B. Juan Pablo II Homilías 594


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

MISA DE BEATIFICACIÓN DE SOR TERESA DE LOS ANDES



Parque O’Higgins de Santiago de Chile

Viernes 3 de abril de 1987



1. “Quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor”(1Co 13,13) .

Estas palabras de San Pablo, en las que culmina su “himno a la caridad” resuenan con tonos nuevos en esta celebración eucarística.

595 Sí, “la más grande es el amor”.

Son palabras que se hicieron vida en la persona de sor Teresa de los Andes, que hoy he tenido la gracia y el gozo de proclamar Beata. Hoy, amadísimos hermanos y hermanas de Santiago y de Chile, es un día grande en la vida de vuestra Iglesia y de vuestra nación. Hija predilecta de la Iglesia chilena, sor Teresa es ensalzada a la gloria de los altares en la patria que la vio nacer. El Pueblo de Dios peregrino encuentra en ella un guía para su caminar hacia la meta de la Jerusalén celestial.

Deseo dirigir mi cordial saludo a los hermanos en el Episcopado aquí presentes, en particular al señor cardenal arzobispo de esta querida arquidiócesis. Saludo igualmente a las autoridades, al prepósito general de los Carmelitas Descalzos, y a los sacerdotes, religiosos, religiosas y amadísimos fieles de esta Iglesia que peregrina en Chile y que hoy se alegra en torno a una joven, una religiosa carmelita, modelo de virtud.

Movidos por la fe, la esperanza y el amor, caminamos como peregrinos hacia Dios que es Amor, y nuestra alma se llena de gozo al comprobar que esta peregrinación espiritual tiene su corona en la gloria, a la que Cristo nuestro Señor desea conducirnos a todos.

Hemos escuchado al principio un breve perfil biográfico de sor Teresa de los Andes, una joven chilena, símbolo de la fe y de la bondad de este pueblo; una carmelita descalza, arrebatada para el reino de los cielos en la primavera de su vida; una primicia de santidad del Carmelo Teresiano en América Latina.

En sus breves escritos autobiográficos nos ha dejado el testamento de una santidad sencilla y accesible, centrada en lo esencial del Evangelio: amar, sufrir, orar, servir.

El secreto de su vida volcada hacia la santidad está cifrado en una familiaridad con Cristo, presente y amigo, y con la Virgen Maria, Madre cercana y amorosa.

2. Teresa de los Andes experimentó desde muy niña la gracia de la comunión con Cristo, que se fue desarrollando progresivamente en ella con el encanto de su juventud, llena de vitalidad y de jovialidad, en la que no faltó, como hija de su tiempo, el sentido del sano esparcimiento y del deporte, el contacto con la naturaleza. Era una joven alegre y dinámica; una joven abierta a Dios. Y Dios hizo florecer en ella el amor cristiano, abierto y profundamente sensible a los problemas de su patria y a las aspiraciones de la Iglesia.

El secreto de su perfección, como no podía ser menos, es el amor. Un amor grande a Cristo, por quien se siente fascinada y que la lleva a consagrarse a El para siempre, y a participar en el misterio de su pasión y de su resurrección. Siente a la vez un amor filial a la Virgen María que la inclina a imitar sus virtudes.

Para ella Dios es alegría infinita. He ahí el nuevo himno del amor cristiano que brota espontáneo del alma de esta joven chilena, en cuyo rostro glorificado adivinamos la gracia de la transformación en Cristo, en virtud de ese amor que es comprensivo, servicial, humilde, paciente. Un amor que no destruye los valores humanos sino que los eleva y transfigura.

Sí. Como dice Teresa de los Andes: “Jesús es nuestro gozo infinito”. Por eso la nueva Beata es un modelo de vida evangélica para la juventud de Chile. Ella, que llegó a practicar con heroísmo las virtudes cristianas transcurrió los años de su adolescencia y de su juventud en los ámbitos normales de una joven de su tiempo: en su vida de cada día se ejercitó en la piedad y en la colaboración eclesial como catequista, en la escuela, entre sus amigos y amigas, en las obras de misericordia, en los momentos de solaz y de recreo. Su vida ejemplar se reviste de humanismo cristiano con el sello inconfundible de la inteligencia viva, de la delicadeza premurosa, de la capacidad creadora del pueblo chileno. En ella se expresa el alma y el carácter de vuestra patria y la perenne juventud del Evangelio de Cristo, que entusiasmó y atrajo a sor Teresa de los Andes.

