B. Juan Pablo II Homilías 374


VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA EN BARCELONA


Barcelona, 7 de noviembre de 1982



Queridos hermanos y hermanas:

1. Ens trovem reunits en aquest estadi per celebrar el dia del Senyor. Units al vostre Pastor i a tants germans de Barcelona i de molts altres indrets.

La segunda lectura de esta Misa, tomada de la Carta a los Hebreos, presenta la importancia del acto interno de ofrecimiento de Jesús al Padre. Lo realizó, por primera vez, al entrar en el mundo por la Encarnación; su ofrecimiento se refiere entonces a su futuro sacrificio redentor.

375 Manteniendo siempre ese ofrecimiento interno, da unidad de sentido a toda su vida terrena. El ofrecimiento acompañó los dolores y sufrimientos de la cruz, y les dio el valor redentor que sin ese acto de oblación no habrían tenido. Pero aun después de la resurrección y ascensión, la vida de Cristo sigue teniendo unidad de sentido, ya que también ahora Jesús sigue ofreciendo al Padre los dolores ya pretéritos de la pasión.

La epístola utiliza la liturgia veterotestamentaria del día de la expiación, como esquema explicativo del misterio redentor. En ella las víctimas inmoladas se quemaban fuera del campamento. También Cristo fue inmolado en el Calvario, entonces fuera de la ciudad. El Sumo Sacerdote entraba en el Sancta Sanctorum para ofrecer a Yahvé el sacrificio. También Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza, resucitó y subió a los cielos, para entrar así en el santuario celeste y presentar al Padre perennemente la sangre que un día derramó sobre la cruz.

Es el mismo Cristo que viene al altar, repitiendo su ofrecimiento al Padre por nosotros. La pequeñez de nuestros deseos de entrega a Cristo y de llevar una vida cristiana, tienen que ser puestos sobre el altar, para que queden unidos al ofrecimiento de Jesús. Nuestra humilde entrega —insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viudaMezonzo se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús.

¿Y en qué ha de consistir nuestra entrega a Cristo? De inmediato os digo que lo primero que el Papa y la Iglesia esperan de vosotros es que, frente a vuestra propia existencia, frente a la misma Iglesia, frente a la problemática humana actual, adoptéis actitudes verdaderamente cristianas.

2. Vuestra vida como seres humanos tiene ya en sí una grandeza y dignidad únicas. Ellas imponen una recta valoración, para vivirla en coherente respeto de las exigencias de verdad, de honestidad, de uso correcto del magnífico don divino de la libertad en todas sus dimensiones.

Pero esta realidad espléndida no puede encerrarse en esos solos horizontes, por más que no pueda prescindir de ellos. Ha de abrirse a la novedad que Cristo vino a traer al mundo, enseñando a cada hombre que es hijo de Dios, redimido con la sangre del mismo Cristo, coheredero con El, destinado a una meta trascendente.

Sería la mayor mutilación privar al hombre de esa perspectiva, que lo eleva a la dimensión más alta que puede tener. Y que, en consecuencia, le ofrece el cauce más apto para desplegar sus mejores energías y entusiasmo.

Como escribí en la Encíclica “Redemptor Hominis”: «Esta unión de Cristo en el hombre es en sí misma un misterio, del que nace “el hombre nuevo”, llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y la verdad. La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: “Dioles Dios poder de venir a ser hijos”».

Aquí se halla el fundamento del conocimiento en profundidad del valor de la propia existencia. El fundamento de nuestra identidad como cristianos. De ahí ha de derivar una actitud práctica coherente, hecha de estima hacia todo lo humano que sea bueno e informada eficazmente por la fe.

3. Para un cristiano es parte muy importante la relación que establece con la Iglesia. Relación que puede ir de un polémico rechazo, a la aceptación parcial; de una crítica sistemática, a la fidelidad madura y responsable.

