B. Juan Pablo II Homilías 571


VIAJE APOSTÓLICO A COLOMBIA

MISA PARA EL LAICADO COLOMBIANO



Ciudadela Real de Minas, Bucaramanga

Domingo 6 de julio de 1986




Queridos hermanos en el Episcopado,
amadísimos hijos e hijas:

1. “La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 1,3). ¡Recibid todos un cordial saludo de paz y de fraternidad en Cristo!

572 Elevo mi ferviente acción de gracias a Dios, que me ha deparado la alegría de este encuentro con tantos fieles hijos de la Iglesia, que viven y trabajan en estas tierras montañosas de Santander. Hombres y mujeres que guardan en sus corazones, como en sagrado relicario, el tesoro de la fe y del amor a Cristo. Pueblos de acendrada devoción a la Virgen María, conservada como tradición bendita en el santuario de los hogares. Que Dios bendiga a estos pueblos con hogares cristianos para que sean escuelas de virtud y de trabajo, templos de fe y de oración. ¡Paz a vuestras casas! (cf. Lc Lc 10,5)

Vaya mi saludo a los Pastores de las provincias eclesiásticas de Bucaramanga y de Nueva Pamplona. Paz y bien al pueblo de Dios de estas dos arquidiócesis y de las diócesis de Arauca, Barrancabermeja, Cúcuta, Ocaña, Socorro y San Gil, y de la prelatura de Tibú.

Saludo también de todo corazón a los representantes de los laicos de todo el país, convocados y reunidos en esta ciudad de Bucaramanga. Con fe y entusiasmo habéis exclamado en el Salmo responsorial: “Jesucristo, Jesucristo, yo estoy aquí”. Habéis querido con ello proclamar vuestra disponibilidad y entrega a la causa del Evangelio. En la narración del evangelista San Lucas que acabamos de oír, el Señor designa y envía setenta y dos discípulos a todos los pueblos y lugares a donde El pensaba ir. Además de los doce Apóstoles y siguiendo su testimonio, muchos otros son llamados y enviados por el Señor para que a lo largo de los siglos y hasta nuestros días fueran precursores, mensajeros y testigos que anuncien la presencia y llegada de Cristo y proclamen el advenimiento del Reino de Dios.

Vosotros formáis parte de esa multitud ininterrumpida de discípulos que, de generación en generación, en todos los pueblos y ciudades, en todas las culturas, ambientes y naciones, son testigos y pregoneros de la cercanía de ese reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz (cf. Lumen gemtium, 36). Repetid una vez más con fuerza, aquí en Bucaramanga, para que el eco llegue a todos los rincones de Colombia: “Jesucristo, Jesucristo, yo estoy aquí”. ¡Aquí estamos como discípulos; aquí estamos como “Christifideles”!

2. Este es el primer título de dignidad y responsabilidad con que el Concilio Vaticano II nombra a los laicos, en la comunión de todos los hermanos en la fe.

Con la presencia e inspiración vigorosas del Espíritu de Dios, el Concilio Vaticano II quiso ser un eco renovado y potente de ese llamado de Cristo para movilizar las energías cristianas de todos los bautizados, para convocarlos a la santidad de los auténticos discípulos, para enviarlos por los caminos del hombre con el ímpetu de una “nueva evangelización”, para animarlos en el esfuerzo de creación de formas de vida más dignas del hombre hacia el horizonte de una civilización del amor.

Mas, como reconocían también los padres conciliares, “la mies es mucha y los obreros pocos” (Lc 10,2). El campo de labor que se abre hoy ante los ojos del apóstol es inmenso y, al mismo tiempo, variado y complejo. No faltan las ciudades que, ayer como hoy, no escuchan y rechazan a los discípulos del Señor, enviados “como corderos en medio de lobos” (Ibíd. 10,3). El materialismo, el consumismo, el secularismo han obnubilado y endurecido el corazón de muchos hombres. Pero hay muchas casas y ciudades que viven en la ley del Señor, que reciben “como río la paz”, según las palabras del Profeta Isaías (Is 66,12). ¡La mies es abundante! ¡Se necesitan muchos brazos que trabajen en la construcción del reino de Dios!

