B. Juan Pablo II Homilías 332


VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA PARA LOS DIFUNTOS EN EL CEMENTERIO DE LA "ALMUDENA"


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Madrid, 2 de noviembre de 1982



Nos disponemos a celebrar la Eucaristía en este lugar sagrado, en el que están sepultados los restos mortales de vuestros difuntos, queridos hermanos y hermanas de Madrid. Aquí reposan personas que han tenido un significado determinante en vuestra existencia. Muchos de vosotros tenéis quizás aquí parientes muy cercanos, acaso los mismos padres de los que habéis recibido la vida. Ellos vuelven en este momento a la memoria de cada uno, emergiendo del pasado, como con el deseo de reanudar un diálogo que la muerte interrumpió bruscamente. Así, en este cementerio de la “Almudena” —como sucede hoy, día de los Difuntos, en los otros cementerios cristianos de cualquier parte del mundo— se forma una admirable asamblea, en la que los vivos encuentran a sus difuntos, y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido romper.

Comunión real, no ilusoria. Garantizada por Cristo, el cual ha querido vivir en su carne la experiencia de nuestra muerte, para triunfar sobre ella, incluso con ventaja para nosotros, con el acontecimiento prodigioso de la resurrección. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado”. El anuncio de los Ángeles, proclamado en aquella mañana de Pascua junto al sepulcro vacío, ha llegado a través de los siglos hasta nosotros. Ese anuncio nos propone, también en esta asamblea litúrgica, el motivo esencial de nuestra esperanza. En efecto, “si hemos muerto con Cristo —nos recuerda San Pablo, aludiendo a lo que ha tenido lugar en el bautismo— creemos que también viviremos con El”.

Corroborados en esta certeza, elevamos al cielo —aun entre las tumbas de un cementerio— el canto gozoso del Aleluya, que es el canto de la victoria. Nuestros difuntos “viven con Cristo”, después de haber sido sepultados con El en la muerte. Para ellos el tiempo de la prueba ha terminado, dejando el puesto al tiempo de la recompensa. Por esto —a pesar de la sombra de tristeza provocada por la nostalgia de su presencia visible— nos alegramos al saber que han llegado ya a la serenidad de la “patria”.

Sin embargo, como también ellos han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber —que es a la vez una necesidad del corazón— de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado. Con esta intención vamos a celebrar ahora la Eucaristía por todos los difuntos que reposan en este cementerio, incluyendo también en nuestro sufragio a los difuntos de los cementerios de Madrid y de España entera, así como los de todas las naciones del mundo.



VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA PARA LAS FAMILIAS


Madrid, 2 de noviembre de 1982



Queridos hermanos y hermanas,
esposos y padres:

1. Permitidme que, siguiendo la Palabra de Dios proclamada en la liturgia de hoy, os recuerde el momento en que, mediante el sacramento de la Iglesia, os habéis convertido en esposos ante Dios y ante los hombres. En momento tan importante, la Iglesia sobre todo invitó e invocó solemnemente al Espíritu Santo para que esté con vosotros, conforme a la promesa que los Apóstoles recibieron de Cristo: “El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho”.

El trae consigo el amor y la paz, y por esto dice Cristo: “La paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo, os la doy yo”.

El, el Espíritu Santo, es el Espíritu de fortaleza y por esto mismo dice Cristo: “No se turbe vuestro corazón ni se atemorice”.

334 Así, pues, al mismo tiempo que por la oración al Espíritu Santo os habéis convertido en cónyuges en virtud del sacramento de la Iglesia —y en este sacramento permaneceréis durante los días, las semanas y los años de vuestra vida—, en este sacramento, en cuanto cónyuges, os convertís en padres y formáis la comunidad fundamental, humana y cristiana, compuesta por padres e hijos, comunidad de vida y de amor. Hoy me dirijo ante todo a vosotros, quiero orar con vosotros y también bendeciros, renovando la gracia en la que participáis mediante el sacramento del matrimonio.

2. Antes de dejar visiblemente este mundo, Cristo nos prometió y nos hizo don de su Espíritu, para que no olvidásemos sus palabras. Hemos sido confiados al Espíritu, para que las palabras del Señor acerca del matrimonio quedasen para siempre en el corazón de todo hombre y de toda mujer unidos en matrimonio.

Hoy más que nunca es necesaria esta presencia del Espíritu: una presencia que siga corroborando entre vosotros el tradicional sentido de familia y que os haga experimentar dichosamente, en lo más profundo de vuestro ser, un impulso constante a orientar el matrimonio y la misma vida de familia según las palabras y el don de Cristo.

