B. Juan Pablo II Homilías 249


SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

PARA LOS LAICOS DE ROMA COMPROMETIDOS EN LA PASTORAL



Basílica de San Pedro

Domingo 25 de noviembre de 1979



1. Hoy la basílica de San Pedro vibra con la liturgia de una solemnidad extraordinaria. En el calendario litúrgico postconciliar la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo va unida al domingo último del año eclesiástico. Y está bien así. Efectivamente, las verdades de la fe que queremos manifestar, el misterio que queremos vivir encierran, en cierto sentido, cada una de las dimensiones de la historia, cada una de las etapas del tiempo humano, y abren al mismo tiempo la perspectiva "de un cielo nuevo y de una tierra nueva" (Ap 21,1), la perspectiva de un Reino que "no es de este mundo" (Jn 18,36). Es posible que se entienda erróneamente el significado de las palabras sobre el "Reino", que pronunció Cristo ante Pilato, es decir sobre el Reino que no es de este mundo. Sin embargo, el contexto singular del acontecimiento, en cuyo ámbito fueron pronunciadas, no permite comprenderlas así. Debemos admitir que el Reino de Cristo, gracias al cual se abren ante el hombre las perspectivas extraterrestres, las perspectivas de la eternidad, se forma en el mundo y en la temporalidad. Se forma, pues, en el hombre mismo mediante "el testimonio de la verdad" (Jn 18,37) que Cristo dio en ese momento dramático de su Misión mesiánica: ante Pilato, ante la muerte en cruz, que pidieron al juez sus acusadores. Así, pues, debe atraer nuestra atención no sólo el momento litúrgico de la solemnidad de hoy, sino también la sorprendente síntesis de verdad, que esta solemnidad expresa y proclama. Por esto me he permitido, junto con el cardenal Vicario de Roma, invitar hoy a los miembros de los diversos sectores del apostolado de los laicos de todas las parroquias de nuestra ciudad, esto es, a todos los que junto con el Obispo de Roma y con los Pastores de almas de cada una de las parroquias aceptan hacer propio el testimonio de Cristo Rey y tratan de hacer lugar en sus corazones al Reino y de difundirlo entre los hombres.

2. Jesucristo es "el testigo fiel" (cf. Ap Ap 1,5), como dice el autor del Apocalipsis. Es el "testigo fiel" del señorío de Dios en la creación y sobre todo en la historia del hombre. Efectivamente, Dios formó al hombre, desde el principio, como Creador y a la vez como Padre. Por lo tanto, Dios, como Creador y como Padre, está siempre presente en su historia. Se ha convertido no sólo en el Principio y en el Término de todo lo creado, sino que se ha convertido también en el Señor de la historia y en el Dios de la Alianza: "Yo soy el alfa y el omega, dice el Señor Dios; el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1,8).

Jesucristo —"Testigo fiel"— ha venido al mundo precisamente para dar testimonio de esto.

¡Su venida en el tiempo! De qué modo tan concreto y sugestivo la había preanunciado el profeta Daniel en su visión mesiánica, hablando de la venida de "un hijo de hombre" (Da 7,13) y delineando la dimensión espiritual de su Reino en estos términos: "Le fue dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará nunca, y su imperio, imperio que nunca desaparecerá" (Da 7,14). Así ve el profeta Daniel, probablemente en el siglo II, el Reino de Cristo antes de que El viniese al mundo.

250 3. Lo que sucedió ante Pilato el viernes antes de Pascua nos permite liberar la imagen profética de Daniel de toda asociación impropia. He aquí, en efecto, que el mismo "Hijo del hombre" responde a la pregunta que le hizo el gobernador romano, Esta respuesta dice: "Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí" (Jn 18,36).

Pilato, representante del poder ejercido en nombre de la poderosa Roma sobre el territorio de Palestina, el hombre que piensa según las categorías temporales y políticas, no entiende esta respuesta. Por eso pregunta por segunda vez: "¿Luego tú eres rey?" (Jn 18,37).

También Cristo responde por segunda vez. Como la primera vez ha explicado en qué sentido no es rey, así ahora, para responder plenamente a la pregunta de Pilato y al mismo tiempo a la pregunta de toda la historia de la humanidad, de todos los gobernantes y de todos los políticos, responde así: "Yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz" (cf. Jn Jn 18,37).

Esta respuesta, en conexión con la primera, expresa toda la verdad sobre su Reino: toda la verdad sobre Cristo-Rey .

