B. Juan Pablo II Homilías 319


VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA

MISA EN EL SANTUARIO DE LUJÁN



Buenos Aires, 11 de junio de 1982



Amadísimos hermanos y hermanas,

1. Ante la hermosa basílica de la “Pura y Limpia Concepción” de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del Señor.

A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones doloridos y sedientos de paz.

A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí maternalmente a cuantos se la acercan para implorar su protección, queremos suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.

Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.

2. La liturgia que estamos celebrando en este santo lugar, donde vienen en peregrinación los hijos e hijas de la Argentina, pone a la vista de todos la cruz de Cristo en el calvario: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena”.

Viniendo aquí como el peregrino de los momentos difíciles, quiero leer de nuevo, en unión con vosotros, el mensaje de estas palabras tan conocidas, que suenan de igual modo en las distintas partes de la tierra, y sin embargo diversamente. Son las mismas en los distintos momentos de la historia, pero asumen una elocuencia diversa.

320 Desde lo alto de la cruz, como cátedra suprema del sufrimiento y del amor, Jesús habla a su Madre y habla ad Discípulo; dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre”.

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

Este destino se explica con la cruz en el calvario.

3. De este destino eterno y más elevado del hombre, inscrito en la cruz de Cristo, da testimonio el autor de la Carta a los Efesios:
“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos”.

A este Cristo lo vemos al centro de la liturgia celebrada aquí en Luján; elevado sobre la cruz: rendido a una muerte ignominiosa.

En este Cristo estamos también nosotros, elevados a una altura a la que solamente por el poder de Dios puede ser elevado el hombre: es la “bendición espiritual”.

La elevación mediante la gracia la debemos a la elevación de Cristo en la cruz. Según los eternos designios del amor paterno, en el misterio de la redención uno se realiza por medio del otro y no de otra manera: solamente por medio del otro.

Se realiza pues eternamente, puesto que eternos son el amor del Padre y la donación del Hijo.

Se realiza también en el tiempo: la cruz en el calvario significa efectivamente un momento concreto de la historia de la humanidad.

4. Hemos sido elegidos en Cristo “antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante él”.

321 Esta elección significa el destino eterno en el amor.

Nos ha predestinado “a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo”. El Padre nos ha dado en su “Predilecto” la dignidad de hijos suyos adoptivos.

Tal es la eterna decisión de la voluntad de Dios. En esto se manifiesta la “gloria de su gracia”.

Y de todo esto nos habla la cruz. La cruz que la liturgia de hoy coloca en el centro de los pensamientos y de los corazones de todos los peregrinos, reunidos desde los distintos lugares de la Argentina en el santuario de Luján.

Hoy está con ellos el Obispo de Roma, como peregrino de los acontecimientos particulares que han impregnado de ansiedad tantos corazones.

5. Estoy pues con vosotros, queridos hermanos y hermanas, y junto con vosotros vuelvo a leer esta profunda verdad de la elevación del hombre en el amor eterno del Padre: verdad testimoniada por la cruz de Cristo.

“En él hemos sido herederos . . . a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria”.

Miremos hacia la cruz de Cristo con los ojos de la fe y descubramos en ella el misterio eterno del amor de Dios, de que nos habla el autor de la Carta a los Efesios. Tal es, según las palabras que acabamos de escuchar, “el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad”.

La voluntad de Dios es la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo a la dignidad de hijo de Dios.

Cuando miramos la cruz, vemos en ella la pasión del hombre: la agonía de Cristo.

La palabra de la revelación y la luz de la fe nos permiten descubrir mediante la pasión de Cristo la elevación del hombre. La plenitud de su dignidad.

322 6. De ahí que, cuando con esta mirada abrazamos la cruz de Cristo, asumen para nosotros una elocuencia aún mayor las palabras pronunciadas, desde lo alto de esa cruz, a Maria: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y a Juan: “He ahí a tu Madre”.

Estas palabras pertenecen como a un testamento de nuestro Redentor. Aquel que con su cruz ha realizado el designio eterno del amor de Dios, que nos restituye en la cruz la dignidad de hijos adoptivos de Dios, El mismo nos confía, en el momento culminante de su sacrificio, a su propia Madre como hijos. En efecto, creemos que la palabra “he ahí a tu hijo” se refiere no sólo al único discípulo que ha perseverado junto a la cruz de su Maestro, sino también a todos los hombres.

