B. Juan Pablo II Homilías 394


VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

SANTA MISA EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE SUYAPA



Tegucigalpa, 8 de marzo de 1983



Amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. Aquí, junto a la Madre común, saludo ante todo con afecto al Pastor de esta sede arzobispal de Tegucigalpa, a los otros hermanos obispos, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos de esta amada nación. A todos bendigo de corazón.

Cuando ya está para concluir mi visita apostólica a la Iglesia que vive en estas naciones de América Central, Belice y Haití, he querido venir como peregrino hasta este santuario de Nuestra Señora de Suyapa, Patrona de Honduras, Madre de cuantos profesan la fe en Jesucristo.

395 Desde esta altura de Tegucigalpa y desde este santuario, contemplo los países que he visitado unidos en la misma fe católica, reunidos espiritualmente en torno a María, la Madre de Cristo y de la Iglesia, vínculo de amor que hace de todos estos pueblos naciones hermanas.

Un mismo nombre, María, modulado con diversas advocaciones, invocado con las mismas oraciones, pronunciado con idéntico amor. En Panamá se la invoca con el nombre de la Asunción; en Costa Rica, Nuestra Señora de los Ángeles; en Nicaragua, la Purísima; en El Salvador se la invoca como Reina de la Paz; en Guatemala se venera su Asunción gloriosa; Belice ha sido consagrada a la Madre de Guadalupe y Haití venera a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Aquí, el nombre de la Virgen de Suyapa tiene sabor de misericordia por parte de María y de reconocimiento de sus favores por parte del pueblo hondureño.

2. Los textos bíblicos que han sido proclamados nos ayudan a comprender el misterio y el compromiso que encierra esta presencia de la Virgen Madre en cada Iglesia particular, en cada nación.

El Evangelio de San Juan nos ha recordado la presencia de María al pie de la cruz y las ultimas palabras del testamento de Jesús con las que proclama a la Virgen, Madre de todos sus discípulos: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al Apóstol: “Ahí tienes a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (
Jn 19,26-27).

En la hora de Jesús, de la Madre y de la Iglesia, las palabras del Redentor son solemnes y realizan lo que proclaman: María es constituida Madre de los discípulos de Cristo, de todos los hombres (Ac 1,14). Y el que acoge en la fe la doctrina del Maestro, tiene el privilegio, la dicha, de acoger a la Virgen como Madre, de recibirla con fe y amor entre sus bienes más queridos. Con la seguridad de que Aquella que ha cumplido con fidelidad la Palabra del Señor, ha aceptado amorosamente la tarea de ser siempre Madre de los seguidores de Jesús. Por eso, desde los albores de la fe y en cada etapa de la predicación del Evangelio, en el nacimiento de cada Iglesia particular, la Virgen ocupa el puesto que le corresponde como Madre de los imitadores de Jesús que constituyen la Iglesia.

Lo hemos podido apreciar en el texto de los Hechos de los Apóstoles: “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús y de sus hermanos”. En el nacimiento de la Iglesia, en Pentecostés, está presente la Madre de los discípulos de Jesús, con el ministerio maternal de reunirlos como hermanos en un mismo espíritu y de fortalecerlos en la esperanza, para que acojan la fuerza que viene de lo alto, el Espíritu del Señor que anima y vivifica la Iglesia de Jesús.

Como ya advertían los Padres de la Iglesia, esta presencia de la Virgen es significativa: “No se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de éste” (cf. Cromazio di Aquileia, Sermo XXX, 7: sources chrétiennes, 164, p. 134; Paolo VI, Marialis Cultus, 28). Y así, cada vez que nace la Iglesia en un país, como se puede apreciar en este continente, de México hasta Chile y Argentina, pasando por el istmo centroamericano, o la Madre de Dios se hace presente de una forma singular, como en Guadalupe, o los seguidores de Jesús reclaman su presencia y dedican templos a su culto, para que la Iglesia tenga siempre la presencia de la Madre, que es garantía de fraternidad y de acogida del Espíritu Santo.

3. En María se realiza plenamente el Evangelio. Nuestra Señora es miembro excelentísimo, tipo y ejemplar acabado para la Iglesia (cf. Lumen Gentium LG 53). Ella es la primera cristiana, anuncio y don de Jesucristo su Hijo, plenitud de las bienaventuranzas, imagen perfecta del discípulo de Jesús.

