B. Juan Pablo II Homilías 234


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN EL CEMENTERIO ROMANO DEL "CAMPO VERANO"



Solemnidad de Todos los Santos

Jueves 1 de noviembre de 1979



1. Todos nosotros nos hemos reunido hoy en el camposanto principal de Roma. Han venido aquí todos aquellos para quienes este cementerio tiene un valor y una elocuencia especial. Nos habla de los muertos que viven en nosotros: en nuestra memoria, en nuestro amor, en nuestros corazones. Nos habla de nuestros padres, esto es, de los que nos dieron la vida terrena, gracias a los cuales nosotros hemos sido hechos partícipes de la humanidad. Este cementerio nos habla también de otros muchos hombres, cuyo amor, ejemplo e influencia han dejado en nuestras almas huellas duraderas. Vivimos siempre en el ámbito de la verdad que ellos vivieron, en el ámbito de los problemas que ellos han afrontado. En cierto sentido, somos su continuidad. Ellos viven en nosotros y no podemos cesar de vivir en ellos.

Al venir hoy a este camposanto queremos manifestar todo esto. De este modo el cementerio de Roma, así corno todos los cementerios en Italia y en el mundo, se convierte en lugar de una asamblea admirable; un lugar que da testimonio de que los muertos no cesan de vivir en nosotros, que vivimos, porque nosotros, que estamos vivos, no cesamos de vivir de ellos y en ellos.

2. Si esta verdad sicológica, en algún modo subjetiva, no puede ser falaz, nosotros, siguiendo las palabras de la festividad litúrgica de hoy, debemos confesar lo mismo que anuncia el Salmo responsorial con tanta sencillez y fuerza:

"Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes" (Ps 24,1).

¡Es del Señor...!

Si el mundo, esta tierra y todo lo que contiene, y si, en suma, el hombre mismo no tienen ese Señor, si no le pertenecen, si no son sus criaturas..., entonces nuestro sentido de la comunión con los muertos, nuestro recuerdo y nuestro amor se rompen en el punto mismo en que nace. Entonces debemos abandonar aquello en lo que cada uno de nosotros se expresa tan fuertemente; debemos borrar lo que tan fuertemente decide sobre cada uno de nosotros.

Efectivamente, entonces se descubre —como por una necesidad implacable—esta segunda alternativa: sólo la tierra, que por un cierto tiempo acepta el dominio del hombre, al final, en cambio, se demuestra su dueña. Entonces el cementerio es lugar de la derrota definitiva del hombre. Es el lugar donde se manifiesta una victoria definitiva e irrevocable de la "tierra" sobre todo ser humano, aun tan rico; el lugar del dominio de la tierra sobre la que, durante la propia vida, pretendía ser su dueño.

235 Estas son las inexorables consecuencias lógicas de la concepción del mundo que rechaza a Dios y reduce toda la realidad exclusivamente a la materia. En el momento en que el hombre hace morir a Dios en su mente y en su corazón, debe tener en cuenta que se ha condenado a sí mismo a una muerte irreversible, que ha aceptado el programa de la muerte del hombre. Este programa, por desgracia y frecuentemente sin una reflexión por nuestra parte, viene ser el programa de la civilización contemporánea.

3. Nosotros, reunidos aquí, hemos venido hoy a este camposanto para confesar la presencia de Dios y su señorío sobre el mundo creado; para confesar su presencia salvífica en la historia del hombre. Nosotros, como dice el Salmo, somos la generación que lo busca, que busca el rostro del Dios de Jacob (cf. Sal
Ps 24,6).

Sí, hemos venido aquí para confesar el misterio del Cordero de Dios, en el que estamos provistos de la salvación y de la vida eterna. Aún más, el Hijo de Dios, verdadero Dios, se hizo hombre y como hombre aceptó la muerte, para darnos participación en la vida del mismo Dios. De esta participación nos habla hoy el Apóstol Juan en su Carta primera: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos" (1Jn 3,1).

Esta conciencia nos acompaña hoy, al venir a rezar sobre la tumba de nuestros seres queridos y a celebrar, en medio de estas tumbas, el Sacrificio riel Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Al ofrecerlo, pensamos junto con el autor del Apocalipsis en los que "lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre de Cordero" (Ap 7,14).

