B. Juan Pablo II Homilías 561


VIAJE APOSTÓLICO A COLOMBIA

MISA PARA LAS FAMILIAS



Estadio de la Unidad Deportiva Panamericana de Cali

Viernes 4 de julio de 1986



Amadísimos hijos e hijas:

562 1. Con inmensa alegría, la propia de un padre de familia que, en este maravilloso Valle del Cauca, se reúne con sus hijos, deseo celebrar con vosotros la fe común en Jesucristo resucitado: El está presente en vuestros corazones, en medio de vuestras familias, en todas vuestras tareas cotidianas.

Saludo con el abrazo de caridad fraterna al arzobispo de Cali así como a los Pastores de las diócesis de Palmira, Buga, Cartago, del vicariato apostólico de Buenaventura y de otras diócesis vecinas, junto con sus sacerdotes, religiosos y religiosas. Ante la venerada imagen de la Virgen de las Mercedes, Madre vigilante y amorosa de esta tierra, saludo con afecto a todas las familias presentes y a las que están espiritualmente unidas con nosotros en esta celebración.

¡“Gustad y ved qué bueno es el Señor”! (Sa 34 [33], 9)

Sí, el Señor ha sido de verdad bueno y generoso con esta tierra maravillosa, a la que ha dotado de abundantes bienes naturales; pero su liberalidad se ha prodigado aún más con vuestro pueblo renombrado por sus cualidades de gente trabajadora, servicial y bondadosa.

Mi presencia en esta ciudad de Santiago de Cali coincide con una celebración jubilar: la de sus 450 años de fundación. Con gran gozo me sumo a vosotros en esta celebración, coronando la imagen venerada de Nuestra Señota de las Mercedes, Patrona de la ciudad. Ella ha sido signo de la misericordia de Dios para con sus habitantes y presencia maternal en la vida de sus gentes. Bien podemos decir con el alma rebosante de felicidad: “La Madre de Jesús estaba allí” (
Jn 2,1).

Es un hecho consolador para la Iglesia recordar ahora que esta ciudad, fundada bajo el amparo maternal de María, se ha ido desarrollando sobre la base de familias cristianas que tuvieron como ideal la unidad, la fidelidad, el servicio a los demás, el trabajo emprendedor. Es también una realidad que la familia, con todos sus valores e ideales, humanos y cristianos, contribuyó a formar la nacionalidad colombiana. Las raíces cristianas de la familia han penetrado profundamente y, ante el vendaval de la violencia, Colombia sigue manteniéndose firme gracias a la solidez que le da el núcleo familiar, como transmisor fidedigno de los valores humanos y de la fe cristiana.

2. “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26)

La liturgia de la Palabra nos invita a contemplar, en sus albores, los “comienzos” del hombre sobre la tierra; primeramente en el pensamiento y en los designios de Dios, luego en la creación y finalmente en la bendición. Todos recordamos este relato maravilloso del libro del Génesis que nos muestra a Dios dando culmen a la obra de la creación.

Obedeciendo a su palabra, había desaparecido el caos inicial; la misma palabra divina había ido poniendo orden en el universo hasta poblarlo de lumbreras y de toda clase de seres vivientes. A continuación, como descorriendo un velo, he aquí que el autor sagrado sorprende, por así decirlo, al Creador en ese diálogo íntimo —vestigio revelador de la Familia divina—, con el cual pone broche final a la narración: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

Para seguir más de cerca el desarrollo de la narración y asimilar mejor su profundo significado, vamos a reflexionar juntos sobre los tres momentos que aparecen en el texto sagrado:

En primer lugar, amadísimos hermanos, el texto del Génesis presenta al hombre, a la humanidad, a todos nosotros, dentro del pensamiento de Dios, objeto de sus designios. Hemos sido hechos según un proyecto original concebido en el seno de su sabiduría infinita: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1,26).

563 He aquí la razón más alta de la dignidad humana. Somos expresión del corazón de Dios vivo, revelación de sus eternos designios que no son sino los de comunicar con el hombre, hacernos imagen suya.

Hombre y mujer, hechos a imagen divina, fueron pensados desde el principio para prolongar en el tiempo el diálogo de amor existente en el corazón de Dios y transmitir su palabra creadora, que es fuente de vida, al igual que —en glosa de Santo Tomás— la llama de una antorcha va propagando el fuego donde fue encendida (cf. S. Tomás de Aquino, Summa contra Gentes, 2, 46).

En un segundo momento, el autor del Génesis nos relata la actuación del designio divino sobre el hombre: “Creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó”. La institución de la comunidad conyugal conforme al plan divino, es el primer brote, la expresión primera de la vocación del hombre sobre la tierra. La primera comunidad humana lleva en sí la vocación a la unión con Dios y a la comunión de personas.

