B. Juan Pablo II Homilías 226


VÍSPERA DE LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES



Plaza de San Pedro

Sábado 20 de octubre de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas.
Queridísimos jóvenes:

Con alegría grande y profunda presido la liturgia eucarística en esta vigilia de la "Jornada mundial de las Misiones", por encontrarme con todos vosotros, fieles de la diócesis de Roma; así me siento más íntimamente unido a todas las diócesis del mundo en esta ocasión tan importante y significativa, y sobre todo a los misioneros y misioneras que, esparcidos por las diversas partes del mundo, anuncian a los hombres con gozo y fatiga el Evangelio de la salvación.

227 Sí, queridísimos, ésta es una ocasión muy importante para nuestra vida espiritual y para nuestra diócesis: aquí, en el centro de la cristiandad, en esta Basílica Vaticana, sentimos los ecos de la Iglesia universal, percibimos las necesidades de todos los pueblos, participamos en los afanes de todos los que con ardor incansable caminan en nombre de Cristo, dan testimonio, anuncian, convierten, bautizan, fundan nuevas comunidades cristianas.

Meditemos brevemente y busquemos juntos, siguiendo las lecturas de la liturgia, la motivación, la condición y la estrategia de la actividad misionera de la Iglesia.

1. ¿Cuál es la motivación primera y última de esta obra?

He aquí la primera pregunta. Y la respuesta es sencilla y perentoria: la Iglesia es misionera por voluntad expresa de Dios.

Jesús habla muchas veces a los Apóstoles de su mandato, de su misión, del motivo de su elección: "No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (
Jn 15,16).

Antes de ascender al cielo, Jesús da a los Apóstoles, y por medio de ellos a toda la Iglesia, de manera oficial y determinante, la misión de evangelizar: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16,15). Y el Evangelista anota: "Ellos se fueron, predicando por todas partes" (Mc 16,20).

Desde entonces los Apóstoles y los discípulos de Cristo comenzaron a recorrer los caminos de la tierra, a superar incomodidades y fatigas, a encontrar gentes y tribus, pueblos y naciones, a sufrir hasta dar la vida, para anunciar el Evangelio, porque es la voluntad de Dios y respecto a Dios sólo hay la decisión de la obediencia y del amor.

San Pablo escribía a su discípulo Timoteo: "Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,4).

Y la verdad que salva es únicamente Jesucristo, el Redentor, el Mediador entre Dios y los hombres, el Revelador único y definitivo del destino sobrenatural del hombre. Jesús ha dado a la Iglesia la misión de anunciar el Evangelio; cada uno de los cristianos participa en esta misión. Cada uno de los cristianos es misionero por su naturaleza. Pablo VI, de venerada memoria, escribía en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi: "La presentación del mensaje evangélico no constituye para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vistas a que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado. No admite indiferencia, ni sincretismo, ni acomodos. Está en causa la salvación de los hombres. Representa la belleza de la Revelación. Lleva consigo una sabiduría que no es de este mundo. Es capaz de suscitar por sí mismo la fe, una fe que tiene su fundamento en la potencia de Dios. Es la Verdad. Merece que el apóstol le dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre su propia vida" (Nb 5). "Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar" (Nb 14).

A veces dicen algunos que no se puede imponer el Evangelio, no se puede hacer violencia a la libertad religiosa, que más bien es inútil e ilusorio anunciar el Evangelio a los que ya pertenecen a Cristo de manera anónima por la rectitud de su corazón. Ya Pablo VI respondía así claramente: "Sería ciertamente un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer, lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a esa libertad, a la cual se ofrece la elección de un camino que incluso los no creyentes juzgan noble y exaltante... Este modo respetuoso de proponer la verdad de Cristo y de su Reino, más que un derecho es un deber del evangelizador. Y es a la vez un derecho de sus hermanos recibir, a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación" (Evangelii nuntiandi EN 80).

Son palabras muy serias, pero sobre todo iluminadoras y estimulantes, que precisan una vez más cuál es la voluntad positiva de Dios y nuestra responsabilidad de cristianos.