Venimos aquí con fe. La fe levanta los sellos de estas tumbas y nos permite pensar en los que han muerto como en personas que, por obra de Cristo, viven en Dios. Con esta conciencia, con esta fe, todos nosotros, el Obispo de Roma y los párrocos de cada una de las parroquias romanas, celebramos aquí hoy el Sacrificio de Cristo. Lo celebramos con la esperanza de la vida eterna, que nos ha dado Cristo. "Y todo el que tiene en El esta esperanza se santifica, como santo es El" (1Jn 3,3).

El cristianismo es un programa lleno de vida. Ante la experiencia cotidiana de la muerte, de la que se hace partícipe nuestra humanidad, repite incansablemente: "Creo en la vida eterna". Y en esta dimensión de vida se encuentra la realización definitiva del hombre en Dios mismo: "Sabemos que... seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

4. Por esto también hoy estamos llamados a encontrarnos en torno a Cristo, cuando pronuncia su sermón de la montaña. El Evangelio de las ocho bienaventuranzas toca estas dos dimensiones de la vida, de las cuales una pertenece a esta tierra y es temporal, mientras que la otra comporta la esperanza de la vida eterna.

Al escuchar estas palabras, se puede mirar hacia la vida eterna a partir de la temporalidad. Pero se puede también y se debe mirar la temporalidad de nuestra vida sobre la tierra, a través de la perspectiva de la vida eterna. Y debemos preguntarnos también cómo debe ser esta vida nuestra, para que la esperanza de la vida eterna pueda desarrollarse y madurar en ella. Entonces comprendemos de manera justa lo que Jesús quiere decir cuando proclama "bienaventurados" a los pobres de espíritu, a los mansos, a los que sufren con una aflicción buena, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los obradores de paz y a los que son perseguidos a causa de la justicia.

Cristo quiere que nosotros seamos tales. Y como tales nos espera el Padre.

No nos alejemos de este camposanto sin una mirada profunda sobre nuestra vida. Mirémosla en la perspectiva de Dios vivo, en la perspectiva de la eternidad. Entonces también nuestro encuentro con los que nos han dejado dará fruto pleno: "Su esperanza está llena de inmortalidad" (Sab 3, 4).



VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN LUCAS



Domingo 4 de noviembre de 1979



236 Hermanas y hermanos queridísimos:

"La gracia y la paz con vosotros de parte de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (
Rm 1,7).

1. Con estas palabras de San Pablo a los romanos, quiero presentaros hoy mi saludo cordial a todos los miembros de la parroquia de San Lucas, todavía joven, es cierto —en efecto fue constituida jurídicamente en 1956—, pero tan llena ya de dinamismo y vitalidad. En estos días, exactamente del 15 al 28 de octubre, el obispo auxiliar del sector, mons. Giulio Salimei, ha realizado la visita pastoral. He examinado, con íntima satisfacción y legítima alegría, la relación que él ha elaborado y también la que ha preparado el párroco, mons. Alessandro Agostini, junto con los sacerdotes que colaboran con él para bien vuestro. Con esta visita intento concluir y, en cierto modo, poner mi "sello" a la del obispo auxiliar.

Ante todo un saludo al cardenal Vicario y a mons. Salimei, al párroco y al grupo de sacerdotes que dan sus mejores energías físicas y espirituales a esta comunidad parroquial, que presenta varios y complejos problemas, y no es el último su numerosa población: cerca de 30.000 habitantes, con 8.000 familias.

Un saludo a los sacerdotes de las parroquias vecinas, a los religiosos y religiosas que viven y trabajan en el ámbito de la parroquia: quiero recordar en este momento al centro provincial de los Pequeños Hermanos del padre Charles de Foucauld, a las religiosas Oblatas del Sagrado Corazón de Jesús, que se dedican generosamente al cuidado de la parroquia; al numeroso grupo de Hermanas de la Misericordia de Verona, comprometidas en sus diversas actividades educativas, catequéticas y caritativas. Esta presencia es para mí expresión de la comunidad que es tan querida y preciosa en la vida de la Iglesia, tan útil en la existencia y en el servicio sacerdotal.