El amor de Dios tendrá de este modo su reflejo no en la soledad del hombre (cf
Gn 2,19 ss.), sino en su condición interpersonal, como una invitación interpersonal, como una invitación al diálogo con Dios mismo y con los demás.

A tal fin —y he aquí el tercer momento de la narración bíblica— desciende sobre hombre y mujer la bendición divina, expresión y signo del amor que crea el bien y se goza en él: “creced y multiplicaos, dominad la tierra”.

Al dar su bendición, Dios, antes que la posesión de la tierra, promete a la pareja humana la fecundidad y le confiere la misión de procrear y propagar la semilla de la vida, como fruto y signo del amor conyugal. La misma fecundidad del amor, el bien de los esposos y de la prole, han de ser vistos a la luz del favor de Dios, come reflejo de la imagen divina y signo del crecimiento progresivo en la comunidad de vida: “ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,6). Y en el ocaso de aquel día, el más espléndido de la creación, el autor sagrado anota a modo de conclusión: “Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno” (Gn 1,31).

En rápidas secuencias hemos contemplado tres momentos de la creación, tan ricos de enseñanza para nosotros. Antes que nada el hombre es imagen de Dios; hombre y mujer, comunidad de diálogo y de vida, son semejanza del mismo Dios; en la bendición divina la posesión y el dominio sobre las demás creaturas no prevalecen, sino que ceden la primacía a la comunidad de vida, al amor.

Sería bueno que repasáramos con frecuencia este primer pasaje bíblico hasta que calara hondamente en nuestra mente y quedase grabado en los corazones. Porque, si miramos a nuestro alrededor, observamos que por desgracia esa escala de valores establecida por Dios es invertida con harta frecuencia en nuestro mundo de hoy.

El Señor nos está recordando en este día: Todos somos semejantes a El; su amor al hombre nos hace semejantes a El; las demás criaturas han sido destinadas a nuestro servicio, por eso, anteponer las cosas al bien de nuestros semejantes constituye una verdadera ofensa a Dios creador.

3. La lectura del Evangelio de San Juan que hemos escuchado es como un eco lejano de aquellos “comienzos” del libro del Génesis. El Evangelista nos narra que se celebraba una boda en Caná de Galilea: “Estaba allí la Madre de Jesús; fue invitado Jesús, como también sus discípulos” (Jn 2,1-2).

Con el corazón lleno de fe, habéis escuchado, familias de Colombia, este significativo pasaje del Evangelio. Fue precisamente en aquella ocasión cuando Jesús “dio comienzo” a sus señales, es decir, a los grandes prodigios con los que inauguraba los tiempos mesiánicos.

564 “El maestresala... probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía...; entonces llamó al novio y le dijo:... te has guardado el vino bueno hasta ahora”(Ibid. 2, 9-10).

No es el joven de Caná el que ofrece el vino nuevo, sino Jesús. San Juan, que nos habla en su Evangelio a través de símbolos, nos está diciendo que la boda de Caná es ante todo un signo, el primer signo de la nueva alianza, de la nueva comunión de vida entre Dios y los hombres. Jesús es el esposo que comienza a manifestar su gloria mediante la señal del vino. La Madre de Jesús estaba allí y representa a la comunidad llamada a la alianza con Cristo Esposo; representa a todo el Pueblo de Dios, sobre cuyos miembros ejercerá, cuando llegue la hora, las funciones de madre. Jesús, pues, presente en Caná con su Madre, lleva a los nuevos esposos la misma bendición que al principio fue dada por Dios al hombre y a la mujer. El matrimonio, la familia, como el buen vino, ha de llevar el sello de la alianza única con Dios, de la comunión fecunda e indisoluble en el amor.

Con esta primera señal, el Señor nos invita también a nosotros a gustar este vino, esto es, la verdad sobre la vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta; la verdad sobre los esposos, alianza de amor como mutua entrega entre dos personas, “que exige plena fidelidad conyugal y reclama su indisoluble unidad” (cf. Familiaris Consortio
FC 20).

¿Dónde hallaremos ese vino bueno, ofrecido por el Señor a quienes han sido injertados en su familia? A esta pregunta podemos responder con San Agustín: “Cristo guardó hasta ahora su vino, es decir su Evangelio” (San Agustín, In Io.Evang., 9,2: PL 35, 1459). Nuestra bendición será, por tanto, la aceptación de la verdad de Cristo, y nuestra adhesión personal a El, capaz de obrar en nuestros corazones el gran prodigio de “ser hijos de Dios, por haber creído en El”(Jn 1,12) .

