B. Juan Pablo II Homilías 383


VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES


Valencia, 8 de noviembre de 1982



Queridos hermanos en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

1. Somos hoy testigos de un gran acontecimiento. 141 diáconos, procedentes de toda España, van a recibir la ordenación sacerdotal. A esta celebración eucarística se asocian numerosos sacerdotes de las diversas diócesis de vuestra Patria. Han sido invitados a esta ciudad para vivir de nuevo la jornada de su ordenación.

Permitidme que salude ante todo al Pastor de esta Iglesia particular, a los obispos presentes, a los sacerdotes y seminaristas, a los que se han dedicado a Dios con una especial consagración, a todo el noble pueblo de Valencia, de su región y de toda España, y a cuantos os habéis reunido en este paseo de La Alameda. Saludo con afecto particular, junto con sus familiares, a todos los ordenandos. Pero permitidme sobre todo que renueve desde aquí mi más afectuoso recuerdo a las personas y familias que en los días pasados han sufrido las consecuencias de devastadoras inundaciones y han perdido seres queridos. Confío en que la necesaria solidaridad y ayuda cristiana les llegará eficazmente.

Este día sacerdotal tiene como marco la ciudad de Valencia, de arraigadas tradiciones eucarísticas y sacerdotales, con su belleza y colorido, su personalidad y rica historia romana, árabe y cristiana; sobre todo en sus grandes figuras sacerdotales: San Vicente Ferrer, Santo Tomás de Villanueva, San Juan de Ribera. A ellos habría que añadir numerosos santos sacerdotes, entre ellos San Juan de Ávila, patrono del clero español. Todos ellos nos acompañan con su intercesión.

384 2. ¿En qué consiste la gracia del sacerdocio que hoy van a recibir estos ordenandos?

Lo sabéis bien vosotros, queridos diáconos, que os habéis preparado con esmero para este momento sacramental. Lo conocéis vosotros, queridos sacerdotes, que lleváis el peso gozoso y la carga ligera del sacerdocio. También lo sabéis vosotros, cristianos de Valencia y de España, que acompañáis a vuestros sacerdotes y con ellos vivís el gozo de vuestro sacerdocio común, distinto pero no separado del sacerdocio ministerial.

En este acto hablaré ante todo a los ordenandos. Pero en ellos veo la ordenación, reciente o lejana, de cada uno de vosotros, sacerdotes de España, y os exhorto a revivir la gracia que tenéis por la imposición de las manos.

El sacramento del orden está profundamente radicado en el misterio de la llamada que Dios hace al hombre. En el elegido se realiza el misterio de la vocación divina. Nos lo revela la primera lectura tomada del profeta Jeremías.

Dios manifiesta al hombre su voluntad: “Antes que te formara en el vientre, te conocí; antes de que tú salieses del seno materno, te consagré y te designé para profeta de los gentiles”.

La llamada del hombre está primero en Dios: en su mente y en la elección que Dios mismo realiza y que el hombre tiene que leer dentro de su corazón. Al percibir con claridad esta vocación que viene de Dios, el hombre experimenta la sensación de su propia insuficiencia. El trata de defenderse ante la responsabilidad de la llamada. Dice como el Profeta: “¡Ah, Señor Yavé! He aquí que no sé hablar, pues soy un niño”. Así, la llamada se convierte en el fruto de un diálogo interior con Dios, y es a veces como el resultado de una contienda con El.

Ante las reservas y dificultades que con razón el hombre opone, Dios indica el poder de su gracia.

Y con el poder de esta gracia consigue el hombre la realización de su llamada: “Irás a donde te envíe yo, y dirás lo que yo te mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte . . . He aquí que yo pongo en tu boca mis palabras”.

Es necesario, mis queridos hermanos y amados hijos, meditar con el corazón este diálogo entre Dios y el hombre, para encontrar constantemente el entramado de vuestra vocación. Este diálogo ya se ha realizado en vosotros que vais a recibir la ordenación sacerdotal. Y tendrá que continuar, ininterrumpido, durante toda vuestra existencia a través de la oración, sello distintivo de vuestra piedad sacerdotal.

3. En la conciencia de vuestra llamada por parte de Dios, radica a la vez el secreto de vuestra identidad sacerdotal. Las palabras del profeta Jeremías sugieren esa identidad del sacerdote como llamado por una elección, consagrado con una unción, enviado para una misión. Llamado por Dios en Jesucristo, consagrado por El con la unción de su Espíritu, enviado para realizar su misión en la Iglesia.

Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia acerca del sacerdocio, inspiradas en la Revelación, recogidas, por así decir, de los labios de Dios, pueden disipar cualquier duda acerca de la identidad sacerdotal.

