B. Juan Pablo II Homilías 639


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN TUCUMÁN

HOMILÍA DI GIOVANNI PAOLO II


Aeropuerto Benjamín Matienzo

Miércoles 8 de abril de 1987




1. “Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18).

640 Con estas palabras, invitaba San Pablo a los cristianos de Roma a que levantaran su mirada por encima de las difíciles circunstancias que entonces estaban atravesando, y percibieran la insondable grandeza de nuestra filiación divina, que está presente en nosotros, aunque no se haya manifestado todavía en su plenitud (cf. 1Jn 1Jn 3,2). Es un bien de tal inmensidad, que la creación entera “ gime y sufre ” anhelando participar en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, aquella “que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18 Rm 8,21-22). En pos de esos derroteros inspirados por el Apóstol, el Sucesor de Pedro ha venido a la tierra tucumana, para alabar con vosotros la misericordia de Dios Padre que ha querido “llamarnos hijos de Dios, y que lo seamos” (1Jn 3,1).

Lo hacemos aquí, en esta ciudad de San Miguel de Tucumán, a la que llamáis Cuna de la Independencia, por haber iniciado aquí vuestro camino en la historia como nación independiente. Desde entonces, los habitantes del Norte argentino os sentís especialmente vinculados a este lugar; y habéis cultivado un marcado amor a vuestra patria, sintiendo además la responsabilidad de custodiar la libertad y la tradición cultural de la Argentina. En el cristiano esos nobles sentimientos se enraízan en el don de la filiación divina, y allí encuentran también su fundamento, su sentido y su medida. Muy apropiado es, por tanto, que nos reunamos aquí para agradecer a Dios Padre que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad; y nuestra acción de gracias va unida a nuestra plegaria para que todo en nuestra vida, se haga conforme a esa verdad esencial: ¡Somos hijos de Dios!

2. En este contexto, saludo a las autoridades aquí presentes y agradezco su presencia en esta celebración. La responsabilidad política adquiere una nueva vitalidad cuando cada uno considera que es hijo de Dios, lo cual le llevará a imitar la providencia y la bondad de Dios Padre, y por tanto a realizar iniciativas cada vez más amplias y generosas en favor de todos.

Saludo con todo afecto a mis hermanos en el Episcopado; en primer lugar, al arzobispo de Tucumán, así como a los obispos de las diócesis sufragáneas: Santiago del Estero, Santísima Concepción y Añatuya. Y con ellos saludo también a todos los sacerdotes y a las religiosas y religiosos aquí presentes. De modo particular mi saludo se dirige a todos los seminaristas. Sé que ha habido últimamente un florecimiento de vocaciones entre vosotros; y eso ha impulsado a vuestro arzobispo a la construcción de un nuevo edificio para el seminario, que ha sido recientemente acabado. A todos os exhorto a consolidar en la mente y en el corazón vuestro afán de servir a Cristo, colaborando con El en conducir “a muchos hijos a la gloria” (He 2,10).

Saludo a todos los tucumanos y santiagueños que habéis querido participar en esta celebración litúrgica. Sois dignos herederos de aquellos hombres y mujeres que os trajeron la semilla de la fe. Demos gracias a Dios porque su predicación y su testimonio ha arraigado profundamente entre vosotros, inspirando cristianamente vuestra vida individual y social. Sentís el sano orgullo de vuestra fe cristiana, de vuestra condición de hijos de la Iglesia católica y de hijos de Dios.

3. Nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, es obra de la acción salvífica de Cristo y tiene lugar en cada uno por la comunicación del Espíritu Santo. Es, por tanto, una realidad que tiene sus raíces en el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad (cf. Dominum et Vivificantem DEV 52).

Por otro lado, la filiación divina afecta a nuestra persona en su totalidad, a todo lo que somos y hacemos, a todas las dimensiones de nuestra existencia; y, a la vez, repercute, de modo específico, en la realidades en que se desarrolla la vida de los hombres, es decir, todo el universo creado.