Hoy más que nunca se hace también necesario este impulso interior del Espíritu. Para que con él, vosotros, los esposos cristianos, aun viviendo en ambientes donde las normas de vida cristiana no sean tenidas en la justa consideración o puedan no hallar el debido eco en la vida social o en los medios de comunicación más accesibles al hogar, seáis capaces de realizar el proyecto cristiano de la vida familiar. Resistiendo y superando con el dinamismo de vuestra fe cualquier presión contraria que pueda presentarse. Sabiendo discernir entre el bien y el mal: no faltando a la obediencia debida a los preceptos del Señor, continuamente recordados por el Espíritu a través del Magisterio de la Iglesia.

Hablando del matrimonio, Jesús nuestro Señor hizo referencia “al principio”, es decir, al proyecto original de Dios, a la verdad del matrimonio.

Según este proyecto, el matrimonio es una comunión de amor indisoluble. “Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad”. Por ello cualquier ataque a la indisolubilidad conyugal, a la par que es contrario al proyecto original de Dios, va también contra la dignidad y la verdad del amor conyugal. Se comprende, pues, que el Señor, proclamando una norma válida para todos, enseñe que no le es lícito al hombre separar lo que Dios ha unido.

Confiados como estáis al Espíritu, que os recuerda continuamente todo lo que Cristo nos dejó dicho, vosotros, esposos cristianos, estáis llamados a dar testimonio de estas palabras del Señor: “No separe el hombre lo que Dios ha unido”.

Estáis llamados a vivir ante los demás la plenitud interior de vuestra unión fiel y perseverante, aun en presencia de normas legales que puedan ir en otra dirección. Así contribuiréis al bien de la institución familiar; y daréis prueba —contra lo que alguno pueda pensar— de que el hombre y la mujer tienen la capacidad de donarse para siempre; sin que el verdadero concepto de libertad impida una donación voluntaria y perenne. Por esto mismo os repito lo que ya dije en la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”: “Testimoniar el valor inestimable de la indisolubilidad y de la fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo”.

Además, según el plan de Dios, el matrimonio es una comunidad de amor indisoluble ordenado a la vida como continuación y complemento de los mismos cónyuges. Existe una relación inquebrantable entre el amor conyugal y la transmisión de la vida, en virtud de la cual, como enseñó Pablo VI, “todo acto conyugal debe permanecer abierto a la transmisión de la vida”. Por el contrario, —como escribí en la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”— “al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal”.

Pero hay otro aspecto, aún más grave y fundamental, que se refiere al amor conyugal como fuente de la vida: hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad.

¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas? ¡Queridos esposos! Cristo os ha confiado a su Espíritu para que no olvidéis sus palabras. En este sentido sus palabras son muy serias: “¡Ay de aquel que escandaliza a uno de estos pequeñuelos! ... sus ángeles en el cielo contemplan siempre el rostro del Padre”. El quiso ser reconocido, por primera vez, por un niño que vivía aún en el vientre de su madre, un niño que se alegró y saltó de gozo ante su presencia.

335 3. Pero vuestro servicio a la vida no se limita a su transmisión física. Vosotros sois los primeros educadores de vuestros hijos. Como enseñó el Concilio Vaticano II, “los padres, puesto que han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, ellos son los primeros y obligados educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse”.

Tratándose de un deber fundado sobre la vocación primordial de los cónyuges a cooperar con la obra creadora de Dios, le compete el correspondiente derecho de educar a los propios hijos.

Dado su origen, es un deber-derecho primario en comparación con la incumbencia educativa de otros; insustituible e inalienable, esto es, que no puede delegarse totalmente en otros ni otros pueden usurparlo.

No hay lugar a dudas de que, en el ámbito de la educación, a la autoridad pública le competen derechos y deberes, en cuanto debe servir al bien común. Ella, sin embargo, no puede sustituirse a los padres, ya que su cometido es el de ayudarles, para que puedan cumplir su deber-derecho de educar a los propios hijos de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas.

La autoridad pública tiene en este campo un papel subsidiario y no abdica sus derechos cuando se considera al servicio de los padres; al contrario, ésta es precisamente su grandeza: defender y promover el libre ejercicio de los derechos educativos. Por esto vuestra Constitución establece que “los poderes públicos garantizan el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que está en conformidad con sus propias convicciones”.

Concretamente, el derecho de los padres a la educación religiosa de sus hijos debe ser particularmente garantizado. En efecto, por una parte, la educación religiosa es el cumplimiento y el fundamento de toda educación que tiene por objeto —como dice también vuestra Constitución— “el pleno des arrollo de la personalidad humana”. Por otra parte, el derecho a la libertad religiosa quedaría desvirtuado en gran medida, si los padres no tuviesen la garantía de que sus hijos, sea cual fuere la escuela que frecuentan, incluso la escuela pública, reciben la enseñanza y la educación religiosa.

4. Queridos hermanos y hermanas, queridos esposos y padres: He recordado algunos puntos esenciales del proyecto de Dios sobre el matrimonio, con el fin de facilitaros el que escuchéis en vuestro corazón las palabras dirigidas a vosotros por Cristo y que el Espíritu os recuerda continuamente.