385 Ante todo, Jesucristo nuestro Señor, sumo y eterno Sacerdote, es el punto central de referencia.

Hay un solo supremo sacerdote, Cristo Jesús, ungido y enviado al mundo por el Padre. De este único sacerdocio participan los obispos y los presbíteros, cada cual en su orden y grado, para continuar en el mundo la consagración y la misión de Cristo. Partícipes de la unción sacerdotal de Cristo y de su misión, los presbíteros actúan “in persona Christi”.

Para ello reciben la unción del Espíritu Santo. Sí, vais a recibir el Espíritu de santidad, como dice la fórmula de la ordenación, para que un especial carácter sagrado os configure a Cristo sacerdote, para poder actuar en su nombre.

Consagrados por medio del ministerio de la Iglesia, participaréis de su misión salvadora como “cooperadores del orden episcopal” y deberéis estar unidos a los obispos, según la hermosa expresión de San Ignacio de Antioquía, “como las cuerdas a la lira”. Enviados a una comunidad particular, congregaréis la familia de Dios, instruyéndola con la palabra, para hacerla “crecer en la unidad” y “llevarla por Cristo en el Espíritu al Padre”.

4. Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis “puestos aparte”; “segregados”, pero “no separados”. Así os podéis dedicar plenamente a la obra que se os va a confiar: el servicio de vuestros hermanos.

Comprended, pues, que la consagración que recibís os absorbe totalmente, os dedica radicalmente, hace de vosotros instrumentos vivos de la acción de Cristo en el mundo, prolongación de su misión para gloria del Padre.

A ello responde vuestro don total al Señor. El don total que es compromiso de santidad. Es la tarea interior de “imitar lo que tratáis”, como dice la exhortación del Pontifical Romano de las ordenaciones. Es la gracia y el compromiso de la imitación de Cristo, para reproducir en vuestro ministerio y conducta esa imagen grabada por el fuego del Espíritu. Imagen de Cristo sacerdote y víctima, de redentor crucificado.

En este contexto de entrega total, de unión a Cristo y de comunión con su dedicación exclusiva y definitiva a la obra del Padre, se comprende la obligación del celibato. No es una limitación, ni una frustración. Es la expresión de una donación plena, de una consagración peculiar, de una disponibilidad absoluta. Al don que Dios otorga en el sacerdocio, responde la entrega del elegido con todo su ser, con su corazón y con su cuerpo, con el significado esponsal que tiene, referido al amor de Cristo y a la entrega total a la comunidad de la Iglesia, el celibato sacerdotal.

El alma de esta entrega es el amor. Por el celibato no se renuncia al amor, a la facultad de vivir y significar el amor en la vida; el corazón y las facultades del sacerdote quedan impregnados con el amor de Cristo, para ser en medio de los hermanos el testigo de una caridad pastoral sin fronteras.

5. El secreto de esta caridad pastoral se encuentra en el diálogo que Cristo mantiene con cada uno de sus elegidos, como lo mantuvo con Pedro, según las palabras del Evangelio que hemos proclamado. Es la pregunta acerca del amor especial y exclusivo hacia Cristo, hecha a quien ha recibido una misión particular y ha podido experimentar el desencanto en su propia debilidad humana.

El Señor Resucitado no se dirige a Pedro para amonestarlo o castigarlo por su debilidad o por el pecado que ha cometido al renegar de él. Viene para preguntarle por su amor. Y esto es de una enorme, elocuente importancia para cada uno de vosotros: “¿Me amas?”. ¿Me amas todavía? ¿Me amas cada vez más? Sí. Porque el amor es siempre más grande que la debilidad y que el pecado. Y sólo él, el amor, descubre siempre nuevas perspectivas de renovación interior y de unión con Dios, incluso mediante la experiencia de la debilidad del pecado.

386 Cristo, pues, pregunta, examina acerca del amor. Y Pedro responde: “Sí, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. No responde: Sí, te quiero; más bien se confía al corazón del Maestro y a su conocimiento y le dice: “Tú sabes que te amo”.

Así, por medio de este amor, confesado por tres veces, Jesús Resucitado confía a Pedro sus ovejas. Y del mismo modo os las confía a vosotros. Es necesario que vuestro ministerio sacerdotal se enraíce con vigor en el amor de Jesucristo.

6. El amor indiviso a Cristo y al rebaño que El os va a confiar unifica la vida del sacerdote y las diversas expresiones de su ministerio.