Bajo esta perspectiva encontramos el estilo de vida que debemos conducir, para que todas nuestras obras sean conformes con nuestra condición de hijos de Dios. San Pablo, en efecto, enseña que la predestinación de hijos ha tenido lugar “para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia” (Ep 1,4); y, por tanto, “semejantes a la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). La filiación divina es, por tanto, una llamada universal a la santidad; y nos indica además que esa santidad ha de configurarse según el modelo del Hijo amado, en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt Mt 17,5).

Nos encontramos entonces en el corazón de los misterios de nuestra fe. Dada esta perspectiva os invito ahora a reflexionar conmigo sobre dos características fundamentales para esa filiación divina: la libertad y la piedad.

4. En el lenguaje bíblico, los conceptos de libertad y de piedad aparecen íntimamente vinculados. La libertad, en efecto, es la condición propia de los hijos; opuesta a la esclavitud de los siervos. La diferencia entre unos y otros estaba en que los hijos participaban de la herencia de sus padres, es decir, de sus bienes y posesiones. Ello les permitía vivir con libertad y dignidad, sin estar sometidos a otros hombres para poder subsistir.

Es lógico, entonces, que los hijos reconociesen en sus padres no sólo el origen de su existencia, sino también de su libertad y dignidad; quedando comprometidos además a honrarlos debidamente, y a conservar el patrimonio paterno. Y precisamente ese honor tributado a los padres, junto con la fidelidad a la herencia, constituye la piedad; una virtud que es fundamento del amor filial, y que encierra el reconocimiento y gratitud hacia los padres, junto con la obediencia a sus indicaciones.

641 Referido a las relaciones entre Dios y su Pueblo, todo esto adquiría en Israel un significado trascendente. Ser libres significaba antes que nada no estar esclavizados por el pecado, no servir a dioses extraños, o a cualquier forma de ídolos, incluido el propio yo. Y de un modo positivo significaba la santidad; es decir, la completa dedicación al culto y la honra de Dios. La libertad se basaba en la posesión de la tierra que Dios prometió y entregó a los hebreos; y también en la promesa de una “herencia incorruptible, incontaminada, perennemente lozana” (1P 1,4), que se haría realidad mediante el advenimiento del Mesías. De aquí que la piedad de los hijos consistiera en la fidelidad a Dios y en la obediencia a sus preceptos y mandatos.

Todo aquello, sin embargo, fue una sombra de la libertad de los hijos de Dios, que Cristo obtuvo para nosotros. “Si el Hijo os libra, seréis en verdad libres” (Jn 8,36), había dicho Jesús a los judíos que entonces “habían creído en El” (Jn 8,31), y lo mismo nos dice Jesús hoy a todos nosotros; y yo mismo se lo repito a todos los argentinos desde esta queridísima ciudad de Tucumán: “¡Si el Hijo os libra, seréis en verdad libres!”.

5. Quisiera, ahora, que relacionarais estas realidades con la experiencia histórica de vuestra patria. Desde su nacimiento como nación, que fue sellado en la Casa de Tucumán, la Argentina ha ido adelante guiada por ese instinto certero que relaciona estrechamente la libertad de sus gentes con la fidelidad a esa herencia, que son vuestras tierras, vuestro patrimonio, vuestras nobles tradiciones.

Además toda la cultura que España promocionó en América estuvo impregnada de principios y sentimientos cristianos, dando lugar a un estilo de vida inspirado en ideales de justicia, de fraternidad y de amor. Todo ello tuvo muchas y felices realizaciones en la actividad teológica, jurídica, educativa y de promoción social. El hombre del Norte argentino bebió en esas fuentes espirituales e incluso los diversos sucesos históricos del país naciente, estimularon a no pocos de vuestros próceres a poner en las manos de Dios y de la Virgen el destino que entonces se mostraba incierto para vuestro pueblo.