“La ley de Dios es perfecta, corrobora los ánimos . . . hace sabio al sencillo. Los preceptos del Señor son justos”. La ley del Señor que debe gobernar vuestra vida conyugal y familiar, es el único camino de la vida y de la paz. Es la escuela de la verdadera sabiduría: “El que la observa obtendrá grandes frutos”. No obstante, no basta reconocer como justa la ley sobre la que se constituye el matrimonio y la familia. ¿Quién no ve descrita la propia experiencia cristiana cuando oye decir a San Pablo: “Me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior; pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente”?

Es necesaria una constante conversión del corazón, una constante apertura del espíritu humano, para que toda la vida se identifique con el bien custodiado por la autoridad de la ley. Por esto, en la liturgia de hoy, hemos escuchado de labios del Profeta Ezequiel estas palabras: “Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos”.

El Espíritu escribe en vuestros corazones la ley de Dios sobre el matrimonio. No está escrita solamente fuera: en la Sagrada Escritura, en los documentos de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia. Está escrita también dentro de vosotros. Es ésta la Nueva y Eterna Alianza, de la que habla el Profeta, que sustituye a la Antigua y devuelve a su primitivo esplendor a la Alianza original con la Sabiduría creadora, inscrita en la humanidad de todo hombre y de toda mujer. Es la Alianza en el Espíritu, de la que dice Santo Tomás que la Ley Nueva es la misma gracia del Espíritu Santo.

La vida de los cónyuges, la vocación de los padres exige una perseverante y permanente cooperación con la gracia del Espíritu que os ha sido donada mediante el sacramento del matrimonio; para que esta gracia pueda fructificar en el corazón y en las obras; para que puedan dar frutos sin cesar y no marchitarse a causa de nuestra pusilanimidad, infidelidad o indiferencia.

336 En la Iglesia de España son numerosos los Movimientos de espiritualidad familiar. Su cometido es precisamente el de ayudar a sus miembros a ser fieles a la gracia del sacramento del matrimonio; para realizar su comunidad conyugal y familiar según el proyecto de Dios, custodiado por su ley, escrita por el Espíritu en los corazones de los esposos. Esta propia finalidad ha de conjugarse en todo momento con la tarea más amplia de colaborar a hacer real y operante la comunión eclesial; en este sentido se hace necesario que toda actividad de apostolado sepa asimilar y poner en práctica los criterios pastorales emanados de la Iglesia, y a los que todo agente de la pastoral debe ser fiel.

5. Cuando los esposos caminan en la verdad del proyecto de Dios sobre su matrimonio, se obtiene la unidad de espíritus, de comunión en la caridad, de que habla San Pablo a los cristianos de Filipo.

Hago ahora mías las palabras del Apóstol: “No hagáis nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino que cada uno de vosotros, con toda humildad, considere a los demás superiores a sí mismo. Que no busque cada uno solamente su interés, sino también el de los demás”.

Sí, el marido no busque únicamente sus intereses, sino también los de su mujer, y ésta los de su marido; los padres busquen los intereses de sus hijos, y éstos a su vez busquen los intereses de sus padres. La familia es la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es y no por lo que tiene. La norma fundamental de la comunidad conyugal no es la de la propia utilidad y del propio placer. El otro no es querido por la utilidad o placer que puede procurar: es querido en sí mismo y por sí mismo. La norma fundamental es pues la norma personalística; toda persona (la persona del marido, de la mujer, de los hijos, de los padres) es afirmada en su dignidad en cuanto tal, es querida por sí misma.

El respeto de esta norma fundamental explica, como enseña el mismo Apóstol, que no se haga nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino con humildad, por amor. Y este amor, que se abre a los demás, hace que los miembros de la familia sean auténticos servidores de la Iglesia “doméstica”, donde todos desean el bien y la felicidad a cada uno; donde todos y cada uno dan vida a ese amor con la premurosa búsqueda de tal bien y tal felicidad.

6. Comprendéis por qué la Iglesia ve ante sí, como un campo a cultivar con todo el empeño posible, la institución del matrimonio y de la familia. ¡Cuán grande es la verdad de la vocación y de la vida matrimonial y familiar, según las palabras de Cristo y según el modelo de la Sagrada Familia! Que sepamos ser fieles a esta palabra y a este modelo. Se expresa contemporáneamente el verdadero amor a Cristo, el amor de que El nos habla en el Evangelio de hoy: “Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada . . . la palabra que oís no es mía, sino del Padre que me ha enviado”.

Este amor a Dios desde la familia debe ir más allá de la muerte. Hoy, día de los Difuntos, recordamos a los miembros de nuestras familias que nos han dejado: padres, esposos, hijos, hermanos ... Que ellos alienten hacia el Padre a los huérfanos, a las viudas y a cuantos lloran la ausencia de seres queridos de su familia.