Ante todo, configurados con el Señor, debéis celebrar la Eucaristía, que no es un acto más de vuestro ministerio; es la raíz y la razón le ser de vuestro sacerdocio. Seréis sacerdotes, ante todo, para celebrar y actualizar el sacrificio de Cristo, “siempre vivo para interceder por nosotros”. Ese sacrificio, único e irrepetible, se renueva y hace presente en la Iglesia de manera sacramental, por el ministerio de los sacerdotes.

La Eucaristía se convierte así en el misterio que debe plasmar interiormente vuestra existencia. Por una parte, ofreceréis sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por otra, unidos a El — “in persona Christi”—, ofreceréis vuestras personas y vuestras vidas, para que asumidas y como transformadas por la celebración del sacrificio eucarístico, sean exteriormente también transfiguradas con El, participando de las energías renovadoras de su Resurrección.

Será la Eucaristía culmen de vuestro ministerio de evangelización, ápice de vuestra vocación orante, de glorificación de Dios y de intercesión por el mundo. Y por la comunión eucarística se irá consumando día tras día vuestro sacerdocio.

San Vicente Ferrer, el apóstol y taumaturgo valenciano, decía que “la misa es el mayor acto de contemplación que pueda darse”. Sí, así es en verdad. Por ello todos vosotros estáis invitados a alimentar y vivificar la propia actividad con la “abundancia de la contemplación”, que encontrará un manantial inagotable en la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, en la liturgia de las horas, en la oración mental y cotidiana? y en la meditación amorosa de los misterios de Cristo y de la Virgen con el rezo del Rosario.

7. La consagración que vais a recibir os habilita al servicio, al ministerio de salvación, para ser como Cristo los “consagrados del Padre” y los “enviados al mundo”.

Os debéis a los fieles del Pueblo de Dios, para que también ellos sean “consagrados en la verdad”. El servicio a los hombres no es una dimensión distinta de vuestro sacerdocio: es la consecuencia de vuestra consagración.

Ejerced vuestras tareas ministeriales como otros tantos actos de vuestra consagración, convencidos de que todas ellas se resumen en una: reunir la comunidad que os será confiada en la alabanza de Dios Padre, por Jesucristo y en el Espíritu, para que sea la Iglesia de Cristo, sacramento de salvación. Para eso evangelizaréis y os dedicaréis a la catequesis de niños y adultos; para eso estaréis disponibles en la celebración del sacramento de la reconciliación; para eso visitaréis a los enfermos y ayudaréis a los pobres, haciéndoos todo a todos para ganarlos a todos.

No temáis así ser separados de vuestros fieles y de aquellos a quienes vuestra misión os destina.

387 Más bien os separaría de ellos el olvidar o descuidar el sentido de la consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más, en la profesión, en el estilo de vida, en el modo de vestir, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos.

Por eso, haced de vuestra total disponibilidad a Dios una disponibilidad para vuestros fieles. Dadles el verdadero pan de la palabra, en la fidelidad a la verdad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia.

Facilitadles todo lo posible el acceso a los sacramentos, y en primer lugar al sacramento de la penitencia, signo e instrumento de la misericordia de Dios y de la reconciliación obrada por Cristo, siendo vosotros mismos asiduos en su recepción. Amad a los enfermos, a los pobres, a los marginados; comprometeos en todas las justas causas de los trabajadores; consolad a los afligidos; dad esperanza a los jóvenes. Mostraos en todo “como ministros de Cristo”.

8. En la liturgia de la Palabra han sido proclamadas esas conocidas expresiones de la Primera Carta de San Pedro, dirigidas a los más ancianos, a los “presbíteros”, a todos los sacerdotes aquí presentes.

Precisamente vosotros aquí reunidos, sois los “presbíteros”, los “ancianos”. Y los jóvenes que hoy recibirán esta ordenación se convierten también en “ancianos”, responsables de la comunidad.
Meditad bien qué es lo que os pide a vosotros Pedro, el anciano, “testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria que ha de revelarse”. ¿Qué es lo que os pide?

Os ruega que cumpláis el ministerio pastoral que se os ha confiado: “no por fuerza sino espontáneamente, según Dios; no por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo”. Sí; con una entrega generosa. Y como vivos modelos del rebaño.

He aquí el programa apostólico de la vida sacerdotal y del ministerio sacerdotal que un día Dios os confió. Nada ha perdido de su actualidad sustancial. Es un programa vivo, de hoy. Y habéis de ponerlo con frecuencia ante vuestros ojos, en vuestra alma, para ver reflejado en él, como en un espejo, vuestra propia vida y vuestro ministerio.

Si así lo hacéis, como os lo enseña la multitud de sacerdotes santos que en vuestra Patria han sido testigos de Cristo, recibiréis, cuando aparezca “el supremo Pastor”, esa “corona inmarcesible de la gloria”.

