B. Juan Pablo II Homilías 689


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

MISA PARA LAS FAMILIAS EN EL AEROPUERTO «EL ALTO»



La Paz (Bolivia)

Martes 10 de mayo de 1988



“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Ps 128 [127], 1).

1. A todos los que escucháis quiero hacer llegar la bendición anunciada en el Salmo de la liturgia de este día. ¡Dios Omnipotente, nuestro Padre y Creador, bendiga a todos! Saludo en primer lugar con afecto fraterno a Monseñor Luis Sáinz, Pastor de esta Iglesia local. Saludo así mismo a todos mis amados hermanos obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los fieles de esta ciudad capital y de la arquidiócesis de La Paz, y a todo el Pueblo de Dios que habita en Bolivia.

Con especial predilección saludo también a la familia aymara, con quienes me encuentro par primera vez: Munata jilanaca, jumanacaja, chuymajantawa. (Queridos hermanos y hermanas, vosotros estáis en mi corazón).

A todos os traigo el ósculo de la paz, como Obispo de Roma que viene a vosotros desde la Sede del Apóstol Pedro. A todos os deseo que caminéis por los caminos del Señor, dejándoos guiar por el temor de Dios que es el “comienzo de la sabiduría” (Pr 9,10).

690 2. De modo particular quiero dirigirme a todas las familias bolivianas sin excepción.

La liturgia de hoy nos hace partícipes de la vida de la Sagrada Familia, en el hogar de Nazaret. Dios inaugura la plenitud de los tiempos, en las circunstancias más normales y ordinarias: en una familia, en una casa, en una pequeña aldea de Galilea. Allí, junto a José, maestro carpintero, vive y trabaja Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre y nacido de la Virgen María. En esta familia, el que sería la salvación del mundo, aprende como cualquier niño a caminar por la vida. El Hijo de Dios vive en Nazaret hasta que cumple treinta años, junto a su madre terrena y junto a aquel que, por encargo del Padre del cielo, asume la responsabilidad de padre en la tierra.

El Evangelista compendia en una sola frase aquellos años de vida oculta: “El niño iba creciendo y robusteciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba” (
Lc 2,40).

La Sagrada Familia, ejemplo y modelo de toda familia cristiana, manifiesta los ideales que, según el eterno designio de Dios, toda familia debe buscar para ser digna del nombre con el cual ha sido designada por la tradición cristiana: iglesia doméstica.

3. El Salmo que hemos cantado nos muestra la vida familiar y matrimonial donde todos y cada uno –el padre, la madre y los hijos–, hallan su lugar adecuado. Siendo fieles a la propia vocación, dentro de la familia, encuentran también –junto con la bendición divina– una verdadera felicidad humana.

“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Ps 128 [127], 1).

Dichoso el esposo que, como San José, manifiesta su amor ganando el sustento para su casa con el trabajo de sus manos. “Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien” nos dice el Salmo (Ps 128 [127], 2).

Vuestra sabiduría ancestral, queridos hermanos de Aymara, enseña: Jani lun thata: No seas ladrón. Jani qaira: no seas flojo. Jani kari: no seas mentiroso.

Son éstas unas virtudes que, aplicadas a vuestro trabajo, han de ser manifestación del amor a Dios y al prójimo, ejemplo de fortaleza para vuestros hijos, y que traerán la felicidad a vuestras familias.

Dichosa la esposa, cuya maternidad compara el Salmista a la “vid fecunda” (Ibíd. 3), mujer y madre, corazón de la familia, que constituye verdaderamente la “intimidad de la casa” (Ibíd.), y en torno a la cual todos se congregan sintiendo su amor solícito. La mujer, como María, con su amor y su trabajo, oculto y esforzado, da consistencia al hogar.

Dichosos los hijos, –en palabras del Salmo– que crecen desde niños en la familia “como brotes de olivo” (Ibíd.). No sólo “en torno a la mesa común” (Ibíd.), sino sobre todo en torno a sus padres, que deben ser el mejor modelo para “crecer en sabiduría y gracia” como Jesús en Nazaret.