Un primer planteamiento que se impone, para evitar confusiones o perspectivas falsas, es considerar a la Iglesia en su naturaleza verdadera: una sociedad de tipo espiritual y con fines espirituales, encarnada en los hombres de cada tiempo. Sin afán alguno de entrar en competencia con los poderes civiles, para ocuparse de los asuntos meramente materiales o políticos, que ella reconoce gustosamente no ser de su incumbencia. Sin renunciar tampoco a su misión, que es mandato recibido de Cristo, de formar en la fe la conciencia de sus fieles. Para que ellos, en su doble faceta de ciudadanos y fieles, contribuyan al bien en todas las esferas de la vida, de acuerdo con sus propias convicciones y con el debido respeto a las ajenas.

376 La Iglesia fundada por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles, misión continuada hoy en sus Sucesores, es sacramento universal de salvación, signo e instrumento de la gracia de Cristo en la que renacemos a vida nueva. Lo es por su figura visible, que recuerda a los hombres la presencia y acción divinas. Lo es por la predicación de la Palabra de Dios y la administración de los sacramentos, fuentes de salvación. Lo es a través de la vida de sus fieles, llamados a contribuir, cada uno según su condición, a extender el mensaje evangélico y hacer presente a Cristo en todos los ambientes de la sociedad.

De estas premisas deriva una actitud bien concreta para el cristiano. La Iglesia ha sido constituida por Cristo, y no podemos pretender hacerla según nuestros criterios personales. Tiene por voluntad de su Fundador una guía formada por el Sucesor de Pedro y de los Apóstoles: ello implica, por fidelidad a Cristo, fidelidad al Magisterio de la Iglesia.

Ella es Madre, en la que renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe ser amada. Ella es santa en su Fundador, medios y doctrina, pero formada por hombres pecadores; hay que contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, que no se logra con críticas corrosivas.

La Iglesia ofrece cada día la palabra de salvación y los sacramentos instituidos por Cristo y no depende de criterios de número o de moda; ello obliga al respeto a la voz de la Jerarquía, criterio y guía inmediatos en la fe. Ella está formada por todos nosotros, Pueblo de Dios; ello impone la colaboración responsable de cada cristiano o grupo, sus fuerzas, su capacidad vivencial, pero en leal escucha de los legítimos Pastores. Ella ama al hombre en su integridad, nada de lo humano de verdad le es indiferente; pero luchando por elevar al hombre, no olvida que su misión esencial propia es procurarle la salvación.

4. Frente a la problemática del mundo actual en el que vive inmerso, el cristiano no puede menos de adoptar una actitud que refleje el concepto que tiene de sí mismo, a la luz de su relación con la Iglesia.

Consciente de su deber de “dar un sentido más humano al hombre y a su historia”, el cristiano deberá estar en primera línea como testigo de la verdad, honestidad y justicia. Es la primera consecuencia del valor humanizador de la fe y del dinamismo creador de la misma.

Bien radicado en esa fe y desde una clara y valiente convicción evangélica, no dudará en asumir su parte de responsabilidad, para “instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales”. Nunca podrán olvidar los cristianos que deben ser “fermento y alma de la sociedad” y que en las tareas temporales “la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno”.

El hijo de la Iglesia ha de vivir la convicción de que ha de ser cristiano de la fidelidad a Cristo, para ser cristiano de la coherencia en el amor al hombre, en la defensa de sus derechos, en el compromiso por la justicia, en la solidaridad con cuantos buscan la verdad y elevación del hombre.

5. Estas actitudes comportan un profundo empeño y una gran capacidad de esfuerzo y valentía. Se abre ante los ojos del cristiano la necesidad de cambiar tantas cosas que son inadecuadas o injustas y que requieren la transformación desde dentro y desde fuera.

Pero hay un espejismo al que se puede sucumbir: querer cambiar la sociedad cambiando sólo las estructuras externas o buscando únicamente la satisfacción de las necesidades materiales del hombre. Y, en cambio, hay que empezar por cambiarse a sí mismo; por renovarse moralmente; por transformarse desde dentro, imitando a Cristo; por destruir las raíces del egoísmo y del pecado que anida en cada corazón. Personas transformadas colaboran eficazmente a transformar la sociedad.