228 2. Pero hagámonos una segunda pregunta: ¿Cuál es la condición esencial para la obra misionera?: Es la unidad en la doctrina.

Así oró Jesús antes de dejar este mundo: "No ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (
Jn 17,20-21).

Y San Pablo escribía con ansia a su discípulo Timoteo: "Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos" (1Tm 2,5-6).

Efectivamente, si falta la unidad en la fe, ¿quién y qué se anuncia? ¿Cómo puede ser creíble, tanto más cuando la doctrina es tan misteriosa y la moral tan exigente? Las diferencias y los contrastes doctrinales sólo crean confusión, y al fin decepción. En una materia tan esencial y delicada como es el contenido del Evangelio, no se puede ser jactanciosos, o superficiales, o posibilistas, inventando teorías y exponiendo hipótesis. La evangelización debe tener como característica la unidad en la fe y en la disciplina, y por esto, el amor a la verdad.

Meditemos las palabras equilibradas y profundas de Pablo VI: "De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad, puesto que la verdad que él profundiza y comunica no es otra que la verdad revelada y, por tanto, más que ninguna otra, forma parte de la verdad primera que es el mismo Dios. El predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar sombro, ni por originalidad o deseo aparentar. No rechaza nunca la verdad. No obscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente sin avasallarla" (Evangelii nuntiandi EN 78).

Agradezcamos a Pablo VI estas indicaciones tan límpidas y al mismo tiempo pidamos intensamente que todos estudien, conozcan, anuncien la verdad y sólo la verdad, dóciles al Magisterio auténtico de la Iglesia, porque la certeza y la claridad son las cualidades indispensables de la evangelización.

3. Finalmente, he aquí la última pregunta: ¿Cuál es la estrategia de la obra misionera? También para esta pregunta es sencilla la respuesta: ¡El amor!

¡La estrategia única e indispensable para la obra misionera es sólo el amor íntimo, personal, convencido, ardiente a Jesucristo!

Recordemos la exclamación gozosa de Santa Teresa de Lisieux: "¡Mi vocación es el amor!... ¡En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré amor..., así seré todo!" (Man. B.).

¡Así debe ser también para nosotros!

— El amor intrépido y valiente: ¡Tres cuartas partes de la humanidad todavía no conocen a Jesús! ¡Por esto la Iglesia necesita muchos y generosos misioneros y misioneras para anunciar el Evangelio! ¡Vosotros, jóvenes y muchachas: estad atentos a la voz de Dios que llama! ¡Tenéis delante y os invitan ideales estupendos de caridad, de generosidad, de entrega! ¡La vida sólo es grande y bella en cuanto se entrega! ¡Sed intrépidos! ¡La alegría suprema está en el amor sin pretensiones, en una pura donación de caridad a los hermanos!

229 — El amor es dócil y confiado en la acción de la "gracia". Es el Espíritu Santo quien penetra en las almas y transforma los pueblos. Las dificultades siempre son inmensas, y especialmente hoy los mismos fieles, envueltos en la historia actual, están tentados por el ateísmo, el secularismo, la autonomía moral. Por eso es necesaria una confianza absoluta en la obra del Espíritu Santo (cf. Evangelii nuntiandi EN 75). Y por eso el cristiano es paciente y alegre en su labor misionera, aunque deba sembrar con lágrimas, aceptando la cruz y manteniendo el espíritu de las bienaventuranzas.

— Finalmente, el amor es ingenioso y constante, ejercitándose en los diversos tipos de apostolado misionero: apostolado del ejemplo, de la oración, del sufrimiento, de la caridad, aprovechándose de todas las iniciativas y medios propuestos por las Obras Misionales Pontificias, tan beneméritas y tan activas en Roma y en todas las diócesis.

