B. Juan Pablo II Homilías 303


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA FESTIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA DE LOURDES



Basílica de San Pedro

Lunes 11 de febrero de 1980



Venerados hermanos e hijos queridísimos:

1. Con viva emoción y con alegría profunda dirijo esta tarde mi cordial saludo, ante todo, al cardenal Vicario y a los demás purpurados presentes; a los venerados hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes del clero secular y regular, y especialmente a cuantos concelebran conmigo esta Eucaristía, que nos ve reunidos en torno al altar de Cristo para recordar las maravillas de gracia realizadas en Aquella a la que invocamos confiadamente como Abogada poderosa y Madre dulcísima.

Mi saludo se dirige, después, a las religiosas presentes también en esta circunstancia en número considerable; y además a las personas que forman parte, por diversos títulos, de las Asociaciones Marianas, así como a todos los que han sido atraídos a esta celebración por la devoción que sienten hacia la Virgen Santísima.

Una palabra especial de saludo deseo reservar a los enfermos, que son los invitados de honor de este encuentro: a precio de no leves sacrificios, han querido estar presentes esta tarde para testimoniar personalmente el amor que les une a la Madre celeste, a cuyo santuario de Lourdes muchos de ellos ya han ido ciertamente en peregrinación: bienvenidos entre nosotros, juntamente con todos los que se dedican generosamente a prestarles asistencia.

Mi saludo, pues, se extiende a todos los que se han reunido en esta patriarcal basílica de San Pedro, que recibe hoy una visita tan excepcional. A todos deseo expresar mi agradecimiento. Hijos queridísimos, me siento deudor vuestro. Efectivamente, gracias a vosotros, hoy se traslada a esta basílica esa realidad especial que se llama Lourdes. Realidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. Realidad del sufrimiento santificado y santificante: Realidad de la presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia en la tierra: una presencia particularmente viva en esa porción elegida de la Iglesia, que está constituida por los enfermos y por los que sufren.

2. ¿Por qué precisamente los enfermos van en peregrinación a Lourdes? ¿Por qué —nos preguntamos— ese lugar se ha convertido para ellos como en un "Caná de Galilea", al que se sienten invitados de modo especial? ¿Qué les atrae a Lourdes con tanta fuerza?

La respuesta es preciso buscarla en la Palabra de Dios, que nos ofrece la liturgia en la Santa Misa que estamos celebrando. En Caná había una fiesta de bodas, fiesta de alegría porque era fiesta de amor. Podemos imaginar fácilmente el "clima" que reinaba en la sala del banquete. Sin embargo, también esa alegría, como cualquier otra realidad humana, era una alegría insidiada. Los esposos no lo sabían, pero su fiesta estaba a punto de convertirse en un pequeño drama, con motivo de que iba faltando el vino. Y eso, pensándolo bien, no era más que el signo de tantos otros riesgos a los que estaría expuesto sucesivamente su amor, que comenzaba.

304 Aquellos esposos tuvieron la suerte de que "estaba allí la Madre de Jesús" y consiguientemente "fue invitado también Jesús a la boda" (cf. Jn Jn 2,1-2); y, a petición de su Madre, Jesús cambió milagrosamente el agua en vino: el banquete pudo continuar alegremente, el esposo recibió la felicitación del maestresala (cf. vs. VS 9-10), maravillado por la calidad del último vino servido.

He aquí, queridísimos hermanos y hermanas, que el banquete de Caná nos habla de otro banquete: el de la vida, al que todos deseamos sentarnos para gustar un poco de alegría. El corazón humano ha sido hecho para la alegría y no debemos maravillarnos si todos tienden a esa meta. Por desgracia, la realidad, en cambio, somete a muchas personas a la experiencia, frecuentemente martirizadora, del dolor: enfermedades, lutos, desgracias, taras hereditarias, soledad, torturas físicas, angustias morales, un abanico de "casos humanos" concretos, cada uno de los cuales tiene un nombre, un rostro, una historia.

