B. Juan Pablo II Homilías 88


IX CENTENARIO DEL MARTIRIO DE SAN ESTANISLAO



Iglesia de San Estanislao, Roma

Domingo 13 de mayo de 1979



1. "Permaneced...".

La palabra que más frecuentemente se repite en las lecturas del V domingo de Pascua es precisamente la palabra "permaneced". Con esta palabra Cristo resucitado, antes crucificado, nos invita a la unión con El. Nos presenta esta unión, haciendo referencia a una semejanza tomada del orden de la naturaleza. Los sarmientos permanecen en la vid y por eso dan fruto. No pueden darlo por sí mismos, si falta esa unión orgánica con la vid. Efectivamente, en tal caso, permanecen sólo sarmientos y ramas secas, que se recogen y se echan al fuego. Para que puedan servir de leña para arder. En cambio, mientras los sarmientos permanecen en la vid y sacan de ella el jugo vital, continúan siendo auténticos sarmientos. Constituyen una sola cosa con la vid, e incluso se definen juntamente con el mismo nombre "la vid". Merecen también cuidados diligentes por parte del dueño, del viñador. El mira atentamente cada vid y cada sarmiento. Si da fruto, "lo poda" para que dé todavía más fruto. Pero si no da fruto, lo corta para que no estorbe, y con su follaje infecundo no haga pesada a la vid.

He aquí la semejanza.

He aquí la imagen en que se expresa todo lo que debía ser dicho, para que los oyentes entendieran, primero: el misterio de la permanencia espiritual en Cristo, y después: el deber de dar frutos espirituales por el hecho de permanecer en El. Por esto el Maestro utiliza al mismo tiempo el lenguaje descriptivo, mostrando al sarmiento que permanece en la vid, y el normativo, dando un precepto; dice "permaneced en mí".

89 2. ¿En qué consiste este "permanecer" nuestro en Jesucristo? El mismo San Juan, que ha incluido la alegoría de la vid en su Evangelio, ofrece, como autor de la primera Carta, una respuesta a esta pregunta. "El que guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 3,24). Esta es la prueba. más evidente. El Apóstol parece como si dudara al responder al interrogante de si es posible determinar y comprobar, con la ayuda de algún criterio verificable, una realidad tan misteriosa como es el permanecer de Dios en el hombre y, gracias a esto, del hombre en Dios.Esta realidad es de naturaleza estrictamente espiritual. ¿Es posible comprobar, certificar esta realidad? ¿Puede el hombre tener certeza de que sus obras son buenas, agradables a Dios y que sirven para su permanencia en el alma? ¿Puede el hombre tener certeza de que se halla en estado de gracia?

El Apóstol contesta a esta pregunta como si se respondiera a sí mismo y a la vez a nosotros: "Si el corazón no nos arguye, podemos acudir confiados a Dios" (1Jn 3,21), la confianza de que permanecemos en El y El en nosotros. Y si, en cambio, tenemos motivos de duda, podremos obtener seguridad interior y paz por el amor operante hacia Dios y hacia los hermanos, podremos "aquietar nuestros corazones ante El, porque si nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestro corazón es Dios, que todo lo conoce" (1Jn 3,19-20). Aun entonces no cesarnos de estar en el rayo de su amor, que puede transformar el estado de pecado en estado de gracia, y hacer nuevamente de nuestro corazón la morada del Dios viviente. Sólo es necesaria nuestra respuesta a su amor. El amor es principio de la Vida Divina de nuestras almas. El amor es la ley de nuestro permanecer en Cristo: del sarmiento en la vid.

Amemos, pues —escribe San Juan—, amemos "de obra y de verdad" (1Jn 3,18). Demuestre nuestro amor su verdad interior mediante los hechos. Defendámonos de las apariencias del amor, "...no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad. En eso conoceremos que somos de la verdad y aquietaremos nuestros corazones ante El" (1Jn 3,18-19). "Y nosotros conoceremos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos ha dado" (1Jn 3,24).

3. Nos reunimos hoy, queridos hermanos y hermanas, en la iglesia de San Estanislao en Roma, para comenzar el Jubileo del IX centenario del martirio del Patrono de Polonia. Al mismo tiempo se ha comenzado en Cracovia, conforme a la antiquísima tradición polaca: el 8 de mayo y el domingo que sigue inmediatamente a este día.