4. Sin embargo, no puedo olvidar algunas situaciones de hecho, que hacen hoy más apremiante el deber misionero de toda la Iglesia y de todos nosotros que la formamos. Se registran varias formas de anti-evangelización que tratan de oponerse radicalmente al mensaje de Cristo: la eliminación de toda trascendencia y de toda responsabilidad ultraterrena; la autonomía ética al margen de toda ley moral natural y revelada; el hedonismo considerado como único y satisfactorio sistema de vida; y en muchos cristianos, una debilitación del fervor espiritual, un ceder a la mentalidad mundana, una aceptación progresiva de las opiniones erróneas del laicismo y del inmanentismo social y político.

Tengamos siempre presente el grito de San Pablo: "Caritas Christi urget nos!" (2Co 5,14).

La ardiente exclamación del Apóstol adquiere una elocuencia especial y determina una especial solicitud en nuestro tiempo. Es el imperativo misionero el que debe despertar a todos los cristianos, a las diócesis, parroquias y diversas comunidades: ¡el amor de Cristo nos apremia a testimoniar, anunciar y proclamar la Buena Nueva a todos y a pesar de todo!

Precisamente en este tiempo debéis ser testigos y misioneros de la verdad: ¡Ningún miedo! El amor de Cristo os debe estimular a ser fuertes y decididos, porque "si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rm 8,51).

Efectivamente, nadie "nos puede separar del amor de Cristo" (Rm 8,35).

Pero debemos dirigir nuestra atención también a esos territorios y naciones del mundo, donde, por desgracia, no puede ser predicado el Evangelio, donde la actividad misionera de la Iglesia está prohibida. ¡La Iglesia sólo quiere anunciar la alegría de la paternidad divina, el consuelo de la redención realizada por Cristo, la fraternidad de todos los hombres! Los misioneros sólo quieren anunciar la paz verdadera y justa, la del amor de Cristo y en Cristo, nuestro hermano y salvador. ¡Pueblos enteros esperan el agua viva de la verdad y de la gracia, y están sedientos de ella! Roguemos para que la Palabra de Dios pueda correr libre y rápidamente (cf. Sal Ps 147,15) en todos los pueblos de la tierra.

5. Por esto la Iglesia misionera necesita ante todo ele almas misioneras en la oración: ¡Estemos cercanos a los evangelizadores con nuestra oración! Especialmente por las misiones debemos orar siempre, sin cansarnos. Oremos ante todo por medio de la Santa Misa, uniéndonos al Sacrificio de Cristo por la salvación de todos los hombres: ¡Que la Eucaristía mantenga firme y fervorosa la fe de los cristianos!

Pero roguemos también con constancia y confianza a María Santísima, la Reina de las misiones, para que haga sentir cada vez más en los fieles el afán de la evangelización y la responsabilidad del anuncio del Evangelio. Pidámosle en particular con el rezo del santo Rosario, con el fin de unirnos así y ayudar a los que se fatigan entre dificultades e incomodidades para dar a conocer y amar a Jesús.

¡María, que estaba presente con los Apóstoles, los discípulos y las piadosas mujeres, el día de Pentecostés, al comienzo de la Iglesia, permanezca siempre presente en la Iglesia, Ella, la primera misionera, Madre y apoyo de todos los que anuncian el Evangelio!



VISITA AL SANTUARIO MARIANO DE POMPEYA



230

Domingo 21 de octubre de 1979

1. "Misus est Angelus...".

"Fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret" (Lc 1,26).

Con particular emoción pronunciamos estas palabras hoy, en la plaza del santuario de Pompeya, en el que está rodeada de una singular veneración la Virgen, que se llamaba María (cf. Lc Lc 1,27) , Aquella Virgen a la que fue enviado Gabriel. Con particular emoción escuchamos esas palabras hoy, en este domingo de octubre, que tiene el carácter de domingo misionero. Pues bien, las palabras del Evangelio de San Lucas hablan del comienzo de la misión.

La misión quiere decir ser enviados estar encargados de desarrollar una ficción determinada.

Fue mandado por Dios Gabriel a la ciudad de Nazaret para anunciarle a Ella —y en Ella a todo el género humano— la misión del Verbo. Sí; Dios quiere mandar a su Eterno Hijo a fin de que, haciéndose hombre, pueda dar al hombre la vida divina, la filiación divina, la gracia y la verdad.

