B. Juan Pablo II Homilías 172


SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LAS GRACIAS

Y DE SANTA MARÍA GORETTI



Nettuno

Sábado 1 de septiembre de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas:

En un período todavía de relativo descanso y de vacaciones, nos encontramos aquí esta tarde en torno al altar del Señor, para celebrar juntos la Eucaristía, meditando sobre el fenómeno del turismo, tan importante hoy en nuestra vida humana y cristiana.

Muy gustosamente he acogido la invitación de venir a estar con vosotros para veros, escucharos, traeros mi saludo cordial y manifestaros mi afecto, orar con vosotros y reflexionar sobre las verdades supremas, que deben ser siempre luz e ideal de nuestra vida.

En esta plaza de Nettuno, ante la iglesia donde descansan los restos mortales de la joven mártir Santa María Goretti, de cara al mar, símbolo de las cambiantes y a veces tumultuosas vicisitudes humanas, escuchemos las enseñanzas de la Palabra de Dios que brotan de las lecturas de la liturgia.

1. La "Palabra de Dios" ante todo expone la identidad y el comportamiento del cristiano.

173 ¿Quién es el cristiano? ¿Cómo debe comportarse el cristiano? ¿Cuáles son sus ideales y preocupaciones?

Son preguntas de siempre, pero se hacen mucho más actuales en nuestra sociedad de consumo y permisiva, en la que sobre todo el cristiano puede tener la tentación de ceder a la mentalidad común, poniendo en segundo plano su excelente y heroica vocación de mensajero y testigo de la Buena Nueva.

— El Apóstol Santiago en su carta especifica claramente la identidad del cristiano: "Todo buen don y toda dádiva viene de arriba, desciende del Padre de las luces, en el cual no se da mudanza ni sombra de alteración. De su propia voluntad nos engendró por la palabra de la verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas" (Sant 1, 17-18)

El cristiano, es, pues, una criatura especialísima de Dios, porque, mediante la gracia, participa de la misma vida trinitaria; el cristiano es un don del Altísimo al mundo: desciende de lo alto, del Padre de las luces.

¡No podía describirse mejor la maravillosa dignidad del cristiano e incluso su responsabilidad!

— Por esto, el cristiano debe comprometer a fondo su voluntad y vivir su vocación con coherencia. Dice también Santiago: "Recibid con mansedumbre la palabra injerta en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Ponedla en práctica y no os contentéis sólo con oírla, que os engañaría" (Sant 1, 21-22).

Son afirmaciones muy serias y severas: el cristiano no debe traicionar, no debe ilusionarse con palabras vanas, no debe defraudar. Su misión es sumamente delicada, porque debe ser levadura en la sociedad, luz del mundo, sal de la tierra.

— El cristiano se convence cada día más de la dificultad enorme de su compromiso: debe ir contra corriente, debe dar testimonio de verdades absolutas pero no visibles, debe perder su vida terrena para ganar la eternidad, debe hacerse responsable incluso del prójimo para iluminarlo, edificarlo, salvarlo. Pero sabe que no está solo. Lo que decía Moisés al pueblo israelita, es inmensamente más verdadero para el pueblo cristiano: "¿Cuál es en verdad la gran nación que tenga dioses tan cercanos a ella como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos?" (
Dt 4,7). El cristiano sabe que Jesucristo, el Verbo de Dios, no sólo se ha encarnado para revelar la verdad salvífica y para redimir a la humanidad, sino que se ha quedado con nosotros en esta tierra, renovando místicamente el sacrificio de la cruz, mediante la Eucaristía y convirtiéndose en manjar espiritual del alma y compañero en el camino de la vida.

He aquí lo que es el cristiano: una primicia de las criaturas de Dios, que debe mantener pura y sin mancha su fe y su vida.

2. La "Palabra de Dios", en consecuencia, ilumina también el fenómeno del turismo.

En efecto, la revelación de Cristo, que ha venido a salvar a todo el hombre y a todos los hombres, ilumina e interpreta todas las realidades humanas. También la realidad del turismo se debe contemplar a la luz de Cristo.

174 — Indudablemente el turismo es ahora ya un fenómeno de la época y de masas: se ha convertido en mentalidad y costumbre, porque es un fenómeno "cultural" causado por el aumento de los conocimientos, del tiempo libre y de la posibilidad de movimientos; y un fenómeno "psicológico", fácilmente comprensible, dadas las estructuras de la sociedad moderna: industrialización, urbanización, despersonalización, por las que cada individuo siente la necesidad de distensión, de distracción, de cambio, especialmente en contacto con la naturaleza; y es también un fenómeno "económico", fuente de bienestar.

— Pero el turismo, como todas las realidades humanas, es también un fenómeno ambiguo, es decir, útil y positivo si está dirigido y controlado por la razón y por algún ideal; negativo si decae a simple fenómeno de consumo, de frenesí, a actitudes alienantes y amorales, con dolorosas consecuencias para el individuo y para la sociedad.

