B. Juan Pablo II Homilías 212


VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

MISA PARA LA COMUNIDAD POLACA



Parroquia de los Cinco Santos Mártires de Chicago

Viernes 5 de octubre de 1979



Dentro de poco, ofreceremos a Dios pan y vino. Yo recibiré estos dones de vuestras manos para ofrecerlos al Padre celestial. Hacemos esto en todas las Misas. Pero, aunque cada vez lo hacemos de la misma manera, sin embargo, cada vez la ofrenda tiene un contenido diverso, suena de modo diferente en nuestros labios y revela diferentes secretos de nuestro corazón. Hoy habla de manera totalmente especial.

Al aceptar vuestros dones en el ofertorio y al ponerlos sobre este altar, quisiera expresar con ellos todas las aportaciones que los hijos e hijas de nuestra primera madre patria, Polonia, han dado a la historia y a la vida de su segunda patria, en este lado del océano; todo su trabajo, los esfuerzos, las luchas y los sufrimientos; todos los frutos de sus mentes, corazones y manos; todas las conquistas de los individuos, familias y comunidades. Pero también todas las desilusiones; dolores y contrariedades; toda la nostalgia de sus casas, cuando atravesaron el océano, forzados por la pobreza grande; todo el precio de amor que debieron dejar para buscar de nuevo aquí múltiples vínculos familiares, sociales y humanos.

Quiero incluir en este Sacrificio toda la atención pastoral de la Iglesia, todo el trabajo realizado por el clero y por este seminario que, durante muchos años, ha preparado sacerdotes; el trabajo de religiosos y especialmente de religiosas, que han acompañado desde Polonia a sus compatriotas. Y también las actividades de las diversas organizaciones que han dado prueba de la fuerza del espíritu, de la iniciativa y habilidad, y sobre todo, de la prontitud en servir una causa buena, una causa común, aunque el océano separe la nueva patria de la vieja,

He mencionado ya muchas cosas y desearía haberlas recordado todas. Y por esto pido a todos y a cada uno de vosotros: completad la lista incompleta. Quisiera poner sobre este altar la ofrenda de todo lo que vosotros —la Polonia americana— habéis representado desde los primeros tiempos, desde el tiempo de Kosciuszko y Ruleski, para todas las generaciones, y de todo lo que representáis hoy.

Quiero ofrecer a Dios este santo Sacrificio como Obispo de Roma y como Papa, que es a la vez hijo de la misma nación de la que habéis venido.

Así quiero cumplir una obligación especial: la obligación de mi corazón y la de la historia. Nuestra Señora de Jasna Góra esté con nosotros maternalmente durante este santo Sacrificio, y, con Ella, los Santos Patronos de nuestro país, cuya devoción habéis traído a esta tierra.

Que esta ofrenda extraordinaria de pan y vino, este Sacrificio eucarístico, único en la historia de la Polonia americana, os una a todos en un amor grande y en una gran obra. Logre, sí, que Jesucristo continúe haciendo crecer vuestra fe y vuestra esperanza.



VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

MISA EN EL «GRANT PARK» DE CHICAGO



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Viernes 5 de octubre de 1979



Hermanos y hermanas en Jesucristo:

1. Las lecturas de la celebración de hoy nos sitúan de inmediato ante el profundo misterio de nuestra vocación cristiana.

Antes de subir a los cielos. Jesús reunió en torno a sus discípulos y les explicó una vez más el significado de su misión salvífica: "Así estaba escrito (dijo): que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos, y que predicase en su nombre la penitencia y la remisión de los pecados a todas las naciones" (Lc 24,46-47). Al momento de despedirse de sus Apóstoles, les ordenó, y a través de ellos a toda la Iglesia, a cada uno de nosotros: ir por el mundo y predicar el mensaje de redención a todas las naciones. San Pablo lo expresa enérgicamente en su segunda Carta a los Corintios: "El puso en nuestras manos la palabra de reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros" (2Co 5,19-20).

Una vez más, el Señor nos sitúa plenamente en el misterio de la humanidad, una humanidad que está necesitada de salvación. Y Dios ha querido que la salvación de la humanidad tuviese lugar en la humanidad de Cristo, que por nosotros murió y resucitó (cf. 2Co 5,15), y que nos confió también su misión redentora. Sí, somos "embajadores de Cristo" de verdad, y operarios de la evangelización.