9. Mis queridos hermanos en el sacerdocio: El Sucesor de Pedro que os habla, os repite este mensaje; y quisiera que, en el día de esta gran ordenación sacerdotal y en esta celebración de la gracia del sacerdocio para toda España, se grabe en vuestros ánimos, en el corazón de cada sacerdote. ¡Sed fieles a este mensaje que viene de Cristo!

Que esta celebración traiga a toda la Iglesia en España una renovación de la gracia inagotable del sacerdocio católico; una mayor unidad entre todos los que han recibido la misma gracia del presbiterado; un aumento considerable de vocaciones sacerdotales entre los jóvenes, atraídos por el ejemplo gozoso de vuestra entrega, y la de tantos seminaristas aquí presentes, a quienes saludo uno a uno para confirmarlos y animarlos en su vocación. A la vez que les anuncio que dejo para ellos un particular mensaje mío escrito.

388 La Virgen María, que Valencia venera con el dulce título de Madre de los Desamparados, se incline con amor sobre vosotros y os haga fieles discípulos del Señor. Acogedla como Madre, como Juan la acogió al pie de la Cruz. Que en la gracia del sacerdocio cada uno de vosotros pueda decir también a ella “Totus tuus”.

El Señor Resucitado, presente entre nosotros, os mira con amor, mis queridos sacerdotes y ordenandos, y os repite su pregunta acerca de vuestro amor sincero y leal: “¿Me amas?”. Que cada uno de vosotros pueda decir hoy y siempre: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Así vuestro ministerio será un fiel y fecundo servicio de amor en la Iglesia, para la salvación de los hombres.

Que el récord de esta solemne ordenación sacerdotal a la presencia del Papa aumente la vostra fe en Jesucrist, Sacerdot Etern, que comunica el Seu sacerdoci per a la salvaciò de tots els homens. Aixi siga.





VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA DEL PEREGRINO


Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982



Queridos hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. Llego hoy a la última etapa de mi viaje por tierras de España, precisamente en el lugar que los antiguos llamaban “Finis terrae” y que ahora es una ventana abierta hacia las nuevas tierras, también cristianas, que están más allá del Atlántico.

He pasado ya por diversas Iglesias locales, diseminadas por la espléndida geografía de este querido país. He visitado también algunos santuarios, y en este momento me encuentro cerca de uno de los lugares sagrados más célebres en la historia, famoso en el mundo entero: la catedral basílica que encierra la tumba de Santiago, el Apóstol que —según la tradición— fue el evangelizador de España.

Esta hermosa ciudad, Compostela, ha sido durante siglos la meta de un camino, trazado sobre la tierra de Europa por las pisadas de los peregrinos que, para no extraviarse, miraban los signos estelares del firmamento. Peregrino soy yo también. Peregrino-mensajero que quiere recorrer el mundo, para cumplir el mandato que Cristo dio a sus Apóstoles, cuando los envió a evangelizar a todos los hombres y a todos los pueblos. Peregrino traído a España por Teresa de Jesús, he admirado los frutos de la tarea evangelizadora que tantos miles de discípulos de Cristo han realizado a lo largo de veinte siglos de historia cristiana. Peregrino que ha recorrido las benditas tierras hispanas, sembrando a manos llenas la palabra del Evangelio, la fe y la esperanza.

Ahora estoy con vosotros, queridos hermanos y hermanas, venidos de todas las diócesis de Galicia y de tantas partes de España. En esta Misa del peregrino, el Obispo de Roma os saluda a todos con afecto eclesial: a vuestros prelados y a todos los participantes. Me alegra veros aquí tan numerosos y saber que durante todo el Año Santo Compostelano, diversos millones de peregrinos —más que en los precedentes Años Santos— han venido a Santiago en busca de perdón y de encuentro con Dios.

Vamos a celebrar la Eucaristía: el culmen y centro de nuestra vida cristiana, la meta a la que nos lleva la ruta de la penitencia, de la conversión, de la búsqueda incesante del Señor, actitud propia del cristiano, que siempre debe estar en camino hacia El.

389 2. Depositada en el mausoleo de vuestra catedral, guardáis la memoria de un amigo de Jesús, de uno de los discípulos predilectos del Señor, el primero de los Apóstoles que con su sangre dio testimonio del Evangelio: Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo.

Los representantes del Sinedrio pretendieron imponer la ley del silencio a Pedro y a los Apóstoles que “atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús, y gozaban todos ellos de gran favor” (
Ac 4,33); “os hemos ordenado— les dijeron— que no enseñéis sobre este nombre, y habéis llenado Jerusalén de vuestra doctrina y queréis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre” (Ibíd.. 5, 28).