691 Dichosa, finalmente, la sociedad que permite y hace posible que crezcan dignamente sus familias, que favorece el sereno y fecundo desarrollo de la vocación de cada uno dentro de los hogares.

4. Dios es amor. Así nos lo muestra la Sagrada Familia, ya que ninguna otra cosa puede ocupar el centro de la vida familiar, y de toda vida cristiana sino el amor. Es más, según el designio divino, la familia está constituida precisamente como “íntima comunidad de vida y de amor” (Gaudium et spes
GS 48 cf. Familiaris consortio FC 17) y a ella le compete “la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la comunidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia, su esposa” (Familiaris consortio FC 17).

Por el amor conyugal, el hombre y la mujer “ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,6 Gn 2,24), llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total (Familiaris consortio FC 19).

Dios Padre quiso, además, confirmar, purificar y elevar a la perfección la unión entre varón y mujer, convirtiéndola en sacramento grande, símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf Ep 5,32). En este misterio, el Espíritu Santo da a los esposos la gracia necesaria para desarrollar esta comunión de vida y mantenerla indisoluble hasta la muerte (Familiaris consortio FC 19-20). Por eso, siguiendo la enseñanza de Jesucristo, es preciso recordar con firmeza la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, haciendo llegar la ayuda maternal de la Iglesia a “cuantos consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona de por vida, y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad” (Ibíd. 20).

Hermanos míos bolivianos: No os dejéis seducir por el fácil recurso al divorcio, ni rechacéis la gracia del sacramento, optando por modos de unión contrarios al querer de Dios y a la ley natural, como el concubinato, en donde no puede estar presente el amor pleno. Ayudad a vuestros amigos, parientes y conocidos que puedan hallarse todavía en estas situaciones, o en lo que vosotros llamáis “sirviñacuy”, a que entiendan el verdadero significado del matrimonio cristiano y lleguen, con la gracia de Dios, a la riqueza y plenitud del sacramento, como os han aconsejado vuestros obispos (cf. Episcopado boliviano, Epistula Pastoralis «De familia», 109). Sólo un matrimonio indisoluble puede ser la base firme y duradera de una comunidad familiar, que cumpla su vocación de centro de manifestación y difusión del amor. “El amor no pasa nunca” (1Co 13,8), nos dice San Pablo.

5. El verdadero amor es fiel.Construid, pues vuestra familia, vuestro hogar sobre la base de la fidelidad, de la donación sin reservas, dando vida en vosotros al amor que “es comprensivo, es servicial, no busca su interés, no se irrita, todo lo excusa, todo lo soporta” (Ibíd. 13, 4-7), compartiendo bienes, alegrías y sufrimientos.

El amor es grande y auténtico no sólo cuando parece sencillo y agradable, sino también y sobre todo cuando se confirma en las pequeñas o grandes pruebas de la vida. Los sentimientos que animan a las personas manifiestan su más honda consistencia en los momentos difíciles. Es entonces cuando arraigan en los corazones la entrega mutua y el cariño, porque el verdadero amor no piensa en sí mismo, sino en cómo acrecentar el verdadero bien de la persona amada.

Las pequeñas discrepancias, lógicas en una convivencia tan intensa, no deben enfriar la mutua unión; han de ser motivo para renovar la donación generosa. Vuestras familias cristianas y bolivianas deben ser un remanso de paz donde, por encima de las pequeñas contrariedades cotidianas, se pueda palpar un amor hondo y sincero, una serenidad profunda, fruto del cariño y de una fe real y vivida.

Evitad asimismo la altanería, el amor propio, que es el mayor enemigo de la armonía entre los esposos. No huyáis de las obligaciones familiares poniendo el corazón en otros objetivos –como los problemas del trabajo, de la sociedad o de la política–, o peor aún, buscando refugio en la bebida excesiva u otros hábitos degradantes para la persona, o en una liberación femenina que no proporciona, sino que subyuga aún más a la mujer.

