B. Juan Pablo II Homilías 439


VIAJE APOSTÓLICO A ZARAGOZA,

SANTO DOMINGO Y PUERTO RICO


Explanada de la «Avenida de los Pirineos» (Zaragoza)

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Miércoles 10 de octubre de 1984




Id y enseñad a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado. Y mirad: yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los siglos” (
Mt 28,19-20).

1. Estas palabras me parecen particularmente vivas y apropiadas para este encuentro que tengo con vosotros, queridos hermanos obispos, amados hermanos y hermanas de España.

El mandato misionero de Jesús en las riberas del Tiberíades, resuena hoy con fuerza a orillas del Ebro, donde desde hace tantos siglos alienta un eco de los afanes apostólicos de Santiago y de Pablo.

“Id y enseñad a todos los pueblos”. Son esas palabras del Maestro las que me empujan hoy hacia tierras de América, en un viaje que tiene mucho que ver con su mandato misionero.

En efecto, se aprestan ahora los pueblos e Iglesias de América a celebrar el V centenario de su primera evangelización, de su bautismo en la fe de Jesucristo. Una tarea ingente y secular que tuvo su origen aquí, en tierras ibéricas. Una siembra generosa y fecunda la de aquellos misioneros españoles y portugueses que sembraron a manos llenas la Palabra del Evangelio, en un esfuerzo que llega hasta hoy, y que constituye una de las páginas más bellas en toda la historia de la evangelización llevada a cabo por la Iglesia.

Cuando se trata de dar gracias a Dios por los frutos tan abundantes de aquella siembra, y de profundizar en los compromisos actuales y futuros de la evangelización en todo el continente, el Papa, que quiere ser “el primer misionero”, no podía estar ausente. Cuando hace casi dos años, en esta misma ciudad de Zaragoza tuve la alegría de postrarme a los pies de la Virgen del Pilar, y de evocar aquí, ante la Patrona de la Hispanidad, la proximidad del centenario del descubrimiento y evangelización de América, os dije que tal conmemoración era “una cita a la que la Iglesia no puede faltar” (Acto mariano nacional en honor de la Virgen del Pilar, 3; 6 de noviembre de 1982).

A la luz de esta promesa y del propósito misionero que anima mi nuevo viaje a Iberoamérica, bien podéis entender el sentido de la escala que he querido hacer en Zaragoza. En el umbral de un viaje eminentemente misionero, y en nombre de toda la Iglesia, he querido venir personalmente para agradecer a la Iglesia en España la ingente labor de evangelización que ha llevado a cabo en todo el mundo, y muy especialmente en el continente americano y Filipinas.

En muchos de mis viajes he podido constatar el fruto actual de esa labor. Quería por ello, en esta ocasión tan señalada, repetir aquí en Zaragoza lo que ya tuve la oportunidad de decir en Madrid, apenas iniciada mi visita apostólica: “¡Gracias, España; gracias, Iglesia de España por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo”! (Ceremonia de bienvenida en el aeropuerto Barajas de Madrid, 4; 31 de octubre de 1982). A la hora, pues, de iniciar los preparativos del V centenario de la evangelización de América, he querido hacer un alto en el Pilar de Zaragoza, para subrayar precisamente las dimensiones que este viaje lleva aparejadas.

2. Brilla aquí, en la tradición firme y antiquísima del Pilar, la dimensión apostólica de la Iglesia en todo su esplendor. El Papa es el que por designio y misericordia del Señor encarna y perpetúa de forma eminente esa tradición apostólica, que tiene en Roma una histórica e inquebrantable relación con la figura y el ministerio de Pedro. Pero el Papa quiere llevar a las Iglesias en América no sólo la firmeza de la fe que Pedro representa, sino también la audacia misionera de los otros apóstoles, que obedeciendo al mandato del Maestro, pusieron sus talentos y sus mismas vidas al servicio de la difusión del Evangelio en el Nuevo Mundo.

La fe que los misioneros españoles llevaron a Hispanoamérica, es una fe apostólica y eclesial, heredada —según venerable tradición que aquí junto al Pilar tiene su asiento secular— de la fe de los Apóstoles. Desde la misma fuente vigorosa y auténtica de la fe de los Apóstoles, quiere ahora el Papa llevar un nuevo impulso a las Iglesias en América y a vuestra propia Iglesia española.