En la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, escrita a instancias de la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos, mi predecesor en la Sede de San Pedro, Pablo VI, invitaba a todo el Pueblo de Dios a meditar en su deber básico de evangelización. Invitaba a cada uno de nosotros a examinar el modo en que podíamos ser testigos del mensaje de redención, de qué manera podíamos comunicar a los demás la Buena Nueva que habíamos recibido de Jesús a través de su Iglesia.

2. Existen ciertas condiciones necesarias para compartir la misión evangelizadora de la Iglesia. Esta tarde quisiera subrayar en particular una de estas condiciones. Me refiero a la unidad de la Iglesia, a nuestra unidad en Jesucristo. Permitidme repetir lo que Pablo VI dijo refiriéndose a esta unidad: "El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos suyos sino también la prueba de que El es el Enviado del Padre, prueba de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo... Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia" (Evangelii nuntiandi EN 77).

Al mirar a los miles de personas reunidas hoy en torno a mí, estoy dispuesto a elegir este aspecto particular de la evangelización. Cuando levanto mis ojos, veo en vosotros al Pueblo de Dios, unido para cantar las alabanzas del Señor y para celebrar su Eucaristía. Veo también a todo el pueblo de América, una nación formada por mucha gente: E pluribus unum.

3. En los dos primeros siglos de vuestra historia como nación, habéis recorrido un largo camino, buscando siempre un mejor futuro, un empleo estable, una heredad. Habéis viajado "de un mar a otro mar resplandeciente" en busca de vuestra identidad, descubriéndoos mutuamente a lo largo del camino y hallando vuestro propio espacio en este inmenso territorio.

Vuestros antecesores, provenientes de países diferentes, llegaron aquí cruzando océanos y se encontraron con gente de diferentes comunidades que ya se habían establecido aquí. El proceso se ha repetido en cada generación: llegan nuevos grupos, cada uno con una historia diferente, con intención de establecerse aquí y de formar parte de algo nuevo. El mismo proceso se lleva a cabo cuando algunas familias se mueven de sur a norte, de este a oeste. Cada vez que vienen con su propio pasado a una nueva población o ciudad a formar parte de una nueva comunidad. El modelo se repite continuamente: E pluribus unum (muchos forman una nueva unidad).

4. Sí, cada vez que esto sucedía se iba creando algo nuevo. Vosotros trajisteis con vosotros una cultura diferente y contribuisteis con vuestra propia riqueza distintiva a la marcha del conjunto: teníais conocimientos diferentes y los pusisteis en acción, completándoos mutuamente, para crear industrias, agricultura y negocios; cada grupo trajo consigo diferentes valores humanos y los compartió con los demás para enriquecimiento de vuestra nación. E pluribus unum: os convertisteis en una nueva entidad, en un nuevo pueblo, cuya auténtica naturaleza no puede explicarse adecuadamente como una mera superposición de varias comunidades.

214 Por eso, al miraros, veo a gente que ha unido sus destinos y que escribe ahora una historia común. A pesar de ser diferentes, habéis llegado a aceptaros mutuamente, a veces de forma imperfecta e incluso hasta el punto de someteros unos a otros a diferentes formas de discriminación; a veces sólo después de un largo período de incomprensión y rechazo; pero incluso también aumentando en comprensión y aprecio de las diferencias mutuas. A la vez que expresáis vuestra gratitud por las numerosas bendiciones que habéis recibido, debéis tomar conciencia del deber que tenéis con los menos favorecidos de vuestro propio medio y del resto del mundo (un deber de compartir, de amar y de servir). Y como pueblo, reconocer a Dios como fuente de vuestras numerosas bendiciones y estar abiertos a su amor y a su ley.

Esta es América en su ideal y su resolución: "una nación, sometida a Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos". Este es el modo en que fue concebida América; esto es lo que fue llamada a ser. Y por todo esto, damos gracias al Señor.