La familia debe ser vuestro lugar de encuentro con Dios. Cada familia está llamada por el Dios de la paz a construir día a día su felicidad en la comunión. En esta ciudad, que vive bajo la advocación de la Reina de la Paz, os aliento a acudir con frecuencia al sacramento de la reconciliación, a la comunión del único Cuerpo de Cristo y a cuidar el cumplimiento del precepto dominical. Fundaréis así sólidamente la presencia del amor de vuestras familias y vuestra paz en Cristo será fuente de felicidad para toda Bolivia (Familiaris consortio FC 21).

6. El auténtico amor de Dios dentro de la comunión matrimonial se manifiesta necesariamente en una actitud positiva ante la vida, y fructifica en la procreación, como enseñó el Papa Pablo VI: “Todo acto conyugal debe permanecer abierto a la transmisión de la vida” (Humanae vitae HV 11), El anticoncepcionismo es una falsificación del amor conyugal, que convierte el don de participar en la acción creadora de Dios en una mera convergencia de egoísmos mezquinos (Familiaris consortio FC 30 y 32).

692 Además, defender la vida es defender la dignidad de las personas. Es defender vuestra patria, vuestros recursos naturales y vuestra riquísima cultura y tradiciones. No permitáis que otros, persiguiendo propios intereses materiales, os impongan soluciones que pretenden induciros a cegar las fuentes de la vida; ni toleréis la injusticia de que condicionen la ayuda económica para la promoción de vuestras comunidades a la limitación de los nacimientos (Sollicitudo rei socialis SRS 25).

La Iglesia, como Madre y Maestra, sabe que los esposos pueden pasar por situaciones difíciles y, en consecuencia, quiere ayudarles a encontrar los modos de resolverlas según el designio divino. También aquí, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos será la sólida base sobre la cual edificar la cooperación con la divina Providencia (Familiaris consortio FC 33) .

Y, ¿cómo no recordar en este momento, que si no se pueden poner obstáculos a la vida, menos aún se puede eliminar a pequeños no nacidos aún, como se hace con el aborto? Quien niegue la defensa del ser humano más inocente y débil, esto es, la persona humana ya concebida pero todavía no nacida, cometerá una gravísima violación del orden moral y de los derechos humanos, que ninguna persona o institución puede justificar (cf. Gaudium et spes GS 51 Homilía durante la santa misa para las familias, Madrid, noviembre ).

“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Ps 128 [127], 1). Dichosos los esposos que aceptan el amor del Señor en el amor mutuo, dando vida a nuevos seres, creados a imagen y semejanza de Dios, que serán su alegría y el sentido de sus vidas.

7. El Evangelio que acabamos de proclamar nos muestra en detalle una escena muy significativa de la Sagrada Familia con ocasión de las fiestas de la Pascua: Jesús, muchacho de doce años, sube a Jerusalén con sus padres, y se queda en el templo, de modo que no lo encuentran hasta después de tres días de haber emprendido el regreso a Nazaret. El Evangelista nos cuenta cómo lo buscaron, y cómo finalmente “lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2,46).

Jesús, de manos de María y de José, sube al templo como nos narra San Lucas. También vosotros, como Jesús, María y José, habéis de ir a la casa del Señor. En vuestras iglesias y parroquias, sed asiduos en la oración, en los sacramentos, en la catequesis, llevando a vuestros hijos por los caminos del bien mediante la constante y íntegra educación en las verdades de la fe y de las virtudes cristianas.

El niño debe recibir de sus padres y del ambiente familiar la primera catequesis. Las breves oraciones que le enseñan sus padres son el principio de un diálogo cariñoso con ese Dios oculto, cuya Palabra comienzan a escuchar más tarde, en la escuela y en el templo, donde son introducidos de una manera progresiva y pedagógica en la vida de Dios y de su Iglesia (Catechesi tradendae CTR 36).