— Y por esto es necesaria también una educación, individual y colectiva, al turismo, para que se mantenga siempre al nivel de un valor positivo de formación de la persona humana, esto es, de justa y merecida distensión, de elevación del espíritu, de comunión con el prójimo y con Dios. Por esto es necesaria una profunda y convencida educación humanista para la acogida, el respeto del prójimo, para la gentileza, la comprensión recíproca, para la bondad; es necesaria también una educación ecológica, para respetar el ambiente y la naturaleza, para el sano y sobrio goce de las bellezas naturales, que tanto descanso y exaltación dan al alma sedienta de armonía v serenidad; y es necesaria sobre todo una educación religiosa para que el turismo no turbe jamás las conciencias y no rebaje nunca al espíritu, sino al contrario, lo eleve, lo purifique, lo levante al diálogo con el Absoluto y a la contemplación del misterio inmenso que nos envuelve y atrae.

Esta es, a la luz de Cristo, la concepción del turismo, fenómeno irreversible e instrumento de concordia y amistad.

3. Finalmente, en este lugar concreto, todos estamos invitados a mirar la figura de Santa María Goretti.

No lejos de aquí, el 6 de julio de 1902, se efectuó la tragedia de su asesinato y, al mismo tiempo, la gloria de su santificación mediante el martirio por la defensa de su pureza. Nos encontramos junto a la iglesia dedicada a ella, donde descansan sus restos mortales, y debemos detenernos un momento en meditación silenciosa.

María Goretti, adolescente de apenas 12 años, se mantuvo pura en este mundo, como escribe Santiago, aun a costa de la misma vida; prefirió morir antes que ofender a Dios.

"¡No! —dijo a su desenfrenado asesino—. ¡Es pecado! ¡Dios no quiere! ¡Tú vas al infierno!".

Desgraciadamente, su fe no valió para detener al tentador, que, luego, gracias a su perdón y a su intercesión, se arrepintió y se convirtió. Ella cayó mártir por su pureza.

"Fortaleza de la virgen —dijo Pío XII—, fortaleza de la mártir; que la juventud colocó en una luz más viva y radiante. Fortaleza que es a un tiempo tutela y fruto de la virginidad" (Discorsi e Radiomessaggi, IX, pág. 46).

María Goretti, luminosa en su belleza espiritual y en su ya lograda felicidad eterna, nos invita precisamente a tener fe firme y segura en la "Palabra de Dios", furente única de verdad, y a ser fuertes contra las tentaciones insinuantes y sutiles del mundo. Una cultura intencionadamente antimetafísica produce lógicamente una sociedad agnóstica y neo-pagana, a pesar de los esfuerzos encomiables de personas honestas y preocupadas por el destino de la humanidad. El cristiano se encuentra hoy en una lucha continua, también él se convierte en "signo de contradicción" por las opciones que debe realizar.

175 Os exhorto, especialmente a vosotras, jovencitas: ¡mirad a María Goretti! ¡No os dejéis seducir por la atmósfera halagüeña que crea la sociedad permisiva, afirmando que todo es lícito! ¡Seguid a María Goretti! ¡Amad, vivid, defended con alegría y valor vuestra pureza! ¡No tengáis miedo de llevar vuestra limpidez en la sociedad moderna, como una antorcha de luz y de ideal!

Os diré con Pío XII: "¡Arriba los corazones! Sobre los cenagales malsanos y sobre el fango del mundo se extiende un cielo inmenso de belleza. Es el cielo que fascinó a la pequeña María; el cielo al que ella quiso subir por el único camino que lleva a él: la religión, el amor a Cristo, la observancia heroica de sus mandamientos. ¡Salve, oh delicada y amable Santa! ¡Mártir de la tierra y ángel en el cielo! ¡Desde tu gloria vuelve tu mirada a este pueblo que te ama, te venera, te glorifica, te exalta!" (Discorsi e Radiomessaggi, Vol. XII, págs. 122-123).

Hermanos queridísimos:

María Santísima, a la que tanto amó y rezó María Goretti, especialmente con el Santo Rosario, os ayude a mantener siempre viva y fervorosa vuestra identidad cristiana, en todas partes, en todas las realidades terrenas.

Un último pensamiento me viene espontáneamente aquí, hoy, 1 de septiembre, doloroso aniversario, que tiene incluso un significado de profunda advertencia para la conciencia cristiana y para la reflexión humana. Hace 40 años, el 1 de septiembre de 1939, un huracán de fuego y destrucción se abatía sobre la primera nación víctima, Polonia, dando comienzo al incendio cada vez más vasto y cada vez más devastador, de la segunda guerra mundial. Este recuerdo nos debe estimular a la oración para obtener de la gracia del Señor que sean conjuradas las tentaciones de tensiones y egoísmos que se presentan entre los pueblos, y que desembocan naturalmente en formas de hostilidades y odios, difíciles de frenar después. También Anzio y Nettuno, en la primavera de 1944, fueron embestidos por una tempestad de fuego que se abatió, entre el cielo y el mar, sembrando la muerte sobre esta sonriente región; y mientras, durante algunos meses, se disputaban la tierra, palmo a palmo, las fuerzas contrapuestas, las poblaciones aterrorizadas perdían a muchas personas queridas, la propia casa y el fruto de los campos trabajados con sudores y fatiga.