Queridos hermanos y hermanas, maridos y mujeres, padres y madres, familias de la noble España, de la nación y de la Iglesia. Conservad en vuestra vida las enseñanzas del Padre que os ha proclamado el Hijo; las enseñanzas que el Hijo ha confirmado con su cruz y con su resurrección.

Conservad estas enseñanzas sagradas con la fuerza del Espíritu Santo que os ha sido dado en el sacramento del matrimonio.

El Padre que ha venido a vosotros en el Espíritu, habite en vuestras familias mediante este sacramento, junto con Cristo su Eterno Hijo. Mediante estas familias españolas, siga desarrollándose la gran causa divina de la salvación del hombre sobre la tierra. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LOS JÓVENES


Madrid, 3 de noviembre de 1982



337 Queridos jóvenes,

1. Es éste uno de los encuentros que más esperaba en mi visita a España. Y que me permite tener un contacto directo con la juventud española, en el marco del estadio Santiago Bernabéu, testigo de tantos acontecimientos deportivos.

En todas mis visitas pastorales, en las diversas partes del mundo, he querido siempre reunirme con los jóvenes. Lo hago por la gran estima que nutro hacia vosotros y porque sois la esperanza de la Iglesia, no menos que de la sociedad. Ellas, en efecto, dentro de no muchos años descansarán en gran parte sobre vosotros. Sobre vosotros y tantos miles de compañeros vuestros que están unidos a vosotros en este momento. Desde todos los lugares de España de los que venís.

Sé que muchos de ellos - la noticia me llegó a Roma antes de mi salida - querían estar también aquí esta tarde. Y que ante la dificultad de encontrar puesto para todos, os mandaron como sus representantes.

Sé también que tantos de ellos os encargaron expresamente que trajeseis su saludo al Papa y le dijerais que están con nosotros en la oración, ante la radio y la televisión, porque tienen sed de verdad, de ideales grandes, de Cristo.

Queridos jóvenes: esto me emocionó; os lo digo como una confidencia que se hace al amigo. Los jóvenes sois capaces de ganar el corazón con tantos de vuestros gestos, con vuestra generosidad y espontaneidad.

Era vuestra primera respuesta, antes de vernos, a un interrogante mío.

En efecto, alguna vez me había preguntado: los jóvenes españoles, ¿serán capaces de mirar con valentía y constancia hacia el bien; ofrecerán un ejemplo de madurez en el uso de su libertad, o se replegarán desencantados sobre sí mismos? La juventud de un país rico de fe, de inteligencia, de heroísmo, de arte, de valores humanos, de grandes empresas humanas y religiosas, ¿querrá vivir el presente abierta a la esperanza cristiana y con responsable visión de futuro?

La respuesta me la dieron las noticias que me llegaban de vosotros. Me la ha dado, sobre todo, lo que he visto en tantos de vosotros en estos días y vuestra presencia y actitud esta tarde.

Quiero decíroslo: no me habéis desilusionado, sigo creyendo en los jóvenes, en vosotros. Y creo, no para halagaros, sino porque cuento con vosotros para difundir un sistema nuevo de vida. Ese que nace de Jesús, hijo de Dios y de María, cuyo mensaje os traigo.

2. Hace unos momentos se nos invitaba a reflexionar sobre el texto de las bienaventuranzas. En la base de ellas se halla una pregunta que vosotros os ponéis con inquietud: ¿por qué existe el mal en el mundo?

338 Las palabras de Cristo hablan de persecución, de llanto, de falta de paz y de injusticia, de mentira y de insultos. E indirectamente hablan del sufrimiento del hombre en su vida temporal.

Pero no se detienen ahí. Indican también un programa para superar el mal con el bien.

Efectivamente, los que lloran, serán consolados; los que; sienten la ausencia de la justicia y tienen hambre y sed de ella, serán saciados; los operadores de paz, serán llamados hijos de Dios; los misericordiosos, alcanzarán misericordia; los perseguidos por causa de la justicia, poseerán el reino de los cielos.

¿Es ésta; solamente una promesa de futuro? Las certezas admirables que Jesús da a sus discípulos ¿se refieren sólo a la vida eterna, a un reino de los cielos situado más allá de la muerte?

Sabemos bien, queridos jóvenes, que ese “reino de los cielos” es el “reino de Dios”, y que “está cerca”. Porque ha sido inaugurado con la muerte y resurrección de Cristo. Sí, está cerca, porque en buena parte depende de nosotros, cristianos y “discípulos” de Jesús.

Somos nosotros, bautizados y confirmados en Cristo, los llamados a acercar ese reino, a hacerlo visible y actual en este mundo, como preparación a su establecimiento definitivo.

Y esto se logra con nuestro empeño personal, con nuestro esfuerzo y conducta concorde con los preceptos del Señor, con nuestra fidelidad a su persona, con nuestra imitación de su ejemplo, con nuestra dignidad moral.