Porque es una síntesis del Evangelio de Jesús, por eso se la reconoce en vuestros pueblos como Madre y educadora de la fe; se la invoca en medio de las luchas y fatigas que comporta la fidelidad al mensaje cristiano; es Ella la Madre que convoca a todos sus hijos ?por encima de las diferencias que los puedan separar? a sentirse cobijados en un mismo hogar, reunidos en torno a la misma mesa de la Palabra y de la Eucaristía.

Solamente María pudo hacer de los Apóstoles de Jesús, antes y después de Pentecostés, un solo corazón y un alma sola (cf. Hch Ac 1,14 Ac 4,32). Como si Cristo nos quisiera indicar que ha encomendado al cuidado maternal de su Madre, la tarea de hacer de la Iglesia una sola familia donde reine el amor y se ame ante todo a quien más sufre. Sí, en María tenemos el modelo de un amor sin fronteras, el vínculo de comunión de todos los que somos por la fe y el bautismo “discípulos” y “hermanos” de Jesús.

4. Pero la Virgen es también la “Mujer nueva”. En Ella Dios ha revelado los rasgos de un amor maternal, la dignidad del hombre llamado a la comunión con la Trinidad, el esplendor de la mujer que toca así el vértice de lo humano en su belleza sobrenatural, en su sabiduría, en su entrega, en la colaboración activa y responsable con que se hace sierva del misterio de la redención.

396 No se puede pensar en María, mujer, esposa, madre, sin advertir el influjo saludable que su figura femenina y materna debe tener en el corazón de la mujer, en la promoción de su dignidad, en su participación activa en la sociedad y en la Iglesia.

Si cada mujer puede mirarse en la Virgen como en el espejo de su dignidad y de su vocación, cada cristiano tendría que ser capaz de reconocer en el rostro de una niña, de una joven, de una madre, de una anciana, algo del misterio mismo de Aquella que es la Mujer nueva; como saludable motivo de pureza y respeto, como razón poderosa para asegurar a la mujer cristiana, a todas las mujeres, la promoción humana y el desarrollo espiritual que les permitan reflejarse en su modelo único: la Virgen de Nazaret y de Belén, de Caná y del Calvario. María en el gozo de su maternidad, en el dolor de la unión con Cristo crucificado, en la alegría de la resurrección de su Hijo, y ahora en la gloria, donde es primicia y esperanza de la nueva humanidad.

5. Queridos hermanos e hijos de este pueblo de Honduras, de donde han salido preciosas iniciativas de catequesis y de proclamación de la Palabra, para llevar el Evangelio a los más pobres y sencillos a quienes Jesús reconoce esa sabiduría que viene del Padre (cf. Lc
Lc 10,21): Quisiera resumiros en dos palabras la sublime lección del Evangelio de María: La Virgen es Madre; la Virgen es Modelo.

No podemos acoger plenamente a la Virgen como Madre sin ser dóciles a su palabra, que nos señala a Jesús como Maestro de la verdad que hay que escuchar y seguir: “Haced lo que El os diga”. Esta palabra repite continuamente María, cuando lleva a su Hijo en brazos o lo indica con su mirada.

Ella quiere que podamos participar de su misma bienaventuranza por haber creído (cf. Lc Lc 1,45) como Ella, por haber escuchado y cumplido la palabra y la voluntad del Señor (cf. Lc Lc 8,21). ¡Escuchar y vivir la Palabra! He aquí el secreto de una devoción a la Virgen que nos permite participar plenamente de su amor maternal, hasta que Ella pueda formar, en cada uno de nosotros, a Cristo.

Por eso hemos de rechazar todo lo que es contrario al Evangelio: el odio, la violencia, las injusticias, la falta de trabajo, la imposición de ideologías que rebajan la dignidad del hombre y de la mujer; y hemos de fomentar todo lo que es según la voluntad del Padre que está en los cielos: la caridad, la ayuda mutua, la educación en la fe, la cultura, la promoción de los más pobres, el respeto de todos, especialmente de los más necesitados, de los que más sufren, de los marginados. Porque no se puede invocar a la Virgen como Madre despreciando o maltratando a sus hijos.

La Virgen por su parte, fiel a la palabra del testamento del Señor, os asegura siempre su afecto maternal, su intercesión poderosa, su presencia en todas vuestras necesidades, su aliento en las dificultades. Ella, la “pobre del Señor” (cf. Lumen Gentium LG 55), está cerca de los más pobres, de los que más sufren, sosteniéndolos y confortándolos con su ejemplo.