Dirijo un saludo cordial a los miembros de los numerosos grupos juveniles —nada menos que 17— los cuales, de diversos modos y con muchas iniciativas, intentan profundizar juntos las exigencias de la fe cristiana; un saludo afectuoso y respetuoso a los padres y madres de familia. quienes, aun en medio de tantas dificultades, quieren vivir en plenitud el misterio cristiano de su matrimonio y se comprometen, con todo esfuerzo, a educar cristianamente a sus hijos. Un saludo conmovido a nuestros hermanos enfermos, que llevan el signo del sufrimiento de Cristo y de la Iglesia; a los pobres que necesitan nuestro gesto concreto de solidaridad y de amor. Un saludo paterno a los niños, nuestra auténtica alegría y nuestra esperanza serena para un mañana mejor.

Pero quiero dirigir hoy un saludo especial a los catequistas de la parroquia, que son nada menos que 160. Debo manifestaros, jóvenes, religiosas, padres, dedicados a esta obra tan meritoria, mi aplauso y el de toda la Iglesia por el compromiso generoso que demostráis ayudando a los muchachos en su itinerario de fe. Os repito las palabras que he dirigido a los catequistas de todo el mundo en mi reciente Exhortación Apostólica Catechesi tradendae: "En nombre de toda la Iglesia quiero dar las gracias a vosotros, catequistas parroquiales... que en todo el mundo os habéis consagrado a la educación religiosa de numerosas generaciones de niños. Vuestra actividad, con frecuencia humilde y oculta, mas ejercida siempre con celo ardiente y generoso, es una forma eminente de apostolado seglar..." (Nb 66).

Me hallo, pues, ante una comunidad que se ha preparado para este encuentro con el Papa con seriedad ejemplar, cuya expresión más tangible ha sido la vigilia nocturna de oración. Esta es una comunidad que quiere vivir intensamente y hacer partícipes a los demás de la propia fe cristiana en una articulada unión fraterna: la fuente de esta unión, comunión y cooperación es el amor que Cristo mismo, nuestro Señor y Maestro, ha injertado en vuestros corazones, como resalta, de modo especial, la liturgia de la Palabra hoy.

2. Cristo dice: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él..." (Jn 14,23). En el centro mismo de la enseñanza de Cristo se halla el gran mandamiento del amor.

Este mandamiento ya fue inscrito en la tradición del Antiguo Testamento, como lo testimonia la primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio.

Cuando el Señor Jesús responde a la pregunta de uno de los escribas, se remonta a esta redacción de la Ley divina, revelada en la Antigua Alianza:

237 "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?

El primero es... amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.

El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Mayor que éstos no hay mandamiento alguno" (
Mc 12,28-31).

3. Ese interlocutor a quien evoca San Marcos, aceptó con reflexión la respuesta de Cristo. La aceptó con aprobación profunda. Es necesario que también nosotros reflexionemos brevemente sobre este "mandamiento más grande", para poderlo aceptar de nuevo con plena aprobación y con profunda convicción. Ante todo, Cristo difunde el primado del amor en la vida y en la vocación del hombre. La vocación mayor del hombre es la llamada al amor. El amor da incluso el significado definitivo a la vida humana. Es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la nobleza de su alma. San Pablo dirá que es "el vínculo de la perfección" (Col 3,14). Es lo más grande en la vida del hombre, porque —el verdadero amor— lleva en sí la dimensión de la eternidad. Es inmortal: "La caridad no pasa jamás", leemos en la Carta primera a los Corintios (1Co 13,8). El hombre muere por lo que se refiere al cuerpo, porque éste es el destino de cada uno sobre la tierra, pero esta muerte no daña al amor que ha madurado en su vida. Ciertamente permanece, sobre todo para dar testimonio del hombre ante Dios, que es amor. Designa el puesto del hombre en el Reino de Dios; en el orden de la comunión de los santos. El Señor Jesús dice en el Evangelio de hoy a su interlocutor, viendo que comprende el primado del amor entre los mandamientos: "No estás lejos del Reino de Dios" (Mc 12,34).

4. Son dos los mandamientos del amor, como afirma expresamente el Maestro en su respuesta, pero el amor es uno solo. Uno e idéntico, abraza a Dios y al prójimo. A Dios: sobre todas las cosas, porque está sobre todo. Al prójimo: con la medida del hombre y, por lo tanto, "como a sí mismo".

