B. Juan Pablo II Homilías 165


VISITA PASTORAL A VÉNETO

SANTA MISA


Canale d'Agordo

Domingo 26 de agosto de 1979



Carísimos hermanos y hermanas de Canale d'Agordo:

Me siento especialmente feliz al encontrarme hoy entre vosotros, en el aniversario de la elevación al Supremo Pontificado de vuestro conciudadano, el amadísimo e inolvidable Papa Juan Pablo I. Pero me siento también profundamente conmovido. Todos, en efecto, recordamos todavía con intacta emoción —y especialmente el Papa que os habla y los cardenales que participaron en aquel Cónclave que duró poco más de un día—, todos recordamos el extraordinario fenómeno constituido por la elección, el pontificado y la muerte de aquel Papa; todos conservamos en el corazón su figura y su sonrisa; todos tenemos grabado en el alma el recuerdo de las enseñanzas, que multiplicó con incansable celo y amabilísimo estilo pastoral en los 33 breves días de ministerio universal. Y todos sentimos todavía en el corazón la sorpresa y preocupación por su muerte inesperada, que de improviso lo arrebató a la Iglesia y al mundo, poniendo fin a un pontificado que había ya conquistado todos los corazones. El Señor nos lo dio como para mostrarnos la imagen del Buen Pastor, que él siempre se esforzó en personificar, siguiendo la doctrina y los ejemplos de su predilecto modelo y maestro el Papa S. Gregorio Magno. Y al sustraérnoslo de nuestra mirada, aunque no ciertamente de nuestro amor, quiso darnos una gran lección de abandono y de confianza únicamente en El que guía y rige la Iglesia aun cuando cambien los hombres y se sucedan, a veces incomprensiblemente, los acontecimientos terrenos.

En recuerdo de aquel paso tan rápido y tan impresionante, he querido venir hoy entre vosotros, al cumplirse exactamente un año desde que la figura de Juan Pablo I apareció por primera vez en el balcón central de la Basílica Vaticana. Repito que me siento conmovido al encontrarme aquí en la apacible aldea dolomítica donde él vio la luz, en una familia sencilla y laboriosa que bien puede considerarse emblema de las buenas familias cristianas de estos valles montañeros; conmovido al celebrar los Santos Misterios aquí, donde él sintió la vocación al sacerdocio, siguiendo el ejemplo de numerosos conciudadanos vuestros que, a través de los siglos, acogieron la llamada divina; aquí, donde él recibió el santo bautismo y la confirmación, aquí donde celebró por primera vez la Santa Misa el 8 de julio de 1935 y donde volvió después, siendo obispo de Vittorio Véneto, patriarca de Venecia y cardenal de la Santa Iglesia Romana. Y me complazco en recordar que quiso volver aquí, todavía en febrero del pasado año —pocos meses antes de su elevación a la Cátedra de Pedro— para predicaros una breve misión de preparación para la Pascua.

Y aquí está también hoy, en medio de nosotros. Sí; queridos hermanos y hermanas de Canale d'Agordo. El está aquí, con sus enseñanzas, con su ejemplo, con su sonrisa.

1. Ante todo, él nos habla de su grande, firmísimo amor a la Santa Iglesia. En la segunda lectura de la Santa Misa hemos oído que San Pablo, trazando a los efesios un sublime programa de amor conyugal escribe: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a Sí gloriosa sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable" (Ep 5,25 y ss.). Pues bien; al oír estas palabras, mi pensamiento volaba a la majestuosa Capilla Sixtina, al momento aquel en que, al anunciar ante el mundo, con voz límpida y clara, su programa pontificio, el Papa Luciani había dicho: "Nos ponemos enteramente, con todas nuestras fuerzas físicas y espirituales, al servicio de la misión universal de la Iglesia" (27 de agosto 1978; Enseñanzas de Juan Pablo I al Pueblo de Dios, pág. 36).

¡La Iglesia! El había aprendido a amarla aquí, entre sus montes la había visto, como en imagen, en la propia humilde familia, había escuchado su voz en el catecismo del párroco, se había alimentado de su savia profunda a través de la vida sacramental que se le dispensaba en la parroquia. Amar a la Iglesia, servir a la Iglesia fue el programa constante de su vida. Ya en aquel primer radio-mensaje al mundo había dicho, con palabras que hoy nos parecen realmente proféticas: "La Iglesia, llena de admiración y simpatía hacia las conquistas del ingenio humano, pretende además salvar al mundo, sediento de vida y amor, de los peligros que le acechan... En este momento solemne, pretendemos consagrar todo lo que somos y podemos a este fin supremo, hasta el último aliento, consciente del encargo que Cristo mismo nos ha confiado" (ib., pág. 57).