En conclusión, a esta página de Caná podríamos considerarla como una gramática indispensable, en la que encontráis resumido en pocas líneas el Evangelio de los esposos: Cristo os ha bendecido y desea que seáis felices. Cristo y su Madre esperan de todo matrimonio que sea manifestación de esa gloria divina que acompaña a los nacidos de Dios.

Así es, amadísimos esposos colombianos. Con la bendición de Cristo, en vuestros hogares, desde su “comienzo”, estáis llamados a dilatar la morada del mismo Dios. Este es vuestro Evangelio; ésta es vuestra ennoblecedora misión, la cual, responsablemente asumida y santificada por el sacramento, os asemeja a la unión de Cristo y su Iglesia Así lo dice, usando expresiones certeras, San Pablo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser (Gn 2,24). Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia”(Ep 5,31) .

“Haced lo que é1 os diga”. Este suave toque de atención de María sea motivo de aliento para los matrimonios colombianos. La nueva Eva, Madre de los creyentes, quiere persuadiros a que abráis sin vacilar las puertas de vuestra mente y de vuestro corazón al hálito definitivo de Cristo y su Evangelio. La bendición divina inicial, recuperada para siempre por el Esposo, Jesús, “hecho semejante a nosotros” y obediente hasta la muerte (cf. Flp Ph 2 Flp Ph 7 , será fecunda verdad si vosotros, semejantes El, refrendáis la alianza vuestra unión sacramental con un servicio auténtico, porvida, la comunión con Dios.

4. A impulsos del aliento salvífico de esta bendición, los hombres son llamados a hacer de su vida en la tierra un servicio a la civilización del amor, como nos ha dicho hoy San Pablo: “Ceñíos el amor mutuo, que es el cinturón perfecto”(cf. Col Col 3,14) .

La función de la familia es precisamente ésta: consagrarse al servicio del amor y de la vida, y consiguientemente actuar en pro de la vida y del amor.

En efecto, el matrimonio, en cuanto comunidad querida por Dios mismo (Familiaris Consortio FC 11), no se agota en un mero intercambio del consentimiento con valor humano y jurídico. Tanto el matrimonio, como la familia que de él nace, es una realidad que hunde sus raíces en los designios de Dios, expresión de su amor y de su poder creador. De ahí que el hombre y la mujer, al unir para siempre sus vidas, concreción de su “ser a imagen de Dios”, no pueden aprobar ingerencias extrañas a su fe, que mermen las exigencias del pacto de amor conyugal, el cual, incluso públicamente, ha de ser único y exclusivo, si de veras se quiere vivir con plena fidelidad al designio del Creador (cf. Ibid 11).

Así como Dios se realiza en el amor recíproco de las tres Personas de la Santísima Trinidad, así también el matrimonio y la familia deben ser comunidad de amor entre los cónyuges y los hijos.

565 De un matrimonio, de una familia fuerte y unida, donde esté presente el amor cristiano en toda su riqueza (cf. Col Col 3,16), cabe esperar una contribución efectiva a la civilización del amor: de un amor que tiene primariamente su expresión en el hogar, donde se vive como un solo corazón y una sola alma (cf. Hch Ac 2,44); de un amor que es como el vino nuevo para la vocación de los esposos: Si todos están volcados en el amor, alimentado en la conversación con Dios y revestido de compasión, de bondad, de dulzura y longanimidad (cf. Col Col 3,12), existirá también alegría serena, profunda y madura.

Se puede decir por tanto que, “desde el principio”, y más aún en conformidad con el mensaje de Cristo, la familia ha sido querida por Dios para ser radicalmente una comunidad al servicio del amor y de la vida.

Este y no otro, hay que repetirlo, es el plan de Dios, que la Iglesia respeta y obedece, buscando por todos los medios fortalecer el amor y la unidad de la familia en servicio a la vida, a la sociedad, y sobre todo a la dignidad de los esposos y de sus hijos.

Como ya dije en mi Exhortación Apostólica sobre la misión de la familia cristiana en el mundo, la familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia, que participa, a su manera como comunidad íntima de vida y de amor, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia (Familiaris Consortio FC 49-50).

A su vez, el matrimonio y la familia cristiana cumplen maravillosamente el designio de Dios, cuando se aprestan por sí mismos a sembrar y cultivar los valores del Evangelio.

El hogar, la familia —iglesia doméstica—, han de ser también evangelizadores. En efecto, los esposos cristianos, por su bautismo y la confirmación y por la fuerza sacramental del matrimonio, tienen que transmitir la fe y llevar a la sociedad los valores que la transformen de acuerdo con el plan de Dios. Convencidos de que Cristo está presente en el hogar, deben ser los más aptos evangelizadores de sus hijos a quienes transmitirán su propia experiencia de fe con la palabra, pero sobre todo con el testimonio diario de su vida de esposos, de miembros de la Iglesia y de la sociedad.

