B. Juan Pablo II Homilías 632


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LOS FIELES DE MENDOZA



Martes 7 de abril de 1987




Doy gracias a Dios de continuo por vosotros, por la gracia de Dios que os ha sido concedida en Cristo Jesús” (1Co 1,4).

1. Queridos hermanos y hermanas: ¡ Alabado sea Jesucristo por el gran don de la paz, que os ha conseguido de Dios Padre, por la virtud del Espíritu Santo!

Si todos mis viajes apostólicos tienen como finalidad ser un llamado al empeño por la paz, éste que estoy realizando a los países hermanos de Chile y Argentina, quiere ser un servicio pastoral de acción de gracias al Príncipe de la paz (cf. Is Is 9,6), que os protegió contra la fuerza destructora de las armas, y os iluminó para seguir el camino de la negociación y del diálogo, de modo que, superando las tensiones y según criterios de equidad, la paz fuera garantizada. Haber logrado este objetivo es motivo de noble orgullo para ambos pueblos, y demuestra ante el mundo cómo los conflictos y diferendos entre los hombres pueden ser resueltos mediante el entendimiento y el diálogo, sin tener que recurrir a la violencia.

633 En este día siento una gran alegría por haber llegado a esta región cuyana, a los pies del Cristo Redentor, y poder contemplar la belleza de vuestros paisajes, las altas cumbres nevadas que elevan el alma en contemplación, los alegres viñedos y olivos, los hermosos almendros y árboles frutales; y sobre todo, vuestros ánimos joviales, iluminados por la luz de la fe y de la devoción mariana.

Saludo con afecto fraterno a mis hermanos en el Episcopado, en particular el Pastor de esta arquidiócesis, a todos sus colaboradores en la labor apostólica, y a todos vosotros, hombres y mujeres de Mendoza y de la región Cuyo, amantes de la paz y de la libertad, en particular a las autoridades civiles aquí presentes.

2. El monumento a Cristo Redentor, inaugurado hace más de ochenta años, como símbolo de paz entre argentinos y chilenos, está enclavado en lo alto de la Cordillera, desde donde vigila y despliega su providencia protectora sobre ambos pueblos hermanos. Ha sido El, tenedlo por seguro, quien ha velado siempre, y de modo particular en estos últimos tiempos, para que se cumpla la hermosa leyenda allí estampada: “Se desplomarán primero estas montañas antes que argentinos y chilenos rompan la paz jurada a los pies del Cristo Redentor”.

Queridísimos hermanos: El Papa os invita a todos los hombres y mujeres de Argentina y de Chile –y en vosotros a los del continente americano y del mundo entero–, a que hagáis propio ese juramento de paz, en lo profundo del corazón: que nunca rompamos la concordia con ningún hermano nuestro. Este es el constante llamado que, en cuanto Sucesor de Pedro, voy repitiendo en todas mis peregrinaciones apostólicas, y que en ésta quiero reiterar con particular énfasis. Este llamado se sitúa en la línea de los “ Mensajes para la Jornada de la Paz ” que, desde hace veinte años, dirige el Papa a toda la Iglesia universal y a los hombres de buena voluntad; y del que también los Episcopados se han hecho eco en sus respectivos países. Secundando el compromiso de la Iglesia en favor de la paz, me es muy grato elogiar la excepcional labor llevada a cabo por los obispos de Chile y de Argentina para fortalecer los lazos entre ambos países hermanos, a cual se ha reflejado –entre otras iniciativas– en importantes documentos episcopales emanados –a veces conjuntos– en relación con el diferendo sobre la zona austral.

¡Cuánto camino se ha recorrido en estos últimos años! ¡Cuántos conflictos y sufrimientos evitados! Por ello, elevamos una vez más, nuestra acción de gracias al Padre de las misericordias por la ayuda dispensada y al mismo tiempo recordamos a las personas que han colaborado eficazmente para llegar al feliz resultado de la Mediación, entre las que no puedo olvidar la egregia figura del cardenal Antonio Samorè y su abnegada labor en esta misión de paz.

