B. Juan Pablo II Homilías 496

496 Hacia Ella camina toda la historia de la Antigua Alianza. Ella es la perfecta realización del resto santo de Israel: de aquellos «pobres de Ya?é» que son herederos de las promesas mesiánicas y portadores de la esperanza del Pueblo de Dios. El «pobre de Yavé» es el que se adhiere con todo el corazón al Señor, obedeciendo su ley. Pero María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor que confiadamente esperan y reciben de El la salvación. Finalmente, con Ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos» (Ibid. 55). En María se sublima la vida de los justos del Antiguo Testamento.

3. María es, hermanos obispos y fieles todos, la criatura que recibe de manera primordial los rayos de la luz redentora: «Efectivamente, la preservación de María del pecado original, desde el primer instante de su ser, representa el primero y radical efecto de la obra redentora de Cristo y vincula ala Virgen, con un lazo íntimo e indisoluble, ala encarnación del Hijo, que, antes de nacer de Ella, la redime del modo más sublime» (IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad orationem «Angelus», die 8 dec. 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 2 (1983) 1269).

Su Concepción Inmaculada hace de María el signo precursor de la humanidad redimida por Cristo, al ser preservada del pecado original que afecta a todos los hombres desde su primer instante, y que deja en el corazón la tendencia ala rebelión contra Dios. La Concepción Inmaculada de María significa, pues, que Ella es la primera redimida, alborada de la Redención, y que para el resto de los hombres redención será tanto como liberación del pecado.

4. Pero María, mis amados hermanos y hermanas, no es aurora de nuestra redención a modo de instrumento inerte, pasivo. En el alba de nuestra salvación resuena su respuesta libre, su fiat, su sí incondicional ala cooperación que Dios esperaba de Ella, como espera también la nuestra.

La iniciativa salvadora es ciertamente de la Trinidad Santísima. La virginidad perpetua de María - fielmente correspondida por San José, su virginal esposo - expresa esa prioridad de Dios: Cristo, como hombre, será concebido sin concurso de varón. Pero esa misma virginidad que perdurará en el parto y después del parto, es también expresión de la absoluta disponibilidad de María a los planes de Dios.

Su respuesta marcó un momento decisivo en la historia de la humanidad. Por eso los cristianos se complacen en repetirla en el rezo diario del Angelus y tratan de asimilar la disposición de ánimo que inspiró esas palabras: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (
Lc 1,38).

El gozoso «fiat» de María testimonia su libertad interior, su confianza y serenidad. No sabía cómo se realizarían en concreto los planes del Señor. Pero lejos de temer y angustiarse, aparece soberanamente libre y disponible. Su «» a la Anunciación significó tanto la aceptación de la maternidad que se le proponía, como el compromiso de María en el misterio de la Redención. Esta fue obra de su Hijo. Pero la participación de María fue real y efectiva. Al dar su consentimiento al mensaje del ángel, María aceptó colaborar en toda la obra de la reconciliación de la humanidad con Dios. Actúa conscientemente y sin poner condiciones. Se muestra dispuesta al servicio que Dios le pide.

Queridos hermanos y hermanas: en María tenemos el modelo y guía para nuestro camino. Sé que está aquí presente un numeroso grupo de jóvenes que quiere vivir generosamente su vida cristiana. A vosotros, jóvenes de Guayaquil, os aliento a mantener, como María, una actitud de apertura total a Dios. Mantened, como Ella, vuestra mirada fija en el Dios santo que está siempre misteriosamente cerca de vosotros. Contemplando a ese Dios próximo, a Cristo que pasa junto a vosotros tantas veces, aprended a decir: «Hágase en mí según tu palabra». Y aprended a decirlo de modo pleno, como María: sin reservas, sin temor a los compromisos definitivos e irrevocables. Con esa actitud de disponibilidad cristiana —aunque cueste— que señalaba ayer en Quito a los jóvenes del Ecuador, y por tanto también a vosotros.

5. María nos precede y acompaña. El silencioso itinerario que inicia con su Concepción Inmaculada y pasa por el sí de Nazaret que la hace Madre de Dios, encuentra en el Calvario un momento particularmente señalado. También allí, aceptando y asistiendo al sacrificio de su Hijo, es María aurora de la Redención; y allí nos la entregará su Hijo como Madre. «La Madre miraba con ojos de piedad las llagas del Hijo, de quien sabía que había de venir la redención del mundo» (S. ?MBROSII De institutione virginis, 49). Crucificada espiritualmente con el Hijo crucificado (Cf.. Gel. 2, 20), contemplaba con caridad heroica la muerte de su Dios, «consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado» (Lumen Gentium LG 58). Cumple la voluntad del Padre en favor nuestro y nos acoge a todos como a hijos, en virtud del testamento de Cristo: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Io. 19, 26).