Pero Pedro y los Apóstoles respondieron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndole de un madero. Pues a ése le ha levantado Dios a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y la remisión de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo, que Dios otorgó a los que le obedecen”(Ibid. 5, 29-32).

La misión de la Iglesia comenzó a realizarse precisamente gracias al hecho de que los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo recibido en el Cenáculo el día de Pentecostés, obedecieron a Dios antes que a los hombres.

Esta obediencia la pagaron con el sufrimiento, con la sangre, con la muerte. La furia de los jerarcas del Sinedrio de Jerusalén se estrelló con una decisión inquebrantable, la decisión que a Santiago el Mayor le llevó al martirio, cuando Herodes— como nos dicen los Hechos de los Apóstoles— “echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Y dio muerte a Santiago, hermano de Juan, por la espada”.

El fue el primero de los Apóstoles que sufrió el martirio. El Apóstol que desde hace siglos es venerado por toda España, Europa y la Iglesia entera, aquí en Compostela.

3. Santiago era hermano de Juan Evangelista. Y éstos fueron los dos discípulos a quienes— en uno de los diálogos más impresionantes que registra el Evangelio— Jesús hizo aquella famosa pregunta: “¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber? Y ellos respondieron: Podemos”.

Era la palabra de la disponibilidad, de la valentía; una actitud muy propia de los jóvenes, pero no sólo de ellos, sino de todos los cristianos, y en particular de quienes aceptan ser apóstoles del Evangelio. La generosa respuesta de los dos discípulos fue aceptada por Jesús. El les dijo: “Mi cáliz lo beberéis”.

Estas palabras se cumplieron en Santiago, hijo de Zebedeo, que con su sangre dio testimonio de la resurrección de Cristo en Jerusalén. Jesús había hecho la pregunta sobre el cáliz que habían de beber los dos hermanos, cuando la madre de ellos, según hemos leído en el Evangelio, se acercó al Maestro, para pedirle un puesto de especial categoría para ambos en el Reino. Pero Cristo, tras constatar su disponibilidad a beber el cáliz, les dijo: “Beberéis mi cáliz; pero el sentarse a mi diestra o a mi siniestra no me toca a mí otorgarlo; es para aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre”.

La disputa para conseguir el primer puesto en el futuro reino de Cristo, que su comitiva se imaginaba de un modo demasiado humano, suscitó la indignación de los demás Apóstoles. Fue entonces cuando Jesús aprovechó la ocasión para explicar a todos que la vocación a su reino no es una vocación al poder sino al servicio, “así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”.

En la Iglesia, la evangelización, el apostolado, el ministerio, el sacerdocio, el episcopado, el papado, son servicio. El Concilio Vaticano II, bajo cuya luz camina el Pueblo de Dios en esta recta final del siglo XX, nos ha explicado magníficamente, en varios de sus documentos, cómo se sirve, cómo se trabaja y cómo se sufre por la causa del Evangelio. Se trata de servir al hombre de nuestro tiempo como le sirvió Cristo, como le sirvieron los Apóstoles. Santiago el Mayor cumplió su vocación de servicio en el reino instaurado por el Señor, dando, como el Divino Maestro, “la vida en rescate por muchos”.

390 4. Aquí, en Compostela, tenemos el testimonio de ello. Un testimonio de fe que, a lo largo de los siglos, enteras generaciones de peregrinos han querido como “tocar” con sus propias manos o “besar” con sus labios, viniendo para ello hasta la catedral de Santiago desde los países europeos y desde Oriente. Los Papas impulsaron por su parte este peregrinaje, que también tenía como metas Roma y Jerusalén.

El sentido, el estilo peregrinante es algo profundamente enraizado en la visión cristiana de la vida y de la Iglesia. El camino de Santiago creó una vigorosa corriente espiritual y cultural de fecundo intercambio entre los pueblos de Europa. Pero lo que realmente buscaban los peregrinos con su actitud humilde y penitente era ese testimonio de fe al que me he referido antes: la fe cristiana que parecen rezumar las piedras compostelanas con que está construida la basílica del Santo. Esa fe cristiana y católica que constituye la identidad del pueblo español.

Al final de mi visita pastoral a España, aquí, cerca del santuario del Apóstol Santiago, os invito a reflexionar sobre nuestra fe, en un esfuerzo para conectar de nuevo con los orígenes apostólicos de vuestra tradición cristiana. En efecto, la Iglesia de Cristo, nacida en El, crece y madura hacia Cristo a través de la fe transmitida por los Apóstoles y sus sucesores. Y desde esa fe ha de afrontar las nuevas situaciones, problemas y objetivos de hoy. Viviendo la contemporaneidad eclesial en actitud de conversión, en servicio a la evangelización, ofreciendo a todos el diálogo de la salvación, para consolidarse cada vez más en la verdad y en el amor.