Estas personas, si están animadas por la fe, se dirigen a Lourdes. ¿Por qué? Porque saben que allí, como en Caná, "está la Madre de Jesús": y donde está Ella, no puede faltar su Hijo. Esta es la certeza que mueve "a las multitudes que cada año se vuelcan hacia Lourdes en busca de un alivio, de un consuelo, de una esperanza. Enfermos de todo género van en peregrinación a Lourdes, animados por la esperanza de que, por medio de María, se manifieste en ellos la potencia salvífica de Cristo. Y, en efecto, esta potencia se revela siempre con el don de una inmensa serenidad y resignación, a veces con una mejoría de las condiciones generales de salud, o incluso con la gracia de la curación completa, como atestiguan los numerosos "casos" que se han verificado en el curso de más de 100 años.

3. La curación milagrosa, sin embargó es, a pesar de todo, un acontecimiento excepcional. La potencia salvífica de Cristo, obtenida por la intercesión de su Madre, se revela en Lourdes sobre todo en el ámbito espiritual. En el corazón de los enfermos María hace oír la voz taumatúrgica del Hijo: voz que desata prodigiosamente los entumecimientos de la acritud y de la rebelión, y restituye los ojos al alma para ver con una luz nueva el mundo, los demás, el propio destino.

Los enfermos descubren en Lourdes el valor inestimable del propio sufrimiento. A la luz de la fe llegan a ver el significado fundamental que el dolor puede tener no sólo en su vida, interiormente renovada por esa llama que consume y transforma, sino también en la vida de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. La Virgen Santísima, que en el Calvario, estando de pie valerosamente junto a la cruz del Hijo (cf. Jn Jn 19,25), participó en primera persona de su pasión, sabe convencer siempre a nuevas almas para unir sus propios sufrimientos al sacrificio de Cristo, en un ''ofertorio" coral que, sobrepasando el tiempo y el espacio, abraza a toda la humanidad y la salva.

Conscientes de esto, en el día en que la liturgia recuerda las apariciones de Lourdes, queremos dar las gracias a toda las almas generosas que, sufriendo y orando, colaboran de modo tan eficaz a la salvación del mundo.

Que la Virgen esté junto a ellos, como estuvo junto a los dos esposos de Caná, y vele para que no falte nunca en su corazón el vino generoso del amor. Efectivamente, el amor puede realizar el prodigio de hacer brotar sobre el tallo espinoso del sufrimiento la rosa fragante de la alegría.

4. Pero no quiero olvidar a los servidores de Caná, que tanta parte tuvieron en la realización del milagro de Jesús, prestándose dócilmente a ejecutar sus mandatos. Efectivamente, Lourdes es también un prodigio de generosidad, de altruismo, de servicio: comenzando por Bernadette, que fue el instrumento privilegiado para transmitir al mundo el mensaje evangélico de la Virgen, para descubrir el manantial del agua milagrosa. para pedir la construcción de la "capilla"; sobre todo ella supo orar e inmolarse, retirándose al silencio de una vida totalmente entregada a Dios. ¿Y cómo olvidar, pues, a la inmensa falange de personas que, inspirándose en la humilde pastorcita, se han dedicado y se dedican con extraordinario amor al servicio del santuario, al funcionamiento de las cosas, y especialmente al cuidado de los enfermos? Por esto, mi pensamiento, nuestro pensamiento de aprecio y gratitud va ahora a cuantos se entregan generosamente a atenderos, queridísimos enfermos, rodeándoos de sus solícitos cuidados: los médicos, el personal paramédico, todos los que se prestan para los servicios necesarios, tanto durante las peregrinaciones como en los lugares de habitual hospitalización, además, sobre todo, a vuestros familiares, sobre quienes grava el compromiso mayor de la asistencia.

Como los servidores de Caná, quienes —a diferencia del maestresala— "conocían" el prodigio realizado por Jesús (cf. Jn Jn 2,9), puedan los que os asisten ser siempre conscientes del prodigio de gracia que se realiza en vuestra vida y ayudaros a estar a la altura de la tarea que os ha confiado Dios.

