B. Juan Pablo II Homilías 704


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL AEROPUERTO DE TRINIDAD



Beni (Bolivia)

705

Sábado 14 de mayo de 1988



Queridos hermanos y hermanas: ¡Alabado sea Jesucristo!

1. Estoy muy contento de hallarme entre vosotros, en esta ciudad que lleva el nombre cristiano de la Santísima Trinidad. Muchos habéis venido desde muy lejos atravesando pampas y selvas majestuosas. Llegue a todos mi saludo mojeño:

Ema Viya makoplipo te to amuri (El Señor está ya en medio de vosotros).

Saludo especialmente a Monseñor Julio María Elías, Pastor de la Iglesia de Beni, a su obispo auxiliar y al obispo emérito; a Monseñor Juan Pellegrini, vicario apostólico de Cuevo; a Monseñor Bonifacio Madersbacher, vicario de Chiquitos, y a su obispo auxiliar; a Monseñor Eduardo Antonio Bösl, vicario de Ñuflo de Chávez; a Monseñor Roger Aubry, vicario de Reyes y a sus respectivas comunidades eclesiales, al representante del vicariato de Pando, así como a los otros amadísimos hermanos en el Episcopado aquí presentes.

En este último día de mi peregrinación por tierras bolivianas, la liturgia nos invita a alabar y bendecir al Señor con las palabras del Salmo:

“¡Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor! ¡Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre!” (Ps 113 [112], 1-2).

Yo me uno a todos y cada uno de vosotros, en este himno de gloria y alabanza, a toda vuestra comunidad y a todo el Pueblo de Dios que habita en esta tierra. Porque todos juntos formamos el gran coro armonioso de la creación: en él se funden las voces de vuestras pampas y llanos, de vuestras selvas y bosques, de los ríos y de los torrentes, de los pájaros y de los animales, de vuestras flores y de vuestros cultivos. Todas las obras del Creador le alaban, porque han salido de sus manos y son buenas. Todas las criaturas –cada una según su naturaleza– pregonan su gloria (cf. Sal Ps 19 [18], 2-5).

2. Nosotros, hombres y mujeres creados a su imagen y semejanza (cf. Gen Gn 1,26), hemos sido dotados de inteligencia y voluntad: podemos conocer y amar, podemos hablar y cantar, y alabamos al Señor con nuestra voz humana, con las palabras del Salmo y con toda la asamblea que participa en esta liturgia eucarística. Le alabamos con la lengua de los antiguos habitantes de esta tierra y con la lengua venida de la lejana Europa, de España. Porque todos los hombres pueden conocer y amar a Dios, sin discriminación de raza, lengua o pueblo: todos hemos sido creados por Dios y a Dios debemos volver. Todos estamos unidos en Cristo, por los lazos del mismo amor con el cual El nos ha amado, amor que tiene su fuente en el Eterno Padre. Así nos lo dijo Cristo mismo: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15,9).

Gracias a este amor del Hijo de Dios, que se ha querido hacer uno de nosotros, todo hombre ha sido elevado. He ahí la verdad fundamental del “Evangelio de los pobres” que la Iglesia sigue proclamando en nuestra época, como la proclamaba María en el Magnificat siguiendo al Salmista de la Antigua Alianza: “¿Quién como el Señor, nuestro Dios?... El levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los nobles, los príncipes de su pueblo” (Ps 113 [112], 6-8).

3. He querido encontrarme, de forma especial, con vosotros, habitantes de estas tierras: con los pueblos de los valles y de los llanos, de la selva y del Chaco, las grandes familias de lengua arawak y guaraní, y con tantos otros pueblos venerables que, desde tiempos remotos, moráis en estos lugares y conserváis un rico patrimonio espiritual. El mensaje del Papa se dirige a todos, porque todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, todos somos hijos suyos.

706 El Papa viene a vosotros siguiendo las huellas de aquellos misioneros que, hace más de tres siglos, llegaron a estas tierras benianas: el hermano José del Castillo, el padre Marbán, el padre Barace y tantos otros. Ellos vinieron sin más bagaje que el Evangelio y movidos por el amor que os tenían. Ellos os trajeron la devoción a la Virgen que ha marcado tan hondamente, desde sus comienzos, la vida de la Iglesia en el Beni. En aquel 25 de marzo de 1682 en Loreto, vuestros antepasados recibieron el bautismo, con el cacique Francisco Yucu a la cabeza. La Iglesia de Mojos comenzó oficialmente el día de la fiesta de la Anunciación del Ángel a la Virgen María, y bajo la advocación de Santa María de Loreto, hoy Patrona de todo el Beni.

Por amor a Jesucristo, el padre Barace, fundador de Trinidad, dio su vida. La evangelización ha costado la sangre de muchos mártires, pero esa sangre ha regado esta tierra y ha hecho que diera fruto.

Siguiendo sus enseñanzas, vosotros habéis sabido mantener la fe. Habéis perseverado en ella, gracias a la oración en familia y a la religiosidad popular, a pesar de no contar con una asistencia permanente de sacerdotes.

Junto con el Evangelio, aquellos misioneros y sus colaboradores os trajeron posibilidades de mejorar vuestra condición de vida. Técnicas de labranza, escuelas de arte –como la fundada por Manuel de Oquendo en San Pedro–, oficios e industrias se desarrollaron magníficamente en las reducciones de Chiquitos y Mojos. Fundaron pueblos que siguen siendo el orgullo de estas tierras y, con su ayuda, construisteis templos para alabar a Dios que aún se conservan, manifestando al mundo el genio de vuestra raza.

4. La fe cristiana, que habéis recibido en el Bautismo, eleva y ennoblece todo lo bueno que hay en vosotros. Por eso, vuestra lengua, vuestra historia y las tradiciones heredadas de vuestros antepasados son parte de una cultura que recibe del Evangelio luz y fuerza para purificarse y embellecerse.