Todos los años esta solemnidad constituye la fiesta patronal de la Iglesia en Polonia, y se une estrechamente con la solemnidad de la Claramontana Reina de Polonia, el 3 de mayo, y la fiesta de San Wojciech (Adalberto) en Gniezno, el 23 de abril.

Este año, que en relación con el IX centenario de la muerte de San Estanislao, ha sido proclamado año jubilar, esta fiesta anual de Cracovia constituye el comienzo de las celebraciones religiosas, cuyo coronamiento tendrá lugar el domingo de Pentecóstes y de la Santísima Trinidad.

La acostumbrada reunión de los polacos en la iglesia romana de San Estanislao recuerda la importante iniciativa del Siervo de Dios, cardenal Stanislaw Hozjusz, obispo de Warmia, y uno de los Legados del Papa en el Concilio de Trento, que precisamente junto a esta iglesia fundó la residencia de San Estanislao. El cardenal, nacido en Cracovia, y por esto espiritualmente sensible al culto del Santo obispo y mártir, quiso designar con su nombre este lugar en Roma, como para recordar a los compatriotas de Polonia que, desde hace muchos siglos, permanecen en unión con la Sede de San Pedro y que deben continuar y permanecer en esta unión. Aquí, en esta residencia, acabó su vida en el año 1579 aquel gran hombre de Iglesia, amigo íntimo de San Carlos Borromeo, y después fue sepultado en la iglesia de Santa María "in Trastevere", esto es, en la que actualmente es la iglesia titular del cardenal primado de Polonia. El 400 aniversario de la muerte del cardenal Hozjusz, coincide con el Jubileo de San Estanislao de este año.

4. Queridos compatriotas. La elocuencia de los hechos es tal, que nos permite comprender de modo más adecuado y más profundo el Evangelio de la vid y los sarmientos del domingo de hoy. Nosotros permanecemos en unión con Cristo desde el tiempo del bautismo de Polonia, y esta unión espiritual encuentra su expresión visible en la unión con la Iglesia. En el año del aniversario de la muerte de San Estanislao debemos una gratitud particular a Dios, que aceptó el sacrificio del martirio y por este martirio fortaleció nuestra unión con Cristo viviente en la Iglesia. Y así como durante el milenio hemos cantado el Te Deum de agradecimiento por el don de la fe y del bautismo, nos conviene cantar este año el Te Deum para dar gracias por el reforzamiento de lo que ha tomado sus principios en el bautismo.

Y al mismo tiempo, meditando sobre la alegoría de la vid y los sarmientos, miramos a la figura del "Dueño" que cultiva la viña, que cuida con solicitud a cada uno de los sarmientos y en caso de necesidad los "poda" para que den más fruto. Comprendiendo más profundamente el significado de esta alegoría, oremos con ardor y humildemente cada uno por sí mismo y todos por todos, para que los sarmientos no se sequen y no se separen de Cristo, que es la Vid. Oremos para que las fuerzas de la irreligiosidad, las fuerzas de la muerte no sean más poderosas que las fuerzas de la vida, que las luces de la fe. Hemos encendido sobre Polonia y sobre los polacos en todo el mundo las luces del milenio. Esforcémonos todos para que no se apaguen. Que brillen así como brilla, después de 10 siglos, la cruz de Estanislao Szczepanow sobre el corazón y la conciencia de los polacos, señalándoles a Cristo, que jamás cesa de ser "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6) de los hombres y de las naciones.

Y ahora quiero añadir una palabra para los fieles de lengua italiana reunidos aquí.

Nos hemos congregado en esta iglesia romana de San Estanislao para comenzar el Jubileo del IX centenario del martirio del Patrono de Polonia, como sucede al mismo tiempo también en Cracovia. Mientras os doy las gracias, os invito también a participar con vuestro pensamiento y sobre todo con vuestra oración en esta gran solemnidad de los polacos. La iglesia de San Estanislao, en la que nos encontramos, representa ya de por sí un vínculo concreto entre la ciudad de Roma y mi tierra de origen, puesto que fue fundada por el cardenal polaco Stanislaw Hozjusz, natural de Cracovia y obispo de Warmia, Legado Pontificio en el Concilio de Trento, que murió en 1579, precisamente en la residencia aneja a este sagrado edificio.