Por eso el Concilio Vaticano II destacó con claridad y fuerza particulares, que toda vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado (cf. Apostolicam actuositatem AA 3), invitando a todos los laicos a redescubrir su dignidad bautismal de discípulos del Señor, de obreros de la mies, y a reavivar su responsabilidad apostólica ante la magnitud de la tarea.

3. Por el bautismo y la confirmación, por la participación en el sacerdocio de Cristo, como miembros vivos de su Cuerpo, los laicos participan en la comunión y en la misión de la Iglesia. La Iglesia quiere y necesita laicos santos que sean discípulos y testigos de Cristo, constructores de comunidades cristianas, transformadores del mundo según los valores del Evangelio. Guiados por vuestros Pastores, estáis todos invitados a participar activamente en esta misión de salvación: jóvenes, ancianos, pobres y ricos, hombres y mujeres, doctos e iletrados. Para todos hay una tarea en la misión de anunciar que “el reino de Dios está cerca” (Lc 10,9).

El campo de trabajo del laico en la misión de la Iglesia se extiende a todos los ambientes y situaciones de la convivencia humana. Así lo afirmó mi venerado predecesor el Papa Pablo VI en la Exhortación Apostólica “Evangelii Nuntiandi”: “El campo propio de su actividad evangélica es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social así como de otras realidades abiertas a la evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y de los jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento” (Evangelii Nuntiandi EN 70).

Los laicos, fieles a vuestra identidad secular, debéis vivir en el mundo como en vuestro ambiente y realizar allí una presencia activa y evangélica, dinámica y transformadora, como la levadura en medio de la masa, como la sal que da sentido cristiano a la vida del trabajo, como la luz que brilla en las tinieblas de la indiferencia, del egoísmo y del odio.

573 4. Esto se traduce, aquí y ahora, para Colombia, en el compromiso y contribución de los cristianos laicos para asegurar condiciones económicas, sociales, culturales y religiosas que favorezcan la unidad y estabilidad de las familias, que refuercen el sentido de respeto a la vida, que ataquen las causas profundas de la violencia y del terrorismo, que combatan todas las formas de corrupción del tejido social; que lleven adelante con valentía modelos y estrategias de desarrollo capaces de ir superando situaciones estridentes de injusticia, desigualdad, marginación y pobreza; que promuevan la iniciativa, la autogestión, la corresponsabilidad y participación en la vida pública; que dignifiquen el trabajo y lo extiendan cada vez más como derecho de todos: que tengan horizontes amplios en el diálogo, solidaridad e integración de la gran familia latinoamericana.

La Conferencia de Puebla señaló la contradicción existente entre el sustrato cultural católico a nivel popular y nacional, y las “estructuras” sociales, económicas y políticas que manifiestan y generan injusticias derivadas del pecado. Urge, pues, que se ponga en práctica con más dedicación, creatividad y eficacia esa opción de Puebla en pro de la evangelización y crecimiento cristiano de los laicos “constructores de la sociedad”. Los retos que se presentan en este final del segundo milenio cristiano son enormes y complejos. No hemos de cesar, pues, de pedir “al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (
Lc 10,2).

5. La presencia y contribución del cristiano laico en la vida multiforme de la sociedad colombiana no puede disociarse de su participación en el seno de las comunidades cristianas. ¡Todo lo contrario! La fuerza constructora liberadora de la presencia de los cristianos en el orden social, la identidad y originalidad de su aportación, se inspira y alimenta de su profundo arraigo y participación en la comunión eclesial. La fuente de todo apostolado y, en especial de la animación cristiana de lo temporal, se encuentra en la íntima unión del creyente con Cristo.