«He ahí a tu Madre», dijo Jesús a San Juan: «y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Ibíd..19, 27). El discípulo predilecto acogió a la Virgen Madre como su luz, su tesoro, su bien, como el don más querido heredado del Señor en el momento de su muerte. El don de la Madre era el último don que El concedía ala humanidad antes de consumar su Sacrificio. El don hecho a nosotros.

Pero la maternidad de María no es sólo individual. Tiene un valor colectivo que se manifiesta en el título de Madre de la Iglesia. Efectivamente, en el Calvario Ella se unió al sacrificio del Hijo que tendía a la formación de la Iglesia; su corazón materno compartió hasta el fondo la voluntad de Cristo de «reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Ibid. 11, 52). Habiendo sufrido por la Iglesia, María mereció convertirse en la Madre de todos los discípulos de su Hijo, la Madre de su unidad. Por eso, el Concilio afirma que «la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la venera, como a Madre amantísima, con afecto de piedad filial» (Lumen Gentium LG 53). ¡Madre de la Iglesia! ¡Madre de todos nosotros!

497 6. Los evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a María. De todos modos, como Ella estuvo de manera especialmente cercana a la cruz del Hijo, hubo de tener también una experiencia privilegiada de su resurrección. Efectivamente, el papel corredentor de María no cesó con la glorificación del Hijo.

Pentecostés nos habla de la presencia de María en la Iglesia naciente: presencia orante en la Iglesia apostólica y en la Iglesia de todo tiempo. Siendo la primera la aurora - entre los fieles, porque es la Madre, sostiene la oración común.

Como ya advertían los Padres de la Iglesia, esta presencia de la Virgen es significativa: «No se puede hablar de la Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de éste» (S. CROMATII DE AQUILEIA Sermo XXX, 7: S. CH. 164, p. 134; PAULI VI Marialis Cultus, 28).

Por eso, como recordaba hace casi dos años en este mismo continente, «desde los albores de la fe y en cada etapa de la predicación del Evangelio, en el nacimiento de cada Iglesia particular, la Virgen ocupa el puesto que le corresponde como Madre de los imitadores de Jesús que constituyen la Iglesia» (IOANNIS PAULI PP. II Allocutio in Sanctuario Mariano vulgo dictu «Suyapa», 2, die 8 mar. 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 649). Sí, María está presente en nuestro camino.

7. María sigue siendo nuestra alborada, nuestra primicia, nuestra esperanza. Durante su vida terrena, fue signo y anticipo de los bienes futuros; ahora, glorificada junto a Cristo Señor, es imagen y cumplimiento del reino de Dios. A él nos llama, en él nos espera.

Ha sido la primera en seguir a Cristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Cf. . Col
Col 1,18). Elevada en cuerpo y alma al cielo, es la primera en heredar plenamente la gloría. Y esa glorificación de María es la confirmación de las esperanzas de cada miembro de la Iglesia: «Con El (con Cristo) nos ha resucitado y nos ha sentado en el cielo con El» (Eph. 2, 6). La Asunción de María a los cielos manifiesta el futuro definitivo que Cristo ha preparado a nosotros los redimidos.

8. Por otra parte, mis queridos hermanos y hermanas, María gloriosa en el cielo sigue cumpliendo su función maternal. Sigue siendo la Madre de Cristo y la Madre nuestra, de toda la Iglesia, que tiene en María el prototipo de su maternidad.

María y la Iglesia son templos vivientes, santuarios e instrumentos por medio de los cuales se manifiesta el Espíritu Santo. Engendran de manera virginal al mismo Salvador: María lleva la vida en su seno y la engendra virginalmente; la Iglesia da la vida en el agua bautismal, en los Sacramentos y en el anuncio de la fe, engendrándola en el corazón de los fieles.

La Iglesia cree que la Santísima Virgen, asunta al cielo, está junto a Cristo, vivo siempre para interceder por nosotros (Cf.. Hebr. 7, 25), y que a la mediación divina del Hijo se une la incesante súplica de la Madre en favor de los hombres, sus hijos.

María es aurora y la aurora anuncia indefectiblemente la llegada del sol. Por eso os aliento, hermanos y hermanas todos ecuatorianos, a venerar con profundo amor y acudir a la Madre de Cristo y de la Iglesia, la «Omnipotencia suplicante» (Omnipotentia supplex), para que nos lleve cada vez más a Cristo, su Hijo y nuestro Mediador.