4. En esta verdad se incluyen también las palabras ulteriores del Apocalipsis, con las que el discípulo amado completa, de algún modo, a la luz de la conversación que tuvo lugar el Viernes Santo en la residencia jerosolimitana de Pilato, lo que hace tiempo escribió el profeta Daniel. San Juan anota: "Ved que viene en las nubes del cielo (así lo había expresado Daniel) y todo ojo lo verá, y cuantos le traspasaron... Sí, amén" (Ap 1,5-6). Precisamente: Amén. Esta palabra única sella por así decirlo, la verdad sobre Cristo. No es sólo "el testigo fiel", sino también "el primogénito de entre los muertos" (Ap 1 Ap 5). Y si es el Príncipe de la tierra y de quienes la gobiernan ("el Príncipe de los reyes de la tierra", Ap 1,5), lo es por esto, sobre todo por esto y definitivamente por esto, porque "nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre y nos ha hecho reyes y sacerdotes de Dios su Padre" (Ap 1,5-6).

5. He aquí la definición plena de ese Reino, toda la verdad sobre Cristo Rey. Nos hemos reunido hoy en esta Basílica para aceptar esta verdad una vez más, con los ojos de la fe bien abiertos y con el corazón pronto para dar la respuesta. No sólo porque se trata de verdad que exige respuesta. No sólo la comprensión. No sólo la aceptación por parte del entendimiento, sino una respuesta que brota de toda la vida.

Esta respuesta ha sido pronunciada, de modo espléndido, por el Episcopado de la Iglesia contemporánea en el Concilio Vaticano II. En este momento quisiéramos incluso tender la mano a esos textos de la Constitución Lumen gentium que deslumbran con la profundidad sencilla de la verdad, a esos textos cargados de la plenitud de la "praxis" cristiana contenidos en la Constitución pastoral Gaudium et spes y a tantos otros documentos que sacan de esos fundamentales las conclusiones concretas para los diversos campos de la vida eclesial. Pienso especialmente en el decreto Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los laicos. Si algo pido al laicado de Roma y del mundo es que tengan siempre a la vista estos documentos espléndidos de la enseñanza de la Iglesia contemporánea. Ellos definen el sentido más profundo del ser cristianos. Estos documentos merecen mucho más que ser simplemente estudiados o meditados; si no se busca en ellos el apoyo, es casi imposible entender y realizar nuestra vocación y, especialmente, la vocación de los laicos, su particular aportación a la construcción de ese Reino que, aun no siendo "de este mundo" (Jn 18,36), sin embargo, existe ya aquí abajo, porque está en nosotros. Y. en particular, en vosotros: ¡laicos!

6. Cristo subió a la cruz como un Rey singular: como el testigo eterno de la verdad. "Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18,37). Este testimonio es la medida de nuestras obras, La medida de la vida. La verdad por la que Cristo ha dado la vida —y que la ha confirmado con la resurrección—, es la fuente fundamental de la dignidad del hombre. El Reino de Cristo se manifiesta, como enseña el Concilio, en la "realeza" del hombre. Es necesario que, bajo esta luz, sepamos participar en toda esfera de la vida contemporánea y formarla. Efectivamente, no faltan en nuestros tiempos propuestas dirigidas al hombre, no faltan programas que se presentan para su bien. ¡Sepamos examinarlos de nuevo en la dimensión de la verdad plena sobre el hombre, de la verdad confirmada con las palabras y con la cruz de Cristo! ¡Sepamos discernirlos bien! Lo que afirman, ¿se expresa con la medida de la verdadera dignidad del hombre? La libertad que proclaman, ¿sirve a la realeza del ser creado a imagen de Dios, o por el contrario prepara la privación o constricción de la misma? Por ejemplo: ¿sirven a la verdadera libertad del hombre o expresan su dignidad, la infidelidad conyugal, aun cuando esté legalizada por el divorcio, o la falta de responsabilidad por la vida concebida, aun cuando la técnica moderna enseña cómo desembarazarse de ella? Ciertamente todo el "permisivismo" moral no se basa en la dignidad del hombre y no educa al hombre para su realeza.