441 3. Aquí, en Zaragoza, luce también esta tarde la dimensión misionera de la Iglesia y, bien en concreto, de la Iglesia en España.

Hace unos instantes he podido encontrar en el templo del Pilar a las familias de los sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares que sirven hoy al Evangelio en las Iglesias hermanas en América. Ha sido un encuentro breve, pero intenso. ¡No se ha extinguido en la Iglesia en España el aliento misionero! ¡No habéis dejado de cumplir el “id y enseñad a todos los pueblos”! Cerca de diez y ocho mil misioneros españoles perpetúan hoy en aquellas tierras, tan hermanas vuestras, la tradición misionera que yo deseo se acreciente, como una de las glorias más altas de esta Iglesia. ¡Que el Señor bendiga los pasos y las manos de los españoles que en todo el mundo, y especialmente en América, evangelizan y bautizan en su nombre!

¡Que el Señor premie la generosidad de las familias españolas que saben dar sus hijos a la tarea de “ir y enseñar” que nos legó el Maestro! ¡Que el Señor conceda y aumente a esta Iglesia el talante misionero que distinguió su pasado, que forma parte de su vida presente y que debe estimular y enriquecer su futuro!

4. Hay todavía una tercera dimensión, muy entrañable y muy especial, en esta mi escala en España y en Zaragoza: la dimensión mariana.

Mis últimas palabras cuando me despedí de vosotros en Compostela, después de diez días de convivencia de los que guardo gratísimo recuerdo, fueron éstas: “Hasta siempre, España; hasta siempre tierra de María” (Ceremonia de despedida en el aeropuerto de Compostela, 4; 9 de noviembre de 1982). En su compañía y bajo su amparo os dejaba entonces y junto a ella, junto a este Pilar de Zaragoza que simboliza la firmeza de la fe de los españoles y de su gran amor a la Virgen María, os encuentro ahora de nuevo.

No es indiferente ni casual este encuentro. La fe mariana de los misioneros españoles cuajó bien pronto en aquellas latitudes en devociones y advocaciones que siguen siendo norte y estrella de los creyentes de aquellos países. Decir España, es decir María. Es decir el Pilar, Covadonga, Aránzazu, Montserrat, Ujué, el Camino, Valvanera, Guadalupe, la Almudena, los Desamparados, Lluch, la Fuensanta, las Angustias, los Reyes, el Rocío, la Candelaria, el Pino. Y decir Iberoamérica, es decir también María, gracias a los misioneros españoles y portugueses. Es decir Guadalupe, Altagracia, Luján, la Aparecida, Chiquinquirá, Coromoto, Copacabana, el Carmen, Suyapa y tantas otras advocaciones marianas no menos entrañables.

La Conferencia de Puebla, en su reflexión sobre la evangelización, dijo expresamente: “Ella tiene que ser cada vez más pedagoga del Evangelio en América Latina” (Puebla, 290). Sí, la pedagoga, la que nos lleve de la mano, la que nos enseñe a cumplir el mandato misionero de su Hijo y a guardar todo lo que El nos ha enseñado. El amor a la Virgen María, Madre y Modelo de la Iglesia, es garantía de la autenticidad y de la eficacia redentora de nuestra fe cristiana.

Vuestros hermanos de América, que quieren celebrar hondamente el V centenario de la llegada del Evangelio a aquellas inmensas tierras, se debaten en un largo y complejo esfuerzo de afirmación social, cultural y espiritual. Esa América tensa y esperanzada, joven y doliente, esquilmada y generosa, su futuro humano y religioso, yo quiero ponerlo esta tarde a los pies de la Virgen en son de súplica. ¡Que Ella, María, la Madre de la Iglesia, siga guiando y alumbrando la fe y el camino de los pueblos de América! ¡Que encuentren siempre en vosotros, católicos españoles, el consuelo de un testimonio ferviente y la ayuda de vuestra colaboración humilde y generosa!

Pero si nuestro encuentro y nuestra plegaria de hoy tienen una dimensión apostólica, misionera y mariana en función de mi viaje a Santo Domingo y Puerto Rico, no quisiera que consideraseis este alto en Zaragoza como una mera escala en el camino hacia América. Me urgía reconocer y agradecer ante toda la Iglesia vuestro pasado evangelizador. Era un acto de justicia cristiana e histórica. Pero me urge también estimular vuestra capacidad misionera de cara al futuro.“Recordad siempre —como os dije hace dos años— que el espíritu misionero de una determinada porción de la Iglesia es la medida exacta de su vitalidad y de su autenticidad” (Encuentro con los religiosos en Madrid, 8; 2 de noviembre de 1982. Es lo que esta tarde os repito con intensidad nueva.

