B. Juan Pablo II Homilías 182


VISITA A LOS MONJES DE LA ABADÍA DE GROTTAFERRATA

EN EL XVI CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN BASILIO MAGNO


Domingo 9 de septiembre de 1979



Queridísimos monjes de la abadía de Grottaferrata, y vosotros, sacerdotes y fieles que me escucháis:

1. No sólo la cercanía del lugar, sino también y sobre todo la cercanía del espíritu me ha hecho venir esta tarde hasta vosotros, para celebrar la liturgia dominical y dirigiros una palabra de exhortación y de ánimo. Nuestro encuentro se desarrolla en el XVI centenario de la muerte de San Basilio Magno, obispo de Cesarea de Capadocia; y quiero, ante todo, dar las gracias y saludar a los buenos religiosos, que toman nombre de este insigne doctor de la Iglesia Oriental, y que nos brindan hospitalidad a la sombra de su histórica abadía. Saludo después cordialmente a todos los que habéis venido en tan gran número y me habéis demostrado vuestros sentimientos de afectuoso saludo.

2. Acabamos de escuchar las lecturas de la Sagrada Escritura, tan ricas de enseñanzas y dignas de atenta reflexión. Pero me detendré preferentemente en el episodio evangélico, que se refiere a la curación milagrosa de un sordomudo, realizada por Nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué hermoso es, queridísimos hermanos, ese grito unánime que se levanta de la multitud: "Todo lo ha hecho bien"! Esta exclamación, dictada —como observa el evangelista— por un vivo estupor, es más que un simple reconocimiento de la potencia del Señor, o un tributo de admiración por el prodigio. En realidad, implica la "violación" de una orden dada por Jesús, que había pedido silencio en torno a ese hecho; además —y es algo muy importante— va seguida y, diría, integrada por otras palabras que dan un claro testimonio mesiánico de El. "Todo lo ha hecho bien —dijeron los presentes—; a los sordos hace oír y a los mudos hablar". ¿No reconocían precisamente en estas acciones algunos de esos "signos" que, según los anuncios de los profetas, se verificarían a la llegada del Mesías? ¿Y acaso no hemos leído en el texto de Isaías, que ha precedido a este Evangelio, las palabras inspiradas: "Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces... la lengua de los mudos cantará gozosa" (Is 35,5-6)?

Sí, hermanos, basándonos en el valor probativo de esta correspondencia entre predicciones y cumplimientos, haciéndonos eco del entusiasmo de las turbas, creemos y confesamos que Jesús es verdaderamente el Mesías, esto es, el Ungido de Dios, el Cristo. El ha sido consagrado por Dios y enviado al mundo. Jamás meditaremos bastante —es tan importante y denso de contenido— sobre este dato de nuestro Credo: Jesús; el Hijo unigénito de Dios, en cumplimiento de las antiguas promesas, ha venido en la plenitud de los tiempos a nosotros haciéndose hijo del hombre, se ha colocado el el centro de la historia para realizar de manera auténtica y definitiva el designio de salvación, concebido por el Padre desde la eternidad. Iluminados por la fe, debemos mirar no sólo a la figura del Mesías, tino también a esta misión suya, que interesa a la humanidad en general y a cada uno de nosotros en particular.

Ya en el Antiguo Testamento el Mesías es como el catalizador de los anhelos y de las esperas del pueblo de Israel, a lo largo de todo el arco de su historia: cada una de las esperanzas de liberación y de santificación se apoyan fuertemente sobre El. Pero en el Nuevo Testamento es donde esta función del Mesías se precisa como misión de salvación espiritual y universal. Hallándose un día en la sinagoga de Nazaret, Jesús dio lectura a una página de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió... para dar a los ciegos la recuperación de la vista...", e ilustró la explicación con una premisa significativa: "Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír" (cf. Lc Lc 4,16-21). Y a los discípulos de Juan Bautista que habían venido a preguntarle: "¿Eres tú el que viene o hemos de esperar a otro?", Jesús respondió apelando a los hechos previstos y predichos para el Mesías: "Id y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven... los sordos oyen... y los pobres son evangelizados" (cf. Mt Mt 11,2-6).

Reanudemos ahora, a la luz de estos textos, la narración del Evangelio de hoy.

