B. Juan Pablo II Homilías 69


DOMINGO DE RAMOS



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Plaza de San Pedro, 8 de abril de 1979



1. Durante la próxima semana, la liturgia quiere ser estrictamente obediente a la sucesión de los acontecimientos. Precisamente los acontecimientos, que se desarrollaron en Jerusalén hace poco menos de dos mil años, deciden que ésta sea la Semana Santa, la Semana de la Pasión del Señor.

El domingo de hoy permanece estrechamente unido con el acontecimiento que tuvo lugar cuando Jesús se acercó a Jerusalén para cumplir allí todo lo que había sido anunciado por los Profetas. Precisamente en este día los discípulos, por orden del Maestro, le llevaron un borriquillo, después de haber solicitado poderlo tomar prestado por cierto tiempo. Y Jesús se sentó sobre él para que se cumpliese también aquel detalle de los escritos proféticos. En efecto, así dice el Profeta Zacarías: "Alégrate sobremanera, hija de Sión, grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino de asna" (9, 9).

Entonces, también la gente que se trasladaba a Jerusalén con motivo de las fiestas —la gente que veía los hechos que Jesús realizaba y escuchaba sus palabras— manifestando la fe mesiánica que El había despertado, gritaba: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro Padre! ¡Hosanna en las alturas!" (Mc 11,9-10).

Nosotros repetimos estas palabras en cada Misa cuando se acerca el momento de la transustanciación.

2. Así, pues, en el camino hacia la Ciudad Santa, cerca de la entrada de Jerusalén, surge ante nosotros la escena del triunfo entusiasmante: "Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros cortaban follaje de los campos" (Mc 11,8).

El pueblo de Israel mira a Jesús con los ojos de la propia historia; ésta es la historia que llevaba al pueblo elegido, a través de todos los caminos de su espiritualidad, de su tradición, de su culto, precisamente hacia el Mesías. Al mismo tiempo, esta historia es difícil. El reino de David representa el punto culminante de la prosperidad y de la gloria terrestre del pueblo, que desde los tiempos de Abraham, varias veces, había encontrado su alianza con Dios-Yavé, pero también más de una vez la había roto.

Y ahora, ¿cerrará esta alianza de manera definitiva? ¿O acaso perderá de nuevo este hilo de la vocación, que ha marcado desde el comienzo el sentido de su historia?

Jesús entra en Jerusalén sobre un borriquillo que le habían prestado. La multitud parece estar más cercana al cumplimiento de la promesa de la que habían dependido tantas generaciones. Los gritos: "¡Hosanna!" "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!", parecían ser expresión del encuentro ahora ya cercano de los corazones humanos con la eterna Elección. En medio de esta alegría que precede a las solemnidades pascuales, Jesús está recogido y silencioso. Es plenamente consciente de que el encuentro de los corazones humanos con la eterna Elección no sucederá mediante los "hosannas", sino mediante la cruz.

Antes de que viniese a Jerusalén, acompañado por la multitud de sus paisanos, peregrinos para las fiestas de Pascua, otro lo había dado a conocer y había definido su puesto en medio de Israel. Fue precisamente Juan Bautista en el Jordán. Pero Juan, cuando vio a Jesús, al que esperaba, no gritó "hosanna", sino señalándolo con el dedo, dijo: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).

Jesús siente el grito de la multitud el día de su entrada en Jerusalén, pero su pensamiento está fijo en las palabras de Juan junto al Jordán: "He aquí el que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).

71 3. Hoy leemos la narración de la Pasión del Señor, según Marcos. En ella está la descripción completa de los acontecimientos que se irán sucediendo en el curso de esta semana. Y en cierto sentido, constituyen su programa.

Nos detenemos con recogimiento ante esta narración. Es difícil conocer estos sucesos de otro modo. Aunque los sepamos de memoria, siempre volvemos a escucharlos con el mismo recogimiento. Recuerdo con qué atención escuchaban los niños cuando siendo yo todavía joven sacerdote les contaba la Pasión del Señor. Era siempre una catequesis completamente distinta de las otras. La Iglesia, pues, no cesa de leer nuevamente la narración de la Pasión de Cristo, y desea que esta descripción permanezca en nuestra conciencia y en nuestro corazón. En esta semana estamos llamados a una solidaridad particular con Jesucristo: "Varón de dolores" (
Is 53,3).

4. Así, pues, junto a la figura de este Mesías, que el Israel de la Antigua Alianza esperaba y, más aún, que parecía haber alcanzado ya con la propia fe en el momento de la entrada en Jerusalén, la liturgia de hoy nos presenta al mismo tiempo otra figura. La descrita por los Profetas, de modo particular por Isaías:

«He dado mis espaldas a los que me herían... sabiendo que no sería confundido» (Is 50,6-7).