6. Para vivir en esa actitud cristiana, el hijo de la Iglesia, que siente la propia debilidad y pecado, necesita un constante empeño de conversión y de retorno a las fuentes ideales que inspiran su conducta. Necesita un constante retorno a su conciencia y a Cristo. En su fe ha de hallar la fuerza y dinamismo para corregirse y confirmarse cada día en el bien. Sin abandonarse a esa pasividad resignada que serpea en tantos espíritus.

377 Un empeño de conversión que ha de ser personal y también comunitario. Capaz de orientar siempre hacia una mayor fidelidad a la propia condición cristiana y a superar, en metas más altas, los fallos o errores del pasado. Sin dejarse paralizar por ellos, en un inútil inmovilismo o sentimiento de culpabilidad. El fallo y el pecado anidan por desgracia en cada hombre, en cada sector humano u organismo compuesto por hombres, en la Iglesia y fuera de ella.

Pero Dios nos ayuda a renovarnos constantemente en su gracia y amor. La Palabra revelada, el ejemplo de Cristo, la gracia de los sacramentos son nuestros caminos de superación a través de la conversión.

7. Estas actitudes cristianas necesitan criterios y guías concretos que las orienten de modo seguro, evitando posibles desviaciones.

¿Queréis un criterio seguro, concreto, sistemático, que os guíe en el momento presente? Seguid la voz del Magisterio y sed fieles al Concilio de nuestro tiempo: el Vaticano II.

Sin reticencias, temores o resistencias, por una parte. Sin interpretaciones arbitrarias o confusiones de la enseñanza objetiva con las propias ideas, por otra. Arranque de ahí el camino de la necesaria unidad querida por Cristo.

Esa correcta aplicación de las enseñanzas conciliares constituye, como he dicho en repetidas ocasiones, uno de los objetivos principales de mi pontificado.

8. Así, queridos hermanos y hermanas, vivid vosotros e infundid en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo, conscientes de que esa fe no destruye nada auténticamente humano, sino que lo refuerza, lo purifica, lo eleva.

Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo la indisolubilidad y los demás valores del matrimonio, promoviendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana.

Sed también fuertes y generosos a la hora de contribuir a que desaparezcan las injusticias y las discriminaciones sociales y económicas; a la hora de participar en una tarea positiva de incremento y justa distribución de los bienes. Esforzaos por que las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la vida.

9. En el momento culminante de la Misa se hace presente en el altar el misterio del Calvario. Jesús mismo renueva la oblación de aquel día, la oblación que nos salva.

Junto a la cruz estuvo la Madre de Jesús, participando de su dolor. Que Ella, la Madre de la Merced, os ayude con su intercesión a renovar en esta Santa Misa vuestro compromiso de cristianos. Confiados en su patrocinio, desechad pasivismos y titubeos. Y sed fieles a vosotros mismos, a la Iglesia y a vuestro tiempo con coherentes actitudes cristianas. Así sea.

378 ¡Que Déu us beneeixi!



VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL SANTUARIO DE MONTSERRAT


7 de noviembre de 1982




Benvolguts germans en el Episcopat: Us saludo amb afecte.
Estimats germans i germanes: ¡Alabat sia Jesucrist!

1. Resuenan con plena actualidad en la liturgia las palabras del Profeta: “Y vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob y El nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra de Yahvé”.

En consonancia con la invitación bíblica, la visita a Montserrat asocia en unidad muy estrecha los valores de la peregrinación religiosa con los encantos de la meta mariana en la cumbre del monte, donde los cielos se funden con la tierra. La subida al santuario, en un marco orográfico sugestivo, invita a la evocación de una historia varias veces secular.

Impresiona saber que estamos en un lugar sagrado; que por estos mismos senderos, abiertos desde hace siglos, discurrieron multitud de peregrinos, ilustres muchos de ellos por su cuna o por su ciencia. Es un gozo, sobre todo, saber que seguimos las huellas de Juan de Mata, Pedro Nolasco, Raimundo de Peñafort, Vicente Ferrer, Luis de Gonzaga, Francisco de Borja, José de Calasanz, Antonio María Claret y muchos otros santos eminentes; sin olvidar aquel soldado que, depuestas sus armas a los pies de la Moreneta, bajó del monte para acaudillar la Compañía de Jesús.