5. Hermanas y hermanos queridísimos, reunidos en torno al altar continuamos ahora la celebración de la Eucaristía. Cristo está con nosotros: esta certeza difunde en nuestros corazones una paz inmensa y una alegría profunda. Sabemos que podemos contar con El aquí y en todas partes, ahora y siempre. El es el amigo que nos comprende y nos sostiene en los momentos oscuros, porque es el "varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos" (Is 53,3). El es el compañero de viaje que devuelve calor a nuestros corazones, iluminándolos con sus tesoros de sabiduría contenidos en las Escrituras (cf. Lc Lc 24,32). El es el pan vivo bajado del cielo, que puede encender en esta nuestra carne mortal el rayo de la vida que no muere (cf. Jn Jn 6,51).

Y reanudemos, con aliento renovado, el camino. La Virgen Santa nos indica la senda. Como estrella luminosa de la mañana, Ella brilla ante los ojos de nuestra fe "cual signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor" (Lumen gentium LG 68). Peregrinos en este "valle de lágrimas", suspiramos hacia Ella: "después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María".



VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA

DE SAN SILVESTRE Y SAN MARTÍN



305

Domingo 17 de febrero de 1980



1. Queridísimos hermanos y hermanas en Cristo: Dirijo ante todo un vivo y cordial saludo a todos los que habéis venido hoy tan numerosos a este encuentro con el Obispo de Roma. Quiero deciros enseguida cuánto aprecio vuestra presencia, que es ciertamente signo de vuestra fe cristiana y de vuestra comunión eclesial con vuestro Obispo, el Papa, el cual es también Obispo de la Iglesia universal.

Especialmente saludo al cardenal Vicario Ugo Poletti, y al obispo auxiliar de la zona, mons. Plinio Pascoli, que han contribuido eficazmente a preparar esta visita. Mi saludo se dirige después al benemérito párroco, p. Enrico Pinci, y a su comunidad carmelitana, que tanto se prodiga por esta parroquia. Saludo también a los institutos religiosos aquí representados, a las varias asociaciones católicas, al consejo pastoral y al grupo de catequistas.

Sé que en San Martín "ai Monti" hay un gran dinamismo de vida parroquial, por lo que felicitamos a sus varios y celosos responsables. Ciertamente, también hay problemas: por ejemplo, cómo superar algunos elementos de indiferencia, cómo acercar a los llamados "lejanos", el trato más asiduo con los jóvenes, la promoción de iniciativas culturales más continuas, la participación en la vida pública con específicas aportaciones cristianas, la traducción de la propia fe en un cristianismo cada vez más concreto y vivido. Pero estoy seguro de que, con la gracia de Dios, y mediante el compromiso de todos, cualquier dificultad podrá ser superada de manera que produzca frutos cada vez Más copiosos y dignos de los discípulos de Cristo.

2. En la liturgia de la Palabra de hoy, nos impresiona sobre todo la comparación del hombre justo con el árbol: "Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas" (Ps 1,3). Así dice el salmista. Y el profeta Jeremías, que emplea la misma comparación, añade que este árbol "no teme la venida del calor, conserva su follaje verde, en año de sequía no la siente, y no deja de dar fruto" (Jr 17,8).

Se compara al hombre con un árbol. Y es justo. También el hombre crece, se desarrolla; mantiene la salud y las fuerzas, o las pierde. Sin embargó, la comparación de la Sagrada Escritura se refiere al hombre sobre todo en sentido espiritual.Efectivamente, habla de los frutos espirituales de sus obras, que se manifiestan por el hecho de que este hombre "no sigue el consejo de los impíos" y "no entra por la senda de los pecadores" (Ps 1,1). En cambio, la fuente de esta conducta, esto es, de estos frutos buenos del hombre, está en que "su gozo es la ley del Señor" y "medita su ley día y noche" (Ps 1,2).

Por su parte, el profeta subraya que este hombre "confía en el Señor y en El pone su confianza" (Jr 17,7). El hombre que vive así, que se comporta de este modo es llamado en la Escritura bendito. En oposición a él está el hombre pecador, a quien el profeta Jeremías compara con "un desnudo arbusto en el desierto" (Jr 17,6), y a quien el salmista parangona con la "paja que arrebata el viento" (Ps 1,4). Si el primero merece la bendición, el otro es llamado "maldito" por el profeta (Jr 17,5), porque sólo confía en el hombre (Jr 17,5), esto es, en sí mismo, y "de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón del Señor" (Jr 17,5).