5. Pero hay otra realidad que descubro al miraros. Es incluso más profunda y más exigente que la historia y la unión comunes que edificasteis a partir de la riqueza de vuestras diferentes herencias culturales y étnicas (esas herencias que ahora, con todo derecho deseáis conocer y conservar). La historia no se agota en el progreso material, en las conquistas tecnológicas, o en los logros culturales solamente. Al reuniros en torno al altar del Sacrificio para partir el pan de la santa Eucaristía con el Sucesor de Pedro, testimoniáis esa realidad más profunda: vuestra unidad como miembros del Pueblo de Dios.

"Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo" (
Rm 12,5). La Iglesia está compuesta de muchos miembros y enriquecida por la diversidad de quienes edifican la única comunidad de fe y bautismo, el único Cuerpo de Cristo. Lo que nos une y unifica es nuestra fe (la única fe apostólica). Todos nosotros somos uno, porque hemos aceptado a Jesucristo como Hijo de Dios, redentor del género humano, único mediador entre Dios y el hombre. Mediante el sacramento del bautismo hemos sido incorporados a Cristo crucificado y glorificado, y a través de la acción del Espíritu Santo nos hemos convertido en miembros vivos de su único Cuerpo. Cristo nos entregó el admirable sacramento de la Eucaristía, mediante el cual es expresada y continuamente realizada y perfeccionada la unidad de la Iglesia.

6. "Sólo un Señor, una fe, un bautismo" (Ep 4,5); así es como estamos unidos, como Pueblo de Dios, como Cuerpo de Cristo, en una unidad que trasciende la diversidad de nuestro origen, cultura, educación y personalidad, en una unidad que no excluye una rica diversidad de ministerios y servicios. Proclamamos con San Pablo: "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros" (Rm 12,4-5).

Si, pues, la Iglesia, único Cuerpo de Cristo, debe ser un signo claramente discernible del mensaje del Evangelio, todos sus miembros deben manifestar, según palabras de Pablo VI, esa "armonía y consistencia de doctrina, vida y culto que marcaron los primeros días de su existencia" (Exhortación Apostólica sobre la Reconciliación en la Iglesia, 2), cuando los cristianos "eran asiduos a las enseñanzas de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Ac 2,42).

Nuestra unidad en la fe debe ser completa, para no fallar en dar testimonio del Evangelio, para no cesar de evangelizar. Por tanto, ninguna comunidad eclesial local puede separarse del tesoro de fe tal como está proclamado por la enseñanza oficial de la Iglesia, porque el depósito de fe ha sido especialmente confiado por Cristo a esa enseñanza oficial de la Iglesia. a ese Magisterio. Confirmo, con Pablo VI, la gran verdad: "El contenido de la fe, traducido en todos los lenguajes, no debe ser encentado ni mutilado; revestido de símbolos propios en cada pueblo... debe seguir siendo el contenido de la fe católica tal cual el Magisterio eclesial lo ha recibido y lo transmite" (Evangelii nuntiandi EN 65).

7. Finalmente, y sobre todo, la misión evangelizadora, que es mía y vuestra, debe ser llevada a cabo mediante un constante y abnegado testimonio de la unidad del amor. El amor es la fuerza que abre los.. corazones a la Palabra de Jesús y a su redención: el amor es la sola base de las relaciones humanas que respetan en todos la dignidad de los hijos de Dios creados a su imagen y salvados por la muerte y resurrección de Jesús; el amor es la sola fuerza motriz que nos impulsa a compartir con nuestros hermanos y hermanas todo lo que somos y tenemos.

El amor es el poder que promueve el diálogo, en el que nos escuchamos mutuamente y aprendemos los unos de los otros. El amor promueve, sobre todo, el diálogo de la oración, en el que escuchamos la Palabra de Dios, que está viva en la Sagrada Escritura y viva en la vida de la Iglesia. Que el amor construya puentes entre nuestras diferencias y entre nuestras posiciones, a veces enfrentadas. Que el amor mutuo y el amor a la verdad sea la respuesta a esas polarizaciones que se crean cuando surgen grupos formados por diferentes formas de pensar en lo que se refiere a la fe o a las prioridades de la acción. Nadie, en la comunidad eclesial, debería sentirse nunca apartado o no aceptado con amor, incluso cuando surgen tensiones en el curso de los esfuerzos comunes porque el Evangelio fructifique en la sociedad que nos rodea. Nuestra unidad como cristianos, como católicos, debe ser siempre una unidad de amor en Jesucristo nuestro Señor.