183 3. El milagro nos dice también algo desde el punto de vista del "modus operandi" que sigue Jesús-Mesías. Le habían presentado un sordomudo, rogándole que le impusiera las manos: Jesús, en cambio, realiza sobre él diversos gestos: lo toma aparte: le mete los dedos en los oídos; le toca la lengua. ¿Por qué todo esto? Porque la condición que Jesús exige siempre de los que sufren y de los enfermos es la fe, preguntándoles sobre ella o estimulándoles a ella, según los casos. Ahora bien, en el caso del sordomudo, el tocar sus sentidos impedidos responde precisamente a este fin: comunicarse con quien no puede oír ni hablar, y despertar en él un movimiento de fe.

Pero hay más: Jesús eleva los ojos al cielo, después suspira y pronuncia la palabra resolutiva: Effatà, una de las pocas palabras que conservamos con el sonido con que las pronunció Jesús. Notemos el poder de esta palabra, que tiene una carga dinámica, porque realiza el efecto que expresa. Como ante otras palabras de Cristo, referidas en los Evangelios, por ejemplo Talita Kunz, que hizo levantar del lecho a la hija muerta de Jairo (cf. Mc
Mc 5,22-24 Mc Mc 5,35-43), o como la expresión Lazare, veni foras, que hizo salir del sepulcro al amigo cuyo cuerpo ya estaba en descomposición (cf. Jn Jn 11,38-44), estamos aquí frente al misterio del poder de taumaturgo, que es atributo connatural del Mesías-Hijo de Dios. Este, siendo el Verbo del Padre, la Palabra viviente del Padre, lo mismo que con el Fiat creador sacó de la nada todas las cosas, así también con la palabra salida de su boca humana tiene la virtud, es decir, la potencia absoluta de plegar todas las cosas a su querer.

¿Por qué, pues, no tratamos de experimentar en nosotros mismos esta virtud permanente de Cristo? Junto a sus palabras realizadoras de milagros físicos, ¿cuántas otras palabras contiene el Evangelio que "cavan" a nivel interior y actúan en el plano sobrenatural? Recuerdo rápidamente las palabras "Confía, hijo; tus pecados te son perdonados", dirigidas al paralítico (Mt 9,3); "Vete y no peques más", dirigidas a la adúltera (Jn 8,11). Recuerdo también el milagro que realiza en Zaqueo la simple presencia de Jesús: "Hoy ha venido la salud a tu casa" (Lc 19,9). Y podría añadir el "Venid en pos de mí" que fue determinante para la vocación de los Apóstoles (cf. Mt Mt 4,19); o el "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia" (Mt 16,18), o las palabras más arcanas y sublimes de la última Cena: "Este es mi cuerpo; esta es mi sangre" (Mt 26,26 Mt 26,28).

Íntimamente persuadidos de la fuerza milagrosa, de la dynamis de Cristo, que en el momento de dejar este mundo reivindicó para sí "todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18), debemos ir a El para sanar de nuestros males físicos y morales, para curar nuestras debilidades y nuestros pecados: obtendremos de El esperanza, fuerza y salud. según la medida de nuestra fe.

4. Pero, ¿qué diré de particular a los religiosos basilianos y a toda la comunidad monástica de Grottaferrata? La palabra de Dios que he querido explicar ciertamente vale también para ellos. Pero yo sé que esperan al menos un pensamiento para aliento de su vida de especial consagración al Señor en el espíritu de las enseñanzas ascéticas de San Basilio.

Aquí, a pocos kilómetros de Roma, sois expresión, mis queridos hermanos, de la fecundidad del ideal monástico de rito bizantino, y vuestra abadía —como escribió ya mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, en el documento de su erección canónica— es "como una fulgidísima perla oriental" engarzada en la diadema de la Iglesia romana (cf. Constitución Apostólica Pervetustum Cryptaeferratae Coenobium; AAS, XXX, 1938, págs. 183-186). Conozco, por otra parte, el singular vínculo de fidelidad que este monasterio, desde su fundación a comienzos del siglo XI, ha mantenido constantemente con la Sede Apostólica: causa ésta, no última, de la benevolencia que le han demostrado los Sumos Pontífices. Y sé también que esta relación permanecerá siempre estable... Pues bien, en la ejemplaridad de vuestra adhesión a la Sede de Pedro, tened cuidado de ofrecer un válido testimonio a cuantos tienen ocasión de acercarse a vosotros y conoceros: sabed irradiar la pura luz evangélica ante los hombres "para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5,16). El ejercicio de las virtudes: comenzando por la caridad fraterna, el equilibrio en la vida religiosa, la asidua laboriosidad, el estudio amoroso de las Sagradas Escrituras, la tensión continua hacia la "otra vida", lo mismo que son principios importantes en la regla del gran Basilio, así deben ser las cualidades que os distingan, en confirmación de la auténtica e ininterrumpida tradición de espiritualidad que tanto honra a vuestro Instituto. Y precisamente porque representáis esta tradición monástica griega, deberá distinguiros otra cualidad, esto es, una especial sensibilidad ecuménica: por vuestra situación, por vuestra formación, podéis hacer mucho a este respecto, comprometiéndoos en el diálogo y sobre todo en la oración a fin de favorecer la deseada unidad entre católicos y ortodoxos.