3. Así, pues, la liturgia de la Palabra de hoy tiene un mensaje claro. Trata del hombre. Juzga su conducta. Somete a valoración crítica su concepción del mundo. Toca los fundamentos mismos de donde la vida humana saca su sentido integral. Efectivamente, la integridad de la vida humana es el camino que se debe seguir (esta comparación, como se ve, tan antigua, permanece siempre fresca y viva); la vida humana es un camino que hay que recorrer.

"El Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal" (Ps 1,6).

Esta mirada sobre el conjunto de los problemas humanos, sobre el complejo de la vida, ¿es sólo de ayer? ¿No se pueden aplicar estas comparaciones y estas valoraciones a los hombres de nuestro tiempo? ¿No se refieren también a nosotros?, ¿a cada uno de nosotros? ¿Acaso no se puede repetir al hombre de nuestra época —época de materialismo teórico y práctico— que él pone su fuerza en la "carne", es decir, en sí mismo y en la materia, y que mide el sentido de la vida sobre todo por los valores materiales? En efecto, está orientado a "poseer" y a "tener", hasta el punto de perder frecuentemente en todo esto lo que es más importante: aquello, gracias a lo cual, el hombre es hombre, capaz de hacerle crecer como árbol que produce frutos buenos.

4. El hombre debe crecer espiritualmente, madurando para la eternidad. También nos enseña esto la Palabra de Dios en la liturgia de hoy.

306 "Alegraos en aquel día y regocijaos, pues vuestra recompensa será grande en el el cielo" (Lc 6,23): así recuerda el canto que precede al Evangelio, unido a un gozoso "Alleluia", que desaparecerá en la liturgia de los próximos domingos, porque entramos ya en el período de Cuaresma.

Para madurar espiritualmente hasta la eternidad, el hombre no puede crecer sólo en el terreno de la temporalidad. No puede poner su apoyo en la carne, es decir, en sí mismo, en la materia. El hombre no puede construir sólo sobre sí y "confiar" solamente en el hombre. Debe crecer en un terreno diverso del de lo transitorio y de lo caduco de este mundo temporal. Es el terreno de la nueva vida, de la eternidad y de la inmortalidad el que Dios ha puesto en el hombre, al crearlo a su propia imagen y semejanza.

Este terreno de la nueva vida se ha revelado plenamente en la resurrección de Cristo; como nos recuerda San Pablo en la liturgia de hoy en el pasaje de la primera Carta a los Corintios. Nosotros crecemos y maduramos espiritualmente (e incluso corporalmente), tendiendo con toda nuestra humanidad a la vida eterna; en efecto, "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren" (1Co 15,20): por esto la resurrección de Cristo confiere un dinamismo de crecimiento a la vida todos. Está bien que ya antes de la Cuaresma, la liturgia nos recuerde las verdades fundamentales de nuestra fe y de nuestra vida; de este modo, indica ya a lo que nos prepararemos, en el recogimiento espiritual, durante los domingos y las semanas próximas.

¿Qué significa creer en Cristo? ¿Qué significa creer en la resurrección? Significa precisamente (como dice Jeremías) confiar en el Señor, tener confianza en El solo, una confianza tal que no podamos ponerla en el hombre, porque la experiencia nos enseña que el hombre está sometido a la muerte.

¿Qué significa creer en Cristo y creer en la resurrección? Significa también complacerse en la ley del Señor, esto es, vivir de acuerdo con los mandamientos y las indicaciones que Dios nos ha dado, mediante Cristo. Entonces somos como ese árbol que, plantado junto a la acequia y fertilizado por ella, da fruto: fruto bueno, fruto de vida eterna.

La resurrección de Cristo se ha convertido en la fuente del agua vivificante del bautismo, de la que debe brotar toda la vida de un cristiano en crecimiento hacia la eternidad y hacia Dios.

5. Como se ve, el contenido de la liturgia de hoy es muy rico y nos hace pensar mucho. El hombre está situado entre el bien y el mal, y en este contraste crece y se desarrolla espiritualmente. Crece como un árbol, pero, al mismo tiempo, muy diversamente de él. Su crecimiento y su desarrollo espiritual dependen de sus decisiones y de sus opciones. Dependen de la libre voluntad, del estado de su conciencia, de su concepción del mundo, de la escala de valores que guía su vida y su comportamiento.