Estos "dos amores" están tan estrechamente unidos entre sí, que el uno no puede existir sin el otro. Lo dice San Juan en otro lugar: "El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve" (1Jn 4,20). Por lo tanto, no se puede separar un amor del otro. El verdadero amor al hombre, al prójimo, por lo mismo que es amor verdadero, es, a la vez, amor a Dios. Esto puede sorprender a alguno. Ciertamente sorprende. Cuando el Señor Jesús presenta a sus oyentes la visión del juicio final, referida en el Evangelio de San Mateo, dice: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme" (Mt 25,35-36).

Entonces los que escuchan estas palabras se sorprenden, porque oímos que preguntan: "Señor, ¿cuándo te hemos hecho todo esto?". Y la respuesta es: "En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno solo de mis hermanos más pequeños —esto es, a vuestro prójimo, a uno de los hombres—, a mí me lo hicisteis" (cf. Mt Mt 25,37 Mt Mt 25,40).

5. Esta verdad es muy importante para toda nuestra vida y para nuestro comportamiento. Es particularmente importante para quienes tratan de amar a los hombres, pero "no saben si aman a Dios", o, desde luego, declaran no "saber" amarlo. Es fácil explicar esta dificultad, cuando se considera toda la naturaleza del hombre, toda su sicología. De algún modo al hombre le resulta más fácil amar lo que ve, que lo que no ve (cf. 1Jn 4,20).

6. Sin embargo, el hombre está llamado —y está llamado con gran firmeza, lo atestiguan las palabras del Señor Jesús— a amar a Dios, al amor que está sobre todas las cosas. Si hacemos una reflexión sobre este mandamiento, sobre el significado de las palabras escritas ya en el Antiguo Testamento y repetidas con tanta determinación por Cristo, debemos reconocer que nos dicen mucho del hombre mismo. Descubren la más profunda y, a la vez, definitiva perspectiva de su ser, de su humanidad. Si Cristo asigna al hombre como un deber este amor, a saber, el amor de Dios a quien él, el hombre, no ve, esto quiere decir que el corazón humano esconde en sí la capacidad de este amor, que el corazón humano es creado "a medida de este amor". ¿No es acaso ésta la primera verdad sobre el hombre, es decir, que él es la imagen y semejanza de Dios mismo? ¿No habla San Agustín del corazón humano que está inquieto hasta que descansa en Dios?

Así, pues, el mandamiento del amor de Dios sobre todas las cosas descubre una escala de las posibilidades interiores del hombre. Esta no es una escala abstracta. Ha sido reafirmada y encuentra constantemente confirmación por parte de todos los hombres que toman en serio su fe, el hecho de ser cristianos. Sin embargo, no faltan los hombres que han confirmado heroicamente esta escala de las posibilidades interiores del hombre.

238 7. En nuestra época nos encontramos con una crítica, frecuentemente radical. de la religión, con una crítica de la cristiandad. Y entonces también este "mandamiento más grande" resulta víctima del análisis destructivo. Si se libra de esta crítica e incluso generalmente se aprueba el amor al hombre, se rechaza, en cambio, por varios motivos, el amor de Dios. Con frecuencia esto se hace simplemente como expresión atea de la visión del mundo.

En el contacto con esta crítica que se presenta de diversas formas, ya sea sistemáticamente, ya de manera circulante, es necesario ponderar al menos sus consecuencias en el hombre mismo. Efectivamente, si Cristo, mediante su mandamiento más grande, ha descubierto la escala plena de las posibilidades interiores del hombre, entonces debemos responder dentro de nosotros mismos a la pregunta: rechazando este mandamiento ¿acaso no empequeñecemos al hombre?

En este momento, es suficiente que me limite sólo a hacer esta pregunta

8. Lo que quiero desear, aprovechando el encuentro de hoy con vuestra parroquia, se expresa sobre todo en el ferviente anhelo de que el gran manda miento del Evangelio sea el principio de la vida de cada uno de vosotros y de toda vuestra comunidad. Sin embargo, precisamente este mandamiento confiere el verdadero significado a vuestra vida. Vale la pena vivir y fatigarse cada día en su nombre. A su luz incluso el destino más gravoso: el sufrimiento, la invalidez, la misma muerte adquieren un valor. Cómo nos hablan de esto de manera espléndida las palabras del Salmo en la liturgia de hoy: "Yo te amo. Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, m libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío..." (
Ps 17 [18]. 1-3).