Padres de familia: Vosotros debéis ser además los primeros catequistas y educadores de vuestros hijos en el amor. Si no se aprende a amar y a orar en familia, difícilmente después se podrá superar este vacío. La vida y la fe de vuestros hijos son tesoros incalculables que el Señor ha puesto en vuestras manos responsables. Mostradles el camino del bien y acompañadlos para que en los momentos de dificultad o de crisis vuestra firmeza en la fe, vuestro testimonio cristiano sea para ellos referencia obligada que avive la llama de su fe y el amor que vosotros sembrasteis en sus corazones. La evangelización y la catequesis que los esposos realizan en el seno de su familia tiene que hacerse en comunión eclesial. Los padres de familia tienen derecho y esperan con justa razón rectas orientaciones de sus Pastores en sus parroquias y comunidades mediante la predicación y una auténtica catequesis cristiana.

5. Cuanto acabamos de decir a propósito del ámbito familiar, hemos de referirlo asimismo, como repercusión, a todas las demás formas de coexistencia y de convivencia entre los hombres.

Cuando dice el Apóstol: “La paz de Cristo reine en vuestros corazones”, estas palabras hemos de aplicarlas con no menor vigor doctrinal al corazón, al núcleo de toda asociación, movimiento o institución, y en definitiva a la sociedad en cuanto tal.

Pero no olvidemos que todos estos círculos de personas se nutren de la comunidad familiar donde brota, se robustece y consolida la civilización del amor. Cuando la institución familiar cruje o se viene abajo, los vínculos de la solidaridad se aflojan, se fomenta la disgregación allí donde la armonía y la paz son el clima más propicio para el bien común y, en conclusión, las células básicas de la sociedad irán expandiendo su condición enfermiza a todo el organismo.

Si la paz de Cristo no reina en el corazón mismo de la familia y la sociedad, los pueblos no sólo pierden pujanza y lozanía, sino que también se va perdiendo el respeto a la vida y a la dignidad humana. Es algo que he querido recordar en mi reciente Encíclica “Dominum et Vivificantem”. Se hace cada vez más patente – decía – la grave situación de extensas religiones del planeta... Se trata de problemas que son no sólo económicos, sino también y ante todo éticos. En el horizonte de nuestra época se vislumbran "signos de muerte" aún más sombríos; se ha difundido el uso... de quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte” (Dominum et Vivificantem DEV 57

566 ¡Madres colombianas! ¡Esposos responsables! Defended siempre la vida. Recordad cómo Jesús quiso ser reconocido por Juan el Bautista que aún estaba en el vientre materno, se alegró y saltó de gozo ante su presencia en las entrañas virginales de María.

Esposos y padres de familia: Defender la dignidad del amor es defender la sociedad. Atentan contra la familia las ideologías e instituciones que sicológicamente o con cualquier otra forma de coacción presionan a la pareja e inducen a las personas a cegar las fuentes de la vida y a negarse a acoger con amor una nueva existencia.

La paternidad y la maternidad responsables son prueba de amor y de servicio a la paz y a la vida.

6. Amadísimos colombianos: Si no nos decidimos a extirpar de nuestros corazones estas espinas punzantes, que ahogan en su propio germen el dinamismo de la vida, de la cultura y de la civilización, nuestra sociedad, la humanidad entera, se irá sumiendo en un progresivo entumecimiento de la conciencia de todos sus miembros e instituciones, deslumbrados sus ojos por engañosos modernismos o falsos progresos que niegan la verdad sobre el hombre y son propensos a ver en Dios un estorbo y no la fuente de liberación, la plenitud del bien. He ahí la falsa libertad que en vez de construir la paz y la civilización del amor engendra sólo amargura y desolación (cf. Ibid.37-38).

7. La paz en los corazones forma parte del reinado de Cristo, que es también supremacía de la verdad y de la justicia: paz en los corazones que es también amor social cuando logra eficazmente la concordia entre las personas, las familias y las instituciones.

Hombres y mujeres que me escucháis: Todos juntos componéis la gran familia colombiana, deseosa de conseguir y disfrutar este bien insustituible, condición indispensable para defender y promover la vida en todos sus planos.

Esa querida comunidad ama —lo sé muy bien—desde sus entrañas la paz, imagen y efecto de la paz de Cristo, y se sacrifica por ella. Es ésta una aspiración y una tarea, que no debe arredrar vuestro ánimo, ni siquiera en momentos de desasosiego, de turbación o de amenaza para el orden social internacional o mundial ¿Se puede confiar juiciosamente —me pregunto— el bien de los hombres y de los pueblos, el progreso de la civilización, a iniciativas de personas o de grupos organizados que, por ejemplo, pretenden implantar sistemas o ideologías que conllevan la violencia, perturban sistemáticamente el equilibrio social con medios subversivos, o también pretenden resolver las situaciones críticas por la vía breve del terrorismo o de la guerrilla?