Cristo viene a Jerusalén para que se cumplan en El estas palabras, para realizar la figura del "Siervo de Yavé", mediante la cual el Profeta, ocho siglos antes, había revelado la intención de Dios. El "Siervo de Yavé": el Mesías, el descendiente de David, pero en quien se cumple el "hosanna" del pueblo, pero el que es sometido a la más terrible prueba:

«Búrlanse de mí cuantos me ven..., líbrele, sálvele, pues dice que le es grato» (Ps 21,8-9).

En cambio, no mediante la "liberación" del oprobio, sino precisamente mediante la obediencia hasta la muerte, mediante la cruz, debía realizarse el designio eterno del amor.

Y he aquí que habla ahora no ya el Profeta, sino el Apóstol, habla Pablo, en quien "la palabra de la cruz" ha encontrado un camino particular. Pablo, consciente del misterio de la redención, da testimonio de quien "existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo..., se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Ph 2,6-8).

He aquí la verdadera figura del Mesías, del Ungido, del hijo de Dios, del Siervo de Yavé. Jesús con esta figura entraba en Jerusalén, cuando los peregrinos, que lo acompañaban por el caminó, cantaban: "Hosanna". Y extendían sus mantos y los ramos de los árboles en el camino por el que pasaba.

5. Y nosotros hoy llevamos en nuestras manos los ramos de olivo.Sabernos que después estos ramos se secarán. Con su ceniza cubriremos nuestras cabezas el próximo año, para recordar que el Hijo de Dios, hecho hombre, aceptó la muerte humana para merecernos la Vida.





MISA CRISMAL



Basílica de San Pedro

72

Jueves Santo 12 de abril de 1979



1. Hoy, en el umbral de este triduo sagrado, deseamos profesar, de modo particular, nuestra fe en Cristo, en Aquel cuya pasión debemos renovar, en el espíritu de la Iglesia, para que todos dirijan "la mirada al que traspasaron" (Jn 19,37), y la generación actual de los habitantes de la tierra llore sobre El (cf. Lc Lc 23,27).

He aquí a Cristo: en el que viene Dios a la humanidad como Señor de la historia: "Yo soy el alfa y la omega..., el que es, el que era, el que viene" (Ap 1,8).

He aquí a Cristo "que me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20), Cristo que vino para obtenernos "con su propia sangre... una redención eterna" (He 9,12).

Cristo: el "Ungido", el Mesías.

Una vez, Israel, en la víspera de la liberación de la esclavitud de Egipto, signó las puertas de las casas con la sangre del cordero (cf. Ex Ex 12,1-14). He aquí que el Cordero de Dios está entre nosotros, Aquel a quien el mismo Padre ha ungido con poder y con el Espíritu Santo, y ha enviado al mundo (cf. Jn Jn 1,29 Ac 10,36-38).

Cristo: el "Ungido", el Mesías.

Durante estos días, con la fuerza de la unción del Espíritu Santo, con la fuerza de la plenitud de la santidad que hay en El, y sólo en El, clamará a Dios "con gran voz" (Lc 23,46), voz de humillación, de anonadamiento, de cruz: "Señor, fortaleza mía, mi roca, mi ciudadela, mi libertador; mi Dios, mi roca, a quien me acojo; mi escudo, mi fuerza salvadora, mi asilo" (Ps 17 [18], 2 y s.).

Así clamará por sí y por nosotros.

2. Celebramos hoy la liturgia del crisma, mediante el cual la Iglesia quiere renovar, en los umbrales de estos días santos, el signo de la fuerza del Espíritu que ha recibido de su Redentor y Esposo.

Esta fuerza del Espíritu: gracia y santidad, que hay en El, es participada, al precio de la pasión y muerte, por los hombres mediante los sacramentos de la fe. Así se construye continuamente el Pueblo de Dios, como enseña el Concilio Vaticano II: "...los fieles, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la • ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, con la abnegación y la caridad operante" (Lumen gentium LG 10).

73 Con este óleo sagrado, óleo de los catecúmenos, serán ungidos los catecúmenos durante el bautismo, para poder ser ungidos después con el santo crisma. Recibirán esta unción por segunda vez en el sacramento de la confirmación. La recibirán también —si fueren llamados a esto—. Durante la ordenación, los diáconos, presbíteros, obispos. En el sacramento de los enfermos, todos los enfermos recibirán la unción con el óleo de los enfermos (cf. Sant 5, 14).