La acción del amor de Dios en el amor de los padres y de los hijos se manifiesta como principio de construcción de la Iglesia. Una deseada primavera de vocaciones sacerdotales y religiosas que sigan más de cerca a Jesús, tiene estrecha relación con la vida en familia. Donde sea normal acoger la vida como don de Dios, donde el amor ponga a los niños en contacto inmediato con el Padre celestial, es fácil que se oiga su voz y encuentre una acogida generosa para entregarse al servicio total de los hermanos en la Iglesia.

8. Al encontrar a Jesús en el templo, nos cuenta el Evangelista San Lucas que su Madre le preguntó: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados. El les contestó: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2,49). ¡Cómo nos hace meditar la respuesta de Jesús a su Madre! A los doce años ya da a conocer que ha venido a cumplir la Divina Voluntad. María y José le habían buscado con angustia, y en aquel momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio (cf. Ibíd. 2, 48. 50).

¡Qué dolor tan profundo en el corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores semejantes! A veces porque no se entiende que un hijo joven siga la llamada de Dios al servicio de los demás; una llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de sacrificio, seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios por medio de María, será después fuente de un gozo incomparable para vosotros y para vuestros hijos.

Pero María guardaba todas estas cosas en su corazón, concluye el Evangelista (cf. Ibíd. 2, 50. 51). Como nos manifiesta el último Concilio, María, guiada por la luz interior del Espíritu Santo desde el momento de la Anunciación, seguía a su divino Hijo en “la peregrinación de la fe”, y en ese camino se mantuvo hasta la cruz en el Gólgota (cf. Lumen gentium LG 58-61).

693 María siempre, y de modo particular en este Año Mariano, acompañará a las familias bolivianas, y a toda la gran familia de la Iglesia en este país, siendo su fundamento oculto y silencioso, firme en las adversidades y fuente de sus alegrías.

También la esposa boliviana, estrechamente unida a María Santísima, ha de ser la base, columna y consuelo de los esposos y hijos de esta tierra, cualesquiera que sean las dificultades que deban superar, para poder caminar todos por las sendas del Señor con la seguridad de su guía maternal.

9. Cuando ayer, sobrevolaba los nevados andinos, me aproximaba a esta querida ciudad, pude apreciar, tras el inmenso altiplano, el espléndido lago azul, el Titicaca, en cuyas orillas, en Copacabana, se venera a la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, que ha querido quedarse junto a sus hijos, para compartir sus penas y alegrías.

María es fruto de ese amor maravilloso de Dios a los hombres. El amor es a su vez el mayor don de Dios y la virtud más grande del hombre. Por el amor se construye la familia y la comunidad, y sólo el amor permanecerá para siempre en nuestra eterna unión con Dios.

Por tanto, ¿qué cosa puedo desearos más ardientemente, queridos hijos y hijas de esta tierra boliviana, sino aquel amor del que nos habla San Pablo en su Carta a los Corintios? ¿Qué cosa mejor puedo desearos a vosotros esposos, madres, hijos; a ti, familia boliviana?

No existe un don más grande que el verdadero amor; y no existe mayor bien para la persona y para la comunidad que el amor.

“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (
Ps 128 [127], 1).

¡Caminad por las sendas del Señor! Las sendas del Señor son el amor. El amor es lo más grande (cf. 1Co 1Co 13,13).

VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL VALLE DE COCHABAMBA



Miércoles 11 de mayo de 1988



Dichoso quien teme al Señor / y ama de corazón sus mandatos (Ps 112 [111], 1).

Amadísimos hermanos y hermanas:

694 1. Con estas palabras del Salmo de la liturgia de hoy, saludo cordialmente a todos los presentes, a todos los que participáis conmigo en este sacrificio Eucarístico en el valle de Cochabamba, en el corazón de Bolivia. Saludo especialmente al Pastor de la arquidiócesis, Monseñor René Fernández, a los obispos auxiliares y a los demás hermanos en el Episcopado; a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a las autoridades y a todo el Pueblo de Dios que vive y trabaja en esta región de los valles. A los venidos del Chapare y de las serranías andinas, a los de la prelatura de Aiquile, a los que han bajado del altiplano, y a los habitantes de esta ciudad; a todos llegue mi saludo lleno de afecto.