Así, el cristiano vence el mal; y vosotros, jóvenes españoles, vencéis el mal con el bien cada vez que, por amor y a ejemplo de Cristo, os libráis de la esclavitud de quienes miran a tener más y no a ser más.

Cuando sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder; cuando sois limpios de corazón entre quien juzga sólo en términos de sexo, de apariencia o hipocresía; cuando construís la paz, en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una nación por la otra; cuando con la misericordia generosa no buscáis la venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando en medio del dolor y las dificultades, no perdéis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al hombre hermano. Entonces os convertís en transformadores eficaces y radicales del mundo y en constructores de la nueva civilización del amor, de la verdad, de la justicia, que Cristo trae como mensaje.

3. De esta forma, el hombre —y sobre todo el joven— que se acerca a la lectura de la palabra de Cristo con la pregunta de “por qué existe el mal en el mundo”, cuando acepta la verdad de las bienaventuranzas, termina poniéndose otra pregunta: ¿qué hacer para vencer el mal con el bien?

Más aún: acaba ya con una respuesta a esa pregunta, que es fundamental en la existencia humana.

339 Y bien podemos decir que quien halla esta respuesta y sabe orientar coherentemente su conducta ha logrado hacer penetrar el Evangelio en su vida. Entonces es verdaderamente cristiano.

Con los criterios sólidos que saca de su convicción cristiana, el joven sabe reaccionar debidamente ante un mundo de apariencias, de injusticia y materialismo que le rodea.

Ante la manipulación de la que puede sentirse objeto mediante la droga, el sexo exasperado, la violencia, el joven cristiano no buscará métodos de acción que le lleven a la espiral del terrorismo; éste le hundiría en el mismo o mayor mal que critica y depreca. No caerá en la inseguridad y la desmoralización, ni se refugiará en vacíos paraísos de evasión o de indiferentismo. Ni la droga, ni el alcohol, ni el sexo, ni un resignado pasivismo acrítico —eso que vosotros llamáis “pasotismo”— son una respuesta frente al mal. La respuesta vuestra ha de venir desde una postura sanamente crítica; desde la lucha contra una masificación en el pensar y en el vivir que a veces se os trata de imponer; que se ofrece en tantas lecturas y medios de comunicación social.

¡Jóvenes! ¡Amigos! Habéis de ser vosotros mismos, sin dejaros manipular; teniendo criterios sólidos de conducta. En una palabra: con modelos de vida en los que se pueda confiar, en los que podáis reflejar toda vuestra generosa capacidad creativa, toda vuestra sed de sinceridad y mejora social, sed de valores permanentes dignos de elecciones sabias. Es el programa de lucha, para superar con el bien el mal. El programa de las bienaventuranzas que Cristo os propone.

4. Unamos ahora la reflexión sobre las bienaventuranzas con las palabras antes escuchadas de San Juan.

El Apóstol indica que quien ama a su hermano está en la luz, y el que le aborrece está en las tinieblas; él escribe a las dos generaciones: a los padres, que han conocido a Aquel que existe desde siempre; y a los hijos, a vosotros los jóvenes, a que sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno”.

¿Qué sentido tienen estas palabras? San Juan habla dos veces de victoria sobre el maligno; es decir, de la victoria sobre el instigador del mal en el mundo. Es idéntico tema al encontrado en las bienaventuranzas.

Ahora bien, sabemos que es Jesús quien nos da esa “victoria que vence el mundo” y el mal que hay en él, que lo caracteriza, porque “el mundo todo está bajo el maligno”.

Pero notemos bien las dos condiciones o dimensiones esenciales que el Evangelio pone para esa victoria: la primera es el amor; la segunda, el conocimiento de Dios como Padre.

El amor a Dios y al prójimo es el distintivo del cristiano; es el precepto “antiguo” y “nuevo” que caracteriza la revelación de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento. Es la “fuerza” que vigoriza nuestra capacidad humana de amar, elevándola, por amor a Dios, en el amor al “hermano”. El amor tiene una enorme capacidad transformadora: cambia las tinieblas del odio en luz.

Imaginaos por un momento este magnífico estadio sin luz. No nos veríamos ni oiríamos. ¡Qué triste espectáculo sería! ¡Qué cambio, por el contrario, estando bien iluminado! Con razón puede decirnos San Juan que “el que ama a su hermano está en la luz”, mientras que el que le aborrece “está en las tinieblas”. Con esa transformación interior se vence el mal, el egoísmo, las envidias, la hipocresía y se hace prevalecer el bien.

340 Lo hace prevalecer nuestro conocimiento de Dios como Padre. Y, por lo tanto, la visión del hombre como objeto del amor divino, como imagen de Dios, con destino eterno, como ser redimido por Cristo, como hijo del mismo Padre del cielo.

Por ello, no como antagonista, no como adversario, sino como “hermano”. ¡Cuántas fuerzas del mal, de desunión, de muerte e insolidaridad se vencerían si esa visión del hombre, no lobo para el hombre, sino hermano, se implantara eficazmente en las relaciones entre personas, grupos sociales, razas, religiones y naciones!