Queremos preparar hoy a la Iglesia para el nuevo año de gracia, para la administración de los sacramentos de la fe, que tienen su centro en la Eucaristía. Todos los sacramentos, los que tienen el signo de la unción, y los que se administran sin este signo, como la penitencia y el matrimonio, significan una participación eficaz en la fuerza de Aquel a quien el mismo Padre había ungido y enviado al mundo (cf. Lc
Lc 4,18).

Celebramos hoy, Jueves Santo, la liturgia de esta fuerza, que alcanzó su plenitud en las debilidades del Viernes Santo, en los tormentos de su pasión y agonía, porque, mediante todo esto, Cristo nos ha merecido la gracia: "Con vosotros sean la gracia y la paz... de Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra" (Ap 1,4 Ap 1,5).

3. A través de su abandono en el Padre, a través de la obediencia hasta la muerte, nos ha hecho también "reyes y sacerdotes" (Ap 1,6).

Lo proclamó el día solemne en que compartió con los Apóstoles el pan y el vino, como su Cuerpo y Sangre para la salvación del mundo. Precisamente hoy estamos llamados a vivir este día: fiesta de los sacerdotes. Hoy hablan de nuevo a nuestros corazones los misterios del Cenáculo, donde Cristo, en la primera Eucaristía, dijo: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19), instituyendo así el sacramento del sacerdocio. Y he aquí que se cumplió lo que mucho tiempo antes- había dicho el Profeta Isaías: "Vosotros seréis llamados sacerdotes del Señor, y nombrados ministros de nuestro Dios" (Is 61,6).

Hoy sentimos el deseo vivísimo de encontrarnos junto al altar para esta concelebración eucarística y dar gracias por el don particular que el Señor nos ha conferido. Conscientes de la grandeza de esta gracia, deseamos además renovar las promesas que cada uno de nosotros hizo el día de la propia ordenación, poniéndolas en las manos del obispo. Al renovarlas, pidamos la gracia de la fidelidad y de la perseverancia. Pidamos también que la gracia de la vocación sacerdotal caiga sobre el terreno de muchas almas juveniles, y que allí eche raíces como semilla que da fruto centuplicado (cf. Lc Lc 8,8).

Como está previsto, hacen hoy lo mismo los obispos en sus catedrales en todo el mundo juntamente con los sacerdotes renuevan las promesas hechas el día de la ordenación. Unámonos a ellos más ardientemente aún mediante la fraternidad en la fe y en la vocación, que hemos sacado del cenáculo como herencia transmitida por los Apóstoles.

Perseveremos en esta gran comunidad sacerdotal, como siervos del Pueblo de Dios, como discípulos y amantes de los que se ha hecho obediente hasta la muerte, que no ha venido al mundo para ser servido, sino para servir (cf. Mt Mt 20,28).



MISA «IN CENA DOMINI»



Basílica de San Juan de Letrán

Jueves Santo 12 de abril de 1979



1. Ha llegado la "hora" de Jesús. Hora de su paso de este mundo al Padre. Comienza el triduo sacro. El misterio pascual, como cada año, se reviste de su aspecto litúrgico, comenzando por esta Misa, única durante el año, que lleva el nombre de "Cena del Señor".

74 Después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, "los amó hasta el fin" (Jn 13,1). La última Cena es precisamente testimonio del amor con que Cristo, Cordero de Dios, nos ha amado hasta el fin.

En esta tarde los hijos de Israel comían el cordero, según la prescripción antigua dada por Moisés en la víspera de la salida de la esclavitud de Egipto. Jesús hace lo mismo con los discípulos, fiel a la tradición, que era sólo la "sombra de los bienes futuros" (He 10,1), sólo la "figura" de la Nueva Alianza, de la nueva Ley.

2. ¿Qué significa "los amó hasta el fin"? Significa: hasta el cumplimiento que debía realizarse mañana, Viernes Santo. En este día se debía manifestar cuánto amó Dios al mundo, y cómo, en el amor, se ha llegado al límite extremo de la donación, esto es, al punto de "dar a su unigénito Hijo" (Jn 3,16). En ese día Cristo ha mostrado que no hay "amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15,13). El amor del Padre se reveló en la donación del Hijo. En la donación mediante la muerte.

El Jueves Santo, el día de la última Cena, es, en cierto sentido, el prólogo de esta donación; es la preparación última. Y en cierto modo lo que se cumplía en este día va ya más allá de tal donación. Precisamente el Jueves Santo, durante la última Cena, se manifestaba lo que quiere decir: "Amó hasta el fin".

En efecto, pensamos justamente que amar hasta el fin signifique hasta la muerte, hasta el último aliento. Sin embargo, la última Cena nos muestra que, para Jesús, "hasta el fin" significa más allá del último aliento. Mas allá de la muerte.