90 Queridísimos: Hoy hemos leído en la Misa el Evangelio de la vid y los sarmientos. La Palabra de Jesús es para todos nosotros un estímulo a permanecer unidos al Señor, desunidos del cual estamos, en cambio, destinados a secarnos y morir. Polonia, desde los tiempos de su bautismo, permanece fielmente unida a Cristo y da expresión a este vínculo espiritual de fe y de amor mediante su inserción visible en la Iglesia. Pues bien, en el aniversario del martirio de San Estanislao, debemos dar gracias particularmente al Señor, que aceptó la ofrenda sacrificial de su vida, mediante la cual se reforzó nuestra unión a Cristo viviente en la Iglesia.

Por lo tanto, procuremos rezar juntos con humildad y ardor, para que no nos separemos nunca del Señor y para que las fuerzas de la fe y de la vida en el Señor no sucumban nunca a las de la incredulidad y de la muerte. Así sea.

¡Alabado sea Jesucristo!





CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS OBISPOS DE ITALIA



Capilla Sixtina

Martes 15 de mayo de 1979



Venerados y amadísimos hermanos del Episcopado italiano:

1. "No se turbe vuestro corazón" (Jn 14,1).

Cristo pronuncia estas palabras cuando debe dejar este mundo, puesto que dice: "Voy... y volveré" (Jn 14,2 Jn 14,3). Las pronuncia teniendo conciencia de que "viene el príncipe del mundo" (Jn 14,30), mientras El mismo deberá afrontar la prueba de la cruz. Mucho más que sus discípulos es consciente de lo que le sucederá, de cómo se desarrollarán los sucesos en los próximos días, y de cómo se desarrollará la historia de la Iglesia y del mundo. Sin embargo, pronuncia estas palabras que encierran en sí la llamada al coraje: "No se turbe vuestro corazón". Y como en contraste con todo aquello de lo que era profundamente consciente, hace que preceda a esta llamada un saludo de paz, de la seguridad de la paz: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14,27).

Como se ve, estamos en este magnífico ambiente pascual, casi siempre en el Cenáculo: allí donde la Iglesia, el día de Jueves Santo, recibió la Eucaristía, y allí donde, el día de Pentecostés, debía recibir al Espíritu de verdad. Estamos en los comienzos de la Iglesia.

2. Al mismo tiempo, entramos ya en su historia. Como en un calidoscopio pasan ante nosotros los acontecimientos que testimonian de qué modo las palabras, pronunciadas por Jesucristo en el Cenáculo, se realizan en la vida de la primera generación de los cristianos, que es la generación apostólica. En la liturgia de hoy, en efecto, nos encontramos sobre la huella del primer viaje misionero de San Pablo, que, perseguido por los judíos y amenazado de muerte, anuncia el Evangelio. En Listra, después de haberlo acosado a pedradas, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo dejaron sólo cuando lo creyeron muerto. Pablo, en cambio, se levanta y vuelve a la ciudad, para irse luego a Iconio y Antioquía. Por todas partes organiza la Iglesia "constituyó para ellos presbíteros en cada Iglesia" (cf. Act Ac 14,23). Considera las pruebas, que debe afrontar, como una cosa normal, porque no de otra manera, sino sólo por muchas pruebas debemos entrar en el reino de Dios (cf. Act Ac 14,22). En estas palabras percibimos como un eco de las palabras mismas que el Señor dirigió a los discípulos en el camino de Emaús: "¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?" (Lc 24,26).

Así con todas estas experiencias crece la Iglesia primitiva: crece mediante la fe que brota del anuncio del Evangelio predicado por los Apóstoles, sostenido por la oración y el ayuno; crece por el poder de la gracia misma de Dios. Y los que la construyen dan testimonio de ello.

91 3. El deber de todos nosotros que hoy aquí, en la Capilla Sixtina, celebramos juntos la Eucaristía, es servir para que la Iglesia crezca en nuestra época, crezca en estos tiempos difíciles; para que crezca también en medio de las contrariedades y de las amenazas; para que sepa recoger el fruto de las nuevas experiencias de esta tierra italiana, de este pueblo que, desde hace 2000 años, está tan profundamente ligado a la historia del Evangelio. a la Sede de San Pedro. de este pueblo, cuya historia está toda impregnada de modo excepcional por la influencia espiritual del cristianismo. Efectivamente, no es necesario explicar cuál es la posición de Roma y, por lo tanto, de Italia en el contexto de toda la Iglesia católica. Se trata de un privilegio, no ya debido a atribuciones de origen humano, ni mucho menos a usurpaciones de poder, sino que responde a un arcano designio del Señor, porque fue El mismo quien empujó hacia las playas italianas y al camino de Roma a sus Apóstoles Pedro y Pablo, para traeros el anuncio evangélico y confirmarlo con el sacrificio de su vida.