Y por esto, también nosotros, que creemos en Cristo y pertenecemos a su Iglesia, debemos preguntarnos siempre a nosotros mismos: los valores que nos guían, ¿están realmente conformes con nuestra fe? La concepción del mundo, que aceptamos cada día, ¿acaso no está construida sólo sobre la "carne", sobre la temporalidad? ¿Corresponde nuestro comportamiento a la verdad que confesamos? ¿No es conformista? ¿O hipócrita?

También Cristo Señor en el Evangelio de hoy hace esta contraposición. Por una parte, proclama las bienaventuranzas, y por otra, pronuncia los "ay". ¿En qué parte nos encontramos? ¿Nos importa que el Reino de Dios nos pertenezca (cf. Lc Lc 6,20), o más bien queremos tener todo nuestro consuelo ya en esta vida (cf. Lc Lc 6,24)? ¿No deseamos, tal vez, solamente esto?

6. Demos gracias a Dios por esta visita, queridos hermanos y hermanad, feligreses de San Martín "ai Monti"; Dios os recompense a todos. Hagamos juntos todo lo posible para no alejarnos de Cristo, para consolidar en El nuestra vida. El tiempo de Cuaresma nos ayudará de nuevo en este propósito. Son abundantes los recursos de la gracia y del amor de nuestro Señor, y ellos hacen, ciertamente, que podamos crecer como árbol que da fruto. Tendamos la mano a estos recursos con nuestra fe y nuestra confianza en Cristo Jesús.





DURANTE LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA


Basílica de Santa Sabina, 20 de febrero de 1980



307 1. Convertíos a mí de todo corazón (cf. Dt Dt 30,10). Con esta invocación comienza hoy la Cuaresma. ¡Convertíos! Nos ponemos, pues, ante Dios —cada uno y todos— con ese grito que pronunció hace 2.000 años el Salmista, rey y pecador a la vez. -

"Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa: lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces... Crea en mí un corazón sincero, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación..." (Ps 50 [51], 3-6. 12-14a).

Han pasado tantas generaciones y, sin embargo, estas palabras no han perdido nada de su autenticidad y fuerza.

El hombre que se esfuerza por vivir en la verdad, las acepta como suyas. Las dice como si fueran suyas.

El hombre que no es capaz de identificarse con la verdad de estas palabras, es un desdichado. Si no escruta su conciencia a la luz de estas palabras, ellas lo juzgan por sí mismas. Sin necesidad de él.

La conversión a Dios es el eterno camino de la liberación del hombre. Es el camino de volverse a encontrar a sí mismo en la verdad plena de la propia vida y de las propias obras.

"Devuélveme la alegría de tu salvación".

2. El primer día de Cuaresma indica el camino de esta conversión en su más plena dimensión. Ante todo, pues, éste es el retorno al "principio". La Iglesia nos invita a cada uno de nosotros a ponernos hoy ante la liturgia que se remonta a los umbrales mismos de la historia del hombre:

"Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás (Gn 3,19). Son las palabras del libro del Génesis; en ellas encontramos la más simple expresión de esa "liturgia de la muerte", de la que el hombre se ha hecho partícipe a consecuencia del pecado. El Árbol de la Vida ha quedado fuera de su alcance, cuando contra la voluntad de Dios se propuso apropiarse la realidad desconocida del bien y del mal, con el fin de hacerse "como Dios", igual que el ángel caído; de hacerse "como Dios, conociendo el bien y el mal" (Gn 3,5).

Y precisamente entonces el hombre escuchó estas palabras, que han marcado su destino en la tierra:

"... Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo volverás" (Gn 3,19).

308 Para comenzar la Cuaresma, para convertirse a Dios de manera esencial y radical, es necesario retornar a ese "principio": al origen del pecado humano y de la muerte, que arranca de él.

Es necesario volver a encontrar la conciencia del pecado, que ha sido el origen de todos los pecados en la tierra; que se ha convertido en el fundamento durable y en la fuente del estado pecaminoso del hombre.