5. Para ello hace falta que, frente a la pregunta existencial del “por qué el mal en el mundo”, descubramos en nosotros el amor como deseo de bien; más aún: como exigencia de bien; como exigencia “antigua” y “nueva”, actual, orientada hacia los coeficientes únicos e irrepetibles de nuestra vida, de nuestro momento histórico, de nuestros compañeros de camino hacia el Padre. Así entraremos en el ámbito de quienes dan una respuesta evangélica al problema del mal y su superación en el bien. Así contribuiremos, desde la fidelidad a nuestra relación con Dios-Padre y al “nuevo mandamiento” de Cristo, que “es verdadero en El y en nosotros”, a que pasen las tinieblas y aparezca la luz.

Ese es el camino para la construcción del reino de Cristo; donde tienen cabida prevalente los pobres, los enfermos, los perseguidos, porque el hombre es visto en su capacidad y tendencia hacia la plenitud de Dios.

Un reino donde impere la verdad, la dignidad del hombre, la responsabilidad, la certeza de ser imagen de Dios. Un reino en el que se realice el proyecto divino sobre el hombre, basado en el amor, la libertad auténtica, el servicio mutuo, la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. Un reino al que todos sois llamados, para construirlo no sólo aisladamente, sino también asociados en grupos o movimientos que hagan presente el Evangelio y sean luz y fermento para los demás.

6. Mis queridos jóvenes: la lucha contra el mal se plantea en el propio corazón y en la vida social. Cristo, Jesús de Nazaret, nos enseña cómo superarlo en el bien. Nos lo enseña y nos invita a hacerlo con acento de amigo; de amigo que no defrauda, que ofrece una experiencia de amistad de la que tanto necesita la juventud de hoy, tan ansiosa de amistades sinceras y fieles. Haced la experiencia de esta amistad con Jesús. Vividla en la oración con El, en su doctrina, en la enseñanza de la Iglesia que os la propone.

María Santísima, su Madre y nuestra, os introduzca en ese camino. Y os dé valentía el ejemplo de Santa Teresa, esa extraordinaria mujer y santa; de San Francisco Javier, el del gran corazón para el bien, y de tantos otros compatriotas vuestros que consumieron su vida en hacer el bien, a costa de todo, aun de sí mismos.

Jóvenes españoles: el mal es una realidad. Superarlo en el bien es una gran empresa. Brotará de nuevo con la debilidad del hombre pero no hay que asustarse. La gracia de Cristo y sus sacramentos están a nuestra disposición. Mientras marchemos por el sendero transformador de las bienaventuranzas, estamos venciendo el mal; estamos convirtiendo las tinieblas en luz.

Sea éste vuestro camino; con Cristo, nuestra esperanza, nuestra Pascua. Y acompañados siempre por la Madre común, la Virgen Maria. Así sea.



VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA EN LA IGLESIA DE SAN BARTOLOMÉ DE ORCASITAS


Madrid, 3 de noviembre de 1982



Señor cardenal,
341 hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. “La piedra que los constructores desecharon es ahora la piedra angular ...”.

Con estas aleccionadoras palabras, tomadas del salmista y que San Marcos pone en labios de Jesús, la primitiva comunidad cristiana celebraba gozosa la gloria del Resucitado, alegría expansiva de quienes se sentían a salvo y felices en la nueva construcción de Dios: la Iglesia.

La piedra, dice San Pablo, “era Cristo”. Y añade: “Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que está puesto, que es Jesucristo”.

Jesucristo es, pues, la piedra fundamental del nuevo templo de Dios. Rechazado, desechado, dejado a un lado, dado por muerto —entonces como ahora—, el Padre lo hizo y hace siempre la base sólida e inconmovible de la nueva construcción. Y lo hace tal por su resurrección gloriosa. “Esta es la obra de Yahvé, admirable a nuestros ojos”.

Sobre El, por la fe en su resurrección, somos edificados los cristianos. Así nos lo enseña el apóstol Pedro, en su primera carta: “A El habéis de allegaros, como a piedra viva rechazada por los hombres, pero por Dios escogida, preciosa. Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo ...”.

El nuevo templo, cuerpo de Cristo, espiritual, invisible, está construido por todos y cada uno de los bautizados sobre la viva “piedra angular”, Cristo, en la medida en que a El se adhieren y en El “crecen” hasta “la plenitud de Cristo”. En este templo y por él, “morada de Dios en el Espíritu”, El es glorificado, en virtud del “sacerdocio santo”, que ofrece “sacrificios espirituales”, y su Reino se establece en el mundo.

La cima de este nuevo templo penetra en el cielo, mientras sobre la tierra, Cristo, la piedra angular, lo sostiene mediante el “fundamento que El mismo ha elegido y dispuesto: los apóstoles y los profetas”, y quienes a ellos suceden, es decir, en primer término, el Colegio de los obispos, y la “piedra” que es Pedro.