9. A Ella encomiendo ahora vuestras personas e intenciones y las de cada hijo del Ecuador.

498 Le encomiendo la protección sobre vuestras familias. Sobre los niños que se gestan en el seno materno. Sobre las criaturas que abren sus ojos a este mundo.

Le encomiendo las ilusiones de vuestros jóvenes: ilusiones que, si toman por modelo la generosidad de la Santísima Virgen, serán una gozosa realidad de servicio a Dios y a la humanidad.

Le encomiendo el trabajo de vuestras manos y de vuestras inteligencias.

Le encomiendo el sereno atardecer de vuestros ancianos y enfermos. Que sea para todos Alborada de Dios, la presencia maternal de Santa María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa del Espíritu Santo. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO

SANTA MISA EN EL PARQUE DE MIRAFLORES DE CUENCA



Jueves 31 de enero de 1985



Señor Arzobispo,
hermanos en el Episcopado,
autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

Alabad a Yavé, todas las naciones» (Ps 116,1).

1. Pronunciamos con entusiasmo las palabras del Salmo, para dar gloria a Dios Creador del mundo y Señor de la historia, y que, mediante Jesucristo, está particularmente presente desde hace cuatro siglos y medio entre su pueblo en tierras del Ecuador. Me alegro de poder participar, como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, en este importante aniversario que celebra el pueblo y la Iglesia en vuestra patria.

499 Hoy tengo la ocasión de encontrarme con los hijos e hijas del Ecuador, aquí, en la ciudad de Cuenca.Un impulso de fe dictó para ella el cristiano y humano lema: «Primero Dios y después Vos». La misma fe inspiró a grandes ciudadanos y literatos, como Honorato Vázquez, Remigio Crespo, Miguel Moreno y otros ilustres hijos de esta ciudad, la «Atenas del Ecuador». La misma fe se encarnó en eclesiásticos como el Siervo de Dios, padre Juli? María Matovelle, fundador de las congregaciones de Padres Oblatos y Hermanas Oblatas, promotor de la basílica del Voto Nacional de esta República, la primera en ser consagrada al Sagrado Corazón. Ciudad eucarística y mariana, ésta de Santa Ana de los Ríos de Cuenca.

2. «Alabad a Yavé, todas las naciones».

Hoy deseamos entrar en la interioridad de este pueblo, que vive en vuestra patria. Esta interioridad —como en cualquier parte del mundo— se forma mediante la familia. Esta es la sociedad humana fundamental, y al mismo tiempo la célula más pequeña de cada sociedad, de cada nación. Ella ha sido definida también —según la tradición de los Padres de la Iglesia— «la más pequeña iglesia doméstica».

A esta tradición se ha referido el Sínodo de los Obispos de 1980, y de ello ha dado testimonio la Exhortación Apostólica «Familiaris Consortio» promulgada después del Sínodo.

3. Esta «iglesia doméstica» nace del preciso designio de Dios, que no es otra cosa que un designio de amor. La unión del hombre y de la mujer en el sacramento del matrimonio, que da comienzo a cada familia cristiana, arranca precisamente de aquí (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Familiaris Consortio
FC 11).

El don recíproco de los esposos, tanto a nivel físico como espiritual, adquiere de ahí su verdadera, grande e indestructible importancia —incluso desde el punto de vista humano— como compromiso total del hombre y de la mujer para toda la vida, hasta la muerte; y de esta globalidad brotan también las exigencias de la fecundidad responsable, «la cual, orientada a engendrar una persona humana, supera por su naturaleza el orden puramente biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres» (Ibíd.). Por eso sólo es posible esta donación dentro del matrimonio, en la comunidad de vida y amor querida por Dios.

La unión conyugal es una alianza que tiene como modelo el pacto de comunión de amor entre Dios y su pueblo en la historia de la salvación, con un vínculo de fidelidad del que arranca su naturaleza, su fuerza y su indisolubilidad; es más, ella tiene como modelo la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia, en la economía sacramental del Nuevo Testamento; de modo que los esposos, perteneciéndose el uno al otro, son su verdadera imagen, su «signo» elocuente, su representación real.

Así, el don preciosísimo de los hijos es la expresión más elevada de esta donación recíproca, fundada sobre la donación de Dios a la humanidad y de Cristo a la Iglesia (Cfr. IOA??IS PAULI PP. II Familiaris Consortio FC 14).

La liturgia de hoy nos lleva también al interior de la sociedad familiar, poniendo sobre todo en evidencia, en el Evangelio según San Lucas, la vida de la Sagrada Familia de Nazaret.