Al reanudar ahora la celebración de la Santa Misa, yo os invito a los religiosos y con vosotros a todos los fieles que os rodean, a unirse a mí en la invocación común para que el Señor Jesús, como si renovara el milagro del sordomudo, quiera abrir nuestros oídos para escuchar siempre con fidelidad su palabra, y vuelva expedita nuestra lengua para alabar y dar gracias a su Padre y nuestro Padre celeste. Así sea.





ORDENACIÓN EPISCOPAL DE MONSEÑOR JOSEF TOMKO


Capilla Sixtina

Sábado 15 de septiembre de 1979

Queridos hermanos y hermanas:

1. He aquí a nuestro hermano José, a quien el Espíritu Santo "constituye" (cf. Ef Ep 4,11) hoy obispo de la Iglesia; mediante mi servicio, lo agrega al círculo de este Colegio que, con la sucesión de los Apóstoles, recibe no sólo los signos vivos de todo el Pueblo de Dios, sino también un particular poder sacerdotal, magisterial y pastoral en relación a los demás.

184 Este es un momento solemne e importante no sólo para el obispo que es consagrado, sino para toda la Iglesia. Nuestro hermano José debe asumir el importante cargo de Secretario General del Sínodo de los Obispos, del órgano que, según la decisión del último Concilio, se ha convertido en una expresión especialmente provechosa y en el instrumento de la colegialidad episcopal.

2. Y he aquí que en este momento se desarrolla un diálogo singular entre el nuevo ordenando y Cristo, viviente en la Iglesia, cuyas tres etapas están trazadas por las lecturas de la liturgia de la Palabra de hoy.

En la primera etapa somos testigos de cuanto dice el que nos conoce eternamente, el que sabe lo que hay en cada hombre (cf. Jn
Jn 2,25): "Antes de que te formara en las maternas entrañas te conocía" (Jr 1,5), y el hombre llamado por El, parece responder: "¡Ah, Señor Yavé! No sé hablar" (Jr 1,6) ; a su vez, el Señor del corazón humano dice: "Irás adonde te envíe yo y dirás lo que yo te mande. No los temas, que yo estaré contigo, para protegerte" (Jr 1,7-8). Esta es la primera etapa.

3. En la segunda etapa sólo habla él Señor y el llamado escucha. El Señor, en su discurso, manifiesta las exigencias con las palabras del Apóstol Pablo en la carta a Timoteo: "Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos... soporta con fortaleza los trabajos por la causa del Evangelio, en el poder de Dios... Cristo aniquiló la muerte y sacó a luz la vida y la incorrupción por medio del Evangelio... Retén la forma de los sanos discursos que de mí oíste, inspirados en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en nosotros" (2Tm 1,6-8 2Tm 1,13-14).

Estas palabras provienen de Pablo que se las dirigió a Timoteo. Se encierra en ellas una expresión espléndida de la sucesión apostólica. La consagración episcopal, que recibe hoy de las manos de Juan Pablo, Obispo de Roma, nuestro hermano José, forma parte y es un nuevo eslabón de ella.

4. Finalmente, la tercera etapa. En el Evangelio habla Cristo mismo. A las exigencias expresadas hace poco añade su propio ejemplo y modelo. "Yo soy el Buen Pastor; el Buen Pastor da su vida por las ovejas... Yo soy el Buen Pastor y conozco a las mías, y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre" (Jn 10,11 Jn 10,14-15).

Las palabras de Cristo resuenan con un eco especial en el alma de cada uno de los que, junto con la imposición de las manos, recibe la función pastoral, la solicitud y la responsabilidad. Precisamente con esta alegoría suya, con este ejemplo, Cristo obliga muy profundamente a cada uno de nosotros. Quiere que seamos como El es: el Buen Pastor.