7. La tradición del santuario de Luján ha colocado estas palabras en el centro mismo de la liturgia, a cuya participación invita a todos los peregrinos. Es como si quisiera decir: aprended a mirar al misterio que constituye la gran perspectiva para los destinos del hombre sobre la tierra, y aun después de la muerte. Sabed ser también hijos e hijas de esta Madre, que Dios en su amor ha dado al propio hijo como Madre.

Aprended a mirar de esta manera, particularmente en los momentos difíciles y en las circunstancias de mayor responsabilidad; hacedlo así en este instante en que el Obispo de Roma quiere estar entre vosotros como peregrino, rezando a los pies de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina.

8. Meditando sobre el misterio de la elevación de cada hombre en Cristo: de cada hijo de esta nación, de cada hijo de la humanidad, repito con vosotros las palabras de Maria:
Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso,
“cuyo nombre es santo.

Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.

Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón.

Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia.

323 Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.

¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios!

¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios!

Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó llegar “al fondo del alma del gran pueblo argentino”, seguid creciendo en la fe y en el amor al hombre.

Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la nación argentina, que acogen como dirigidas a ellos las palabras pronunciadas desde la cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu Madre!

En el misterio de la redención, Cristo mismo nos confió a Ti, a todos y cada uno.

Al santuario de Luján hemos venido hoy en el espíritu de esa entrega. Y yo - Obispo de Roma - vengo también para pronunciar este acto de ofrecimiento a Ti de todos y cada uno.

De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al eterno reposo en el Señor. Te confío asimismo los que han perdido la salud y se hallan en los hospitales, para que en la prueba y el dolor sus ánimos se sientan confortados.

Te encomiendo todas las familias y la nación. Que todos sean partícipes de esta elevación del hombre en Cristo proclamada por la liturgia de hoy. Que vivan la plenitud de la fe, la esperanza y la caridad como hijos e hijas adoptivos del Padre Eterno en el Hijo de Dios.

Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en el respeto de la dignidad propia de cada nación.
Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.



VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA

MISA PARA LA NACIÓN ARGENTINA



324

Buenos Aires, 12 de junio de 1982



Queridos hermanos y hermanas,

1. En este lindo lugar del monumento a los españoles, en Buenos Aires, nos encontramos reunidos para tributar un homenaje de fe y veneración a Cristo en la Eucaristía; al amor que une, reconcilia y eleva la dignidad del hombre.

Es un lugar que no sólo está ligado al recuerdo del primer centenario de vuestra independencia o que constituye un centro importante en la vida cotidiana de los habitantes, adultos y chicos, de la ciudad capital de la nación.

Por encima de todo ello, esta plaza está unida a la memoria del XXXII Congreso Eucarístico Internacional del año 1934. Un acontecimiento que tanto significó para el resurgimiento de la vida católica en Argentina. Y que vio la presencia, como Legado a Latere, del entonces cardenal Eugenio Pacelli, luego Pío XII.

La gran cruz que tanto se recuerda, y que cubría con sus brazos este monumento, era un símbolo elocuente de la cruz de Cristo que se ha elevado sobre vuestra historia, en los momentos alegres y difíciles, como señal de redención y esperanza.

En este lugar nos disponemos a celebrar hoy la conmemoración del misterio del amor del Cuerpo y Sangre del Señor.

2. Pange lingua gloriosi
Corporis mysterium,
Sanguinisque pretiosi . . .

Ayer, en el santuario de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina, hemos meditado, siguiendo la palabra de la liturgia, sobre el misterio de la elevación del hombre en la cruz de Cristo.

325 Desde lo alto de la cruz llegan a cada uno de nosotros las palabras: “Mujer, he ahí a tu hijo” - “He ahí a tu Madre”; y hemos escuchado estas palabras en los corazones, como preparación a la solemnidad de hoy:
La solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

Una vez más miramos a la cruz: al cuerpo de Cristo que sufre con las contracciones de la muerte; y trasladamos nuestra mirada a la Madre: a esta Madre, que los hijos e hijas de la tierra argentina veneran en el santuario de Luján.

Ave verum Corpus natum
de Maria Virgine,
vere passum immolatum
in Cruce pro homine . . .