¿Cómo no evocar aquí la diagnosis que en el contexto socio-religioso de nuestra ciudad ha hecho el señor cardenal Vicario en vuestra asamblea del pasado 10 de noviembre? El ha indicado los principales "sufrimientos" que angustian a la ciudad de Roma: la inseguridad social de las familias por la casa, el trabajo, la educación de los hijos; el extravío espiritual y social de los emigrantes de zonas rurales; la incomunicabilidad entre las familias que viven en los grandes condominios populares sin conocerse y sin la valentía de solidarizarse: la delincuencia organizada especialmente al servicio de la droga; la violencia loca e inmotivada y el terrorismo político, a los que se añaden las múltiples manifestaciones de inmoralidad y de irreligiosidad en la vida personal y social.

También se especificaban las causas de estos males, entre otras, el descenso del interés por los problemas de la educación y de la enseñanza dejada cada vez más en poder de fuerzas minoritarias, pero fuertemente perturbadoras; la disgregación de la familia sometida a la acción corrosiva de múltiples factores ambientales y de costumbres. Pero la raíz más profunda de ellas, como ha dicho el cardenal, está "en el constante desprecio de la persona humana, de su dignidad. de sus derechos y deberes" y del sentido religioso y moral de la vida. El cardenal Vicario os ha pedido también a todos vosotros que asumáis decididamente responsabilidades, colocándoos ante algunas "perspectivas concretas de compromiso" y exactamente: la construcción de una verdadera comunidad cristiana, capaz de anunciar el Evangelio de modo creíble; el compromiso cultural de búsqueda y discernimiento crítico, con fidelidad constante al Magisterio, en orden a un diálogo justo entre Iglesia y mundo; el compromiso de contribuir al incremento del sentido de la responsabilidad social, estimulando en el clero y en los fieles la solidaridad por el bien común tanto de la comunidad eclesial como de la civil; finalmente, el compromiso en la pastoral vocacional, hoy especialmente urgente, y en la de las comunicaciones sociales.

He aquí, hermanas y hermanos queridísimos, que están ante vosotros algunas coordenadas precisas de acción pastoral, en las que cada uno está invitado a medirse con adhesión coherente a las exigencias, que dimanan del bautismo y de la confirmación y reafirmadas por la participación en la Eucaristía. Pido a todos y a cada uno que no se eche atrás ante las propias responsabilidades. Lo pido en la solemnidad litúrgica de Cristo Rey.

251 Cristo, en cierto sentido, está siempre ante el tribunal de las conciencias humanas, como una vez se encontró ante el tribunal de Pilato. El nos revela siempre la verdad de su Reino. Y se encuentra siempre, por tantas partes, con la réplica: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18,38).

Por esto que El se encuentre aún cercano a nosotros. Que su reino esté cada vez más en nosotros. Correspondámosle con el amor al que nos ha llamado, y amemos en El siempre más la dignidad de cada hombre.

Entonces seremos verdaderamente partícipes de su misión. Nos convertiremos en apóstoles de su reino. Amén.





VIAJE A TURQUÍA

SANTA MISA EN LA CATEDRAL CATÓLICA

DEL ESPÍRITU SANTO DE ESTAMBUL




Jueves 29 de noviembre de 1979



Muy queridos hermanos en el Señor: "Que la paz, la caridad y la fe en Dios Padre y en Nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros" (cf. Ef Ep 6,23).

Este deseo, formulado por el Apóstol Pablo a los cristianos de Efeso, es también ahora el mío.

Me dirijo ante todo al Patriarca Ecuménico, Su Santidad Dimitrios I, y al Patriarca armenio, Su Beatitud Shnorhk Kalustian, venerados hermanos que han querido unirse a esta celebración y hacernos así el honor a nosotros y a toda nuestra comunidad local. Les expreso mi más profunda gratitud.