Dentro de unos momentos celebraremos nuestra unidad, al renovar el Sacrificio de Cristo. Cada uno traerá un don diferente, que deberá ser presentado con la ofrenda de Jesús: entrega para mejorar la sociedad; esfuerzos para consolar a los que sufren; deseo de dar testimonio de justicia; resolución a trabajar por la paz y la hermandad; alegría por la unidad de la familia; o sufrimiento en el cuerpo o en el alma. Diferentes dones, sí, pero todos unidos en el único gran don del amor de Cristo a su Padre y a nosotros (todo unido en la unidad de Cristo y su Sacrificio).

Y con fuerza y poder, en la alegría y la paz de esta sagrada unidad, nos comprometemos nuevamente (como un solo pueblo) a cumplir el mandato de nuestro Señor Jesucristo: Id y predicad mi Evangelio a todas las gentes. Dad testimonio de mi nombre con la palabra y el ejemplo. Y mirad, yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo.



VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

MISA EN LA CATEDRAL DE SAN MATEO



Washington

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Sábado 6 de octubre de 1979



María nos dice hoy: "He aquí a la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

Y con estas palabras expresa lo que fue la actitud fundamental de su vida: la fe. María creyó. Confió en las promesas de Dios y fue fiel a su voluntad. Cuando el ángel Gabriel le anunció que había sido elegida para ser Madre del Altísimo, pronunció su "Fiat" humildemente y con libertad plena: "Hágase en mí según tu palabra".

Quizá la mejor descripción de María y, al mismo tiempo, el mayor homenaje. fue el saludo de su prima Isabel: "Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor" (Lc 1,45). Pues fue esta continua confianza en la Providencia de Dios lo que más caracterizó su fe.

Toda su vida terrena fue una "peregrinación de fe" (cf. Lumen gentium LG 58). Porque caminó como nosotros entre sombras y esperó en lo invisible. Conoció las mismas contradicciones de nuestra vida terrena. Se le prometió que a su Hijo se le daría el trono de David, pero cuando nació no hubo lugar para El ni en el mesón. Y María siguió creyendo. El ángel le dijo que su Hijo sería llamado Hijo de Dios; pero lo vio calumniado, traicionado y condenado, y abandonado a morir como un ladrón en la cruz. A pesar de ello, creyó María "que se cumplirían las palabras de Dios" (Lc 1,45), y que "nada hay imposible para Dios" (Lc 1,37).

Esta mujer de fe, María de Nazaret, Madre de Dios, se nos ha dado por modelo en nuestra peregrinación de fe. De María aprendemos a rendirnos a la voluntad de Dios en todas las cosas. De María aprendemos a confiar también cuando parece haberse eclipsado toda esperanza. De María aprendemos a amar a Cristo, Hijo suyo e Hijo de Dios. Pues María no es sólo Madre de Dios, es Madre asimismo de la Iglesia. En cada etapa de la marcha a lo largo de la historia, la Iglesia ha recibido bienes de la oración y protección de la Virgen María. La Sagrada Escritura y la experiencia de los fieles ven en la Madre de Dios a alguien que de modo muy especial está unido a la Iglesia en los momentos más difíciles de su historia, cuando son más amenazadores los ataques contra la Iglesia. Precisamente en los tiempos en que Cristo y, por consiguiente, su Iglesia provocan una intencional contradicción, María aparece especialmente unida a la Iglesia porque para Ella la Iglesia es siempre su amado Cristo.

Os exhorto en Cristo, por tanto, a seguir mirando a María como modelo de la Iglesia, el ejemplo mejor de cómo ser discípulos de Cristo. Aprended de Ella a ser fieles siempre, a confiar en que la Palabra que Dios os da será cumplida, y que nada es imposible para Dios. Dirigíos con frecuencia a María en vuestras oraciones, porque "jamás se oyó decir que ninguno de los que han acudido a su protección, implorado su socorro y pedido su intercesión haya sido desamparado de Ella".

Como gran señal aparecida en el cielo, María nos guía y sostiene en nuestro camino peregrinante, nos apremia hacia "la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe" (1Jn 5,4).



VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

MISA EN EL «CAPITOL MALL»



Washington

Domingo 7 de octubre de 1979



Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo:

216 1. Un día, dialogando Jesús con sus oyentes se halló ante una prueba, por parte de los fariseos, que pretendían hacerle aprobar sus opiniones actuales sobre la naturaleza del matrimonio. Jesús respondió reafirmando la enseñanza de la Escritura: "Al principio de la creación los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y serán los dos una sola carne. De manera que no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre" (Mc 10,6-9).

El Evangelio según San Marcos, añade inmediatamente la descripción de una escena que todos conocemos bien. Está escena nos muestra a Jesús indignado porque había notado cómo sus discípulos trataban de impedir que la gente llevase a los propios niños cerca de El. Y dijo: "Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de los tales es el reino de Dios... Y abrazándolos, los bendijo, imponiéndoles las manos" (Mc 10,14-16). Al proponernos estas lecturas la liturgia de hoy, nos invita a todos a reflexionar sobre tres temas estrechamente relacionados entre sí: la naturaleza del matrimonio, la familia y el valor de la vida.

2. Es para mí una gran alegría detenerme con vosotros en la reflexión de la Palabra de Dios que la Iglesia nos propone hoy, ya que los obispos de todo el mundo están tratando sobre el matrimonio y la vida de familia tal como se viven en todas las diócesis y naciones. Los Episcopados están haciendo esto para preparar el próximo Sínodo mundial de los Obispos, que tiene como tema: "Misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo". Vuestros mismos obispos han designado el próximo año como año de estudio, planificación y renovación pastoral de la familia. Por varias razones existe en el mundo un renovado interés por el matrimonio, la vida de familia y el valor de la vida humana. Este domingo señala el comienzo del anual "programa para el respeto a la vida", por medio del cual la Iglesia en los Estados Unidos intenta reiterar la propia convicción de la inviolabilidad de la vida humana en todas sus fases. Renovemos, pues, todos juntos nuestro respeto por el valor de la vida humana, recordando que, a través de Cristo; toda la vida humana ha sido redimida.

3. No dudo en proclamar ante vosotros y ante todo el mundo que cada vida humana —desde el momento de su concepción y durante todas sus fases siguientes— es sagrada, porque la vida humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. Nada supera la grandeza o la dignidad de la persona humana. La vida humana no es sólo una idea o una abstracción. La vida humana es la realidad concreta de un ser que vive, actúa, crece y se desarrolla; la vida humana es la realidad concreta de un ser capaz de amor y de servicio a la humanidad.

Permitidme repetir lo que dije durante mi peregrinación a mi patria: "Si se rompe el derecho del hombre a la vida en el momento en que comienza a ser concebido dentro del seno materno, se ataca indirectamente todo el orden moral que sirve para asegurar los bienes inviolables del hombre... La Iglesia defiende el derecho a la vida no sólo en consideración a la majestad del Creador, que es el primer Dador de la vida, sino también por respeto al bien esencial del hombre..." (8 de junio de 1979).

4. La vida humana es preciosa porque es un don de Dios, cuyo amor es infinito; y cuando Dios da la vida, la da para siempre. La vida, además, es preciosa porque es la expresión y el fruto del amor. Esta es la razón por la que la vida debe tener origen en el contexto del matrimonio y por la que el matrimonio y el amor recíproco de los padres deben estar caracterizados por la generosidad en entregarse. El gran peligro para la vida de familia, en una sociedad cuyos ídolos son el placer, las comodidades y la independencia, está en el hecho de que los hombres cierran el corazón y se vuelven egoístas. El miedo a un compromiso permanente puede cambiar el amor mutuo entre marido y mujer en dos amores de sí mismos, dos amores que existen el uno al lado del otro, hasta que terminan en la separación.

En el sacramento del matrimonio el hombre y la mujer —que por el bautismo se convierten en miembros de Cristo y tienen el deber de manifestar en su vida las actitudes de Cristo— reciben la certeza de la ayuda que necesitan para que su amor crezca en una unión fiel e indisoluble y puedan responder generosamente al don de la paternidad. Como ha declarado el Concilio Vaticano II: "Por medio de este sacramento, Cristo mismo se hace presente en la vida de los cónyuges y los acompaña, para que puedan amarse mutuamente y amar a sus hijos, como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella" (cf. Gaudium et spes GS 48 Ep 5,25).