Pero, a la vez, mis queridos hermanos, ¡cuánto trecho queda aún por recorrer en este camino! Más, no os dejéis arrastrar por el desánimo o por el fatalismo, porque en medio de la oscuridad de las dificultades, aparece una nueva alborada, que toma su fuerza de la victoria ya conseguida por Jesucristo (cf. Jn
Jn 14,27). Es Jesús, en efecto, quien ha destruido la raíz de todos los enfrentamientos entre los hombres –esto es, el pecado–, reconciliando con Dios todas las cosas, “pacificando por la sangre de su Cruz tanto las de la tierra como las del cielo” (Col 1,20). El Cristo Redentor es el Cristo reconciliador con el Padre y con los hermanos, y por eso es también el Cristo pacificador: el Príncipe de la Paz.

3. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará; y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Para conseguir la verdadera paz, la paz de Cristo, es preciso que El habite en nuestro interior, que hagan morada en nuestra alma el Padre y el Hijo en la unidad del Espiritu Santo. “ La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede del Padre..., el cual ha reconciliado con Dios a todos los hombres por la cruz, y. reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y. después del triunfo de su resurrección, ha infundido su Espíritu de amor en el corazón de los hombres” (Gaudium et spes GS 78).

La paz, por consiguiente, es don de la Santísima Trinidad. Y para que Dios nos la otorgue, para gozar de su vida y de su paz, nos exige amarlo, guardar su palabra, que seamos fieles a sus mandamientos y enseñanzas (cf Jn 14,23-24). Por ello, para lograr la concordia entre los hermanos, os exhorto a la conversión interior, para que podáis acoger con fruto ese don de la paz, que Cristo nos ha alcanzado del Padre, y que el Espíritu Santo infunde en los corazones bien dispuestos.

La concordia es consecuencia de la actitud responsable que toda persona ha de adoptar respecto de la vida en sociedad. Ello exige una clara opción por el hombre y sus derechos inalienables. Por eso el Papa os anima a que toméis una posición clara, y sin ambigüedades, ante las situaciones que mortifican la dignidad del hombre: la injusticia, la mentira, la demagogia, que deforma el rostro de la verdadera paz. Habéis de rechazar también todo lo que degrada y deshumaniza: la droga, el aborto, la tortura, el terrorismo el divorcio, las condiciones infrahumanas de vida, los trabajos degradantes (cf. Gaudium et spes GS 27).

Más, la actitud del cristiano ante las realidades que atentan a la paz, no debe agotarse en la mera crítica o en la rebeldía estéril; la promoción de la paz no ha de limitarse a deplorar los efectos negativos de las situaciones de crisis, de conflictos y de injusticias, sino que debe ser también propuesta de vías de solución, factor de proyección de nuevas metas e ideales para la sociedad, fermento activo en la construcción de un mundo más humano y cristiano.

Sabéis muy bien, amadísimos hermanos, cómo la conflictiva situación en ciertas zonas de América Latina, se presta a la demagogia, al alegato estéril, a la recriminación mutua, y a otras actitudes que no siempre redundan en soluciones positivas. Urge encontrar la vía para esas soluciones que operen la reconciliación entre las partes enfrentadas, por medio de la tolerancia, el espíritu de diálogo y de entendimiento, en el marco de un sano pluralismo. Con estos mismos propósitos habéis de fomentar en vosotros y en quienes os rodean una verdadera voluntad de auténtica paz, inspirada en los principios cristianos, que no transigen con los abusos o las injusticias, sin jamás optar por la confrontación o la violencia como vía de solución a los conflictos.

634 Asumid una actitud positiva ante la paz, que es un don de Dios que el hombre ha de merecer y conquistar cada día, promoviéndolo en todo momento desde su propio corazón como ilusionado artífice de la paz.

4. En la proclamación de la Palabra, así nos exhortaba San Pablo: “No os angustiéis por nada, y en cualquiera circunstancia, recurrid a la oración y a la súplica, acompañada de acción de gracias, para presentar vuestras peticiones a Dios. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia, guardará vuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús” (
Ph 4,6-7). Este es el sentido que tuvo la Jornada de oración celebrada en el mes de octubre pasado en la ciudad de Asís: recordar que, siendo la paz un don de Dios, el camino de la paz debe apoyarse sobre todo en la plegaria. Me ha producido gran gozo saber que la reunión de Asís tuvo especial reflejo en esta arquidiócesis; el Papa os anima a ser perseverantes en la petición humilde y confiada por la paz.