6. María es Modelo.Modelo ante todo de esas virtudes teologales que son características del cristiano: la fe, la esperanza y el amor (cf. ib. 58). Modelo de esa fiel perseverancia en el Evangelio que nos permite recorrer con Ella “la peregrinación de la fe”. Modelo de una entrega apostólica que nos permite cooperar en la extensión del Evangelio y en el crecimiento de la Iglesia (cf. ib. 65). Modelo de una vida comprometida con Dios y con los hombres, con los designios de salvación y con la fidelidad a su pueblo.

Invocándola con las palabras del ángel y recorriendo en el rezo del santo rosario su vida evangélica, tendréis siempre ante vuestros ojos el perfecto modelo del cristiano.

“He aquí a tu Madre”. El Papa peregrino os repite la palabra de Jesús. Acogedla en vuestra casa; aceptada como Madre y Modelo. Ella os enseñará los senderos del Evangelio. Os hará conocer a Cristo y amar a la Iglesia; os mostrará el camino de la vida; os alentará en vuestras dificultades. En Ella encuentra siempre la Iglesia y d cristiano un motivo de consuelo y de esperanza, porque “Ella precede con su luz al Pueblo de Dios peregrino en esta tierra, como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor” (cf. Lumen Gentium LG 68).

Con esta esperanza, como signo de compromiso filial por parte de todos y como manifestación de la confianza que hemos depositado en María, Madre y Modelo, quiero dirigir a la Virgen nuestra Señora esta plegaria de ofrecimiento de todos los pueblos de América Central que he visitado en mi viaje apostólico:

397 Ave, llena de gracia, bendita entre las mujeres, Madre de Dios y Madre nuestra, Santa Virgen María.

Peregrino por los países de América Central, llego a este santuario de Suyapa para poner bajo tu amparo a todos los hijos de estas naciones hermanas, renovando la confesión de nuestra fe, la esperanza ilimitada que hemos puesto en tu protección, el amor filial hacia ti, que Cristo mismo nos ha mandado.

Creemos que eres la Madre de Cristo, Dios hecho hombre, y la Madre de los discípulos de Jesús. Esperamos poseer contigo la bienaventuranza eterna de la que eres prenda y anticipación en tu Asunción gloriosa. Te amamos porque eres Madre misericordiosa, siempre compasiva y clemente, llena de piedad.

Te encomiendo todos los países de esta área geográfica. Haz que conserven, como el tesoro más precioso, la fe en Jesucristo, el amor a ti, la fidelidad a la Iglesia.

Ayúdales a conseguir, por caminos pacíficos, el cese de tantas injusticias, el compromiso en favor del que más sufre, el respeto y promoción de la dignidad humana y espiritual de todos sus hijos.

Tú que eres la Madre de la paz, haz que cesen las luchas, que acaben para siempre los odios, que no se reiteren las muertes violentas. Tú que eres Madre, enjuga las lágrimas de los que lloran, de los que han perdido a sus seres queridos, de los exiliados y lejanos de su hogar; haz que quienes pueden, procuren el pan de cada día, la cultura, el trabajo digno.

Bendice a los Pastores de la Iglesia, a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y religiosas, a los seminaristas, catequistas, laicos apóstoles y delegados de la Palabra. Que con su testimonio de fe y de amor sean constructores de esa Iglesia de la que tú eres Madre.

Bendice a las familias, para que sean hogares cristianos donde se respete la vida que nace, la fidelidad del matrimonio, la educación integral de los hijos, abierta a la consagración a Dios. Te encomiendo los valores de los jóvenes de estos pueblos; haz que encuentren en Cristo el modelo de entrega generosa a los demás; fomenta en sus corazones el deseo de una consagración total al servicio del Evangelio.

En este Año Santo de la Redención que vamos a celebrar, concede a todos los que se han alejado, el don de la conversión; y a todos los hijos de la Iglesia, la gracia de la reconciliación; con frutos de justicia, de hermandad, de solidaridad.

Al renovar nuestra entrega de amor a ti, Madre y Modelo, queremos comprometernos, como tú te comprometiste con Dios, a ser fieles a la Palabra que da la vida.

Queremos pasar del pecado a la gracia, de la esclavitud a la verdadera libertad en Cristo, de la injusticia que margina a la justicia que dignifica, de la insensibilidad a la solidaridad con quien más sufre, del odio al amor, de la guerra que tanta destrucción ha sembrado, a una paz que renueve y haga florecer vuestras tierras.