2. Aflora aquí espontáneo el cántico de júbilo del peregrino al llegar a la meta. El Salmista evoca, ante todo, el gozo inicial de la marcha: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”. Una alegría intensa, contagiosa, impaciente, en el sentir de San Agustín: “Corramos, corramos, porque iremos a la casa del Señor. Corramos y no nos cansemos, porque llegaremos adonde no nos fatigaremos... Iremos a la casa del Señor. Me regocijé con los profetas, me regocijé con los apóstoles. Todos éstos nos dijeron: Iremos a la casa del Señor”.

A renglón seguido describe el Salmista la experiencia incomparable de los peregrinos, una vez en la meta largamente suspirada: “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor”.

El primer sentimiento es de admiración ante la solidez de un edificio bien fundado. Montserrat figura felizmente en la serie de aquellos santuarios que el año pasado tuve el gusto de calificar como “signos de Dios, de su irrupción en la historia humana”, en cuanto representan “un memorial del misterio de la Encarnación y de la Redención”, en consonancia maravillosa con esa “vocación tradicional y siempre actualísima de todos los santuarios de ser una antena permanente de la buena nueva de nuestra salvación”.

Gloria de los beneméritos hijos de San Benito es haber convertido en realidad el sueño de San Agustín: “Ve cuál es la casa del Señor. En aquella es alabado el que edificó la casa. El es delicia de todos los que habitan en ella. El sólo es la esperanza aquí y la realidad allí”. Fieles a su carisma fundacional, los monjes de Montserrat viven a fondo su empeño de hacer de la basílica un dechado de oración litúrgica, embelleciendo la celebración con los encantos de su famosa escolanía, y proyectando su plegaria en dirección pastoral en favor de los innumerables devotos que se apiñan en torno a la “Mare de Déu”.

379 El ambiente invita irresistiblemente a la plegaria, que es una necesidad para peregrinos que ascendieron al monte, “según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor”. Es un gozo glorificar aquí sus grandezas, donde el cántico al Creador brota espontáneo en nuestros labios; es un deber agradecer con amor filial sus dones generosos, también en nombre de nuestros hermanos; es, en fin, una medida de prudencia solicitar provisión de energías en vista de ulteriores etapas.

Porque la peregrinación prosigue. No cabe pensar aquí en la tierra en “morada permanente”, y hemos de “aspirar a la futura”.

3. A ello invita la actitud ejemplar de la Señora, que es Madre y, por lo mismo, Maestra. Sentada en su trono de gloria en actitud hierática, cual corresponde a la Reina de cielos y tierra, con el Niño Dios en sus rodillas, la Virgen Morena desvela ante nuestros ojos la visión exacta del último misterio glorioso del Santo Rosario.

Es providencial, con todo, que la celebración litúrgica de la fiesta, gravite en torno al misterio gozoso de la Visitación, que constituye la primera iniciativa de la Virgen Madre. Montserrat encierra, por consiguiente, lecciones valiosísimas para nuestro caminar de peregrinos.

No hay que olvidar nunca la meta definitiva del último misterio de gloria. “Piensa - dirá San Agustín - cómo has de estar allí el día de mañana, y aun cuando todavía estés en el camino, piensa como si ya permanecieses allí, como si ya gozases indeficientemente entre los ángeles, y como si ya aconteciera en ti lo que se dijo: “Bienaventurados los que moran en tu casa, por los siglos de los siglos te alabarán””.

En la marcha hay que imitar el estilo de la Madre en la visita que hiciera a su prima: “En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá”. Su ritmo es rotundamente ejemplar en sentir de San Ambrosio: “Alegre en el deseo, religiosamente pronta al deber, presurosa en el gozo, fue a la montaña”.