Ahora os encontráis ante una nueva etapa de vuestro camino en la historia. Percibís la necesidad de lograr una auténtica reconciliación entre todos los argentinos, una mayor solidaridad, una decidida participación de todos en los proyectos comunes. ¡Es verdaderamente una tarea grande y noble la que tenéis ante vosotros!

Más allá de las iniciativas concretas que habéis de promover y que son de vuestra competencia, el Papa quiere recordaros –muy en consonancia con vuestra misma experiencia histórica– las palabras del Salmista que hemos rezado, meditándolas, hace pocos momentos, y que nos llevan a poner la mirada y la esperanza en Dios:

“Si el Señor no construye la casa, / en vano se cansan los que la edifican; / si el Señor no guarda la ciudad, / en vano vigilan los centinelas” (Ps 127 [126], 1).

Argentinas y argentinos, comportaos de acuerdo con la “libertad con que nos liberó Cristo” (Ga 5,1), que proporciona el sentido, la medida y la consistencia a cualquiera otra forma de libertad y de dignidad humanas, y amaréis así a vuestra patria y la serviréis con generosa entrega.

6. La libertad que nos ha dado Cristo, nos libra, como nos enseña San Pablo, de la esclavitud de los “elementos del mundo” (Ibíd., 4, 3); es decir, de la errónea elección del hombre que le lleva a servir y hacerse esclavo de “los que por naturaleza no son dioses”: (Ibíd., 4, 8) el egoísmo, la envidia, la sensualidad, la injusticia y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones.

La libertad cristiana nos lleva a honrar a Dios Padre siguiendo el ejemplo de Cristo, el Hijo unigénito, que siendo “igual a Dios”, se hizo “semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Ph 2,6-8). El Salvador nos redimió obedeciendo al Padre por amor, y “fue escuchado por su piedad” (He 5,7), Jesús llevó a cabo el designio salvífico del Padre movido por el Espíritu Santo. Y ese mismo Espíritu, que envió Dios a nuestros corazones, clama “Abba!” (cf. Ga Ga 4,6). Esta palabra “Abba” era el nombre familiar con el que un niño se dirigía a su padre en lengua hebrea; una palabra fonéticamente muy parecida a la que vosotros soléis emplear, y con la que incluso os dirigís a Dios Padre, llamándole Tata Dios, con tanta veneración y confianza.

Para Jesús, hacer la voluntad de Dios era el alimento de su existencia (cf. Jn Jn 4,34), aquello que sostenía y daba sentido a su actuación entre los hombres. Y lo mismo debe suceder en la vida de los hijos de Dios: ¡Debemos concebir nuestra existencia como un acto de servicio, de obediencia, al designio libre, amoroso y soberano de nuestro Padre Dios! Haciendo lo que Dios quiere, también con sacrificio, nos revestimos de la libertad, del amor y de la soberanía de Dios.

642 Comprendéis que es ésta una tarea que nos supera; pero no estamos solos; es el mismo Espíritu quien “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26), Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo, como corresponde a los hijos, y hacer morir en nosotros mismos las obras del cuerpo; no vivir según la carne, sino según el Espíritu (cf. Ibíd. 8, 4. 13-17), sirviéndonos “por amor unos a otros” (Ga 5,13). Las obras de la carne son conocidas, dice San Pablo, y menciona, entre otras: la lujuria, las enemistades, las peleas, las envidias, las embriagueces (cf. Ibíd., 5, 19-21). Los frutos del Espíritu, en cambio, son caridad, alegría, paz, longanimidad, mansedumbre, continencia (cf. Ibíd., 5, 22-23), y todo quiere decir libertad. La libertad fue dada al hombre no para hacer el mal, sino el bien. Para crecer en amor. La libertad se cumple a través del amor, del amor de nuestros hermanos. Es la verdadera libertad. Sin esta dimensión ética, espiritual de la libertad, una persona humana no es libre de veras. Se queda sometida, se queda esclava de sus pasiones, de sus pecados; no es libertad. Es libertad cuando la persona humana cumple todo aquello que es el bien, como nos enseña San Pablo: El bien mayor entre todos los bienes es el bien del amor, del amor de Dios, del amor de los hermanos.