Hoy veneramos precisamente este Cuerpo: Cuerpo Divino del Hijo del hombre, del Hijo de María.

El Santísimo Sacramento de la Nueva Alianza. El mayor tesoro de la Iglesia. El tesoro de la fe de todo el Pueblo de Dios.

3. La solemnidad de este día nos invita a volver al cenáculo del Jueves Santo “¿Dónde está el lugar, en que pueda comer la Pascua con mis discípulos?”. Así preguntaron los discípulos de Jesús de Nazaret a un hombre que encontraron por el camino. Lo hicieron siguiendo las instrucciones del Maestro. Y también según las instrucciones “prepararon la Pascua”. Mientras comían, Jesús “tomó el pan y bendiciéndolo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, esto es mi cuerpo . . .”.

En aquel momento, al obrar según su orden, ¿aparecerían quizás en su memoria las palabras que Jesús pronunció un día cerca de Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá para siempre”?

326 Aquel día santo, en el Cenáculo, ¿se dieron quizá cuenta de que había llegado el tiempo del cumplimiento de aquella promesa hecha junto a Cafarnaúm, promesa que a tantos parecía muy difícil de aceptar?

Cristo dice: “Tomad, éste es mi cuerpo . . .”, dándoles a comer el Pan. Este Pan se convierte en su Cuerpo, Cuerpo que al día siguiente será entregado en el sacrificio de la cruz. Cuerpo martirizado que destilará Sangre.

Cristo en el cenáculo toma el cáliz, y después de haber dado gracias se lo da a beber diciendo: “Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos”.

Bajo la especie del vino los discípulos reciben la Sangre del Señor, y al mismo tiempo participan de la nueva y Eterna Alianza, que es estipulada con la Sangre del Cordero de Dios.

La fiesta del “Corpus Christi” - solemnidad de la Eucaristía - es, al mismo tiempo, la fiesta de la Nueva y Eterna Alianza, que Dios ha sellado con la humanidad en la Sangre de su Hijo.

4. Esta Alianza - Nueva y Eterna - fue anunciada e iniciada en la Alianza Antigua, de la que habla la lectura de hoy, tomada del libro del Éxodo.

Tal Alianza fue establecida mediante la sangre de los animales sacrificados con la que Moisés roció a los hijos de Israel. El pueblo, rociado con esa sangre, prometió fidelidad a la palabra del Señor, contenida en el libro de la Alianza: “Todo cuanto dice el Señor lo cumpliremos y obedeceremos”.

La Nueva y Eterna Alianza, cuyo Sacramento ha sido instituido en el cenáculo pascual, no se funda sobre la palabra escrita en el Libro.

El Verbo se hizo Carne. La Nueva Alianza se cumple por medio del Divino Cuerpo del Hijo del hombre. Se cumple por medio de la Sangre derramada en la cruz y durante la pasión. La Nueva Alianza se convierte en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. El Cuerpo entregado a la pasión y a la muerte, y la Sangre derramada, son el sacrificio expiatorio. En este sacrificio del Hijo Predilecto ha sido sellada la Alianza definitiva con Dios: Alianza nueva y eterna.

Hoy celebramos, de manera particular, los signos de esta Alianza: el Cuerpo y la Sangre del Señor.

5. Aquella Alianza realizada una sola vez en la cruz, instituida una sola vez como Sacramento en el cenáculo, permanece incólume.

327 Jesucristo - como proclama el autor de la Carta a los Hebreos - entró de una vez para siempre en el santuario . . . después de habernos conseguido una redención eterna.

Se puede decir también que Jesucristo entra incesantemente en este santuario en el que se decide el destino eterno del hombre en Dios, en el cual se completa su elevación definitiva a la dignidad de hijo adoptivo. En esto consiste realmente la “redención eterna”.

Mucho más que cualquier otro sacrificio; exclama a continuación el autor de la Carta a los Hebreos: “¡Cuanto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a Sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo!”.

El Cuerpo Divino lleva consigo la Nueva Alianza en la sangre de Cristo. Esta Sangre, brotando del Cuerpo crucificado en el Gólgota, lleva la muerte y al mismo tiempo da la Vida. ¡La muerte da la Vida! Esta vida tiene su origen, no en el cuerpo que muere, sino en el Espíritu inmortal: en el Espíritu Eterno.