Pero la fe os pide un comportamiento coherente con la doctrina cristiana: debéis alejar de vuestra vida el pecado, abandonar todo lo que no sea digno de un hijo de Dios, todo lo que signifique una ofensa a nuestro Padre Dios.

Los casados deben rechazar la desintegración familiar y la infidelidad matrimonial. El sacramento del matrimonio, que une para siempre al hombre y a la mujer, es el camino obligado de todo amor conyugal legítimo entre cristianos, y santifica la familia, iglesia doméstica, que es la base de la sociedad. En ella, los hijos, imitando el ejemplo de sus padres, aprenden a amar al Señor y son educados cristianamente. La familia debe ser, pues, un remanso de paz para que, en un mismo amor, se integren las alegrías y los sufrimientos. Recibid con agradecimiento los nuevos hijos que el Señor os mande: cada uno de ellos es una muestra de la confianza que Dios tiene en vosotros. El quiere vuestra colaboración en la obra creadora. Llevadlos cuanto ante a bautizar, para que también ellos sean regenerados y convertidos en hijos de Dios.

No os abandonéis de ningún modo al alcoholismo que, bajo el disfraz de un placer pasajero, degrada progresivamente hasta hacer de aquella criatura, imagen de Dios y elevada a la condición de hijo suyo, un ser deshumanizado que pierde la capacidad de amar.

No os dejéis llevar de la inconstancia, la flojera, ese triste estado de ánimo en el cual la persona humana, olvidándose de que el Señor ha puesto al hombre en la tierra para que la trabaje, haciéndole así colaborador suyo en la obra de la creación, consiente que su cuerpo arrastre al espíritu hacia una nociva inactividad.

La miseria y la pobreza deben ser combatidas con energía, procurando que las condiciones de vida de todos sean cada vez más acordes con la dignidad humana. Aquellos que gozan de mayor influencia en la sociedad, tienen una especial responsabilidad en fomentar las condiciones sociales que corresponden a esa dignidad. La abundancia material no debe alejar del reino de Dios; quienes poseen bienes han de saber que éstos deben ser puestos también al servicio de los más necesitados, recordando que Cristo se manifiesta de modo especial en los pobres e indigentes, ante los cuales nadie puede permanecer insensible. Pero no olvidéis que el trabajo constante, intenso, honrado y eficaz de todos es condición necesaria para erradicar la pobreza. No podemos esperarlo todo de fuera: Dios nos pide esfuerzo, y lo premia luego con frutos abundantes.

5. No digáis que no a Dios cuando suscita de entre vuestros hijos una vocación al sacerdocio o a la vida religiosa.La Iglesia en Bolivia necesita familias generosas, de las que provengan abundantes vocaciones apostólicas y misioneras, de modo que el Evangelio llegue a todos los rincones del país y trascienda sus fronteras.

707 Fijaos cómo esta preocupación de promover vocaciones para difundir el mensaje de Cristo estaba especialmente presente en los albores de la cristiandad. La liturgia de hoy nos conduce al Cenáculo. La Iglesia celebra hoy la fiesta de San Matías, aquel varón llamado a completar el grupo de los Apóstoles, después de la ascensión del Señor Jesús al Padre. La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda cómo se desarrolló el llamado de Matías al grupo de los Doce. Pocos días antes de Pentecostés, estando reunidos los discípulos, oraron al Señor diciendo: “Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál... has elegido” (Ac 1,24). Así rezaba la Iglesia en Jerusalén bajo la guía del Apóstol Pedro.

Los discípulos dejan en manos de Dios la elección del nuevo Apóstol. No podía ser cualquiera. Hacía falta que “de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros..., uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección” (Ac 1,21-22).

Toda la Iglesia celebra hoy la memoria de este Apóstol, llamado por el Espíritu y elegido por la primera comunidad de Jerusalén, presidida por Pedro.

6. En este día todos nosotros volvemos en espíritu al Cenáculo.

En particular, es necesario que volváis al Cenáculo vosotros, queridos hermanos, llamados por el Espíritu Santo al servicio misional aquí, en tierra boliviana.

Nos dice al respecto el Concilio Vaticano II: “Cristo Señor, de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere para que le acompañen y para enviarlos a predicar a las gentes. Por... medio del Espíritu Santo..., inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al mismo tiempo en la Iglesia Institutos que tomen como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia” (Ad gentes AGD 23).

A vosotros, queridos misioneros franciscanos, redentoristas, Maryknoll, jesuitas y tantos otros aquí presentes, quiero dirigirme especialmente ahora. Ante todo os agradezco vivamente el trabajo intenso que estáis realizando. Gracias a vuestra tarea evangelizadora, Cristo se hace presente entre los pobladores del Oriente boliviano. Os habéis dedicado afanosamente a propagar el reino de Dios, y veo con alegría que estáis empeñados en proseguirlo con ilusión, siendo «misioneros, sacerdotes o religiosos, que dais cumplimiento al mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes. Sois ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (Cf. 1Co 4,1)» (Encuentro con los naturales de Iquitos, 5 de febrero de 1985, n. 9). El mismo Jesucristo que os llamó a esta tarea, os acompaña con su gracia para que vuestros esfuerzos den fruto abundante. Escuchad las palabras que Cristo pronuncia en el Cenáculo a los Apóstoles en la vigilia de su pasión, y que hoy repite la liturgia: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14). Y lo que transmite Cristo se sintetiza plenamente en el mandamiento del amor. Este amor es el punto de partida de la vocación misionera de la Iglesia y del servicio misionero: el amor de Dios que arde en vuestros corazones. Porque amáis a Dios, amáis a quienes evangelizáis. La eficacia de vuestro trabajo misionero depende de la unión que mantegáis con Dios en vuestras almas.