De modo especial quiero dar un gran abrazo a los campesinos quechuas de estas tierras que, desde tiempos inmemoriales, cultivan con esfuerzo los campos que nos rodean. Saludo también con particular afecto a cuantos se dedican a promover la salud y la educación de sus conciudadanos.

2. La liturgia de hoy pone ante nuestros ojos la figura del buen samaritano. Conocemos bien esta parábola que nos narra el evangelista San Lucas (cf. Lc
Lc 10,29-37).

En esta parábola del Señor, el buen samaritano se distingue claramente de otras dos personas –una de ellas un sacerdote y la otra un levita– que, recorriendo el mismo camino de Jerusalén a Jericó, se cruzan con el hombre asaltado por los malhechores. Ninguno de los dos se detiene ante aquel pobre desdichado, víctima de los ladrones sino que al verlo dan un rodeo y pasan de largo (cf. Ibíd. 10, 31-32). Un samaritano, en cambio, refiere San Lucas, “llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima” (Ibíd. 10, 33), es decir, siente compasión. El desdichado lo necesitaba, porque no sólo había sido despojado, sino también tan herido que había quedado junto al camino medio muerto.

El samaritano –al contrario de los otros dos que habían pasado anteriormente junto al herido– no lo abandonó, sino que “se le acercó, le vendó las heridas..., lo llevó a una posada y lo cuidó” (Ibíd.10, 34). Y cuando tuvo que proseguir su viaje, lo dejó al cuidado del dueño de la posada, comprometiéndose a pagar cualquier gasto que fuese necesario.

¡Qué elocuente es esta parábola! Porque, aunque Jesús sitúe el relato en el camino de Jerusalén a Jericó, en Tierra Santa, la situación puede repetirse en cualquier sitio del mundo, ¡también aquí, en tierra boliviana! Y, ciertamente, se habrá repetido más de una vez.

3. El Señor Jesús quería aclarar con esta parábola la dificultad que le había planteado un letrado: “¿Quién es mi prójimo?” (Lc 10,29). Después de escuchar el relato de Jesús, su interlocutor ya no encuentra ningún obstáculo para indicar quién era el que se había comportado como verdadero prójimo. Evidentemente es el samaritano, aquel que ha tenido compasión de otro hombre en la desgracia, aunque fuera un extraño y desconocido. Jesús le dice entonces: “Anda, haz tú lo mismo”. Con otras palabras el Apóstol Santiago pone de relieve la necesidad de la actitud del buen samaritano cuando escribe en su epístola: “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?..., la fe, si no tiene obras, está muerta por dentro..., es inútil” (Jc 2,14 Jc 2,17 Jc 2,20).

Sin duda alguna, los dos que pasaron de largo conocían los libros sagrados y se consideraban no sólo creyentes, sino también profundos “conocedores” de las verdades de fe. Sin embargo, no fueron ellos sino el samaritano quien dio una prueba ejemplar de su fe. La fe dio fruto en él mediante una buena obra. Dios, en quien creemos, nos pide obras semejantes. Estas son las obras de amor al prójimo.

4. La Palabra de Dios nos plantea a nosotros, los creyentes, en la liturgia de hoy, una pregunta fundamental: ¿Es fructuosa de veras nuestra fe?, ¿fructifica realmente en obras buenas?, ¿está viva o, tal vez está muerta?

Esta pregunta deberíamos hacérnosla todos los días de nuestra vida; hoy y cada día, porque sabemos que Dios nos juzgará por las obras cumplidas en espíritu de fe. Sabemos que Cristo dirá a cada uno en el día del juicio: Cada vez que hicisteis estas cosas a otro, al prójimo, a mi me lo hicisteis; cada vez que dejasteis de hacer estas cosas con el prójimo, conmigo las dejasteis de hacer (cf. Mt Mt 25,40-45). Exactamente igual que en la parábola del buen samaritano.