De esta espléndida realidad eclesial, llena de lecciones y significado para cada cristiano, es símbolo cada templo visible, como éste ante el que nos hallamos, y que congrega a los miembros de la herencia de Cristo que constituyen una parroquia en una Iglesia local.

2. Han pasado muchos siglos desde Cristo. La heredad de Dios ha ido creciendo maravillosamente —no sin que se repitan los rechazos, las incomprensiones y luchas— sobre la piedra angular: Cristo muerto y resucitado. Cada día son más los hombres y pueblos que lo aceptan con fe y con amor, que buscan en El el fundamento sólido para construir un mundo mejor y más unido, donde se sientan a salvo bajo la mirada bondadosa de un solo Dios y Padre. Entre todos esos pueblos que no rechazaron, sino que hicieron de la fe en Jesús el centro de su historia, está la querida España, profundamente cristiana; entre esos hombres, herederos de Dios por el bautismo que asimila al hijo muerto y resucitado, os contáis también vosotros, hermanos y hermanas de esta parroquia madrileña de Orcasitas, reunidos junto al altar del mismo Cristo. A todos os siento muy dentro de mí y os acojo como miembros queridísimos de su Iglesia.

342 Este encuentro me llena de íntima satisfacción, porque me hace revivir aquí mis visitas periódicas a las parroquias de Roma, diócesis del sucesor de Pedro; parroquias situadas muchas veces, al igual que la vuestra, en zonas periféricas de la ciudad o de nueva construcción. No sin cierta nostalgia me recuerda también mi trabajo ministerial en las parroquias de mi tierra natal como sacerdote, y posteriormente mis visitas pastorales como arzobispo de Cracovia.

3. Sé que esta parroquia se ha ido formando gradualmente con habitantes venidos de diversos lugares. Conozco asimismo vuestros esfuerzos en cuanto trabajadores. Mi gran deseo es que crezca también vuestra vida de ciudadanos y que se hagan realidad las ilusiones que os han animado a venir, y las mejoras con que soñáis y a las que tenéis pleno derecho. Al mismo tiempo me hago cargo de los numerosos y graves problemas que se plantean en un barrio nuevo, y casi siempre con penosas consecuencias no sólo de orden laboral, sino también familiar, religioso y moral. Son problemas humanos, suscitados en buena parte por la urbanización acelerada y la creación de poblaciones periféricas de aluvión, que al alterar muchas veces el ritmo sosegado de las habituales ocupaciones condicionan notablemente la vida diaria, ofuscando quizá las vivencias religiosas, incluso las más arraigadas.

La Iglesia, esa heredad de Dios solidaria con la suerte del hombre en todo momento histórico, no considera tales condicionamientos como obstáculos insuperables para llevar a cabo su misión; al contrario, ve en ellos un llamamiento a prodigarse con abnegación y entrega, pareja a las dificultades y a las necesidades, para que no sufra mengua alguna la obra redentora de Cristo. Este nuevo templo os invita encarecidamente a dar testimonio, como personas y como comunidad parroquial, de que estáis unidos en Cristo en una misma fe y en una misma esperanza. Este templo va a ser signo de la construcción permanente del Reino de Dios en vosotros y en vuestro país. Es casa de Dios y casa vuestra. Apreciadlo, pues, como lugar de encuentro con el Padre común. Me alegro de saber que bajo el impulso del señor cardenal arzobispo se desarrolla en Madrid un vasto programa de construcción de templos parroquiales. Felicito a cuantos participan en ese empeño eclesial.

Permitid que me detenga ahora en algunos puntos concretos que, en cuanto Pastor y responsable de la Iglesia universal, considero de particular importancia para que siga creciendo, en bien vuestro y de la entera familia eclesial, el edificio espiritual de esta comunidad.

4. No me encuentro con vosotros simplemente ante un templo, sino en una parroquia y, en cuanto tal, estáis llamados a formar una sola cosa en Cristo, y obligados a testimoniar vuestra vocación comunitaria.

Una parroquia es, en efecto, una comunidad de hombres que, por el bautismo, están personal y socialmente conectados al sacerdocio de Cristo: a la dedicación plena que Cristo hizo de sí mismo al culto y alabanza de Dios, Creador y Padre. Vosotros sois una parroquia ante todo, gracias al hecho de que Cristo está aquí: en medio de vosotros, con vosotros, en vosotros. Vosotros sois parroquia porque estáis unidos a Cristo, de modo especial gracias al memorial de su único Sacrificio ofrecido en el propio Cuerpo y Sangre en la cruz; que se hace presente y se renueva en la Iglesia como el sacrificio sacramental del pan y del vino. Este sacrificio eucarístico traza el constante ritmo de la vida de la Iglesia, también de vuestra parroquia. ¡Centrad vuestras actividades parroquiales en la Sagrada Eucaristía, en el encuentro personal con Cristo, perenne huésped nuestro! Deseo, en especial, recordaros la necesidad de que participéis en la santa misa los domingos y días festivos.