596 3. La Iglesia proclama hoy Beata a sor Teresa de los Andes y. a partir de este día, la venera y la invoca con este título.

Beata, dichosa, feliz, es la persona que ha hecho de las bienaventuranzas evangélicas el centro de su vida; que las ha vivido con intensidad heroica.

De esta forma, nuestra Beata, habiendo puesto en práctica las bienaventuranzas, encarnó en su vida el ejemplo más perfecto de la santidad que es Cristo.

En efecto, Teresa de los Andes irradia la dicha de la pobreza de espíritu, la bondad y mansedumbre de su corazón, el sufrimiento escondido con que Dios purifica y santifica a sus elegidos. Ella tiene hambre y sed de justicia, ama a Dios intensamente y quiere que Dios sea amado y conocido por todos. Dios la hizo misericordiosa en su inmolación total por los sacerdotes y por la conversión de los pecadores; pacífica y conciliadora, sembrando a su alrededor la comprensión y el diálogo. En ella se refleja, sobre todo, la bienaventuranza de la pureza de corazón. En efecto, se entregó a Cristo totalmente y Jesús le abrió los ojos a la contemplación de sus misterios.

Dios le concedió, además, gustar el gozo sublime de vivir anticipadamente en la tierra la bienaventuranza y la alegría de la comunión con Dios en el servicio al prójimo.

Este es su mensaje: Sólo en Dios se encuentra la felicidad; sólo Dios es alegría infinita. ¡Joven chilena, joven latinoamericana, descubre en sor Teresa la alegría de vivir la fe cristiana hasta sus últimas consecuencias! ¡Tómala como modelo!

4. En nuestra Misa de hoy, en la que elevamos al honor de los altares a una hija predilecta de Chile, oramos de un modo particular por la reconciliación. En el Salmo responsorial, hemos invocado a Dios con estas palabras:

“Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan” (
Ps 85 [84], 8, 11).

La actuación de la reconciliación, que en la santa Misa tiene su expresión en el acto penitencial inicial y en el rito de la paz, sigue siendo como un clamor de los hombres y de los pueblos al Dios de la Alianza. A ese Dios que ha reconciliado consigo mismo toda la humanidad en Cristo, su Unigénito, muerto en la cruz. Ese Dios ha encomendado a los Apóstoles y a la Iglesia el ministerio de la reconciliación (cf. 2Co 2Co 5,18 s.).

Como señalaba en mi Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia: “A toda la comunidad de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia, le ha sido confiada la palabra de reconciliación, esto es, la tarea de hacer todo lo posible para dar testimonio de la reconciliación y llevarla a cabo en el mundo... En conexión íntima con la misión de Cristo se puede, pues, condensar la misión... de la Iglesia en la tarea –para ella central– de la reconciliación del hombre: con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado” (Reconciliatio et Paenitentia RP 8). Pero no podemos olvidar que la reconciliación es un don de Dios, es un fruto de la gracia “de Cristo redentor, reconciliador, que libera al hombre del pecado en todas sus formas” (Ibíd., 7).

Por su parte, la Iglesia vive en la celebración de la Eucaristía la forma más intensa y expresiva de su condición de ser comunidad reconciliada y sacramento de comunión del hombre con Dios y con el genero humano (cf. Lumen gentium LG 1). En efecto, la celebración de la Eucaristía requiere la voluntad firme de reconciliación y de perdón. Por eso, en nuestra plegaria pedimos al Padre celestial que perdone nuestras ofensas, y atestiguamos la sinceridad de nuestra súplica perdonando por nuestra parte a quienes nos han ofendido (cf. Mt Mt 6,12).

597 El nuevo espíritu del Reino de Dios que Jesús nos revela, nos lo expresa también en esta exhortación que la comunidad cristiana meditaría siempre en un contexto eucarístico: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presentas tu ofrenda” (Ibíd., 5, 23-24).