La misión del Hijo comienza precisamente entonces en Nazaret. cuando María escucha las palabras pronunciadas por boca de Gabriel: "Has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús" (Lc 1,30-31).

La misión de este Hijo, Verbo Eterno, comienza en ese momento, cuando María de Nazaret, Virgen "desposada con un varón de la casa de David, de nombre José" (Lc 1,7), al escuchar estas palabras de Gabriel, responde: "He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). En aquel momento inicia la misión del Hijo sobre la tierra. El Verbo, de la misma sustancia del Padre, se hace carne en el seno de la Virgen. La Virgen misma no puede comprender cómo ha de realizarse todo esto. Por tanto, antes de responder "hágase en mí", pregunta: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" (Lc 1,34). Y recibe la respuesta determinante: "El Espíritu Santo vendrá obre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios... porque nada hay imposible para Dios" (Lc 1,35-37).

En ese momento, María entiende ya todo. Y no pregunta más. Dice solamente: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Y el Verbo se hace carne (cf. Jn Jn 1,14). Inicia la misión del Hijo en el Espíritu Santo. Inicia la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo. En esta primera etapa la misión se dirige a Ella sola: a la Virgen de Nazaret. Primero, desciende sobre Ella el Espíritu Santo. Ella, en su humana y virginal sustancia, queda fecundada con la potencia del Altísimo.

Gracias a esta potencia y en virtud del Espíritu Santo, Ella se convierte en Madre del Hijo de Dios, aun permaneciendo Virgen. La misión del Hijo inicia en Ella, bajo su corazón. La misión del Espíritu Santo, que "procede del Padre y del Hijo", llega también primero a Ella, al alma que es su Esposa, la más pura y la más sensible.

2. Este comienzo en el tiempo, este histórico comienzo de la misión del Hijo y del Espíritu Santo debemos tenerlo presente sobre todo hoy, en el anual domingo misionero del mes de octubre. Este comienzo debe tenerlo presente toda la Iglesia, en todas partes, en todo lugar, en todos los corazones. La Iglesia es toda ella, y en todas partes, misionera, porque permanece continuamente en esa misión del Hijo y del Espíritu Santo, que tuvo su comienzo histórico sobre la tierra precisamente en Nazaret, en el corazón de la Virgen.

231 Al hacerse hombre en su seno, por obra del Espíritu Santo, Dios Hijo entró en la historia del hombre para llevar este Espíritu a todo hombre y a la humanidad entera. La misión, cuyo comienzo bajo el corazón de la Virgen de Nazaret estuvo impulsado por la potencia del Altísimo, fue madurando durante todo el tiempo que estuvo oculto el Hijo de Dios, y luego a través de la viva palabra de su Evangelio y a través del sacrificio de la cruz y el testimonio de la resurrección, hasta aquel día en el Cenáculo; testimonio que nos recuerda también la liturgia de hoy. Era ése el día en que, no sólo María, sino toda la Iglesia, todo el Pueblo de la Nueva Alianza, recibía el Espíritu Santo y, junto con El, se hizo partícipe de la misión de su Señor resucitado y del Único Ungido (Mesías). Obteniendo la participación en su misión sacerdotal, profética y real, el Pueblo de Dios —es decir, la Iglesia— se hizo totalmente misionero,

3. Y precisamente en este domingo, el Pueble de Dios —es decir, la Iglesia— fija sus ojos con gratitud en el misterio de esta su misión, que tuvo comienzo primero en Nazaret y luego en el Cenáculo de Jerusalén. Meditando, pues, sobre su propio carácter misionero, el Pueblo de Dios —es decir, la Iglesia—se dirige, con la más profunda solicitud y fervor del Espíritu, a todas las dimensiones de su misión contemporánea; a todos los lugares, a todos los continentes y a todos los pueblos, porque Cristo le dijo una vez: "Id, pues; enseñad a todas las gentes..." (
Mt 28,19). "...predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16,15). Y así, por tanto, la Iglesia, en este domingo misionero, camina sobre las huellas de sus enseñanzas, de su misión, de la evangelización y de la catequesis, tanto entre las naciones y pueblos ya cristianos desde hace mucho tiempo, como también entre los jóvenes y recientes, así como entre aquellos a los que todavía no ha llegado la gracia de la fe y de la verdad de la salvación.