5. Conozco vuestros esfuerzos, vuestras aspiraciones y dificultades. Mi visita de hace dos años me enseñó a conocer mejor vuestra tradición religiosa y a apreciar vuestros empeños presentes. Entonces pude decir con toda sinceridad a vuestros obispos: “A pesar de los claroscuros, de las sombras y altibajos del momento presente, tengo confianza y espero mucho de la Iglesia en España” (Discurso a la Asamblea plenaria de la Conferencia episcopal española, 8; Madrid, 31 de octubre de 1982).

Mantengo hoy, acrecentadas, la misma confianza y esperanza. Sé bien que vuestros Pastores han diseñado un amplio y exigente programa de “servicio a la fe del pueblo español” basado en la predicación que hace dos años desarrollé en tantos lugares de esta querida nación. Esa predicación no era sino el cumplimiento por mi parte como “primer misionero”, del mandato de Jesús: “Id y enseñad”. Pido al Señor que su recuerdo y meditación produzca los frutos deseados en el Pueblo de Dios.

442 El modo más natural de concluir este grato encuentro con vosotros es ratificar ahora mi predicación de aquellos días, recordándoos el mandato de Jesús: Id y enseñad todo lo que yo os he enseñado. Enseñad no sólo de palabra, sino también con el ejemplo de vuestra vida.

¡Sed firmes en la fe como este Pilar de Zaragoza! Sed coherentes en vuestro comportamiento personal, familiar y público con las enseñanzas y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo! Dad testimonio práctico de la grandeza y de la bondad de Dios ante aquellos que no le conocen o, conociéndole, parecen avergonzarse de El, en público o en privado. Superad la tentación de las desconfianzas y las divisiones estériles, viviendo con gozo y generosidad la unidad de la fe y la comunión del amor de Cristo.

A ello os guiará el esforzado ministerio de vuestros obispos, mis hermanos, cuya comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro es garantía de una fiel transmisión de la fe, base primera de un futuro evangelizador rico en frutos de vida cristiana, en sintonía con el glorioso pasado antes evocado.

6. Sobre nuestra vida social, vuelve a mi mente lo que os dije desde el Nou Camp de Barcelona: “Vivid vosotros e infundid en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo”. “Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana” (Homilía en Barcelona, 8; 7 de noviembre de 1982). Ojalá tenga así plena efectividad en vuestro país el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que prefieren para sus hijos.

Sed ejemplares en vuestra vida cívica y en la capacidad de convivencia, contribuyendo a una mayor justicia social para todos. Con el debido respeto a las legítimas opciones ajenas, “esforzaos porque las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la vida” (Ibíd., 1212).

No caigáis en el error de pensar que se puede cambiar la sociedad cambiando sólo las estructuras externas o buscando en primer lugar la satisfacción de las necesidades materiales. Hay que empezar por cambiarse a sí mismo, convirtiendo de verdad nuestros corazones al Dios vivo, renovándose moralmente, destruyendo las raíces del pecado y del egoísmo en nuestros corazones. Personas transformadas, colaboran eficazmente a transformar la sociedad.

7. Vosotros que fuisteis capaces de aquella empresa gigantesca que hoy hemos evocado, sed fieles a vuestra historia de fe. Tened confianza en vosotros mismos. Vivid con integridad vuestra fe, en un contexto en el que se la respete plenamente o en el que se le puedan crear algunos obstáculos. Caminad juntos hacia el futuro.

Tenéis delante una gran empresa: preparar ya desde ahora la Iglesia en España, renovada, fiel y generosa del año dos mil, para que vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos encuentren en ella la gracia de Dios y las riquezas de sus dones, para que España pueda seguir siendo fiel a sí misma y punto de apoyo en la difusión del Evangelio.

Os convoco a vosotros, mis queridos jóvenes, con el recuerdo del Bernabéu siempre vivo en mis oídos y en mi corazón.

Convoco a las familias cristianas, que veo aún en ellas la imponente Eucaristía de la Castellana.

Convoco a las religiosas del claustro, que con su vida hecha plegaria y su entusiasmo, pusieron una nota de calor en la fría mañana de Avila.