Vemos, por tanto, amadísimos hermanos, cuán exigente es la llamada del Señor a la reconciliación fraterna. En una humanidad surcada por tantas divisiones, que tienen su causa última en el pecado, la reconciliación es una necesidad, e incluso, una condición de supervivencia: Si la paz y la concordia no brillan entre los individuos y los pueblos, los conflictos pueden adquirir proporciones de verdadera tragedia.

5. En esta ceremonia de beatificación de sor Teresa de los Andes quiero dar, con toda mi alma, gracias al Señor porque, mediante el espíritu de diálogo y reconciliación, fue preservada la paz entre dos naciones hermanas, Chile y Argentina, con la solución del diferendo sobre la zona austral. Gracias sean dadas al Padre misericordioso por haber sostenido al Sucesor de Pedro y a sus colaboradores en sus esfuerzos durante la Mediación. Gracias sean dadas al Señor de la historia por haber inspirado a los gobernantes y a estos dos pueblos hermanos sentimientos de paz y entendimiento que evitaron tantos sufrimientos, tanta efusión de sangre y unas consecuencias imprevisibles para todo el continente americano.

6. Y ahora me vais a permitir que os hable, al igual que lo hice en mi encuentro con el Episcopado chileno, de la reconciliación interna, es decir, dentro de vuestra patria.

Ciertamente, está presente en el ánimo de todos la persuasión de que es imprescindible una atmósfera de diálogo y de concordia, lo cual, por otra parte, no es ajeno a la reconocida tradición democrática del noble pueblo chileno. Concuerda asimismo con esta trayectoria de vuestro país la convicción, arraigada en las conciencias, de que la reconciliación se expresa en la convergencia de las voluntades hacia el logro del bien común, hacia ese alto objetivo que confiere significado propio y su razón de ser a las funciones de la comunidad política, como nos enseña el Concilio Vaticano II: “El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Gaudium et spes
GS 74).

Hay que decir pues que responde a la condición social y comunitaria del hombre el que éste participe activamente en la vida pública, con miras a promover el bien común y a fomentar todo lo que asegure condiciones de justicia, de paz y de reconciliación, como indica el mismo Concilio: “Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Ibíd., 75).

7. La Iglesia, en conformidad con su irrenunciable misión, ha sido y seguirá siendo “ signo y salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana” (Gaudium et spes GS 76), del hombre que es imagen de Dios. Según advierte la misma Constitución pastoral Gaudium et spes: “La Iglesia por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de justicia y de caridad en el seno de la nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad del ciudadano” (Ibíd.).

Con esa misma libertad evangélica y con el corazón puesto en el bien de esta amada nación, pido al Señor que os conceda con abundancia esa reconciliación, que implica para todos una conciencia más viva de la dignidad humana.

La búsqueda del bien común exige también el rechazo de toda forma de violencia y de terrorismo –viniere de donde viniere– que precipitan a los pueblos en el caos. La reconciliación, como la propone la Iglesia, es el camino genuino de la liberación cristiana, sin el recurso al odio, a la lucha programada de clases, a las represalias, a la dialéctica inhumana, que no ve en los démas a hermanos, hijos del mismo Padre, sino a enemigos que hay que combatir. No nos cansaremos de repetir en todas partes que la violencia no es cristiana ni evangélica, ni camino para solucionar las dificultades reales de los individuos o de los pueblos.

En este parque, que lleva el nombre de uno de los más ilustres padres de la patria, quiero manifestar mi aliento y mi apoyo a los esfuerzos en favor de la concordia por parte del Episcopado chileno; y en particular, al Pastor de esta arquidiócesis por sus apremiantes llamadas a la pacificación y al entendimiento, y por su enérgica condena de la violencia y del terrorismo.

8. Trabajar por la reconciliación supone un amor universal, paciente y generoso, firme en la proclamación de la verdad, e inflexible en resistir a toda clase de violencia.