El, que es Dios, de la misma sustancia del Padre y del Hijo, “da la vida” (como profesamos en el Credo desde la época del Concilio de Constantinopla). Con su influjo vivificador se hacen vivas las obras de las conciencias humanas: vivas ante el Dios viviente. De este modo, la sangre del Cordero de Dios derramada una vez en el Gólgota, se convierte en el Santuario eterno de los destinos divinos del hombre; la fuente de la Vida.

Por ello, El: Cristo (Cristo: su Cuerpo y Sangre divinos) es el Mediador de la Nueva Alianza, para que por la muerte (sufrida en el Gólgota) “reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna”.

6. He aquí el misterio del Cuerpo de Dios y de su Santísima Sangre. El misterio sobre el que he tenido la gracia de meditar junto a vosotros, queridos hijos e hijas de la nación argentina.

Ayer, en el santuario de la Madre de Dios en Luján, hemos meditado, siguiendo la palabra de la liturgia, sobre la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo: la elevación y la dignidad del hijo de la adopción divina.

Hoy, a través de la liturgia del Corpus Christi, encontramos el mismo misterio en el centro de la Nueva y Eterna Alianza. Este misterio es una realidad que permanece siempre y está siempre entre Dios Infinito y cada hombre, sin excepción alguna. Todos somos abrazados por El.

Y todos somos llamados e invitados a recibir el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre en el que está escrita toda la verdad y la realidad de la Nueva y Eterna Alianza.

La elevación del hombre en la cruz de Cristo está ratificada por la comida y bebida, que dan la medida de esta elevación. La Eucaristía nos habla cada vez que se realiza esta elevación en el signo sacramental de la Alianza con el hombre, cuyo precio ha pagado Jesucristo con su propio Cuerpo y Sangre.

328 Y en la pasión y en la muerte ha puesto el principio de la resurrección y de la vida.

7. ¡Queridos hijos e hijas de la tierra argentina! Medito con vosotros - como peregrino - estas verdades perennes de nuestra fe. Qué hermoso es que nuestro breve encuentro en esta ocasión tenga lugar en el marco de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

He deseado mucho tener este encuentro - independientemente de una normal visita pastoral a la Iglesia en Argentina en la que continúo pensando -; mucho lo he deseado, a la luz de los difíciles e importantes acontecimientos de las últimas semanas.

La verdad sobre el Cuerpo y la Sangre de Cristo - signo de la Nueva y Eterna Alianza - sea luz para todos aquellos hijos e hijas, tanto de Argentina como también de Gran Bretaña, que en el curso de las actividades bélicas han sufrido la muerte, derramado su propia sangre.

Que esta verdad vivificadora y unida a la certeza de la elevación del hombre en la cruz de Cristo, no cese jamás de servir de inspiración a todos los vivientes, hijos e hijas de esta tierra, que desean construir su presente y futuro con la mejor buena voluntad.

Que el Cuerpo y la Sangre de Cristo no cesen de ser el alimento de todos a lo largo de estos caminos, que os conduzcan por la patria terrena en un espíritu de amor y de servicio, para que la dignidad de la nación se base, siempre y en todas partes, en la dignidad de cada hombre como hijo de la adopción divina.

Con este deseo de amor y servicio, antes de terminar este encuentro de fe, no puedo menos de dirigir una palabra especial a los jóvenes argentinos.

Queridos amigos: Ustedes han estado constantemente en mi ánimo durante estos días. He apreciado de manera particular su acogida y actitud. He visto en sus ojos la ardiente imploración de paz que brota de su espíritu.

Únanse también a los jóvenes de Gran Bretaña, que en los pasados días han aplaudido y sido igualmente sensibles a toda invocación de paz y concordia. A este propósito, muy gustoso les transmito un encargo recibido. Ya que ellos mismos me pidieron, sobre todo en el encuentro de Cardiff, que hiciera llegar a ustedes un sentido deseo de paz.

No dejen que el odio marchite las energías generosas y la capacidad de entendimiento que todos llevan dentro. Hagan con sus manos unidas - junto con la juventud latinoamericana, que en Puebla confié de modo particular al cuidado de la Iglesia - una cadena de unión más fuerte que las cadenas de la guerra. Así serán jóvenes y preparadores de un futuro mejor; así serán cristianos.