5. La fe es un tesoro que “llevamos en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra”.

La fe de la Iglesia tiene su origen y fundamento en el mensaje de Jesús que los Apóstoles extendieron por todo el mundo. Por la fe, que se manifiesta como anuncio, testimonio y doctrina, se transmite sin interrupción histórica la revelación de Dios en Jesucristo a los hombres.

Los Apóstoles, predicando el Evangelio, entablaron con los hombres de todos los pueblos un diálogo incesante que parece resonar con especiales acentos aquí, junto al a testimonio” del Apóstol Santiago y de su martirio. De este incesante diálogo nos habla la Carta a los Corintios en el pasaje que hemos leído hoy durante la proclamación de la Palabra.

Dice San Pablo y parece decirlo aquí Santiago: “Llevamos siempre en el cuerpo el suplicio mortal de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo. Mientras vivimos, estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal”.

Los peregrinos parecen responder: “Creí, por eso hablé... sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros . . . para que la gracia difundida en muchos, acreciente la acción de gracias para gloria de Dios”.

Así perdura en Compostela el testimonio apostólico y se realiza el diálogo de las generaciones a través del cual crece la fe, la fe auténtica de la Iglesia, la fe en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado para ofrecernos la salvación. El, rico en misericordia, es el Redentor del hombre.

Una fe que se traduce en un estilo de vida según el Evangelio, es decir, un estilo de vida que refleje las bienaventuranzas, que se manifieste en el amor como clave de la existencia humana y que potencie los valores de la persona, para comprometerla en la solución de los problemas humanos de nuestro tiempo.

6. Es la fe de los peregrinos que venían y siguen viniendo aquí de toda España y desde más allá de sus fronteras. La fe de las generaciones pasadas que “ayer” vinieron a Compostela, y de la generación actual que continúa viniendo también “hoy”. Con esta fe se construye la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.

391 Así, pues, junto al Apóstol Santiago se construye en nosotros la Iglesia del Dios viviente. Esta Iglesia profesa su fe en Dios, anuncia a Dios, adora a Dios. Así lo proclamamos en el Santo responsorial de la liturgia que estamos celebrando:

“El Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros; / conozca la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación. / ¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben”.

Mi peregrinación por tierras de España acaba aquí, en Santiago de Compostela. He pasado por vuestra patria predicando a Cristo Crucificado y Resucitado, difundiendo su Evangelio, actuando como “testigo de esperanza”, y he encontrado por todas partes apertura generosa, correspondencia entusiasta, afecto sincero, hospitalidad afable, capacidad creadora y afanes de renovación cristiana.

Por eso, en este momento deseo proclamar y celebrar con las palabras del Salmista la gloria y alabanza del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Sea para la “mayor gloria de Dios”—ad maiorem Dei gloriam— todo este servicio del Obispo de Roma peregrino. Con tal espíritu lo comencé y os ruego que así lo recibáis.

En este lugar de Compostela, meta a la que han peregrinado durante siglos tantos hombres y pueblos, deseo, junto con vosotros, hijos e hijas de la España católica, invitar a todas las naciones de Europa y del mundo— a los pueblos y hombres de toda la tierra— a la adoración y alabanza del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

“¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben”. Amén.





1983



VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

ENCUENTRO CON LOS DELEGADOS DE LA PALABRA



San Pedro Sula (Honduras), 8 de marzo de 1983



Amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. Llegue ante todo mi saludo cordial al obispo y pastor de la diócesis, así como a todos los miembros de esta familia eclesial diocesana, en especial a los obreros de San Pedro Sula y de todo el país.

392 Es un verdadero gozo para mí orar juntos y partir el pan de la Palabra de Dios con vosotros, a quienes ha sido confiada la misión de predicar esa Palabra y de coordinar las celebraciones en las que ella es proclamada.

Al hacerlo, soy consciente de poner en práctica, en esta querida nación de Honduras, el ministerio que el Señor confió a Pedro (cf. Lc
Lc 22,32) de “confirmar a sus hermanos”, de manera particular mediante la predicación de la Palabra de Dios. Por esto precisamente el Papa emprende sus viajes apostólicos: a fin de llevar a los hijos de la Iglesia en todas partes, y a todos los hombres de buena voluntad, la semilla de esa Palabra.

Ved pues cómo al ejercer vuestro ministerio en el ámbito de vuestras respectivas comunidades cristianas, cooperáis con el Papa y los obispos que os han delegado, lo mismo que con los presbíteros, en la evangelización; y lo hacéis desde vuestro carácter y condición de laicos.