443 Convoco a los seglares católicos, a los educadores en la fe, a los niños, a los obreros cristianos, hombres del campo y del mar, a los hombres de la cultura y de la ciencia, a los que tengo bien presentes en los diversos lugares de nuestros inolvidables encuentros.

Convoco, en fin, a todos los católicos españoles, cuya vitalidad de fe me es bien conocida.

Que la Virgen María, bajo cuya protección materna nos hemos reunido esta tarde para cantar y rezar, bendiga copiosamente a todos vosotros, bendiga las familias de España y bendiga esta Iglesia querida, apostólica, misionera y mariana.

Con este deseo os doy a vosotros, Pastores y fieles, en especial a los enfermos de toda España y a cuantos sufren, mi Bendición Apostólica.



VIAJE APOSTÓLICO A ZARAGOZA,

SANTO DOMINGO Y PUERTO RICO

MISA PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS



Santo Domingo - Jueves 11 de octubre de 1984



1. “El mismo Dios que dijo: de las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones” (2Co 4,6).

La Iglesia comienza hoy, queridos hermanos en el Episcopado, amados hermanos y hermanas, una novena particular. Es el período de nueve años que nos separa de la fecha del descubrimiento de América.

Esta fecha —una de las más importantes de la historia de la humanidad— marca también la del comienzo de la fe y de la Iglesia en este continente.

Llegado a esta Isla, en la que hace casi 500 años se celebró la primera Misa y se plantó la primera cruz, como Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro deseo inaugurar esta novena de años, junto con el Episcopado y con toda la Iglesia en América Latina, así como con los representantes de los obispos de España, de Portugal, Filipinas, Estados Unidos y Canadá, especialmente vinculados, por diversos títulos, a esta celebración.

“EL mismo Dios que dijo: de las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones”.

Ante la expedición guiada por Cristóbal Colón se abrieron tierras desconocidas y apareció un Nuevo Mundo. Y a la vez, el mismo Dios que a los descubridores, rodeados por el abismo del inmenso océano, permitió un día dar el grito de ¡tierra!, El mismo “ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (Ibíd.).

444 2. Este fue el principio salvífico del conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo: el comienzo de la evangelización de América, el comienzo de la fe y de la Iglesia en el Nuevo Mundo.

Todos vosotros que constituís esta Iglesia, deseáis conmemorar esa fecha con profunda gratitud al Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, al Dios que es amor y verdad.

Para ello, ya desde ahora, durante esta novena preparatoria de años, deseáis seguir las huellas de todos aquellos mensajeros de la fe, que viniendo hasta aquí desde finales del siglo XV, han dado testimonio como el Apóstol Pablo: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús” (Ibíd., 4, 5).

Ese testimonio vivido y predicado de Cristo Jesús como el Señor, como luz para la vida, como principio y fin de la existencia humana, como hermano del hombre en el plan salvador de Dios, es la gran novedad que mueve a sucesivas generaciones de misioneros. Ellos llegan sobre todo de la península Ibérica: franciscanos, mercedarios, dominicos, agustinos, jesuitas, capuchinos y otras órdenes religiosas. Luego se asocian también los procedentes de otras naciones. Así, año tras año en el decurso de varios siglos, hasta nuestros días, hasta que la fe en Cristo se consolida con raíces propias en la nueva cristiandad.

La fe en Cristo Salvador y el servicio a la misma, es lo que atrae a los predicadores del Evangelio; es lo que los hace servidores del hombre que encuentran en las nuevas tierras, en quien su fe les hace descubrir al hombre hermano, al redimido por Cristo, al hijo del único Padre, Dios.

¡Qué profundo estupor produce todavía hoy la gesta de aquellos mensajeros de la fe! Siendo pocos para tan inmenso territorio, sin los medios modernos de transporte y comunicación, con pocos recursos médicos, van cruzando imponentes cordilleras, ríos, selvas, tierras áridas e inhóspitas, planicies pantanosas y altiplanos que van del Colorado y la Florida, a México y Canadá; de las cuencas del Orinoco y del Magdalena, al Amazonas; de la Pampa, al Arauco. ¡Una verdadera epopeya de fe, de servicio a la evangelización, de confianza en la fuerza de la cruz de Cristo!