La Iglesia lo hace teniendo ante sus ojos todas las enseñanzas del Vaticano II, tanto la Constitución Lumen gentium, como la Gaudium et spes; tanto el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, como también el Decreto sobre el ecumenismo, la Declaración sobre la libertad religiosa y la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Todos estos espléndidos documentos hablan a la Iglesia de nuestro tiempo, a la Iglesia de este siglo XX que está para terminar, le hablan sobre lo que significa ser misionero y tener una misión que desarrollar.Y le mandan, al igual que en una ocasión mandó Cristo a los Apóstoles, que miren los campos de las almas humanas, que siempre, en cierto modo, "ya están blanquecinos para la siega" (Jn 4,35). ¿Están quizá realmente maduros? ¿Están empezando a madurar? O, por el contrario, ¿aumentan en ellos las objeciones contra la palabra del Evangelio y contra el Espíritu que "sopla donde quiere"? (Jn 3,8).

Nosotros no podemos jamás perder la esperanza, aunque estamos atravesando períodos de experiencias y pruebas bastante duras. No podemos olvidar que el Señor mismo —Aquel con cuya sangre fuimos liberados (cf. 1P 1,19 Ep 1,7) mira estos campos de las almas y nos dice a nosotros, sus discípulos: ¡Rogad! "Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9,38). Hagámoslo, sobre todo en este domingo.

4. María está siempre en el mismo centro de nuestra oración. Ella es la primera entre los que piden. Y es la Omnipotentia supplex: la Omnipotencia suplicante.

Así era en su casa de Nazaret, cuando conversaba con Gabriel. La sorprendemos allí en lo profundo de su oración. En lo profundo de la oración le habla Dios Padre. En lo profundo de la oración, el Verbo Eterno se hace su Hijo. En lo profundo de la oración desciende sobre Ella el Espíritu Santo.

Y luego, Ella traslada esa profundidad de la oración de Nazaret al Cenáculo de Pentecostés, donde la acompañan, constantes y concordes en la oración, todos los Apóstoles: Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelote, y Judas de Santiago (cf. Act Ac 1,13-14).

María traslada también la misma profundidad de su oración sobre este lugar privilegiado en tierra italiana, no lejos de Nápoles, adonde hoy venimos en peregrinación. Es el santuario del Rosario, es decir, el santuario de la oración mariana, de esta oración que María reza con nosotros, al igual que rezaba con los Apóstoles en el Cenáculo.

5. Esta oración se llama el Rosario. Y es nuestra oración predilecta, que le dirigimos a Ella, a María. Ciertamente; pero no olvidemos que, al mismo tiempo, el Rosario es nuestra oración con María. Es la oración de María con nosotros, con los sucesores de los Apóstoles, que han constituido el comienzo del nuevo Israel, del nuevo Pueblo de Dios. Venimos, por tanto, aquí, para rezar con María; para meditar, junto con Ella, los misterios que Ella, como Madre, meditaba en su corazón (cf. Lc Lc 2,19), y sigue meditando, sigue considerando. Porque ésos son los misterios de la vida eterna. Todos tienen su dimensión escatológica. Están inmersos en Dios mismo. En ese Dios que "habita una luz inaccesible" (1Tm 6,16), están inmersos esos misterios, tan sencillos y tan accesibles. Y tan estrechamente ligados a la historia de nuestra salvación.

Por eso, esta oración de María, inmersa en la luz del mismo Dios, sigue al mismo tiempo abierta siempre hacia la tierra. Hacia todos los problemas humanos. Hacia los problemas de cada hombre y, a la vez, de todas las comunidades humanas, de las familias, de las naciones; hacia los problemas internacionales de la humanidad, como, por ejemplo los que me tocó suscitar ante la Asamblea de las Naciones Unidas, el 2 de octubre. Esta oración de María, este Rosario, está abierto constantemente hacia toda la misión de la Iglesia, hacia sus dificultades y esperanzas, hacia las persecuciones e incomprensiones, hacia cualquier servicio que ella cumple en relación con los hombres y los pueblos. Esta oración de María, este Rosario es precisamente así porque desde el principio ha estado invadida por la "lógica del corazón". En efecto, la madre es corazón. Y la oración se formó en ese corazón mediante la experiencia más espléndida de que fue partícipe: mediante el misterio de la Encarnación.