Fuerza es observar que su itinerario no se ciñe a ese ascenso físico a la montaña. El Espíritu irrumpe en un momento fuerte: hizo saltar de gozo a Juan en el seno materno; inundó de luz divina la mente de Isabel; arrebató a la Reina de los Profetas, impulsándola en marcha ascensional hasta la cumbre del monte invisible del Señor. Lo hizo al compás de la ley maravillosa que “derriba a los potentados y ensalza a los humildes”. El “Magnificat” representa el eco de aquella experiencia sublime en su peregrinación paradigmática: “Mi alma magnifica al Señor, y salta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha mirado la humildad de su sierva: por esto todas las generaciones me llamarán bienaventurada”. El cántico de María resuena indefectible a lo largo de los siglos. Aquí en Montserrat parece haberse cristalizado hasta el punto de constituir “un Magnificat de roca”. No es tan sólo signo fehaciente de la ascensión realizada; es además una flecha indicadora de ulteriores escaladas.

La virtud del peregrino es la esperanza. Aquí es posible hacer provisión; porque María la estrecha entre sus brazos y la pone maternalmente a nuestro alcance. Incluso sin darnos cuenta, como hiciera con los esposos de Caná de Galilea. Interviene siempre con solicitud y delicadeza de madre. Lo hizo en forma ejemplar en el misterio de la Visitación, subrayado con trazo litúrgico indeleble en Montserrat. Se explica, por tanto, que resuene a diario en esta montaña el acento melodioso del saludo a la Señora, a la Reina, a la Madre, a la Depositaria de la esperanza que alienta a los peregrinos: Déu vos salve, vida, dolcesa i esperanza nostra.

4. El Salmista alude a una Jerusalén celestial que se vislumbra a través de la Jerusalén terrena.

¿Será forzado trasponer la imagen? La Virgen de Montserrat, sentada en su trono, con el Hijo en las rodillas, parece estar esperando poder abrazar con El a todos sus hijos. Nuestra peregrinación espiritual se cifra, en definitiva, en alcanzar en plenitud la filiación divina. Nuestra vocación es un hecho; por predilección incomprensible del Padre, nos hizo hijos en el Hijo: “Bendito sea Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos: por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por eso nos hizo gratos en su Amado”.

El Salmista describe la meta como una “Jerusalén que se edifica como ciudad”. Lo cual da pie a San Agustín para modular la filiación en otro registro: “Ahora se está edificando, y a ella concurren en su edificación piedras vivas, de las que dice San Pablo: “También vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual””. Ese monte aserrado en forma curiosa, que es Montserrat, aparece como una cantera incomparable. “Ahora se edifica la ciudad, ahora se cortan las piedras de los montes por mano de los que predican la verdad y se escuadran para que se acoplen en construcción eterna”. De aquí, de Montserrat, de la región catalana, de España entera hay que sacar los sillares señeros de la nueva construcción.

380 Sin olvidar que el fundamento es Cristo. Con las consecuencias que ello lleva consigo en arquitectura. Diríase que San Agustín, al comentar el Salmo, tenía una basílica como la de Montserrat ante sus ojos: “Cuando se pone al cimiento en la tierra se edifican las paredes hacia arriba, y el peso de ella gravita hacia abajo, porque abajo está colocado el cimiento. Pero si nuestro cimiento o fundamento está en el cielo, edificamos hacia el cielo. Los constructores edificaron la fábrica de esta basílica que veis se levanta majestuosa; mas como la edificaron hombres, colocaron los cimientos abajo; pero cuando espiritualmente somos edificados, se coloca el fundamento en la altura. Luego corramos hacia allí para que seamos edificados, pues de esta misma Jerusalén se dijo: Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén”. El templo que pisan nuestros pies es umbral de ese otro en construcción, del cual nos sentimos piedras vivas.

5. No es lícito ignorar la sugerencia ofrecida a los peregrinos: “Desead la paz a Jerusalén: “Vivan seguros los que te aman. Haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios”. Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: “La paz contigo”. Por la casa del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien”.

La paz resume en síntesis el acervo de bienes que puede un hombre desear. Una paz asentada firmemente en la alianza del Señor, que es fiel para con los escogidos. Desde esta montaña santa, oasis de serenidad y de paz, deseo la auténtica paz mesiánica para todos los hombres, que son hermanos y que la Moreneta mira con igual amor de Madre. Y que encomienda a su Hijo divino.