Esto mismo hemos oído en la Epístola de Santiago: Si «un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y... uno de vosotros les dice: “Dios os ampare, abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué les sirve?...; la fe sin las obras es inútil» (Jc 2,15-16 Jc 2,20).

695 Volvamos a preguntarnos: ¿Da fruto nuestra fe?, ¿está viva?, ¿es una “fe que obra por la caridad”? (Ga 5,6).

5. La respuesta no podemos darla sólo con palabras; hay que darla con la propia vida. “Enséñame tu fe sin obras –acabamos de escuchar– y yo, por las obras, te probaré mi fe” (Jc 2,18). Probaréis vuestra fe con esas obras que sirven para aliviar el sufrimiento físico –la enfermedad, el hambre, la desnudez, la falta de techo– y el sufrimiento moral –hambre de educación, de comprensión, de consuelo–.

Este conjunto de circunstancias, presentes siempre en la vida, son ocasión no sólo para dar a los demás lo que uno tiene, sino también para entregarles lo que uno es, con un compromiso total. Cristo –el Buen Samaritano por excelencia, que cargó sobre Sí nuestros dolores– (cf. Is Is 53,4) seguirá actuando así a través de unos pocos, sino a través de todos, porque todos estamos llamados a una vocación de servicio. A todos nos ha dicho el Señor: “Amarás... a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27).

6. Esta vocación de servicio, que abarca todas las dimensiones de la existencia humana, encuentra su cauce apropiado y fecundo en la realización de cualquier trabajo honrado. El trabajo no es un medio para conseguir el triunfo personal: es –tiene que ser– una posibilidad de ayudar a los demás. El verdadero bien que habéis de buscar siempre en el trabajo es el bien para los demás, el servicio al prójimo.

Sin embargo, para algunos, esta misión de servicio reúne unas características singulares. Su trabajo les lleva a estar cerca de los que sufren, asumiendo los problemas de la salud, procurando aliviar el dolor que llega hasta ellos, adoptando continuamente la actitud del buen samaritano.

Por desgracia, el dolor, la enfermedad, es algo que afecta a muchas personas en Bolivia. La desnutrición, el alto índice de mortalidad infantil, el mal de Chagas, el bocio y tantas otras dolencias, a la par que la falta de agua corriente y de otras condiciones sanitarias elementales, afectan a muchos hogares bolivianos. Los niños, esperanza de vuestra patria, son con frecuencia los más afectados. Resolver esta situación es un desafío para todos; pues, como escribía en la Carta Apostólica “Salvifici Doloris”: “La revelación por parte de Cristo del sentido salvífico del dolor no se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad” (Salvifici Doloris, 30).

Dios quiere contar con nuestra colaboración para resolver esos problemas. Alabo y expreso mi gratitud a cuantos dedican sus conocimientos y esfuerzos a curar las enfermedades y dolencias de la población boliviana: médicos, enfermeras y enfermeros, asistentes sociales, religiosos y religiosas, y voluntarios laicos. Vosotros realizáis un trabajo que el Señor elogia en el buen samaritano: “Al verle..., acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él” (Lc 10,33-34). Seguid viendo en los enfermos al mismo Cristo (cf. Mt Mt 25,40-45). No dejéis que la rutina cosifique vuestro trabajo y os haga insensibles al sufrimiento. Compensad la falta de medios con vuestro amor, vuestra disponibilidad y vuestro ingenio. Mejorad vuestra entrega a los demás con un constante perfeccionamiento técnico y científico. Y, sobre todo, ayudad siempre a los enfermos a comprender el significado del dolor dentro del plan salvífico de Dios.

No olvidéis nunca que el auténtico amor al prójimo es inseparable del amor a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas (cf. Lc Lc 10,27). La oración y la frecuencia de los sacramentos –especialmente la Penitencia y la Eucaristía– os darán la fortaleza necesaria para llevar adelante vuestro compromiso con los que sufren. Y, con esa fuerza, ayudaréis a los enfermos a permanecer unidos a Dios acercándoles a los sacramentos, a través de los cuales nos llega constantemente la gracia de Cristo.