Roguemos al Señor por el descanso de los que dieron la vida en favor de la libertad y por los que, obligados a enfrentarse, descansan ahora acogidos por la misma tierra que los vio luchar entre sí; roguemos para que Dios nos preserve y preserve a toda la humanidad del flagelo de la guerra que, si hubiera de volver, adquiriría dimensiones apocalípticas aún más terribles. La misericordia de Dios conceda paz a los muertos, dé a nuestra generación, especialmente a los jóvenes que se abren a la vida, una valiente y convencida adhesión a los ideales de colaboración y de paz.





SANTA MISA EN LA IGLESIA DE NUESTRA SEÑORA DEL LAGO


Castelgandolfo

Domingo 2 de septiembre de 1979



Queridísimos fieles:

El día de la solemnidad de la Asunción de María Santísima de 1977, vuestra parroquia estaba toda de fiesta: el Papa Pablo VI venía con gran gozo a celebrar la santa Misa en esta iglesia del Lago, que él quiso hacer erigir aquí, en estas riberas, para bien de los fieles residentes y de los turistas. Era la realización de un vivo deseo suyo, nacido de su afán pastoral. Y así podemos decir que también esta iglesia, como toda su infatigable obra doctrinal, disciplinar, diplomática, demuestra de modo convincente que Pablo VI tuvo única y constantemente una intención pastoral, tanto en general para la Iglesia universal y para la humanidad, como en particular para Roma, para la diócesis de Albano y para esta ciudad de Castelgandolfo, su residencia veraniega.

Por esto me encuentro aquí con vosotros esta mañana, ante todo para honrar una vez más a la persona de mi amado predecesor y para agradecerle todo el bien que ha realizado en medio de tantas dificultades y exigencias, y además para encontrarme personalmente con vosotros en torno al altar del Señor en esta iglesia nueva y moderna.

176 Recibid, por tanto, mi saludo cordial, que nace del afecto que siento por vosotros, porque también yo formo parte de esta comunidad durante los meses de verano; saludo que gustosamente hago extensivo también a los enfermos, a las personas ancianas y a todos los que no están presentes. Con vosotros dirijo mi agradecido pensamiento de modo especial al obispo, mons. Gaetano Bonicelli, al párroco, a sus colaboradores y a todas las autoridades que han querido participar en este encuentro de fe y de oración. Hoy la liturgia nos propone un tema muy importante e interesante: la vida moral del cristiano. Es un tema de valor esencial, especialmente hoy en la sociedad moderna.

1. El cristiano sabe que el fin de la vida es la felicidad.

En efecto, la razón y la revelación afirman categóricamente que ni el universo ni el hombre son autosuficientes y autónomos. La gran filosofía perenne demuestra la necesidad absoluta de un Primer Principio, increado e infinito, Creador y Señor del universo y del hombre. Y la revelación de Cristo, Verbo encarnarlo, nos habla de Dios que es Padre, Amor, Santísima Trinidad.

Surge inmediatamente la pregunta: ¿para qué nos ha creado Dios?

Y la respuesta es metafísicamente segura: Dios ha creado al hombre para hacerle partícipe de su felicidad. El bien es difusivo; y Dios, que es la felicidad absoluta y perfecta, ha creado al hombre sólo para sí mismo, es decir, para la felicidad. Una felicidad gozada va en parte durante el período de la vida terrena, y luego totalmente en el más allá, en el Paraíso.

Recordemos lo que dijo Jesús a los Apóstoles: `"Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (
Jn 15,11).

Recordemos también lo que San Pablo escribía a los romanos: "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rm 8,18).Así San Juan deseaba que la alegría de los cristianos fuese perfecta (cf. 1Jn 1,4). Si la mentalidad moderna duda y vacila en hallar el significado último de por qué debemos nacer, vivir y morir después de experiencias tan dramáticas y dolorosas, he aquí que Jesús viene a iluminarnos y asegurarnos sobre el verdadero sentido de la vida: "Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida" (Jn 8,12).

Jesús nos asegura que el hombre ha nacido para la felicidad, porque es criatura de Dios, felicidad infinita.

2. El cristiano conoce el camino para alcanzar la felicidad.

Una vez comprobado el fin de la vida, permanece el problema de lograrlo, o sea, de no equivocar el camino, de conquistar verdaderamente la felicidad que constituye el anhelo y el tormento del hombre. Y Dios, que es bondad y sabiduría infinita, no podía dejar al hombre en poder de las dudas y de las pasiones que lo perturban.