Deseo, pues, que en cada uno de vosotros y en todos se realicen las palabras de Cristo: "Sí alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada (Jn 14,23). Amén.



SANTA MISA EN EL DÍA DEL FERROVIARIO



Centro Roma-Smistamento

Jueves 8 de noviembre de 1979



Honorable señor Ministro;
señor director general,
técnicos y trabajadores de los ferrocarriles del Estado;
queridísimos hermanos y hermanas:

239 1. Con gran alegría y satisfacción me encuentro hoy entre vosotros para celebrar la "Jornada del Ferroviario", que se festeja cada año en todos los departamentos ferroviarios de Italia. recordando aquel lejano 3 de octubre de 1839, cuando se inauguró el primer ferrocarril italiano: la línea Nápoles-Portici. Como me han confirmado en los saludos que acabamos de oír, se trata de una fiesta de familia durante la cual se entregan medallas y diplomas de ancianidad, distintivos de honor y mérito a los inválidos por causa del servicio, así como testimoniales a las familias de los llorados caídos en el trabajo.

Agradezco de corazón al señor Ministro Luigi Preti las palabras que me ha dirigido; agradezco también al Director general de los ferrocarriles del Estado y al representante del personal la acogida que me han dispensado, interpretando los sentimientos de todos los presentes y dejando patentes la actividad, sacrificios, expectativas y esperanzas de toda vuestra benemérita clase.

Estar presente en este lugar, en este encuentro junto con vosotros, como amigo y como padre, en vuestra "Jornada", es una circunstancia que inscribo entre la más importantes de mi ministerio pastoral. Por esta razón es tan sentida y viva mi gratitud a todos vosotros, dirigentes, empleados y obreros, que me habéis invitado a una ceremonia tan significativa y rica en sentimientos humanos y sociales.

En realidad, pensando en el gran número que sois y en el espíritu típico que os distingue y caracteriza entre las clases de la sociedad, os considero como una sola familia. A todos vosotros aquí presentes, a los compañeros que, a lo largo de la red de toda la península siguen, en este mismo momento, la fiesta continuando en su trabajo, va el saludo, la felicitación, la estima del Papa, con la seguridad de que todos están presentes en su oración y en las intenciones de esta celebración. Dirijo también un saludo especial —como es bien comprensible—a los ferroviarios que han venido de Polonia para esta circunstancia, abrazando en ellos a todos sus colegas que trabajan en la patria.

¡Cuántas veces en mi vida me he servido del trabajo tan valioso e indispensable de los ferroviarios! ¡Cuántas veces me he entregado, sereno y confiado, a vuestra pericia y diligencia, seguro de llegar a la meta! Pues bien, no sólo en mi nombre, sino también en nombre de todos los viajeros y de toda la comunidad, que utiliza vuestros servicios, recibid, queridos ferroviarios, mi saludo más cordial, mi complacencia y mi gratitud.

2. Al escuchar los saludos que me han dirigirlo, aparece ante nuestros ojos en primer lugar un admirable conjunto de personas, grande y bien determinado: se trata de todo un servicio, integrado y subsidiario, de jefes de estación, jefes de trenes, maquinistas, conductores, revisores, encargados de señalización, guardagujas, guardavías, mecánicos, personal del tren, ayudantes, administradores, funcionarios, etc. Detrás de vosotros aparece un mecanismo igualmente complejo y bien determinado: el mundo de las vías, de los cruces, de los faros, de las locomotoras y vagones de las estaciones y apeaderos, de las centrales de cambio, de los dispositivos de señalización, etc. ¡Cuánto camino desde la vieja locomotora hasta las maravillas de las modernas máquinas electrónicas!

Todo esto es fruto del pensamiento humano y de la "providencia" humana, en el sentido de ese "prever" inteligente, por el que el hombre, según Santo Tomás, es providencia para sí mismo. Efectivamente, las conquistas aludidas en el campo ferroviario sirven a los hombres: facilitan entre ellos los traslados, las comunicaciones y los contactos, que son indispensables para su vida y acción. Antiguamente no existía este importante medio de comunicación, que es una realización que se remonta a los primeros decenios del siglo pasado: desde hace 150 años, gracias a la "providencia" humana, se tiene a disposición el tren, que se ha convertido así en uno de tantos signos del genio humano y en un componente ordinario de la vida diaria. Mejor diría: este medio de comunicación ahora ya forma parte de la civilización y pertenece inseparablemente a ella, gracias también al continuo perfeccionamiento de las máquinas y de los servicios.