Y que desde este lugar, donde con el himno del gran Congreso Eucarístico suplicasteis al Dios de los corazones que enseñara su amor a las naciones, se irradie también ahora, a cada corazón argentino y a toda la sociedad, el amor, el respeto a cada persona, la comprensión y la paz. Así sea.



VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SANTA TERESA DE JESÚS


329

Solemnidad de Todos los Santos

Ávila, 1 de noviembre de 1982



Venerables hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. “Oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de la sabiduría . . .

La amé más que la salud y la hermosura . . . Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable. Yo me gocé en todos estos bienes, porque es la sabiduría quien los trae”.

He venido hoy a Ávila para adorar la Sabiduría de Dios. Al final de este IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, que fue hija singularmente amada de la Sabiduría divina. Quiero adorar la Sabiduría de Dios, junto con el Pastor de esta diócesis, con todos los obispos de España, con las autoridades abulenses y de Alba de Tormes presididas por Sus Majestades y miembros del Gobierno, con tantos hijos e hijas de la Santa y con todo el Pueblo de Dios aquí congregado, en esta festividad de Todos los Santos.

Teresa de Jesús es arroyo que lleva a la fuente, es resplandor que conduce a la luz. Y su luz es Cristo, el “Maestro de la Sabiduría”, el “Libro vivo” en que aprendió las verdades; es esa “luz del cielo”, el Espíritu de la Sabiduría, que ella invocaba para que hablase en su nombre y guiase su pluma. Vamos a unir nuestra voz a su canto eterno de las misericordias divinas, para dar gracias a ese Dios que es “la misma Sabiduría”.

2. Y me alegra poder hacerlo en esta Ávila de Santa Teresa que la vio nacer y que conserva los recuerdos más entrañables de esta virgen de Castilla. Una ciudad célebre por sus murallas y torres, por sus iglesias y monasterios. Que con su complejo arquitectónico evoca plásticamente ese castillo interior y luminoso que es el alma del justo, en cuyo centro Dios tiene su morada. Una imagen de la ciudad de Dios con sus puertas y murallas, alumbrada por la luz del Cordero.

Todo en esta ciudad conserva el recuerdo de su hija predilecta. “La Santa”, lugar de su nacimiento y casa solariega; la parroquia donde fue bautizada; la catedral, con la imagen de la Virgen de la Caridad que aceptó su temprana consagración; la Encarnación, que acogió su vocación religiosa y donde llegó al culmen de su experiencia mística; San José, primer palomarcito teresiano, de donde salió Teresa, como “andariega de Dios”, a fundar por toda España.

Aquí también yo deseo estrechar todavía más mis vínculos de devoción hacia los Santos del Carmelo nacidos en estas tierras, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. En ellos no sólo admiro y venero a los maestros espirituales de mi vida interior, sino también a dos faros luminosos de la Iglesia en España, que han alumbrado con su doctrina espiritual los senderos de mi patria, Polonia, desde que al principio del siglo XVII llegaron a Cracovia los primeros hijos del Carmelo teresiano.

330 La circunstancia providencial de la clausura del IV centenario de la muerte de Santa Teresa me ha permitido realizar este viaje que deseaba desde hace tanto tiempo.

3. Quiero repetir en esta ocasión las palabras que escribí al principio de este ano centenario: “Santa Teresa de Jesús está viva, su voz resuena todavía hoy en la Iglesia”. Las celebraciones del año jubilar, aquí en España y en el mundo entero, han ratificado mis previsiones.

Teresa de Jesús, primera Doctora de la Iglesia universal, se ha hecho palabra viva acerca de Dios, ha invitado a la amistad con Cristo, ha abierto nuevas sendas de fidelidad y servicio a la Santa Madre Iglesia. Sé que ha llegado al corazón de los obispos y sacerdotes, para renovar en ellos deseos de sabiduría y de santidad, para ser “luz de su Iglesia”. Ha exhortado a los religiosos y religiosas a “seguir los consejos evangélicos con toda la perfección” para ser “siervos del amor”.

Ha iluminado la experiencia de los seglares cristianos con su doctrina acerca de la oración y de la caridad, camino universal de santidad; porque la oración, como la vida cristiana, no consiste “en pensar mucho, sino en amar mucho” y “todos son hábiles de su natural para amar”.