Me consta, amadísimos míos, que vuestro corazón no ha estado, no está totalmente lejano de estas inquietudes; pero no es menos cierto que, merced a la guía sabia de vuestros Pastores y a la acción paciente y constante de los responsables de la administración pública —unos y otros en su propio campo—, se han ido consolidando sus apremiantes tareas, orientadas respectivamente a extender el reinado de Cristo y a “crear un orden político, social y económico que sirva mejor al hombre y que ayude a las personas y a los grupos a afirmar y desarrollar la propia dignidad”(Gaudium et spes
GS 9) .

La palabra de Cristo permanezca entre nosotros en toda su riqueza” (Col 3,16).

Sí. La palabra de Cristo es rica. Sirve a la construcción y no a la destrucción. Sirve a la justicia, al amor, a la paz y no al odio. Establece y corrobora los vínculos entre los hombres y no excava abismos entre ellos. Fomenta la unión y no la discordia.

Oremos para que esta palabra de salvación “permanezca” en vosotros con toda su riqueza: en vuestras familias, en vuestras comunidades, en todas las gentes que pueblan la patria colombiana en toda la humanidad.

567 ¡Ojalá permanezca en vosotros esta palabra de salvación! ¡Que sea viva y operante! ¡Que construya la “civilización del amor”!

Amados hermanos y hermanas: “Toda actividad vuestra, de palabra o de obra, hacedla en honor del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre, por medio de El” (
Col 3,17).

Así sea.





VIAJE APOSTÓLICO A COLOMBIA

MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL




Aeropuerto «Olaya Herrera» de Medellín

Sábado 5 de julio de 1986



1. Queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo:

“No os llamo ya siervos... A vosotros os he llamado amigos, porque lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15).

Durante la celebración de la última Cena Jesucristo pronunció estas palabras, dirigidas a los Apóstoles, al instituir el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, a la vez que les encargaba: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22,19).

Estas palabras están relacionadas de modo particular con la vocación sacerdotal. Cristo hace sacerdotes a los Apóstoles, confiando en sus manos el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este cuerpo que será ofrecido en la cruz, esta sangre que será derramada (ahora bajo las especies de pan y vino) constituyen la memoria del sacrificio de la cruz de Cristo.

En el Cenáculo, Cristo llama a los Apóstoles amigos porque les ha entregado su Cuerpo y su Sangre. Desde aquel momento, realizando sacramentalmente este sacrificio, debían obrar en su nombre, representándole personalmente, “in persona Christi”.

2. En esto consiste la grandeza esencial del sacerdocio ministerial, del que hoy se os hará partícipes, por medio del sacramento del Orden, a vosotros, hijos de la Iglesia en Colombia, de la Iglesia en Medellín.

568 Es un día muy importante en vuestra vida y en la vida de esta Iglesia, a la que en esta ocasión quiero saludar cordialmente.

Saludo con cariño al pueblo cristiano que se ha reunido esta tarde en el aeropuerto “Olaya Herrera”. Sois fieles, en gran mayoría, de la provincia eclesiástica de Medellín: Antioquia, Jericó, Santa Rosa de Osos, Sonsón-Rionegro, y de otras circunscripciones vecinas. La nobleza cristiana de vuestros hogares —semillero de vocaciones sacerdotales y religiosas— y la profunda adhesión a la Iglesia, han sido características de esta querida región de Colombia.

3. La liturgia de este día nos muestra, de modo particularmente profundo, la verdad sobre la vocación sacerdotal. La vocación es ante todo iniciativa del mismo Dios.Continuamente Dios llama al sacerdocio a personas concretas como anteriormente llamó al Profeta. Es impresionante la descripción que de esta llamada hace Jeremías.

“Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía” (
Jr 1,5). El “conocer” de Dios es elección, llamada a participar en la realización de sus planes salvíficos. A la luz del misterio de la Encarnación, esta elección se relaciona estrechamente con Cristo Sacerdote: “Nos ha elegido en él antes de la creación del mundo” (Ep 1,4).

“Antes que nacieses, te tenía consagrado” (Jr 1,5). La consagración a Dios es dedicación plena, total de por vida, a un encargo o misión, bajo la acción del Espíritu del Señor que unge y envía (Is 61,1). Por la ordenación sagrada el sacerdote participa de la unción y misión de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, “ungido y enviado por el Espíritu Santo para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4,18).