En el seno de esta Familia se realizó la redención del mundo por el hecho de que Jesucristo «estaba bajo la autoridad» de María y José, como un hijo a sus padres. Y creciendo en edad, El «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres». Y su Madre, María, «conservaba todo esto - los recuerdos de aquellos años - en su corazón».

La vida escondida en Nazaret: esta realidad nos hace comprender cómo un particular ministerio de la economía salvífica de Dios está relacionado con la familia humana. Dentro de aquella Familia de Nazaret se preparó el ministerio mesiánico de Jesús: aquel Evangelio de la salvación, que desde el bautismo en el Jordán resonó como un gran eco, primero entre las generaciones de Israel y luego en toda a tierra.

500 Y este Evangelio —la Buena Nueva preparada durante el período de la vida escondida en el seno de la Familia nazarena— contiene en sí todas aquellas verdades e indicaciones que aseguran a cada familia humana su dignidad, santidad y felicidad.

5. Por eso también el Apóstol Pablo, en la segunda lectura de la liturgia de hoy, grita a todas las familias: «¡La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza!».

Y, al mismo tiempo, en la Carta a los Colosenses, el Apóstol nos da la imagen verdaderamente evangélica de la vida de la familia cristiana.

En este maravilloso fragmento, rico, luminoso, pero también realista, porque describe las posibles dificultades de la convivencia familiar, están contenidos los diversos elementos de la espiritualidad de la familia (Cf. . Col
Col 3,12-21):

— el amor recíproco: «por encima de todo esto, el amor, que es ceñidor de la unidad consumada»;

— la obediencia y el respeto: de los maridos hacía las esposas, de las esposas a l?s maridos, de los padres a los hijos, de los hijos a los padres: «como conviene en el Señor . . ., que eso le gusta al Señor»;

— la comprensión mutua: «sobrellevaos mutuamente y perdonaos . . . el Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo»;

— la delicadeza del verdadero amor: «sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión».

Al mismo tiempo, San Pablo describe la familia —la primera comunidad eclesial y humana, anterior a toda otra— como ambiente privilegiado para la educación moral y religiosa: «enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente... Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús».

6. Esta profunda deontología familiar, trazada por el Apóstol, ha inspirado, junto con otros elementos de la Revelación y del Magisterio pontificio, la ya recordada Exhortación «Familiaris Consortio», que ha tratado precisamente de iluminar todos los aspectos de la familia, vista como comunión de personas: ya sea porque ella, mediante la educación, introduce a la persona humana en el ámbito de la comunidad de los hombres, ya sea sobre todo porque, participando de la eficacia salvífica de la muerte y resurrección de Cristo, «constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia» (IOANNIS PAULI PP. II Familiaris Consortio FC 15). Por tanto, de aquí nace la responsabilidad de los cometidos propios de la familia cristiana, de los cuales se ocupa el documento en la parte III: la formación de una comunidad de personas; el servicio a la vida en la apertura total y gozosa al proyecto divino; la participación en el desarrollo de la sociedad civil como experiencia de comunión y de corresponsabilidad en el plano cívico, social y político; y, finalmente, su participación en la vida y misión de la Iglesia, en la comprensión cada vez más convencida de que la familia cristiana es «comunidad creyente y evangelizadora», «comunidad en diálogo con Dios» y «comunidad al servicio del hombre».

7. El Evangelio de San Lucas nos recuerda un acontecimiento particular de la historia de la Sagrada Familia de Nazaret. Este tuvo lugar cuando Jesús tenía 12 años, y sus padres se habían encaminado junto con El a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Volviendo después de las solemnidades, ellos se dan cuenta de que Jesús no está entre los que regresaban. Cuando después de tres días de buscarlo, lo encuentran en el templo, María dice a Jesús: e Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2,48).

501 La respuesta de Jesús da mucho que pensar: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Ibíd. 2, 49).

El Evangelio añade que María y José «no comprendieron» estas palabras. Al mismo tiempo, estas palabras quedan impresas en la memoria de la Madre, como las que más a menudo y con mayor profundidad Ella «conservaba en su corazón».

Jesús habla de su vocación: de la misión que el Padre celestial ha inscrito ya desde el principio en toda su naturaleza divino-humana. En el templo de Jerusalén tuvo lugar como el primer preaviso de lo que —después del bautismo en el Jordán— Jesús de Nazaret hizo luego siempre. Anunciaba el Evangelio del reino. Revelaba al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En la verdad de esta vocación, que le había dado el Padre celestial, Jesús caminó hasta la cruz, y con el poder de Dios, resucitó.