7. «Al día siguiente –continúa la parábola del buen samaritano– sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: “Cuida de él y si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”» (Lc 10,36).

Las evidentes carencias sanitarias de poblaciones enteras, particularmente afectadas, han traído la atención de instituciones nacionales e internacionales, privadas y públicas, eclesiásticas y civiles, que, a ejemplo del buen samaritano, han querido contribuir a la curación del prójimo necesitado. Mas vuestra actitud, amadísimos bolivianos, no debe limitarse a distribuir la ayuda que obtenéis de fuera o de las grandes ciudades, sino que debe encaminarse a promover una solidaridad activa de todos, también de los propios interesados, haciendo que se conviertan, como hombres libres y responsables, en los primeros gestores de su propia promoción.Debéis poner entre vuestros objetivos prioritarios la educación sanitaria: han de ser cada vez más los que se aparten de las lacras que tanto afectan a la propia salud y a la de sus hijos, como por ejemplo la bebida; y los que adquieran hábitos de aseo e higiene, siempre posibles aun en situaciones de extrema pobreza. En ocasiones será también posible aprovechar las medicinas nativas, integrándolas con las técnicas modernas.

No caigáis nunca en la lamentable tentación de pensar que la solución de los problemas está en la eliminación de nuevas vidas mediante métodos prohibidos de control de la natalidad, o mediante la esterilización o el aborto. No cedáis al chantaje moral de quienes supeditan la ayuda sanitaria y material a planes ilícitos de limitación de la natalidad.

696 El esfuerzo de personas particulares y de instituciones debe integrarse y complementarse con el de las autoridades a todos los niveles. En efecto, el cuidado de la salud colectiva es uno de los primeros deberes de los gobernantes y una indispensable inversión a largo plazo.

8. Pero el hombre, criado a imagen y semejanza de Dios, no sufre sólo por causas físicas: la principal causa del dolor es el mal moral. Son muchos los que acuden al Señor para pedirle los cure de sus enfermedades, pero acaso son pocos los que le preguntan, como el letrado del Evangelio de hoy: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (
Lc 10,25). También en las almas hay hambre de verdad, como en los cuerpos hay hambre de pan. El bienestar físico debe servir al progreso de toda la persona y, por tanto al desarrollo de la inteligencia, que alcanza su cumbre más elevada en el conocimiento de Dios. Mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, advierte en la Encíclica Populorum Progressio que “la educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo”(Populorum Progressio, 36), y vuestros obispos señalaron hace ya varios años que los problemas educacionales de vuestro país son, a la vez, un drama y un reto (cf. Obispos bolivianos, Epistula pastoralis, 1971).

La educación –como nos recuerda el Concilio Vaticano II– a la vez que respeta el carácter propio de cada pueblo, debe “proporcionar los medios oportunos para participar en la vida comunitaria, adscribiéndose activamente a los diversos grupos sociales y prestar su colaboración al logro del bien común” (Gravissimum Educationis GE 1).

Esta recomendación conciliar cobra particular importancia en el caso de la educación campesina. Habrá que conjugar el respeto de la cultura tradicional con la adquisición de conocimientos y técnicas propias del mundo contemporáneo. Se evitará de esta forma, por una parte, el desarraigo y, por otra, una situación de inferioridad en el desempeño de las propias tareas y en los intercambios que exige el mundo actual.

9. La Iglesia, aquí en Bolivia como en todo el mundo, ha desempeñado un papel importante en esta tarea. Me complace señalar como ejemplo y rendir homenaje a tantas iniciativas en el campo de la educación que, de manera paciente y constante, impulsan este desarrollo desde hace ya muchos años. Me refiero a las Escuelas de Cristo de Fray José Zampa, la obra educacional salesiana, las escuelas parroquiales del Campo, Fe y Alegría, y tantas otras acciones admirables, apoyadas por el esfuerzo de la comisión episcopal de Educación.