3. En la misma Carta a los Corintios, el Apóstol escribe: “Investidos de este misterio, no desfallecemos. Antes bien, hemos repudiado el silencio vergonzoso, no procediendo con astucia, ni falseando la Palabra de Dios; al contrario, mediante la manifestación de la verdad nos recomendamos a nosotros mismos a toda conciencia humana delante de Dios” (
2Co 4,1-2).

¡Cuántas gracias hemos de dar a Dios, porque los predicadores del Evangelio cumplieron su misión en este espíritu! Ellos, en efecto, realizaron su tarea con libertad e intrepidez, sin cálculos sugeridos por astucias humanas. Por ello predicaron en toda su integridad la Palabra de Dios. Sin ocultar con el silencio las consecuencias prácticas que derivan de la dignidad de cada hombre, hermano en Cristo e hijo de Dios.

Y cuando el abuso del poderoso se abatía sobre el indefenso, no cesó esa voz que clamaba a la conciencia, que fustigaba la opresión, que defendía la dignidad del injustamente tratado, sobre todo del más desvalido. ¡Con qué fuerza resuena en los espíritus la palabra señera de Fray Antonio de Montesinos, cuando en la primera homilía documentada, la de Adviento de 1511 —al principio de la evangelización— alza su voz en estos mismos lugares, y denunciando valientemente la opresión y abusos cometidos contra inocentes, grita: “Todos estáis en pecado mortal . . . Estos, ¿no tienen ánimas racionales?, ¿no sois obligados a amarlos como a vosotros mismos?”. Era la misma voz de los obispos, cuando asumieron en todo el Nuevo Mundo el título de “protectores de los indios”.

Además, con la ayuda y enseñanza al indígena, el mensajero del Evangelio se convierte — por encima del pecado presente aun entre cristianos — en solidaridad con los débiles. Con razón podrá decir un cronista que a los religiosos “no sólo se les debe la doctrina sobrenatural, sino también . . . enseñaron las costumbres morales y políticas: en fin, todo aquello que es necesario para la vida humana”.

Durante esta novena de años, la Iglesia en América Latina quiere prestar a esta doble dimensión del Evangelio una gran atención. Lo pide el sentido integral de la fe del Pueblo de Dios, que se expresa en la madura convicción cristiana y en las diversas formas de “religiosidad popular”, testimonio del hondo arraigo de los misterios de Dios en la conciencia y en la vida de grandes muchedumbres de seres humanos.

445 Ante ello, damos fervientes gracias al “Dueño de la mies” por todos los beneficios dispensados a los mensajeros de la Buena Noticia, desde el principio hasta hoy.

4. El Evangelio de esta Misa nos recuerda la visitación de María, después de la anunciación, a la casa de Isabel.

América Latina se ha convertido en la tierra de la nueva visitación.Porque sus habitantes han acogido a Cristo, traído en cierto sentido en el seno de María, cuyo nombre llevaba ya una de las tres carabelas de Colón. Y se ha unido de modo particular a Cristo mediante María. Por ello este continente es hasta hoy testigo de una particular presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia (Lumen Gentium ). Aun externamente, las tierras de la nueva evangelización denotan esa presencia singular de María, con su cerca de 2.000 nombres de ciudades, villas y lugares referidos a los misterios y advocaciones de la Virgen Santísima.

Cuando Isabel, saludando a la Virgen de Nazaret, pronuncia las palabras: “Feliz la que ha creído” (
Lc 1,45), esas palabras pueden aplicarse a los habitantes de vuestro continente: felices vosotros, porque habéis creído.

En el decurso de la novena de años que iniciamos, queremos meditar sobre esta bienaventuranza, dando gracias a Dios por la fe de las diversas generaciones que, con la antorcha de Cristo en sus manos y en su corazón, han atravesado cada uno de los países del continente americano. Y porque continúan encontrando en esa fe la fuente de la vida y de la santidad.

Preparémonos, pues, a cantar con María el Magníficat por las “maravillas que ha hecho”, por los grandes dones de Dios, que convierten la vida de los hombres sobre la tierra en una “vida nueva” en plenitud; y que abren ante ella la perspectiva de la eternidad en Dios.

“Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen” (Ibíd. 1, 49-50). Es nuestro canto de agradecida alabanza al Señor por su constante misericordia, y que se hace en nosotros reconocimiento de su grandeza y de nuestra indigencia, reverencia y amor de hijos, promesa de fidelidad a sus mandamientos, porque el temor de Dios es el principio de la sabiduría” (Ps 110,10).