Laico colombiano, ¡Cristo te llama! Cristo te espera para que contribuyas también tú en la edificación del reino de Dios. Hay pues, que alentar la intensidad y multiplicidad de formas de participación de los laicos en las comunidades cristianas, en su vida litúrgica, en sus programas y consejos pastorales, en su ministerios laicales, en la práctica y testimonio de la caridad. Hay que superar toda separación entre la fe y la vida. La formación cristiana de los laicos requiere una pedagogía pastoral que ilumine y oriente toda su vida con la luz y la fuerza de la fe. La fe profesada tiene que convertirse en vida cristiana. Prevalezca siempre la unidad y comunión eclesiales en la verdad y en la caridad, bajo la guía de los obispos, padres y maestros en la fe. En la obediencia a los Pastores y a la sana doctrina, sepan reaccionar los laicos contra todo intento o manipulación que trate de sembrar la división y la discordia. “Desead la paz a Jerusalén” (Ps 122 [121], 6) rezábamos en el Salmo responsorial; que la nueva Jerusalén, que es la Iglesia, sea “como una ciudad bien unida compacta” (Ibíd. 3) en la fraternidad y el amor.

6. Dirigiéndome a los hombres y mujeres, cristianos comprometidos de Colombia, deseo presentar un saludo particular a los miembros del Consejo nacional de Laicos. Sé que este Organismo cuenta ya con varios años de servicio activo en íntima colaboración con la Conferencia Episcopal. A todos aliento para que el próximo Sínodo de los Obispos, de 1987, que versará sobre “la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad”, contribuya a movilizar, ya desde la visita del Papa, nuevas energías de santidad y apostolado que hagan cada vez más fecunda su misión.

Deseo dirigir también una palabra de saludo, reconocimiento y homenaje a la mujer colombiana; a la mujer de toda América Latina. Bien ha sido dicho que la mujer ha desempeñado un papel providencial en la conservación de la fe de los pueblos latinoamericanos de generación en generación. Humildes y fuertes mujeres del pueblo cristiano han sido y continúan siendo como ángeles custodios del alma cristiana de América Latina; pedagogas de la fe, discretas; perseverantes y fieles, en la familia y en la comunidad nacional. A imitación de María, la llena de gracia, que encarnó el Evangelio y nos entregó a Jesús, fruto bendito de su vientre, la mujer cristiana tiene en los designios divinos una misión muy importante que cumplir en la historia de la salvación. Lo confirma la historia de la evangelización en este continente de la esperanza.

7. Queridos hijos, hermanos, amigos: me llevo en el corazón el testimonio de vuestra disponibilidad y prontitud para acoger el llamado del Señor y convertiros en sus discípulos, conscientes de que la mies es mucha y los obreros pocos. Me llevo la resonancia de vuestro canto, que es plegaria y compromiso: “Jesucristo, Jesucristo yo estoy aquí”. Me llevo el testimonio de vuestra entrega a la causa del Evangelio, para colocarlo ante el sepulcro de los Apóstoles Pedro y Pablo y ofrecerlo, con toda la Iglesia, a Cristo Redentor y Señor de la historia.

Os recuerdo nuevamente la palabra del Señor que hemos escuchado en esta celebración eucarística, exhortándoos a los dos grandes amores que han de inspirar y penetrar la vida del laico cristiano, la vida del apóstol: el amor a Cristo crucificado por nuestros pecados y resucitado por nuestra salvación; el amor a la Iglesia, la Jerusalén celeste, que como madre y maestra nos acoge en su amor, nos aumenta con los sacramentos, nos acompaña en nuestro caminar hacia la patria definitiva.

Católicos colombianos, la mies es abundante en esta tierra fecunda bendecida por Dios con la semilla de su palabra hace casi cinco siglos.

Mientras elevo mi ferviente plegaria al Señor para que no falten brazos ni corazones generosos que vengan a trabajar en su mies, invoco sobre todos vosotros la protección de la Santísima Virgen e imparto con afecto mi Bendición Apostólica.

PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

CORONACIÓN DE LA IMAGEN DE

LA VIRGEN DE LA CANDELARIA EN LA EXPLANADA DE CHAMBACÚ




Cartagena de Indias

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Domingo 6 de julio de 1986



Queridos hermanos en el Episcopado,
amadísimos hermanos y hermanas:

1. ¡ Qué hermoso y significativo es el canto que acaba de salir de vuestros labios y de vuestro corazón!

«Anunciaremos tu reino, Señor, tu reino, Señor, tu reino».

Desde las orillas del Mar Océano, camino providencial del Evangelio, en la histórica y heroica ciudad de Cartagena de Indias, saludo con afecto a todos los que esta noche habéis querido congregaros para conmemorar y dar gracias a Dios por la evangelización de América.