398 Señora de América, Virgen pobre y sencilla, Madre amable y bondadosa, tú que eres motivo de esperanza y de consuelo, ven con nosotros a caminar, para que juntos alcancemos la libertad verdadera en el Espíritu que te cubrió con su sombra;. en Cristo que nació de tus entrañas maternas; en el Padre que te amó y te eligió como primicia de la nueva humanidad. Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL CAMPO DE MARTE



Guatemala de la Asunción , 7 de marzo de 1983



Señor Cardenal,
amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. Con cuánta ilusión he esperado este día en que, peregrino de la paz y del amor por los países de América Central, Belice y Haití, llego a esta histórica ciudad de Guatemala de la Asunción, para celebrar con vosotros y por vosotros esta santa Eucaristía, signo de unidad y vínculo de caridad, en la que nos nutriremos, como familia de Dios, con el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Quiero saludar en primer lugar al señor Cardenal arzobispo de Guatemala y a los hermanos obispos de este amado país. Os saludo también a todos con profundo afecto, precisamente porque sé que estáis sufriendo; os bendigo en el nombre de Dios e imploro para todos los dones de una paz., fruto de la justicia; de una justicia, irradiación del amor; y de una concordia que, superando todo muro de separación, haga de vosotros una familia de verdaderos hermanos e hijos de Dios por adopción.

2. Mi reflexión, siguiendo la Palabra revelada que acabamos de escuchar, va a centrarse en la fe; esa fe sin la cual es imposible agradar a Dios (cf. Eb 11, 6); esa fe que mueve montañas (cf. Mt Mt 17,20); esa fe capaz de obrar milagros (cf. Mt Mt 15,21); esa fe que lleva a la bienaventuranza (cf. Lc Lc 6,20-22); esa fe, principio de salvación: “ El que crea y sea bautizado se salvará ” (Mc 16,16); esa fe, en fin, que es alma de los pueblos latinoamericanos y luz que ha guiado sus destinos desde el descubrimiento, la conquista y la independencia hasta las actuales generaciones; esa fe que ha de hacerse aliento hacia el amor y promoción del hombre.

La Iglesia ha sido la Madre y Maestra que os la ha dado y la ha nutrido con el ministerio de los Papas, Sucesores de San Pedro; con el esfuerzo constante de vuestros celosos obispos; con la generosa acción de vuestros sacerdotes; con la abnegada entrega de centenares de religiosos y religiosas, de catequistas, delegados de la Palabra y padres de familia que, recorriendo playas, valles y montañas, os han enseñado a creer, y con vosotros han profesado la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en cumplimiento del mandato del Señor: “ Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación ” (Mc 16,15).

3. Esa fe es en primer lugar fe en el Padre, dador de todo bien y creador de cuanto existe; que todo lo puede, todo lo sabe y todo lo ve. Dios misericordioso que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1Tm 2,4); que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez Ez 33,11), pero que a cada uno dará según sus obras (cf. Mt Mt 25,31-46), y a quien se debe todo honor y toda gloria (cf. Eb 13, 21).

Fe en el Hijo, concebido por obra del Espíritu Santo, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y se encarnó de María la Virgen, como profesamos en el Credo; que pasó por el mundo haciendo el bien (cf. At 10, 38); que tuvo compasión de las multitudes (cf. Mt Mt 9,36), que promulgó solemnemente el mandamiento del amor (cf. Gv 15, 12), que edificó su Iglesia sobre Pedro (cf. Mt Mt 16,18), que muriendo en la cruz nos rescató y nos abrió las puertas de la vida eterna y que resucitando por su propio poder, subió al cielo (cf. Col Col 1,18) como primicia de los que duermen, desde donde nos envió al Espíritu Santo que habla prometido (cf. Lc Lc 24,49).

399 Fe en el Espíritu Santo, a quien adoramos con el Padre y con el Hijo; el que nos enseña todas las cosas (cf. Gv 14, 26); el que habita en las almas en gracia como en un templo (cf. 1Co 3,16); al que contristamos con nuestros pecados (cf. Ef Ep 4,30); el que es alma gloriosa de la Iglesia.

4. Pero nuestra fe tiene que extenderse a la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, según confesamos en el Credo. Iglesia que Cristo edifica sobre la roca de Pedro (cf. Mt Mt 16,18), de quien soy humilde Sucesor y lo será el Papa hasta la consumación de los siglos (cf. Mt Mt 28,20); cuyos Apóstoles escoge Cristo: “ No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros ” (Gv 15, 16); que nos enseña con autoridad en el nombre de Jesús: “ Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha ” (Lc 10,16); que ha recibido el poder de perdonar los pecados: “ A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados (Gv 20, 23); a quienes se los retengáis, les quedan retenidos ”; que nos vivifica con la Eucaristía y los demás sacramentos (cf. 1Co 10,16 Rm 6,4); y con la que Cristo estará permanentemente para confirmarla en la verdad: “ Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ” (Mt 28,20).