Ese pecado original permanece, efectivamente, en todo el género humano. Es en nosotros la herencia del primer Adán. Y aunque ha sido borrado por el bautismo, gracias a la obra de Cristo "último Adán" (
1Co 15,45), deja sus efectos en cada uno de nosotros.

Convertirse a Dios tal como lo desea la Iglesia en este período de 40 días de la Cuaresma, quiere decir descender a las raíces del árbol, que, como dice el Señor "no produce frutos buenos" (Mt 3,10). No hay otro modo de sanar al hombre.

3. La "liturgia de la muerte" que se expresa en el rito de la imposición de la ceniza, une, en cierto sentido, este primer día de Cuaresma con el día último, el día de Viernes Santo, el día de la muerte de Cristo en la cruz.

Precisamente entonces se cumplen las palabras que proclama el Apóstol en la segunda lectura de hoy, cuando dice: "Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia cíe Dios" (2Co 5,21).

Es difícil expresar mejor todo lo que encierra en sí la realidad de la "conversión", de la reconciliación con Dios.

Para "realizar" plenamente esta "realidad", es necesario recorrer en el espíritu de San Pablo, en el espíritu de la Iglesia, todo este período de 40 días —desde el Miércoles de Ceniza al Viernes Santo— para encontrarse al final de estos días con la respuesta definitiva de Dios mismo, del Dios del Amor, en la "liturgia de la resurrección", en la liturgia de la Pascua, esto es, del Paso: del paso a la vida mediante la resurrección. No se puede entrar de otro modo en esta suprema realidad de la Revelación de la fe„ sino recorriendo todo el camino, que comienza hoy. Tal como lo recorrían antes los catecúmenos, preparándose para el bautismo, que sumerge en la muerte de Cristo (cf. Rom Rm 6,3), para introducirlos en la participación de su resurrección y de la vida.

Así, pues, para "convertirse" del modo que la Iglesia espera de nosotros durante el tiempo cuaresmal, debemos retornar hoy al "principio": a ese "eres polvo y al polvo volverás", para encontrarnos en el "comienzo nuevo" de la resurrección de Cristo y de la gracia.

La vida, pues, pasa por el Viernes Santo, pasa a través de la cruz. No hay otro camino de "conversión" plena. En este camino, único, nos espera Aquel a quien el Padre, por amor, "hizo pecado por nosotros" (2Co 5,21) —aunque no había conocido el pecado— "para que en El fuéramos justicia de Dios" (2Co 5,21).

Aceptemos el camino de esta conversión y reconciliación con Dios.

309 4. La liturgia de hoy nos invita a "colaborar" cíe modo particular, en este período de 40 días, con Cristo mediante la oración, la limosna y el ayuno.

El mismo Señor nos enseña con las palabras del Evangelio de Mateo —con las palabras del Sermón de la Montaña— cómo debemos hacer esto.

¡Hagámoslo, pues!

Y al hacerlo, no dejemos de pedir, al mismo tiempo, con el Salmista: "Crea en mí un corazón sincero, renuévame por dentro con espíritu firme" (
Ps 50 [51], 12).



SANTA MISA EN EL PONTIFICIO COLEGIO NORTEAMERICANO DE ROMA




Viernes 22 de febrero de 1980



1. "Tú eres el Mesías", respondió Simón Pedro, "el Hijo de Dios , vivo" (Mt 16,16).

Estas palabras de fe personal y divina inspiración, señalan el comienzo de la misión. de Pedro en la historia del Pueblo de Dios. Estas palabras señalan también el comienzo de una nueva era en la historia de la salvación. Desde el momento en que estas palabras fueron pronunciadas en Cesárea de Filipo, la historia del Pueblo de Dios quedó ligada al hombre que las había pronunciado: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra. edificaré yo mi Iglesia" (Mt 16,18).

Estás palabras tienen para mí un significado especial. Son expresión de lo que constituye el corazón de mi misión como Sucesor de Pedro al final del siglo XX. Jesucristo es el centro del universo y de la historia. Sólo El es el Redentor de cada ser humano. En la inescrutable providencia de Dios yo he sido elegido para continuar la misión de Pedro y para repetir con similar convicción: "Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Nada en mi ministerio ni en mi vida puede anteponerse a esta misión: proclamar a Cristo a todas las naciones, hablar de su maravillosa bondad, narrar su poder salvador y asegurar a cada hombre o mujer que aquel que crea en Cristo no morirá, sino que tendrá vida eterna (cf. Jn Jn 3,16).