Toda esta labor educativa no sería posible sin el sacrificio silencioso y anónimo de tantos educadores, y el aporte de los maestros de escuelas fiscales, de las organizaciones populares, del magisterio organizado y de tantas iniciativas de educación no formal, de alfabetización y capacitación de adultos, de aprovechamiento de la rica pluralidad cultural y regional de este país.

A todos, y por todo, os agradezco en nombre del Señor el trabajo que realizáis, y os hago llegar mi más ferviente aliento e invitación a continuar realizando esta meritoria labor con esa sabiduría que viene de lo alto y que “es –debe ser–, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía” (Jc 3,17).

10. “Dichoso quien teme al Señor / y ama de corazón sus mandatos. / Su linaje será poderoso en la tierra” (Ps 112 [111], 1-2).

Dichoso el que, en cualquier trabajo, busca de corazón a Dios. Dichoso el que, en el ejercicio de cualquier profesión, busca el bien de los demás.

Quiero dirigirme ahora, desde esta tierra de Cochabamba, campesina por excelencia, a vosotros, campesinos quechuas, hombres del “linaje de bronce”, que desde tiempo inmemorial pobláis estos valles y estáis en las raíces de la nacionalidad boliviana; que habéis dado al mundo vuestros hallazgos alimenticios y medicinales como la papa, el maíz y la quinua. El Señor sigue acompañando con su ayuda vuestro trabajo. El cuida de las aves del cielo, de los lirios que nacen en el campo, de la hierba que brota de la tierra (Mt 6,26-30). Esta es la obra de Dios, que sabe que necesitamos del alimento que produce la tierra, esa realidad varia y expresiva que vuestros antepasados llamaron la “Pachamama” y que refleja la obra de la Providencia divina al ofrecernos sus dones para bien del hombre.

Tal es el sentido profundo de la presencia de Dios que debéis encontrar en vuestra relación con la tierra, que abarca para vosotros el territorio, el agua, el arroyo, el cerro, la ladera, la quebrada, los animales, las plantas y los árboles, porque tierra es toda la obra de la creación que Dios nos ha regalado. Por eso al contemplar la tierra, los cultivos que crecen, las plantas que maduran y los animales que nacen, levantad vuestro pensamiento al Dios de las alturas, el Dios creador del universo, que se nos ha manifestado en Cristo Jesús, nuestro Hermano y Salvador. Así podréis llegar hasta El, glorificarlo y darle gracias. “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” (Rm 1,20).

697 “Dichoso el que... administra rectamente sus asuntos; el justo jamás vacilará” (Ps 112 [111], 5-6). Dichoso el que se esfuerza en su trabajo, a pesar de las dificultades del ambiente. Dichoso el que procura construir con su trabajo la civilización del amor.

11. Sabemos que, en cada Santa Misa, el sacerdote, al ofrecer el pan y el vino, pone sobre el altar aquello que es don de Dios y, al mismo tiempo, fruto del trabajo del hombre, y lo hace bendiciendo a Dios: “Bendito seas, Señor, Dios del universo”.

Sí, queridos hermanos y hermanas, Dios Creador y Padre nuestro nos permite unir cotidianamente el fruto del trabajo del hombre con el sacratísimo Sacrificio de su Hijo Unigénito: con el Señor en el Gólgota y en el Cenáculo. Este sacrificio inefable de nuestra fe debe convertirse para nosotros en la fuente de las obras que derivan de la fe: de las obras buenas y salvíficas.

Pido, junto con vosotros, que la tierra boliviana abunde en tales obras. Que abunden en ellas todos sus habitantes, la sociedad entera, en todos los campos de la vida y del trabajo. Que todos produzcan frutos para el bien común de todos.

Caminad par la senda del amor a los demás –por la senda del buen samaritano– hacia ese amor que es el mandamiento principal que nos dejó Cristo. Caminad hacia la salvación, y sabed que en ese camino encontraréis la felicidad.

“Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz” (Jc 3,18).

B. Juan Pablo II Homilías 689