Su voz ha resonado más allá de la Iglesia católica, suscitando simpatías a nivel ecuménico, y trazando puentes de diálogo con los tesoros de espiritualidad de otras culturas religiosas. Me alegra sobre todo saber que la palabra de Santa Teresa ha sido acogida con entusiasmo por los jóvenes. Ellos se han apoderado de esa sugestiva consigna teresiana que yo quiero ofrecer como mensaje a la juventud de España: “En este tiempo son menester amigos fuertes de Dios”.

Por todo ello quiero expresar mi gratitud al Episcopado Español, que ha promovido este acontecimiento eclesial de renovación. Agradezco también el esfuerzo de la junta nacional del centenario y el de las delegaciones diocesanas. A todos los que han colaborado en la realización de los objetivos del centenario, la gratitud del Papa, que es el agradecimiento en nombre de la Iglesia.

4. Las palabras del Salmo responsorial traen a la memoria la gran empresa fundacional de Santa Teresa: “Bienaventurados los que moran en tu casa y continuamente te alaban . . . Porque más que mil vale un día en tus atrios . . . Y da Yahvé la gracia y la gloria y no niega los bienes . . . Bienaventurado el hombre que en ti confía”.

Aquí en Ávila se cumplió, con la fundación del monasterio de San José, al que siguieron las otras 16 fundaciones suyas, un designio de Dios para la vida de la Iglesia. Teresa de Jesús fue el instrumento providencial, la depositaria de un nuevo carisma de vida contemplativa que tantos frutos tenia que dar.

Cada monasterio de carmelitas descalzas tiene que ser “rinconcito de Dios”, “morada” de su gloria y “paraíso de su deleite”. Ha de ser un oasis de vida contemplativa, “un palomarcito de la Virgen Nuestra Señora”. Donde se viva en plenitud el misterio de la Iglesia que es Esposa de Cristo; con ese tono de austeridad y de alegría característico de la herencia teresiana. Y donde el servicio apostólico en favor del Cuerpo místico, según los deseos y consignas de la Madre Fundadora, pueda siempre expresarse en una experiencia de inmolación y de unidad: “Todas juntas se ofrecen en sacrificio por Dios”. En fidelidad a las exigencias de la vida contemplativa que he recordado recientemente en mi Carta a las carmelitas descalzas, serán siempre el honor de la Esposa de Cristo; en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares donde están presentes como santuarios de oración.

Y lo mismo vale para los hijos de Santa Teresa, los carmelitas descalzos, herederos de su espíritu contemplativo y apostólico, depositarios de las ansias misioneras de la Madre Fundadora. Que las celebraciones del centenario infundan también en vosotros propósitos de fidelidad en el camino de la oración y de fecundo apostolado en la Iglesia. Para mantener siempre vivo el mensaje de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz.

5. Las palabras de San Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura de esta Eucaristía, nos llevan hasta ese profundo hontanar de la oración cristiana, de donde brota la experiencia de Dios y el mensaje eclesial de Santa Teresa. Hemos recibido “el espíritu de adopción, por el que clamamos ¡Abbá! (Padre) . . . Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados”.

331 La doctrina de Teresa de Jesús está en perfecta sintonía con esa teología de la oración que presenta San Pablo, el Apóstol con el que ella se identificaba tan profundamente. Siguiendo al Maestro de la oración, en plena consonancia con los Padres de la Iglesia, ha querido enseñar los secretos de la plegaria comentando la oración del Padre nuestro.

En la primera palabra, ¡Padre!, la Santa descubre la plenitud que nos confía Jesucristo, maestro y modelo de la oración. En la oración filial del cristiano se encuentra la posibilidad de entablar un diálogo con la Trinidad que mora en el alma de quien vive en gracia, como tantas veces experimentó la Santa: “Entre tal hijo y tal Padre - escribe -, forzado ha de estar el Espíritu Santo que enamore vuestra voluntad y os la ate tan grandísimo amor . . .”. Esta es la dignidad filial de los cristianos: poder invocar a Dios como Padre, dejarse guiar por el Espíritu, para ser en plenitud hijos de Dios.

6. Por medio de la oración Teresa ha buscado y encontrado a Cristo. Lo ha buscado en las palabras del Evangelio que va desde su juventud “hacían fuerza en su corazón”; lo ha encontrado “trayéndolo presente dentro de sí”; ha aprendido a mirarlo con amor en las imágenes del Señor de las que era tan devota; con esta Biblia de los pobres —las imágenes— y esta Biblia del corazón —la meditación de la palabra— ha podido revivir interiormente las escenas del Evangelio y acercarse al Señor con inmensa confianza.