Además de la oración, San Pablo recordaba que “ todo lo verdadero y noble; todo lo justo y puro, todo lo amable y digno de honra, todo lo virtuoso y laudable, debe ser objeto de vuestros pensamientos. Poned en práctica lo que habéis aprendido y recibido, lo que habéis oído y visto en mí; y el Dios de la paz estará con vosotros” (Ibíd.4, 8-9). La Iglesia ha recordado incesantemente que el Evangelio de la paz llegará a las instituciones pasando por el corazón de las personas, y no pacificará la sociedad si antes no ha pacificado las conciencias, liberándolas del pecado y de sus consecuencias sociales. Cuando se logre esa transformación interior en el alma de cada uno, se engendrarán con la fuerza misma de la vida, nuevas formas de relaciones sociales y culturales, y se abrirá paso en el mundo a la “civilización de la paz”. No os extrañe, por consiguiente, que el Papa insista en que cada uno debe esforzarse por vencer en sí mismo los propios defectos, en luchar contra el egoísmo, superar las antipatías, no crear abismos de separación con los demás, evitar las polémicas agresivas. No olvidéis, amados hermanos, que la calidad de los frutos depende de lo que personalmente hayamos sembrado (cf Ga 6,8-10).

Esta primacía del cambio personal sobre el cambio estructural (cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 75), no es una doctrina orientada sólo a tranquilizar las conciencias; por el contrario, es un llamado exigente a la “ unidad de vida ” cristiana, porque la proyección de la virtud personal en la mejora estructural no es algo automático, como tampoco lo es nada propiamente humano. La incesante renovación interior a la que está llamado el cristiano, corre pareja con el esfuerzo que debe poner, según sus circunstancias, en la transformación de la sociedad: “nuestra conducta social es parte integrante de nuestro seguimiento de Cristo” (Puebla, 476).

Quisiera recordaros además, que en esta transformación de la sociedad, la familia tiene un papel de primer orden. ¿Cómo podría existir paz en una nación, donde las familias estuviesen divididas, y no fuesen capaces de superar los conflictos en esa célula básica de toda convivencia, donde se aceptase la desintegración del matrimonio?

5. Si pues queréis ser coherentes, debéis exigiros a vosotros mismos aquellos valores que son soporte de la vida social. Me refiero específicamente a las virtudes que son punto de apoyo importante y esencial para una civilización del amor y de la paz.

— En primer lugar el orden, ya que, según definición de San Agustín, la paz es “la tranquilidad en el orden” (De Civitate Dei, 19, 13), No sólo un orden exterior, sino una jerarquía interior de valores reflejo del querer divino, porque la paz “ es fruto del orden impreso en la sociedad humana por su divino Fundador, que los hombres han de llevar a la perfección ” (Gaudium et spes GS 78). Un orden que os hará tener en cuenta los valores de toda persona y grupo, las superiores exigencias del bien común, la salvaguardia en cualquier circunstancia de los derechos humanos imprescindibles, la prioridad del ser sobre el tener.

Justicia: así como “la paz es obra de la justicia” (Is 32,17), los conflictos tienen por origen la injusticia. En efecto, “ ¿puede existir verdadera paz, cuando hombres, mujeres y niños no pueden alcanzar su plena dignidad humana? ¿Puede existir una paz duradera en un mundo regulado por relaciones – sociales, económicas y políticas – que favorecen a un grupo o a un país en detrimento de otros? ¿Puede establecerse una paz genuina sin el efectivo reconocimiento de aquella gran verdad, según la cual todos poseemos la misma dignidad, porque hemos sido formados a imagen de Dios, que es nuestro Padre”? (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1987, n.1)

El amor a la libertad, porque todo aquello que la impide sojuzga también la auténtica paz de las personas, de las instituciones y de la sociedad entera. La sujeción forzada de unos grupos sociales por otros es inaceptable, y contradice la noción del verdadero orden y de auténtica concordia. Situaciones de esta índole, bien sea en el interior de una nación o en el mismo campo internacional, podrían dar la apariencia de un cierto sosiego exterior, pero pronto se manifestarían como causas de ulteriores represiones y de creciente violencia. La libertad, que personas y naciones deben tener para asegurar su pleno desarrollo como miembros de igual dignidad en la familia humana, depende del reciproco respeto en el concierto nacional y en el orden internacional.