A esta Iglesia debéis amar siempre; a ella que, con el esfuerzo de sus mejores hijos tanto contribuyó a forjar vuestra personalidad y libertad; que ha estado presente en los acontecimientos más gloriosos de vuestra historia; que ha estado y sigue estando a vuestro lado, cuando la suerte os. sonríe o el dolor os abruma; que ha tratado de disipar la ignorancia, proyectando sobre la mente y el corazón de sus hijos la luz de la educación desde sus escuelas, colegios y universidades; que ha alzado y sigue alzando su voz para condenar injusticias, para denunciar atropellos, sobre todo contra los más pobres y humildes; no en nombre de ideologías, sean del signo que fueren, sino en nombre de Jesucristo, de su Evangelio, de su mensaje de amor y paz, de justicia, verdad y libertad.

Amad a la Iglesia, porque os invita constantemente a que practiquéis el bien y detestéis el pecado; a que renunciéis a todo vicio y corrupción, para vivir en santidad; a hacer de Cristo, camino, verdad y vida, el modelo acabado de vuestra conducta personal y social; a seguir caminos de mayor justicia y respeto a los derechos del hombre; a vivir más como hermanos que como adversarios.

5. Esa fe y amor a la Iglesia tienen que mostrar su fecundidad en la vida; deben manifestarse en obras.

Tal es la enseñanza de Jesús: “ No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos (Mt 7,21), sino el que haga la voluntad de mi padre celestial ”. Acabamos de oír al Apóstol Santiago: la fe, sin obras, está muerta. ¿De qué sirve que alguien diga “ tengo fe ”, si no tiene obras? El hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente (cf. Gc 2, 14).

La fe nos enseña que el hombre es imagen y semejanza de Dios (cf. Gen Gn 1,27); eso significa que está dotado de una inmensa dignidad; y que cuando se atropella al hombre, cuando se violan sus derechos, cuando se cometen contra él flagrantes injusticias, cuando se le somete a las torturas, se le violenta con el secuestro o se viola su derecho a la vida, se comete un crimen y una gravísima ofensa a Dios; entonces Cristo vuelve a recorrer el camino de la pasión y sufre los horrores de la crucifixión en el desvalido y oprimido.

Hombres de todas las posiciones e ideologías que me escucháis: atender a la súplica que os dirijo; atendida, porque os la hago desde la hondura de mi k, de mi confianza y amor al hombre que sufre; atendida, porque os la hago en nombre de Cristo. Recordad que todo hombre es vuestro hermano y convertidos en respetuosos defensores de su dignidad. Y por encima de toda diferencia social, política, ideológica, racial y religiosa, quede siempre asegurada en primer lugar la vida de vuestro hermano, de todo hombre.

6. Recordemos, sin embargo, que se puede hacer morir al hermano poco a poco, día a día, cuando se le priva del acceso a los bienes que Dios ha creado para beneficio de todos, no sólo para provecho de unos pocos. Esa promoción humana es parte integrante de la evangelización y de la fe.

Mi predecesor Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (n. 31), habló con suma claridad al respecto: “ Entre evangelización y promoción humana ?desarrollo, liberación? existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a las que hay que combatir y de justicia que hay qué restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad; en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? No es posible aceptar que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad ” (PAULI VI, Evangelii Nuntiandi EN 31).

Os exhorto, por lo mismo, a partir con lucidez y valentía de la propia fe, para practicar la caridad, en especial con los que lo necesitan más o no pueden valerse por sí mismos, como los ancianos, los inválidos, los subnormales y las víctimas ocasionales de los elementos de la naturaleza. Y con los que podrían valerse por sí mismos, mantened siempre relaciones de respeto y justicia.

400 A los responsables; de los pueblos, sobre todo a los que sientan en su interior la llama de la fe cristiana, les invito encarecidamente a empeñarse con toda decisión en medidas eficaces y urgentes, para que lleguen los recursos de la justicia a los sectores más desprotegidos de la sociedad. Y que sean éstos los primeros beneficiarios de apropiadas tutelas Legales.

Para salir al paso de cualquier extremismo y consolidar una auténtica paz, nada mejor que devolver su dignidad a quienes sufren la injusticia, el desprecio y la miseria.