5. Para que el matrimonio cristiano favorezca el bien total y el desarrollo de los cónyuges, debe inspirarse en el Evangelio y abrirse así a la nueva vida, una nueva vida dada y aceptada generosamente. Los cónyuges están llamados también a crear una atmósfera de familia en la que los hijos sean felices y vivan en plenitud y con dignidad una vida humana y cristiana.

Para poder vivir una vida gozosa de familia se requieren sacrificios, tanto por parte de los padres como de los hijos. Cada miembro de la familia debe convertirse, de modo especial en siervo de los otros, compartiendo sus cargas. Es necesario que cada uno sea solícito no sólo por la propia vida, sino también por la de los otros miembros de la familia: por sus necesidades, esperanzas, ideales. Las decisiones respecto al número de los hijos y a los sacrificios que de ellos se derivan, no deben ser tomadas sólo con miras a aumentar las propias comodidades y asegurar una vida tranquila. Reflexionando sobre este punto ante Dios, ayudados por la gracia que . procede del sacramento y guiados por las enseñanzas de la Iglesia, los padres se recordarán a sí mismos que es menor mal negar a sus hijos ciertas comodidades y ventajas materiales, que privarles de la presencia de hermanos y hermanas que podrían ayudarles a desarrollar su humanidad y realizar la belleza de la vida en cada una de sus fases y en toda su variedad.

Si los padres comprendieran plenamente las exigencias y las oportunidades que se encuentran en este sacramento grande, no dejarían de unirse a María en el himno de alabanza al autor de la vida —a Dios— que los ha elegido como colaboradores.

6. Todos los seres humanos deberían valorar la individualidad de cada una de las personas como criatura de Dios, llamada a ser hermano o hermana de Cristo en virtud de la encarnación y redención universal. Para nosotros la sacralidad de la persona humana está fundada en estas premisas. Y sobre estas premisas se funda nuestra celebración de la vida, de toda vida humana. Esto explica nuestros esfuerzos para defender la vida humana contra cualquier influencia o acción que la pueda amenazar o debilitar, como también nuestros esfuerzos para volver cada vida más humana en todos sus aspectos.

217 Por lo tanto, reaccionaremos cada vez que la vida humana esté amenazada. Cuando el carácter sagrado de la vida antes del nacimiento sea atacado, nosotros reaccionaremos para proclamar que nadie tiene jamás el derecho de destruir la vida antes del nacimiento. Cuando se hable de un niño como de una carga, o se lo considere como medio para satisfacer una necesidad emocional, nosotros intervendremos para insistir en que cada niño es don único e irrepetible de Dios, que tiene derecho a una familia unida en el amor. Cuando la institución del matrimonio esté abandonada al egoísmo o reducida a un acuerdo temporal y condicional que se puede rescindir fácilmente, nosotros reaccionaremos afirmando la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Cuando el valor de la familia esté amenazado por presiones sociales y económicas, nosotros reaccionaremos reafirmando que la familia es necesaria no sólo para el bien privado de cada persona, sino también para el bien común de toda sociedad, nación y Estado (Discurso en la audiencia general del 3 de enero de 1979). Cuando la libertad, pues, se utilice para dominar a los débiles, para dilapidar riquezas naturales y energía, y para negar a los hombres las necesidades esenciales, nosotros reaccionaremos para reafirmar los principios de la justicia y del amor social. Cuando a los enfermos, los ancianos y los moribundos se los deja solos, nosotros reaccionaremos proclamando que son dignos de amor, de solicitud y de respeto.