1. Os saludo cordialmente, hermanos hijos de la Iglesia católica, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, fieles laicos, pertenecientes a las diversas comunidades católicas de la ciudad y a los distintos ritos, y saludo también, a través de vosotros, a todos los católicos de este gran país. Os agradezco vuestra calurosa y filial acogida, así como el gozo que me proporcionáis. Querría igualmente manifestar mi profunda gratitud a todos los que han hecho posible este viaje, en modo particular a las autoridades de este país, que con tanta cortesía me han acogido. Mi encuentro con vosotros, hermanos y hermanas en el Señor, me llena de inmensa alegría. Aprecio vuestra presencia activa en esta espléndida ciudad histórica, rica en tantos y tan admirables testimonios cristianos. ¿Y cómo olvidar que los puntos esenciales de nuestra fe han encontrado su formulación dogmática en los Concilios ecuménicos celebrados en esta ciudad, o en las ciudades vecinas, y de las que llevan además su nombre: Nicea, Constantinopla, Efeso, Calcedonia? ¿Cómo no evocar con emoción a los Padres de la Iglesia de Oriente, Pastores y Doctores, que han nacido en esta región o que han ejercido en ella un apostolado incomparable, dejándonos luminosos escritos que son hoy alimento y punto de referencia para toda la Iglesia, tanto en Occidente como en Oriente? Pienso especialmente en San Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, cuyo valor, claridad, profundidad y elocuencia han hecho de él un modelo de Pastor y de predicador. Pienso en toda la vida contemplativa que ha florecido aquí a lo largo de los siglos, en la escuela de los maestros espirituales, y pienso también en la fidelidad a la fe en medio de tantas pruebas. Queridos hermanos y hermanas, hoy sois herederos, de algún modo, de este tesoro y de estos ejemplos que deben fructificar en vuestras almas. Me siento feliz de veros profesar esta fe con convicción, con perseverancia, con espíritu de sacrificio. En diversos campos y de diferentes maneras prestáis un estimable servicio a la Iglesia y a este país. Ya sea que actuéis directamente en el ámbito eclesial, o que os entreguéis a actividades culturales de carácter más general, o a la educación de la juventud, o a obras de caridad, tratáis de expresar vuestra fe sirviendo siempre al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén Gn 1,26-27), y contribuyendo a construir la Iglesia de Dios, edificada sobre el fundamento de los Apóstoles y sobre la piedra angular que es Cristo (cf. Ef Ep 2,20).

2. Hermanos y hermanas, deseo celebrar con vosotros esta santa liturgia, particularmente en esta feliz circunstancia de la fiesta del Apóstol San Andrés. Andrés fue el primero en ser llamado a seguir a Jesús. "Venid y ved", había dicho el Señor (Jn 1,39). Y Andrés se puso en marcha, le siguió y se quedó con El desde aquel día". Y no solamente "aquel día"; le siguió durante toda su vida; le vio hacer milagros, curar enfermos, perdonar pecados, dar vista a los ciegos, resucitar muertos; conoció su dolorosa pasión y su muerte, y lo vio resucitado. Y continuó creyendo en El, hasta el testimonio final del martirio.

La celebración de la fiesta de un santo nos recuerda nuestra propia vocación a la santidad. San Pedro, hermano de Andrés, nos lo recuerda de forma estimulante en su Carta escrita precisamente a los cristianos de Asia Menor: "Sed santos en todo vuestro proceder, porque escrito está: 'Sed santos, porque santo soy yo' " (1P 1,15).

La vocación cristiana es sublime y exigente, y no podríamos realizarla si el Espíritu de Dios no nos diese luz para comprender y fuerza necesaria para obrar. Pero Cristo nos ha asegurado también su asistencia: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28,20).

252 Sí, la vocación cristiana es una vocación a la perfección, para edificar el Cuerpo de Cristo "hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la talla (que corresponde) a la plenitud de Cristo" (Ep 4,13). Que, firmes en la fe, podamos crecer en todos los aspectos "abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad" (Ep 4,15).

3. Ampliemos ahora nuestra meditación al misterio de la Iglesia. San Andrés, el primer llamado, Patrón de la Iglesia de Constantinopla, es hermano de San Pedro, corifeo de los Apóstoles, fundador, junto con San Pablo, de la Iglesia de Roma y su primer Obispo. Por un lado, este hecho nos recuerda un drama del cristianismo, la división entre Oriente y Occidente, pero también nos recuerda la realidad profunda de la comunión que existe, no obstante todas las divergencias, entre las dos Iglesias.

¡Qué necesario nos es dar gracias al Señor por haber hecho surgir, en el curso de estos últimos decenios, ilustres pioneros y artesanos infatigables de la unidad, como el Patriarca Atenágoras, de venerada memoria, y mis grandes predecesores, el Papa Juan XXIII (de quien esta ciudad y esta Iglesia conservan con honor su recuerdo) y el Papa Pablo VI, que ha venido a vuestro encuentro antes que yo! Su actividad ha sido fecunda para la vida de la Iglesia y para la búsqueda de la plena unidad entre nuestras Iglesias, que se apoyan sobre la única piedra angular que es Cristo y se hallan edificadas sobre el fundamento de los Apóstoles.