598 Tiene como fundamento la misión misma de la Iglesia que proclama la comunión de los hijos de Dios en una misma familia, el respeto a los hermanos, especialmente a los más necesitados, el trabajar por el bien común.

Ante esta perspectiva, la Iglesia en Chile no puede renunciar a la tarea de convencer y de unir a todos los chilenos en un empeño conjunto de solidaridad y de participación para lograr el bien de la patria.

Como han proclamado vuestros obispos: “Chile tiene vocación de entendimiento y no de enfrentamiento”. No se puede progresar agudizando las divisiones. Es la hora del perdón y de la reconciliación.

Dejaos reconciliar con Dios” (cf. 2Co
2Co 5,20), nos exhorta San Pablo. Esta búsqueda de la paz con Dios, en la que insiste el Apóstol, es una labor que no admite pausa; es un programa de vida que tiene que ir enraizándose cada vez más en las conciencias de todos hasta el final de los tiempos.

Para conseguir dicha meta, nuestro camino está iluminado por el estilo de vida de las bienaventuranzas.

Hay acuerdo en la verdad, cuando confesamos sin temor que el reino de Dios pertenece a los pobres de espíritu; cuando los tristes son consolados, cuando los pacíficos rigen los destinos del mundo, cuando se ejerce la compasión y la misericordia.

Hay verdadera reconciliación entre los hijos de un mismo pueblo, cuando con el aporte de un diálogo abierto y sincero desaparecen prejuicios y recelos, cuando hombres y mujeres –limpios de corazón– se esfuerzan en sentir, hablar y actuar como artesanos de paz. Entonces Dios los llama hijos suyos y los colma de felicidad.

Hay concordia de mentes y voluntades cuando, por amor a la justicia y a la verdad, se respeta la dignidad de cada persona y se aprende la sabiduría de la cruz, experimentando el precio y la razón profunda del amor y del perdón, en comunión con Cristo.

Sufrir a causa del amor, de la verdad, de la justicia, es el signo de la fidelidad al Dios de la vida y de la esperanza. Es la bienaventuranza de los que por Cristo sufren, caen en tierra como los granos de trigo y son promesa de vida y de resurrección.

He ahí cómo se construye el futuro, mediante un amor paciente y comprensivo que cree y espera siempre, porque se fía de Dios que tiene en sus manos los hilos de la historia.

9. Queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas de la patria chilena.

599 En este día elevo mi oración al Señor, junto con todos vosotros, pidiéndole por el bien inestimable de la reconciliación, por el don de la paz y de la justicia para toda vuestra sociedad.

“El fruto de la justicia es la paz” (
Is 32,17).

El Evangelio de las bienaventuranzas es la carta magna del reino de Dios. Las palabras de Jesús suenan como una invitación y un desafío a optar por el camino evangélico de la paz, que es fruto de la justicia, contra toda tentación de violencia, con la paciencia y la eficacia de quien sabe construir la paz, creando las condiciones necesarias para renovar los corazones y reformar las estructuras injustas. Este es el estilo y el talante de los discípulos del Maestro de la paz y del amor. “Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán hijos de Dios” (Mt 5,9).

En esta Eucaristía hemos pedido al Señor su luz y su gracia “para que podamos construir perpetuamente la paz, basada en la justicia, en el amor y en la libertad”.

La paz es un don de Dios, que el Papa implora con todos vosotros, por intercesión de Teresa de los Andes, a Aquel que es el Señor de todos, el Dios de la vida, el Príncipe de la Paz.

10. “El es nuestra paz” (Ep 2,14).

En Cristo Dios Padre ha reconciliado consigo a todo el género humano, a todos los hijos e hijas del “primer Adán”.

“Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Los santos y las almas escogidas son testigos excepcionales de este amor del Padre.

¡Y la Beata Teresa de los Andes es uno de estos testigos!

Hoy, mientras damos gracias al Señor para que inspire deseos de paz y reconciliación entre los hombres y los grupos sociales, imploramos ardientemente el fruto maduro de esa reconciliación para vuestra patria. No olvidemos jamás que Cristo nos ha reconciliado con Dios en la perspectiva de la vida eterna .

¡No lo olvidemos!