Efectivamente, el Señor ha indicado el camino seguro para el logro de la felicidad en la ley moral, expresión de su voluntad creadora y salvífica, o sea en los diez mandamientos, inscritos en la conciencia de cada hombre, históricamente manifestados al pueblo israelita y perfeccionados por el mensaje evangélico.

177 Lo que Moisés decía al pueblo elegido vale para todos los hombres: "Guardadlos y ponedlos por obra, pues en ellos están vuestra sabiduría y vuestro entendimiento a los ojos de los pueblos" (Dt 4,6).

Y Jesús recalca: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.:. El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama" (Jn 14,15 Jn 14,21).

San Juan en su carta advierte además que el amor de Dios, fuente y garantía de la felicidad verdadera, no es vago, sentimental, sino concreto y comprometido: "Pues éste es el amor de Dios. que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pesados" (1Jn 5,3). El que consciente y deliberadamente quebranta la ley de Dios, va inexorablemente hacia la infelicidad. Pero el cristiano posee, en cambio, el secreto de la felicidad.

Pablo VI decía con palabras sabias: "Si yo soy cristiano, poseo la clave interpretativa de la auténtica vida, la fortuna suprema, el bien superior, el primer grado de la verdadera existencia, mi intangible dignidad, mi libertad inviolable" (Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1972, pág. 117).

3. Finalmente, el cristiano camina con Cristo hacia la felicidad.

Santiago en su carta exhorta a caminar con valentía y diligencia por este camino de la felicidad. "Recibid con mansedumbre la palabra injerta en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Ponedla en práctica y no os contentéis sólo con oírla, que os engañaría" (Sant 1, 21-22).

Y Jesús insiste sobre la coherencia cristiana: no bastan las afirmaciones y las ceremonias externas, es necesaria la vida coherente, "la religión pura e inmaculada" (Sant 1, 27), la práctica de la ley moral.

¡No es fácil caminar hacia la felicidad!

Jesús mismo nos advierte: "¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos dan con ella" (Mt 7,14).Pero ¡qué horizontes abre este camino! ¡El cristiano se hace partícipe de la misma vida trinitaria, mediante la gracia; tiene un modelo en Jesús, una fuerza en su presencia, y en la lucha cotidiana para observar la ley moral se nutre del Pan Eucarístico, se alimenta de la oración, se abandona confiadamente en los brazos de Cristo, maestro y amigo!

El camino hacia la felicidad, aun cuando sea alguna vez fatigoso y difícil, se convierte entonces en un acto constante de amor a Cristo, que nos acompaña y nos espera.

Queridísimos fieles:

178 Recorred también vosotros con valentía y amor este camino hacia la felicidad y sed ejemplo para el mundo que, cerrando los ojos a la luz de la verdad se encuentra a veces perdido como en un dramático laberinto.

Pablo VI, en aquel jubiloso domingo, que recordé al principio, viendo aproximarse el umbral del más allá, tomaba ocasión para saludaros a todos y confiaros a María Santísima: "Sed bendecidos en el nombre de María". Así terminaba su conmovida homilía. En recuerdo suyo y con su enseñanza, también yo os bendigo, confiándoos a María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia.



SANTA MISA PARA LOS ENFERMOS DE LA CLÍNICA

"REGINA APOSTOLORUM" DE ALBANO


Lunes 3 de septiembre de 1979



Heme aquí en medio de vosotras, hermanas queridísimas, a quienes la enfermedad con sus pruebas durísimas reserva una más íntima unión con Cristo que sufre. Os saludo con afecto paterno, os agradezco la invitación que me habéis hecho y sobre todo lo mucho que sabéis sufrir y ofrecer por la salvación de tantas almas.

1. "Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír" (Lc 4,21).

Con estas palabras divinas el Señor Jesús, en la sinagoga de Nazaret, da cumplimiento y realización a las Escrituras y a la salvación contenida en ellas.

También la exhortación de San Pablo a los habitantes de Tesalónica, que hemos escuchado en la primera lectura de esta sagrada liturgia, nos impulsa a considerar el tiempo de la esperanza, no como los paganos que no tienen este consuelo (1Th 4,13), sino como el tiempo de Dios, el hoy de Dios, esto es, el "tiempo breve" (cf. 1Co 7,29), que nos está reservado para realizar la salvación.

Esta salvación no consiste en una realidad abstracta, o en un sistema filosófico, sino en una Persona: es Jesús mismo, que ha sido enviado por el Padre para realizar la obra de la liberación de cuantos son "pobres", "oprimidos", "prisioneros", "enfermos", según el pasaje del profeta Isaías proclamado ahora en el Evangelio (cf. Lc 4,18-19 e Is 61,1-2), superando para ello pruebas y rechazos en su patria y fuera de ella, y afrontando la pasión y la muerte.