7. La fe en Cristo que nos obliga a amar a Dios y al hombre como hermano, nos enseña a ver a éste en toda la profundidad de su valor trascendente. Ella ha de ser, por eso, el gran impulso a trabajar en favor de su promoción integral. Desde una clara identidad de la propia condición de hijos de Dios y de la Iglesia, sin dejar nunca ofuscar esa visión ni recurrir a premisas ideológicas que son contrarias a la misma.

Ese es el substrato de la enseñanza social de la Iglesia. A la fiel aplicación de la misma debe orientarse al cristiano, como camino concreto hacia la solución de tantos problemas que afectan a nuestra sociedad. Para ello, será necesario difundir tal enseñanza y formar bien a quienes la propongan con fidelidad. Se prestará así un gran servicio al hombre de hoy, porque en ella encontrará el estímulo para despertar las conciencias, promover una mayor justicia, fomentar una mejor comunicación de bienes, favorecer un más generalizado acceso a los beneficios de la cultura y cimentar de este modo una más pacifica convivencia.

Es algo en lo que la Iglesia sigue insistiendo “ para concretar los principios de justicia y equidad exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social, como en orden a la vida internacional ” (Gaudium et Spes
GS 63). Ahí queda un gran campo abierto a la generosa iniciativa de obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y de cuantos ?hombres y mujeres? buscan con buena voluntad la dignificación del hombre. Ahí hallarán inspiración los gobernantes, legisladores, empresarios, comerciantes, industriales, agricultores, obreros, para ir creando un urgente clima de justicia en la sociedad centroamericana y guatemalteca. Así se borrarán definitivamente lacras seculares y se implantará la armonía social, en un clima de desarrollo que ?según Pablo VI? es el nuevo nombre de la paz y una exigencia indeclinable de la fe.

8. Queridos hermanos: Que la fe en Jesucristo brille así en vuestras vidas, como el sol en las aguas de vuestros mares, sobre los cráteres de vuestros hermosos volcanes, en las alas de vuestros raudos quetzales.

Que esa fe cristiana, gloria de vuestra nación, alma de vuestro pueblo, y de los pueblos centroamericanos, se manifieste en actitudes prácticas bien definidas, sobre todo hacia los más pobres, débiles y humildes de vuestros hermanos.

Esa fe debe llevar a la justicia y a la paz. No más divorcio entre fe y vida. Si aceptamos a Cristo, realicemos las obras de Cristo; tratémonos como hermanos; y marchemos por los caminos del Evangelio. Pidamos en esta Eucaristía, fuente de gracia y fe, que Cristo nos enseñe de veras sus caminos. Caminos de amor sacrificado a los demás, de profundidad de vida y esperanza, hacia los que la Iglesia nos invita con el ejemplo de Jesús, de manera particular en este tiempo de Cuaresma en que nos encontramos.

Y que Santa María de la Asunción os alcance la gracia de su Hijo para ser fieles a este programa y sea siempre guía, vida, dulzura y esperanza nuestra. Así sea.





VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

SANTA MISA EN EL METRO CENTRO DE EL SALVADOR



El Salvador, 6 de marzo de 1983



Amados hermanos en el Episcopado,
401 queridos hermanas y hermanas:

1. Nos hallamos reunidos en este Metro Centro, para celebrar la Eucaristía del día del Señor, en el III domingo de Cuaresma. A vosotros y a toda la Iglesia de Cristo que camina hacia el Padre en El Salvador ?en particular al Pastor de esta querida arquidiócesis y a los otros hermanos obispos?, os saludo con afecto.

Esta Iglesia que, unida a todos los hermanos en la fe de América Central y del mundo, se congrega con el Papa junto al altar del Señor, viene a buscar en El la raíz de su unión, de su vida y esperanza, la fuente de la paz y la reconciliación.

Porque el cristiano cree en el triunfo de la vida sobre la muerte. Por eso la Iglesia, comunidad pascual del Resucitado, proclama siempre al mundo: “No busquéis entre los muertos al que vive” (
Lc 24,5). Por eso halla en El, en Cristo, el secreto de su energía y esperanza. En El, que es “Príncipe de la Paz” (Is 9,5), que ha derribado los muros de la enemistad y ha reconciliado mediante su cruz a los pueblos divididos (cf. Ef Ep 2,16).

2. Herida la humanidad por el pecado, fue desgarrada nuestra unidad interior. Alejándose de la amistad de Dios, el corazón del hombre se volvió zona de tormentas, campo de tensiones y de batallas. De ese corazón dividido vienen los males a la sociedad y al mundo. Este mundo, escenario para d desarrollo del hombre en el amor, padece la contaminación del “misterio de la iniquidad” (cf. Gaudium et Spes GS 103 cf. 2Th 2,7).