7. El estilo de vida de los hijos de Dios ha de informar todas las dimensiones de la existencia humana; y, por tanto, también vuestra misma identidad como ciudadanos, como argentinos, a la vez que vuestro comportamiento a nivel individual, familiar y social.

Esto es así, porque como nos enseña el Concilio Vaticano II, “con su encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb He 4,15)” (Gaudium et spes GS 22), todo nuestro ser y actuar de hombres, ha sido asumido y exaltado en la Persona divina del Hijo de Dios.

Además, Cristo, mediante el don del Espíritu Santo, nos ha hecho partícipes del señorío que El tiene sobre todo lo creado. A El le obedecen “hasta el viento y el mar”, como hemos contemplado en la narración del Evangelio de San Marcos (Mc 4,41), proclamado hace unos momentos. En El han de ser recapituladas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (cf. Ef Ep 1,10); y “cuando todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el Hijo mismo se someterá al que se las sometió todas, a fin de que Dios lo sea todo en todas las cosas” (1Co 15,28).

A vosotros, católicos argentinos, os corresponde, por tanto, contribuir a que “el mundo entero se encamine realmente hacia Cristo” (Apostolicam actuositatem AA 2); restaurar, trabajando con todos los hombres, el orden de las cosas temporales y perfeccionarlo sin cesar, según el valor propio que Dios ha dado, considerados en sí mismos, a los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, etc (Ibíd., 7). Contáis para ello con la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

Entre las muchas consideraciones que aquí se podrían hacer, el Papa quiere referirse a una concreta: la piedad en la vida civil, conocida en nuestro tiempo como amor a la propia patria o patriotismo. Para un cristiano se trata de una manifestación, con hechos, del amor cristiano; es también el cumplimiento del cuarto mandamiento, pues la piedad, en el sentido que venimos diciendo incluye –como nos enseña Santo Tomás de Aquino– (Summa Theologiae, IIª-IIae, q. 101, a. 3, ad 1) honrar a los padres, a los antepasados, a la patria. El Concilio Vaticano II ha dejado, también a este respecto, una enseñanza luminosa. Dice así: “Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre también por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, los pueblos y las naciones” (Gaudium et spes GS 75).

Considerad, pues, que el amor a Dios Padre, proyectado en el amor a la patria, os debe llevar a sentiros unidos y solidarios con todos los hombres. Repito: ¡con todos! Pensad también que la mejor manera de conservar la libertad que vuestros padres os legaron se arraiga, sobre todo, en acrecentar aquellas virtudes –como la tenacidad, el espíritu de iniciativa, la amplitud de miras– que contribuyen a hacer de vuestra tierra un lugar más próspero, fraterno y acogedor.

8. ¡Creced en Cristo! ¡Amad a vuestra patria! ¡Cumplid con vuestros deberes profesionales, familiares y de ciudadanos con competencia y movidos por vuestra condición de hijos adoptivos de Dios!

Sé que lo haréis. Veo reflejada en vuestros rostros la esperanza de la Argentina que quiere abrirse a un futuro luminoso y que cuenta con la promesa de sus jóvenes, con el trabajo de sus hombres y mujeres, con las virtudes de sus familias, alegría en sus hogares, el ferviente deseo de paz, solidaridad y concordia entre todos los componentes de la gran familia argentina.

Vuestros nobles anhelos y legítimas aspiraciones los encomiendo a vuestra Patrona y Madre, Nuestra Señora de Luján, Nuestra Señora de la Merced. Así se lo pido por intercesión de su Hijo amantísimo, mientras con todo afecto, os imparto mi Bendición Apostólica.



VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN SALTA



Miércoles 8 de abril de 1987




643Les prediqué que era necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando su conversión en obras” (Ac 26,20).