Dios nos ha dado, desde hace mucho tiempo, un signo: "He aquí que una Virgen concebirá y dará a luz un hijo que llamará Emmanuel" (Is 7,14). Emmanuel, "que significa Dios con nosotros" (Mt 1 Mt 23). Con nosotros y para nosotros "para reunir en uno todos los hijo: de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52).

232 6. Vengo, pues, aquí, al santuario de Pompeya, con el espíritu de esta oración, para vivir junto con vosotros ese signo de la profecía de Isaías. Y mientras participo en la oración de la Madre de Dios, que es "Omnipotentia supplex", deseo expresar, en unión de todos los peregrinos, el agradecimiento por esa múltiple misión, que últimamente he debido realizar entre los meses de septiembre y octubre. He hablado de ello más de una vez. He repetido las palabras y las ideas que Jesús había enseñado a los Apóstoles:

"Cuando hiciereis estas cosas que os están mandadas, decid: somos siervos inútiles. Lo que teníamos que hacer, eso hicimos" (
Lc 17,10). De ahí que sienta la necesidad de expresar mi agradecimiento, con mayor motivo, aquí, en este santuario a María y con María.

Y si mi gratitud se extiende a mismo tiempo a los hombres, lo hago sobre todo porque este mi servicio de Pedro, servicio papal, ha sido muy bien preparado por ellos, de rodillas; porque le han dado un profundo carácter de oración, carácter sacramental, eucarístico. ¿Podría pensar, sin emoción, en tantos hombres, muchos de ellos jóvenes, que con sacrificios y vigilias nocturnas han abierto camino al Espíritu que debía hablar? Debemos ciertamente acordarnos de esto. Porque en ello está el corazón mismo de este mi misterio; lo demás, es solamente una manifestación que humanamente se puede a veces leer con demasiada superficialidad. Cristo, en cambio nos enseña que el tesoro —es decir el valor esencial— está en el corazón (cf. Lc Lc 12,34).

Vengo, por tanto, aquí para da gracias por todo esto. Y si vengo también para pedir —¡cuánto hay que pedir y que suplicar!—, lo que principalmente pido es que la misión de la Iglesia, del Pueblo de Dios, la misión iniciarla en Nazaret en el Calvario, en el Cenáculo, se cumpla en nuestra época con toda su originaria claridad, y a la vez en consonancia con los signos d nuestro tiempo. Que, siguiendo e ejemplo de la Sierva del Señor, pueda yo —hasta cuando Dios disponga— permanecer fiel y humilde siervo de esta misión de toda la Iglesia y que sienta y recuerde y repita solamente esto: que soy un siervo inútil.



VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN PÍO V



Domingo 28 de octubre de 1979

¡Hermanas y hermanos carísimos!

"¡Gracia y paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo!" (2Th 1,2).

1. Me alegra ciertamente encontrarme hoy entre vosotros, fieles de la parroquia dedicada a mi Santo Predecesor, Pío V, Antonio Ghislieri, que ocupó la Cátedra de San Pedro desde 1566 hasta 1572 y es conocido principalmente como el "Papa del Rosario", por el impulso que, con su ejemplo y enseñanzas, dio a la difusión de esta devoción, que tan dentro del corazón lleva el pueblo cristiano. Esta visita mía, efectuada casi al final del mes de octubre, especialmente dedicado a la Virgen del Rosario, quiere ser como un acto de obligada admiración por San Pío V y, al mismo tiempo, de ferviente veneración a María Santísima, que en esta zona es saludada, desde hace siglos, con el significativo título de "Virgen del Reposo".