La unión con Jesús en la-Eucaristía influirá en vuestra vida y enriquecerá vuestra parroquia, pues la comunidad cristiana crece y se consolida gracias al testimonio de vida que sus miembros saben ofrecer. A este respecto, es fundamental que los padres den en sus familias un ejemplo de vida coherente y que los miembros de los varios grupos y asociaciones sepan ser buenos discípulos de Cristo, generosos con todos, incluso con aquellos que se muestran aún refractarios al mensaje cristiano. Particular importancia tiene el compromiso de caridad hacia aquellos que, por una u otra razón, se hallan en necesidad. Los pobres, las personas enfermas, los ancianos, los minusválidos, representan otras tantas “llamadas” con las que Dios pulsa a la puerta de vuestro corazón. Pedidle a El la generosidad necesaria para responder con entrega, de la forma adecuada en cada caso.

5. “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”, cantáis con frecuencia, gozosos ante el misterio de la unidad de la Iglesia universal.

Papel privilegiado de la parroquia es mantener y hacer visible esta unidad. Ella ha de ser acogedora para todos, colaborando a la “unidad de todo el género humano”. Nadie ha de sentirse extraño entre vosotros. Reflejad en todas las manifestaciones de la vida parroquial que, como porción de la Iglesia, sois instrumento de unión con Dios y de unidad entre los hombres.

No hay más que una Iglesia de Jesucristo, la cual es como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda, vital, que es don de Dios. No es solamente ni sobre todo unir dad exterior; es un misterio y un don.

Sería empeño inútil e injusto pretender la unidad a nivel de pequeña comunidad mientras en ella se descuidase la unidad profunda en la fe, en los sacramentos de la fe, en la caridad. Es en Cristo, cabeza de la Iglesia, en su doctrina, en sus sacramentos, en sus mandatos, en la unión con Cristo donde se realiza y de donde brota la unidad.

343 La gracia de Cristo sigue llegando sin cesar a través de la Iglesia visible. Recordáis bien cómo el Señor indica a sus apóstoles: “Quien a vosotros oye, a mí me oye”, y entrega a Pedro y a los apóstoles la potestad de atar y desatar.

La unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido constituido Pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en torno al Papa, sucesor de Pedro, “principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, así de los obispos como de los fieles”. Otra forma de proceder, bien sea personalmente, bien en grupo, no sería otra cosa que desgajarse de la vida.
Vivid, pues, con delicada fidelidad lo que prescribe la autoridad eclesiástica, evitando particularismos que separan y pueden romper la comunión con la Iglesia.

Sois una parroquia joven, recién nacida, necesitada. aún de muchas cosas. Sin embargo, debéis pensar no sólo en vosotros mismos, sino también en los demás. Debéis contribuir con vuestra oración y con vuestro empeño al desarrollo del cristianismo en esta ciudad y en el mundo entero. Pedid fervientemente que entre vuestros jóvenes surjan vocaciones sacerdotales que puedan llevar la voz de Cristo a otras parroquias y —¿por qué no?— también a otras tierras y naciones.

6. Al terminar nuestro encuentro, quiero bendecir de corazón esta obra y las demás iglesias que se están construyendo o se construirán en esta zona, en los barrios más poblados de la archidiócesis madrileña y de las otras ciudades de España.

Bastantes de los aquí presentes habéis vivido las dificultades de la construcción de este templo, y participasteis luego de la alegría de su inauguración, de su dedicación al culto de Dios. Y hoy participáis conmigo de la alegría de este encuentro. Así ocurre también con la construcción de ese templo de Dios que somos cada uno de nosotros. Cuesta construirlo, porque esa construcción exige superar el egoísmo, la ira, vivir la paciencia, la fidelidad, la castidad, la laboriosidad, la hombría de bien. Pero también al final de ese esfuerzo nos espera la alegría que acompaña a los que son buenos hijos de Dios.

No lo olvidéis: la parroquia no es solamente un lugar donde se celebran algunas ceremonias y se enseña el catecismo; es además ambiente vivo en que ese catecismo debe actuarse. Las piedras materiales o la estructura externa del templo deben siempre recordaros que sois “piedras vivas”, que debéis construiros constantemente en Cristo, a la medida y ejemplo de Cristo, en lo personal, familiar y social. Ya está construido este edificio. Edificad ahora vuestras vidas según el querer de Dios.

Para esto, permaneced siempre cerca de la Virgen Santísima. Ella, que engendró en su seno virginal a Nuestro Señor y Salvador, lo engendrará igualmente en vuestras almas si pedís confiadamente su ayuda. Que interceda también por vosotros San Bartolomé, vuestro Patrono. Así sea.



B. Juan Pablo II Homilías 332