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con estas palabras, recogidas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el mismo San Pablo, el Apóstol de las Gentes, compendia el contenido de su predicación. El había ido por el mundo para difundir el mensaje de Jesús entre los hombres de su tiempo, repitiendo la invitación apremiante del Maestro: “Se ha cumplido ya el tiempo, y el reino de Dios está cerca: haced penitencia, y creed la Buena Nueva” (Mc 1,15).

Toda la Iglesia, a lo largo de estos casi ya dos milenios de su peregrinación por esta tierra, no cesa de anunciar a toda la humanidad ese mensaje de penitencia y conversión a Dios. Un mensaje que es divinamente eficaz, porque en la fuerza de la Palabra y los Sacramentos opera el poder de Cristo, el Hijo de Dios encarnado. A todas las generaciones de evangelizadores, que continúan la misión del Señor, se dirige aquel mandato y aquella garantía divina, con la que se cierra el Evangelio según San Mateo: “Yo he recibido todo el poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre) y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo os he mandado. Y Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).

El mandato evangelizador abarca a “todos los pueblos”, y se extiende “hasta el fin del mundo”. Por eso, al aproximarse el V centenario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, la Iglesia no podía dejar de hacer suya la celebración de esta efemérides, ya que ella, también durante estos quinientos años, ha dado cumplimiento a ese mandato de Cristo en las inmensidades de este continente.

La Providencia de Dios ha querido que esta visita a vuestra patria, se desarrollara precisamente durante la novena de años que precede al 1992, constituyendo como un hito significativo de la preparación del V centenario, que será –así se lo pedimos a Dios– un tiempo de gracia para toda América. En este marco, mi permanencia en la Argentina adquiere el sentido de una gozosa y agradecida celebración cristiana y eclesial de este casi medio milenio de la evangelización en vuestras tierras.

2. ¡Gracias, Señor, por haberme permitido venir hasta esta querida Salta, que es tuya y de la Virgen del Milagro! ¡Gracias por estas horas imborrables que paso en el Noroeste argentino!

Saludo afectuosa y fraternalmente al Pastor de esta querida arquidiócesis, y a todos mis amados hermanos en el Episcopado de esta región, que guían al Pueblo de Dios en Jujuy, Orán, Cafayate y Humahuaca. Saludo asimismo a las autoridades civiles aquí presentes.

Mi saludo quiere estrechar en un mismo abrazo a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a todos los demás fieles, y a todos los que habitan en esta parte del Norte argentino. De modo particular doy la bienvenida a este encuentro y expreso mi afecto a los representantes de los más antiguos habitantes de estas tierras, los cuales están siempre muy cerca del corazón del Papa. Constituye para mí motivo de especial gozo saludaros como integrantes de los pueblos quechua, guaraní, mapuche y tantos otros, herederos de antiguas tradiciones y culturas. Amad los valores de vuestros pueblos y hacedlos fructificar; amad, sobre todo, la gran riqueza que por querer divino habéis recibido: vuestra fe cristiana.

Queridos hermanos y hermanas que me escucháis:

Mi agradecimiento a Dios por hallarme entre vosotros es, al mismo tiempo, agradecimiento por estos siglos de evangelización de la Argentina, que aquí en Salta se hacen particularmente visibles en su continuidad con los orígenes. En los hombres y mujeres de esta tierra, en sus costumbres y estilo de vida, hasta en su arquitectura, se descubren los frutos de aquel encuentro de dos mundos, que tuvo lugar cuando llegaron los primeros españoles y entraron en contacto con los pueblos indígenas que vivían en esta región, y en particular con la cultura quechua-aimará.