Fortaleza: la paz no puede confundirse con un falso irenismo; requiere auténtica fortaleza para superar conflictos y obstáculos, que siempre existirán: “La paz nunca es algo establemente adquirido, sino que debe procurarse de continuo. Puesto que la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, la construcción de la paz exige el constante dominio de las pasiones de cada uno y la vigilancia de la legítima autoridad” (Gaudium et spes GS 78). Queridos mendocinos y cuyanos, esa fortaleza humana que habéis demostrado tantas veces para transformar el desierto en un oasis, y para levantar vuestros campos ante la adversidad de plagas, heladas y terremotos, demostradla también en hacer crecer el fruto sabroso de la paz y de la concordia nacional y universal.

Caridad: una actitud que –en cierto modo– resume las anteriores es la solidaridad universal, basada en la dignidad de cada persona y en el mandamiento del amor. Ved siempre a los demás como hermanos –hijos del mismo Padre celestial– y amadlos como son, comprendiendo y aceptando la diversidad de cada uno. La caridad os llevará a superar rencores, diferencias, discordias; a fijaros no en lo que divide los ánimos, sino en lo que los puede unir en mutua comprensión y recíproca estima. Y todo ello se ha de manifestar preferentemente en favor de los más necesitados e indefensos.

635 6. Acabamos de celebrar el vigésimo aniversario de la Encíclica Populorum Progressio, en la cual el Papa Pablo VI nos hizo comprender cómo el desarrollo es el nuevo nombre de la paz. Por eso quise proponer para este año la solidaridad y el desarrollo como claves imprescindibles para su construcción (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1987, n.7) .

Pero no podéis olvidar que ese desarrollo será fundamento de la paz, si no se limita a un simple medio de lucro o de producción económica, ni a un mero camino hacia una laudable justicia social. Es mucho más que todo eso: está ordenado a promover el desarrollo y el bien integral, completo, del hombre, que abarca no sólo la actividad material, económica o social, sino sobre todo el progreso de su vida espiritual, fuera del cual el hombre quedaría siempre incompleto y truncado.

Es necesario insistir en que la persona humana es el centro de todo adelanto social; cualquier hombre o mujer, independientemente de sus circunstancias, tiene una importancia prioritaria sobre las cosas; dicha preeminencia se funda en su dignidad de persona humana, creada a imagen de Dios y llamada a participar de la redención de Cristo.

Y podemos preguntarnos: ¿es posible, en la actualidad, hacer valer esa preeminencia de la persona, como fundamento de una paz genuina? O, en términos generales: ¿es posible dar eficacia histórica, económica y política a la doctrina social de la Iglesia como base de concordia universal? A esta pregunta ya respondía el Papa Pablo VI: “Es posible, sí, porque la doctrina social cristiana posee el carisma interior de la verdad; conoce e interpreta la naturaleza del hombre y del mundo... Sí, es posible, si hombres inteligentes y generosos, católicos fuertes y libres, Pastores esclarecidos y valerosos, hijos del pueblo aguerridos, coherentes y fieles, se comprometen en la gran empresa de la edificación de una sociedad justa, libre y cristiana. Sí, es posible si cuantos se consagran a esta empresa saben encontrar en las fuentes de la fe y de la gracia ese misterioso e indispensable suplemento de luz y fuerza, que es precisamente la aportación original del cristianismo a la salvación del mundo” (Discurso del 15 de mayo de 1965).

Sí, queridos hijos, es posible alcanzar la paz, pero “no como la del mundo” (
Jn 14,27 como nos recuerda el Evangelio, nuestra paz es la paz Cristo; y El la otorga siempre los que ama (cf. Lc 2, 14).