Os saludo, hermanos obispos de la Costa Atlántica, Pastores de las sedes más antiguas de Colombia y de las circunscripciones eclesiásticas que de ellas han surgido. En particular, al arzobispo de Cartagena y a los Ordinarios de esta provincia eclesiástica: Magangue, Montería, Sincelejo y Alto Sinú.

Os saludo, sacerdotes, misioneros, religiosas y laicos comprometidos que continuáis con ejemplar dedicación la labor de llevar el Evangelio a todos los ambientes.

Os salud?, fieles de Cartagena y de la costa, que con gozo y entusiasmo habéis esperado este encuentro de fe y amor.

Nos hallamos al pie del Cerro de la Popa, desde donde la Madre de Dios, la Virgen de la Candelaria, cuya venerada imagen vamos a coronar solemnemente, protege desde hace más de cuatro siglos al pueblo que aquí peregrina.

Este santuario, vigía de la fe de un pueblo, se erige esta noche en signo glorioso de los quinientos años transcurridos desde el comienzo de la obra evangelizadora de la Iglesia en América. Bajo la mirada de María, la Virgen fiel, Madre de todos los hombres, os invito a profundizar en lo que ya indiqué en la ciudad de Santo Domingo, esto es, en el significado y las perspectivas de la celebración de este centenario, que viene precedido de una novena de años (Homilía con ocasión de la apertura de la Novena de Años en preparación de V Centenario del comienzo de la evangelización de América, Santo Domingo, 12 de octubre de 1984).

575 Desde hace ya casi cinco siglos, resuena en estas tierras el salmo de alabanza a Dios por haber recibido la fe en Cristo resucitado: « ¡Alabad al Señor todas las naciones!... ¡Por que es fuerte su amor hacia nosotros! »(Ps 117,1-2)

2. Los primeros misioneros llegaron a vuestras tierras impulsados por el celo ardiente de hacer que todos los pueblos c?nocieran y vivieran la redención, alabando a Dios por su bondad. A la vista de inmensas regiones todavía no evangelizadas, se preguntaban como San Pablo: «¿Cómo van a invocarlo si no creen en El? ¿Cómo van a creer si no oyen hablar de El? ¿Y cómo van a oír hablar sin alguien que proclame? ¿? cómo van a proclamar si no los envían?» (Rm 10,14-15).

De este modo, los primeros misioneros fueron fieles al mandato del Señor y ala naturaleza misionera de la Iglesia. En virtud de su obediencia a Cristo, la Iglesia ha enviado incesantemente evangelizadores a todas las regiones de la tierra y a todas las situaciones humanas, para gloría de Dios y salvación de todos los hombres (cf Ad gentes AGD 1 Lumen gentium LG 17)

¡Anunciaremos tu Reino, Señor!

Sí, anunciad a Cristo en vuestra vida y en vuestra cultura, es decir, a partir del Evangelio recibido en lo más hondo de vuestro ser y en la raíz de vuestro modo de vivir. El Evangelio ha penetrado vuestra cultura hasta el punto de hacerla expresión de los valores salvíficos para vosotros, para vuestros descendientes y también, ¿por qué no? para otros pueblos que todavía esperan recibir el anuncio evangélico.

3. La vida de las Iglesias particulares fundadas en América Latina ha seguido un proceso de continuo crecimiento en la fe, mediante un ininterrumpido anuncio del Evangelio, que ha encontrado hombres, instituciones y culturas en quienes encarnarse, hasta llegar a constituir en verdad un continente marcado por el sello de la fe católica y dispuesto a colaborar responsablemente en la evangelización universal.

Todos sabemos muy bien que « la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo ».(Rm 10,17) Tal fue la encomiable labor de una legión de predicadores bien organizados que, impulsados por su ardor misionero, remontaron corrientes de ríos, atravesaron montañas y surcaron valles anunciando el mensaje evangélico. En aquellos años, las doctrinas fundamentales del Concilio de Trento se vaciaron en moldes populares, incluso con expresiones poéticas y musicales. La América hispana representa un caso peculiar de evangelización, que explica la perseverancia, a lo largo de generaciones, de una formulación doctrinal, en un mismo catecismo. De este modo, la fe se transmitió en la familia, en la escuela y en la Iglesia.