He aquí las tres etapas del diálogo que, durante la liturgia de hoy, tiene lugar entre Cristo, viviente en la Iglesia, y nuestro hermano José, que recibe la ordenación episcopal. Sería difícil añadir algo más a estas palabras del Señor. Están llenas de sabiduría y de amor supremo. Nosotros todos que escuchamos, tratemos de ayudar a nuestro hermano con la oración, para que estas palabras se conviertan en el programa de su vida y en el contenido de su nuevo ministerio en la Iglesia.

5. De modo especial lo ayudan con la oración las personas más cercanas a él, sobre todo sus padres, su hermana y su cuñado, y otros familiares, que han podido venir aquí desde la nativa Eslovaquia; luego sus hermanos en el sacerdocio, los peregrinos de Kosice, Presov, Trnava y Bratislava, otros peregrinos provenientes de toda Europa, y también del Canadá, Estados Unidos de América y Australia, como también los que espiritualmente se unen a nosotros en este momento importante.

Mis pensamientos, junto con los del nuevo obispo, se dirigen ahora hacia los lugares de donde él proviene. hacia el declive meridional de los Tatra, de los que no queda lejos Udavské, su nido natal: la Iglesia de la que proviene y en la que entró mediante el bautismo y la confirmación, mediante el ambiente cristiano de su familia, el ejemplo de los padres, la amistad de los coetáneos. Nuestros pensamientos se dirigen también a la parroquia donde, en medio de la comunidad cristiana, dio los primeros pasos, y donde ciertamente oyó las primeras palabras de la llamada de Cristo al sacerdocio.

Hoy abrazamos de modo especial, con el recuerdo y el amor, a todo ese país y a toda la nación, porque hoy es el día de María Virgen Dolorosa, que en Eslovaquia, precisamente en este día, es venerada como la principal Patrona celeste. Estando presente bajo la cruz, Ella se unió del modo más pleno a su Hijo, nuestro Redentor. Estando presente bajo la cruz, es para nosotros el modelo más espléndido de la fortaleza materna, cuando con intrépida fuerza de espíritu parece repetir: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Estando presente bajo la cruz, nos acepta a cada uno como hijos suyos, lo mismo que aceptó a Juan.

185 Así Ella acepta hoy también a este hijo de la tierra eslovaca que recibe en la Capilla Sixtina en Roma, de las manos del Papa, la consagración episcopal. Y parece decir a todos los hijos e hijas de la lejana Eslovaquia: ¡Permaneced conmigo! ¡Permaneced con Cristo! Sed hijos del amor supremo con el que Dios mismo "amó tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16).

Hay aquí hermanos del nuevo arzobispo, procedentes de Bohemia, sus compañeros de estudio en el Pontificio Colegio Nepomuceno, que también le acompañan con sus oraciones. También a la querida nación hermana checa va en este momento el recuerdo de todos nosotros y la seguridad de que siempre está muy cerca del corazón del Papa.





CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN CONMEMORACIÓN DE PABLO VI



Basílica de San Pedro

Domingo 16 de septiembre de 1979



1. En el Evangelio de hoy San Marcos refiere el mismo acontecimiento que describe San Mateo en capítulo 16. En las cercanías de Cesarea de Filipo Jesús pregunta a los discípulos: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" (Mc 8,27). Después de las diversas respuestas, Pedro toma la palabra y dice: "Tú eres el Cristo" (8, 29) (que quiere decir "el Mesías"). En el Evangelio de San Mateo la respuesta es: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Después sigue la bendición dirigida a Pedro con motivo su fe, y la promesa que comienza con las palabras: "Tú eres Pedro" (piedra, roca) (16, 18). Texto sublime que todos sabemos de memoria.

En la redacción de San Marcos, en cambio, inmediatamente después de la confesión de Pedro "Tú eres el Cristo", Jesús pasa al anuncio de su muerte: "Era preciso que el Hijo del hombre padeciese mucho... y que fuese muerto y resucitara después de tres días" (8, 31). Y entonces Pedro, como leemos, "se puso a reprenderle" (8, 32). Según San Mateo, esta reprensión decía: "No quiera Dios, Señor, que esto suceda" (16, 22). Pedro no quiere que Cristo hable de la pasión y de la muerte. No es capaz de aceptarlo con su corazón que ama de modo humano. Quien ama quiere preservar del mal a la persona amada, incluso en el pensamiento y en la imaginación. Sin embargo, Cristo reprende a Pedro, le reprende severamente. Esta reprensión que encontramos en el Evangelio de hoy de San Marcos es todavía más significativa en el texto de San Mateo, por el contraste de las palabras precedentes, con las que Cristo había bendecido a Pedro y le había anunciado su primado en la Iglesia. Precisamente el primado es el que no permite sustraerse al misterio de la cruz, no permite alejarse, ni siquiera un ápice, de su realidad salvífica.