3. Este es precisamente el significado de la Eucaristía. La muerte no es su fin, sino su comienzo. La Eucaristía comienza en la muerte, como enseña San Pablo: "Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que El venga" (1Co 11,26).

La Eucaristía es fruto de esta muerte. La recuerda constantemente. La renueva de continuo. La significa siempre. La proclama. La muerte, que ha venido a ser principio de la nueva venida: de la resurrección a la parusía, "hasta que El venga". La muerte, que es "sustrato" de una nueva vida.

Amar "hasta el fin" significa, pues, para Cristo, amar mediante la muerte y más allá de la barrera de la muerte: ¡Amar hasta los extremos de la Eucaristía!

4. Precisamente Jesús ha amado así en esta última Cena. Ha amado a los "suyos" —a los que entonces estaban con El— y a todos los que debían heredar de ellos el misterio:

— Las palabras que ha pronunciado sobre el 'pan,

— las palabras que ha pronunciado sobre el cáliz, lleno de vino,

75 — las palabras que nosotros repetimos hoy con particular emoción y que repetimos siempre cuando celebramos la Eucaristía, ¡son precisamente la revelación del amor a través del cual, de una vez para siempre, para todos los tiempos y hasta el fin de los siglos, se ha repartido a Sí mismo!

Antes aún de darse a Sí mismo en la cruz, como "Cordero que quita los pecados del mundo", se ha repartido a Sí mismo como comida y bebida: pan y vino para que "tengamos vida y la tengamos en abundancia" (
Jn 10,10).

Así El "amó hasta el fin".

5. Por lo tanto, Jesús no dudó en arrodillarse delante de los Apóstoles para lavar sus pies. Cuando Simón Pedro se opone a ello, El le convenció para que le dejara hacer. Efectivamente, era una exigencia particular de la grandeza del momento Era necesario este lavatorio de los pies, esta purificación en orden a la comunión de la que habrían de participar desde aquel momento.

Era necesario. Cristo mismo sintió la necesidad de humillarse a los pies de sus discípulos: una humillación que nos dice tanto de El en ese momento. De ahora en adelante, distribuyéndose a Sí mismo en la comunión eucarística, ¿no se abajará continuamente al nivel de tantos corazones humanos? ¿No los servirá siempre de este modo?

"Eucaristía" significa "agradecimiento".

`"Eucaristía" significa también "servicio", el tenderse hacia el hombre: el servir a tantos corazones humanos.

"Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho" (Jn 13,15).

¡No podemos ser dispensadores de la Eucaristía, sino sirviendo!

6. Así, pues, es la última Cena. Cristo se prepara a irse a través de la muerte, y a través de la misma muerte se prepara a permanecer.

De esta forma la muerte se ha convertido en el fruto maduro del amor: nos amó "hasta el fin".

76 ¿No bastaría aun sólo el contexto de la última Cena para dar a Jesús el "derecho" de decirnos a todos: "Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15,12)?

VIGILIA PASCUAL



Basílica de San Pedro

Sábado Santo 14 de abril de 1979



1. La palabra "muerte" se pronuncia con un nudo en la garganta. Aunque la humanidad, durante tantas generaciones, se haya acostumbrado de algún modo a la realidad inevitable de la muerte, sin embargo resulta siempre desconcertante. La muerte de Cristo había penetrado profundamente en los corazones de sus más allegados, en la conciencia de toda Jerusalén. El silencio que surgió después de ella llenó la tarde del viernes y todo el día siguiente del sábado. En este día, según las prescripciones de los judíos, nadie se había trasladado al lugar de la sepultura. Las tres mujeres, de las que habla el Evangelio de hoy, recuerdan muy bien la pesada piedra con que habían cerrado la entrada del sepulcro. Esta piedra, en la que pensaban y de la que hablarían al día siguiente yendo al sepulcro, simboliza también el peso que había aplastado sus corazones. La piedra que había separado al Muerto de los vivos, la piedra límite de la vida, el peso de la muerte. Las mujeres, que al amanecer del día después del sábado van al sepulcro, no hablarán de la muerte, sino de la piedra. Al llegar al sitio, comprobarán que la piedra no cierra ya la entrada del sepulcro. Ha sido derribada. No encontrarán a Jesús en el sepulcro. ¡Lo han buscado en vano! "No está aquí; ha resucitado, según lo había dicho" (Mt 28,6). Deben volver a la ciudad y anunciar a los discípulos que El ha resucitado y que lo verán en Galilea. Las mujeres no son capaces de pronunciar una palabra. La noticia de la muerte se pronuncia en voz baja. Las palabras de la resurrección eran para ellas, desde luego, difíciles de comprender. Difíciles de repetir, tanto ha influido la realidad de la muerte en el pensamiento y en el corazón del hombre.