Por esto, en el momento importante de nuestro común servicio, me encuentro hoy con vosotros, venerables y queridos hermanos de cada una de las Iglesias de Italia, de una forma oficial, después de los encuentros numerosos y personales que he tenido con muchos de vosotros en los meses pasados. Os debo, ante todo, un saludo que se inspira conjuntamente en los sentimientos de deferencia y amistad para cada uno de vosotros y, además, en las razones mucho más elevadas de la fe y de la caridad. Y procurad —os lo ruego, queridísimos hermanos— llevar este saludo mío a los fieles de cada una de las Iglesias que os están confiadas.

Sois los obispos de la Iglesia de Dios que está en Italia; o mejor —por las bien conocidas razones geográficas, históricas y teológicas que, entrelazándose providencialmente, sitúan a Roma en el centro de Italia y a la vez del mundo católico— es preciso decir: Somos los obispos de esta Iglesia: todos juntos lo somos, vosotros y yo. Y esto en mí, llamado a Roma nullis meis meritis, sed sola dignationes misericordiae Domini, exige una particular conciencia de ser Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal, precisamente por ser Sucesor de Pedro en esta bendita Sede Romana; y repito, exige la consiguiente responsabilidad de deber pensar y actuar —en línea ciertamente con la sollicitudo omnium Ecclesiarum, de que hablaba San Pablo (
2Co 11,28)— con una atención y un cuidado singularísimo para el incremento de la vida espiritual y religiosa de esta sacra ciudad.

Y de aquí, por conexión natural o expansión, esta solicitud especial se extiende a las otras Iglesias contiguas a la de Roma: a las antiguas sedes suburbicarias, después a las Iglesias de la región del Lacio, luego a las comprendidas en el ámbito del antiguo Patrimonium Sancti Petri y, sucesivamente a todas las que hay en Italia. Precisamente el deber pastoral me impone promover la causa de la evangelización y estimular la vida eclesial en toda la península, con la aportación de una entrega plena, de un esfuerzo constante y humilde.

4. Obispo con vosotros y como vosotros de la Iglesia en Italia, no puedo ignorar los problemas particulares que se presentan en nuestros días, en el cuadro concreto de las circunstancias sociales, culturales y civiles, en las que vive todo el país. Os diré a este propósito que en el pasado marzo he podido leer la ponderada "introducción" que vuestro Presidente, el señor cardenal Antonio Poma, tuvo ante el Consejo permanente de la CEI, precisamente con miras a la presente XVI asamblea general. Hay que tener en cuenta —decía él— que "el ministerio de evangelización se realiza y madura en un tiempo determinado y en un terreno particular, que debemos conocer y valorar". Después he examinado el proyecto del documento pastoral sobre "Seminarios y vocaciones sacerdotales", que discutiréis estos días. Sé bien que dicho documento constituye el programa para el año 1979-80 y, al poner de relieve que lleva la misma fecha que mi reciente Carta a los sacerdotes, subrayo con placer su consonancia con lo que es para mí motivo de la más asidua atención.

Sin querer anticipar ahora conclusiones que deberán surgir, en cambio, de la reflexión de vuestra asamblea, me apremia manifestar, como a modo de adhesión personal, la más sentida felicitación por este trabajo. Me sugiere este sentimiento una serie de comprobaciones que contiene; por ejemplo, la coherencia del tema de las vocaciones sagradas y de los seminarios con los temas tratados en años precedentes, que tenían todos como eje central la evangelización, y el último de ellos se titulaba precisamente "Evangelización y ministerios"; además, la actualidad y la correspondencia del tema mismo con las exigencias del tiempo presente, en el que el descenso que se ha verificado desde hace quince años, está volviendo más agudo el problema del servicio asignado específicamente al sacerdocio ministerial en el ámbito del Pueblo de Dios.