Cristo dice luego: “No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Ibíd. 15, 15).

Misioneros, acoged, pues, en vuestros corazones toda la plenitud de la Verdad divina, toda la riqueza de la Palabra que nos ha sido transmitida. Acogedla y hacedla vuestra como verdaderos amigos de Dios. ¡Llevadla a todos los que esperan vuestro servicio!

7. Todo hombre es imagen del Creador y, por el Bautismo, hijo suyo por la gracia. Pues precisamente vosotros, escogidos de entre los hombres para pregonar las maravillas de Dios, debéis sentiros hijos predilectos, amigos verdaderos de Dios, que comunicáis a los demás un amor que desborda de vuestros corazones.

Las personas a quienes os acerquéis han de ver el amor en vuestra vida. Así lo han venido haciendo tantas generaciones de misioneros desde que el Señor, por medio de ellos, quiso hacerse presente en estas tierras, debéis ver en cada una de vuestras tareas una consecuencia del amor. Sois Cristo que atiende al hambriento, que cura a los enfermos, que enseña a los niños y a los adultos, que mejora las condiciones sanitarias de la población; y al hacerlo así, tenéis conciencia de que es al mismo Jesús a quien atendéis (cf. Mt Mt 25,40). Pero, sobre todo, debéis llevar a estos hermanos vuestros al conocimiento de Dios y a su trato intenso en la oración y los sacramentos para que participen del mismo gozo y alegría que llena vuestros corazones. Contribuyendo así a su desarrollo material, ilustrando su entendimiento y llevando sus almas a Dios, los haréis artífices de su propia liberación, que es fruto del Amor.

708 Dios os acompaña. Hoy volvemos a escuchar, como los Apóstoles, aquellas palabras del Señor: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y un fruto que permanezca” (Jn 15,16). Recordad como los primeros cristianos, personas sencillas y humildes en su mayoría, con pocos recursos humanos y sufriendo las más encarnizadas persecuciones, lograron con éxito difundir el mensaje de Cristo por todos los rincones de aquel imperio, sin más armas que la oración, el Evangelio y la cruz.

8. Nuestro encuentro en torno al altar es el último de mi viaje a Bolivia. Deseo, pues, en estos momentos finales de mi peregrinación apostólica por estas queridas tierras, dirigirme a la Madre de Dios en su santuario de Copacabana y, mediante su Corazón, haceros partícipes a todos del mensaje que nos ha dejado Cristo: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor... Este es el mandamiento mío; que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Ibíd. 15, 9-10. 12-13.

Cristo ha dado su vida por todos nosotros.

Todos hemos sido redimidos al precio de su Sangre vertida en la cruz.

Todos hemos sido redimidos en su muerte y resurrección. Por tanto, debe permanecer en todos, particularmente en este tiempo litúrgico, la alegría pascual.

Como Sucesor de San Pedro, que he tenido la dicha de visitaros en tierra boliviana, deseo haceros partícipes de esta alegría. Acoged de mis labios, queridos hermanos y hermanas, el deseo de esta alegría que Cristo mismo ha dejado a su Iglesia.

Para que su alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena (cf. Ibíd. 15, 11). Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DE CLAUSURA

DEL 5° CONGRESO EUCARÍSTICO Y MARIANO


DE LOS PAÍSES BOLIVARIANOS




Campo «San Miguel» de Lima (Perú)

Domingo 15 de mayo de 1988



1. “El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Ac 1,11). Toda la Iglesia escucha hoy estas palabras que los Apóstoles oyeron el día de la marcha de Cristo al Padre.

“Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mando y me voy al Padre” (Jn 16,28). Este anuncio se cumplió a los cuarenta días de la resurrección. “Jesús... ascendió al cielo” (Ac 1,2 cf. ibíd Ac 1,11). Subió a los cielos. La liturgia de hoy nos hace presente este misterio de la fe.

709 Leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios” (Ac 1,3). Ahora estos días han llegado a su fin. Cristo ha concluido el tiempo de su misión terrena; proclamando el reino de Dios ha revelado el misterio del Emmanuel, el misterio del Dios con nosotros.

Jesús deja esta tierra. Sin embargo, el misterio del Emmanuel –Dios con nosotros– permanece. Cristo no vino a la tierra para luego abandonarnos volviendo al Padre. El ha venido para quedarse con nosotros para siempre.

2. La Iglesia extendida por los países bolivarianos celebra solemnemente hoy, en la capital del Perú, la clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano.

En esta ciudad de Lima, punto central de este encuentro continental en la fe, y antigua sede de los Concilios limenses, entre ellos, el tercero, uno de los convocados por Santo Toribio, se reúnen hoy obispos y representantes de diversas Iglesias locales en torno a la Eucaristía y a la Madre del Señor.

¿Qué es esto sino confirmar la verdad de que Cristo, que se ha ido al Padre, continúa estando presente entre nosotros?

Está en medio de nosotros el mismo Cristo crucificado y resucitado. Está con nosotros Aquel que en el Cenáculo «tomó el pan... y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros...”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre”» (1Co 11,23-25). El Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús crucificado que se ofrece en sacrificio por los pecados del mundo. Jesús que, en la agonía, entrega al Padre su espíritu (cf Lc 23,46). Cristo, el gran Sacerdote, el Sacerdote del sacrificio de su propio Cuerpo y de su propia Sangre que ofrece al Padre.

Cristo crucificado y Cristo resucitado. Tanto este Sacrificio como este Sacerdote son perennes. Perduran en este mundo aún después de la Ascensión del Señor. “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11,26), nos recuerda el Apóstol San Pablo.