Los cada vez más intensos contactos de estos últimos años han hecho redescubrir la fraternidad entre nuestras dos Iglesias y la realidad de una comunión entre ellas, aunque no sea perfecta. El Espíritu de Dios nos ha hecho ver también, de manera cada vez más clara, la exigencia que se nos impone de realizar la plena unidad a fin de dar un testimonio más eficaz para nuestro tiempo.

Mi visita al Patriarca Ecuménico y mi peregrinación a Efeso, donde María ha sido proclamada "Theotokos", Madre de Dios, tiene como finalidad (en la medida en que yo pueda y mientras el Señor lo permita) servir a esta santa causa. Doy gracias a la Providencia por haber guiado mis pasos hasta estos lugares.

Estamos en vísperas de la apertura del diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. Se trata de otra fase importante en el proceso hacia la unidad. Al partir de lo que tenemos en común, este diálogo está llamado a identificar, afrontar y resolver todas las dificultades que todavía nos impiden la unidad plena. Mañana participaré en la celebración de la fiesta de San Andrés en la iglesia del Patriarcado Ecuménico. No podremos concelebrar. He ahí el signo más doloroso de desgracia introducido en la única Iglesia de Cristo por la división. Pero, gracias a Dios, celebramos ya juntos, desde hace algunos años, la fiesta de los protectores de nuestras Iglesias, como prenda y voluntad efectiva de la plena concelebración; en Roma celebramos la fiesta de los Santos Pedro y Pablo en presencia de una Delegación ortodoxa, y se celebra en el Patriarcado Ecuménico la fiesta de San Andrés con presencia católica.

La comunión en la oración nos conducirá a la plena comunión en la Eucaristía. Me n atrevo a esperar que este día esté próximo. Personalmente lo desearía muy cercano. ¿No tenemos ya en común la misma fe eucarística y los verdaderos sacramentos, en virtud de la sucesión apostólica? Deseemos que la comunión total en la fe, especialmente en el ámbito eclesiológico, permita pronto esta plena "communicatio in sacris". Ya mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, había deseado ver este día, al igual que el Patriarca Atenágoras I; así se expresaba al hablar de éste último poco después de su muerte: "Siempre él resumía sus sentimientos en una sola y suprema esperanza: la de poder 'beber en el mismo cáliz con nosotros', es decir, la de poder celebrar juntos el sacrificio eucarístico, síntesis y corona de la común identificación eclesial con Cristo. ¡También nosotros lo hemos deseado tanto! Este deseo irrealizado debe ser ahora su herencia y nuestro empeño" (Ángelus del 9 de julio de 1972). Por mi parte, recogiendo esta herencia, comparto ardientemente este deseo, que el tiempo y los progresos en la unión no hacen más que avivar.

4. Sé que también vosotros, católicos de esta ciudad y de toda Turquía, sois conscientes de la importancia que reviste la búsqueda de la plena unidad entre los cristianos. Sé que oráis y que trabajáis en este proyecto, y que tenéis contactos fraternos con la Iglesia ortodoxa y con los demás cristianos de vuestra ciudad y vuestro país. Os estoy, por ello, profundamente agradecido.

Sé también que buscáis relaciones de amistad con los demás creyentes que invocan el nombre del Dios único, y que sois ciudadanos activos y leales de este país en el que formáis una minoría. Os animo a ello de todo corazón.

¡Que Dios os bendiga! Que bendiga vuestras comunidades, vuestras familias. vuestras personas, especialmente a los que sufren; para éstos tendré una intención. particular. Y que siempre os dé lo que necesitáis para darle, en vuestra, vida, un testimonio siempre más fiel.

5. Ahora, queridos hermanos y hermanas, os invito a rezar con fervor, en este sacrificio eucarístico, por la plena comunión de nuestras Iglesias. El progreso en la unidad se apoyará en nuestros esfuerzos, en nuestros trabajos teológicos, en nuestras continuas gestiones, y especialmente en nuestra caridad mutua: pero, al mismo tiempo, se trata de una gracia del Señor. Supliquémosle que allane los obstáculos que han retrasado hasta el momento la marcha hacia la plena unidad. Supliquémosle que conceda, a cuantos colaboran en el acercamiento, su Espíritu Santo; que les conducirá a la verdad plena, que aumentará su caridad, que hará que busquen impacientes la unidad. Suplicadle para que nosotros mismos, Pastores de Iglesias hermanas, seamos los mejores instrumentos de su designio; nosotros, a quienes la Providencia ha elegido, en esta hora de la historia, para regir estas Iglesias, es decir, para servirlas como lo quiere el Señor, y servir también a la única Iglesia que es su Cuerpo. En el transcurso del segundo milenio, nuestras Iglesias se habían mantenido inmóviles en su separación. El tercer milenio del cristianismo está ya, a las puertas. Que el alba de este nuevo milenio se encuentre con una Iglesia que ha hallado su plena unidad; para testimoniar mejor; en medio de las tensiones exacerbadas de este mundo; el amor trascendente de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo.