2. Desde aquella noche y más aún desde la mañana siguiente, los discípulos de Cristo han aprendido a pronunciar la palabra "resurrección". Y ha venido a ser la palabra más importante en su lenguaje, la palabra central, la palabra fundamental. Todo toma nuevamente origen de ella. Todo se confirma y se construye de nuevo: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor. ¡Sea nuestra alegría y nuestro gozo!" (Sal 117/118, 22-24).

Precisamente por esto la vigilia pascual —el día siguiente al Viernes Santo— no es ya sólo el día en que se pronuncia en voz baja la palabra "muerte", en el que se recuerdan los últimos momentos de la vida del Muerto: es el día de una gran espera. Es la Vigilia Pascual: el día y la noche de la espera del día que hizo el Señor.

El contenido litúrgico de la Vigilia se expresa mediante las distintas horas del breviario, para concentrarse después con toda su riqueza en esta liturgia de la noche, que alcanza su cumbre, después del período de Cuaresma, en el primer "Alleluia". ¡Alleluia: es el grito que expresa la alegría pascual!

La exclamación que resuena todavía en la mitad de la noche de la espera y lleva ya consigo la alegría de la mañana. Lleva consigo la certeza. de la resurrección. Lo que, en un primer momento, no han tenido la valentía de pronunciar ante el sepulcro los labios de las mujeres, o la boca de los Apóstoles, ahora la Iglesia, gracias a su testimonio, lo expresa con su Aleluya.

Este canto de alegría, cantado casi a media noche, nos anuncia el Día Grande. (En algunas lenguas eslavas, la Pascua se llama la "Noche Grande", después de la Noche Grande, llega el Día Grande: "Día hecho por el Señor").

3. Y he aquí que estarnos para ir al encuentro de este Día Grande con el fuego pascual encendido; en este fuego hemos encendido el cirio —luz de Cristo— y junto a él hemos proclamado la gloria de su resurrección en el canto del Exultet.A continuación, hemos penetrado, mediante una serie de lecturas, en el gran proceso de la creación, del mundo, del hombre, del Pueblo de Dios; hemos penetrado en la preparación del conjunto de lo creado en este Día Grande, en el día de la victoria del bien sobre el mal, de la Vida sobre la muerte. ¡No se puede captar el misterio de la resurrección sino volviendo a los orígenes y siguiendo, después, todo el desarrollo de la historia de la economía salvífica hasta ese momento! El momento en que las tres mujeres de Jerusalén, que se detuvieron en el umbral del sepulcro vacío, oyeron el mensaje de un joven vestido de blanco: "No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí" (Mc 16,5-6).

4. Ese gran momento no nos consiente permanecer fuera de nosotros mismos; nos obliga a entrar en nuestra propia humanidad. Cristo no sólo nos ha revelado la victoria de la vida sobre la muerte, sino que nos ha traído con su resurrección la nueva vida. Nos ha dado esta nueva vida.

77 He aquí cómo se expresa San Pablo: "¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte? Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6,3-4).

Las palabras "hemos sido bautizados en su muerte" dicen mucho. La muerte es el agua en la que se reconquista la vida: el agua "que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14). ¡Es necesario "sumergirse" en este agua; en esta muerte, para surgir después de ella como hombre nuevo, como nueva criatura, como ser nuevo, esto es, vivificado por la potencia de la resurrección de Cristo!

Este es el misterio del agua que esta noche bendecimos, que hacemos penetrar con la "luz de Cristo", que hacemos penetrar con la nueva vida: ¡es el símbolo de la potencia de la resurrección!

Este agua, en el sacramento del bautismo, se convierte en el signo de la victoria sobre Satanás, sobre el pecado; el signo de la victoria que Cristo ha traído mediante la cruz, mediante la muerte y que nos trae después a cada uno: "Nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado" (Rm 6,6).

5. Es pues la noche de la gran espera. Esperemos en la fe, esperemos con todo nuestro ser humano a Aquel que al despuntar el alba ha roto la tiranía de la muerte, y ha revelado la potencia divina de la Vida: El es nuestra esperanza.