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, con definida vocación de trascendencia, de búsqueda de Dios y de fraterna relación con los demás, atormentado y dividido en sí mismo, se aleja de sus semejantes.

Y sin embargo, no es el plan original de Dios que el hombre sea enemigo, lobo para el hombre, sino su hermano. El designio de Dios no revela la dialéctica del enfrentamiento, sino la del amor que todo lo hace nuevo. Amor sacado de esa roca espiritual que es Cristo, como nos indica el texto de la epístola de esta Misa (cf. 1Co 10,4).

3. Si Dios nos hubiera abandonado a nuestras propias fuerzas, tan limitadas y volubles, no tendríamos razones para esperar que la humanidad viva como familia, como hijos de un mismo Padre. Pero Dios se nos ha acercado definitivamente en Jesús; en su cruz experimentamos la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. La cruz, antes símbolo de afrenta y amarga derrota, se vuelve manantial de vida.

Desde la cruz mana a torrentes el amor de Dios que perdona y reconcilia. Con la sangre de Cristo podemos vencer al mal con el bien. El mal que penetra en los corazones y en las estructuras sociales. El mal de la división entre los hombres, que ha sembrado el mundo de sepulcros con las guerras, con esa terrible espiral del odio que arrasa, aniquila, en forma tétrica e insensata.

¡Cuántos hogares destruidos! ¡Cuántos refugiados, exiliados y desplazados! ¡Cuántos niños huérfanos! ¡Cuántas vidas nobles, inocentes, tronchadas cruel y brutalmente! También de sacerdotes, religiosos, religiosas, de fieles servidores de la Iglesia, e incluso de un Pastor celoso y venerado, arzobispo de esta grey, monseñor Oscar Arnulfo Romero, quien trató, así como los otros hermanos en el Episcopado, de que cesara la violencia y se restableciera la paz. Al recordarlo, pido que su memoria sea siempre respetada y que ningún interés ideológico pretenda instrumentalizar su sacrificio de Pastor entregado a su grey.

La cruz derrumba el muro de separación: el odio. El hombre busca con frecuencia argumentos para tranquilizar su conciencia, la cual lo acusa si obra mal. Y llega a veces a elevar el odio a un rango tal, que se le confunde con la nobleza de una causa; hasta identificarlo con un acto restaurador de amor. Cristo sana en su raíz el corazón del hombre. Su amor nos purifica y abre los ojos para que distingamos entre lo que viene de Dios y lo que procede de nuestras pasiones.

402 4. El perdón de Cristo despunta como una nueva alborada, como un nuevo amanecer. Es la nueva tierra, “buena y espaciosa”, hacia la que Dios nos llama, como hemos leído antes en el libro del Éxodo (Es 3, 8). Esa tierra en la que debe desaparecer la opresión del odio y dejar el puesto a los sentimientos cristianos: “Revestìos de sentimientos de tierna comprensión, de benevolencia, de humildad, de dulzura, de paciencia; soportaos los unos a los otros y perdonaos mutuamente, si uno tiene contra el otro algo de qué quejarse. Es el Señor el que os ha perdonado, haced lo mismo a vuestro turno” (Col 3,12-13).

El amor redentor de Cristo no permite que nos encerremos en la prisión del egoísmo que se niega al auténtico diálogo, desconoce los derechos de los demás y los clasifica en la categoría de enemigos que hay que combatir.

He indicado en mi último Mensaje para la Jornada de la Paz, al invitar a superar los obstáculos que se oponen al diálogo: “Con mayor razón hay que mencionar la mentira táctica y deliberada que abusa del lenguaje, recurre a las formas más sofisticadas de propaganda, enrarece el diálogo y exaspera la agresividad. Finalmente, cuando algunas partes son alimentadas con ideologías que, a pesar de sus declaraciones, se oponen a la dignidad de la persona humana, a sus justas aspiraciones, según los sanos propósitos de la razón, de la ley natural y eterna ?ideologías que ven en la lucha el motor de la historia, en la fuerza la fuente del derecho, en la clasificación del enemigo el a-b-c de la política?, el diálogo resulta difícil y estéril” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1983).