De ahí que el compromiso del sacerdocio lleve el sello de lo eterno. Sois consagrados para siempre. No es una decisión sujeta al vaivén del tiempo ni a las vicisitudes de la vida. Ni puede fundarse tampoco en sentimientos o emociones pasajeras. Implica, como el verdadero amor, la permanencia de la fidelidad. Sois llamados a estar siempre con el Señor, a perpetuar día a día su amistad para moldearos en su Corazón. Sólo a la luz de este amor comprenderéis y viviréis las exigencias evangélicas del sacerdocio ministerial. Vuestra juventud la habéis de poner plenamente y sin reserva al servicio de Cristo, para convertiros en instrumentos de salvación sin fronteras.

“No les tengas miedo” (Jr 1,8) nos dice la primera lectura del profeta Jeremías. Ya no hay lugar para las dudas y los desalientos. “Estoy contigo” (Ibid.), nos repite el profeta. La debilidad humana no es obstáculo cuando la sabemos reconocer y la ponemos fiel y confiadamente en las manos de Dios. Jesús resucitado subraya esta presencia: “Soy yo” (Lc 24,36), “estaré con vosotros” (Mt 28,20). Por esto es posible cumplir la misión del Señor: “adondequiera que yo te envíe, irás” (Jr 1,7).

“Mira, he puesto mis palabras en tu boca” (Ibid. 1,9). Son “palabras de vida eterna” (Jn 6,68), que sostienen la generosidad del enviado y aseguran el fruto del apostolado, aunque sea a través del misterio de la cruz.

4. ¿Sería lícito tener miedo a la palabra, a la llamada de Dios? ¡No! Se puede temer la debilidad humana, pero la llamada que viene de Dios, nunca. Ella, de hecho, indica siempre un camino maravilloso: llama a una participación peculiar en “las grandes cosas de Dios”. Conviene, por tanto, escuchar atentamente las palabras del Apóstol en la carta a los Efesios: “Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia” (Ep 4,1-2)

Así pues, amadísimos hijos, pensad que el camino hacia la santidad sacerdotal y el apostolado es camino de pobreza bíblica. Cuando reconocemos la propia debilidad, entonces somos fuertes (cf. 2Co 12,10). Esta actitud de humildad, que es de autenticidad y verdad, os hará reconocer con gozo que la vocación sacerdotal es un don del Corazón de Cristo y una opción que llega al fondo del corazón y de la conciencia.

En la vocación sacerdotal se experimenta el contraste entre la fuerza y la santidad del Maestro que llama, y la fragilidad y pequeñez de quien es elegido. El temor ante la sublimidad y la magnitud de la misión que se os encomienda, lo habréis experimentado ya vosotros; pero sentís también la seguridad y la alegría de saber que es Jesús quien os llama, que El estará siempre con vosotros y os dará las energías y la alegría para ser fieles a su servicio. El no abandona nunca a los suyos.

569 5. La vocación sacerdotal es un don para la Iglesia. En la Iglesia existen dones diferentes, como nos enseña el Apóstol: “A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida del don de Cristo” (Ep 4,7). Todos estos dones diferentes constituyen una “parte” esencial e irrepetible de aquel “don de Cristo”. En efecto, todas las gracias y carismas sirven conjuntamente “para edificar el Cuerpo de Cristo” (Ibid. 4, 12). Entre todos estos dones, el sacerdocio ministerial adquiere peculiar importancia.

Participamos de modo singular en el sacerdocio de Cristo. Aunque “todos hemos recibido de su plenitud” (Jn 1,16), cada uno participa de este “don de Cristo” (Ep 4,7) según las gracias o carismas particulares, siempre al servicio de la comunidad eclesial que es comunión de hermanos. La diversidad y la peculiaridad de los dones hay que reconocerla, amarla y vivirla, precisamente para construir el “único Cuerpo” de Cristo que es la Iglesia animada por “un solo Espíritu” (Ibid.4,4). En la medida en que améis gozosamente vuestro sacerdocio, os sentiréis llamados a apreciar, respetar, suscitar y cultivar los otros carismas de la comunidad eclesial, para construir el Cuerpo de Cristo hasta la perfección y la plenitud (cf. Ibid. 4,12). La identidad sacerdotal es pues una realidad gozosa que se experimenta cuando amamos el don recibido para servir mejor a los demás, con la actitud de “dar la vida” como el Buen Pastor (Jn 10,15).

6. Si la vocación sacerdotal es un don tan grande para la Iglesia, ello quiere decir que ya no os pertenecéis a vosotros mismos, sino que sois propiedad de Cristo que vive en la Iglesia y que os espera en los múltiples campos de apostolado. Pertenecéis a Cristo y pertenecéis a la Iglesia, que es su “Esposa inmaculada”, “a la que Cristo amó hasta darse en sacrificio por ella” (Ep 5,25).