SANTA MISA CON LOS NUEVOS DIÁCONOS



Capilla Paulina

Sábado 21 de abril de 1979



Muy queridos diáconos:

En la larga historia de la Iglesia de Roma no es raro ver diáconos unidos al Papa en su ministerio, ver a diáconos al lado del Papa. Me proporciona un gozo especial sentirme esta mañana rodeado de diáconos, pues nuestra relación —nuestra comunión eclesial— alcanza su expresión más alta en el Santo Sacrificio de la Misa

Nuestro gozo se ve aumentado —el vuestro y el mío— al tener aquí con nosotros a algunos padres y seres queridos vuestros. Todos hemos venido a celebrar el misterio pascual y a experimentar el amor de Jesús. El suyo es un amor de sacrificio, un amor que le movió a entregar la vida por su pueblo y tomarla de nuevo. Su amor de sacrificio se ha manifestado con gran generosidad en la vida de vuestros padres; por ello, es muy natural que ellos disfruten hoy de un momento excepcional de serenidad, satisfacción y sano orgullo.

Al conmemorar la resurrección del Señor Jesús, reflexionamos sobre sus distintas apariciones tal como las recuerda la lectura de los Hechos de los Apóstoles, la aparición a María Magdalena, a los dos discípulos, a los once Apóstoles. Renovamos nuestra fe, nuestra santa fe católica, y nos regocijamos y exultamos porque el Señor ha resucitado verdaderamente. ¡Aleluya! Hoy en día tenemos mucha mayor conciencia que anteriormente de lo que significa ser pueblo pascual y que nuestro canto sea el aleluya.

78 El acontecimiento pascual —la resurrección corporal de Cristo— impregna la vida de toda la Iglesia. Da a los cristianos de todos los lugares fuerza para cada circunstancia de la vida. Nos sensibiliza hacia la humanidad con todas sus limitaciones, sufrimientos y necesidades. La resurrección tiene inmenso poder de liberar, elevar, conseguir justicia, producir santidad y causar alegría.

Pero para vosotros, diáconos, hay un mensaje particular esta mañana. Por vuestra sagrada ordenación habéis sido vinculados de modo especial al Evangelio de Cristo resucitado. Se os ha encargado prestar un tipo especial de servicio, diaconía, en el nombre del Señor resucitado. En la ceremonia de ordenación el obispo dice a cada uno de vosotros: "Recibe el Evangelio de Cristo, del que ahora eres heraldo. Cree lo que lees, enseña lo que crees y practica lo que enseñas". De modo que estáis llamados a llevar las palabras de los Hechos de los Apóstoles en el corazón. En vuestra calidad de diáconos habéis llegado a quedar asociados con Pedro y Juan y todos los Apóstoles. Ayudáis en el ministerio apostólico y participáis en su proclamación. Como los Apóstoles, también vosotros os debéis sentir impulsados a proclamar la resurrección del Señor Jesús de palabra y con obras. También vosotros debéis experimentar la urgencia de hacer el bien, de rendir servicio en el nombre de Jesús crucificado y resucitado, de llevar la Palabra de Dios a la vida de su pueblo santo.

En la primera lectura de hoy oímos decir a los Apóstoles: "Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído". Y estáis llamados a proclamar con obediencia de fe y basados en su testimonio —basados en lo que ha sido transmitido en la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo— el gran misterio de Cristo resucitado que comunicó a todos sus hermanos, en el mismo acto de resucitar, la vida eterna, puesto que les comunicó su victoria sobre el pecado y la muerte. Recordad que los Apóstoles constituyeron un reto y un reproche para muchos cuando proclamaron la resurrección. Y se les conminó a que no siguieran hablando en el nombre de Jesús resucitado. Pero su respuesta fue inmediata y neta: "Juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a El".

Y en esta obediencia a Dios encontraron la plenitud suprema del gozo pascual.

Lo mismo es para vosotros, nuevos diáconos de este período pascual, en cuanto asociados a los obispos y sacerdotes de la Iglesia; vuestro discipulado tendrá estas dos características: obediencia y gozo. Las dos a su modo harán patente la autenticidad de vuestra vida. Vuestra capacidad para comunicar el Evangelio dependerá de vuestra adhesión a la fe de los Apóstoles. La eficiencia de vuestra diaconía se medirá por la fidelidad de vuestra obediencia al mandato de la Iglesia. Es Cristo resucitado quien os ha llamado y es su Iglesia la que os envía a proclamar el mensaje transmitido por los Apóstoles. Y es la Iglesia la que autentica vuestro ministerio. Estad seguros de que la misma potencia del Evangelio que proclamáis os colmará de la alegría más sublime posible: alegría de sacrificio, sí, pero alegría transformante por estar íntimamente asociados a Cristo resucitado en su misión triunfal de salvación. Todos los discípulos de Jesús, y vosotros diáconos a título especial, están llamados a difundir la inmensa alegría pascual experimentada por nuestra Madre bendita. Ante la resurrección de su Hijo vemos a María como Mater plena sanctae laetitiae, transformada en Causa nostrae laetitiae para nosotros.