644 De este fructífero encuentro ha nacido vuestra cultura, vivificada por la fe católica que desde el principio arraigó tan hondamente en estas tierras. La proximidad del V centenario de la evangelización de América Latina es una gran ocasión para renovar nuestro agradecimiento a Dios por la herencia de fe y amor que habéis recibido, y para llenaros del santo y ardiente deseo de que ese patrimonio sea muy fecundo en vuestras vidas y en las de vuestros hijos. ¡La gracia de Dios, y la protección de la Santísima Virgen, de los Ángeles y de los Santos, no os faltarán!

3. Acabamos de escuchar a San Pablo que, tras narrar la historia de su conversión al Rey Agripa, agrega: “Desde ese momento, Rey Agripa, nunca fui infiel a esta visión celestial” (
Ac 26,19). La Iglesia, a pesar de las debilidades de algunos de sus hijos, siempre será fiel a Cristo y, apoyada en el poder de su Fundador y Cabeza –quien estará con sus discípulos hasta el fin del mundo– (cf. Mt Mt 28,20), seguirá proclamando el Evangelio y bautizando a los hombres en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo

Al contemplar cómo el mandato de predicar y bautizar se ha hecho realidad en este continente, la Iglesia confiesa humildemente que ha recibido la misión y la autoridad de Cristo para continuar a través de los siglos su obra redentora. Como dije en Santo Domingo, “la Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere acercarse a celebrar este centenario con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores” (Homilía en Santo Domingo, 12 de octubre de 1984, n. 3). Esa verdad sobre el ser y el destino de América me hacen afirmar, con renovada convicción, que éste es un continente de esperanza, no sólo por la calidad de sus hombres y mujeres, y las posibilidades de su rica naturaleza, sino principalmente por su correspondencia a la Buena Nueva de Cristo. Por eso, cuando está a punto de empezar el tercer milenio del cristianismo, América ha de sentirse llamada a hacerse presente en la Iglesia universal y en el mundo con una renovada acción evangelizadora, que muestre la potencia del amor de Cristo a todos los hombres, y siembre la esperanza cristiana en tantos corazones sedientos del Dios vivo.

4. Así, mirar hacia el pasado de la evangelización en esta bendita nación argentina, no es una muestra de sentimentalismo nostálgico, ni un llamado al inmovilismo. Por el contrario, es reconsiderar la presencia permanente de Cristo en vuestro pueblo, y profundizar en esta vital conexión con la perenne novedad del Evangelio, que fue sembrado en esta terra argentea a los pocos años del descubrimiento de América, con las expediciones de Magallanes, Caboto, Mendoza, Almagro, Núñez del Prado y otros.

Desde entonces, y gracias al tesón de los primeros evangelizadores, la Palabra y los Sacramentos de Cristo no han cesado de edificar la Iglesia en Argentina. Los descendientes de los naturales de estas tierras se fueron convirtiendo y bautizando en gran número y se unieron a los hijos de España, que han dejado en herencia las hondas raíces cristianas de su cultura.

Muestra originalísima de las potencialidades humanas y cristianas de este proceso de creación de un “ Nuevo Mundo ”, fueron las justamente célebres misiones guaraníticas. Desde el principio, la evangelización fue de la mano con la promoción humana en todos los terrenos: cultural, laboral, asistencial. Y ha de seguir así, especialmente en la evangelización de los más necesitados, entre los que no pocas veces se encuentran los descendientes de los primeros habitantes de estas tierras. Es necesario hacer llegar a ellos el mensaje cristiano de modo que vivifique eficazmente sus propios valores tradicionales.

A lo largo del período colonial, la Iglesia se fue asentando, no sin dificultades, en las diversas regiones de vuestra vasta geografía. Al ver los edificios religiosos y civiles de Salta, sus patios de laja y su maciza rejería, parece como si nos trasladásemos a aquellos siglos, en los que tantos celosos misioneros trabajaron heroicamente en la obra del Evangelio. No puedo dejar de mencionar la vida sencilla, alegre, llena de amor por los indígenas de San Francisco Solano, y de ese gran modelo de acción apostólica que fue el Beato Roque González de Santa Cruz, que selló con su sangre la fidelidad a Cristo.