4. Hoy, como antaño, la religiosidad o piedad popular contribuye eficazmente a presentar y propagar la fe en el alma del pueblo. América Latina conoce y siente cercano a Dios y a su Hijo Jesús, nuestro Redentor, que nos ha dado a su Madre María como Madre nuestra. Por ello vive en sintonía y comunión con toda la Iglesia. Las ceremonias sagradas, los sacramentos, los tiempos litúrgicos, son, para el hombre latinoamericano, algo que siente y vive como individuo, como familia y como grupo social. Si no fuera por esta acendrada piedad popular, que es eminentemente eucarística y mariana, la escasez de sacerdotes y las grandes distancias habrían sido motivos suficientes para que se desvaneciera la fe de la primera evangelización. La familia evangelizada se mantuvo firme y unida, gracias a la oración, especialmente del santo rosario, como he recordado en Chiquinquirá. Sea esta oración mariana fuente de unidad de la familia, hoy asediada por tantos peligros.

5. El Episcopado, en sus acciones individuales y en los Concilios provinciales, característicos de la América hispana, asumió como tarea evangelizadora no secundaría, el proceso de transformar las condiciones sociales del indígena, elaborando un plan según el cual los nativos pudieran vivir la religión cristiana y asimilar los valores de una cultura foránea sin perder la propia. De ah? arranca la religiosidad latinoamericana, verdaderamente mestiza. Habría que destacar la labor de defensa de los derechos de los indios, emprendida por los religiosos y misioneros en medio de dificultades, y llevada a cabo por obispos de la talla de Juan del Valle, Agustín de la Coruña y Luis Zapata de Cárdenas, que consiguieron una legislación social más justa.

La Iglesia fue pionera en el desarrollo de la cultura, puesto que a ella se debe principalmente la temprana creación de la universidad, la oportuna apertura ala promoción de la mujer y la iniciativa artística y científica en diversos campos.

Entre los personajes providenciales, no podemos olvidar en esta ciudad de Cartagena, a dos sacerdotes jesuitas: Alonso de Sandoval y San Pedro Claver, que imprimieron a su labor apostólica una orientación tan nueva para su tiempo y tan atrevida ante las autoridades civiles y religiosas, que han valido a esta ciudad el título de Cuna de los Derechos Humanos.

576 La obra clásica del padre Sandoval lleva un título que es ya todo un programa: De instauranda Aethiopum salute. Se trataba de una cruzada que, con armas espirituales, conquistaría para Cristo una nueva raza, abriendo camino para la futura evangelización de África, para la abolición de la esclavitud en América y para el decidido pronunciamiento de la Iglesia en contra de la segregación racial.

6. Esta labor liberadora no se limitó a razonamientos escritos, sino que se llevó a la práctica en la asombrosa actividad de San Pedro Claver, que se llamó a sí mismo « Esclavo de los negros para siempre », según consta en la fórmula de su profesión religiosa. Esta ciudad de Cartagena fue testigo de su vida, un martirio continuado de casi cuarenta años, demostrando al mundo cómo la fuerza de la fe y la gracia del sacerdocio purifica y perfecciona la entraña de una cultura, ya que los esclavos, instruidos por la Palabra de Dios y renacidos espiritualmente por el bautismo, obtenían la más profunda liberación. Así, por ejemplo, cuando las naves que transportaban los esclavos se acercaban a estas costas, el primero que subía a ellas era Pedro Claver, para atender a los enfermos y necesitados. Se consagró por completo a la misión de catequizarlos pacientemente, bautizarlos y defenderlos con valentía de todos los abusos. Convirtió a miles y miles, dedicando siete horas diarias al ministerio de la reconciliación, orientándoles espiritualmente y ayudándoles a profundizar y asimilar las verdades aprendidas en la catequesis. Para todos tenía palabras de amor y confianza. Aquella actividad era sostenida por una profunda vida de oración que duraba hasta cinco horas diarias. Verdaderamente, cuando un apóstol ama al Señor encuentra tiempo para lo que ama, es decir, para la oración y para la caridad apostólica.