Como párroco, como obispo, como patriarca, como Papa, no hizo otra cosa que esto: dedicarse totalmente a la Iglesia, hasta el último aliento. La muerte le sorprendió así, alerta, en un auténtico y propio servicio ininterrumpido. Así vivió y así murió, dedicándose todo él a la Iglesia con una sencillez cautivadora, pero también con una firmeza inquebrantable, que no tenía temores porque estaba fundada sobre la lucidez de su fe y sobre la promesa indefectible, hecha por Cristo a Pedro y a sus sucesores.

166 2. Y aquí encontramos otro punto de referencia, otra estructura fundamental de su vida y de su pontificado: el amor a Cristo Señor nuestro. El Papa Juan Pablo I fue el heraldo de Jesucristo, Redentor y Maestro de los hombres, viviendo el ideal que había delineado San Pablo: "Que los hombres vean en nosotros a los ministros de Cristo y a los administradores de los misterios de Dios" (1Co 4,1). Su intento lo había claramente expresado en la audiencia general del 13 de septiembre, hablando de la fe: "Cuando el pobre Papa, cuando los obispos y los sacerdotes presentan la doctrina, no hacen más que ayudar a Cristo. No es una doctrina nuestra; es la de Cristo, sólo tenemos que custodiarla y presentarla" (Enseñanzas de Juan Pablo I al Pueblo de Dios, 1978, pág. 19). La verdad, las enseñanzas, la palabra de Cristo no cambian, aunque exigen ser presentadas de modo que en cada época de la historia, logren ser comprensibles para la mentalidad del momento; es una certeza que no cambia, aunque cambien los hombres y los tiempos y aunque no sea por ellos comprendida e incluso sea rechazada. Es todavía, y seguirá siendo siempre, la actitud irremovible de Jesús que —como dice el Evangelio de este domingo— no disminuyó ni cambió nada de su enseñanza sobre la Eucaristía, aun ante el abandono casi total de sus oyentes y de los propios discípulos; más aún, puso a los Apóstoles ante el severo aut-aut de una decisión, de una elección suprema: "¿Queréis iros vosotros también?" (Jn 6,67). En la respuesta de Pedro reconocemos la actitud de toda la vida, hasta el fin, de Juan Pablo I: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,68). Su fe, su amor a Jesús "confirmaron" realmente de verdad a todos nosotros, sus hermanos, con una altísima y coherente enseñanza de abandono en la omnipotente protección del Señor Jesús: "Teniendo nuestra mano asida a la de Cristo, apoyándonos en El, hemos tomado también Nos el timón de esta nave, que es la Iglesia, para gobernarla; ella se mantiene estable y segura, aun en medio de las tempestades, porque en ella está presente el Hijo de Dios como fuente y origen de consolación y victoria", había proclamado ya al iniciar su pontificado (27 agosto 1978, Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 35). Y se mantuvo fiel a ese programa, en la línea de las enseñanzas de su amado Maestro y Predecesor San Gregorio Magno, haciendo realidad ante el mundo, la imagen, buena y estimulante, del divino Pastor: "Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). Y así permanece su imagen grabada para siempre en nuestros. corazones.

3. Pero Jesús vivió por el Padre, vino para hacer la voluntad del Padre (cf. Mt 6,10 Mt 12,50 Mt 26,42 Jn 4,34 Jn 5,30 Jn 6,38), propuso al hombre la imagen del Padre, que piensa en nosotros y nos ama con amor eterno: Pues bien; encontramos aquí también un rasgo de la figura y de la misión del Papa Albino Luciani: el amor a Dios Padre. Con el mismo profundo sentimiento de fe, anunció también con extraordinaria energía el amor del Padre Celestial hacia los hombres. Como Josué ante Israel, según la primera lectura de la Santa Misa de hoy, recordó enérgicamente la grande y arrebatadora realidad del amor de Dios por su pueblo, la estupenda belleza de la elección a la filiación divina, suscitando como entonces una apasionante emoción en la respuesta de toda la Iglesia: "También nosotros serviremos a Yavé, porque El es nuestro Dios" (Jos 24,18). Toda su alma se había abierto, en este sentido, ya desde la primera audiencia cuando, hablando del deber de ser buenos, había subrayado: «Ante Dios, la postura justa es la de Abrahán cuando decía: ¡"Soy sólo polvo y ceniza ante ti, Señor"! Tenemos que sentirnos pequeños ante Dios» (6 de septiembre, Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 13). Encontramos aquí la quinta esencia de la enseñanza evangélica, como fue propuesta por Jesús y comprendida por los Santos, en los cuales el pensamiento de la paternidad de Dios repercute en lo más profundo del alma; pensemos en un San Francisco de Asís o en una Teresa de Lisieux.