2. Quisiera que meditáramos juntos unos momentos sobre la función del predicador de la Palabra y del catequista, tal como el Señor la ha delineado en la parábola que acabamos de oír y en la explicación que la acompaña en el mismo Evangelio.

Hay un “sembrador” que “siembra la Palabra” (Mc 4,14). El primer “sembrador” es sin duda el mismo Jesús, que ejerció este ministerio a lo largo de su vida pública; ministerio que El mismo presentó ante Pilato (cf. Jn Jn 18,37) como “dar testimonio de la verdad”; la verdad que es en primer término el mismo Jesucristo (cf. Jn Jn 14,7) y su Padre celestial (Jn 17,3).

Esta Palabra así predicada por El, si la recibimos bien, tiene poder para salvarnos; según enseña el pasaje del Profeta Isaías que también ha sido leído (Is 55,10-11), y del cual se hace eco el Nuevo Testamento (cf. St Jc 1,21).

Ahora bien, esta Palabra y este testimonio continúan resonando en la tierra, después de la Ascensión del Señor a los cielos, por obra de los Apóstoles que El instituyó y mandó a predicar a “toda creatura” (cf. Mc Mc 16,15); por obra de los Sucesores de los Apóstoles y también de toda la Iglesia.

Esta es, en efecto, la gloria y la responsabilidad de la Iglesia: proclamar la Palabra de Dios, el Evangelio de Jesucristo, a todos los hombres de los cuales es “deudora”, como decía de sí mismo el Apóstol Pablo (cf. Rm Rm 1,14). Por eso el Papa Pablo VI, recogiendo la rica mies dejada por el Sínodo de los Obispos de 1974, publicó esa hermosa descripción de la misión evangelizadora de la Iglesia en el documento que empieza con las palabras Evangelii Nuntiandi. Estoy seguro que lo conocéis y lo estudiáis en vuestras reuniones de formación.

3. Pero, ¿qué pasa cuando la escasez de presbíteros y diáconos no permite que ese ministerio de la evangelización de la Palabra llegue a todas partes? ¿La gente se verá privada del pan de la Palabra, como se ve privada del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía?

Es una gran cosa, muy conforme con la tradición de la Iglesia, que vuestros obispos hayan resuelto ?recogiendo y evaluando laudables iniciativas? delegar especialmente a quienes, como vosotros, bien dispuestos, bien preparados y profundamente conscientes de la tarea que asumen, se ofrecen a responder a este llamado de servir a sus hermanos.

Sed pues coherentes con vosotros mismos y con el compromiso asumido. Y preparaos cada vez mejor para cumplir bien vuestro importante y delicado cometido eclesial. Es necesario dejarse penetrar por la enseñanza del Evangelio y de la Iglesia, por la auténtica verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre.

393 Mi Exhortación Catechesi Tradendae puede serviros también de guía en esta tarea. Porque os hará falta una actualización constante que perfeccione la preparación, corrija eventuales fallos y os mantenga siempre fieles a la genuina doctrina de la Iglesia; y que a la vez os evite cualquier riesgo de caer en instrumentalizaciones políticas o radicalizaciones, que pudieran comprometer el fruto de vuestra noble misión.

No dejéis de indicar prudente y sabiamente las implicaciones y aplicaciones sociales de la Palabra que predicáis. Y para evitar peligros que puedan surgir, mantenemos siempre en estrecha comunión con vuestros obispos.

“El sembrador siembra la Palabra”, nos dice el Evangelio de Marcos. No lo hace en nombre propio, ni para crear una comunidad que no esté plenamente integrada en la Iglesia local de la que forma parte. Lo hace en nombre de la Iglesia, como colaborador del obispo y en lugar de los sacerdotes y diáconos, aunque sin poder asumir todas sus funciones. Lo hace también para ayudar a crear e incrementar la Iglesia en cada comunidad local, de manera que haya “un solo rebano” bajo “un solo Pastor”, Jesucristo (cf. Jn
Jn 10,16).

Todo predicador ha de recordar siempre que la Palabra que predicamos no es nuestra. No nos predicamos a “nosotros mismos”, sino “a Jesucristo” y éste “crucificado” (cf. 1Co 1,23). El mismo Cristo, primer sembrador, y la Iglesia nos confían la Palabra que hemos de proclamar. La encontramos en la Sagrada Escritura leída a la luz de la constante tradición de la Iglesia.