Obediencia y gozo son, por tanto, expresiones auténticas de vuestro discipulado. Pero son también condición de la eficiencia de vuestro ministerio y, al mismo tiempo, dones de la gracia de Dios, efectos precisamente del misterio de la resurrección que proclamáis.

Queridos diáconos: Os hablo como a hijos, hermanos y amigos. Hoy es día de gozo especial. Pues que sea asimismo día de resoluciones especiales. En presencia del Papa, bajo la mirada de los Apóstoles Pedro y Pablo, en compañía de Esteban, siendo testigos vuestros padres y en comunión con la Iglesia universal, renovad otra vez vuestra consagración eclesial a Jesucristo, a quien servís y cuyo mensaje vivificador estáis llamados a transmitir en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder. Y sabed que con inmenso amor os repito a vosotros y a vuestros hermanos diáconos de toda la Iglesia, las palabras del Evangelio de esta mañana, las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: "Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura".

Esto es lo que significa vuestro ministerio. En esto consistirá vuestro grandioso servicio a la humanidad. Esta es vuestra respuesta al amor de Dios. Amén.



VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN PANCRACIO



Domingo 22 de abril de 1979



1. Hoy estamos sobre las huellas de la antiquísima tradición de la Iglesia, la del II domingo de Pascua, llamado in Albis, que está vinculado a la liturgia de la Pascua y, sobre todo, a la liturgia de la Vigilia Pascual. Esta Vigilia, como atestigua incluso su forma actual, representaba un día grande para los catecúmenos, que durante la noche pascual, por medio del bautismo, eran sepultados juntamente con Cristo en la muerte para poder caminar en una vida nueva, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre (cf. Rom Rm 6,4).

San Pablo ha presentado el misterio del bautismo en esta imagen sugestiva. Los catecúmenos recibían el bautismo precisamente durante la Vigilia Pascual, como hemos tenido la suerte de hacer también este año, cuando he conferido el bautismo a niños y adultos de Europa, Asia y África.

79 De este modo la noche que precede al domingo de la Resurrección se ha convertido realmente para ellos en "Pascua", es decir, el Paso del pecado, o sea, de la muerte del espíritu, a la Gracia; esto es, a la vida en el Espíritu Santo. Ha sido la noche de una verdadera resurrección en el Espíritu. Como signo de la gracia santificante, los neo-bautizados recibían, durante el bautismo, una vestidura blanca, que los distinguía durante toda la octava de Pascua. En este día del II domingo de Pascua, deponían tales vestidos; de donde el antiquísimo nombre de este día: domingo in Albis depositis.

Esta tradición en Roma está unida a la iglesia de San Pancracio. Precisamente aquí es hoy la estación litúrgica. Por esto tenemos la suerte de unir la visita pastoral de la parroquia a la tradición romana de la estación del domingo in Albis.

2. Hoy, pues, deseamos cantar juntos aquí la alegría de la resurrección del Señor, así como lo anuncia la liturgia de este domingo.

«Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia...
Este es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo» (
Ps 117 [118], 1, 24).

Deseamos también dar gracias por el inefable don de la fe, que ha descendido a nuestros corazones y se refuerza constantemente mediante el misterio de la resurrección del Señor. San Juan nos habla hoy de la grandeza de este don en las potentes palabras de su Carta: "Todo el engendrado de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?" (1Jn 5,4-5).

Nosotros, pues, damos gracias a Cristo resucitado con una gran alegría en el corazón, porque nos hace participar en su victoria. Al mismo tiempo, le suplicamos humildemente para que no cesemos nunca de ser partícipes, con la fe, de esta victoria: particularmente en los momentos difíciles y críticos, en los momentos de las desilusiones y de los sufrimientos,- cuando estamos expuestos a la tentación y a las pruebas. Sin embargo, sabemos lo que escribe San Pablo: "Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones" (2Tm 3,12). Y he aquí todavía las palabras de San Pedro: "...exultáis, aunque ahora tengáis que entristeceros un poco, en las diversas tentaciones, para que vuestra fe, probada, más preciosa que el oro, que se corrompe aunque acrisolado por el fuego, aparezca digna de alabanza, gloria y honor en la revelación de Jesucristo" (1P 1,6-7).