Juan Pablo I recordó con insólito vigor el amor que Dios tiene por nosotros, sus criaturas, comparándolo, en la línea del profetismo del Antiguo Testamento, no sólo al amor de un Padre, sino también a la ternura de una madre hacia sus propios hijos; lo hizo en el Ángelus del 10 de septiembre, con estas palabras que tanto impresionaron a la opinión pública: "Somos objeto de un amor sin fin de parte de Dios. Sabemos que tiene los ojos fijos en nosotros siempre, también cuando nos parece que es de noche" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 5).

Y en la audiencia general del 13 de septiembre: "Dios tiene mucha ternura con nosotros, más ternura aún que la de una madre con sus hijos, como dice Isaías" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 18).

Con este inquebrantable sentido de Dios, se comprende que mi predecesor eligiese como tema para sus catequesis de los miércoles precisamente las virtudes teologales, que son tales porque nacen de Dios y son un don increado que se nos infundió en el bautismo. Y con la enseñanza de la caridad, la virtud teologal que tiene a Dios como fuente y principio, como modelo y como premio y que no conoce ocaso, se cerró la página terrena de Juan Pablo I; o mejor, se abrió para siempre a la eternidad y cara a cara con Dios, a quien tanto amó y nos enseñó a amar.

Queridísimos hermanos y hermanas de Canale d'Agordo:

Las enseñanzas del Papa Luciani, vuestro paisano, se encuentran especialmente en estas realidades que os he recordado: amor a la Iglesia, amor a Cristo, amor a Dios. Son las grandes verdades del cristianismo, que él aprendió aquí, en medio de vosotros, ya siendo sólo niño, luego, de adolescente acostumbrado a la pobreza y a la austeridad y, más tarde, de joven abierto a la llamada de Dios. Conformaron hasta tal punto su vida de sacerdote y de obispo, que las recordaba al mundo entero con la incomparable incisividad de su personalísimo ministerio.

¡Sed fieles a una herencia tan sencilla, pero tan grande! Me dirijo a las familias, que forman el elemento sustancial de estas tierras bendecidas por Dios: sed fieles a las tradiciones cristianas, continuad transmitiéndolas a vuestros hijos, continuad respirando dentro de ellas como en un segundo elemento natural, dando testimonio de ellas en la vida, en el trabajo, en la profesión. ¡Distinguíos siempre por el amor a la Iglesia, a Jesucristo, a Dios!

Y lo repito a los jóvenes, esperanza del mañana y a quienes llevo tan dentro de mi corazón; espero ardientemente que, entre vosotros, continúen floreciendo las vocaciones sacerdotales y religiosas, según los ejemplos recibidos; lo repito a los emigrantes, que buscan fuera de la patria, pero con el corazón puesto en sus queridos montes nativos, un porvenir más seguro para sí y para sus propias familias; lo digo a los trabajadores y a todos los carísimos hermanos y hermanas que me escuchan. Sólo así, en la adhesión fiel a Dios que nos ama y que nos ha hablado por medio de su Hijo y nos guía y sostiene por medio de la Iglesia, podremos encontrar aquella nobleza, aquella rectitud, aquella grandeza que ninguna otra cosa en el mundo puede darnos. De ahí nace la verdadera prerrogativa de la gente italiana, cuyo carácter y virtudes vosotros encarnáis tan bien, y sólo así puede garantizarse la continuidad de aquel patrimonio espiritual, que ha dado a la patria y a la Iglesia figuras tan nobles y grandes, cual ha sido para todo el mundo un hombre y un Papa como Juan Pablo I.

He sentido el deber de venir aquí, precisamente para recordaros a vosotros. habitantes de Canale d'Agordo y belluneses todos, así como al entero pueblo italiano, la belleza y la grandeza de vuestra vocación cristiana. Lo he hecho como continuador de la misión de mi Predecesor, la cual se iniciaba hace un año como una aurora llena de esperanza. Como he escrito en mi primera Encíclica Redemptor hominis, «ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo —un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado— divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo, sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida» (n. 2, AAS, 71, 1979, pág. 259; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 de marzo, 1979, pág. 3).

Mi presencia aquí, hoy, no expresa solamente mi sincero amor hacia vosotros, sino que es también el signo público y solemne de este deber mío y quiere testimoniar ante el mundo que la misión y el apostolado de mi Predecesor continúan brillando como luz clarísima en la Iglesia, con una presencia que la muerte no pudo truncar. Más aún, le dio un impulso y una continuidad que nunca conocerán el ocaso.