600 En este día dichoso para la nación chilena, porque sor Teresa ha sido elevada al honor de los altares, parece como si ella nos repitiera, como mensaje de vida, las palabras que aprendió de su padre y maestro San Juan de la Cruz: “donde no hay amor, ponga amor y sacará amor”.

Aquí en la tierra permanecen la fe, la esperanza y el amor, estas tres.

Ellas nos conducen hacia la eternidad: a la salvación eterna en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. A la unión con Dios. Con Dios que es Amor.

Y por eso: la más grande es el amor



VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA PARA LOS FIELES

DE LA ZONA AUSTRAL DE CHILE




Estadio Fiscal de Punta Arenas

Sábado 4 de abril de 1987



Te invoco, Señor, desde el confín de la tierra” (cf. Sal Ps 61 [60], 3).

Queridos hermanos y hermanas:

¡Alabado sea Jesucristo!

Alabado sea Jesucristo!, en esta región de los confines australes de la tierra, en esta zona de hielos y glaciares de la Tierra del Fuego.

¡Alabado sea Jesucristo, en esta extrema región del mundo!

601 Alabado sea Jesucristo, por aquellos misioneros de la entonces joven congregación salesiana, que hace cien años plantaron la Iglesia en Magallanes, iniciando la evangelización de esta región. Doy gracias al Señor por la valiosa herencia que dejaron aquí los hijos de San Juan Bosco, gran sacerdote y apóstol de la juventud. Es necesario recordar con emocionada gratitud a monseñor José Fagnano, salesiano ilustre y primer prefecto apostólico de estos territorios.

He venido como peregrino de la fe, como Sucesor de Pedro, al que Cristo dejó confiada la solicitud pastoral por la Iglesia universal. Resuenan en mi memoria aquellas palabras dichas por Jesús a sus Apóstoles antes de subir al cielo: “Me serviréis de testigos en Jerusalén, y en toda Judea, Samaria, y hasta el extremo del mundo” (
Ac 1,8).

Al encontrarme hoy con gentes llegadas hasta estas tierras desde diversas partes del mundo, incluso desde los pueblos eslavos tan cercanos a mi corazón, quiero proclamar con vosotros nuestro amor a Jesucristo e invocarle desde el confín de la tierra (cf. Sal Ps 61 [60], 3).

2. Mi visita pastoral a Chile, y la que haré en breve a la Argentina, ha querido ser un servicio a la paz, a esa paz que el Señor nos ha dejado en herencia (cf Jn 14,27). Este servicio asume hoy la forma de una acción de gracias y de un llamado universal.

En primer lugar acción de gracias; porque esta tierra, que hace unos años pudo haber sido escenario de un conflicto sangriento entre naciones hermanas; ha sido testigo, por la gracia de Dios, de una paz fraterna y honrosa.

Un llamado universal, además, porque al recordar el ejemplo que dieron al punto los gobernantes y los pueblos de Chile y Argentina, quiero hacer un nuevo llamado a la paz, desde este extremo del cono sur americano.

Os exhorto, pues, con todo mi corazón, a ser artífices de la paz que es fruto de la justicia, pero que sólo se afianza por el amor y el perdón; pido a los hijos de esta gran nación, que, sin impaciencias pero sin dejaciones, sin prisas pero sin pausas, todos y cada uno, renovéis una vez más la voluntad de ser —en la familia, en el trabajo, en la sociedad, en el mundo entero— constructores y sembradores de paz. Que adoptéis los procedimientos convenientes para erradicar cualquier tipo de violencia; que encontréis los medios concretos para crear una verdadera cultura de paz y de concordia.

Donde hay amor a la justicia, donde existe respeto a la dignidad de la persona, donde no se busca la propia utilidad, sino al servicio a Dios y a los hombres, donde no hay lugar para el rencor y la venganza, donde se perdonan las ofensas, allí puede dar sus frutos la paz.

3. “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27).