2. Nos hemos reunido hoy en la tica de San Pedro para conmemorar el primer aniversario de la muerte del Papa Pablo VI. Ya lo hicimos el mismo día del aniversario: el 6 de agosto, en la fiesta de la Transfiguración del Señor, en esa casa de Castelgandolfo, donde, hace un año, él terminó su jornada terrena.

Hoy lo hacemos de modo solemne en la Basílica Vaticana, donde descansan, desde hace ya más de un año, en la cripta, los restos mortales del gran Papa. Su grandeza encuentra el fundamento en el misterio de la cruz de Cristo. Como sucesor de Pedro, él aceptó esa bendición y todo el contenido de la promesa mesiánica, que había sido pronunciada en la región de Cesarea de Filipo, y aceptó en toda su plenitud el misterio de la cruz. Llevó esta cruz no sólo en sus manos, caminando, todos los años, sobre las huellas del Vía Crucis, en el Coliseo romano. La llevó dentro de sí, en su corazón, en toda su misión: "...no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo" (Ga 6,14). Estas palabras del Apóstol, cuyo nombre había tomado el año 1963 al comienzo del pontificado, han sido confirmadas por toda su vida. Pablo VI: apóstol del Crucificado, igual que lo fue Pablo Apóstol. Y lo mismo que Pablo Apóstol, él hubiera podido completar esa confesión de gloriarse en la cruz de Cristo, diciendo "por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (ib.). Y quizá estas palabras constituyen una clave esencial para comprender la vida de Pablo VI igual que la ha constituido para comprender la vida y la misión de San Pablo.

3. La cruz, tal como insinúan en la liturgia de hoy el profeta Isaías y luego el salmo 114 (115), tiene una dimensión interior, y Pablo VI ha conocido esta dimensión interior de la cruz. Ciertamente, no estuvo exento de "insultos" y "salivazos" (cf. Is Is 50,6) que sufrió como maestro y servidor de la verdad. Ciertamente, su alma no estuvo exenta de esa "tristeza y angustia" (Ps 114 [115], 3) de las que habla el salmista. Tristeza y angustia, que nacen del sentido de responsabilidad por los valores más santos, por la gran causa que Dios confía al hombre, sólo pueden ser superadas en la oración; sólo pueden ser superadas con la fuerza de la confianza sin límites: "El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas me salvó" (Ps 114 [115], 5-6). Pablo VI era el hombre de esta profunda, difícil —y justamente por esto— inquebrantable confianza.Y gracias a ella precisamente, él era la piedra, la roca sobre la que se edificaba la Iglesia en este período excepcional de grandes cambios después del Concilio Vaticano II.

Respondía a las pruebas interiores y exteriores de la Iglesia con esa inquebrantable fe, esperanza y confianza, que hacían de él el Pedro de nuestro tiempo. La gran sabiduría y la humildad acompañaron esta fe y esta esperanza y le hicieron precisamente tan firme e inflexible.

4. Nos enseñaba con la palabra y con las obras esa fe salvífica, de la que habla hoy Santiago en la segunda lectura de manera tan convincente: "La fe, si no tiene obras, es de suyo muerta" (Sant 2, 17). Pablo VI nos enseñaba, pues, la fe viva; enseñaba a toda la Iglesia la vida de la fe a medida de nuestra época. ¿Qué otra cosa, sino esta enseñanza de fe viva unida a las obras, son sus grandes Encíclicas, especialmente la "Populorum progressio" y, en otra dimensión, la "Humanae vitae"? Esto hoy se comprende quizá mejor que no hace diez años. La coherencia entre la fe y la vida debe rezumar de cada una de las obras. Debe manifestarse en cada uno de los campos de nuestro obrar.

186 5. Sería difícil no hacer oír, con ocasión de este recuerdo del gran Papa, su voz, no hacer escuchar sus palabras, siempre tan llenas de fe y de caridad.

«Ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la vida presente, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, te doy gracias porque me has llamado a la vida, y aún más todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida... Ahora que la jornada llega al crepúsculo y todo termina y se desvanece esta estupenda y dramática escena temporal y terrena, ¿cómo agradecerte, Señor, después del don de la vida natural, el don muy superior de la fe y de la gracia, en el que únicamente se refugia al final mi ser?... Cierro los ojos sobre esta tierra doliente, dramática y magnífica, implorando una vez más sobre ella la Bondad divina» (Testamento: Pablo VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1978, páginas 259-262).

6. Escuchándole hoy, a poco más de un año de su muerte, tenemos aún en los ojos esa separación. Se marcha fatigado y deja detrás de sí una gran herencia. La muerte lo separa de los problemas de esta tierra, del ministerio de esta Sede. Parece decir, como en otro tiempo dijo Pedro: "Señor..., mándame ir a ti" (
Mt 14,28). Y el Señor le deja ir a El.

Todos nosotros que participamos en este sacrificio eucarístico para encomendar al Eterno Padre el alma de Pablo VI, damos gracias por todo lo que ha hecho y todo lo que ha sido para la Iglesia. "Bienaventurado tú, Simón Bar Jona" (Mt 16,17).



SOLEMNE CELEBRACIÓN EN SUFRAGIO

DEL CARDENAL JOHN JOSEPH WRIGHT


Sábado 22 de septiembre de 1979



Señores cardenales,
hermanos e hijos queridísimos:

He querido esta concelebración especial para recordar, a poco más de un mes de su dolorosa muerte, la amable figura del cardenal John Joseph Wright. El nos ha dejado silenciosamente, y su muerte privando al Sacro Colegio y a la Curia Romana de un miembro valioso, ha sido y es todavía para nosotros motivo de dolor sincero.

¿Quién ha sido en realidad el cardenal Wright? ¿Cuáles han sido los rasgos característicos de su personalidad? Conocemos bien los elementos externos de su biografía: nacido en los Estados Unidos de América de familia de origen irlandés, después de una juventud marcada por una dedicación ejemplar a las almas, fue nombrado obispo auxiliar de Boston, luego promovido a obispo de Worcester y de Pittsburg, hasta que mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, poniendo en él su confianza, le llamó a Roma como Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero.

Pero, más allá de estos datos externos, destacaba en él —y se nos presenta ahora como característica primera y principal— una notable calidad pastoral: dotado por naturaleza de una rica y cálida humanidad, se mostró siempre Pastor, con todas las notas que deben definirlo según la enseñanza evangélica, es decir, la solicitud, la sensibilidad, la comprensión, el espíritu de sacrificio por las ovejas de la grey (cf. Jn Jn 10,2-18). Precisamente fue esta actitud, madurada en la no breve experiencia de la vida diocesana, la razón por la que, en el período postconciliar, tuvo la misión de dirigir el importante dicasterio al que compete institucionalmente la animación, en sentido pastoral, del clero y del pueblo cristiano.

Pero, al querer penetrar más adentro en la sicología del purpurado, encontraremos que la fuente secreta que alimentó este compromiso típico suyo fue una constante y personal relación de intimidad con Cristo Señor. El, que había elegido como lema la significativa expresión "Resonare Christum", se preocupó de mantener siempre fresco y vivo este contacto con El. Estaba tan convencido de esta exigencia, que jamás dejó de inculcarla a los sacerdotes, tanto en los escritos como de palabra. Me complace citar, como ejemplo, el penetrante prólogo que escribió para la nueva edición del librito áureo "Manete in dilectione mea", donde se leen estas frases: "Si queréis, queridísimos hermanos, conservar para siempre vuestra identidad sacerdotal en esta época en la que el mundo es demasiado importante para los hombres, tratad de imitar al Corazón de Jesús hoy más que ayer". Y también: "Si queréis que la Iglesia sea verdaderamente sacramento de salvación para el hombre de hoy y que no se desvanezca la propia identidad y sufra la sutil angustia del vacío espiritual, orientad toda vuestra vida espiritual hacia la imitación del Corazón de Jesús". He aquí el centro focal que explica el dinamismo y el celo de nuestro cardenal. He aquí la orientación permanentemente válida que nos transmite, si no queremos —nosotros, obispos y sacerdotes— que nuestro ministerio se debilite o se anule. Efectivamente, es una orientación sobre la que nunca reflexionaremos bastante, porque es connatural a nuestro estado, porque nos llama con urgencia a vivir una intensa vida interior, centrada en Cristo "manso y humilde de corazón" (Mt 11,28), alimentada por esa caridad suya, sin la cual aun entre resonantes éxitos exteriores —como nos advierte San Pablo— no somos nada (1Co 13,1-3).