El santuario que alberga su cuerpo y el convento que fuera su casa religiosa son hoy meta de peregrinación de quienes admiran su obra y desean perpetuar en la sociedad contemporánea la civilización del amor, «considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés, sino el de los demás » (
Ph 2,4), y cultivando los mismos sentimientos que tuvo Jesús (cf. Ibíd. 2, 5)

La historia y la vida de los pueblos de América Latina han estado ligadas a la vida misma de la Iglesia. El anuncio del Evangelio ha configurado el rostro peculiar de estas amadas comunidades y han sido motor y garantía de su progreso. Sentíos orgullosos de vuestra historia, de lo que sois, y comprometed más vuestras energías en la tarea de una nueva evangelización.

7. Quinientos años de presencia del Evangelio significan para este continente muchas gracias recibidas de Dios; gracias de las que tiene que dar cuenta la Iglesia en América Latina respondiendo con valentía a su compromiso de evangelizar las culturas. Se recibe la fuerza divina del Evangelio para responsabilizarse de una tarea evangelizadora sin fronteras. El tercer milenio de la historia de la Iglesia espera mucho de América Latina, a quien la divina Providencia, en sus arcanos designios, podría llamar a desempeñar un papel relevante en el mundo y en toda la obra de evangelización « ad gentes ». Por ello, en esta hora importante, os exhorto a un compromiso conjunto de Pastores y fieles.

Este compromiso misionero tiene para vosotros una característica peculiar: llevar el Evangelio a las culturas y situaciones humanas. San Pablo, en el texto bíblico con que hemos dado comienzo a nuestro encuentro, nos recuerda que la fe se recibe en el corazón y se expresa con los labios y con la vida: « con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación » (Rm 10,10). Los labios, la palabra, vienen a ser como la expresión de toda la cultura, el instrumento para la proclamación del misterio cristiano. Este es el verdadero proceso de «inculturación», mediante el cual la palabra de la cultura de cada pueblo se vuelve apta para manifestar y pregonar a los cuatro vientos que Cristo es el Hijo de Dios, el Salvador, que ha resucitado y es el centro de la creación y de la historia humana. Así, pues, la fe, recibida en el corazón de cada persona y de cada pueblo, se expresa y vive de modo permanente en la propia cultura cuando ésta ha sido impregnada por el espíritu evangélico, que es el espíritu de las bienaventuranzas y del mandamiento del amor.

La cultura está relacionada con la religiosidad y también con las situaciones socio-económicas y políticas. Los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, siguiendo las directrices y la práctica evangelizadora de San Pablo, contemplaron la integración de la cultura en la evangelización bajo la visión teológica original del señorío universal de Cristo resucitado (Puebla, 407). El discurso de San Pablo en el Areópago de Atenas viene a ser el paradigma de toda «inculturación» (cf Ac 17,22-31).

La Iglesia, por tanto, junto a su ineludible actitud de denuncia de los falsos ídolos, ideológicos o prácticos, presentes en ciertas manifestaciones culturales de todos los tiempos y latitudes (cf. Puebla, 405), ha de empeñarse sobre todo en hacer realidad el principio de la « encarnación ». En efecto, Cristo nos salvó encarnándose, haciéndose semejante a los hombres; por ello, la Iglesia «cuando anuncia el Evangelio y los pueblos acogen la fe, se encarna en ellos y asume sus culturas» (Ibíd. 400; cf. Ad gentes AGD 10).

La misión, que es el dinamismo de Cristo presente en la Iglesia, implica exigencias de inserción en cada pueblo, de respuesta a sus legítimas aspiraciones a la luz del misterio redentor y de búsqueda de medios concretos para evangelizar cada situación cultural.

En el panorama actual de la Iglesia en Colombia no faltan incentivos y signos claros de la Providencia divina, que urgen a una acción pastoral renovada en vistas a un mejor proceso de evangelización. Recordemos algunos de estos signos de gracia, que son también exigencias de renovación.