Pero hay también otros motivos que me han impulsado a venir a estar con vosotros: la cercanía geográfica de vuestra parroquia con la basílica de San Pedro y con la Sede Apostólica, donde el Papa reside; la "joven edad" —veintisiete años apenas— de vuestra parroquia, que fue creada jurídicamente en 1952, por voluntad de Pío XII, de venerada memoria, y construida con la aportación financiera de la entonces Sagrada Congregación del Santo Oficio; y además, los lazos espirituales que, desde algunos años, me unen con los sacerdotes de la parroquia, en la que he celebrado Misa varias veces y donde, en octubre de 1977, administré el sacramento de la confirmación. Estos lazos se han reforzado también últimamente por la presencia, entre vuestro clero, de un sacerdote polaco de la archidiócesis de Cracovia, a mí confiada antes de la elección para el Sumo Pontificado.

Muchos de vosotros, conociendo esta mi "amistad" para con vuestra parroquia, durante las audiencias generales de los miércoles muchas veces me habéis invitado y pedido que viniera a haceros una visita.

2. Y aquí estoy. Estoy aquí hoy con vosotros y para vosotros. Para los presentes y para todos aquellos que no han podido venir. Deseo estar en medio de vosotros para sentir pulsar el corazón y la vida de vuestra comunidad, que comprende alrededor de 4.500 familias, con un total de cerca de veinte mil personas. Ese aumento de población que se ha verificado en estos últimos años, ha planteado y plantea muchos problemas, también, y especialmente, de carácter religioso y pastoral. Vuestra parroquia, por el celo del párroco y de los sacerdotes que colaboran con él, tiene una peculiar y multiforme actividad que se manifiesta en diversos grupos con finalidades catequísticas, caritativas, litúrgicas, en las que cada uno de vosotros —de diferentes edades y a todos los niveles— puede encontrar espacio para su propio compromiso cristiano. Me dirijo, de modo especial, a los jóvenes, porque son ellos quienes pueden y deben contribuir más vivaz y dinámicamente a las diversas iniciativas pastorales y apostólicas de vuestra comunidad.

233 3. En esta ocasión, celebrando para vosotros el Santo Sacrificio, deseo meditar junto con vosotros, preguntándome y preguntándoos: ¿qué nos dicen a quienes estamos reunidos en este templo las lecturas litúrgicas de hoy? ¿Qué le dicen precisamente a la parroquia de San Pío V? Ante todo, esas lecturas nos hablan de Cristo que "es sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec" (He 5,6). La Carta a los Hebreos nos enseña que Cristo quedó hecho sacerdote como Hijo de Dios que tomó la naturaleza humana. Por Dios, su Padre, El es eternamente Hijo. Al hacerse hombre, precisamente como Hijo dedicado completamente al Padre, se hizo, por ese mismo acto sacerdote. En efecto, sacerdocio quiere decir dedicación: dedicación de sí mismo a Dios y dedicación, en sí, a Dios de toda criatura. Jesucristo es la plenitud de tal dedicación. En El y por El, todo el mundo, la humanidad entera, todo hombre y todo lo creado, están, del modo más perfecto, dedicados y restituidos a Dios.

Una parroquia —vuestra parroquia— significa una comunidad de hombres que, comenzando desde el bautismo, están personal y socialmente ligados al sacerdocio de Cristo; a esa dedicación de Cristo a Dios, Creador y Padre. Vosotros sois una parroquia gracias, ante todo, al hecho de que El esta aquí, en medio de vosotros, con vosotros y en vosotros.

Este su eterno sacerdocio, que alcanzó su plenitud histórica en el sacrificio de la Cruz, se reviste de un signo visible: Cristo es sacerdote, "según el orden de Melquisedec".

Al igual que ese misterioso sacerdote-rey de los tiempos de Abraham, también El celebra el memorial de su único sacrificio, ofrecido en el propio cuerpo y sangre sobre la Cruz; lo hace presente y lo renueva en la Iglesia como el sacrificio sacramental del pan y del vino. Este sacrificio marca el constante ritmo de la vida de la Iglesia; también de vuestra parroquia.