Proclamáis la muerte del Señor en todas partes, en todos los lugares de la tierra, en todos los países bolivarianos, en toda la América Latina. Y la muerte del Señor quiere decir precisamente esto: la verdad del Emmanuel. Dios está con nosotros mediante el sacrificio de su Hijo hecho obediente hasta la muerte. El está presente en medio de nosotros de modo salvífico. Está con nosotros como Redentor del mundo.

Habéis querido que este Congreso Eucarístico fuera al mismo tiempo Mariano. ¿Cómo no ver en este deseo una manifestación más de la estrecha unión entre María y el misterio del Emmanuel? En ella se cumple la profecía de Isaías (cf. Is Is 7,14 Mt 1,23) y se inicia la realización del designio redentor del Padre en Cristo. Dios se encarna en sus entrañas; es Emmanuel, Dios con nosotros. María, para asombro de la naturaleza, genera a su Creador, como proclama la Iglesia (cf. Ant. «Alma Redemptoris Mater»). Se convierte así, como ha sabido repetir la piedad popular, en “templo y sagrario de la Santísima Trinidad”.

3. Mientras estamos en presencia de Jesús Sacramentado, aquí en Lima, la capital del Perú, reunimos en torno a Cristo-Eucaristía todo este continente, las costas inmensas de los océanos, los nevados que se alzan al cielo, las selvas y los llanos tropicales, los ríos y los lagos, los altiplanos y las pampas.

Dando voz a todas las criaturas, cantemos al Señor el Salmo de la liturgia de la Ascensión:

710 “Porque Dios es el Rey del mundo... / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado” (Ps 47 [46], 8-9).

Sí, todas las criaturas piden a Dios que esté con ellas como Creador y Señor.

Y sin embargo su trono sobre la tierra es la cruz en el Calvario, donde su Cuerpo ha sido entregado a la muerte y su Sangre ha sido derramada por los pecados del mundo.

Y su trono es la Eucaristía: el pan y el vino como especies del sacrificio redentor de la presencia salvífica del Emmanuel.

4. Por eso, estamos alrededor de este sacramento admirable.

Venimos a él en esta gran peregrinación de los pueblos bolivarianos. Traemos todo lo que forma parte de la vida de estos pueblos y de la Iglesia en toda América Latina. A la Eucaristía hemos de asociar toda nuestra vida y la vida de los hombres del mundo entero.

El pan, “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, y el vino, “fruto de la vid y del trabajo del hombre”, simbolizan que todo lo bueno que llevamos en nosotros mismos y todo nuestro trabajo pueden convertirse en ofrenda y en alabanza a Dios.

De esta manera, la instauración del reino de los cielos comienza a hacerse realidad ya en la tierra. Dios quiere contar con nuestra colaboración unida a estas ofrendas. Mediante la Eucaristía, Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, los bienes de esta tierra sirven para instaurar el reino definitivo. El pan y el vino “son transformados misteriosa aunque real y sustancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios y Hijo de María” (Sollicitudo rei socialis SRS 48). El Señor asume en Sí mismo todo lo que nosotros hemos aportado y se ofrece y nos ofrece al Padre “en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el reino de Dios y anuncia su venida final” (Ibíd.).

5. Cristo se queda en medio de vosotros. No sólo durante la Misa, sino también después, bajo las especies reservadas en el Sagrario. Y el culto eucarístico se extiende a todo el día, sin que se limite a la celebración del Sacrificio. Es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros. Cuando se tiene fe en esa presencia real, ¡qué fácil resulta estar junto a El, adorando al Amor de los amores!, ¡qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía!

El amor a la Eucaristía ha sido ocasión para que se manifestara aquí –como en tantas partes del mundo–, el genio de vuestro pueblo, dejando en las naciones bolivarianas un patrimonio eucarístico singular, digno de ser conservado cuidadosamente (cf. Sacrosanctum Concilium SC 22). El alivio de la miseria de los que sufren nunca podrá ser una disculpa para descuidar o incluso menospreciar a Jesús en la Eucaristía; pues no hay que olvidar que la dignidad y el decoro en los objetos de culto y en las ceremonias litúrgicas, es una prueba de fe y de amor a Cristo en la Eucaristía.

6. Pero Jesús no sólo quiere permanecer con nosotros; quiere darnos la fuerza para entrar en su reino. “No todo el que me diga: “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”(Mt 7,21). Cristo, que ha cumplido la voluntad de su Padre “hasta la muerte y muerte de cruz” (Ph 2,8), nos hace partícipes, de su fidelidad, mediante la Eucaristía. A través de ella nos da la fuerza que hace posible cumplir la voluntad de Dios, por la que entramos en el reino de los cielos. Cristo quiere ser nuestro alimento. “Tomad y comed, éste es mi Cuerpo” (Mt 26,26), nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos el día de Jueves Santo. Es el misterio del amor, que exige de nuestra parte una respuesta de amor. Por eso hemos de recibirlo siempre dignamente, con el alma en gracia, habiéndonos purificado antes, cuando lo necesitemos, mediante el sacramento de la penitencia. “Quien como el Pan o beba el Cáliz del Señor indignamente –nos dice el Apóstol San Pablo– será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1Co 11,27). Y lo recibiremos con la mayor frecuencia posible como manifestación de nuestro amor, de nuestro deseo de asemejarnos a El y ser verdaderos discípulos suyos en el servicio a nuestros hermanos.

711 Emmanuel, Dios con nosotros, Dios dentro de nosotros es como un anticipo de la unión con Dios que tendremos en el cielo. Cuando lo recibimos con las debidas disposiciones se refuerza, por así decir, la inhabitación de la Trinidad en nuestra alma, la percibimos más íntimamente. Al comulgar podemos escuchar de nuevo a Cristo que nos dice “el reino de los cielos ya está entre vosotros” (Lc 17,21).