2. Tiempo privilegiado de Dios es sobre todo aquel en el que escuchamos y acogemos con fe la palabra divina, que "penetra hasta lo íntimo... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón" (He 4,12), y por lo tanto se encarna en nosotros; pero lo es igualmente el que se realiza en el signo sacramental, y sobre todo en la Eucaristía, que nos disponemos a compartir juntos en esta santa Misa, en la que el tiempo de Dios se mide con el binomio inseparable de la muerte y la resurrección. Efectivamente, en el sacrificio eucarístico se realiza en nosotros, de manera admirable, el acontecimiento salvífico, el tiempo de la salvación que envuelve totalmente tanto la vida individual, como la comunitaria, de todos nosotros. En él se verifica una conversión personal mediante la unión con Cristo víctima, y al mismo tiempo una conversión comunitaria, expresada en el intercambio del perdón y de la paz entre los presentes.

A este propósito, San Gregorio Magno, mí venerado predecesor, cuya memoria celebramos hoy, en algunos textos famosos, define muy bien estos dos momentos que se realizan en el sacrificio eucarístico. Afirma el gran doctor de la Iglesia: "Cristo será verdaderamente para nosotros hostia de reconciliación con Dios, si procuramos convertirnos en hostias nosotros mismos"; y respecto a la dimensión comunitaria que en la santa Misa nos hace pedir y otorgar el perdón y nos reconcilia con los hermanos, dice: "Dios no recibe nuestra ofrenda, si no se quita antes la discordia del corazón" (cf. Diálogos, cap. 58 y 60).

3. He aquí, queridísimas hermanas, algunas reflexiones sencillas sobre los tiempos y sus modos de salvación, que nos ofrecen las lecturas de los pasajes bíblicos de esta Misa. Continuad comprometiéndoos en una realización cada vez más consciente de estos grandes temas de nuestra fe. En los momentos en que podáis sentir la debilidad humana, que lleva consigo la enfermedad, acordaos de la experiencia maravillosa de San Pablo que, atormentado por su "aguijón de la carne", fue confortado por el Señor con estas palabras: "Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder" (2Co 12,9).

179 Por mi parte, os aseguro que, si cuento mucho con el apoyo espiritual de todos los enfermos, confío mucho más en vosotras, en vuestras oraciones, en el valor de vuestros sufrimientos, porque vosotras unís al carisma de la vocación de una vida totalmente consagrada a Dios la riqueza inigualable de vuestra enfermedad, de modo que cada una de vosotras puede decir verdaderamente: Adimpleo. Por esto os pido: continuad ayudando de este modo a la Iglesia; edificándola con vuestros sacrificios ocultos, con vuestra cooperación misteriosa y dolorosa; continuad ayudando a la humanidad para que logre esa salud interior, que es sinónimo de serenidad y de paz del alma, sin la cual nada valdrían la salud física y cualquier otro bienestar terreno.

Os asista en este esfuerzo común la Virgen Santísima a la que invocáis con el título de "Reina de los Apóstoles", y aletee siempre sobre vosotras el bendito espíritu de vuestro venerado fundador don Giacomo Alberione, de cuyo corazón apostólico brotó este providencial sanatorio y casa de cristiana asistencia. Amén.





EXEQUIAS DEL CARDENAL ALBERTO DI JORIO



Basílica de San Pedro

Jueves 6 de septiembre de 1979



Señores cardenales,
venerables hermanos,
queridísimos hijos e hijas:

Nos encontramos reunidos hoy para la celebración litúrgica de los funerales del llorado cardenal Alberto di Jorio, llamado por Juan XXIII, de feliz memoria, a formar parte del Sacro Colegio desde 1958. Todo el arco de su larga vida estuvo al servicio del Señor v de la Iglesia. De modo especial entregó gran parte de sí a esta Sede Apostólica, por la que gastó sus mejores energías.

Tenemos, por tanto, un deber de gratitud para con él, que cumplimos una vez más hoy, aquí, públicamente ante el Señor.

Toda su existencia terrena se puede sintetizar en torno a estas tres características: fue un buen sacerdote, administrador diligente, bienhechor generoso. De la primera es índice la múltiple actividad del sagrado ministerio, que ejerció desde los primeros años de presbiterado; prueba de la segunda son los varios decenios de servicio, tanto al Vicariato de Roma, como a la Santa Sede; documentos elocuentes de la tercera son las varias iniciativas de promoción social, cultural y eclesial. Se trata de cualidades buenas y de obras buenas, que el Señor ciertamente aprecia, tal como alabó, aunque sea en términos de parábola, al siervo bueno y fiel, que había hecho fructificar ampliamente los talentos recibidos, no guardándolos para él, sino devolviéndolos multiplicados a su señor (cf. Mt Mt 25,14-21). Pues bien, la recompensa por un servicio tan prolongado, fiel y fecundo, no puede menos de dársela el Señor mismo, y nosotros estamos aquí precisamente para implorársela grande y beatificante.