8. La familia es por esto también el ambiente primero y fundamental en el que despunta, se forma y se manifiesta la vocación cristiana.

Así como la vocación de Jesucristo se manifestó en la Familia de Nazaret, así cada vocación nace y se manifiesta también hoy en la familia.

Las familias de nuestro tiempo deben ser siempre conscientes de este cometido principal e insustituible que han recibido de Dios: formar los hijos a tomar conciencia del puesto que Dios ha asignado a cada uno en este mundo. A tomar conciencia de la propia vocación.

Cada uno tiene una misión a desarrollar, que nadie puede realizar en su lugar. Cada uno está llamado:

— como bautizado;

— como miembro de la Iglesia, ciudad de Dios;

— como miembro de 1a ciudad de los hombres;

— como constructor de la sociedad, en comunión con los hermanos;

502 — como artífice de paz;

— como testigo del amor de Dios a los hombres.

Y cuando esta vocación general se revela como llamada particular a «dejarlo todo» (
Lc 5,11 cfr. Matth Mt 4,20 Mc 1,18), incluso lo más querido por el mundo, para seguir a Cristo en la vida sacerdotal y religiosa, en la entrega misionera, en los diversos ministerios laicales - aquí tan bien representados por personas beneméritas venidas de todo el país -, entonces la familia cristiana se demuestra también aquí, y sobre todo aquí, como el lugar privilegiado donde la semilla puesta por Dios en el corazón de los hijos puede arraigar y madurar; el lugar donde se revela en el grado más elevado la participación de los padres en la misión sacerdotal de Cristo mismo.

9. La vocación toca las raíces mismas del alma humana. Es una llamada interior de Dios dirigida al hombre: al hombre único e irrepetible.

Sobre la vocación escribe el Profeta Jeremías:

«Yavé me dirigió su palabra: / Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; / antes de que tú nacieras, yo te consagré, / y te destiné a ser profeta de las naciones» (Ier. 1, 4-5).

«Antes de . . .»: el plan de Dios para el hombre es anterior a la concepción misma en el seno de la madre. Es eterno. Este plan eterno de Dios está en el comienzo de cada vocación.

El hombre lo debe descubrir...; y descubrirlo justamente.

El Profeta Jeremías atestigua explícitamente que ello no tiene lugar sin luchas interiores. El hombre —el hombre joven— es consciente de su debilidad; quisiera liberarse. Pero la gracia y la fuerza de Dios es más grande que la debilidad humana:

«No tengas miedo...; irás a donde quiera que te envíe, / y proclamarás todo lo que yo te mande. / No les tengas miedo, / porque estaré contigo» (Ibíd. 1, 7-8).

10. Hoy, en esta ciudad de Cuenca, hemos plantado el altar de la Iglesia, del Pueblo de Dios que habita en tierras del Ecuador.

503 Sobre este altar realizamos el Sacrificio eucarístico de Jesucristo, fuente de la necesaria unidad. De los Pastores entre sí, de los fieles con sus Pastores.

Oremos por todas las familias de esta tierra. Oremos por las vocaciones: cristianas, sacerdotales, religiosas, masculinas y femeninas.

Oremos, evocando los más santos recuerdos de la Familia de Nazaret.

En efecto, la familia es el ambiente en el que se manifiesta y se forma la vocación querida por Dios.

Y gritemos a todos, con las palabras del Apóstol de las Gentes: «La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza».

¡Acoged esta palabra!

¡Que ella produzca frutos de vida cristiana! Que se demuestre el camino de la vocación.

«Alabad a Yavé, todas las naciones».

Que el Pueblo que habita en esta tierra, escuchando la Palabra de Cristo, alabe siempre a Dios, «porque es fuerte su amor hacia nosotros; / la lealtad de Yavé dura por siempre». Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO

MISA EN EL 45O ANIVERSARIO DE LA EVANGELIZACIÓN DE ECUADOR



Miércoles 30 de enero de 1985



Señor Cardenal,
504 hermanos en el Episcopado,
autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

«Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (
Ez 36,28).

1. Con esta palabras tomadas de la primera lectura de la liturgia de hoy, deseo conmemorar este día importante en la historia de la evangelización del Ecuador. Como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia desde la Sede de San Pedro, me produce gran alegría encontrarme aquí con todos vosotros. Vamos a celebrar la Eucaristía, centro de la vida litúrgica de la Iglesia, que generación tras generación ha alimentado la fe, la esperanza y el amor de este pueblo, congregado como comunidad eclesial en torno al primer obispado del Ecuador, precisamente el de Quito. Aquí los primeros misioneros celebraron por vez primera el Santo Sacrificio, en el lugar donde hoy se ubica la histórica capilla de Cantuña.