VISITA PASTORAL A VÉNETO


SANTA MISA, Belluno, Domingo 26 de agosto de 1979

26879

Venerables hermanos obispos, y vosotros, sacerdotes y fieles de ]as Iglesias de Belluno y del Véneto:

1. No podía faltar, después de la visita al pueblo natal de mi amado predecesor Juan Pablo I, una parada, aunque necesariamente breve, en la ciudad que lo vio joven seminarista en el seminario Gregoriano local, y después celoso sacerdote, lleno de amor a Jesús Señor y a las almas. La presente celebración eucarística es por tanto, un renovado homenaje a la memoria bendita de este Papa, cuya grandeza diría que es proporcionalmente inversa a la duración de su ministerio en la sede de Pedro; y es, al mismo tiempo, un signo especial de reverencia y consideración hacia las ilustres diócesis de Belluno y Feltre, tan queridas para él.

Al saludar a cada uno de vosotros aquí presentes —autoridades eclesiásticas y civiles, párrocos, religiosos, religiosas y laicos— mi mirada se alarga y se extiende a toda la tierra véneta, tierra antigua, noble y fecunda, en la que no es raro encontrar de nuevo, "historia teste", en el curso de los siglos, una floración de almas ardientes y generosas, entre las cuales se puede contar con pleno derecho, y no la última, la figura del Papa Luciani.

2; Pero permitidme, a fin de encuadrar mejor nuestra asamblea litúrgica y de darle la necesaria referencia o fundamento que es la Palabra de Dios, permitidme volver a tomar el importante texto evangélico que acabamos de escuchar. Como sabéis, ya desde hace algunas semanas, en los domingos de este período per annum, la Iglesia, con sabia pedagogía, nos hace leer y meditar el gran discurso que tuvo Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, para presentar "el pan de vida" y para presentarse a sí mismo como pan de vida. También hoy se nos propone un pasaje, el final (cf. Jn
Jn 6,60-69), en el que las repetidas y solemnes proposiciones del Señor requieren, por parte nuestra, una respuesta decidida de fe, corno la requirieron entonces por parte de los discípulos. Recordad lo que leímos el domingo pasado: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día". "El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él" (ib., Jn 6,54 Jn 6,56). Son afirmaciones de altísimo contenido espiritual que ciertamente no se comprenden ni se explican con el metro de la razón humana: en efecto, trascienden los límites de la existencia terrena; nos hablan de vida eterna y de resurrección; miran hacia una relación misteriosa entre Cristo y el creyente, que se configura como compenetración recíproca de pensamiento, de sentimiento y de vida. Ahora, ¿de qué modo podemos sintonizar con un discurso de tanta altura? "Muchos de sus discípulos —leemos en el Evangelio de hoy— dijeron: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?"(ib., Jn 6,60).

Se nos presenta, pues, la actitud humana, terrena, como la sugiere el simple raciocinio, ante las perspectivas abiertas por la palabra de Jesús. Pero he aquí que viene sobre nosotros la certeza, porque El mismo asegura: "Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida" (ib., Jn 6,63). Y he aquí ante la ineludible alternativa de aceptar o rechazar estas palabras suyas, la respuesta ejemplar y para nosotros corroborante que dio Pedro: la suya es una profesión de fe magistral: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (ib., Jn 6,69).

Permitidme, hermanos e hijos queridísimos, poner de relieve en este momento la felicidad, la conveniencia y sintonía de esta página evangélica en orden a la circunstancia que encuentra hoy reunidos al Papa y a los fieles de una porción elegida del Pueblo de Dios. He venido de Roma para honrar a mi insigne predecesor, poniéndome en compañía espiritual con él para recorrer de nuevo las fases de su formación moral, sacerdotal y pastoral, y he encontrado, mejor, hemos encontrado juntos sobre nuestros pasos este texto en el que el mismo Pedro, primer Vicario de Cristo, enseña a sus sucesores cuál debe ser la línea a seguir para no faltar al deber apostólico, para no desviarse del camino recto, para responder menos indignamente al designio redentor de Cristo, pastor supremo de la grey. Esta línea es la fe: fe cierta, plena, inquebrantable en la Palabra de Cristo y en la Persona de Cristo: fe como se manifestó en Cesarea de Filipo, cuando es Pedro quien, superando las opiniones limitadas y erróneas de los hombres, reconoce en Jesús "al Cristo, el Hijo de Dios vivo" (cf. Mt 16,16); fe cual se manifiesta en la lectura de hoy, cuando es Pedro quien una vez más confiesa la validez trascendente "para la vida eterna" de las palabras mismas de Cristo. Se trata de una doble y espléndida profesión de fe, que —como observa San León Magno— la repite cada día Pedro en toda la Iglesia (cf. Sermo III. PL 54, 146). Por esto, esta lección vale ante todo para mí y para el formidable ministerio que ha venido a gravitar sobre mis hombros después de la repentina y dolorosa muerte del inolvidable paisano vuestro Juan Pablo I.