“El juzgará a las gentes y dictará sus leyes a numerosos pueblos, que de sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas, hoces. No alzará la espada para la guerra. Venid, oh casa de Jacob, y caminemos a la luz de Yahvé”.

Que la montaña santa, Señor, sea bosque de olivos, sea “sacramento de paz”. Un signo de lo que son los hijos amantes a la vera de la Madre común; y un impulso eficaz a realizar de verdad lo que suena hoy a utopía. Y será realidad en la medida en que los hombres se plieguen dócilmente al único imperativo que los Evangelios recogieran de la boca de María: “Haced lo que El os diga”. Y El se llama “Príncipe de la Paz”.

6. Te damos gracias, Señor, por el gozo que nos ha procurado asentar nuestros pies aquí, en el santuario consagrado a la Madre, en donde nos hemos sentido confortados con impulso renovado para nuestro itinerario futuro.

Us preguem, oh Pare, que en aquesta basílica, a on demora el teu Fill Jesucrist, Fill de Maria, otorguis abundosament la pau, la concòrdia i el goig a totes les tribus peregrines del nou Israel.

Feu, Senyor, que tots els homes encertin a descobrir el profund sentit de la llur existència peregrina a la terra; que no confonguin les etapes i la meta; que modulin la marxa segons l’exemple de Maria.

Ella serà la llur Auxiliadora; perque aquí, a tot arreu i sempre, Maria es Reina poderosa i Mare piadosísima. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LAS RELIGIOSAS

Y LOS MIEMBROS DE INSTITUTOS SECULARES


Madrid, 8 de noviembre de 1982



Queridas hermanas,
381 religiosas y miembros de institutos seculares:

1. Doy gracias a la Divina Providencia que me procura esta ocasión de encontrarme con vosotras, consagradas españolas, en vuestra misma patria; y precisamente en medio de estas celebraciones del IV centenario de la gran Santa Teresa, en quien la Iglesia reconoce no solamente la religiosa incomparable, sino también uno de sus más eximios doctores.

Aunque os hablo hoy por vez primera en territorio español, no es la primera vez que el Papa encuentra a consagradas españolas. Lo he hecho frecuentemente en Roma y en mis viajes apostólicos a través del mundo, en tantos lugares donde oráis y trabajáis con generosidad y eficacia. Os agradezco de corazón vuestro empeño misionero y espero que, siendo fieles a vuestra tradición de fe, España siga siendo lugar privilegiado de vocaciones, por su abundancia y calidad.

2. Quiero ante todo manifestaros mi aprecio y afecto por lo que sois y por lo que significáis en vuestro país y en la Iglesia entera. Conservad en vuestro corazón un amor inquebrantable a vuestra hermosa vocación, la voluntad de responder sin vacilar, cada día, a esa vocación, y de conformaros cada vez más perfectamente con vuestro Modelo y Señor, Jesucristo. Tened siempre presente vuestra responsabilidad frente a la vida cristiana de vuestros conciudadanos: vuestro fervor acrecienta la vitalidad de vuestra Iglesia, mientras que, por el contrario, vuestra tibieza provocaría bien pronto en el pueblo cristiano un proceso de decadencia.

3. Deseo, en primer lugar, dirigirme a las religiosas contemplativas, cuyas comunidades son tan numerosas y vivas en la tierra de Santa Teresa. Casi una tercera parte de los monasterios contemplativos del mundo están en vuestro país. Se puede afirmar que el ardor de la Santa Reformadora del Carmelo, su amor a Dios y a la Iglesia, se manifiestan aún en su Patria donde, más que en otros lugares, las religiosas contemplativas realizan la expresión más alta de la vida consagrada.

Ellas son en verdad para las demás religiosas la estrella que marca sin cesar la ruta; su vida de oración, su holocausto cotidiano son apoyo potente para la labor apostólica de las demás religiosas, como lo son para la Iglesia visible, que sabe poder contar con su intercesión poderosa ante el Señor.