La poderosa intercesión de la Santísima Virgen, Reina de la Paz, de la Virgen del Santísimo Rosario, que vosotros veneráis aquí en Mendoza; la intercesión de María, tan amada y venerada por todos los cuyanos, sea garantía para alcanzar de su Hijo ese don de Dios, que nosotros debemos conquistar cada día.



VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

SANTA MISA PARA LAS FAMILIAS



Córdoba (Argentina)

Miércoles 8 de abril de 1987




1. “El amor que procede de Dios” (1Jn 4,7).

El tiempo de Cuaresma nos sigue invitando, de modo insistente, a meditar sobre esta gran verdad: el amor que procede de Dios. Es ésta una realidad viva y actual que nunca debemos olvidar, mucho menos cuando nos acercamos a la Semana Santa y a la Pascua.

Ese amor que de Dios procede, el amor del mismo Dios Padre hacia nosotros los hombres, se ha manifestado sobre todo en que “envió a su Hijo único al mundo, para que tengamos Vida por medio de El ” (Ibíd., 4, 9); y lo envió “como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (Ibíd., 4, 10).

636 Nos encontramos ante un inefable misterio divino. La cruz de Cristo sobre el Calvario, su pasión y muerte en oblación y sacrificio por la humanidad pecadora revelan, al hombre y al mundo, el amor de Dios. Lo revelan plenamente, porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y es el Unigénito de Dios mismo, Jesucristo, quien entrega la vida por los hombres. El misterio pascual viene a ser como la última y definitiva palabra de la revelación de Dios, que es Amor. El mismo nos amó primero: no es que nosotros lo hayamos amado, sino que El nos amó a nosotros.

Este misterio del amor divino, que nos ha sido revelado en Cristo, permanece irrevocablemente en la historia del hombre. Nadie lo puede desarraigar ni quitar.

2. “El amor procede de Dios”.

A la luz de esta verdad salvadora, doy la bienvenida y saludo a todas las familias aquí reunidas. No sólo de esta gran ciudad, Córdoba, sino de toda la Argentina. Como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, cumplo en este día mi servicio pastoral, rezando por la familia, junto con vosotros, amados hermanos y hermanas: maridos y mujeres, padres e hijos, todos los que realizáis en la familia vuestra vocación humana y cristiana.

Cumplo este singular servicio, en presencia de los Pastores de la Iglesia que está en Córdoba y en toda Argentina. Vaya a todos ellos personalmente mi saludo, de modo particular a vuestro arzobispo, el cardenal Raúl Primatesta. Saludo asimismo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas y religiosos, y a todos los fieles, que con tanto entusiasmo se dedican, en nombre de Cristo, a difundir entre las familias esa gran verdad: el amor procede de Dios.

¡Qué gran misión la vuestra, padres y madres de familia! No lo olvidéis nunca: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!” (Familiaris Consortio FC 86). El Papa ha venido para pediros, en nombre de Dios, un empeño particular: que toméis con sumo interés la realidad del matrimonio y de la familia en este tiempo de prueba y de gracia; porque “el matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor” (Humanae vitae HV 8).

Al recordaros estas verdades, no hago otra cosa que subrayar lo que ha sido constante tradición de esta querida tierra argentina y que –sin duda alguna– constituye uno de los fundamentos más sólidos que han hecho, de la vuestra, una gran nación.

3. “El amor procede de Dios”

De esta gran verdad de fe, que animará la vida familiar, han de ser especialmente conscientes el hombre y la mujer cuando, acercándose al altar, pronuncian las palabras contenidas en el Ritual del Sacramento del Matrimonio: “Yo... te recibo... como mi esposa (o mi esposo) y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida” (Ordo celebrandi Matrimonium, 25).

Todo esto constituye el contenido de la alianza matrimonial, mediante la cual se significa y se realiza el sacramento del matrimonio, sacramento grande referido a Cristo y a la Iglesia, como leemos en la Carta a los Efesios (cf. Ef Ep 5,32).

Al mismo tiempo, esa alianza sacramental suscribe el programa y los deberes que los esposos asumen para toda la vida. Cada una de sus palabras describe, muy en concreto, cómo es y cómo debe ser, el amor que los une en la presencia de Dios: en la presencia de ese Dios “que nos amó primero”, y que es la fuente y el principio de todo amor verdadero.