La liturgia misma nos orienta a esta finalidad, y enriquece aún más nuestra meditación mediante las lecturas bíblicas que acabamos de escuchar. Las tres están centradas en el tema de la comunión con Dios, que comienza ya en esta vida, mediante la redención que nos ha proporcionado Cristo, y florece después en la vida futura, sin ocaso, más allá de la historia.

180 En el Evangelio de Juan, Jesús afirma solemnemente que es voluntad explícita del Padre celeste "que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna" (6, 4). Pero en el sentido de San Juan, la "vida eterna" no está reservada sólo al futuro del más allá, sino que se realiza ya desde ahora en la adhesión de fe al Logos divino, encarnado en este mundo, de manera que en lo íntimo de nuestra existencia histórica, tan densa de compromisos, de actividades, de preocupaciones, se convierte en principio secreto, pero dinámico, de fermentación y transformación de todo nuestro ser y obrar. Este es el principio cristiano y sacerdotal que dirigió e inspiró ciertamente la existencia del eminente difunto y que debe estar en la base de la vida de cada uno de los bautizados.

La posibilidad misma de esta maravillosa realidad viene del hecho de que, como anuncia San Pablo en la segunda lectura, "siendo pecadores, murió Cristo por nosotros" (
Rm 5,8), alterando incluso las reglas humanas del heroísmo, que puede llevar a lo sumo "a morir por un justo" (ib., 5, 7). Lo que Cristo ha hecho en la cruz es, por una parte, motivo eficaz de nuestra salvación y reconciliación con Dios (cf. ib., 5, 10), pero, por otra, debe convertirse también en estímulo y parámetro de nuestro comportamiento cotidiano: dar la vida por los hombres, nuestros hermanos, y en particular por los más pobres, los menos considerados, esos que están marginados por cálculos demasiado humanos. Y aquí precisamente es donde, en definitiva, brilla la belleza del cristianismo, esto es, en un amor totalmente gratuito, privado de motivaciones aparentes, desinteresado y por lo tanto purísimo. Este es el comportamiento del mismo Dios.

Por estas premisas es por lo que tienen gran relieve las palabras de la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría: "Las almas de los justos están en las manos de Dios...; los fieles a su amor permanecerán con El" (3, 1. 9). El cristiano es "justo" no por fuerza propia y endógena, sino por un libre y adorable don divino, pero que se convierte en inspirador y promotor de actividad, es decir, principio de caridad en la vida diaria. Y, de hecho, por aquí se mide el ser "fieles" a Dios, porque ser fieles a su amor, en concreto sólo es posible mediante nuestro amor. Y ¿qué es la vida después de la muerte, sino precisamente el triunfo definitivo de una comunión indestructible y recíproca? Por esto "permanecerán con El en el amor" los que ya en esta existencia histórica viven o han vivido conforme a esta meta suprema, que no está sólo cronológicamente al término de la carrera terrestre. sino que idealmente ya la sobrepasa, más aún, informa desde dentro la totalidad de nuestras jornadas.

Por esto recemos al Señor para que el alma del cardenal Alberto di Torio, rescatada por Cristo y gastada en favor de la Santa Iglesia en aras de la caridad, participe efectiva y totalmente de la luz, de la paz y del amor sin fin.



PEREGRINACIÓN A LORETO Y ANCONA



Fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María

Sábado 8 de septiembre de 1979



1. "¡Tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, ha anunciado la alegría a todo el mundo!"

Hoy es, pues, el día de este gozo. La Iglesia, el 8 de septiembre, nueve meses después de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Madre del Hijo de Dios, celebra el recuerdo de su nacimiento. El día del nacimiento de la Madre hace dirigir nuestros corazones hacia el Hijo: "De ti nació el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios, que borrando la maldición, nos trajo la bendición y, triunfando de la muerte, nos dio la vida eterna" (Ant. Benedictus).

Así, pues, la gran alegría de la Iglesia pasa del Hijo a la Madre. El día de su nacimiento es verdaderamente un preanuncio y el comienzo del mundo mejor (origo mundi melioris") como proclamó de modo estupendo el Papa Pablo VI.

Y por esto la liturgia de hoy confiesa y anuncia que el nacimiento de María irradia su luz sobre todas las Iglesias que hay en el orbe.

2. La festividad del nacimiento de María parece proyectar su luz, de modo particular, sobre la Iglesia de la tierra italiana, precisamente aquí, en Loreto, en el admirable santuario, que hoy es la meta de nuestra peregrinación común. Desde el comienzo de mi pontificado he deseado ardientemente venir a este lugar; pero he esperado precisamente a este día, a esta fiesta. Hoy me encuentro aquí, y me alegro de que en mi primera peregrinación participen también venerables cardenales y obispos, numerosos sacerdotes y religiosas y una multitud de peregrinos, provenientes sobre todo de las diversas ciudades de esta región de Italia. Juntamente con todos deseo traer aquí hoy las cordiales palabras de veneración a María, las palabras que brotan de todos los corazones y, al mismo tiempo, de la tradición plurisecular de esta tierra, que la Providencia ha escogido para la Sede de Pedro y que después fue iluminada por la luz de este santuario, que la profunda piedad cristiana ha unido, de modo especial, al recuerdo del misterio de la encarnación. Estoy agradecido por la invitación que me ha dirigido, ante todo el cardenal Umberto Mozzoni, Presidente de la Comisión Cardenalicia para el santuario, y también el arzobispo mons. Loris Francesco Capovilla, cuya persona nos recuerda la figura del siervo de Dios el Papa Juan, y su peregrinación a Loreto en vísperas de la apertura del Concilio Vaticano II.