Es verdad que hoy ha sido ya "superado" por otros medios —por ejemplo, la aviación—, sin embargo, no ha perdido su significado fundamental.

Mirando esta obra de la "providencia" humana, es decir, la invención, la actividad que tiende hacia una finalidad, he aquí que tenemos ante los ojos esa imagen de la Providencia divina que nos da el Evangelio de hoy: la solicitud por una oveja extraviada, por un dracma perdido. Una y otra simbolizan la solicitud por el hombre, por su bien material y espiritual, temporal y eterno. Es la misma solicitud que vosotros tenéis para con los viajeros, hombres como vosotros, hermanos vuestros.

Por esto deseo que cada uno de vosotros sepa volver a encontrar en esta forma de servicio al hombre, que es el ferrocarril, su puesto, su "medida interior" en este servicio del que nos habla el Evangelio de hoy.

La "providencia" humana es espejo e imagen de la "Providencia" divina, y brota de ella.

240 Todo esto ciertamente depende de la eficiencia técnica, pero, en definitiva, depende del hombre. De cada uno de los hombres, que, a base de este medio de la técnica, sirve a los otros hombres.

He aquí, hermanos, "la verdad del Señor que permanece para siempre", basada como está sobre el hecho de que nosotros hombres, que vivimos aquí abajo, tenemos un Padre común que está en el cielo. Paternidad de Dios y amor de Dios, fraternidad de los hombres y amor de los hombres: son cuatro puntos cardinales de nuestro credo y de nuestro comportamiento cristiano. Así ha enseñado Cristo hace 20 siglos, así repite hoy su humilde Vicario.

3. Este hombre, del que hablo, pertenece a una comunidad particular, a una gran familia. Es la gran familia de los "ferroviarios", que hoy celebra su fiesta.

La vida del ferroviario, teniendo como finalidad el servicio y, por lo tanto, ordenada al bien común de la gran familia humana, se desarrolla en forma tan organizada que constituye una verdadera y propia "comunidad profesional". ¿Qué leyes morales —me refiero a las leyes morales personales, sociales y profesionales— deben dirigir a una comunidad tal, para que pueda cumplir el gran deber que se le impone, y desarrollar esa "parte" que le corresponde en la realización del bien común? ¿Qué es necesario para que se gobierne a sí misma según los principios del orden social y de la cooperación?

Sería demasiado largo ilustrar aquí estas normas: me limitaré, por esto, a recordar los criterios fundamentales que deben inspirarlas según la luz del Evangelio. Vosotros sois sensibles y exigentes en cuestión de justicia: tenéis mucho interés por el puesto de trabajo, la seguridad en el trabajo (para que no haya que lamentar los lutos, que tan frecuentemente, incluso este año, han afectado dolorosamente a vuestra gran familia), la tutela de vuestros derechos, el respeto recíproco entre las personas, la eliminación de los actos arbitrarios. Estos son otros tantos ejemplos en los que puede ser invocado positivamente el precepto del amor en defensa de la misma norma de la justicia y para completarla, la cual, por lo demás, como está impresa por Dios en el corazón del hombre, encuentra así tina plenitud superior en el Evangelio. Efectivamente, en él la justicia es la cumbre de las virtudes morales, como reguladoras de las relaciones no sólo con Dios, sino también con los hombres y con nosotros mismos, hasta llegar al campo más alto de la fe y de la gracia, para sublimarse en caridad.

Estoy profundamente convencido y quiero esperar, amigos y hermanos, que vosotros estéis de acuerdo conmigo, al juzgar que una fidelidad coherente a los valores primarios de la caridad y de la justicia según el Evangelio sea una cura sumamente eficaz para los males viejos y nuevos de la sociedad humana; cuando se respeten estos valores, nunca se realizará lo que hemos leído hace poco en San Pablo, esto es, que se juzga al hermano, o se lo desprecia (cf
Rm 14,10).