253 Sólo Dios conoce los tiempos y los momentos. Por lo que respecta a nosotros, velemos y oremos en la esperanza, con la Virgen María, Madre de Dios, que no cesa de velar por la Iglesia de su Hijo, al igual que ha velado por los Apóstoles. Amén.



VIAJE A TURQUÍA

SANTA MISA EN LA CASA DE LA VIRGEN



Efeso, viernes 30 de noviembre de 1979



1. Con el corazón desbordando de profunda emoción tomo la palabra en esta solemne liturgia, que nos ve reunidos en torno a la mesa eucarística para celebrar, en la luz de Cristo Redentor, la memoria gloriosa de su Santísima Madre. El espíritu está dominado por el pensamiento de que, precisamente en esta ciudad, la Iglesia reunida en Concilio —el III Concilio Ecuménico—, reconoció oficialmente a la Virgen María el título de "Theotokos", que ya le tributaba el pueblo cristiano, pero contestado desde hacía algún tiempo en algunos ambientes influidos sobre todo por Nestorio. El júbilo con que el pueblo de Efeso acogió, en aquel lejano 431, a los padres que salían de la sala del Concilio donde se había reafirmado la verdadera fe de la Iglesia, se propagó rápidamente por todas las partes del mundo y no ha cesado de resonar en las generaciones sucesivas, que en el curso de los siglos han continuado dirigiéndose con confianza a María como a Aquella que ha dado la vida al Hijo de Dios.

También nosotros, hoy, con el mismo impulso filial y con la misma confianza profunda, recurrimos a la Virgen Santa. saludando en Ella a la "Madre de Dios", y encomendándole los destinos de la Iglesia, sometida en nuestro tiempo a pruebas singularmente duras e insidiosas, pero empujada también por la acción del Espíritu Santo en los caminos abiertos a las esperanzas más prometedoras.

2. "Madre de Dios". Al repetir hoy esta expresión cargada de misterio, volvemos con el recuerdo al momento inefable de la Encarnación y afirmamos con toda la Iglesia que la Virgen se convirtió en Madre de Dios por haber engendrado según la carne a un Hijo, que era personalmente el Verbo de Dios. ¡Qué abismo de condescendencia se abre ante nosotros!

Se plantea espontáneamente una pregunta al espíritu: ¿Por qué el Verbo ha preferido nacer de una mujer (cf. Ga 4,4), antes que descender del cielo con un cuerpo ya adulto, plasmado por la mano de Dios (cf. Gén Gn 2,7)? ¿No habría sido éste un camino más digno de El?, ¿más adecuado a su misión de Maestro y Salvador de la humanidad? Sabemos que, en los primeros siglos, sobre todo, no pocos cristianos (los docetas, los gnósticos, etc.) habrían preferido quo las cosas hubieran sido de esa manera. En cambio, el Verbo eligió el otro camino. ¿Por qué?

La respuesta nos llega con la límpida y convincente sencillez de las obras de Dios. Cristo quería ser un vástago auténtico (cf. Is Is 11,1) de la estirpe que venía a salvar. Quería que la redención brotase como del interior de la humanidad, como algo suyo. Cristo quería socorrer al hombre no como un extraño, sino como un hermano, haciéndose en todo semejante a él, menos en el pecado (cf. Heb He 4,15). Por esto quiso una madre y la encontró en la persona de María. La misión fundamental de la doncella de Nazaret fue, pues, la de ser el medio de unión del Salvador con el género humano.