181 Tampoco puedo pasar por alto el hecho de que en las cercanías del santuario se encuentra el cementerio en el que descansan los cuerpos de mis compatriotas soldados polacos. Durante la segunda guerra mundial cayeron en combate sobre esta tierra, luchando por "nuestra y vuestra libertad", como dice el antiguo lema polaco. Cayeron aquí, y pueden descansar cerca del santuario de la Virgen María, el misterio de cuyo nacimiento difunde su luz en la Iglesia en tierra polaca y en tierra italiana. También ellos participan, de modo invisible, en esta peregrinación.

3. El culto de la Madre de Dios en esta tierra está vinculado, según la antigua y viva tradición, a la casa de Nazaret. La casa en la que, como recuerda el Evangelio de hoy, María habitó después de los desposorios con José. La casa de la Sagrada Familia. Toda casa es sobre todo santuario de la madre. Y ella lo crea, de modo especial, con su maternidad. Es necesario que los hijos de la familia humana, al venir al mundo, tengan un techo sobre la cabeza; que tengan una casa. Sin embargo la casa de Nazaret, como sabemos, no fue el lugar del nacimiento del Hijo de María e Hijo de Dios. Probablemente todos los antepasados de Cristo, de los que habla la genealogía del Evangelio de hoy según San Mateo, venían al mundo bajo el techo de una casa. Esto no se le concedió a El. Nació como un extraño en Belén, en un establo. Y no pudo volver a la casa de Nazaret, porque obligado a huir desde Belén a Egipto por la crueldad de Herodes, sólo después de morir el rey, José se atrevió a llevar a María con el Niño a la casa de Nazaret.

Y desde entonces en adelante esa casa fue el lugar de la vida cotidiana, el lugar de la vida oculta del Mesías; la casa de la Sagrada Familia. Fue el primer templo, la primera iglesia, en la que la Madre de Dios irradió su luz con su Maternidad. La irradió con su luz procedente del gran misterio de la encarnación; del misterio de su Hijo.

4. En el rayo de esta luz crecen, en todo vuestro país de sol, las casas familiares. Son muchas. Desde las cimas de los Alpes y de los Dolomitas, a los que me he podido acercar el domingo 26 de agosto, al visitar los lugares nativos del Papa Juan Pablo I, hasta Sicilia. Muchas, tantas casas; las casas familiares. Y muchas, tantas familias; y cada una de ellas permanece, mediante la tradición cristiana y mariana de vuestra patria, en un cierto vínculo espiritual con esa luz, que procede de la casa de Nazaret, especialmente hoy: en el día del nacimiento de la Madre de Cristo.

Quizá esta luz que brota por la tradición de la casa de Nazaret en Loreto realiza algo aún más profundo: sí, hace que todo este país, que vuestra patria se convierta como en una gran casa familiar. La gran casa habitada por una comunidad grande, cuyo nombre es "Italia". Es necesario remontarse hacia atrás en la realidad histórica, mejor, quizá a la realidad pre-histórica, para llegar a sus raíces remotas. Un extranjero, como yo, que es consciente de la realidad que constituye la historia de la propia nación, se adentra en esta realidad con un respeto especial y con una atención llena de recogimiento. ¿Cómo crece de sus antiquísimas raíces esta gran comunidad humana, que se llama "Italia"? ¿Con qué vínculo están unidos los hombres que la constituyen hoy, a las generaciones que han pasado a través de la tierra desde los tiempos de la antigua Roma hasta los tiempos presentes? El Sucesor de Pedro, que está en esta tierra desde los tiempos de la Roma imperial, siendo testigo de tantos cambios y, al mismo tiempo, de toda la historia de vuestra tierra, tiene el derecho y el deber de hacer estas preguntas.

Y tiene el derecho de preguntar así el Papa que es hijo de otra tierra, el Papa cuyos compatriotas yacen aquí, en Loreto, en el cementerio de guerra. Sin embargo, sabe por qué cayeron aquí. El antiguo adagio romano "pro aris et focis" lo explica del mejor modo. Cayeron por cada uno de los altares de la fe y por cada una de las casas de familia en la tierra nativa, que querían preservar de la destrucción. Porque, en medio de toda la inestabilidad de la historia, cuyos protagonistas son los hombres, y sobre todo los pueblos y las naciones, permanece siempre la casa, como arca de la alianza de las generaciones y tutela de los valores más profundos: de los valores humanos y divinos. Por esto la familia y la patria, para preservar estos valores, no escatimaron ni siquiera a los propios hijos.