7. Hago mías las palabras que Pablo VI dirigió el año pasado a los obispos americanos: «Además, estamos convencido de que los esfuerzos hechos por salvaguardar los derechos humanos actualmente son en beneficio de la misma vida. Todo lo que se propone desterrar —con leyes o acciones— la discriminación fundada en "raza, origen, color, cultura, sexo o religión" (cf. Octogesima adveniens, 16), es un servicio a la vida. Cuando se atienden los derechos de las minorías, cuando los minusválidos mentales o síquicos están atendidos, cuando se concede voz a los marginados de la sociedad, en todos estos niveles quedan salvaguardadas la dignidad de la vida humana, la plenitud de la vida humana y la sacralidad de la vida humana... En particular, toda colaboración prestada para mejorar el clima moral de la sociedad, para oponerse al permisivismo y al hedonismo, y toda ayuda a la familia, que es la fuente de vidas nuevas, defiende efectivamente los valores de la vida» (26 de mayo de 1978; Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1978, pág. 209).

8. Mucho queda por hacer para poder ayudar a aquellos cuya vida está amenazada y reavivar la esperanza de quienes tienen miedo a la vida. Se requiere valentía para resistir a las presiones y falsos eslogans, para proclamar la dignidad suprema de toda vida, y exigir que la sociedad misma la proteja. Un americano relevante, Thomas Jefferson, afirmó: "El cuidado de la vida y la felicidad humanas, y no su destrucción, es el objetivo recto y el único legítimo del buen gobierno" (31 de marzo de 1809). Por esto deseo dirigir una palabra de alabanza a todos los miembros de la Iglesia católica y de las otras Iglesias cristianas, a todos los hombres y mujeres de la herencia judío-cristiana, como también a todos los hombres de buena voluntad para que se unan en un esfuerzo común por la defensa de la vida en su plenitud y por la promoción de todos los derechos humanos.

Nuestra celebración de la vida forma parte de nuestra celebración de la Eucaristía. Nuestro Señor y Salvador, por medio de su muerte y resurrección, se ha convertido para nosotros en "el pan de vida" y prenda de la vida eterna. En El encontramos la valentía, la perseverancia y la creatividad que necesitamos para promover y defender la vida en nuestras familias y en todo el mundo.

Queridos hermanos y hermanas: Tenemos confianza en que María, la Madre de Dios y Madre de la Vida, nos ayudará para que nuestro modo de vivir refleje siempre nuestra admiración y agradecimiento por el don del amor de Dios. que es la vida. Sabemos que Ella nos ayudará a emplear cada día que nos es dado como una oportunidad para defender la vida antes del nacimiento y para hacer más humana la vida de nuestros hermanos, dondequiera que estén.

La intercesión de la Virgen del Rosario, cuya fiesta celebramos hoy, nos obtenga poder llegar todos un día a la plenitud de la vida en Cristo Jesús nuestro Señor. Amén.



SANTA MISA CON LOS PARTICIPANTES EN LA III ASAMBLEA PLENARIA

DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS


Capilla Matilde

Miércoles 10 de octubre de 1979



Queridos hermanos y hermanas:

Es fácil evocar la vida del querido mons. Marcel Uylenbroeck, escuchando las lecturas de la Escritura Santa: Dios le puso a prueba a lo largo de una enfermedad inexorable, que le ha atacado en plena madurez de su edad y cuando cumplía para la Iglesia un servicio importante y apreciado. El aceptó la prueba, con fe, y ofreció su vida por la Iglesia. Cristo, el dueño de la casa, vio entonces que tenía encendida su lámpara, la lámpara de la caridad y de la esperanza. Y aceptó su holocausto. Como dice San Pablo, tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor.

Mons. Uylenbroeck había, como bien sabéis, consagrado su vida al Señor, con un especial celo por la evangelización. Muy pronto participó, siendo aún laico, en el apostolado con los jóvenes del mundo obrero, dentro de la JOC belga; luego, ya sacerdote, como consiliario nacional e internacional de dicho Movimiento. Cuando Pablo VI lo nombró, hace diez años, secretario del Consejo de los Laicos, aportaba, por tanto, al cargo una experiencia utilísima para comprender la vida de los laicos y su apostolado organizado. Y es ahí donde muchos de vosotros, y yo mismo, lo hemos visto actuar. En su tarea, sabía promover de buen grado las actividades multiformes de las Asociaciones de laicos, así como recoger los frutos de vida cristiana, en que tiene su parte el Espíritu Santo. Ayudaba a los responsables a reflexionar, a confrontar sus actividades con las de los demás en la Iglesia universal, siguiendo las orientaciones de la Santa Sede, y a profundizar en las motivaciones; al mismo tiempo, contribuía al servicio del Papa. Además de otras tareas que constituyen el honroso deber del Pontificio Consejo para los Laicos.