3. Pero la aludida oportunidad o conveniencia de este Evangelio es clara también para vosotros, que me estáis escuchando ahora. El tema de la fe de Pedro, esto es, de la fe auténtica y segura, se aplica muy bien, por su ejemplaridad, a los herederos de una tradición religiosa que, en el contexto más amplio de la tradición italiana, se distingue por la solidez, por la coherencia, por la capacidad de incidir sobre las sanas costumbres morales. Hablo de vuestra fe, hermanos de la región de Belluno, una fe que refleja y confirma y da con exactitud la imagen de la fe de la población véneta y, más en general, la fisonomía cristiana de Italia. ¿Qué herencia más preciosa; qué tesoro más querido podría recomendaros el Papa que ha venido a visitaros? Por la gracia de Dios y —es justo reconocerlo— por la incansable dedicación de tantos pastores, este patrimonio está todavía sustancialmente intacto: la fe que vuestros padres os transmitieron como lámpara luminosa, está viva y ardiente; pero con todo, es necesario vigilar y vigilar constantemente (¿recordáis la parábola de las diez vírgenes? cf. Mt Mt 25,1-13), es necesario vigilar y orar (cf. Mt Mt 26,41 Mc 14,34 Mc 14,38 Lc 12,35-40), para que esta lámpara no se apague jamás, sino que resista a los vientos y tempestades, brille con intensidad mayor y con más amplio poder de irradiación, y esté abierta a la comprensión y a la conquista. Hoy hay verdadera necesidad de una fe madura, sólida, valiente frente a las incertidumbres que vienen de algunos hermanos, como los que piensan que Italia es una tierra que ahora ya se está alejando de las tradiciones cristianas, para entrar en la era llamada pos-cristiana. ¡No, hermanos! ¡Yo sé que no es así, y vosotros mismos me respondéis ahora —me habéis respondido ya con vuestra acogida emocionante desde esta mañana—que no es así! Por el conocimiento que tengo de Italia y de los italianos, desde hace muchos años, por la experiencia más directa que he adquirido cada día en estos meses de mi servicio pontificio yo sé que no es así; a pesar de las insidias crecientes y de los peligros mayores, el rostro auténtico de la nación es cristiano, iluminado, como está, por la luz de Cristo y de su Evangelio. De todo esto, por lo demás, ofrece una confirmación indudable la vitalidad que demuestra poseer la misma Italia por cuanto se refiere a la causa de las misiones: la Iglesia italiana —y estoy muy contento de afirmarlo a título de complacencia y alabanza— es fuertemente misionera y, en proporción, esto es, teniendo en cuenta las condiciones económicas de los países privilegiados, es la primera en la escala de las ayudas suministradas a las misiones. Y por encima de este dato externo está la realidad, mucho más importante, de los misioneros —sacerdotes, religiosos, religiosas, personal laico especializado— que, en porcentaje elevadísimo, ofrece Italia, y particularmente el Véneto, para la expansión del reino de Dios.

4. Al llegar aquí, el tema de la fe que hay que —custodiar, profundizar, difundir— me lleva casi naturalmente a dirigirme a los jóvenes. Sabéis que en los encuentros y en las audiencias públicas nunca dejo de hablarles, y lo hago no sólo por la obvia y, se diría interesada razón que supone la misma edad al reservarles el porvenir y al convertirlos, a corto plazo, en protagonistas de los acontecimientos, sino también y sobre todo por las dotes peculiares que son propias de la juventud: el entusiasmo y la generosidad, la. lealtad y viveza, el sentido de la justicia, la pronta disponibilidad para servir a los hermanos en tantas formas de asistencia y caridad, la repulsa de los términos medios, el desprecio de los cálculos mezquinos, la repugnancia por cualquier forma de hipocresía, y yo deseo también el rechazo de cualquier forma de intolerancia y de violencia.

Os diré, pues, jóvenes que me escucháis, que la Iglesia desde siempre, pero hoy más aún que en el pasado, cuenta con vosotros, tiene confianza en vosotros, espera mucho de vosotros en orden al cumplimiento de su misión salvífica en el mundo. Por esto, acoged con corazón abierto esta reiterada llamada mía, que suena a invitación para entrar animosamente en la dinámica de la acción eclesial. ¿Qué sería de la Iglesia sin vosotros? Por eso confía tanto en vosotros. Nos confortan las promesas formales de Cristo, que ha garantizado a la Iglesia su presencia y asistencia ininterrumpidas (cf. Mt 28,20 Mt 16,18); pero no nos eximen del deber permanente de acompañar esta certeza superior con nuestra actividad diligente y asidua. Y precisamente aquí es donde encuentra su puesto mi llamada insistente a vosotros, jóvenes, que tendrá —lo deseo de todo corazón— una respuesta pronta y positiva por parte vuestra.