En la historia de la salvación, sin embargo, la acción de Dios no se desarrolla sin acudir a la colaboración de los hombres: Dios no impone la salvación. Ni siquiera se la impuso a María. En el acontecimiento de la Anunciación no se dirige a Ella de manera personal, interpeló su voluntad y esperó una respuesta que brotase de su fe. Los Padres han captado perfectamente este aspecto, poniendo de relieve que "la Santísima Virgen María, que dio a luz creyendo, había concebido creyendo" (S. Agustín, Sermo 215, 4; cf. S. León M., Sermo I in Nativitate, 1, etc.), y esto ha subrayado también el reciente Concilio Vaticano II, afirmando que la Virgen "al anuncio del ángel recibió en el corazón y en el cuerpo al Verbo de Dios" (Lumen gentium LG 53).

El "fiat" de la Anunciación inaugura así la Nueva Alianza entre Dios y la criatura: mientras este "fiat" incorpora a Jesús a nuestra estirpe según la naturaleza, incorpora a María a El según la gracia. El vínculo entre Dios y la humanidad, roto por el pecado, ahora felizmente está restablecido.

3. El consentimiento total e incondicional de la "sierva del Señor" (Lc 1,38) al designio de Dios fue, pues, una adhesión libre y consciente. María consintió en convertirse en la Madre del Mesías que vino "para salvar a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21 cf. Lc Lc 1,31). No se trató de un simple consentimiento para el nacimiento de Jesús, sino de la aceptación responsable de participar en la obra de la salvación que El venía a realizar. Las palabras del "Magnificat" ofrecen clara confirmación de esta conciencia lúcida: "Acogió a Israel, su siervo —dice María— acordándose de su misericordia. Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre" (Lc 1,54-55).

Al pronunciar su "fiat", María no se convierte sólo en Madre del Cristo histórico; su gesto la convierte en Madre del Cristo total, "Madre de la Iglesia". "Desde el momento del fiat —observa San Anselmo— María comenzó a llevarnos a todos en su seno"; por esto "el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del cuerpo", proclama San León Magno. San Efrén, por su parte, tiene una expresión muy bella a este respecto: María, dice él, es "la tierra en la que ha sido sembrada la Iglesia".

254 Efectivamente. desde el momento en que la Virgen se convierte en Madre del Verbo encarnado, la Iglesia se encuentra constituida de manera secreta, pero germinalmente perfecta, en su esencia de cuerpo místico: en efecto, están presentes el Redentor y la primera de los redimidos. De ahora en adelante la incorporación a Cristo implicará una relación filial no sólo con el Padre celeste, sino también con María, la Madre terrena del Hijo de Dios.

4. Cada madre transmite a los hijos la propia semejanza: también entre María y la Iglesia hay una relación de semejanza profunda. María es la figura ideal, la personificación, el arquetipo de la Iglesia. En Ella se realiza el paso del antiguo al nuevo Pueblo de Dios, de Israel a la Iglesia. Ella es la primera entre los humildes y pobres, el resto fiel, que esperan la redención; y Ella es también la primera entre los rescatados que, en humildad y obediencia, acogen la venida del Redentor. La teología oriental ha insistido mucho en la "katharsis" que se obra en María en el momento de la Anunciación; baste recordar aquí la emocionada paráfrasis que hace de ello Gregorio Palamas en una homilía: "Tú eres ya Santa y llena de gracia, oh Virgen, dice el Ángel a María. Pero el Espíritu Santo vendrá de nuevo sobre ti, preparándote mediante un aumento de gracia al misterio divino" (Homilía sobre la Anunciación: ).

Por tanto, con razón, en la liturgia con que la Iglesia oriental celebra las alabanzas de la Virgen, ha puesto de relieve el cántico que la hermana de Moisés, María, eleva al paso del Mar Rojo, como para indicar que la Virgen ha sido la primera en atravesar las aguas del pecado a la cabeza del nuevo Pueblo de Dios, liberado por Cristo.

María es la primicia y la imagen más perfecta de la Iglesia: "La parte más noble, la parte mejor, la parte más importante, la parte más selecta" (Ruperto, In Apoc. I, VII, 12). "Asociada a todos los hombres necesitados de salvación", proclama también el Vaticano II, Ella ha sido redimida "de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo" (Lumen gentium
LG 53). Por lo tanto, María se presenta a todo creyente como la criatura toda pura, toda hermosa, toda santa, capaz de "ser Iglesia" como ninguna otra criatura lo será nunca aquí abajo.