218 Al margen de este trabajo, continuaba interesándose, en la misma Roma y fuera de ella, por los jóvenes de toda condición, consagrando su tiempo y sus fuerzas apostólicas, en contactos personales o por correspondencia, a consolarlos, aclararles ideas, enderezarles hacia un camino mejor. inspirándose en el Evangelio.

Con todos cuantos se han beneficiado de este trabajo, vamos a ofrecérselo al Señor, pidiéndole que recompense a este siervo fiel y le conceda su luz, su paz, su gozo, en la vida eterna.

Vosotros habéis seguido de modo especial ese trabajo durante la asamblea general. No es éste el lugar oportuno para insistir en ello, pero tengo que decir que me siento obligado a dar las gracias y estimular vivamente a los miembros y consultores del Consejo, algunos de los cuales han venido de muy lejos así como a todas las personas que prestan diariamente su colaboración en las actividades de este dicasterio. Yo mismo he participado como miembro del Consejo —en tiempos todavía no muy lejanos— a ese trabajo de confrontación y reflexión. Como Papa cuento con vuestra aportación para iluminar, sostener, armonizar el dinamismo de los laicos en todo el mundo, así como para que comuniquéis, a mí y a la Santa Sede, vuestras informaciones y sugerencias, y muy especialmente las de esta asamblea.

Las parroquias siguen siendo los lugares privilegiados donde los laicos de toda condición y de todas las asociaciones pueden reunirse para celebrar la Eucaristía, especialmente el culto dominical, para la oración, para la animación catequística, etc. Pero es conveniente también que existan, ligados a ellas; otros lugares, otros centros, tanto a escala mayor o, por el contrario, más reducida, a fin de proveer a las necesidades específicas del Pueblo de Dios en materia de educación, de catequesis, de asistencia, de ayuda sanitaria, de promoción social, etc. Esto permitirá una participación más directa del laicado y una acción más adecuada. Ese era precisamente el tema de vuestra asamblea: la formación de tales comunidades locales de base. Se trata de estimularlas, garantizando su autenticidad evangélica y su cualidad eclesial. Es muy importante para la vitalidad de la Iglesia, para su inserción y su testimonio en el mundo contemporáneo.

Sería oportuno también revisar los criterios de las Organizaciones internacionales católicas y el estatuto de sus asistentes eclesiásticos, porque deben estar bien definidos el papel de los laicos, el de los sacerdotes y la conexión con la Iglesia y el Magisterio.

Las mujeres, en especial, deben encontrar exactamente la función que les corresponde en la Iglesia y hacer que ésta se beneficie de todos sus recursos de fe y de caridad.

No nos olvidemos, por otra parte, que el próximo Sínodo llama desde ahora la atención de toda la Iglesia sobre un apostolado irreemplazable: el de la familia.

Por vuestra parte, contribuid a que toda esta acción de los laicos se inspire en la fe, es decir, en la importancia de la revisión de vida a la luz del Evangelio y en la importancia de la oración, así como en la fidelidad a la Iglesia, en la preocupación, no ya de uniformidad, sino de unidad y de comunión; y, sobre todo, en la esperanza.

Numerosos signos —como he podido comprobar en Irlanda y en Estados Unidos— demuestran hoy que existen maravillosas reservas de fe y de dinamismo cristiano en el corazón de nuestros contemporáneos, especialmente entre los jóvenes. E incluso aun cuando esos signos son menos evidentes —debemos trabajar con fe y paciencia—, no hemos de olvidar que Dios es fiel a sus promesas y que hará que consigan frutos quienes se arriesgan a construir su vida sobre la roca del Evangelio. ¡Animo! Que su Espíritu no abandona a quienes le imploran, como la Virgen en Pentecostés, y que hacen, como Ella, lo que el Señor les diga. Bendiciéndoos de todo corazón, ruego a Dios que fortifique vuestra esperanza. Y que conceda felicidad eterna a aquel que nos ha precedido en la casa del Padre, a nuestro amigo mons. Marcel Uylenbroeck.



B. Juan Pablo II Homilías 212