Ahora, en el centro de nuestra asamblea eucarística, debemos examinar la cuestión vocacional en su exacta dimensión eclesiológica y cristológica y, sobre todo, debemos hacerla objeto de la más insistente invocación al "Dueño de la mies". Toda vocación sacerdotal, así como nace por llamada del Señor, así también está destinada al servicio de la Iglesia, y por lo tanto es necesario insertar en el interior de la Iglesia, estudiar y resolver el problema de la deseada primavera de vocaciones sagradas.Aun teniendo presentes las investigaciones socio-estadísticas, es necesario convencerse de que este problema está vinculado muy estrechamente con la pastoral ordinaria. La vocación dice relación, ante todo, a la vida de la parroquia cuyo influjo tiene para ella una importancia fundamental, bajo los más diversos aspectos: los de la animación litúrgica, del espíritu comunitario, de la validez del testimonio cristiano, del ejemplo personal del párroco y de los sacerdotes colaboradores suyos. Pero tiene una relación totalmente particular con la vida de la familia: donde hay una pastoral familiar eficaz e inteligente, lo mismo que es normal acoger la vida como don de Dios, así es más fácil que se oiga la voz de Dios y sea más generosa la acogida que allí encuentre. Relación especial tiene también con la pastoral de la juventud, porque es indudable que, si los jóvenes son acompañados, asistidos, educados en la fe por sacerdotes que viven dignamente su sacerdocio, será fácil individuar y descubrir a los que entre ellos son llamados y ayudarles a recorrer el camino que señale el Señor. Comprendéis, queridísimos hermanos, cuán necesaria es al respecto una gran movilización de las fuerzas apostólicas, partiendo de los ambientes fundamentales de la vida cristiana: las parroquias, las familias, las asociaciones y los grupos juveniles.

En cuanto al aspecto cristológico. para discernir bien la idoneidad y calidad de los llamados, es igualmente irrenunciable mirar a Cristo el Sacerdote Eterno, y tomar de El, de su ministerio, de su sacerdocio las medidas exactas y sacar las líneas genuinas del servicio presbiteral. Y sobre todo es indispensable el recurso a la oración: la debemos hacer sin cansarnos jamás, la debemos hacer también hoy, también ahora, de tal modo que, gracias a esta concelebración nuestra, se aumente en nosotros no sólo la conciencia del problema vocacional, sino también la certeza de la indefectible ayuda divina. Una vez más queremos y debemos orar con fervor "al dueño de la mies para que envíe obreros a su mies" (Mt 9,38 Lc 10,2). Será una oración hecha en el nombre de Cristo; por esto será oída y os ayudará poderosamente en el trabajo de profundización y reflexión que vais a dedicar a un tema tan grave y delicado.

5. Sé también, venerables hermanos, que dedicaréis en estos días vuestra atención a otros temas. También por ellos debo manifestaros mi aplauso y estima. Pienso en el hermoso texto del "Catecismo de los jóvenes", sobre el cual repito públicamente cuanto antes encargué se escribiera al Emmo. Presidente, que me entregó uno como obsequio anticipado: es un texto que se acredita por su sabiduría pastoral y por su experiencia pedagógica. Y tengo noticias del otro volumen que, con igual interés, se está preparando para los adultos. Pero, en relación al tema predominante, quiero poner de relieve cuán fundamental es el valor de la catequesis para despertar vocaciones: si la pastoral ordinaria encuentra en la catequesis una de sus formas más altas y uno de los medios más adecuados, se sigue de ahí que la catequesis, además de responder al fin general de la evangelización, podrá muy bien orientarse incluso al fin específico de las vocaciones. Debo, pues, repetir cuanto ya he dicho de la pastoral: es necesario dar un gran desarrollo a la catequesis de la juventud, como también a la catequesis de la familia. Este último tema se une directamente con el ya elegido para el próximo Sínodo de los Obispos. Sé que la CEI está ya mirando a esta Asamblea, que se reunirá el año próximo, y ha encauzado los necesarios estudios preliminares para poder ofrecer a los trabajos sinodales la siempre apreciable aportación de la Iglesia en Italia. También me alegro sinceramente de esto, con la convicción de que el tema de la familia y su misión en el mundo contemporáneo revista realmente un interés primordial.

Queda todavía el asunto del XX Congreso Eucarístico Nacional; al dar la noticia del mismo, diré que se ha pensado celebrarlo en 1983, para distanciarlo oportunamente del homónimo Congreso Internacional, que —como sabéis— se tendrá en Lourdes en 1981. A éstas y a otras —tal vez menos importantes— iniciativas va desde ahora mi interés, mi aportación y mi solidaridad.

6. Con estos pensamientos y con estos problemas entramos, venerados y queridos hermanos, en el asamblea anual de los Pastores de la Iglesia que está en Italia, desde los Alpes hasta Sicilia. Y escuchamos lo que nos dice el Señor, como dijo a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Recordemos que sus palabras eran de paz: "No se turbe vuestro corazón..." (Jn 14,1). Habéis oído que os dije: Me voy y después volveré (cf. Jn Jn 14,2 Jn Jn 14,3).