Esto mismo se os pide a vosotros: que améis.

El amor a Cristo y el amor al sacerdocio no serían posibles sin amar hondamente a la Iglesia, la cual, a pesar de las limitaciones propias de su condición de peregrina, no deja de ser el Cuerpo de Cristo, su Esposa y el Pueblo de Dios.

7. Servid a la grey como presbíteros, “vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón... siendo modelos de la grey” (1P 5,2-3).

Que las comunidades os puedan distinguir como anunciadores de Evangelio, dedicados a esta misión de la que el mundo tiene tanta urgencia, de tiempo completo, sin invadir otros campos y trabajos seculares, que ni son los vuestros, ni han sido el lugar indicado por el obispo, de quien seréis colaboradores, en leal unidad, como Pastores solícitos que reflejan en todo su condición sacramental: en lo profundo del alma, en las actitudes pastorales y también en vuestro exterior.

El seguimiento de Cristo implica que os sintáis de veras Iglesia con amor de hijos, dispuestos a la colaboración responsable, con un acatamiento pronto y generoso de su disciplina y de sus normas, cooperando lealmente con el propio obispo.

Sólo estando con Cristo, viviendo con El haciendo que El informe nuestra vida, será posible anunciarlo con decisión, con franqueza, con arrojo, comunicando la experiencia de lo que se vive en el misterio y comunión de la Iglesia “sacramento universal de salvación” (Ad gentes AGD 1).

8. Así, pues, queridos hermanos y hermanas, experimentamos hoy, todos los aquí presentes, de un modo muy particular, aquel amor del Padre del que habla Cristo a los Apóstoles la víspera de su muerte “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15,9). En Cristo, el amor del Padre se convierte para nosotros, en fuente inagotable de vida y de luz. “El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús”, acostumbraba a decir el Santo Cura de Ars, cuyo segundo centenario de nacimiento celebramos este año de vuestra ordenación.

Efectivamente, “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Ibid. 15,13). Y es precisamente Cristo quien da la vida por nosotros. Y este acto suyo de “dar la vida”, este sacrificio permanece en la Iglesia, y, a través de la Iglesia, permanece en la humanidad de generación en generación. Permanece a través de la palabra del Evangelio y por medio de la Eucaristía, sacramento de la muerte y resurrección de Cristo. Permanece, por tanto, por medio del ministerio de los sacerdotes. Y por este ministerio se renueva y se hace presente en todos los tiempos.

570 Desde lo alto de la cruz y desde el corazón de su sacrificio salvífico, Cristo continúa diciéndonos: “Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).

9. El Señor os dice hoy a todos vosotros, queridos ordenandos, y de un modo muy particular: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Ibid. 15,10). ¡Sí! “Como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Ibid.). En estas palabras se nos muestra en verdad el vínculo o relación divina trasladada a la dimensión de la existencia del hombre.

Sabemos bien cuáles son los mandamientos que constituyen la firmeza de este vínculo de permanencia en el amor de Cristo. Sabemos muy bien cuáles son los principios de la vida sacerdotal, cuáles son las exigencias de la disciplina sacerdotal que constituyen la firmeza de esta relación.

Se trata, bien es verdad, de un seguimiento sacrificado, que excluye toda forma de instalación exigiendo la mayor disponibilidad, como es debido a quien no tiene donde reclinar la cabeza (Cf. Lc Lc 9,57-62). Es un compromiso que abarca la existencia toda, sin aplazamientos, sin componendas, tal como lo exige el Mesías, el Hijo de Dios, por cuya palabra la tempestad se serena, los enfermos son curados, son evangelizados los pobres, expulsados los demonios, reconciliada la humanidad y regenerada la vida. Exige el pleno sometimiento a la voluntad del Padre, lo cual os puede llevar, como a Pedro, a donde no hubiereis querido ir (cf. Jn Jn 21,18). Pero El siempre va delante, llevando amorosamente la misma cruz que pone sobre nuestras espaldas y que El hace más llevadera. En efecto, dice el Señor: “Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,30)”.

La vida que corresponde a estas exigencias, la vida en el nombre de este amor, abre delante de nosotros, al mismo tiempo, la perspectiva del gozo divino. “Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn 15,11). Es el “verdadero gozo pascual” (Presbyterorum Ordinis PO 11), como característica de la identidad sacerdotal y como preludio al florecimiento de vocaciones sacerdotales.

He aquí la vocación sacerdotal y el servicio o ministerio sacerdotal en el Pueblo de Dios.