637 En este programa de vida que contiene el pacto conyugal, se pone de relieve con claridad que el verdadero amor no existe si no es fiel. Y no puede existir, si no es honesto.Tampoco se da –en la concreta vocación al matrimonio–, si no hay de por medio un compromiso pleno que dure hasta la muerte. Sólo un matrimonio indisoluble será apoyo firme y duradero para la comunidad familiar, que se basa precisamente en el matrimonio.

En la liturgia del sacramento se pregunta además: “¿Estáis dispuestos a recibir amorosamente, los hijos que Dios quiera daros, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?” (Ordo celebrandi Matrimonium, 24). Con ello se completan las principales características del amor matrimonial, que por su misma índole, por voluntad de Dios autor del matrimonio, está llamado a ser humana y cristianamente fecundo, abierto a la vida.

Queridas familias: el amor, que procede de Dios Padre, que se manifiesta plenamente en el misterio pascual de Cristo y que el Espíritu Santo difunde en nosotros, es “escudo poderoso y apoyo seguro” (
Si 34,16) para el cumplimiento de ese programa y de esos deberes; porque “el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, a fin de conducir eficazmente a los esposos hacia Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad” (Gaudium et spes GS 48). Gracias a ese apoyo seguro encontramos, en nuestro mundo, múltiples aspectos positivos en la situación de las familias, que son signo de la salvación de Cristo operante en nuestras vidas.

Sin embargo, no faltan signos de preocupante degradación, respecto a algunos valores fundamentales del matrimonio y de la familia. “En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta” (Familiaris consortio FC 6).

Nosotros sabemos, con la segura certeza del que “ama y conoce a Dios” (cf. 1Jn 1Jn 4,7), que no existe auténtica libertad cuando ésta se contrapone al amor y a sus exigencias; que no existe verdadero respeto por las personas, si se contradice el designio divino sobre los hombres.

Oponeos, pues, resueltamente, con vuestra palabra y con vuestro ejemplo, a cualquier intento de menoscabar el genuino amor matrimonial y familiar. Precisamente porque el mundo está viviendo momentos de oscuridad y desconcierto en el campo de la familia, debemos pensar, queridos hijos, que es un momento propicio: el Señor ha tenido constancia en vosotros, y os ha destinado a que, aun en medio de las dificultades, seáis testigos de su amor por los hombres, del que deriva todo verdadero amor conyugal.

“No os intimidéis por nada, ni os acobardéis, porque Dios es nuestra esperanza” (cf. Si Si 34,14). Luchad, con empeño y valentía, las batallas del amor. Una lucha que debe empezar en vosotros mismos y en vuestras familias, para desterrar egoísmos e incomprensiones; una lucha que procura ahogar el mal en abundancia de bien (cf. Rm 12,17).

4. El amor matrimonial es ciertamente un gran don en el que dos seres humanos, hombre y mujer, se entregan recíprocamente para vivir el uno para el otro: para si mismos y para la familia. Consiguientemente, ese don es de agradecer al Señor, siendo consciente de él y conservándolo en el corazón.

Al mismo tiempo, el amor –precisamente porque supone la total entrega de una persona a otra– es simultáneamente un gran deber y un gran compromiso. Y el amor conyugal lo es de modo particular. Así, la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener, sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan que al matrimonio le es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber –contraído en sus esponsales– de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar.

Hay quienes se atreven a negar, e incluso a ridiculizar, la idea de un compromiso fiel para toda la vida. Esas personas –podéis estar bien seguros– desgraciadamente no saben lo que es amar: quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día. El amor verdadero –a semejanza de Cristo– supone plena donación, no egoísmo; busca siempre el bien del amado, no la propia satisfacción egoísta.