92 Repetirá la misma afirmación antes de la Ascensión: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28,20). Aceptamos estas palabras con gran fe. Cristo está realmente con nosotros y nos llama a la paz y a la fortaleza. El corazón humano puede turbarse de diversos modos: puede turbarse con el temor que paraliza las fuerzas interiores; pero también se puede turbar con ese temor que proviene de la solicitud por el gran bien, por la gran causa, el temor creativo, diría, que se manifiesta como sentido profundo de responsabilidad.

El Concilio Vaticano II, que nos ha propuesto una imagen tan real del mundo contemporáneo, ha llamado simultáneamente a toda la Iglesia a un profundo sentido de responsabilidad por el Evangelio, por la historia de la salvación humana. Sobre cada uno de nosotros gravita esta responsabilidad pastoral por los hermanos, por los compatriotas. Sobre el Sucesor de San Pedro a quien ha dicho Cristo: "confirma a tus hermanos" (Lc 22,32), esta responsabilidad pesa de modo especial, y yo la asumo con relación a la amadísima "Iglesia que está en Italia", en el vínculo de la unión colegial con vosotros, venerables y queridos hermanos.

Recordemos que la Iglesia es una comunidad del Pueblo de Dios. Nuestra responsabilidad pastoral por la Iglesia se realiza en la medida esencial por el hecho de que hacemos conscientes de su propia responsabilidad a todos los que Dios nos ha confiado y los educamos en esta responsabilidad para la Iglesia. y asumimos esta responsabilidad en comunión con ellos. El Episcopado italiano tiene esta tarea como la tienen, por lo demás, todos los Episcopados del mundo. Es necesario suscitar la conciencia de la responsabilidad de todo el Pueblo de Dios y compartirla con todos; es necesario hacer a cada uno consciente de los propios derechos y deberes en todos los campos de la vida cristiana individual, familiar, social y civil; es necesario desenterrar, por decirlo así, todos los grandes recursos de energía, que se encuentran en las almas de los cristianos contemporáneos e, indirectamente, en todos los hombres de buena voluntad.

"Confirma" (Lc 22,32) significa `"refuerza", "vuelve más fuerte": pero significa también esto: ayuda a encontrar de nuevo las fuentes de esta energía, que se hallan en los dos mil años del cristianismo en esta tierra: digo la energía de la que tiene necesidad igualmente todo el mundo contemporáneo. Y este "confirma" se apoya para todos nosotros, venerables y queridos hermanos, en el confide y en el confidite evangélicos (cf. Mt Mt 9,2 Jn 16,33). Es necesario tener confianza en Cristo, es necesario fiarse de Cristo, que ha vencido por medio de la cruz. ¡Debemos tener confianza! Y recemos a su Madre Santísima. para que nos enseñe a tener siempre esta confianza sin límite alguno. Amen



VISITA AL CEMENTERO POLACO DE MONTECASSINO


Montecassino, Italia

Viernes 18 de mayo de1979



1. «Venid y subamos al monte...» (Is 2,3 cf. Miq Is 4,2).

Escuchamos hoy esta invitación del Profeta y la volvemos a leer corno un imperativo interior: el imperativo de la conciencia y del corazón. El día 18 de mayo nos obliga moralmente a venir a este monte; a detenernos con la oración en los labios ante las tumbas de los soldados caídos aquí; a mirar los muros del monasterio que entonces —hace 35 años— fue reducido a ruinas; a recordar aquellos sucesos; a tratar de sacar de ellos una vez más una enseñanza para el futuro.

Caminamos aquí sobre las huellas de una gran batalla, una de aquellas que dieron el golpe decisivo a la última guerra en Europa, a la segunda guerra mundial. Esta guerra, en los años 1939-1945, en-volvió a casi todas las naciones y estados de nuestro continente, implicó también en su órbita a las potencias extra-europeas, manifestó las cumbres del heroísmo de los militares, pero descubrió también el peligroso rostro de la crueldad humana, dejó tras sí las huellas de los campos de exterminio, quitó la vida a millones de seres humanos, destruyó los frutos del trabajo de muchas generaciones. Es difícil enumerar todas las calamidades que con ella se abatieron sobre el hombre. descubriéndole —a su término— incluso la posibilidad, a través de los medios de la técnica más moderna de los armamentos, de un eventual aniquilamiento futuro en masa, frente al cual palidecen las destrucciones del pasado.