5. También nosotros hoy miramos a María como a nuestro modelo. La miramos para aprender a construir la Iglesia a ejemplo suyo. Para este fin sabemos que debemos, ante todo, progresar bajo su guía en el ejercicio de la fe. María vivió su fe en una actitud de profundización continua y de descubrimiento progresivo, pasando a través de momentos difíciles de tinieblas, ya desde los primeros días de su maternidad (cf. Mt Mt 1,18 ss.), momentos que superó gracias a una actitud responsable de escucha y de obediencia a la Palabra de Dios. También nosotros debemos realizar todo esfuerzo para profundizar y consolidar nuestra fe "escuchando, acogiendo, proclamando, venerando la Palabra de Dios, escudriñando a su luz los signos de los tiempos e interpretando y viviendo los acontecimientos de la historia" (cf. Pablo VI, Exhort. Apost. Marialis cultus, 17; Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1974, pág. 454).

María está ante nosotros como ejemplo de valiente esperanza y de caridad operante: Ella caminó en la esperanza, pasando con dócil prontitud de la esperanza judaica a la esperanza cristiana, y actuó la caridad, acogiendo en sí sus exigencias hasta la donación más completa y el sacrificio más grande. A ejemplo suyo, también nosotros debemos permanecer firmes en la esperanza aun cuando nubarrones tempestuosos se agolpen sobre la Iglesia, que avanza como nave entre las olas, no raramente hostiles, de las vicisitudes humanas; también nosotros debemos crecer en la caridad, cultivando la humildad, la pobreza, la disponibilidad, la capacidad de escucha y de condescendencia en adhesión a cuanto Ella nos ha enseñado con el testimonio de toda su vida.

6. Especialmente queremos comprometernos hoy a una cosa a los pies de esta nuestra Madre común: nos comprometemos a llevar adelante, con toda nuestra energía y en actitud de total disponibilidad a las mociones del Espíritu, el camino hacia la perfecta unidad de todos los cristianos. Bajo su mirada materna estamos prontos a reconocer nuestras recíprocas culpas, nuestros egoísmos, nuestras morosidades: Ella ha engendrado un Hijo único, nosotros por desgracia se lo presentamos dividido. Este es un hecho que nos produce malestar y pena: el malestar y la pena que expresaba mi predecesor de venerada memoria, el Papa Pablo VI, en las palabras iniciales del "Breve" con el que abrogaba la excomunión, pronunciada tantos siglos atrás, contra la Sede de Constantinopla: "Pensamos nosotros, que llevamos el nombre de cristianos como recuerdo del Salvador, en la exhortación del Apóstol de las Gentes: Vivid en la caridad como Cristo nos amó (Ep 5,2). Por ella nos sentimos movidos especialmente en estos tiempos, que con más instancia nos urgen a dilatar los horizontes de la caridad" (7 de diciembre de 1965).

Mucho camino se ha andado desde aquel día; sin embargo quedan todavía otros pasos que dar. Confiamos a María el sincero propósito de no descansar hasta que se llegue felizmente a la meta. Nos parece oír de sus labios las palabras del Apóstol: "no haya contiendas, envidias, iras, ambiciones, detracciones, murmuraciones, engreimientos, sediciones" (2Co 12,20). Acojamos con corazón abierto esta advertencia suya maternal y pidámosle que esté junto a nosotros para guiarnos, con mano dulce pero firme, en los caminos de la comprensión fraterna plena y duradera. Así se cumplirá el deseo supremo, pronunciado por su Hijo en el momento en que estaba para derramar su sangre por nuestro rescate: "que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

Al final de la homilía el Romano Pontífice pronunció estas palabras

Ahora deseo saludar a todos los presentes. No sé de qué lengua ni de qué nacionalidad sois. Supongo que sois sobre todo de lengua turca, pero por desgracia yo no puedo hablaros en este idioma. Por ello os saludo, en cambio, en una lengua más conocida, que es la francesa. Os saludo muy cordialmente.

(En inglés)
255 Mis mejores saludos y deseos para todos vosotros, a fin de que seáis fieles como María, como la Madre de Cristo, como la Madre de la Iglesia, como la Madre de todos nosotros. Dios os bendiga.

Y unas breves palabras todavía en lengua italiana, que se ha convertido en la lengua de cada día del Papa. Ahora querría decir al menos esto: ¡Alabado sea Jesucristo! Así vosotros podréis decir que el Papa, si no otra cosa, al menos ha terminado su predicación en italiano. ¡Alabado sea Jesucristo!



B. Juan Pablo II Homilías 249