Mis hermanos e hijos en Cristo: Las palabras de Pedro en Cesárea de Filipo también poseen un significado especial para vosotros. También vuestra vida ha de estar enraizada en Cristo y construida sobre El (cf. Col Col 2,7). Pues, a causa de Cristo, gracias a Cristo y por Cristo, vosotros deseáis servir al Pueblo de Dios como sacerdotes. Por tanto, vuestro. conocimiento de Cristo y vuestro amor por El, debe crecer y profundizarse continuamente. Vosotros habréis de ser hombres de sólida fe, que por medio de la Eucaristía, la Liturgia de las Horas y la oración personal diaria, mantengan una vibrante amistad con Jesús, con Jesús que dijo a sus discípulos: "Ya no os llamo siervos..., sino que os digo amigos" (Jn 15,15). Y de este modo en todo tiempo y lugar, vuestros primeros pensamientos han de dirigirse a El, que es el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

2. La fiesta de la Cátedra de San Pedro coincide, por una feliz casualidad, con la fecha de nacimiento de George Washington, vuestro primer Presidente. En cierto modo estos dos acontecimientos indican el motivo de mi venida hoy aquí. Es deseo mío, como Obispo de Roma, visitar los diversos Colegios de la ciudad; sin embargo, he venido al Colegio Norteamericano en particular, como prolongación de mi reciente visita a los Estados Unidos. Esta tarde vosotros representáis para mí la Iglesia que está en los Estados Unidos: vosotros mis hermanos obispos, y vosotros que constituís la comunidad que está en Roma, conocida como Colegio Norteamericano, en la colina del Janículo y en Vía "dell'Umiltá". En todos vosotros y a través de vosotros saludo una vez más al pueblo de América.

En esta ocasión quisiera hablar de lo que yo considero elementos de extrema importancia en la preparación sacerdotal, y repetir algunos puntos que, respecto a esto, acentué en mi visita a vuestro país.

310 3. El primer lugar en la vida del seminario ha de ocuparlo la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es el centro de todo estudio teológico. Es el principal instrumento para el desarrollo de la doctrina cristiana y es la fuente perpetua de vida espiritual (cf. Constitución Apostólica Missale Romanum, 3 de abril de 1969). Hablando a los seminaristas de América dije: "La formación intelectual del sacerdote, que es, tan vital para los tiempos en que vivimos, abarca algunas ciencias humanas, así como las diferentes ciencias sagradas. Todas ellas ocupan un lugar importante en vuestra preparación para el sacerdocio. Pero la faceta prioritaria en los seminarios de hoy ha de ser la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza y su integridad, con todo lo que ella exige y en todo su poder" (Discurso en el seminario de San Carlos, Filadelfia; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 21 de Octubre de 1979, pág. 9).

Albergo la esperanza de que en vuestra reverencia por la Palabra de Dios seréis como María; como María, cuya respuesta a la Palabra de Dios fuel "Fiat": "Hágase en mí según tu palabra" (
Lc 1,38); como María, "que creyó que se cumpliría lo que se le había dicho de parte del Señor" (Lc 1,45); como María, que atesoraba aquellas cosas que se decían de su Hijo y las meditaba en su corazón (cf. Lc Lc 2,19). Que vosotros atesoréis la Palabra de Dios siempre y la meditéis cada día en vuestro corazón, para que vuestra vida entera se convierta en una proclamación de Cristo, la Palabra hecha carne (cf. Jn Jn 1,14).