5. En el Magníficat de María resuenan también estas palabras: “(Dios) desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada” (Lc 1,51-53).

La Palabra revelada muestra aquí la benevolencia de Dios, que se derrama sobre los humildes y pequeños, a quienes El revela los secretos del reino (Mt 11,25), y llena de sus bienes y esperanza. El es el Dios de todos, pero otorga su primera misericordia a los desposeídos de este mundo.

Estas palabras del Magníficat son un eco anticipado de las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos . . . Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Ibíd. 5, 3-6). Esa realidad bíblica halla su fundamento en la identificación que Cristo establece con el necesitado: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Ibíd.25, 40).

El ejemplo de Cristo de amor al menesteroso, se ha concretizado para la Iglesia en Latinoamérica, sobre todo a partir de Medellín y Puebla, en la llamada opción preferencial por los pobres.

446 En la perspectiva del ya cercano medio milenio de evangelización, la Iglesia en América Latina se halla ante esa tarea importantísima, que hunde sus raíces en el Evangelio. No cabe duda que la Iglesia ha de ser íntegramente fiel a su Señor, poniendo en práctica esa opción, ofreciendo su generoso aporte a la obra de “liberación social” de las muchedumbres desposeídas, a fin de lograr para todos una justicia que corresponda a su dignidad de hombres e hijos de Dios.

Pero esa importante y urgente tarea ha de realizarla en una línea de fidelidad al Evangelio, que prohíbe el recurso a métodos de odio y violencia:

— ha de realizarla manteniendo una opción preferencial por el pobre que no sea —como yo mismo he dicho en diversas ocasiones— exclusiva y excluyente, sino que se abra a cuantos quieren salir de su pecado y convertirse en su corazón;

— ha de realizarla sin que esa opción signifique ver al pobre como clase, como clase en lucha, o como Iglesia separada de la comunión y obediencia a los Pastores puestos por Cristo;

— ha de realizarla mirando al hombre en su vocación terrena y eterna;

— ha de realizarla sin que el imprescindible esfuerzo de transformación social exponga al hombre a caer tanto bajo sistemas que le privan de su libertad y le someten a programas de ateísmo, como de materialismo práctico que lo expolian de su riqueza interior y trascendente;

— ha de realizarla sabiendo que la primera liberación que ha de procurarse al hombre es la liberación del pecado, del mal moral que anida en su corazón, y que es causa del “pecado social” y de las estructuras opresoras.

Son éstos algunos puntos básicos de referencia, que la Iglesia no puede olvidar en su acción evangelizadora y promocional. Ellos han de estar presentes en la práctica y en la reflexión teológica, de acuerdo con las indicaciones de la Santa Sede en su reciente “Instrucción sobre algunos aspectos de la "teología de la liberación"”, emanada de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

En este momento solemne deseo reafirmar que el Papa, la Iglesia y su jerarquía quieren seguir presentes en la causa del pobre, de su dignidad, de su elevación, de sus derechos como persona, de su aspiración a una improrrogable justicia social. Por ello, con tal que actúen con los criterios antes indicados y en unión con sus Pastores, las personas e instituciones eclesiales que trabajan con encomiable generosidad en la causa de los pobres, han de sentirse hoy no frenadas, sino confirmadas y alentadas en su propósito.

6. Al terminar la primera mitad del milenio evangelizador, América Latina está ante una gran prueba histórica.

Por ello, la Iglesia ve en este jubileo un llamamiento a un nuevo esfuerzo creador en su evangelización. Ella que va profundizando constantemente en el Evangelio. Ella que busca toda la verdad y el amor que el Evangelio encierra, quiere ser fiel al programa de Pablo: “Hemos repudiado el silencio vergonzoso . . . no falseando la Palabra de Dios; al contrario, mediante la manifestación de la verdad nos recomendamos . . . a toda conciencia humana delante de Dios” (
2Co 4,2).

447 Mas la Palabra de Dios necesita labios humanos para ser proclamada. Nosotros debemos prestárselos a Cristo. Se precisan por eso, en primer lugar, abundantes o por lo menos suficientes vocaciones sacerdotales y religiosas. Es necesario que, en el silencio de esa oración fecunda que brota de la lectura de la Palabra divina, muchos hombres y mujeres latinoamericanos escuchen la llamada de Dios, que invita a dejar las redes de los propios intereses, para seguir de cerca a Cristo, para asociarse con total entrega a su estilo de vida, a su donación desinteresada a todos y cada uno de los hombres encontrados en el camino.