El diálogo que nos pide la Iglesia no es una tregua táctica para fortalecer posiciones en orden a la prosecución de la lucha, sino el esfuerzo sincero de responder con la búsqueda de oportunas soluciones a la angustia, el dolor, el cansancio, la fatiga de tantos y tantos que anhelan la paz. Tantos y tantos que quieren vivir, renacer de las cenizas, buscar el calor de la sonrisa de los niños, lejos del terror y en un clima de convivencia democrática.

5. La cadena terrible de reacciones, propia de la dialéctica amigo-enemigo, se ilumina con la Palabra de Dios que exige amar incluso a los enemigos y perdonarlos. Urge pasar de la desconfianza y agresividad, al respeto, la concordia, en un clima que permita la ponderación leal y objetiva de las situaciones y la búsqueda prudente de los remedios. El remedio es la reconciliación, a la que exhorté en mi Carta dirigida al Episcopado de este país (cf. Eiusdem, Epistula ad Episcopos salvatorianos, 6 de agosto de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V/3 [1982] 179).

El amor de Dios nunca desahucia mientras se peregrina en la historia. Sólo la dureza del hombre acosado por la lucha sin cuartel se reviste de determinismo y fatalismo: se cree entonces erróneamente que nadie puede cambiar, convertirse y que las situaciones deberían más bien conducirse programáticamente hacia un irremediable deterioro.

Es entonces el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13,3 Lc 13,5). Sí, convertirse y cambiar de conducta, porque ?como hemos escuchado en el Salmo responsorial? Yahvé “hace obras de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Ps 103,6). Por eso el cristiano sabe que todos los pecadores pueden ser rescatados; que el rico despreocupado, injusto, complacido en la egoísta posesión de sus bienes puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al terrorismo, puede y debe cambiar; que quien rumia rencores y odios, puede y debe librarse de esta esclavitud; que los conflictos tienen modos de superación; que donde impera el lenguaje de las armas en pugna, puede y debe reinar el amor, factor irreemplazable de paz.

6. Al hablar de conversión como camino hacia la paz, no abogo por una paz artificiosa que oculta los problemas e ignora los mecanismos desgastados que es preciso componer. Se trata de una paz en la verdad, en la justicia, en el reconocimiento integral de los derechos de la persona humana. Es una paz para todos, de todas las edades, condiciones, grupos, procedencias, opciones políticas. Nadie debe ser excluido del esfuerzo por la paz.

Todos y cada uno en América Central, en esta noble nación que ostenta orgullosa el nombre de El Salvador; todos y cada uno en Guatemala y Nicaragua, Honduras, Costa Rica, Panamá, Belice y Haití; todos y cada uno, gobernantes y gobernados, habitantes de la ciudad, pueblos o caseríos; todos y cada uno, empresarios y obreros, maestros y alumnos, todos tienen el deber de ser artesanos de la paz. Que haya paz entre vuestros pueblos. Que las fronteras no sean zonas le tensión, sino brazos abiertos de reconciliación.

7. Es urgente sepultar la violencia que tantas víctimas ha cobrado en ésta y en otras naciones. ¿Cómo? Con una verdadera conversión a Jesucristo. Con una reconciliación capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización por el trabajo; en una palabra, con la aplicación de la doctrina social de la Iglesia. En este conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia de la que jamás se puede prescindir.

Y esto en un clima de renuncia a la violencia. El sermón de la montaña es la carta magna del cristiano: “Bienaventurados los artesanos de la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). Eso debéis ser todos vosotros: Artesanos de la paz y reconciliación, pidiéndola a Dios y trabajando por ella. Sea un estímulo a ello el Ano Santo extraordinario de la Redención, que estamos para iniciar, y el próximo Sínodo de los Obispos.

403 8. Queridos hermanos y hermanas:

Contemplo en esta muchedumbre de fieles y en los de toda América Central unidos a nosotros, un inmenso caudal de energías para la reconciliación y la paz. Estáis, con todo derecho, sedientos de paz. Surge de vuestros pechos y gargantas un clamor de esperanza. ¡Queremos la paz!

Cristo que se ofrece por el mundo, y hacia cuyo misterio de reconciliación en la cruz debe conducirnos el tiempo de Cuaresma en que nos encontramos, es el Cordero de Dios que da la paz. Implorada con todas vuestras fuerzas a Cristo, Príncipe de la paz, para vuestra querida patria, para toda América Central, para toda América Latina, para el mundo. La paz viene de Cristo y es auténtico abrazo de hermanos en la reconciliación.

Que María, Reina de la paz y Madre común, estreche a todos sus hijos en un abrazo de concordia y esperanza. Amén.

B. Juan Pablo II Homilías 394