En esta sede episcopal de Quito, junto con vuestro Pastor, el Señor Cardenal-Arzobispo, con mis hermanos Obispos, con los sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos de los diversos movimientos eclesiales y con todo el pueblo católico del Ecuador, elevo mí acción de gracias al Dios uno y trino por los abundantes frutos de estos 450 años de evangelización, que se iniciara en estos territorios pocas décadas después de la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo.

2. En el nombre de la Santísima Trinidad, Cristo resucitado, al momento de volver al Padre y tras haber consumado su misión mesiánica en el mundo, envió a sus Apóstoles diciendo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,18-19). Y añadió: «Enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Ibíd. 28, 20).

Los Apóstoles de Cristo, y luego sus sucesores, han cumplido el mandato del Señor resucitado y han continuado, generación tras generación, haciendo discípulos en todos los pueblos. Como el grano de trigo que se deposita en la tierra y germina, así la semilla del Evangelio fue sembrada en el alma fecunda de pueblos nuevos que, siempre más numerosos, recibieron el bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad. Ellos, aceptando a Cristo como Señor y Salvador, entraron en la familia de los hijos de Dios, la Iglesia.

3. De este modo, también en los nuevos pueblos del continente americano nacidos a la fe, ha venido a cumplirse la profecía de Ezequiel que hemos escuchado en la primera lectura: «Os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos os purificaré» (?z. 36, 24-25).

La promesa del Señor se ha cumplido, y he aquí que los pueblos del Nuevo Mundo surgen como un pueblo nuevo: el Pueblo de Dios: «Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mí pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ibíd. 36, 28).

4. Lo que el Profeta Ezequiel había anunciado teniendo ante los ojos el Israel de la Antigua Alianza, se ha realizado en la Nueva Alianza; a los 15 siglos de la venida de Cristo, su mensaje de salvación se ha hecho vida entre vosotros, empezando por vuestros antepasados.

505 En efecto, en 1534 se funda la ciudad indohispana de San Francisco de Quito con finalidades de evangelización, según las actas. Diez años más tarde, aquella comunidad es constituida en obispado. Las «doctrinas», anticipos de futuras parroquias, se multiplican en manos de religiosos franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios. Y a los veinte años, de esa comunidad eclesial constituida en obispado nace políticamente la Real Audiencia de Quito, el 29 de agosto de 1563.

Incorporados ala tarea los religiosos de la Compañía de Jesús, la obra eclesial florece en una red de escuelas y liceos; en L. universidad dominicana de San Fulgencio y la jesuítica de San Gregorio; en el arte de la «escuela quiteña»; en la santidad de Mariana de Jesús; en la obra misionera en zonas amazónicas, donde mensajeros del Evangelio dan testimonio de Cristo con el martirio. En el Ecuador republicano, obispos, sacerdotes diocesanos, religiosos, religiosas y eminentes seglares comprometidos extienden y reafirman, desde comienzas del siglo XIX hasta el presente, la fisonomía cristiana y cultural de vuestra nación.

5. Después de estos 450 años de evangelización, y a la vista de los sazonados frutos que la Palabra de Dios y la acción del Espíritu han hecho madurar en vuestra querida patria, como Sucesor de San Pedro me llena el alma de gozo poder repetir aquí, en San Francisco de Quito, las palabras del Príncipe de los Apóstoles que hemos oído en la segunda lectura: «Vosotros sois una raza elegida, un reino de sacerdotes, una nación consagrada, un pueblo que Dios eligió para que fuera suyo y proclamara sus maravillas. Vosotros estabais antes en las tinieblas y os llamó Dios a su luz admirable . . . sois Pueblo de Dios . . . habéis conocido su misericordia» (1 Petr. 2, 9-10).

Una nación consagrada. Sí. Esta nación, hace ahora algo más de un siglo, se consagró como pueblo al Sagrado Corazón de Jesús. Todavía resuena en tantos espíritus el eco de aquellas palabras, con las que el pueblo ecuatoriano hizo su acto de consagración: «Este es, Señor, vuestro pueblo. Siempre os reconocerá por su Dios. No volverá sus ojos a otra estrella que a esa de amor y misericordia que brilla en medio de vuestro pecho, santuario de la divinidad, arca de vuestro Corazón».