No admitir que el amor conyugal puede y exige durar hasta la muerte, supone negar la capacidad de autodonación plena y definitiva; equivale a negar lo más profundamente humano: la libertad y la espiritualidad. Pero desconocer esas realidades humanas significa contribuir a socavar los fundamentos de la sociedad: ¿Por que, en esa hipótesis, se podría continuar exigiendo al hombre la lealtad a la patria, a los compromisos laborales, al cumplimiento de leyes y contratos? Nada tiene de extraño que la difusión del divorcio en una sociedad vaya acompañado de una disminución de la moralidad pública en todos los sectores.

638 Queridos argentinos, el amor, que es a la vez un gran don y un gran empeño, os dará la fuerza para ser fieles y leales hasta el fin.

5. El Evangelio proclamado recuerda el mandamiento del amor: “Amarás al Señor, tu Dios... Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo” (
Mt 22,37-39). El amor al prójimo traduce una necesidad del corazón humano, y refleja además la conciencia de un don; pero este amor es, también, como hemos visto, el contenido de un mandato: conlleva un deber y una responsabilidad, que tiene particular relevancia en la familia, pues entre todas las personas a las que se refiere el concepto evangélico de “prójimo”, se encuentran, en primer lugar, las que permanecen unidas por el vínculo matrimonial y familiar.

En este sentido, resulta significativo que las lecturas de la liturgia hablen al mismo tiempo, de amor y de “temor”, del temor de Dios. No ciertamente un temor que amedrenta y quita la propia libertad; sino un temor filial que nace del amor y procura no ofender y, más aún, procura agradar a nuestro Padre Dios; es, por tanto, un temor salvífico que brota de la conciencia del bien y del valor, y que se manifiesta precisamente en una actitud de responsabilidad.

En las mismas relaciones humanas y, más concretamente en la, familiares, se encuentran unidos ese amor recíproco y esa mutua responsabilidad.

Responsabilidad del marido por la mujer y de la mujer por el marido. Responsabilidad de los padres por los hijos, y también de los hijos por los padres Responsabilidad grande, precisamente porque nace con el amor, y tiene la misión de ponerlo a prueba y de confirmarlo. La vida nos enseña, en efecto, que el amor – el amor matrimonial – es piedra de toque de toda la vida. Es grande y auténtico no sólo cuando aparece fácil y agradable, sino sobre todo cuando se confirma en medio de las pruebas de nuestro vivir, así como el oro se aquilata por el fuego. Tendría un pobre concepto del amor humano y conyugal quien pensara que, al llegar las dificultades, el cariño y la alegría se acaban; es ahí donde los sentimientos que animan a las personas revelan su verdadera consistencia, es ahí donde se consolidan la donación y la ternura, porque el verdadero amor no piensa en sí mismo, sino en cómo acrecentar el bien de la persona amada; su mayor alegría consiste en la felicidad de los seres queridos.

Cada familia cristiana debe ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas desavenencias diarias, se perciba un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto del amor y de una fe real y vivida.

6. Permitidme, queridísimos cordobeses y argentinos todos, que os proponga el modelo de la Sagrada Familia. El Hogar de Nazaret muestra precisamente cómo las obligaciones familiares, por pequeñas y corrientes que parezcan, son lugar de encuentro con Dios.No descuidéis, por tanto, esas relaciones y esos quehaceres: si una persona mostrara gran interés por los problemas del trabajo, de la sociedad, de la política, y descuidara los de la familia, podría decirse de ella que ha trastocado su escala de valores.

El tiempo mejor empleado es el que se dedica a la esposa, al esposo, a los hijos. El mejor sacrificio es la renuncia a todo aquello que pueda hacer menos agradable la vida en familia. La tarea más importante que tenéis entre manos es empeñaros para que fructifique, con mayor intensidad cada día, el amor dentro del hogar.

La lectura del Libro del Eclesiástico recordaba: “¡Feliz el alma que teme al Señor!” (Si 34,15). Y el Salmista insiste: “¡Feliz quien teme a Dios y marcha en sus caminos!” (Ps 128 [127], 1). Feliz el cristiano que trabaja y se esfuerza por su salvación con temor y temblor (cf. Flp Ph 3,12). Feliz el cónyuge que acepta con temor de Dios el gran don del amor de su otro cónyuge, y lo corresponde. Feliz la pareja cuya unión matrimonial está presidida por una profunda responsabilidad por el don de la vida, que tiene su inicio en esta unión. Es éste verdaderamente un gran misterio y una gran responsabilidad: dar la vida a nuevos seres, hechos “a imagen y semejanza de Dios”.