El ansia creciente de la Palabra de Dios, que se nota en vuestras comunidades y que se convierte muchas veces en una acti­tud de oración y de compromiso de caridad, pide por ello mismo una dedicación prioritaria en el campo de la proclamación de la Buena Nueva, especialmente por una catequesis a todos los niveles, sobre todo en la familia y en los ambientes juveniles. Esta dedicación a la formación catequética llevará espontáneamente hacía una celebración litúrgica más consciente y participada, que debe influir en la experiencia de una vida nueva en el Espíritu Santo, a nivel personal y social. De esta manera, el pueblo sencillo, religioso por naturaleza, encontrará, en las celebraciones litúrgicas y en la prác­tica de la piedad popular, motivaciones suficientes para dar razón de su fe, y los ambientes descristianizados hallarán cauces culturales que los conduzcan a su reencuentro con el Señor.

577 10. Nunca será demasiado el esfuerzo de los Pastores por fomentar en el cristiano una mayor coherencia entre fe y vida. Ante las transformaciones culturales, políticas, económicas y sociales de la sociedad actual, nos encontramos tal vez ante uno de los mayores retos de la historia, que reclama una nueva síntesis creativa entre el Evangelio y la vida. La Iglesia en Latinoamérica, y concretamente en y desde Colombia, está llamada a dar un alma cristiana a esta situación de cambios audaces y acelerados. Todo cristiano está llamado a una participación más activa e intensa en todos los campos de la sociedad actual. Hay que redescubrir y vivir pues con más autenticidad las virtualidades que emanan del hecho de ser bautizado.

Efectivamente, en el bautismo recibe el cristiano la virtud de la caridad, que lo capacita para amar a Dios y a los hermanos. Si ejerciendo esta virtud, coloca a Dios en el centro de su existencia, como primer valor de la escala de valores, las obras de amor al prójimo fluirán como algo espontáneo y transformarán la sociedad y la cultura haciéndolas caminar hacía la plenitud evangélica. Esta es la ori­ginalidad cristiana, reto a los creyentes de América Latina sí quieren de veras contribuir con obras, y no sólo con palabras, al advenimiento de una nueva civilización.

¿Por qué hay injusticias tan grandes en nuestro continente, que es mayoritariamente católico? La denuncia evangélica de las injusticias es parte integrante del servicio profético de la Iglesia, que no puede dejar de hablar; pero sabemos que esto no basta. Todo católico, en comunión con los Pastores, ha de ser verdadero testigo y agente de la justicia en la animación cristiana de lo temporal y en todos los sectores de la sociedad. Ello es una exigencia evangélica que reclama personas abiertas humildemente a la Palabra de Dios, fieles a la acción renovadora del Espíritu Santo, dispuestas a compartir su tiempo y sus bienes para construir una comunidad basada en el mandamiento del amor, una sociedad humana que haya asimilado los valores fundamentales del Evangelio en favor de la dignidad de cada persona, de cada familia y de cada pueblo.

11. Es hermoso comprobar que una familia que crece y se difunde no pierde su unidad. La Iglesia latinoamericana es esta gran familia que, al cumplir cinco siglos de existencia, extiende cada vez más su presencia a todos los sectores y situaciones humanas, incluso más allá de este continente. Pero ha de ser celosa en mantener su unidad frente a ideologías extrañas a su propia idiosincrasia, y frente a actividades proselitistas y sectarias que intentan fragmentar la grey de Cristo. Las comunidades cristianas perseverarán en esta unidad y comunión eclesial si profundizan en la vida eucarística y mar?ana, con un auténtico sentido y amor a la Iglesia. El Episcopado colombiano, que ha gozado de unidad de criterio y ha vivido en edificante comunión eclesial los setenta y cinco años de existencia de su Conferencia Episcopal, sabe que la cohesión interna de Pastores y fieles hace creíble y eficaz la presencia de la Iglesia en el mundo. Esta unidad «es ya un hecho evangelizador» (Puebla, 663).

No olvidéis que cuanto más ligada esté una Iglesia particular a la Iglesia universal, «en la caridad y la lealtad, en la apertura al Magisterio de Pedro, en la unidad de la lex orandi, que es también lex credendi... tanto más esta Iglesia será capaz de traducir el tesoro de la fe en la legítima variedad de expresiones de la profesión de fe» (Evangelii Nuntiandi
EN 64).