Aquella solemne profesión de fe popular honra a esta nación que cuenta entre sus hijos ejemplos preclaros de santidad, como Santa Mariana de Jesús, el Santo Hermano Miguel, la Madre Mercedes de Jesús Molina, a quien me cabrá la dicha de proclamar Beata pasado mañana en Guayaquil. Ellos son el fruto escogido de la evangelización del Ecuador. Ellos alientan y sirven de modelo a tantos hijos e hijas de la Iglesia, que quieren hacer hoy de sus vidas un fiel seguimiento de Cristo, una consciente consagración a El y a los hombres por El.

Queridos hermanos y hermanas: Acoged como prenda de fidelidad la misericordia de Dios Padre, en la que habéis sido llamados a participar de la vida divina en Cristo, y habéis sido hechos templos de su Espíritu. Sois el pueblo anunciado por el Profeta Ezequiel que camina hacia el Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo (Cf. . Lumen Gentium
LG 4). Sois parte de la Iglesia, Cuerpo místico de Jesucristo, Redentor del mundo.

6. En este día feliz, en que elevamos nuestra acción de gracias a Dios por los 450 años de evangelización, deseo abrazar en mí corazón y en la plegaría a toda la Iglesia que camina hacia el Padre en Quito; a toda la Iglesia en Ecuador. A las Iglesias que durante este tiempo os han ayudado con personal y recursos.

Esta Eucaristía que celebramos en la capital de la nación, reúne en torno al altar a fieles procedentes de todos los rincones del país. Como los granos de trigo se juntan para formar el pan eucarístico, así los ecuatorianos se reúnen aquí con sus Pastores en torno al Papa, para ser confirmados en la fe, para avivar su esperanza, para testimoniar con amor su propósito de fidelidad a Cristo.

Desde la hoya amazónica hasta la costa; de las ciudades y de los campos; de los Andes y de la llanura, los hijos de este país, situado en la mitad del mundo, se juntan hoy para elevar a Dios un himno de acción de gracias por el don de la fe.

Dado que a todos he venido a visitar, aunque no pueda ir a todos los lugares, desde este altar, que es símbolo de común unidad de fe, a todos presento mi saludo de paz, de amor, de comunión en Cristo, que nos llamó «de las tinieblas a su luz admirable» (1 Petr. 2, 9).

A los Pastores y fieles de las provincias eclesiásticas de Quito, de Cuenca y Guayaquil, con sus respectivas diócesis sufragáneas; a los de la prelatura de los Ríos, de las prefecturas y vicariatos apostólicos; a los del continente y de las islas del Pacífico; a las poblaciones indígenas y al resto de los habitantes; a niños, jóvenes, adultos y ancianos.

506 En efecto, cada encuentro con un grupo o sector del Pueblo de Dios en cualquiera de las ciudades incluidas en el programa de la visita, quisiera que fuera un gesto simbólico que llegara a los mismos grupos o sectores del pueblo fiel de toda la nación.

7. En el Salmo responsorial hemos cantado: «El Señor es mí Pastor, nada me falta» (
Ps 22,1).

Desde el principio de los tiempos, aun antes de que aquí llegara la luz del Evangelio, la bondad paterna de Dios adornó con bellezas sin número las tierras del antiguo Reino de Quito. Todo lo puso Dios para que sirviera al hombre: las verdes praderas y las fuentes tranquilas, de las que nos habla el Salmo. El Creador mostró con ello todo su amor hacía la creatura hecha a su imagen y semejanza. Pero sólo con la Encarnación del Verbo se manifiesta en toda su profundidad el amor de Dios hacia el hombre. Cristo viene para ser el Pastor que cuida amorosamente del rebaño. El es el Buen Pastor, que está dispuesto incluso a «dar la vida por sus ovejas» (Io.10, 11).

¡Con cuánta alegría proclama la liturgia de hoy esta verdad del Evangelio! «El Señor es mi pastor». «El me guía por el sendero justo». «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo». ¡El es el Buen Pastor, Jesucristo! El, que es el camino, que es la luz, es quien «repara mis fuerzas», el que «prepara una mesa ante mí»: el banquete eucarístico, la mesa de la Palabra que revela los misterios de Dios y la mesa de su Cuerpo y de su Sangre, que alimentan para la vida eterna.

El hace realidad la promesa bíblica: «Me unges la cabeza con óleo», de la que nos habla el Salmo responsorial. En este óleo, en este perfume, se simboliza la gracia que irrumpe de lo alto, la fuerza del Espíritu que perfuma, que fortalece con su unción.