Recordamos, al mismo tiempo, que su reino, aunque ya incoado en el tiempo presente, no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Su reino es el “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” («Praefatio» in sollemnitate Domini Nostri Iesu Christi Universorum Regis). Es el reino a donde va a prepararnos un lugar y al que nos llevará cuando nos lo haya preparado (cf. Jn Jn 14,2-3), si le hemos sido fieles. De esta manera, sabremos rechazar la tentación del mesianismo terreno: la tentación de reducir la misión salvífica de la Iglesia a una liberación exclusivamente temporal. “La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones: en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 63). Por eso, enseña que “la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo” (Ibíd.22).

7. “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis de este cáliz, –acabamos de escuchar en la liturgia– proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11,26).

Cada vez que participamos de la Eucaristía nos unimos más a Cristo y, en El, a todos los hombres, con un vinculo más perfecto que toda unión natural. Y, unidos, nos envía al mundo entero para dar testimonio del amor de Dios mediante la fe y las obras de servicio a los demás, preparando la venida de su reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente. Descubrimos, también, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo a favor del desarrollo y de la paz, y recibimos de El las energías para empeñarnos en esa misión cada vez con más generosidad (Sollicitudo rei socialis SRS 48). Construimos así una nueva civilización: la civilización del amor. Una civilización que, aquí en el Perú, han contribuido a forjar almas escogidas como Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Francisco Solano, San Juan Macías, la beata Ana de los Ángeles y tantos otros cristianos ejemplares, que mediante el testimonio de sus vidas y con sus obras de caridad nos han dejado un camino luminoso de auténtico amor preferencial a los pobres desde el Evangelio. Una civilización que, sobre esa base de amor a la persona que está cerca de nosotros –nuestro prójimo–, transformará las estructuras y el mundo entero.

8. ¡Iglesia de esta tierra peruana! ¡Iglesia en los países bolivarianos! ¡Iglesia en todo este continente que se prepara a celebrar los 500 años de su evangelización! Este es el día en que Cristo, antes de subir al cielo, manda a los Apóstoles por todo el mundo.

Precisamente hoy –antes de ir de este mundo al Padre–, Jesús les dice: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).

Pero, ¿qué representa un reducido número de Doce para ir a todo el mundo, para predicar a toda criatura?

Los mismos Apóstoles podrían haberse hecho esta pregunta: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cómo podremos hacer frente a esta misión? ¿Cómo conseguiremos cambiar esta civilización de muerte en una civilización de amor y de vida? Son preguntas que también hoy nosotros nos hacemos; interrogantes que pueden asaltarnos ante la magnitud de la tarea que nos aguarda.

Y es el mismo Señor el que contesta. Jesús dice a sus discípulos y, en ellos, a nosotros: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Ac 1,8).

¡Los confines de la tierra! Ya entonces había sido previsto el tiempo en que, a estos “confines de la tierra”, desconocidos, entre el Océano Atlántico y el Pacífico, vendrían los Apóstoles de la Buena Nueva en la persona de sus lejanos sucesores y continuadores.

9. ¡Iglesia del Perú! ¡Iglesia de los países bolivarianos! ¡Iglesia de América Latina! Cristo te habla con las mismas palabras con las que habló entonces y te envía a predicar la Buena Nueva a toda creatura lo mismo que envió a los Apóstoles el día de la Ascensión.

712 La Eucaristía es el sacramento de esta misión. En la Eucaristía se perpetúa la muerte y resurrección del Señor. En ella se hace presente la potencia del Espíritu Santo que nos impulsa a ser testigos de Cristo para anunciar su mensaje salvador a todas las naciones.

La Eucaristía que hoy celebramos aquí es sacramento de la misión, del envío. De ella nace la misión de todos: de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, de los laicos, de todo el Pueblo de Dios.

¡Caminad, por tanto, alimentados y sostenidos por la Eucaristía! ¡Caminad con María, la Madre de Jesús! Permaneced con Ella en oración perseverante (cf
Ac 1,14). Ella es la Madre de la Iglesia naciente y, después de la Ascensión del Hijo, su condición maternal permanece en la Iglesia para sostenernos con su amor (Redemptoris Mater RMA 40). ¡Caminad!, y que no os falte coraje ni paciencia, que no os falte humanidad y constancia. ¡Que no os falte la caridad!

Hijos y hijas de América Latina: También yo os repito estas palabras que hemos escuchado del libro de los Hechos de los Apóstoles: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Ac 1,11).

Todos nosotros estamos en este mundo, en medio de las realidades terrenas, pero con nuestra mirada puesta en lo alto, sabiendo que el Señor ha de venir de nuevo.

Con gran amor y confianza estamos “en la espera de tu venida”.

Maranà tha. ¡Ven Señor Jesús!

VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS ROQUE GONZÁLEZ,

ALFONSO RODRÍGUEZ Y JUAN DEL CASTILLO


HOMILÍA DEL SANTO PADRE GIOVANNI PAOLO II


Campo «Ñu Guazú» de Asunción (Paraguay)

Lunes 16 de mayo de 1988





“¡Señor, dueño nuestro, / qué admirable es tu nombre / en toda la tierra!” (Ps 8,2).

1. Hoy amadísimos hermanos y hermanas de Asunción y de todo Paraguay, es un día de fiesta grande para vuestro país y para toda la Iglesia. Como Sucesor del Apóstol Pedro, tengo la dicha de celebrar esta Eucaristía, en la que son elevados a los altares un hijo de esta querida ciudad de Asunción, el padre Roque González de Santa Cruz –primer santo de este queridísimo Paraguay–, y sus dos compañeros, los padres Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, nacidos en tierras de España, en Zamora el primero y en Belmonte (Cuenca) el segundo, los cuales, por amor a Dios y a los hombres, vertieron su sangre en tierras americanas.