4. El Papa viene para participar en esta gran fiesta de los "ferroviarios" para descaros todo esto. Pero sobre todo desea ser para vosotros el que expresa la gran gratitud que deben mostraros todos aquellos a quienes servís: el público que viaja, el que se detiene en las estaciones ferroviarias, el comercio, el turismo, que encuentran facilidad gracias a la red ferroviaria. Hoy quiero ser el intérprete de este "gracias", que se eleva hacia los ferroviarios italianos y hacia los de todo el mundo.

Y en nombre de todos, hoy aquí rindo honor a las fatigas de la vida de los ferroviarios: a sus continuos desplazamientos, a los horarios molestos y nocturnos, a los peligros, a las preocupaciones. que repercuten también en las familias.

Y por esto dirijo también mi pensamiento a vuestros seres queridos, a las esposas, a los hijos que están en la cima de vuestros pensamientos y por quienes sostenéis el duro trabajo cotidiano. Decidles que el Papa piensa en ellos, los bendice y ruega por ellos.

5. Un último pensamiento me sugiere aún vuestra vida. El viajar continúo, ¿acaso no es imagen de otro viaje que nos iguala a todos? ¿Acaso no es la vida del hombre sobre la tierra una vía, un recorrido, una trayectoria, comprendida entre un punto de partida y otro de llegada? Sí, cada uno de nosotros es un viajero según una metáfora conocida: y lo importante —cómo recuerda incluso el nombre de la estación principal de Roma— es llegar felizmente al "término" de nuestra carrera, creyendo en ella, según las palabras de San Pablo, dispuestos a recibir la recompensa del Señor (cf. 2Tm 4,7-8);

Esta imagen del camino constituye la vida misma de la Iglesia que se esfuerza en servir aquí abajo al hombre de manera integral, para conducirlo a través del mundo hasta Cristo, a Dios, a la vida eterna. En nuestro viaje constituye motivo de verdadero consuelo tener presente lo que el Salmo responsorial de la Misa de hoy nos hace recitar: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?" (Ps 27 Ps 1). He aquí por qué mi palabra se convierte en deseo sincero y cordial para que cada uno de vosotros y de nosotros tenga la fuerza suficiente y la gracia necesaria para no perder nunca de vista el punto final del camino y, sobre todo, para poder alcanzarlo. Por lo demás, esta ardiente esperanza nuestra está ya desde ahora en disposición de animar y sostener nuestro esfuerzo cotidiano, en el que se esconde no sólo la espera, sino también la experiencia de una gozosa comunión con Dios.

241 6. Queridos hermanos: Vosotros habéis invitado hoy aquí,, a vuestra fiesta. que es al mismo tiempo profesional, social y familiar, al Obispo de Roma. En el centro de vuestro lugar de trabajo habéis construido el altar para que pueda celebrar sobre él el Sacrificio de Cristo. Pues bien, ¿qué queréis manifestar con todo esto? Ciertamente vuestra fe en la Eucaristía. Efectivamente, en ella nosotros "damos gracias a Dios" por todos los bienes de la creación y de la redención, y al mismo tiempo le "restituimos" estos bienes por medio de Cristo, a fin de que se conviertan para nosotros, para cada uno de nosotros, en una fuente de salvación.

Precisamente esto es lo que quiero hacer hoy aquí con vosotros. En cuanto cristianos, sois un pueblo particular, un "sacerdocio real" (
1P 2,9), con el que se presenta hoy ante vosotros el Obispo y Sacerdote, para elevar a Dios, "in persona Christi", todo lo que forma parte de vuestra vida, de vuestra vocación, de vuestro trabajo.

Esto es lo que importa: la ofrenda a Dios. Así es posible dar a la propia fatiga el valor más pleno, que retorna hacia vosotros como restituido por los frutos que se derivan de este Sacrificio, cuyo signo es la "comunión", es decir, la unión estrecha con Cristo y entre nosotros, que es prenda de la vida eterna.

Confío estos deseos a María Santísima para que os asista y os proteja en todo vuestro cometido, pero sobre todo en el viaje hacia Dios, meta y fin último del hombre. Amén.





VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DE SAN RAFAEL ARCÁNGEL



Domingo 11 de noviembre de 1979



Hermanas y hermanos queridísimos:

1. Os saludo a todos. Permitidme manifestar, antes de nada, la gran alegría que experimento al encontrarme hoy entre vosotros, en vuestra parroquia de San Rafael Arcángel en el Trullo, que termina sus festejos por los 25 años de existencia. Veinticinco años son un período considerable, en el arco de tiempo que abarca normalmente una existencia humana. Por tanto, es justo que se subraye un acontecimiento como éste y nos detengamos a contemplar el camino recorrido, a evaluar las dificultades superadas, a buscar aliento en la consideración de los resultados obtenidos.

Estoy contento de encontrarme con vosotros en esta circunstancia tan significativa para vuestra comunidad y para toda la Iglesia que vive, cree y trabaja en esta ciudad de Roma, en la que Cristo me ha puesto como vuestro Obispo y Pastor. Juntamente con vosotros evoco los comienzos de vuestra comunidad: de la comunidad civil, cuyo arranque se sitúa hacia el fin de los años treinta, cuando se instalaron aquí numerosos italianos repatriados del extranjero, y cuyo desarrollo fue determinado sucesivamente por la confluencia en esta zona de los habitantes de algunos barrios periféricos de la ciudad, como también de no pocos emigrantes de otras regiones de Italia. Y evoco los comienzos de la comunidad cristiana, como tal, reunida primero en torno a centros de servicio religioso provisionales, y erigida luego oficialmente en parroquia el año 1953, bajo la guía pastoral de los padres capuchinos.

Cuántos recuerdos afloran a la memoria de los que entre vosotros residen aquí desde hace años, o que, incluso han nacido y crecido aquí. Hay recuerdos alegres y tristes; recuerdos que, de cualquier modo, nos vuelven a llevar a los hechos salientes que han signado vuestra vida como individuos, como familias, corno comunidad. Son recuerdos en los que está escrita y custodiada la historia de vuestra barriada, que en estos años ha crecido y va adquiriendo poco a poco una fisonomía propia, de la que vosotros estáis cada vez más encariñados, como de una realidad que, de algún modo, forma parte de vosotros y de vuestra vida.

2. Hijos queridísimos, el Papa está aquí hoy con vosotros para deciros que también él está encariñado con vuestra barriada: ella tiene un lugar en su corazón. Por lo tanto, saludo a todos los presentes, comenzando por el señor cardenal Vicario y por el obispo auxiliar del sector, Mons. Remigio Ragonesi; saludo al párroco, padre Celso Serri, que también ha celebrado su 25 aniversario de ministerio pastoral entre vosotros; y con él saludo a sus hermanos que le ayudan, entregando generosamente sus energías para asegurar el servicio religioso a la comunidad. Y entre ellos, ¿cómo no recordar especialmente al p. Benedetto Camellini, presente entre vosotros desde los primeros meses de la parroquia? Saludo después a las religiosas que trabajan en el ámbito de la parroquia: las Hermanas del Instituto de los Sagrados Corazones y las Hermanas Maestras Pías de la Dolorosa, que se gastan por la juventud en el campo educativo-escolar; las Hermanas de la Caridad de Nuestra Señora de la Misericordia, providencialmente presentes en el campo caritativo asistencial; las Franciscanas Auxiliares Laicas Misioneras de la Inmaculada, que colaboran con los sacerdotes en el campo de la animación. misionera.

Dirijo luego un saludo cordial a cuantos dan testimonio activamente de su le en las filas de Acción Católica, en el grupo voluntario de Damas de San Vicente, en la comunidad de San Egidio, en la. comunidad terapéutica San Andrés; mostrando con su ejemplo cómo el compromiso por el anuncio del Evangelio no va separado de la solicitud activa por la promoción humana de los habitantes del barrio. En este sentido merecen una mención y un saludo también cuantos colaboran en la organización de las actividades recreativo-culturales, que se desarrollan en el oratorio, brindando a tantos muchachos y jóvenes la posibilidad de un esparcimiento sano y formativo, y dando al mismo tiempo una prueba concreta de la presencia incisiva de la parroquia en la vida socio-cultural del barrio. Deseo saludar y alentar también al grupo de catequistas laicos, que con generosa dedicación desarrollan una obra preciosa junto a los sacerdotes, a las religiosas, ayudando a los muchachos que están dando los primeros, significativos pasos en su itinerario de fe.


B. Juan Pablo II Homilías 234