En los casi dos siglos de vida nacional independiente, la evangelización ha seguido avanzando, tanto en extensión territorial –hasta abarcar todo el país, desde el extremo norte hasta la Patagonia–, como en organización eclesiástica y, sobre todo, en intensificación de la vida cristiana. Las grandes corrientes migratorias, al paso que daban una fisonomía cosmopolita a esta gran nación y la conectaban singularmente con Europa, confirmaron la identidad cristiana del país, siempre unido en torno a la fe bautismal de la mayoría de los que han venido a habitar el suelo argentino. Ciertamente no han faltado obstáculos en la tarea evangelizadora, sobre todo por las múltiples manifestaciones de esa mentalidad que pretende prescindir de los valores cristianos en la configuración humana e institucional de vuestra patria. Sin embargo, esa misma dificultad se ha convertido en fuente de madurez y en estímulo constructivo para los cristianos argentinos.

Quisiera evocar, como momento clave de la historia de la Iglesia en Argentina durante este siglo, y como llamado a renovar vuestra confianza en Dios de cara al futuro, aquel gran Congreso Eucarístico Internacional, al que vino como Legado Pontificio el cardenal Pacelli, futuro Papa Pío XII, de venerada memoria. En este memorable evento, se puso de manifiesto, una vez más, que el centro de toda la vida de la Iglesia es la Santísima Eucaristía, que no ha dejado de venerarse desde aquellas primeras Misas en las costas patagónicas en 1519, durante el viaje de Magallanes.

5. Este proceso de progresiva maduración en la fe bautismal, que se ha llevado a cabo en la evangelización de Argentina, debe madurar también en la vida de cada cristiano. Para esto debemos actualizar la memoria del propio bautismo. Ello nos dará ocasión de renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana que nace de ese sacramento.

Durante este tiempo de Cuaresma, nuestra Madre la Iglesia nos anima a “anhelar..., con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que... por la participación en los misterios que nos dieron nueva vida, alcancemos la gracia de ser con plenitud hijos de Dios” (Missale Romanum, Praefatio Quadragesimae, I). La liturgia nos llama a crecer en esa nueva vida que recibimos en el momento del bautismo, participando en los misterios de la muerte y resurrección de nuestro Salvador.

645 Estos cuarenta días de penitencia y conversión que preceden cada año a la Pascua, recuerdan, con particular intensidad, que para vivir como cristianos no basta haber recibido la gracia primera del bautismo, sino que es preciso crecer continuamente en esa gracia. Además, ante la realidad del pecado, aún presente cada día en la existencia humana, resulta necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando la conversión con obras (cf. Hch Ac 26,20).

Es lo que San Pablo hacia presente en su defensa ante Agripa, cuando contaba cómo Jesús le mostró los horizontes de su apostolado: “Te envío para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz y del imperio de Satanás al verdadero Dios, y por la fe en Mí, obtengan el perdón de los pecados y su parte en la herencia de los santos” (Ac 26,17-18). Ese paso de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia, de la esclavitud del demonio a la amistad con Dios, tuvo lugar en las aguas de nuestro bautismo, y se vuelve a realizar cada vez que se recupera la gracia mediante el sacramento de la penitencia.

Queridos hermanos y hermanas: ¡Vale la pena volver al Padre para ser perdonados!

El camino de regreso hacia la casa del Padre, comporta arrepentimiento, hacer propósitos de nueva vida, confesarnos ante el ministro de Cristo y reparar por nuestros pecados mediante las obras de penitencia; es un camino que cuesta recorrerlo, pero que nos conduce a una alegría y a una paz que son la alegría y la paz del mismo Cristo.

6. El futuro de la evangelización en Argentina requiere una continua conversión a Cristo de todos los hijos de Dios, que forman parte de esta nación. Será posible afrontar los grandes retos de la hora presente si todos luchamos por participar cada vez más hondamente en los misterios de Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres.