5. Deseo añadir aún una palabra, sacándola de la documentación que me ha enviado vuestro obispo acerca de la vida pastoral en la diócesis de Belluno y Feltre. Mientras dirijo un saludo especial a esta ciudad, con la pena de no haberla podido visitar, expreso viva satisfacción por cuanto se está haciendo en ambas comunidades para la formación de las nuevas generaciones, para el desarrollo de la actividad catequística, para el incremento de las vocaciones sagradas. Pienso, especialmente, en la próxima visita pastoral y en las "misiones populares", que, según una praxis bien probada, serán su preparación. Puedan estas misiones, confiadas a sacerdotes celosos, y expertos, llegar a todas las familias y grupos asociados, llevándoles —como es el deseo del Pastor— al descubrimiento de Cristo redentor del hombre y al compromiso consiguiente de dar testimonio de El en el mundo.

Pienso también, hermanos, en los problemas sociales de vuestra región, que, por su misma configuración, dispone de escasos recursos y conoce, no sólo hoy, por desgracia, las privaciones y sacrificios de la pobreza. Con cuánta emoción fue acogida la noticia, que referían los diarios, del éxodo anual de Italia, por motivos de trabajo, del padre del pequeño Albino Luciani, y también la de las dolorosas vicisitudes provocadas no sólo en su familia, sino en su pueblo natal y en toda la zona circundante al sobrevenir la guerra mundial de 1915-18. Si este flagelo parece ahora afortunadamente lejano, permanecen sin embargo otras realidades dolorosas, como la pobreza de la tierra, las calamidades de diverso género (recuerdo solamente el desastre del Vaiont y el terremoto que afectó hace algunos años al territorio de las buenas poblaciones del Friuli), la inminente amenaza de la desocupación o la incertidumbre del puesto de trabajo, la persistente y siempre triste necesidad de la emigración, tanto permanente como en determinadas estaciones.

Vuestra tierra, queridos fieles, es verdaderamente una tierra templada por el sacrificio, y yo tengo el deber de reconocer y de señalar como ejemplo, junto al fervor de vuestra fe y el apego a las tradiciones locales, el conjunto de virtudes humanas y civiles que poseéis. ¿Quién no sabe que la guerra de hace 60 años ha dejado entre vosotros huellas profundas y causado grandes sufrimientos? Sin embargo, esto ha robustecido y desarrollado en medio de vosotros el sentimiento patriótico y el vínculo de solidaridad nacional. También quiero exaltar estos valores porque, lo mismo que definen el perfil de un pueblo, así también se armonizan sin contradicción de ninguna clase con la genuina espiritualidad religiosa. Pero me apremia todavía más —y me parece unir de este modo mi voz a la voz tan cálida y persuasiva y para vosotros tan familiar del Papa Luciani— dejaros como recuerdo de la visita una exhortación especial a la fortaleza, que es a un tiempo alta cualidad humana y típica virtud cristiana. ¡Sed fuertes en la fe, fuertes en la laboriosidad, fuertes en el espíritu de sacrificio! Este será el modo más adecuado y digno de honrar, con los hechos, la amable figura de vuestro y nuestro Juan Pablo I.

(Palabras en alemán)

Dirijo un saludo particular desde aquí a los fieles de lengua alemana que se encuentran entre la población de estos maravillosos valles y montañas. También quiero saludar a los turistas de los países cercanos, que en este periodo pasan aquí sus vacaciones y se hallan presentes en los distintos lugares de mi visita de hoy a la patria del Papa Juan Pablo I.

Encomiendo a la maternal protección de María los múltiples contactos entre los hombres, por encima de toda frontera, raza y nación, los cuales precisamente en esta región son tan numerosos y se demuestran fructíferos. ¡Continuad profundizando y reforzando de este modo la mutua comprensión y la convivencia pacífica entre los diversos grupos étnicos y entre los pueblos! María, la Madre de la Iglesia, es al mismo tiempo también la Reina de la Paz.

¡María, Reina de la Iglesia y Reina de la Paz, ruega por nosotros!


MISA PARA LOS PEREGRINOS DE LA DIÓCESIS DE VITTORIO VÉNETO Castelgandolfo Martes 28 de agosto de 1979

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Saludo cordialmente al señor obispo y a los queridísimos sacerdotes y fieles de la diócesis de Vittorio Véneto.

¡Bienvenidos a la casa del Papa!

Ya hace un año habíais manifestado al Santo Padre Juan Pablo I, recién elegido al Sumo Pontificado, el vivo deseo de encontraros nuevamente con él en el primer aniversario de su elección: había sido durante 11 años vuestro Pastor y le habíais amado, seguido, venerado; y, aun cuando había llegado a Papa, continuaba siendo un poco vuestro; ¡y justamente! Por esto queríais encontraros de nuevo con él, que ciertamente nunca os había olvidado.