Son palabras de Jesús a los Apóstoles, cuando era ya inminente su pasión y su muerte en la cruz. La fe nos confirma que no cabe pensar en lograr un orden armónico de la convivencia si no es construido sobre el fundamento de la ley moral, del orden ético querido por Dios, porque:

— es El quien ha dado la tierra a los hombres, para que la dominen en armonía;

602 — es El quien ha inscrito en sus conciencias el deber de respetar los derechos del prójimo;

— es El quien no cesa de llamarlos a ser constructores de paz;

— es El quien les ayuda interiormente en esa tarea, mediante la gracia del Espíritu Santo (cf
Ga 5,22).

Excluir a Dios cuando se quieren consolidar los valores de la convivencia y de la concordia, significa cerrarse a toda posibilidad de eficacia. Querer implantar la tranquilidad social de un modo casi mecánico, sin resolver previamente el problema de los valores que la fundamentan, conduce al fracaso. Hablar de paz con un lenguaje puramente terreno, que olvide la relación del hombre con su Creador, resulta insuficiente y frágil.

Esta es la lección de la memorable Jornada de oración por la paz en Asís: el encuentro de tantos representantes de diversas religiones fue un signo y una invitación a todos los hombres de nuestro mundo, a recordar que existe una dimensión más profunda de la paz y un modo más eficaz para promoverla, que consiste en la plegaria. Por eso entenderéis que os diga que, sin olvidar otras medidas, el medio principal para construir la paz es la oración intensa, humilde y confiada. Vosotros, queridos chilenos, vosotros, queridos argentinos aquí presentes, debéis estar entre los que, a diario, rezan y enseñan a rezar por la paz.

Una oración que, al exigir la serenidad interior y exterior, os urgirá a cada uno a buscarla eficazmente: contemplando la armonía querida por Dios en la creación, fomentando la solidaridad entre los hombres hechos a imagen del Creador, desarrollando los valores espirituales y trascendentes, luchando por apagar las pasiones que incitan a la violencia, perdonando de corazón a quienes hayan podido ofenderos.

4. Ese compromiso con la paz, que ahora os pide el Papa, es un empeño que brota de lo profundo de la conciencia y del corazón humano; un corazón rebosante de paz puede dar, de esa abundancia, a quienes le rodean, comenzando por los más cercanos: parientes, amigos, compañeros, conocidos. La concordia nace de la conversión personal, y sólo desde ese punto de arranque, en el que cada uno está dispuesto a vivir y a transmitir la paz, puede aspirarse a una consolidación institucional segura; es inútil clamar por el sosiego exterior si no hay tranquilidad en las conciencias.

Para ello no basta un genérico anhelo interior. Hace falta la voluntad de guardar la Palabra de Dios y colaborar denodadamente en la práctica de la justicia, de la fraternidad solidaria y del bienestar equitativamente difundido.

No es, por tanto, una paz estática que se conforma con lo ya logrado, sino dinámica, que busca una más activa promoción de la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. Y “si los actuales sistemas generados por el corazón del hombre se revelan incapaces de asegurar la paz, es el corazón del hombre el que debemos renovar, para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1984, n. 3); porque tanto la paz como la guerra están dentro de nosotros. “La paz del corazón es el corazón de la paz” (Homilía en el Athletic Park de Wellington, n. 6, 23 de noviembre de 1986).

En nombre de Cristo os dejo una consigna: llenar de paz el propio corazón, para optar por la concordia y contra la violencia en cada momento de la vida. El Papa os pide que practiquéis y difundáis esta consigna entre los hombres y las mujeres de Chile, de Argentina, de América Latina y del mundo. La paz es una labor abierta a todos, no sólo a especialistas, a políticos, a gobernantes. La paz es una responsabilidad universal: se construye en las mil pequeñas incidencias de la vida cotidiana. En las acciones más corrientes de la jornada podemos optar a favor o en contra de la armonía y de la paz.

5. Oponeos a aquellas pasiones humanas que corrompen el corazón: el orgullo, los prejuicios, la envidia, el inmoderado deseo de riqueza y de poder, la soberbia que incapacita para reconocer los propios errores. Todo ello conduce a la injusticia y provoca tensiones y conflictos. Para conseguir la paz hay que librar cada día un combate interior, dentro de nosotros mismos, contra estos enemigos de la paz.