Cristo es el ungido de Dios, el Buen Pastor que continúa santificando mediante los sacramentos de la Iglesia. El está en la gracia de la unción de quien recibe el Bautismo, para entrar a formar parte del único rebaño de Cristo; está en la unción del sacramento de la madurez cristiana, la Confirmación; está en la unción sacerdotal de quien es consagrado para predicar, ofrecer el Sacrificio de la Eucaristía y perdonar los pecados en la Penitencia; está en la gracia que reciben los esposos que se unen en el Matrimonio; está en la unción del enfermo que se prepara para el viaje del encuentro con Dios.

Justamente el Salmista exclama lleno de gozo: «Mi cáliz rebosa». He aquí simbolizada la comunión incesante de la Nueva y Eterna Alianza, en la que toman parte quienes confiesan su fe en Cristo crucificado, resucitado y exaltado a la derecha del Padre.

8. ¡Pueblo de Dios que habitas en estas tierras del Ecuador! Mi gozo desborda también hoy porque el Señor es tu Pastor, porque participas en el Sacrificio de la Nueva Alianza, porque confiesas a Cristo muerto y resucitado como a tu Dios y Señor.

Mí cáliz rebosa en acción de gracias, porque se cumple la profecía de Ezequiel: «Vosotros seréis mí pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ex 36,28). Un pueblo nuevo nacido del agua y del Espíritu Santo, que acepta la ley de Dios en su corazón como norma de vida: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ibid. 36, 26-27).

A cuatro siglos y medio de distancia tras haber recibido el Evangelio, te pregunto: Pueblo de Dios en Ecuador, que has recibido el Espíritu Santísimo, la herencia del primer Pentecostés: ¿Es tu corazón fiel al Señor? ¿Observas los mandamientos del Dios de la Alianza, del Dios del Evangelio? ¿Te mantienes en aquella «novedad de vida» que proviene del Señor?

9. Las generaciones han ido pasando sobre esta tierra. Una generación ha transmitido ala otra la luz de Cristo, que durante cuatro siglos y medio ha iluminado el caminar del Pueblo de Dios del Ecuador.

507 En su alma llevaban el signo indeleble del bautismo; en su corazón, la esperanza ardiente en la resurrección futura y en la vida eterna. De nuevo decimos con el Salmista: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (Ps 22,6).

En nuestra acción de gracias de esta mañana, evocamos el recuerdo de quienes nos precedieron en la fe y ahora habitan en la casa del Señor por años sin término. De ellos habéis recibido como herencia esta hermosa nación, la cultura, el tesoro inestimable de la fe, la herencia del espíritu.

Sabemos que nos aguardan dificultades y desafíos. Pero, ¡caminamos con valor hacía el futuro! Cristo, el Buen Pastor, es el Príncipe del siglo futuro. El es el camino, la verdad y la vida. Mantengamos la unión con El y entre nosotros. Y, ¡sigámosle! Ayudados por María, seamos perseverantes en quedarnos con El. Así sea.
* * *


Oración del Papa al final de la misa:

Este es, Señor, vuestro pueblo.
Siempre, Jesús, os reconocerá por su Dios.
No volverá sus ojos a otra estrella,
que a esa de amor y misericordia
que brilla en medio de vuestro pecho.

Sea, pues, Dios nuestro, sea vuestro Corazón
508 el faro luminoso de nuestra fe,
el áncora segura de nuestra esperanza,
el emblema de nuestras banderas,
el escudo impenetrable de nuestra flaqueza,
la aurora hermosa de una paz imperturbable,
el vínculo estrecho de una concordia santa,
la nube que fecunde nuestros campos,
el sol que alumbre nuestros horizontes,
la vena, en fin, riquísima
de la prosperidad y abundancia que necesitamos.

Y, pues, nos consagramos y entregamos sin reserva
509 a vuestro Divino Corazón,
multiplicad sin fin los años de nuestra paz.
Desterrad de los confines de la patria
la impiedad y corrupción, la calamidad y la miseria.
Dicte nuestras leyes vuestro Evangelio;
gobierne nuestros tribunales vuestra justicia;
sostengan y dirijan a nuestros gobernantes
vuestra clemencia y fortaleza;
perfeccionen a nuestros sacerdotes
vuestra sabiduría, santidad y celo;
convierta a todos los hijos del Ecuador vuestra gracia
510 y corónelos en la eternidad vuestra gloría;
para que todos los pueblos y naciones de la tierra,
contemplando la verdadera dicha y ventura del nuestro,
se acojan a su vez a vuestro amante Corazón
y disfruten de la paz que ofrece al mundo
esa fuente pura y símbolo perfecto
de amor y caridad. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 496