Y, en cambio, por los misteriosos e imprevisibles designios de Dios, estáis hoy aquí en peregrinación de plegaria ante su tumba en la cripta vaticana; estáis aquí, reconocidos al amor que os tuvo, pero también impresionados todavía, y casi sin creerlo, por el rápido cambio de las cosas, ocurrido en tan breve período de tiempo. Pero él mismo, el inolvidable Juan Pablo I, tan afable y lleno de sabiduría, nos consuela y nos anima con su sonrisa, confiándonos a la bondad infinita de la Providencia que trastrueca, pero no confunde los planes humanos.

Y, en efecto, vosotros habéis querido realizar igualmente vuestra peregrinación para encontraros son su sucesor, elegido por la voluntad de Dios para la Cátedra de Pedro. Vuestra peregrinación, organizada por el semanario diocesano L'Azione, que celebra su 75 aniversario de existencia, es un testimonio de fe y amor, y yo, mientras os presento mi saludo más cordial y mi agradecimiento más sentido, os aseguro también mi predilección especial.

Efectivamente, en vuestra diócesis, durante 11 años, Juan Pablo I pudo manifestar sus altas cualidades pastorales que le llevarían después al supremo solio apostólico. El ya no está visiblemente entre nosotros, porque así lo ha querido el Señor; pero permanece ahora y permanecerá siempre luminoso y benéfico en la Iglesia y en la humanidad con su ejemplo y sus enseñanzas.

Hoy la liturgia de la fiesta de San Agustín se presta magníficamente para celebrar su figura y grabarla aún más a fondo en nuestros corazones.

1. Reflexionemos ante todo sobre la humildad del Papa Juan Pablo 1.

Podemos decir que lo que impresionó profundamente desde los años de su adolescencia fue la certeza del amor de Dios y la grandeza de la llamada al sacerdocio.

En su primera carta, San Juan, el confidente del Divino Maestro, nos descubre quién es Dios y cuál es la relación entre Dios y el hombre: "Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El. En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (
1Jn 4,8-10).

He aquí la revelación grande y definitiva que la "palabra de Dios" ofrece al hombre de todos los tiempos: Dios es amor y la manifestación que garantiza este amor es la encarnación del Verbo y su muerte en la cruz.

El Papa Juan Pablo I estuvo siempre íntimamente apremiado por esta realidad suprema del amor preveniente de Dios, y, en consecuencia, por la necesaria humildad del hombre, que no puede alegar derechos o ensoberbecerse.

Además, siempre estuvo convencido de la gratuidad y del valor inmenso de la llamada al sacerdocio y luego al Episcopado, para los que siempre se consideraba personalmente pequeño, pero grande en virtud de la amistad e intimidad que Jesús mismo da: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16)

Por esto vivió humildemente y enseñó continuamente la humildad, y, cuando Juan XXIII lo nombró obispo, él, como bien sabéis, tomó como lema para el escudo episcopal la palabra "Humilitas".

170 Este fue siempre su ideal y, elegido Papa, en la audiencia del 6 de septiembre se apresuró a decir: "¡El Señor ha recomendado tanto ser humildes! Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles somos. En cambio la tendencia de todos nosotros es más bien lo contrario: ponerse en primera fila. Humildes, humildes: es la virtud cristiana que a todos toca".

De este profundo y convencido sentido de humildad nacía su extrema confianza en Dios, que es Padre, amor, misericordia, y brotaba también su alegría, su constante sonrisa, su humorismo que irrumpía vivaz y persuasivo en todos sus escritos. Su alegría nacía de la fe y de la humildad, como había afirmado Jesús: "Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (
Jn 15,11).

¡Ha sido una gran lección, que no debemos olvidar!

2. Reflexionemos también sobre el servicio a la verdad del Papa Juan Pablo I.

Tuvo el culto a la verdad y todos sus estudios y lecturas, inteligentes y metódicos, estuvieron en función y en perspectiva de la verdad y de su anuncio; y de joven, de sacerdote y después de obispo, se sintió siempre y solamente al servicio de la Verdad y de su anuncio para la salvación del mundo.

Su primer estímulo como obispo, en un período doctrinalmente muy difícil para la Iglesia a causa de hipótesis y novedades incontroladas y confusas, fue la denodada defensa de la ortodoxia y de la disciplina.

