, al mismo tiempo, un hombre de buena voluntad. Por esto decide encaminarlo al misterio de la cruz. Recuerda, pues, en primer lugar, que Moisés levantó en el desierto la serpiente de bronce durante el camino de 40 años de Israel desde Egipto a la Tierra Prometida. Cuando alguno a quien había mordido la serpiente en el desierto, miraba aquel signo, quedaba con vida (cf. Núm Nb 21,4-9). Este signo, que era la serpiente de bronce, preanunciaba otra Elevación: «Es preciso —dice, desde luego, Jesús— que sea levantado el Hijo del hombre» —y aquí habla de la elevación sobre la cruz—«para que todo el que creyere en El tenga la vida eterna» (Jn 3,14-15). ¡La cruz: ya no sólo la figura que preanuncia, sino la Realidad misma de la salvación!

Y he aquí que Cristo explica hasta el fondo a su interlocutor, estupefacto pero al mismo tiempo pronto a escuchar y a continuar el coloquio, el significado de la cruz:

«Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16).

La cruz es una nueva revelación de Dios. Es la revelación definitiva. En el camino del pensamiento humano, en el camino del conocimiento de Dios, se realiza un vuelco radical. Nicodemo, el hombre noble y honesto, y al mismo tiempo discípulo y conocedor del Antiguo Testamento, debió sentir una sacudida interior. Para todo Israel Dios era sobre todo Majestad y Justicia. Era considerado como Juez que recompensa o castiga. Dios, de quien habla Jesús, es Dios que envía a su propio Hijo no «para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El» (Jn 3,17). Es Dios del amor, el Padre que no retrocede ante el sacrificio del Hijo para salvar al hombre.

3. San Pablo, con la mirada fija en la misma revelación de Dios, repite hoy por dos veces en la Carta a los efesios: «De gracia habéis sido salvados» (Ep 2 Ep 5). «De gracia habéis sido salvados por la fe» (Ep 2,8). Sin embargo, este Pablo, así como también Nicodemo, hasta su conversión fue el hombre de la Ley Antigua. En el camino de Damasco se le reveló Cristo y desde ese momento Pablo entendió de Dios lo que proclama hoy: «...Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo —de gracia habéis sido salvados—» (Ep 2,4-5).


B. Juan Pablo II Homilías 53