187 Una segunda lección que nos da este insigne purpurado: en el multiforme ministerio prestado a los hermanos, sacerdotes y fieles, conservó y demostró una adhesión ejemplar al Magisterio de la Iglesia. Concebía este Magisterio como una realidad viva, como una función sagrada, como un servicio calificado a la integridad de la fe y, en general, a la causa de la verdad, instituido en el interior de la Iglesia por voluntad del Señor (cf. Mt Mt 28,19-20 1Tm 3,15). Y es lícito pensar que en esta ferviente adhesión y, diría, devoción a la Iglesia-Maestra, ha influido la ininterrumpida tradición de fidelidad de la católica Irlanda.

No podía estar mejor indicado para esta asamblea litúrgica nuestra el texto del Evangelio de San Mateo, que acaba de ser proclamado: después de la sublime elevación al Padre (Confiteor tibi, Pater...), Jesús dirige una persuasiva invitación a sus discípulos, para que vengan a El y acepten el yugo suave de su doctrina: Venite ad me omnes... El cardenal Wright se esforzó durante toda su vida, precisamente en este contacto cotidiano, que he recordado antes, de estudiar a Jesús de cerca, de aprender directamente de El las eternas y saludables lecciones de la mansedumbre y humildad de corazón. Antes que el munus docendi, que le competía como obispo y pastor, él tuvo en gran estima ese officium discendi. Nosotros creemos, pues, por la promesa formal del Señor (et invenietis requiem), que ya había encontrado en esta tierra el consuelo y la paz para su alma; pero creemos también que, por la inmensa caridad del mismo Señor, goza ahora de estos bienes, de forma inalterable y plena, en la gloria del cielo. Así sea.



MISA EN MEMORIA DEL PAPA JUAN PABLO I



Basílica de San Pedro

Viernes 28 de septiembre 1979

Señores cardenales,
hermanos e hijos queridísimos:

1. Con ayuda de las lecturas de la liturgia de hoy queremos revivir ese día de hace un año, cuando Dios llamó a sí, tan inesperadamente al Papa Juan Pablo I. No tanto el día de hoy, cuanto la noche del 28 al 29 de septiembre marca el primer aniversario de la muerte de este sucesor en la Sede de San Pedro, que apenas pudo permanecer en ella 33 días desde su elección. "Magis ostensus quam datus"; se fue casi antes de que le diera tiempo de comenzar su pontificado. Ya hemos meditado esta su repentina partida, al visitar su pueblo natal, Canale d'Agordo, el 26 de agosto, esto es, el día en que, mediante los votos de los cardenales en cónclave, había sido llamado a ser Obispo de Roma. Hoy nos toca celebrar la Eucaristía por vez primera en el aniversario de su muerte.

2. Escuchando las lecturas de la liturgia, nos encontramos por dos veces ante la alternativa de la vida, que el corazón humano parece contraponer frecuentemente a la muerte.

Marta que se dirige a Cristo con las palabras: "Señor, si hubieras estado aquí. no hubiera muerto mi hermano" (Jn 11,21).

Con frecuencia los hombres dicen ante el cadáver de las personas queridas: "¡Qué lástima que haya muerto; podía vivir aún...! ". Ciertamente, también tras la muerte inesperada de Juan Pablo I, muchos decían, pensaban, sentían así: "¡Podía vivir aún...!, ¿por qué se ha ido tan pronto?" Marta, hermana de Lázaro, pasa de su humano "podía vivir...; si tú, Cristo, hubieras estado aquí...", al acto de la más grande fe y esperanza: "Pero sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo otorgará" (Jn 11,22). Sólo a Cristo podemos dirigirnos con estas palabras; sólo El ha confirmado que tiene poder sobre la muerte humana. Sin embargo, el corazón humano frecuentemente contrapone a la muerte —a esta muerte que ya se ha convertido en un hecho, a esta muerte que cada uno sabe, en definitiva, que es inevitable— una alternativa de posibilidad de la vida: podía vivir aún...