713 Todos ellos gastaron su vida en cumplir el mandato de Cristo de anunciar su mensaje “hasta los confines de la tierra” (Ac 1,8). La fuerza salvadora y liberadora del Evangelio se hizo vida en estos tres abnegados sacerdotes jesuitas que la Iglesia en este día presenta como modelos de evangelizadores. Su inquebrantable fe en Dios, alimentada en todo momento por una profunda vida interior, fue la gran fuerza que sostuvo a estos pioneros del Evangelio en tierras americanas. Su celo por las almas les llevó a hacer cuanto estuvo en sus manos por servir a los más pobres y abandonados. Todos sus encomiables trabajos en favor de aquellas poblaciones –tan necesitadas de ayuda espiritual y humana–, todas sus fatigas y sufrimientos tuvieron como único objetivo el transmitir el gran tesoro de que eran portadores: la fe en Jesucristo, salvador y liberador del hombre, vencedor del pecado y de la muerte.

Los Pastores y todo el Pueblo de Dios que vive en Paraguay, así como de las otras naciones hermanas de la cuenca del Plata, cuyos dignos representantes están entre nosotros, encontrarán en estos nuevos Santos modelos y guías seguros en su peregrinación hacia la Jerusalén, la patria celestial. El hecho mismo de ser venerados en todos los países del sur de este continente de la esperanza no solamente indica la vigencia de una fe que no conoce fronteras, sino que ha de estimularos a promover en estas naciones una conciencia cada vez más viva y operante del ideal cristiano de fraternidad, sobre la base de las comunes raíces religiosas, culturales y históricas.

2. “¡Señor, ...qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Ps 8,2), repetimos con las palabras del Salmo.

Ensalzando el nombre de Dios, que nos ha enriquecido con estos modelos de evangelizadores, saludo a todos los aquí presentes y a todos los que habitan estas tierras paraguayas. Al señor arzobispo de esta querida arquidiócesis y a su obispo auxiliar, a todos los hermanos en el Episcopado del Paraguay y de los demás países vecinos que han querido unirse a nosotros en esta liturgia, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a las autoridades civiles y militares y a todos los amadísimos fieles. Saludo especialmente a los superiores de la Compañía de Jesús y a todos los hijos de San Ignacio de estas regiones.

Hace un momento, al solicitar oficialmente la canonización de los padres Roque González de Santa Cruz, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, se ha pasado en reseña su vida santa, así como los méritos y gracias celestiales con que el Señor quiso adornarlos. En ellos, y en presencia de los frutos que obtuvieron en sus tareas de difusión de la verdad cristiana y de promoción humana, reconocemos las señales auténticas de los apóstoles, cuya vida está sólidamente edificada en la imitación de Cristo.

3. “¡Señor, dueño nuestro, / que admirable es tu nombre / en toda la tierra!” (Ps 8,2).

“A imagen tuya creaste al hombre” («Prex Eucharistica»).

“Lo hiciste poco inferior a los ángeles, / lo coronaste de gloria y dignidad; / le diste el mando sobre las obras de tus manos” (Ps 8,6).

Toda la creación canta alabanzas a Dios. Todas sus obras son motivo de acción de gracias. Y sobre todas destaca el hombre, “poco inferior a los ángeles”, el cual tiene el dominio sobre las obras de sus manos. El hombre, la criatura que puede alabar a Dios conscientemente, la que puede llegar a reconocerlo por las obras de sus manos cuando contempla “el cielo, ...la luna y las estrellas” (Ibíd. 4).

Este hombre que fue creado por Dios “a imagen suya” (Gn 1,27), según su “semejanza” (Ibíd.1, 26), es, sin embargo, capaz de olvidarse de El y caer en el pecado, que es la peor de las esclavitudes. “Sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluido de la vida de Dios (Ep 4,18) –como dice San Pablo a los fieles de Efeso–, habiendo perdido el sentido moral, se entregan al libertinaje, hasta practicar con desenfreno toda suerte de impurezas” (Ep 4,19). Es “el hombre viejo corrompido por deseos de placer” (Ibíd. 4, 22).

4. Pero el mismo Apóstol añade: “Cristo os ha enseñado a abandonar el anterior modo de vivir... a renovaros en la mente y en el espíritu” (Ibíd. 4, 22-23). “Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre (Redemptor hominis RH 10). Sólo en Cristo “el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de la humanidad” (Ibíd.).

714 Sabiéndose responsables en cuanto a la necesidad de custodiar la dignidad humana en aquel momento de la historia, el padre Roque González, el padre Alfonso Rodríguez, el padre Juan del Castillo y tantos otros cristianos, afrontaron el tremendo desafío que había supuesto el descubrimiento del llamado Nuevo Mundo. Convencidos de que el Evangelio es mensaje de amor y de libertad, procuraron dar a conocer “la verdad en Cristo Jesús” (Ep 4,21) a lo largo y a lo ancho de estas tierras. Respondiendo al llamado del Señor que los invitaba a hacer discípulos en todas las naciones, quisieron repetir a los pueblos recién conocidos las palabras de San Pablo a los Efesios:

“Dejad que el espíritu renueve vuestra mentalidad, y vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas” (Ibíd. 4, 24).

5. En su afán de ganar almas para Cristo, el padre Roque y sus compañeros recorrieron todas estas tierras desde el estuario del Plata hasta las nacientes de los ríos Paraná y Uruguay, y hasta las sierras de Mbaracayú en el Alto Paraguay, afrontando todo tipo de incomodidades y peligros. Infatigables en la predicación, austeros en su vida personal, el amor a Cristo y a los indígenas les llevó a abrir caminos nuevos y levantar reducciones que facilitaran la difusión de la fe y aseguraran condiciones de vida dignas a sus hermanos. Itapúa, Santa Ana, Yaguapoá, Concepción, San Nicolás, San Javier, Yapeyú, Candelaria, Asunción del Yjuhí y Todos los Santos Caaró son nombres de lugares que han entrado en la historia de la mano de estos Santos. Lugares en que se promovió un auténtico desarrollo, que abarcó “la dimensión cultural, trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad” (Sollicitudo rei socialis SRS 46).