“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16), dice el Señor. Estas palabras las tenemos todos grabadas a fuego en nuestros corazones: ¡vosotros y yo! Son las palabras de Jesús en el marco familiar e íntimo de la última Cena, cuando el Señor abre de par en par su corazón a sus discípulos. Es la gratuidad de elección de aquellos a quienes constituye ministros suyos, a quienes confía una misión de particular importancia. Es Dios quien inicia el diálogo en la historia de la salvación, tejida en esa maravillosa realidad de su amor. Es El quien toma la iniciativa con la fuerza transformadora de su Palabra, que todo lo recrea. “El nos amó primero” (1Jn 4,9).

Por esto añade el Señor: “Os he destinado a que vayáis y deis fruto, y un fruto que permanezca”. Así como permanece, de modo admirable, el fruto de la primera siembra del Evangelio en esta tierra y en este continente, así también permanezca vuestro fruto, hoy, en este final del segundo milenio cristiano, cuando se va a cumplir el quinto centenario del comienzo de la evangelización de América Latina.

10. ¿Por qué permanece este fruto de vida cristiana? Quizá especialmente porque aquellos que sembraron supieron, al mismo tiempo, orar, pedir en el nombre de Cristo: “de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda” (Ibid.). Y nos lo concederá también a nosotros. El amor fraterno será la garantía de nuestra unión con Cristo y un signo eficaz de evangelización: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Ibid. 15, 17).

Es la eficacia del Evangelio, con unos frutos que muchas veces no ven nuestros ojos. La gracia del Señor espera secretamente en los corazones. Vivimos hoy de la semilla que generaciones de entregados misioneros plantaron en la tierra fecunda colombiana y que la gracia de Dios hizo germinar y dar fruto.

En este día tan importante para la Iglesia en Colombia, miramos hacia el futuro con confianza. La Iglesia os agradece el esfuerzo que vosotros, amados hermanos obispos y superiores religiosos, estáis llevando a cabo en el campo vocacional, con la cooperación de solícitos e idóneos formadores, atentos, según las normas de la Iglesia, a la íntegra formación espiritual académica y pastoral de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa. Agradezco y bendigo todo el ingente trabajo que se ha realizado en la pastoral de las vocaciones. El incremento de ésta debe abrir generosamente el corazón, con espíritu solidario y misionero, de tal manera que pueda prestarse la ayuda necesaria a otras Iglesias hermanas que padecen hoy penuria de sacerdotes.

571 Al mirar a María, Madre de la Iglesia y Madre amorosa de los sacerdotes, en este momento tan solemne, cada uno se sentirá invitado a imitar su amor materno: “La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres” (Lumen gentium LG 65).

“Para la figura de este mundo” (1Co 7,31). Pasan las generaciones de todo pueblo y nación. Mas las palabras del Señor no pasan. Las palabras de Jesús pronunciadas en la última Cena se harán ahora realidad por medio del sacramento del Orden que vamos a conferir a los candidatos aquí presentes. La Iglesia entera de Colombia entorno a sus obispos; la Iglesia universal en torno al Sucesor de Pedro, dirige confiada su oración al Padre por estos diáconos que hoy, en la ciudad de Medellín, van a recibir el orden del presbiterado. Así sea.

Es este día de gozo y de esperanza para la Iglesia de Dios que peregrina en Colombia, así como para la Iglesia universal.

Pero la alegría que suscita esta floreciente primavera sacerdotal de ordenaciones se ve profundamente turbada en mi alma y en la de todos los hijos de la Iglesia -más aún, diría que también en todas las personas sensibles a la exigencia de la libertad y del debido respeto a los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano-, se ve profundamente turbada, digo, por la triste noticia de que monseñor Pablo Antonio Vega Mantilla, obispo prelado de Juigalpa y Vice-presidente de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, ha sido alejado por la fuerza de su prelatura y expulsado de su propia patria.

Este casi increíble hecho me ha entristecido hondamente, tanto más por cuanto evoca épocas oscuras -aún no muy lejanas en el tiempo, pero que bien se podía razonablemente creer superadas-en la acción llevada a cabo contra la Iglesia. Bien querría esperar que los responsables de esta decisión recapaciten sobre la gravedad de tal medida, que además contradice reiteradas afirmaciones de querer una pacífica y respetuosa convivencia con la Iglesia.

En mi solicitud pastoral por la Iglesia nicaragüense, elevo, junto con mi más viva deploración, mi ferviente plegaria al Altísimo para que asista con su gracia a monseñor Vega, al clero, religiosos, religiosas y fieles de su prelatura de Juigalpa, a mis hermanos en el Episcopado, con el querido cardenal Obando Bravo, y a toda la Iglesia de Nicaragua en estos momentos de prueba, en los que cuentan con la oración de toda la Iglesia y con mi entrañable Bendición Apostólica.



B. Juan Pablo II Homilías 561