3. Dejemos, pues, que resuene una vez más la voz apostólica de San Pablo en esta meditación nuestra. También él contrapone la necesidad de la muerte a la posibilidad de la vida; pero lo hace de manera que corresponde plenamente a esta luz de la fe. esperanza y caridad que ardían en su corazón: "Por ambas partes me siento apretado, pues, de un lado, deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor; por otro, quisiera permanecer en la carne, que es más necesario para-vosotros" (Ph 1,23). El hombre que vive la fe como Pablo, que ama como él, en cierto sentido, se convierte en el dueño de la propia muerte. Esta nunca le sorprende.

188 En cualquier momento que venga, será aceptada como una alternativa de vida, como una dimensión que cumple su sentido. "Para mí la vida es Cristo, y la muerte ganancia" (Ph 1,21). Si Cristo da todo el sentido a la vida, entonces el hombre puede pensar en la muerte así. ¡Puede esperarla así! ¡Y puede aceptarla así!

4. Penetremos con el pensamiento en las palabras de las lecturas litúrgicas de hoy y tratemos de buscar su significado. Percibimos que quieren prepararnos a la respuesta referente a esa muerte acaecida, hace un año, tan repentinamente y que hoy no sólo la recordamos, sino que, en cierto sentido, la revivimos. Estas lecturas quieren darnos la respuesta a la pregunta: ¿cómo moría Juan Pablo I?

Hagamos, además, una segunda pregunta: ¿Qué hubiera sido esta vida de no haberse interrumpido la noche del 28 al 29 de septiembre del año pasado? Y también encontramos la respuesta a esta pregunta en el texto de San Pablo: "...el vivir en la carne es para mí el fruto de apostolado" (Ph 1,22). Así, pues, no sólo la vida da testimonio de la muerte, sino que también la muerte da testimonio de la vida.

5. Y este testimonio que la muerte de Juan Pablo I ha dado de su vida, se convierte al mismo tiempo en el testamento de su pontificado: "quedaré y permaneceré con vosotros para vuestro provecho y gozo en la fe" (Ph 1,25).

¿Cuál es la palabra principal de ese testamento? Seguramente esta que habla del "gozo en la fe". El Señor concedió a Juan Pablo I 33 días en la Sede de San Pedro, para poder manifestar este gozo, esta alegría casi como de niño.

Este gozo en la fe es necesario para que puedan cumplirse las palabras ulteriores de este testamento: que podamos combatir unánimes por la fe del Evangelio (cf. Flp Ph 1,27). Efectivamente, recibimos dos caracteres indelebles: el de hijo de Dios, en el bautismo y el de confesor, dispuesto a combatir por la fe del Evangelio en la confirmación. Juan Pablo I, sucesor de Pedro, manifestó en su vida estos dos caracteres y los llevó bien impresos en su alma, ante la Majestad de Dios. Como todo cristiano auténtico.

6. Celebramos la Eucaristía: la liturgia de la muerte y de la resurrección de Cristo. Se hace particularmente elocuente cuando la celebramos con ocasión de la muerte del hombre, durante el funeral, o en el aniversario de la muerte. A este propósito no puedo menos de recordar cuanto dijo el venerado cardenal Decano, intérprete de la conmoción universal, durante la ceremonia fúnebre del año pasado, en la plaza de San Pedro: "Nos preguntamos: ¿Por qué tan pronto? El Apóstol nos previene con la conocida exclamación de admiración y adoración: '¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!... Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor?' (Rm 11,33). Se plantea así, en toda su inmensa y casi aplastante grandeza, el insondable misterio de la vida y de la muerte" (cf. L'Osservatare Romano, Edición en Lengua Española, 8 de octubre, 1978, pág. 11).

Frente a este misterio, que es verdaderamente impenetrable e insoluble para la razón, al hombre no le llega ninguna palabra de respuesta por parte del hombre, ¿Qué otra cosa podemos oír, en orden a este misterio, fuera de lo que oyó Marta de los labios de Cristo? "Resucitará tu hermano... Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?" (Jn 11,23 Jn 11,25-26).

El Papa difunto respondió a esta pregunta con la fe de toda la Iglesia: ¡Creo en la resurrección de los muertos: creo, en la vida del mundo futuro! Y, al mismo tiempo, confesó con la fe personal de su vida: "Cristo será glorificado en mi cuerpo, o por vida, o por muerte" (Ph 1,20).

"Porque lo sé: mi Redentor vive... / y después que mi piel se desprenda de mi carne..., / contemplaré a Dios" (Jb 19,25-26).



B. Juan Pablo II Homilías 182