4. A vosotras, religiosas dedicadas al apostolado, expreso igualmente el profundo agradecimiento de la Iglesia por vuestra labor apostólica: el cuidado incansable de los enfermos y necesitados en hospitales, clínicas y residencias o en sus mismas casas; la actividad educativa en escuelas y colegios; las obras asistenciales que completan la obra pastoral de los sacerdotes; la catequesis y tantos otros medios, a través de los cuales dais realmente testimonio de la caridad de Cristo. Estad seguras de que esas actividades no sólo conservan su actualidad, sino que, debidamente adaptadas, demuestran ser, cada vez más, medios privilegiados de evangelización, de testimonio y de promoción humana auténtica.

No os desaniméis, pues, ante las dificultades. Procurad en vuestro empeño responder cada vez mejor a las exigencias de los tiempos; que vuestra aportación brote armónicamente de la misma finalidad de vuestros institutos y que vaya marcada con el sello distintivo de la obediencia, de la pobreza y de la castidad religiosa.

No permitáis que disminuya vuestra generosidad, cuando se trate de responder a las llamadas apremiantes de los países que esperan misioneras; estad seguras de que el Señor os recompensará con nuevas vocaciones.

5. Al entregaros generosamente a vuestras tareas, no olvidéis nunca que vuestra primera obligación es permanecer con Cristo. Es preciso que sepáis siempre encontrar tiempo para acercaros a El en la oración; sólo así podréis luego llevarle a aquellos con quienes os encontréis.

La vida interior sigue siendo el alma de todo apostolado. Es el espíritu de oración el que guía hacia la donación de sí mismo; de ahí que sería un grave error oponer oración y apostolado. Quienes, como vosotras, han aprendido en la escuela de Santa Teresa de Jesús, pueden comprender fácilmente, sabiendo que cualquier actividad apostólica que no se funda en la oración, está condenada a la esterilidad.

382 Es necesario, por tanto, que sepáis siempre reservar a la oración personal y comunitaria espacios diarios y semanales suficientemente amplios. Que vuestras comunidades tengan como centro la Eucaristía y que vuestra participación diaria en el Sacrificio de la Misa, así como vuestro orar en presencia de Jesús Sacramentado, sean expresión evidente de que habéis comprendido qué es lo único necesario.

6. Deseo recordaros también un elemento muy importante de vuestra vida religiosa y apostólica: me refiero a la vida fraterna en comunidad.

Al hablar de los primeros cristianos, la Sagrada Escritura pone de relieve que “teniendo todos ellos un solo corazón y una sola alma”, esa misma caridad fraterna les llevaba a poner sus bienes en común, renunciando a considerar cosa alguna como propia. Sabéis perfectamente que esta y no otra es la definición exacta de vuestra pobreza religiosa, que constituye la base de vuestra vida fraterna en comunidad.

Vuestra opción por la castidad perfecta y vuestra obediencia religiosa han venido a completar vuestra donación de amor, y a convertir vuestra vida comunitaria en una realidad teocéntrica y cultual; así toda vuestra vida queda consagrada y resulta un testimonio vivo del Evangelio. La Iglesia y el mundo necesitan poder ver el Evangelio vivo en vosotras.

Cultivad, pues, en vuestras casas una vida verdaderamente fraterna, edificada sobre la caridad mutua, la humildad y la solicitud por las demás hermanas. Amad vuestra vida de familia y los diversos encuentros que constituyen la trama de vuestra vida diaria. Podéis estar seguras de que esa vida de comunidad, vivida en caridad y abnegación, es la mejor ayuda que podéis prestaros mutuamente y el mejor antídoto contra las tentaciones que insidian vuestra vocación.

Además de vuestra vida en común, vuestro modo de comportaros y aun vuestro modo de vestir —que os distinga siempre como religiosas— son en medio del mundo una predicación constante e inteligente, aun sin palabras, del mensaje evangélico; os convierten no en meros signos de los tiempos, sino en signos de vida eterna en el mundo de hoy. Procurad, por lo mismo, que cuando las necesidades del apostolado o la naturaleza de determinadas obras os exijan formar pequeños grupos, permanezca siempre en ellos la realidad de la vida fraterna en común, fundada en el Evangelio, edificada sobre los tres votos religiosos y no sobre ideologías mudables o aspiraciones personales.