¡Cuántas veces ha meditado Santa Teresa aquellas escenas del Evangelio que narran las palabras de Jesús a algunas mujeres! ¡Qué gozosa libertad interior le ha procurado, en tiempos de acentuado antifeminismo, esta actitud condescendiente del Maestro con la Magdalena, con Marta y María de Betania, con la Cananea y la Samaritana, esas figuras femeninas que tantas veces recuerda la Santa en sus escritos! No cabe duda que Teresa ha podido defender la dignidad de la mujer y sus posibilidades de un servicio apropiado en la Iglesia desde esta perspectiva evangélica: “No aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad...”.

La escena de Jesús con la Samaritana junto al pozo de Sicar que hemos recordado en el Evangelio, es significativa. El Señor promete a la Samaritana el agua viva: “Quien bebe de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere, no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”.

Entre las mujeres santas de la historia de la Iglesia, Teresa de Jesús es sin duda la que ha respondido a Cristo con el mayor fervor del corazón: ¡Dame de esta agua! Ella misma nos lo confirma cuando recuerda sus primeros encuentros con el Cristo del Evangelio: “¡Oh, qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana!, y así soy muy aficionada a aquel Evangelio”. Teresa de Jesús, como una nueva Samaritana, invita ahora a todos a acercarse a Cristo, que es manantial de aguas vivas.

Cristo Jesús, el Redentor del hombre, fue el modelo de Teresa. En El encontró la Santa la majestad de su divinidad y la condescendencia de su humanidad: “Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos, traerle humano”; “veía que aunque era Dios, que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres”. ¡Qué horizontes de familiaridad con Dios nos descubre Teresa en la humanidad de Cristo! ¡Con qué precisión afirma la fe de la Iglesia en Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre! ¡Cómo lo experimenta cercano, “companero nuestro en el Santísimo Sacramento”!

Desde el misterio de la Humanidad sacratísima que es puerta, camino y luz, ha llegado hasta el misterio de la Santísima Trinidad, fuente y meta de la vida del hombre, “espejo adonde nuestra imagen está esculpida”. Y desde la altura del misterio de Dios ha comprendido el valor del hombre, su dignidad, su vocación de infinito.

7. Acercarse al misterio de Dios, a Jesús, “traer a Jesucristo presente” constituye toda su oración.

Esta consiste en un encuentro personal con aquel que es el único camino para conducirnos al Padre. Teresa reaccionó contra los libros que proponían la contemplación como un vago engolfarse en la divinidad o como un “no pensar nada” viendo en ello un peligro de replegarse sobre uno mismo, de apartarse de Jesús del cual nos “vienen todos los bienes”. De aquí su grito: “Apartarse de Cristo . . . no lo puedo sufrir”. Este grito vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a Cristo, el camino, la verdad y la vida.
Bien es verdad que el Cristo de la oración teresiana va más allá de toda imaginación corpórea y de toda representación figurativa; es Cristo resucitado, vivo y presente, que sobrepasa los límites de espacio y lugar, siendo a la vez Dios y hombre. Pero a la vez es Jesucristo, Hijo de la Virgen que nos acompaña y nos ayuda.

332 Cristo cruza el camino de la oración teresiana de extremo a extremo, desde los primeros pasos hasta la cima de la comunión perfecta con Dios. Cristo es la puerta por la que el alma accede al estado místico. Cristo la introduce en el misterio trinitario. Su presencia en el desenvolvimiento de este “trato amistoso” que es la oración es obligado y necesario: El lo actúa y genera. Y El es también objeto del mismo. Es el “libro vivo”, Palabra del Padre. El hombre aprende a quedarse en profundo silencio, cuando Cristo le enseña interiormente “sin ruido de palabras”; se vacía dentro de sí “mirando al Crucificado”. La contemplación teresiana no es búsqueda de escondidas virtualidades subjetivas por medio de técnicas depuradas de purificación interior, sino abrirse en humildad a Cristo y a su Cuerpo místico, que es la Iglesia.

8. En mi ministerio pastoral he afirmado con insistencia los valores religiosos del hombre, con quien Cristo mismo se ha identificado; ese hombre que es el camino de la Iglesia, y por lo tanto determina su solicitud y su amor, para que todo hombre alcance la plenitud de su vocación.