La enseñanza de San Pablo que hemos oído en la lectura bíblica es siempre actual: hemos de manifestar nuestra conversión en obras (cf. ibíd., 26, 20). Obras propias de la nueva vida de los hijos de Dios en Cristo, en las que se ejercen las tres virtudes teologales, que son como el entramado de la existencia cristiana: la fe, la esperanza y la caridad.

“Te envío para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz” (Ibíd., 26, 17-18). Vuestros obispos han querido subrayar que he venido a la Argentina como mensajero de fe, para confirmar a mis hermanos argentinos en la fe de quien es único Maestro, el mismo Cristo (cf. Mt Mt 23,8). Con los ojos de la fe descubriréis el sentido divino de vuestra nueva vida, y veréis que ninguna noble realidad humana queda al margen de los designios salvíficos de Dios. El Papa os exhorta a que crezcáis en vuestro conocimiento del depósito de la Verdad revelada; y que vuestra fe se muestre siempre con obras (cf. St Jc 2,14-19), como claro testimonio del Evangelio que debe iluminar todos los instantes de vuestra existencia cotidiana y también vuestra actitud ante las grandes opciones que plantea el presente y el futuro de la nación.

“Te envío para que... obtengan... su parte en la herencia de los santos” (Ac 26,17-18). El mensaje del Evangelio transmite la única esperanza capaz de colmar las ansias de bien y de felicidad a todo ser humano: la esperanza de participar en la herencia de los santos, que hemos recibido como germen en nuestro bautismo. Y esa herencia es Dios mismo, al que, si somos fieles en esta vida, conoceremos cara a cara y amaremos por toda la eternidad en el cielo. Sin embargo, ya durante nuestro caminar terreno participamos de esa herencia, y gozamos de un anticipo de las realidades celestiales. De ahí que nuestra esperanza también se extienda al presente, en el que estamos ciertos que jamás nos faltará la protección y la ayuda amorosa y paternal del Altísimo, para peregrinar gozosamente hasta nuestro destino final. Dios es nuestro Padre, y quiere que reluzca su potencia en esta amada nación. Este es el mensaje de esperanza que os deja el Papa.

El mismo San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, enseña que, por encima de la fe y de la esperanza y de todo otro don divino, se encuentra la virtud de la caridad, del amor a Dios y al prójimo. La caridad jamás se acaba, y sin ella las demás virtudes carecen de valor. El amor cristiano ha sido, queridos hermanos, el alma de la evangelización de América y de la Argentina; la caridad apostólica ha sido la fuerza divina que ha movido a los misioneros y evangelizadores, y que ha de seguir impulsando el crecimiento de la obra de Cristo entre vosotros, en la que todos los fieles estáis llamados a participar en virtud de vuestra vocación bautismal al apostolado.

Este amor a Dios, y a los demás por Dios, os llevará a permanecer siempre unidos al Señor y a vuestros hermanos. Con la caridad de Cristo combatiréis el pecado, que es el gran obstáculo para esa unión, y llevaréis a cabo una honda y sólida reconciliación entre todos los argentinos, basada en la reconciliación de cada uno con su Padre Dios.

7. “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18): son palabras de Jesús, con las que muestra el fundamento de toda la misión de la Iglesia. Ante esas palabras se disipa cualquier duda o temor que, a la vista de las dificultades de la vida presente pudiera anidarse en nuestro corazón. El Señor nos acompaña; El está siempre presente con su Palabra y con los Sacramentos, que aseguran su acción salvífica en medio de nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. ibíd., 28, 20).

646 Reunidos aquí, en Salta, para dar gracias a Dios por los cinco siglos de evangelización en el continente americano, elevamos nuestra plegaria de alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, porque las promesas de Jesús se han cumplido abundantemente en estas tierras. Y, por la intercesión de la Madre de Dios, pedimos al Señor de la historia una renovada conversión de la Argentina y de toda América al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, y que su conversión se manifieste en obras. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 639