603 No emprendáis jamás la vía de la violencia, que deriva de la ceguera de espíritu y del desorden interior. Una vez más ruego a los que usan la violencia y el terrorismo, que desistan de esos métodos inhumanos que cuestan tantas víctimas inocentes: la senda de la violencia no lleva a la verdadera justicia, ni para sí ni para los demás.

No admitáis soluciones a problemas que quieran basarse en el armamentismo, pues además de poner en entredicho la paz, es escandaloso para tantas personas que se debaten en la pobreza. Ojalá se amplíen cada vez más los esfuerzos en América Latina por detener la carrera de armamentos, que de ningún modo contribuye a la convivencia pacífica entre pueblos hermanos y que absorbe importantes recursos que podrían destinarse a satisfacer necesidades urgentes de vastos sectores de las poblaciones del mundo.

Oponed la mayor resistencia a los llamados de las ideologías que predican la violencia y que con su carga agresiva mutilan los ideales de paz, reduciéndolos a simples momentos de equilibrio en el juego recíproco de las fuerzas de destrucción.

Sabéis que para realizar la justicia, que es fuente de la auténtica concordia social, es necesario respetar la plena dignidad de toda persona. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes enumera todas aquellas violaciones que atentan contra la vida o la integridad de la persona humana. En particular, denuncia la práctica de las torturas morales o físicas y las califica como “infamantes en sí mismas, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (Gaudium et Spes
GS 27).

Empeñaos en la superación de las injusticias, en el respeto de los legítimos derechos de la persona humana, en una mejor y más justa distribución de las riquezas, en la difusión de la cultura y de los bienes; todo lo cual hará más digna y esperanzada la vida de tantos chilenos y tantos argentinos que hoy miran hacia el futuro con incertidumbre y angustia. De esta manera contribuiréis a implantar la justicia en sentido pleno, que es la fuente de la auténtica paz de la sociedad.

6. Queridos hermanos y hermanas: Quiero recordaros también el llamado que hice a la solidaridad en mi Mensaje del presente año para la celebración de la Jornada mundial de la Paz. Son muchos más, y de mayor importancia, los lazos que unen a los hombres, que aquellos que podrían separarlos. Hace muchos siglos decía un predecesor mío, el Papa San León Magno: “Con el nombre de prójimo no hemos de considerar sólo a los que se unen a nosotros con lazos de amistad o de parentesco, sino a todos los hombres con los que tenemos una común naturaleza... Un solo Creador nos ha hecho, un solo Creador nos ha dado el alma. Todos gozamos del mismo cielo, de los mismos días y de las mismas noches y. aunque unos son buenos y otros son malos, unos justos y otros injustos, Dios, sin embargo, es generoso y benigno con todos” (San León Magno, Sermo XII, 2: PL 54, 170). Y los hijos de Dios deben ser igualmente generosos y benignos: nada de lo que acontece a otro hombre —nuestro hermano, nuestra hermana— puede resultar indiferente para ninguno de vosotros.

Es para mí un deber insoslayable, como Pastor de la Iglesia, apremiaros a que viváis ese amor universal — incluso a los enemigos — que Cristo señaló como distintivo de sus verdaderos discípulos (cf. Jn Jn 13,35 Lc 6,35).

— Buscad, siempre y en todo, pensar bien de los demás; porque es en el corazón y en la mente donde anidan las obras de paz o de violencia;

— buscad, siempre y en todo, hablar bien de los demás, como hijos de Dios y hermanos nuestros; que vuestras palabras sean de concordia y no de división;

— buscad siempre y en todo lugar, hacer el bien a los demás; que nadie sufra nunca injustamente por vuestra causa, en las relaciones familiares, sociales, económicas, políticas.

Ese amor solidario os llevará, amados hermanos chilenos, a compartir tanto los bienes espirituales como los corporales. De esta manera, el desarrollo se transformará en ofrecimiento fraterno que, al ser compartido, enriquece mutuamente

604 Amor solidario que se abre al diálogo, que intenta construir en vez de destruir, que procura comprender, disculpar y convivir con todos, sin crear divisiones ni barreras. Espíritu de diálogo que se esfuerza por encontrar elementos de convergencia e instrumentos de negociación y arbitraje, sea en el ámbito nacional —entre las diversas categorías sociales y laborales, entre los distintos grupos étnicos, entre las variadas opciones temporales—, sea en el ámbito internacional.