2. ¿Quién dirigió esta guerra? ¿Quién realizó la obra de destrucción? Los hombres y las naciones. Esta era una guerra de las naciones europeas a pesar de estar ligadas entre sí por tradiciones de una gran cultura: ciencia y arte profundamente arraigados en el pasado de la Europa cristiana. Los hombres y las naciones: ésta era su guerra; y, como fue suya la victoria y la derrota, así también les pertenecen los efectos de este conflicto.

¿Por qué combatieron unos contra otros, hombres y naciones? Ciertamente no los impulsaron a este terrible estrago fratricida las verdades del Evangelio y las tradiciones de la gran cultura cristiana. Se vieron envueltos en la guerra por la fuerza de un sistema que, en antítesis con el Evangelio y las tradiciones cristianas, había sido impuesto como programa a algunos pueblos con violencia despiadada, obligando al mismo tiempo, a los otros a oponer resistencia con las armas en la mano. Ese sistema sufrió una derrota definitiva en luchas gigantescas. El 18 de mayo fue una de las etapas decisivas de aquella derrota.

93 Encontrándonos en Montecassino en el 35 aniversario de aquel día, deseamos, a través de la evocación elocuente de aquella jornada, comprender ante Dios y ante la historia, el significado de toda la terrible experiencia de la segunda guerra mundial. Esto no es fácil; más aún, en cierto modo resulta imposible expresar en breves palabras lo que ha sido objeto de tantas investigaciones, estudios y monografías, y lo será ciertamente por mucho tiempo todavía. Toda nuestra generación sobrevivió a esta guerra, que ha pesado sobre su maduración y su desarrollo, pero continúa viviendo todavía en la órbita de las consecuencias de tal conflicto. No es fácil, pues, hablar de un problema que tiene una dimensión tan profunda en la vida de todos nosotros. De un problema aún vivo y ligado en cierto sentido a la sangre y al dolor de tantos corazones y de tantas naciones.

3. Sin embargo, si nos esforzamos por comprender este problema ante Dios y ante la historia, entonces más que cualquier ajuste de cuentas con el pasado, toman relieve las enseñanzas para el futuro. Estas se imponen con gran fuerza, desde el momento en que la historia no es sólo el gran polígono de los acontecimientos, sino también y sobre todo un libro abierto de esas mismas enseñanzas; es fuente de la sabiduría de la vida para los hombres y las naciones.

La lectura en este libro, tan dolorosamente abierto ante nosotros, nos conduce siempre a la oración ardiente, al grito ardoroso por la reconciliación y la paz. Hemos venido aquí sobre todo para orar por esto, y para gritar por esto a Dios y a los hombres. Pero, puesto que la paz sobre la tierra depende de la buena voluntad de los hombres, es difícil no reflexionar, al menos brevemente, en qué dirección deben orientarse todos los esfuerzos de las personas de buena voluntad —es necesario que lo sean todos— si queremos asegurar este gran bien de la paz y de la reconciliación para nosotros y para las generaciones futuras.

El Evangelio de hoy contrapone dos programas. Uno basado en el principio del odio, de la venganza y de la lucha. Otro en la ley del amor. Cristo dice: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen» (
Mt 5,44). Es una gran exigencia. Los que han sobrevivido a la guerra, que se encontraron con la ocupación, la crueldad, la violación más brutal de todos los derechos humanos, saben lo grave y difícil que resulta esta exigencia. Sin embargo, después de experiencias tan terribles como la última guerra, han venido a ser todavía más conscientes de que sobre el principio que dice: «Ojo por ojo v diente por diente» (Mt 5,38); sobre el principio del odio, de la venganza, de la lucha, no se puede construir la paz y la reconciliación entre los hombres y las naciones; sólo se pueden construir sobre el principio de la justicia y del amor recíproco. Y por esto fue ésta la conclusión que la Organización de las Naciones Unidas sacó de las experiencias de la segunda guerra mundial, proclamando «la Carta de los derechos del hombre». Sólo sobre la base del respeto pleno a los derechos del hombre y de las naciones —¡del respeto pleno!—, se puede construir en el futuro la paz y la reconciliación de Europa y del mundo.

4. Oremos, pues, en este lugar de gran batalla por la libertad y por la justicia, para que las palabras de la liturgia de hoy se encarnen en la vida.