Sea pues la Biblia, la Palabra de Dios, vuestra lectura continua, vuestro estudio y vuestra oración; en la liturgia y fuera de ella, como ha enseñado el último Concilio. Pero leedla siempre según la correcta interpretación hecha por las legítimas autoridades de la Iglesia.

En virtud de la misión recibida, vosotros debéis ayudar a los miembros de vuestras comunidades a aceptar y profundizar su conocimiento de la fe, su amor y adhesión a la Iglesia; y a la vez les habéis de enseñar a practicar sus devociones tradicionales con verdadero sentido de lo que significan en el contexto de la vida cristiana. Sed pues conscientes de vuestra responsabilidad y alta misión.

4. Los peligros que asaltan a los oyentes de la Palabra y que están descritos en la explicación de la parábola que comentamos, os acechan también a vosotros: el demonio que viene y se la lleva, la inconstancia y debilidad ante las exigencias de la Palabra, o la persecución “a causa de ella”, “las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias” (cf. Mc Mc 4,15-20). Para que podáis ayudar a vuestros oyentes a superarlos, primero debéis superarlos en vosotros. Esto constituye una tarea exigente, hecha de oración, de recurso a los sacramentos, de reflexión profunda y perseverante, de amor a la cruz y a la Iglesia.

Vuestra predicación vale mucho, sin duda. Es testimonio que dais a la verdad con vuestros labios. Pero a fin de que seáis testigos creíbles, vuestra vida ha de ser coherente con vuestras palabras. Por ello vuestra conducta ha de reflejar fielmente lo que predicáis. En caso contrario, destruiríais con una mano lo que construís con la otra. Esto significa que vuestra vida de familia, de padres, de esposos, de hijos, de ciudadanos; vuestra fidelidad al deber de solidaridad con los pobres y oprimidos; vuestra ejemplar caridad, vuestra honradez, son como exigencias ineludibles de vuestra vocación de delegados de la Palabra.

Hemos oído en la lectura del Profeta Isaías que la Palabra de Dios, “como la lluvia y la nieve de los cielos”, no tornará a él vacía, a sino que realizará” lo que a él plugo y cumplirá “aquello a que ha sido enviada” por Dios mismo (cf. Is Is 55,11).

Es, la eficacia de la Palabra de Dios que, como decíamos al principio, con una referencia a la Carta de Santiago (Jc 1,21), “puede salvar vuestras almas”.

Creamos firmemente en esta eficacia de la Palabra divina, que creó el mundo (cf. Gen Gn 1,3 ss; Jn 1,1-3) al principio y que, cuando vino la plenitud de los tiempos (cf. Gal Ga 4,4), se “hizo carne” en el seno virginal de María (cf. Jn Jn 1,17), a fin de que todos recibiéramos la plenitud de “la gracia y la verdad” (Jn 1,17), es decir, fuéramos salvados por ella.

394 5. Recordemos que esa eficacia se realiza sobre todo en la Eucaristía, de la que la celebración de la Palabra es parte integrante, porque a ella prepara y en ella encuentra su consumación.

Vosotros, delegados de la Palabra, responsables de las celebraciones que la tienen por centro y catequistas, dejaos poseer y transformar por ella, recibiendo frecuentemente, cuando os sea posible, el Cuerpo y la Sangre del Señor. No olvidéis que vuestro ministerio nunca puede perder de vista esta finalidad: la orientación a la celebración de la Eucaristía por los ministros debidamente ordenados.

Quién sabe si un día no surgirán de entre vosotros mismos quienes, teniendo los requisitos establecidos por la Iglesia, se prepararán para el ministerio sacerdotal, culminando así la obra que habéis comenzado “en Cristo Jesús” (cf. Fil
Ph 1,6). Porque la obra de la evangelización no se realiza plenamente sino cuando el pueblo cristiano, convocado y presidido por sus obispos y sacerdotes, celebra juntamente la muerte y la resurrección del Señor en la Eucaristía (cf. Presbyterorum Ordinis PO 4). Entonces y sólo entonces ese pueblo es verdadera y plenamente Iglesia.

6. Queridos hermanos: La Virgen Santísima a guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (cf. Lc Lc 2,19-21). Ella como nadie “oye la Palabra de Dios y la cumple” (cf. Lc Lc 8,21 Lc 11,27-28), según respondió el mismo Señor a quien alababa su maternidad física (cf. Lc Lc 11,27-28).

Imitad su ejemplo y poneos bajo su protección, a fin de ser verdaderos delegados de la Palabra y catequistas, es decir, oyentes y cumplidores fieles de la misma, para poder predicarla fructuosamente a los demás.

Que Ella os aliente en ese camino, como yo también os animo, a la vez que os bendigo de corazón. Así sea.

B. Juan Pablo II Homilías 383