Resulta necesario, por consiguiente, que el temor salvífico de Dios, induzca a que el auténtico amor de los esposos dure “ todos los día de su vida ”. Es necesario también que fructifique mediante una procreación responsable, según el querer de Dios.

El amor responsable, propio del matrimonio, revela también que la donación conyugal, por ser plena, compromete a toda la persona: cuerpo y alma. Por eso, la relación matrimonial no sería auténtica, sino una convergencia de egoísmos, cuando se descuida el aspecto espiritual y religioso del hombre. En ella, por tanto, no podéis olvidaros de Dios ni oponeros a su voluntad, cerrando artificialmente las fuentes de la vida. La actitud antinatalista, que está lejos de vuestras genuinas tradiciones, constituye una grave alteración de la vida conyugal. Así lo quise poner de relieve en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio. «Es precisamente partiendo “de la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna”, por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia “está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”. Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, “toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación”» (Familiaris consortio FC 23).

639 Como enseña el Concilio Vaticano II, recordad también que “puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de los hijos. Este deber de la educación familiar, es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social, de los hijos. La familia es, por lo tanto, la primera escuela” (Gravissimum Educationis GE 3).

Ese derecho y ese deber de los padres, “original y primario respecto al deber educativo de los demás” (Familiaris consortio FC 36) no se limita sólo a la educación doméstica, que les corresponde necesariamente: también se extiende a la libertad de que deben gozar para elegir las escuelas en que se educan sus hijos, sin sufrir trabas administrativas ni económicas por parte del Estado; al contrario, la sociedad debe otorgar facilidades para que realicen con eficacia esa libre elección (Carta de los derechos de la familia).

7. Siendo la familia la célula básica, tanto de la sociedad civil como de la eclesial, el vigor de la vida familiar reviste particular importancia para el Estado y para la Iglesia. Las dos dimensiones, aunque distintas, están unidas íntimamente y explican por sí mismas los cuidados que la Iglesia y el Estado deben prodigar al bienestar familiar. En la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio pedía a las comunidades eclesiales, “llevar a cabo toda clase de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se desarrolle, dedicándose a este sector verdaderamente prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica” (Familiaris consortio FC 65). Sé que vuestros Pastores, queridos hijos de Argentina, están elaborando un Plan de pastoral familiar: agradecedles este esfuerzo y pedid al Señor que su aplicación rinda los frutos que Dios y la Iglesia esperan de vosotros.

A los agentes de pastoral familiar –sacerdotes, religiosos, catequistas, etc.– les aliento encarecidamente a que sean conscientes de la importancia de su tarea; que sepan enseñar y ayuden a cumplir el proyecto cristiano de vida familiar; que no se dejen llevar por modas pasajeras contrarias al designio divino sobre el matrimonio; que realicen una profunda labor apostólica para lograr una seria y responsable preparación y celebración de ese “sacramento grande”, signo del amor y de la unión de Cristo con su Iglesia.

8. Todo esto, queridos hermanos y hermanas, demuestra la importancia de nuestro encuentro y el valor de esta gran oración con las familias y por las familias de toda la Argentina.

Nos hallamos ante la presencia de Cristo en su misterio pascual donde se ha revelado plenamente el amor de Dios por el ser humano: por el hombre y la mujer, por cada uno de los matrimonios, por todas las familias.

“El nos amó primero, y envió a su Hijos como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1Jn 4,10) y el Hijo, Cristo, nos ha amado con amor redentor y, a la vez, esponsal.Este amor permanece, como su don para todo matrimonio y para toda familia, en el “ gran sacramento ” de la Iglesia.

¡Esposos y padres argentinos! ¡Amaos con amor recíproco! ¡Acudid a la intercesión de María Santísima y a la de su esposo San José para que la gracia del sacramento del matrimonio permanezca en vosotros, y fructifique con el amor que está en Dios! ¡Y que a Dios conduce! Así sea.



B. Juan Pablo II Homilías 632