7. Quiero, en fin, referirme a otra preocupación, en cierto modo relacionada con la paz: la paz del hombre con la naturaleza. Como sabéis, en no pocas regiones del mundo nos encontramos ante peligros y amenazas a la ecología, que no sólo causan gravísimos daños al esplendor de la naturaleza, sino que afectan gravemente al mismo hombre, al atentar contra su equilibrio vital y su futuro.

Mi predecesor el Papa Pablo VI hizo presente ya esta preocupación al decir: “Bruscamente el hombre adquiere conciencia de ello: debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, corre el riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación” (Octogesima Adveniens, 21).

La Iglesia no está contra el progreso científico y técnico: “La técnica es indudablemente una aliada del hombre. Ella le facilita el trabajo, lo perfecciona, lo acelera y lo multiplica” (Laborem Exercens
LE 5). Pero el progreso técnico no debe asumir el carácter de dominio sobre el hombre y de destrucción de la naturaleza. La técnica, en el sentido querido por Dios, debe servir al hombre, y el hombre debe entrar en contacto con la naturaleza como custodio inteligente y noble, y no como explotador sin reparo (cf. Redemptor Hominis RH 15). Eso solamente será posible si el progreso científico y técnico va acompañado de un crecimiento en los valores éticos y morales.

Ante este grave problema de la humanidad de hoy, desde este cono sur del continente americano y frente a los ilimitados espacios de la Antártida, lanzo un llamado a todos los responsables de nuestro planeta para proteger y conservar la naturaleza creada por Dios: no permitamos que nuestro mundo sea una tierra cada vez más degradada y degradante; empeñémonos todos en conservarla y perfeccionarla para gloria de Dios y bien del hombre. Hago votos para que el espíritu de solidaridad que reina hoy en los territorios antárticos —dentro del marco de las normas internacionales vigentes— inspire también en el futuro las iniciativas del hombre en el sexto continente.

En esta hora feliz en que ha sido levantada de nuevo la majestuosa Cruz de los Mares en el Cabo Froward, elevo mi plegaria al Señor para que ese signo cristiano por excelencia sea compromiso y llamada a la alabanza al Creador por la belleza de sus tierras y de sus mares.

8. Hoy, queridos hijos, en los umbrales del V centenario de la evangelización de América, la Iglesia os pide un particular empeño en la obra de reconciliación y pacificación: con Dios, con el hermano, con la naturaleza entera; que los cristianos y todos los hombres de buena voluntad se pregunten en lo íntimo de sus conciencias, si tratan a los demás como les gustaría ser tratados por ellos; si alejan de su corazón y de su mente toda tentación de agresividad y violencia; si han acogido como programa de vida la comprensión hacia el que yerra, el compartir con el necesitado, la actitud de servicio que genera unidad y espíritu de familia.

Todos éstos son valores evangélicos, principios cristianos que, si arraigan en la sociedad y en los individuos, son capaces de transformarlos y dar como fruto maduro la ansiada paz y concordia entre todos los chilenos, los argentinos, los latinoamericanos.

En la Palabra de Cristo, que es Palabra del Padre que lo ha enviado (cf. Jn Jn 14,24), y que resuena constantemente en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, tenemos el mensaje salvador: “La paz os dejo; mi paz os doy” (Ibíd., 14, 27).

Mis queridos chilenos y chilenas, católicos de la Patagonia: María Auxiliadora, cuya imagen vamos a coronar, es la Virgen Santa María, es la Madre y Reina de este noble pueblo; es la Madre de todos los hombres y la Reina del mundo. A Ella confiamos nuestros propósitos de paz y de concordia.

¡Santa María, Reina de la Paz: alcánzanos de tu Hijo Jesús una paz duradera para todos los hombres!

605 ¡Te lo pedimos desde el confín de la tierra! ¡Escucha, Señor, nuestra oración! Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 594