5. Como veis, queridos hermanos y hermanas, vengo aquí, a Loreto, para interpretar el misterioso destino del primer santuario mariano en tierra italiana. Efectivamente, la presencia de la Madre de Dios en medio de los hijos de la familia humana y en medio de cada una de las naciones de la tierra en particular, nos dice mucho de las naciones y de las comunidades mismas.

Y vengo a la vez en el período de preparación para un deber importante, que me conviene asumir, después de la invitación del Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, frente al alto foro de la Organización más representativa del mundo contemporáneo. Vengo aquí a buscar la luz en este santuario, por la intercesión de María, nuestra Madre. Ya he pedido el domingo pasado en Castelgandolfo, durante el encuentro del "Ángelus", que se ore por el Papa y su misión de tanta responsabilidad en el foro de la ONU. Hoy repito y renuevo una vez más esta petición.

Efectivamente, se trata de trabajar y colaborar para que en la tierra, que la Providencia ha destinado a ser la morada de los hombres, la casa de la familia, símbolo de la unidad y del amor, venza a todo lo que amenaza esta unidad y amor entre los hombres: el odio, la crueldad, la destrucción, la guerra. Para que esta casa familiar se convierta en la expresión de las aspiraciones de los hombres, de los pueblos, de las naciones, de la humanidad, a pesar de todo lo que le es contrario, que la elimina de la vida de los hombres, de las naciones y de la humanidad, que sacude sus fundamentos, sean socio-económicos o éticos; porque sobre unos y otros se basa toda casa; tanto la que se construye cada familia, como también la que, con el esfuerzo de todas las generaciones, se construyen los pueblos y las naciones: la casa de la propia cultura, de la propia historia; la casa de todos y la casa de cada uno.

6. Esta es la inspiración que encuentro aquí, en Loreto. Este el imperativo moral que de aquí deseo sacar. Este es, al mismo tiempo, el problema que precisamente ante la tradición de la casa de Nazaret y ante el rostro de la Madre de Cristo en Loreto, deseo encomendar y confiar, de modo especial, a su corazón materno, a su omnipotencia de intercesión ("omnipotentia suplex") .

Así como ya he hecho en Guadalupe (México) y luego en la polaca Jasna Góra en Czestochowa (Claro Monte), deseo en este encuentro de hoy en Loreto recordar esa consagración al Corazón Inmaculado de María que, hace 20 años, realizaron los Pastores de la Iglesia italiana, en Catania, el 13 de septiembre de 1959, en la clausura del 16 congreso eucarístico nacional. Y quiero decir las palabras que en aquella ocasión dirigió a los fieles mi predecesor de venerada memoria, Juan XXIII, en su mensaje radiofónico: "Nos confiamos que, en virtud de este homenaje a la Virgen Santísima, todos los italianos veneren en Ella con renovado fervor a la Madre del Cuerpo Místico, de quien la Eucaristía es símbolo y centro vital; imiten en Ella el modelo más perfecto de la unión con Jesús, nuestra Cabeza; se unan a Ella en la ofrenda de la Víctima divina, e imploren de su materna intercesión para la Iglesia los dones de la unidad, de la paz, sobre todo una más exuberante y fiel floración de vocaciones sacerdotales. De este modo la consagración se convertirá en ocasión de un compromiso cada vez más serio en la práctica de las virtudes cristianas, una defensa validísima contra los males que las amenazan y una fuente de prosperidad incluso temporal, según las promesas de Cristo" (AAS, 51 [1959] 713) .

182 Todo esto que, hace 20 años, encontró expresión en el acto de consagración a María, realizado por los Pastores de la Iglesia italiana, yo deseo hoy no sólo recordarlo, sino también, con todo el corazón, repetirlo, renovarlo y hacerlo mío, en cierto modo, ya que por los inescrutables designios de la Providencia me ha tocado aceptar el patrimonio de los Obispos de Roma en la Sede de San Pedro.

7. Y lo hago con la convicción más profunda de la fe, del entendimiento y del corazón al mismo tiempo. Porque en nuestra época difícil, y también en los tiempos que vienen, sólo el verdadero gran Amor puede salvar al hombre.

Sólo gracias a él esta tierra, la morada de la humanidad, puede convertirse en una casa: la casa de las familias, de las naciones, de toda la familia humana. Sin amor, sin el verdadero gran Amor, no hay casa para el hombre sobre la tierra. El hombre estaría condenado a vivir privado de todo, aunque levantase los edificios más espléndidos y los montase lo más modernamente posible.

Acepta, oh Señora de Loreto, Madre de la Casa de Nazaret, esta peregrinación mía y nuestra, que es una gran oración común por la casa del hombre de nuestra época: por la casa que prepara a los hijos de toda la tierra para la casa eterna del Padre en el cielo. Amén.





B. Juan Pablo II Homilías 172