En ese sacrificio, Cristo crea esta parroquia, porque está con vosotros. Está con todos y con cada uno, como Aquel que "compadece"; está, también, por tanto, con "los ignorantes y extraviados" (He 5,2), como Quien, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio por los pecados, puede y quiere acercar a todos a la fuente de la verdad y de la santidad.

Para terminar esta parte de nuestra reflexión sobre la lectura litúrgica de hoy, nos diremos así a nosotros mismos: nosotros, la comunidad de San Pío V, somos parroquia porque permanecemos en la viva unión con el sacerdocio de Cristo, porque participamos de él.

4. Continuemos nuestra meditación sobre la Palabra de Dios de la liturgia de hoy. Aquel mendigo ciego, Bartimeo, tras ser llamado por Cristo, pronunció la principal petición de toda su vida: "Señor, que yo vea"; y recibió la vista y la respuesta: "Anda, tu fe te ha salvado" (Mc 10,50-51).

Pienso, queridos parroquianos de San Pío V, que vuestra parroquia es un lugar en que muchos de vosotros deben a Cristo el gran don de la vista espiritual: el don de la fe, mediante la cual conocemos a Dios y "las grandes obras de Dios" (Ac 2,11) en la historia del hombre. Sí, la parroquia existe, porque nosotros, en este "ver" a través de la fe, por obra del Espíritu Santo, nos completamos recíprocamente y recíprocamente nos ayudamos a educarnos. Aunque este ver a través de la fe sea el fruto de la gracia del mismo Dios en relación con el alma humana, sin embargo, en relación con nuestro entender, está contemporáneamente confiado también a nuestra humana solicitud y a nuestro celo.

Está confiado a la tarea de la Iglesia. A sus enseñanzas. A su catequesis. Y esta es la principal función de la parroquia. En la parroquia, semejante tarea deben desarrollarla no solamente los sacerdotes como maestros de la fe, sino también las otras personas: las religiosas y los laicos. Y especialmente fundamental en este campo es el deber de la familia. Precisamente dirigiéndome a los padres de familia cristianos, en la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae, publicada hace unos días, digo: "La acción catequética de la familia tiene un carácter. peculiar y, en cierto sentido, insustituible.. Esta educación en la fe, impartida por los padres —que debe comenzar desde la más tierna edad de los niños— se realiza ya cuando los miembros de la familia se ayudan unos a otros a crecer en la fe por medio de su testimonio de vida cristiana, a menudo silencioso, mas perseverante a lo largo de una existencia cotidiana vivida según el Evangelio" (Nb 68).

No podemos olvidar, sin embargo, que entre vosotros, en el ámbito de esta comunidad. que lleva el nombre de parroquia de San Pío V, hay ciertamente muchos que "no ven", que "son ciegos" respecto a Dios y sus grandes obras. Y permanecen y se confirman en ese estado. Y quizá incluso hacen un programa de esta su falta de fe, que quisieran inocular o imponer a los demás... Es verdaderamente enorme la importancia de la parroquia como comunidad de fe, como comunidad de creyentes. Enorme también su misión, su vocación apostólica. Cristo Jesús, nuestro Salvador. "aniquiló la muerte y sacó a luz la vida y la incorrupción por medio del Evangelio" (2Tm 1,10).

5. La parroquia es un lugar de evangelización. Es, por tanto, lugar de grande y múltiple trabajo, que es semejante al trabajo de ese agricultor, de que habla la liturgia de hoy en el salmo responsorial: "Van y andan llorando, los que llevan y esparcen la semilla... Los que con llanto siembran, en júbilo cosechan" (Ps 125 [126], 6, 5).

234 En esta circunstancia tan agradable para mí, cono es la visita a vuestra parroquia, quiero desearos ese múltiple trabajo, esa fatiga y quizá también esas lágrimas. de que habla el salmista, para desearos, seguidamente, los frutos de ese trabajo: esa siega, esos haces que se recogen con humano y, al mismo tiempo, divino gozo.

¡Amén!



B. Juan Pablo II Homilías 226