Toda la vida del padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires estuvo marcada plenamente por el amor: amor a Dios y, por El, a todos los hombres, en especial a los más necesitados, a aquellos que no conocían la existencia de Cristo ni habían sido aún liberados por su gracia redentora.

Los frutos no se hicieron esperar. Como resultado de su acción misionera, muchos fueron abandonando los cultos paganos para abrirse a la luz de la verdadera fe. Los bautismos se sucedieron ininterrumpidamente y continuaron también después de su muerte hasta abarcar multitudes. Junto a la administración de los sacramentos ocupaba un lugar primordial la instrucción en las verdades de la fe expuesta sistemáticamente y de modo asequible a los oyentes. Floreció también la vida litúrgica –bautismos solemnes, procesiones eucarísticas– y toda una piedad popular enraizada en la doctrina: congregaciones marianas, fiestas patronales de San Ignacio, música sagrada...

6. Al mismo tiempo, la labor de los padres jesuitas hizo que aquellos pueblos guaraníes pasaran, en pocos años, de un estado de vida seminómada a una civilización singular, fruto del ingenio de misioneros y indígenas.

De este modo se puso en marcha un notable desarrollo urbano, agrícola y ganadero. Los nativos se iniciaron en la agricultura y en la ganadería. Florecieron los oficios y las artes, de lo cual dan testimonio todavía hoy tantos monumentos. Iglesias y escuelas, casas para las viudas y huérfanos, hospitales, cementerios, graneros, molinos, establos y otras obras y servicios civiles surgieron en pocos años en más de treinta villas y pueblos por toda vuestra geografía y por las regiones vecinas. Con la palabra y el ejemplo de tantos santos religiosos, los aborígenes se hicieron también pintores, escultores, músicos, artesanos y constructores. El sentido de solidaridad conseguido creó un sistema de tenencia de tierras que combinó la propiedad familiar con la comunitaria, asegurando la subsistencia de todos y el socorro de los más necesitados. Se navegaron y exploraron los grandes ríos. Se hicieron descubrimientos geográficos y científicos, y llegaron a incorporarse a la civilización y a la fe territorios inmensos.

Con la prudencia que da el vivir en Cristo y movido únicamente por los valores del Evangelio, el padre González de Santa Cruz supo ganarse el respeto y la consideración tanto de los caciques indígenas como de las autoridades europeas de Asunción y del Río de la Plata. Su sentido de justicia –vivido en primer lugar con Dios–, le llevó a elevar su voz en defensa de los derechos de los indios. Junto con otros muchos eclesiásticos de la región, consiguió eliminar el yaconazgo en esta parte del continente y mitigar los abusos de la encomienda. Se formó así una legislación ejemplar, en un clima de concordia y armonía, que posibilitó la fusión étnica y cultural característica de este país.

7. “¡Señor, dueño nuestro, / qué admirable es tu nombre / en toda la tierra! / Ensalzaste tu majestad sobre los cielos; / ...afirmas tu fortaleza / frente a tus adversarios, / para acabar con enemigos y rebeldes” (Ps 8,2-3).

La labor inmensa de estos hombres, toda esa labor evangelizadora de las reducciones guaraníticas, fue posible gracias a su unión con Dios. San Roque y sus compañeros siguieron el ejemplo de San Ignacio, plasmado en sus Constituciones: “Los medios que unen al instrumento con Dios y lo disponen a dejarse guiar por su mano divina son más eficaces que aquellos que lo disponen hacia los hombres” (San Ignacio de Loyola, Constitutiones Societatis Iesu, n. 813).

Por eso, estos nuevos santos vivieron en aquella “familiaridad con Dios, nuestro Señor” (Ibíd.), que su fundador quería como característica del jesuita. Fundamentaron así, día a día, su trabajo en la oración, sin dejarla por ningún motivo. “Por más ocupaciones que hayamos tenido –escribía el padre Roque en 1613–, jamás hemos faltado a nuestros ejercicios espirituales y modo de proceder” (Epist., 8 de octubre de 1613).

715 8. La liturgia del día de hoy nos lleva, queridos hermanos y hermanas, al Cenáculo, donde escuchamos aquellas palabras de Cristo: “Os doy el mandato nuevo: que os améis mutuamente como yo os he amado... En esto conocerán todos que sois discípulos míos” (Jn 13,34-35).

San Juan nos ha transmitido también estas otras palabras de Cristo: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Ibíd. 15, 13). Ellas nos dan la clave para entender la vida cristiana capaz de inmolarse con el martirio. Por eso, debemos amarnos los unos a los otros, teniendo como modelo el amor de Cristo a los hombres. Las páginas del Evangelio están llenas de este amor. Grandes y pequeños, sabios y ignorantes, hombres con posesiones y otros que no tenían nada, justos y pecadores, hallaron siempre acogida bondadosa en el corazón de Cristo. Clavado en la cruz, poco antes de entregar su vida, dio el testimonio postrero de amor perdonando a quienes lo crucificaron (cf. Lc Lc 23 Lc Lc 34). El Apóstol Juan, discípulo amado, nos legó en su Evangelio el mandamiento nuevo del Señor, subrayando cuál es la mayor prueba de amor (cf. Jn Jn 15,12 Jn Jn 15,13).

El padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires habían entendido y experimentado, sin duda, esta enseñanza. Por eso, fueron capaces de abandonar la vida tranquila del hogar paterno, el ambiente y las actividades que les eran familiares, para mostrar la grandeza del amor a Dios y a los hermanos. Ni los obstáculos de una naturaleza agreste, ni las incomprensiones de los hombres, ni los ataques de quienes veían en su acción evangelizadora un peligro para sus propios intereses, fueron capaces de atemorizar a estos campeones de la fe. Su entrega sin reservas los llevó hasta el martirio. Una muerte cruenta que ellos nunca buscaron con gestos de arrogante desafío. Siguiendo las huellas de los grandes evangelizadores, fueron humildes en su perseverancia y fieles a su compromiso misionero. Aceptaron el martirio porque su amor, levantado sobre una robusta fe y una invicta esperanza, no podía sucumbir ni siquiera ante los duros golpes de sus verdugos. Así, como testigos del mandamiento nuevo de Jesús, dieron prueba con su muerte de la grandeza de su amor.

9. El corazón incorrupto del padre Roque González de Santa Cruz constituye una imagen elocuente del amor cristiano, capaz de superar todos los límites humanos, hasta los de la muerte. Hoy, día de su canonización, el padre Roque González de Santa Cruz se hace presente de una manera especial entre vosotros. Es no sólo un paraguayo, sino un hijo de vuestra ciudad, de Asunción, párroco de vuestra catedral, jesuita ejemplar, amadísimo de vuestro pueblo. El vuelve hasta vosotros y os habla otra vez:

– para exhortaros a conservar viva vuestra fe; aquella fe en Cristo que los nuevos Santos transmitieron con su vida y hicieron fecunda con su sangre;

– para alentaros a hacer que esta fe sea verdaderamente operativa. Que vuestro amor a Dios fructifique en un amor al prójimo capaz de abatir todas las barreras de división y crear un sentido de verdadera solidaridad y de caridad en el Paraguay de hoy;

– para invitaros a ser fieles a las más genuinas tradiciones culturales de vuestro pueblo y de vuestra tierra, impregnadas del sentido de auténtica religiosidad cristiana;

– para daros ejemplo de amor a la Virgen María, que os guiará en vuestra vida como guió los pasos de San Roque en su peregrinación apostólica entre vosotros.

Católicos de Asunción y de todo el Paraguay: No cerréis vuestros oídos a esta voz. Es el primer Santo de vuestro país. El se ha quedado aquí, entre vosotros, como señal de su amor sin límites. ¡Que sus fatigas no sean vanas! ¡Dad a su corazón la alegría de ver que os amáis como Cristo nos ha amado!

10. “Hijos míos –dice Jesús a sus discípulos en el Cenáculo– ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Me buscaréis... pero a donde yo voy, vosotros no podéis venir” (Jn 13,33). “En la casa del Padre hay muchas mansiones; ...voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Ibid. 14, 2-3).

Cristo nos ha abierto las puertas del cielo. El es el primogénito de los muertos y el primero de los que resucitan. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tiene ya su Cabeza en el cielo y, con Cristo, están ya muchos de sus miembros. Es la Iglesia triunfante, descrita por San Juan en el Apocalipsis:

716 “Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo.... Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos” (Ap 21,2-3).

Allí, gozando de la visión de Dios, están todos los que abandonaron “el anterior modo de vivir”(Ep 4,22), de que nos habla San Pablo y que han seguido su consejo: “Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad, y vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas” (Ibíd. 4, 24). Allí están todos aquellos a los que el Señor, como justo Juez, dirá: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25,34). Todos aquellos que han seguido el “angosto camino que lleva a la vida” (Ibíd. 7, 14), desechando “la entrada ancha y el camino espacioso que lleva a la perdición” (Ibíd.7, 13).

11. Entre todos los que gozan ya de la visión de Dios, la Iglesia canoniza a algunos, proponiéndolos como modelos de santidad para todos los cristianos. Cada vez que esto ocurre, toda la Iglesia se llena de alegría porque uno de sus hijos ha conseguido el premio prometido por Cristo. Siempre que esto ocurre, cada cristiano se llena de esperanza, porque un hermano suyo –con todas las limitaciones de la naturaleza humana– ha “llegado a la meta en la carrera” (2Tm 4,7), ha “conservado la fe” (Ibíd.).

Esta canonización de tres mártires jesuitas es también un motivo de sano orgullo para toda la Compañía de Jesús. Roque González se encuentra entre los primeros jesuitas del nuevo continente, y Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo pertenecen a aquel grupo de hombres generosos que, respondiendo a la llamada de Jesús para incorporarse a su compañía, llevaron a Cristo por todo el mundo.

12. “¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre / en toda la tierra!” (Ps 8,2).

La Virgen es, para nosotros, modelo de santidad. San Roque González de Santa Cruz, San Alfonso Rodríguez y San Juan del Castillo, como San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, fueron ejemplo de ferviente devoción a la Santísima Virgen –a la que invocaban como Virgen Conquistadora– en su anhelo por conquistar almas para Dios. La fe de vuestro pueblo y el celo de los primeros evangelizadores han dejado un elocuente testimonio de devoción a María en la multitud de advocaciones marianas que pueblan vuestra geografía y las regiones limítrofes. Sin aquella acendrada piedad y prácticas marianas, particularmente el rezo del Santo Rosario, no hubieran sido tan abundantes los frutos apostólicos por los que hoy damos gracias a Dios.

Que la intercesión de la Virgen de los Milagros de Caacupé nos obtenga la fidelidad a su Hijo para que, finalmente, todos entremos en la nueva Jerusalén, donde ya “no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Ap 21,4).

“Vi la ciudad santa” (Ibíd. 21, 2), la morada de Dios con los hombres. “Ellos serán mi pueblo y Dios estará con ellos” (Ibíd. 21, 3). “Un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ibíd. 21, 1), “porque el primer mundo ha pasado”(Ibíd. 21, 4).

Así sea.

B. Juan Pablo II Homilías 704