Oremos a Dios, que es Padre de los hombres y de los pueblos, corno ora hoy el Profeta: «El nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas...

El juzgará a las gentes / y dictará sus amonestaciones a numerosos pueblos, / que de sus espadas harán rejas de arado, / y de sus lanzas. hoces. / No alzarán la espada gente contra gente, / ni se ejercitarán para la guerra...» (Is 2,3-4).

Recemos así, teniendo presente que no se trata ya de espadas o de lanzas, sino de las armas nucleares; de los medios de destrucción, que son capaces de reducir a la nada la tierra habitada por los hombres.

— Recordemos también que en Montecassino, el Papa Pablo VI proclamó en 1964, durante el Concilio Vaticano II, a San Benito Patrono de Europa, haciendo referencia a las tradiciones milenarias benedictinas de trabajo, oración y cultura...

— Recordemos, finalmente, que el lugar en que nos encontramos se ha vuelto fértil por la sangre de tantos héroes: ante su muerte por la gran causa de la libertad y de la paz hemos venido una vez más a inclinar la cabeza.

5. Queridos connacionales:

94 Momento especial éste en el que puedo participar con vosotros en el presente gran aniversario. Hace 35 años terminaba la batalla de Montecassino, una de las que decidían el destino de la última guerra. Para nosotros, que en aquel período soportábamos las horribles opresiones de la ocupación, para Polonia, que se encontraba en vísperas de la insurrección de Varsovia, aquella batalla fue una nueva confirmación de la voluntad inflexible de vivir, de la aspiración a la independencia de la patria, virtud que no nos ha abandonado ni siquiera un momento.

En Montecassino combatía el soldado polaco, aquí cayó, aquí derramó su sangre pensando en la patria, en esa patria que para nosotros es madre amada, precisamente porque su amor exige sacrificios y renuncias.

No me corresponde detenerme sobre el significado de la batalla en sí, sobre los afanes del soldado polaco por estas pendientes pedregosas. Los habitantes de este hermoso país de Italia recuerdan que el soldado polaco traía la liberación a su patria. Lo recuerdan con estima y amor. Nosotros sabemos que este soldado, en el mismo momento, iba por un largo y tortuoso camino «de la tierra italiana a Polonia», como en otro tiempo las legiones de Dabrowski.

Le guiaba la conciencia de una causa justa, ya que fue una causa justa y nunca dejará de serlo, el derecho de una nación a la existencia y a la existencia independiente, a la vida social, en el espíritu de las propias convicciones y tradiciones nacionales y religiosas, a la soberanía del propio país.

Este derecho del pueblo, violado durante más de cien años con la división, fue amenazado de nuevo en septiembre de 1939. Y así, durante todo ese período del 1 de septiembre hasta Montecassino, ese soldado iba por muchos caminos mirando a la divina Providencia y a la justicia de los tiempos, con los ojos puestos en la Madre de Jasna Góra. Iba y combatía de nuevo como las generaciones pasadas por «nuestra y vuestra libertad».

6. Hoy, encontrándonos aquí en Montecassino, quiero ser siervo y voz de este orden de la vida del hombre, social e internacional, que se construye sobre la justicia y el amor, según los consejos del Evangelio de Cristo.

Y precisamente por esto revivo con vosotros, sobre todo con los que combatíais aquí, el valor moral de esta batalla. Lo revivo con vosotros, queridos compatriotas, y al mismo tiempo con todos los que descansan aquí, vuestros compañeros de armas, con todos, comenzando por el comandante jefe y el obispo castrense, con todos hasta el más joven y simple soldado.

Muchas veces he caminado por este cementerio. He leído las inscripciones sobre las lápidas con la indicación del día y lugar de nacimiento de cada uno. Estas inscripciones reproducían en los ojos de mi alma los rasgos de mi patria, de esa patria en la que he nacido. Estas inscripciones de tantos lugares de la tierra polaca, de todas partes desde el Oriente al Occidente, desde el Sur al Norte, no cesan de gritar aquí, en el corazón de Europa, a los pies de la abadía que recuerda los tiempos de San Benito, no cesan de gritar lo mismo que gritaban los corazones de los soldados que combatieron aquí: Dios que guardas a Polonia por tantos siglos...

Inclinamos nuestras frentes ante los héroes.

Encomendamos sus almas a Dios.

Encomendamos a Dios, la Patria, Polonia, Europa, el Mundo.

B. Juan Pablo II Homilías 88