Una vez Papa, en el discurso que tuvo al clero de Roma, el 7 de septiembre de 1978, citando a San Agustín, exponía el deber primero y principal del obispo, que él siempre cumplió firmemente: "Praesumus —decía San Agustín—. si prosumus; nosotros los obispos gobernamos sólo si servimos: nuestro gobierno es cabal si se concreta en servicio o se ejerce con miras al servicio, con espíritu y estilo de servicio. Sin embargo, este servicio episcopal fallaría si el obispo no quisiera ejercer los poderes recibidos. Sigue diciendo San Agustín: él obispo que no sirve a la gente es sólo un foenus custos, un espantapájaros colocado en los viñedos para que los pájaros no piquen las uvas. Por ello está escrito en la Lumen gentium: "Los obispos gobiernan... con los consejos, las exhortaciones, los ejemplos, pero también con la autoridad y la sacra potestad".

La defensa y el anuncio de la verdad fue su estímulo y su tormento, y fue también su gloria, seguidor de los grandes Pastores que fueron sus ideales: San Agustín, San Gregorio Magno, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio.

Y como San Agustín, el Papa Juan Pablo I parece decirnos: "Si tu fe duerme en tu corazón, Cristo duerme en cierto modo en tu barca, porque Cristo por medio de la fe habita en ti. Cuando comienzas a sentirte turbado, despierta a Cristo que duerme; despierta de nuevo tu fe, y sabe que El no te abandona" (En. in Ps 90,11 PL Ps 37,145).

¡Escuchemos su palabra: es un maestro de fe!

3. Finalmente, reflexionemos también sobre la bondad del Papa Juan Pablo I.

171 El había comprendido bien la lección de San Juan: "El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve" (1Jn 4,20).

Jesús había dicho a los Apóstoles: "Nadie tiene mayor amor que éste de dar uno la vida por sus amigos". Y les había dado el mandamiento nuevo: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado".

Se puede decir que Juan Pablo I había hecho de estas palabras el programa de toda su vida.

Siempre cortés, afable, sonriente, quiso que su apostolado y su pastoral fueran el símbolo de la bondad y de la caridad hacia todos, especialmente hacia los sacerdotes, los enfermos, los niños, los pobres.

Al ponerse en comunicación con los fieles de la diócesis de Vittorio Véneto, confiados a él, escribió: "Sería un obispo verdaderamente desdichado si no os amara", y añadía: "Puedo aseguraros que os amo, que sólo quiero serviros y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, lo poco que tengo y soy".

Ajeno a palabras vanas, entregó, en cambio, toda su vida, yendo a visitar parroquias y enfermos, sacerdotes y asociaciones, llevando su consuelo a los hermanos en Burundi y a los enfermos en peregrinación a Lourdes.

Y con el ejemplo y la palabra enseñó siempre y a todos a amar, como se lee en la magnífica carta escrita a Santa Teresa de Lisieux, donde escribía: "Ver el rostro de Cristo en el del prójimo es el único criterio que nos garantiza un amor serio a todos, más allá de antipatías, ideologías y simples filantropías" ("Ilustrísimos señores", Biblioteca Autores Cristianos, Madrid, 1978, .pág. 182).

Y el último domingo de su vida, en el rezo del Ángelus, dio su póstuma enseñanza de caridad: "La gente a veces dice: estamos en una sociedad totalmente podrida, totalmente deshonesta. Esto no es cierto. Hay todavía mucha gente buena, mucha gente honesta. Más bien habría que preguntarse: ¿Qué hacer para mejorar la sociedad? Yo diría: Que cada uno trate de ser bueno y contagiar a los demás con una bondad enteramente imbuida de la mansedumbre y del amor enseñados por Cristo" (24 de septiembre). Fue su testamento de amor imbuido de un animoso optimismo cristiano, que debemos considerar precioso y ponerlo en práctica.

Queridísimos sacerdotes y fieles: ¡Cuántas cosas nos ha enseñado el Papa Juan Pablo I!

¡Dichosos vosotros que habéis podido gozar durante tantos años de la presencia de un padre tan bueno!

El, aunque inmerso en la "ciudad de los hombres", para iluminarlos y salvarlos, se sentía miembro de la "Ciudad de Dios", y dirigiéndose a Cristo pudo decir siempre con San Agustín: "A ti sólo te amo, a ti sólo te sigo, a ti sólo te busco y estoy dispuesto a estar sometido sólo a ti, porque sólo tú ejerces el señorío con justicia y yo deseo ser conducido por ti" (Soliloquios 1, 1, 5-6).

172 ¡El nos dice esto también a nosotros, todavía peregrinos en esta tierra!

Hagamos nuestra la oración que él solía rezar: "Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis deficiencias, pero hazme como Tú deseas".

La Virgen Santísima que le guió "con delicada ternura" en su vida de niño, de sacerdote, de obispo y de Papa, os guíe también a vosotros, sus antiguos y siempre amados fieles, hacia una vida intensamente cristiana, hacia la alegría eterna del cielo.

Y tened siempre presente y propicia también mi especial y afectuosa bendición.



B. Juan Pablo II Homilías 165