4. La proclamación de la Palabra de Dios alcanza su culmen en la celebración de la Eucaristía: Ciertamente todos vuestros esfuerzos personales y todas las actividades de la comunidad del seminario, están ligados al Sacrificio Eucarístico y dirigidos hacia él: "Y es que en la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo" (Presbyterorum ordinis PO 5), Por tanto os exhorto vivamente a hacer de la Misa el centro real de vuestra vida cada día, y os recomiendo que dediquéis regularmente un tiempo a la plegaria ante el Santísimo Sacramento adorando a nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

5. Igualmente la vida del seminario ha de caracterizarse por una atmósfera de recogimiento, que os permita a cada uno de vosotros adquirir hábitos duraderos de estudio y oración, y desarrollar interiormente las actitudes de abnegación, generosidad y obediencia alegre; actitudes que tan necesarias son en un sacerdote. Pues un sacerdote está llamado verdaderamente a revestir de Cristo su corazón y su mente (cf. Flp Ph 2,5), a imitar al Hijo que "aprendió por sus padecimientos la obediencia" (He 5,8), y a decir con Jesús: "no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" (Jn 5 Jn 30). Una sólida disciplina en el seminario, cuando se pone en práctica de un modo adecuado, crea esa atmósfera de recogimiento que os ayuda a prepararos para una vida de conversión continua y servicio generoso. De modo particular os ayudará, como ya dije en Filadelfia, "a ratificar día a día en vuestros corazones la obediencia que debéis a Cristo y a su Iglesia"

6. Hoy hace diez años que mi amado predecesor Pablo VI visitó el Colegio Norteamericano. En aquella ocasión habló del valor especial de la formación sacerdotal en Roma. "Vuestra estancia aquí en Roma", dijo, "no es accidental ni carece de importancia. No se trata de una pura coincidencia... Se trata de algo premeditado con vistas vuestra formación espiritual, vuestra preparición para el ministerio sacerdotal, para un servicio futuro a la Iglesia y a vuestros conciudadanos".

Si alguna vez os preguntáis por que los obispos americanos han construido y mantenido este Colegio en Roma, o por qué los fieles católicos de los Estados Unidos han prestado ayuda financiera y se han sacrificado ellos mismos a lo largo de más de un siglo para proporcionaros a vosotros y a otros muchos la oportunidad de prepararos pan el sacerdocio en Roma, la respuesta se halla en las palabras de Pedro en Cesárea de Filipo; está ligada al misterio de la misión de Pedro en la Iglesia universal. La universalidad y la rica diversidad de la Iglesia se aprecia aquí es Roma más claramente que en ningún otro lugar. Aquí la tradición apostólica de la Iglesia como una realidad viva y no solamente como una reliquia del pasado se convierte en algo consciente en vuestra visión de fe. Y aquí en Roma os encontráis con el Sucesor d Pedro, que se esfuerza por testimoniar la fidelidad a Cristo confirmando a todos sus hermanos en la fe.

7. Quisiera aprovechar esta ocasión también para dirigir un especial salud al cardenal Baum, que recientemente ha llegado a Roma para hacerse cargo de la gravosa tarea de dirigir la Sagrada Congregación para la Educación Católica. Entre sus diversas responsabilidades estará la de promover un auténtico resurgir de la vida de los seminarios en Roma y en todo el mundo. Ninguna otra responsabilidad suya es más importante que ésta. Esta misma convicción mía reflejan las siguientes palabras que escribí a los obispos de la Iglesia en mi Carta del Jueves Santo el año pasado: "La plena revitalización de la vida de los seminarios en toda la Iglesia será la mejor prueba de la efectiva renovación, hacia la cual el Concilio ha orientado a la Iglesia".

8. Queridos hermanos e hijos en Cristo, vosotros ocupáis un lugar especial en mis pensamientos y oraciones y os miro con confianza, pues veo vuestra juventud y vuestra sinceridad, vuestra fortaleza y vuestro deseo de servir. Veo vuestra alegría y vuestro amor a Cristo y a su pueblo. Todo esto me confiere la esperanza de que la auténtica renovación de la Iglesia, comenzada por el Concilio Vaticano II, será efectivamente llevada a su término. Sí, vuestras vidas constituyen una gran promesa para el futuro de la Iglesia, para el futuro de la evangelización del mundo con tal que vosotros permanezcáis fieles: fieles a la Palabra de Dios, fieles a la Eucaristía, fieles a la oración y el estudio, y fieles al Señor, que ha comenzado en vosotros la obra buena, y que la llevará a término (cf. Flp Ph 1,6).

Queridos hermanos e hijos: Alabemos juntos su nombre y proclamemos de palabra y con obras, hoy y siempre, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo.






B. Juan Pablo II Homilías 303