7. Finalmente, recordad que la comunidad religiosa está insertada en la Iglesia y que no tiene sentido sino en la Iglesia, participando de su misión salvadora en fidelidad filial a su Magisterio. Vuestro carisma habéis de entenderlo a la luz del Evangelio, de vuestra propia historia y del Magisterio de la Iglesia. Y cuando se trate de comunicar a los otros vuestro mensaje procurad transmitir siempre las certidumbres de la fe y no ideologías humanas que pasan.

8. He mencionado antes las múltiples tareas que lleváis a cabo en servicio de la Iglesia y por amor a vuestros hermanos, los hombres: hospitales, labores de asistencia o de enseñanza, etc. Desearía daros una palabra específica de aliento e impulso, pues todos los servicios que realizáis son necesarios, y debéis continuar haciéndolos.

Por la especial importancia que en el momento presente tiene en España, quiero dirigirme ahora, con una referencia particular, a tantas de vosotras que tenéis como misión especial la enseñanza de la juventud en el ámbito escolar. Hermosa y exigente tarea, delicada y apasionante a la vez, que implica una grave responsabilidad. Continuad poniendo todos los medios para realizarla con gran espíritu de entrega. Hacéis algo muy grato a los ojos de Dios, y por lo que merecéis también el aplauso de los hombres, aunque vosotras no busquéis ese reconocimiento humano.

Os aliento de todo corazón y os recuerdo la necesidad de que estimuléis a los hombres y mujeres del mañana a apreciar con recta conciencia los valores morales, prestándoles su adhesión personal; y que los incitéis a conocer y amar a Dios cada día más. Enseñadles a observar cuanto el Señor ha mandado y, a través de vuestras palabras y de vuestro comportamiento irreprochable, llevadlos a la plenitud de Cristo.

Impartid la doctrina íntegra, sólida y segura; utilizad textos que presenten con fidelidad el Magisterio de la Iglesia. Los jóvenes tienen derecho a no ser inquietados por hipótesis o tomas de posición aventuradas, ya que aún no tienen la capacidad de juzgar.

383 Estad seguras de que si actuáis con entera fidelidad a la Iglesia, Dios bendecirá vuestra vida con una generosa floración de vocaciones. Esforzaos por ser buenas educadoras y recordad que quienes, a lo largo de los siglos, más han enseñado a los otros han sido los santos. Por ello, vuestro primer deber apostólico como maestras, educadoras y religiosas es vuestra propia santificación.

9. Unas palabras de particular saludo y aprecio a vosotras, consagradas de institutos seculares, que habéis asumido los compromisos de la vida de consagración reconocidos por la Iglesia, en forma peculiar, diversa de la que caracteriza a las religiosas.

Los institutos seculares constituyen ya en España una realidad muy significativa. La Iglesia los necesita para poder realizar un apostolado de hondo testimonio cristiano en los ambientes más diversos, “para contribuir a cambiar el mundo desde dentro, convirtiéndose en fermento vivificante”.

Pido al Señor que sean muchas las que escuchen su voz y le sigan por este camino. Y os exhorto a permanecer fieles a vuestra vocación específica “caracterizada y unificada por la consagración, el apostolado y la vida secular”.

10. Desde el primer momento, la Iglesia puso en su propio centro a la Madre de Jesús, alrededor y en compañía de la cual los Apóstoles perseveraron en la oración, esperaron y recibieron el Espíritu Santo. Sabed también vosotras perseverar así, unidas íntimamente a María, la Madre de Jesús y nuestra; recibiendo y transmitiendo a los hermanos el Espíritu Santo y edificando de ese modo la Iglesia. Que Ella os acompañe, consuele y aliente siempre con sus cuidados maternales. Y os anime en el camino mi afectuosa Bendición. Así sea.



B. Juan Pablo II Homilías 374