Santa Teresa de Jesús tiene una enseñanza muy explícita sobre el inmenso valor del hombre: “¡Oh Jesús mío! —exclama en una hermosa oración—, cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de los hombres, que el mejor servicio que se os puede hacer es dejaros a Vos por su amor y ganancia y entonces sois poseído más enteramente... Quien no amare al prójimo, no os ama, Señor mío; pues con tanta sangre vemos mostrado el amor tan grande que tenéis a los hijos de Adán”. Amor de Dios y amor del prójimo, unidos indisolublemente; son la raíz sobrenatural de la caridad, que es el amor de Dios, y con la manifestación concreta del amor del prójimo, esa “más cierta señal” de que amamos a Dios.

9. El eje de la vida de Teresa como proyección de su amor por Cristo y su deseo de la salvación de los hombres fue la Iglesia. Teresa de Jesús “sintió la Iglesia”, vivió “la pasión por la Iglesia” como miembro del Cuerpo místico.

Los tristes acontecimientos de la Iglesia de su tiempo, fueron como heridas progresivas que suscitaron oleadas de fidelidad y de servicio. Sintió profundamente la división de los cristianos como un desgarro de su propio corazón. Respondió eficazmente con un movimiento de renovación para mantener resplandeciente el rostro de la Iglesia santa. Se fueron ensanchando los horizontes de su amor y de su oración a medida que tomaba conciencia de la expansión misionera de la Iglesia católica; con la mirada y el corazón fijos en Roma, el centro de la catolicidad, con un afecto filial hacia “el Padre Santo”, como ella llama al Papa, que le llevó incluso a mantener una correspondencia epistolar con mi predecesor el Papa Pío V. Nos emociona leer esa confesión de fe con la que rubrica el libro de las Moradas: “En todo me sujeto a lo que tiene la Santa Iglesia Católica Romana, que en esto vivo y protesto y prometo vivir y morir”.

En Ávila se encendió aquella hoguera de amor eclesial que iluminaba y enfervorizaba a teólogos y misioneros. Aquí empezó aquel servicio original de Teresa en la Iglesia de su tiempo; en un momento tenso de reformas y contrarreformas optó por el camino radical del seguimiento de Cristo, por la edificación de la Iglesia con piedras vivas de santidad; levantó la bandera de los ideales cristianos para animar a los capitanes de la Iglesia. Y en Alba de Tormes, al final de una intensa jornada de caminos fundacionales, Teresa de Jesús, la cristiana verdadera y la esposa que deseaba ver pronto al Esposo, exclama: “Gracias... Dios mío..., porque me hiciste hija de tu Santa Iglesia católica”. O como recuerda otro testigo: “Bendito sea Dios..., que soy hija de la Iglesia”.

¡Soy hija de la Iglesia! He aquí el título de honor y de compromiso que la Santa nos ha legado para amar a la Iglesia, para servirla con generosidad.

10. Queridos hermanos y hermanas: Hemos recordado la figura luminosa y siempre actual de Teresa de Jesús, la hija singularmente amada de la divina Sabiduría, la andariega de Dios, la Reformadora del Carmelo, gloria de España y luz de la Santa Iglesia, honor de las mujeres cristianas, presencia distinguida en la cultura universal.

Ella quiere seguir caminando con la Iglesia hasta el final de los tiempos. Ella que en el lecho de muerte decía: “Es hora de caminar”. Su figura animosa de mujer en camino, nos sugiere la imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, que camina en el tiempo ya en el alba del tercer milenio de su historia.

Teresa de Jesús que supo de las dificultades de los caminos, nos invita a caminar llevando a Dios en el corazón. Para orientar nuestra ruta y fortalecer nuestra esperanza nos lanza esa consigna, que fue el secreto de su vida y de su misión: “Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien”, para abrirle de par en par las puertas del corazón de todos los hombres. Y así el Cristo luminoso de Teresa de Jesús será, en su Iglesia, “Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia”.

¡Los ojos en Cristo! Para que en el camino de la Iglesia, como en los caminos de Teresa que partieron de esta ciudad de Ávila, Cristo sea “camino, verdad y vida”. Así sea.



B. Juan Pablo II Homilías 319