Sólo a partir de esta unidad se puede pensar en una evangelización de la pluralidad cultural.

A esta unidad nos anime la oración del mismo Jesús, dirigida al Padre durante la última Cena: «Que todos sean uno en nosotros; yo en t? y tú en mí; que todos sean uno para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21).

La nueva evangelización de América Latina ha de ser pues promovida por una Iglesia orante, bajo la guía del Espíritu. «Nuestra difícil época tiene especial necesidad de oración», recordaba en mi reciente Encíclica «Dominum et Vivificantem».

A María, Madre de la unidad y Estrella de la evangelización, confío estas intenciones, mientras a todos imparto con afecto mi Bendición Apostólica.

1987


BEATIFICACIÓN DE 5 SIERVOS DE DIOS


Basílica de San Pedro

578

Domingo 29 de marzo de 1987



Venerables hermanos en el Episcopado,
amadísimos hijos e hijas:

1. “Yo soy la luz del mundo: el que me sigue –dice el Señor– tendrá la luz de la vida” (Jn 8 Jn 12).

En el camino de la Cuaresma, las lecturas bíblicas de este cuarto domingo recuerdan, de un modo particular, la preparación al bautismo, que los catecúmenos solían recibir en la noche santa de la vigilia de la Pascua. E1 período de los cuarenta días anteriores a la Pascua era, en la Iglesia primitiva, un tiempo de catecumenado particularmente intenso. Y así sucede también hoy, especialmente en las Iglesias jóvenes y en las misiones.

La curación del ciego de nacimiento, descrita con todo detalle en el evangelio de San Juan, se refleja, como sabemos, en la liturgia sacramental del bautismo. El hombre, que nace con la herencia del pecado original, debe ser conducido a la Luz que es Cristo. En realidad, todo el pasaje de la donación de la vista a un ciego de nacimiento es, en cierto modo, el comentario mas explícito a las palabras de Cristo: “Yo soy la luz del mundo: el que me sigue... tendrá la luz de la vida” (Jn 8 Jn 12).

2. Hoy, cuarto domingo de cuaresma, elevamos a la gloria de los Beatos a tres hijas del Carmelo: Sor María Pilar de San Francisco de Boria, Sor María Ángeles de San José y Sor Teresa del Niño Jesús, así como a otros dos hijos de la Iglesia en España: el Cardenal Marcelo Spínola y Maestre, y el sacerdote Manuel Domingo y Sol. La santidad de los Siervos y Siervas de Dios es precisamente un fruto particular de la gracia bautismal. Mediante esa santidad se manifiesta, de un modo excepcional, la fuerza salvífica del misterio pascual, la fuerza de la redención, el poder del Espíritu Santo y santificante, por medio de la cruz y de la resurrección de Cristo Señor.

Los Siervos de Dios, que la Iglesia declara hoy dignos de la gloria de los altares, se abrieron particularmente a esta Luz del mundo que es Cristo. Y de modo particular lo han seguido, caminando a través de la fe, a la luz de la vida eterna. Este camino de perseverancia, coronado con el fruto de la santidad de vida, da testimonio del poder sobrenatural del Espíritu, que en la liturgia del bautismo se expresa mediante el rito de la unción. E1 libro de Samuel, nos ha hablado precisamente de esa unción en la primera lectura de esta celebración eucarística.

3. Por eso, al contemplar el camino que se abre en la vida de un cristiano por medio del bautismo, y que le lleva a la santidad en el Señor, la Iglesia, rebosante de confianza, se dirige hoy al Buen Pastor, con las palabras del salmo responsorial:

“El Señor es mi pastor, / nada me falta... / Me guía por el sendero justo, / por el honor de su nombre” (Ps 23 [22], 1. 3).

Los Beatos, hijos e hijas de la tierra española, pronuncian hoy, con una especial acción de gracias, las palabras con las que toda la Iglesia expresa su confianza sin límites en Cristo, Buen Pastor. El nos conduce muchas veces con mano firme y segura, a través de caminos difíciles y dolorosos, como lo expresan las siguientes palabras del salmo:


B. Juan Pablo II Homilías 571