Serán esos hombres y mujeres especialmente consagrados quienes, formando con los actuales agentes de la pastoral los fuertes mudos de la red apostólica constituida por todos los bautizados, den vigor al ilusionado esfuerzo catequético que deberá constituir la mejor preparación al V centenario de la proclamación del Evangelio en América. ¿Qué mejor homenaje se podrá rendir a los primeros misioneros de América Latina que el de seguirles en su entrega total a Cristo, y el de organizar — a escala diocesana, nacional y continental — una intensa acción catequética que lleve a un mejor conocimiento de la Palabra revelada y a un mayor empeño en traducirla en vida?

Tal acción deberá tener, entre otros objetivos prioritarios, el de la promoción de una sana moral familiar y pública, de una práctica sacramental siempre más consciente y orientada a la puesta en marcha del dinamismo santificador y apostólico propio del bautismo.

7. El esfuerzo de la Iglesia por ser fiel a Cristo, a sí misma y al hombre, no es algo que nace en nuestros días.

Me he referido antes al espíritu con el que ejercieron su tarea evangelizadora tantos misioneros venidos a este continente, y que fueron a la vez elementos activos de promoción social.

¡Cuánto se debe a ellos, incluso humanamente, gracias a la labor desplegada en el espíritu evangélico de amor a todo hombre! Una tarea que prosigue fecundamente en nuestros días, en tantas formas y lugares.

¡Cuántas otras iniciativas concretas han salido —a lo largo y a lo ancho de América— de la inspiración que tantos hombres y mujeres consagrados a Dios, o desde su condición de laicos cristianos, han sacado y sacan de las enseñanzas de la Iglesia!

En la más reciente historia eclesial, un punto importante de llegada está constituido por las Conferencias de Medellín y de Puebla.

La primera recogió las orientaciones del Concilio Vaticano II. La segunda asumió, 10 años después, todas las orientaciones ideales de aquélla, precisando interpretaciones incorrectas de sus conclusiones, para mejor responder a la misión de la Iglesia y a su empeño en favor del hombre.

¡Cuántos no han sido asimismo los esfuerzos de los Episcopados de cada nación del continente, para elevar al hombre latinoamericano a través de una evangelización renovada!

El CELAM, por su parte, ha continuado su labor de animación, de servicio y comunión por medio de numerosas iniciativas. No puedo dejar de mencionar, como más reciente, su “Mensaje ante los 500 años del descubrimiento y evangelización de América Latina”. En él aboga para que se lleve al hombre latinoamericano la luz de Cristo, se reconozca su dignidad, se dé premio a su paciencia y satisfacción a sus derechos.

448 8. Teniendo todo esto ante los ojos, como Obispo de Roma me postro de rodillas ante la majestad del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ante Ti, Rey de los siglos y Señor de los señores.

Y junto con vosotros, hermanos en el Episcopado, con vosotros sacerdotes y familias religiosas, con vosotros, hijos e hijas de América, con la generación adulta y joven, quiero inaugurar esta gran novena de años, que sea una nueva evangelización, una extensa misión para América Latina, una intensa movilización espiritual.

En esta novena deseamos, mediante el Corazón Inmaculado de la Madre de Dios y en el umbral del V centenario de la fe y de la Iglesia, renovar en estas tierras la alianza entre bautismo y Evangelio.

La alianza contigo, Cristo, Padre del siglo futuro, que eres nuestro Redentor y Señor. Contigo que vives y reinas con Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A ZARAGOZA,

SANTO DOMINGO Y PUERTO RICO

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA



Estadio Olímpico de Santo Domingo

Viernes 12 de octubre de 1984




Queridos hermanos en el Episcopado,
amados hermanos y hermanas:

1. En este Estadio Olímpico de Santo Domingo, me reúno con vosotros, hermanos obispos del CELAM y representantes de otras Conferencias Episcopales. Es hoy una fecha muy elocuente: el 12 de octubre.

Hace casi 500 años se iniciaba en estas tierras la obra que Cristo —como acabamos de escuchar en el Evangelio de Mateo— confió a su Iglesia: la evangelización de todas las gentes. La preparación de ese centenario es el motivo que nos congrega.


B. Juan Pablo II Homilías 439