3. Los cristianos de las primeras generaciones de la Iglesia se preparaban para el bautismo largamente y a fondo. Este era el período del catecumenado, cuyas tradiciones se reflejan todavía en la liturgia de la Cuaresma. Estas tradiciones se vivían cuando los adultos se preparaban para el bautismo. A medida que se fue desarrollando la tradición del bautismo de los niños, el catecumenado en esta forma debía desaparecer. Los niños recibían el bautismo en la fe de la Iglesia, de la que era fiadora toda la comunidad cristiana (que hoy se llama "parroquia"), y ante todo lo era su propia familia. La liturgia renovada del bautismo de los niños pone ahora más de relieve este aspecto. Los padres, con los padrinos y madrinas, profesan la fe, hacen las promesas bautismales y asumen la responsabilidad de la educación cristiana de su niño.

De este modo, el catecumenado se traslada en cierta manera a un período posterior, al tiempo del progresivo crecer y convertirse en adultos; el bautizado, pues, debe adquirir de sus más allegados y en la comunidad parroquial de la Iglesia una conciencia viva de esa fe, de la que ya antes ha sido hecho partícipe mediante la gracia del bautismo. Es difícil llamar "catecumenado" a este proceso en el sentido primero y propio de la palabra. No obstante, es el equivalente del auténtico catecumenado y debe desarrollarse con la misma seriedad y el mismo celo que el que antes precedía al bautismo. En este punto convergen y se unen los deberes de la familia cristiana y de la parroquia. Es necesario que, en esta ocasión, nos demos cuenta de ello con una claridad y fuerza particular.

80 4. La parroquia, como comunidad fundamental del Pueblo de Dios y como parte orgánica de la Iglesia, en cierto sentido, tiene su origen en el sacramento del bautismo. En efecto, es la comunidad de los bautizados. Mediante cada bautismo, la parroquia participa de modo especial en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Todo su esfuerzo pastoral y apostólico mira a que todos los feligreses tengan conciencia del bautismo, para que perseveren en la gracia, esto es, en el estado de hijos de Dios, y gocen de los frutos del bautismo, tanto en la vida personal, como en la familiar y social. Por esto es particularmente necesaria la renovación de la conciencia del bautismo. En la vida de la parroquia es un valor fundamental emprender este catecumenado —que falta ahora en la preparación al bautismo— y realizarlo en las diversas etapas de la vida.

Precisamente en esto consiste la función de la catequesis, que debe extenderse no sólo al período de la escuela elemental, sino también a las escuelas superiores y a períodos ulteriores de la vida.

En particular es indispensable la catequesis sacramental como preparación a la primera comunión y a la confirmación; es de gran importancia la preparación al sacramento del matrimonio.

Además, el hombre bautizado, si quiere ser cristiano "con obras y de verdad", debe permanecer, en su existencia, constantemente fiel a la catequesis recibida: ella le dice, efectivamente, cómo debe comprender y actuar su cristianismo en los diversos momentos y ambientes de la vida profesional, social, cultural. Esta es la vasta tarea de la catequesis de los adultos.

Gracias a Dios, esta actividad se desarrolla ampliamente en la vida de la diócesis de Roma y de vuestra parroquia.

5. En efecto, estoy al corriente de las numerosas iniciativas de catequesis y de vida asociativa que las instituciones parroquiales desarrollan con la ayuda de numerosas familias religiosas, femeninas y masculinas, y de varios movimientos eclesiales. Una mención particular corresponde a los beneméritos padres carmelitas descalzos, que se dedican generosamente al progreso espiritual de esta parroquia de San Pancracio. La numerosa concurrencia que se ha concentrado hoy aquí es sólo un estímulo más para un incansable compromiso apostólico. Mi palabra, por tanto, se hace exhortación y aliento, tanto a los responsables parroquiales para que prosigan gozosamente en su servicio al Cuerpo de Cristo, como a todos los miembros de la comunidad, para que encuentren siempre y conscientemente en ella el lugar mejor para su crecimiento en la fe, en la esperanza y en el amor, para testimoniarlos al mundo.

6. En el domingo in Albis la liturgia de la Iglesia hace de nosotros testigos del encuentro de Cristo resucitado con los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén. La figura del Apóstol Tomás y el coloquio de Cristo con él atrae siempre nuestra atención particular. El Maestro resucitado le permite de modo singular reconocer las señales de su pasión y convencerse así de la realidad de la resurrección. Entonces Santo Tomás, que antes no quería creer, expresa su fe con las palabras: "Señor mío y Dios mío" (
Jn 20,28). Jesús le responde: "Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron" (Jn 20,29).

Mediante la experiencia de la Cuaresma, tocando en cierto sentido las señales de la pasión de Cristo, y mediante la solemnidad de su resurrección, se renueve y se refuerce nuestra fe, y también la fe de los que están desconfiados, tibios, indiferentes, alejados.

¡Y la bendición que el Resucitado pronunció en el coloquio con Tomás, "dichosos los que han creído", permanezca con todos nosotros!





B. Juan Pablo II Homilías 69