B. Juan Pablo II Homilías 951


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MISA DE CANONIZACIÓN DEL BEATO JUAN DE DUKLA



Aeropuerto de Krosno

Martes 10 de junio de 1997



1. «El espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque me ha consagrado con la unción el Señor» (Is 61,1).

952 Estas palabras del profeta Isaías, que nos presenta la primera lectura, fueron leídas por Jesús en la sinagoga de Nazaret al inicio de su actividad pública: «El espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque me ha consagrado con la unción el Señor; para anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones desgarrados; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar el año de gracia del Señor» (Is 61,1-2). Ese día, en la sinagoga, Jesús anunció su cumplimiento: el Espíritu Santo lo había consagrado con la unción precisamente a él, con vistas a su misión mesiánica. Pero esas palabras tienen un valor que se extiende también a todos los que están llamados e invitados por Dios a continuar la misión de Cristo. Por tanto, ciertamente, dichas palabras pueden referirse también a Juan de Dukla, que hoy tengo la oportunidad de incluir entre los santos de la Iglesia.

Doy gracias a Dios porque la canonización del beato Juan de Dukla puede realizarse en su patria. Su nombre y la gloria de su santidad han quedado unidos para siempre a Dukla, ciudad pequeña, aunque antigua, situada al pie del monte Cergowa y de la cadena del Besckid central. Conozco muy bien, desde hace mucho, estos montes y esta ciudad. Con frecuencia venía acá o iba hacia los Bieszczady, o, en dirección contraria, desde los Bieszczady, pasando el Beskid bajo, hasta Krynica. Pude conocer a la gente del lugar, amable y hospitalaria, aunque a veces extrañada ante la vista del grupo de jóvenes que paseaban por sus montes con pesadas mochilas. Me alegra haber tenido la oportunidad de volver acá, de haber podido proclamar santo de la Iglesia católica, en estos hermosos montes y al pie de este monte Cergowa, a vuestro compatriota y paisano.

Juan de Dukla es uno de los muchos santos y beatos que crecieron en tierra polaca durante los siglos XIV y XV. Todos estaban relacionados con la Cracovia real. Los atraía la facultad de teología de Cracovia, que surgió por obra de la reina Eduvigis hacia el final del siglo XIV. Animaban la ciudad universitaria con el ardor de su juventud y de su santidad, y desde allí se dirigían al este. Sus caminos llevaban ante todo a Lvov, como en el caso de Juan de Dukla, que pasó la mayor parte de su vida en esa gran ciudad, unida a Polonia por vínculos muy estrechos, especialmente desde los tiempos de Casimiro el Grande. San Juan de Dukla es el patrono de la ciudad de Lvov y de todo el territorio circundante.

Su nombre quedará para siempre unido no sólo a la ciudad donde se realiza su canonización, Krosno sobre el Wislok, sino también a Przemysl y a la archidiócesis de Przemysl, a cuyo pastor, el arzobispo Józef Michalik, saludo cordialmente. Saludo asimismo a su predecesor, el arzobispo Ignacy Tokarczuk, cuyo nombre está relacionado de modo especial con la historia de la Iglesia contemporánea en Polonia. Ésta no puede olvidar su gran valentía durante el período de los gobiernos comunistas y, ante todo, la determinación que mostró en las luchas por la construcción de edificios sagrados necesarios para la Iglesia en Polonia. Me alegra poder encontrarme en esta ocasión, una vez más, con el querido arzobispo, con quien estaba tan unido en el período en que yo era metropolitano de Cracovia.

Saludo cordialmente a monseñor Boleslaw, durante muchos años obispo auxiliar y hoy emérito, y al actual obispo auxiliar de Przemysl, monseñor Stefan. Me complace la presencia del metropolitano Iwan Martyniak y de los obispos greco-católicos. De modo particular, me alegra la presencia entre nosotros del arzobispo Marian Jaworski de Lvov, ciudad en la que nació y creció, y adonde volvió como pastor de la Iglesia que renacía: Lvov, ciudad justamente llamada semper fidelis! Saludo a todos los obispos de las sedes metropolitanas de Przemysl y Lvov, así como a los numerosos sacerdotes presentes, tanto diocesanos como religiosos, a las religiosas y a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habitáis en esta tierra que me acogió tantas veces y que amo con todo mi corazón. Todos estamos contentos de la presencia de los obispos de la Iglesia oriental, tanto católica como ortodoxa, junto con sus sacerdotes, religiosos y fieles. Por último, nos complace la presencia de los huéspedes extranjeros que el arzobispo de Przemysl ha saludado al inicio.

2. Mientras realizamos hoy la canonización de Juan de Dukla, debemos fijar nuestra mirada en la vocación de este hijo espiritual de san Francisco y en su misión en un marco histórico más amplio. Polonia ya había recibido el cristianismo cuatro siglos antes. Habían pasado casi cuatrocientos años desde que actuó en Polonia san Adalberto. Los siglos sucesivos habían quedado marcados por el martirio de san Estanislao, por el ulterior progreso de la evangelización y por el desarrollo de la Iglesia en nuestra tierra. En gran medida, todo ello estaba relacionado con la actividad de los benedictinos. En el siglo XIII llegaron a Polonia los hijos de san Francisco de Asís. El movimiento franciscano encontró en nuestra patria el terreno preparado. Fructificó también con gran número de beatos y santos, los cuales, siguiendo el ejemplo del Poverello de Asís, animaron el cristianismo polaco con el espíritu de pobreza y amor fraterno.

A la tradición de pobreza evangélica y de sencillez de vida unían el conocimiento y la sabiduría, lo cual a su vez influyó en el trabajo pastoral. Se puede decir que habían tomado en serio las palabras de la segunda carta a Timoteo, que hemos escuchado en la segunda lectura de hoy: «Te conjuro, en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su Reino: Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tm 4,1-2). Esta sana doctrina, indispensable ya en tiempos de san Pablo, lo era también en el período en que vivió y actuó Juan de Dukla. También en ese tiempo había quienes no soportaban la sana doctrina, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se hacían con un montón de maestros, apartaban los oí dos de la verdad y se volvían a las fábulas (cf. 2Tm 4,3-4).

Las mismas dificultades existen también hoy. Así pues, aceptemos las palabras de san Pablo como si nos las dirigiera a nosotros mediante la vida de san Juan de Dukla; como si nos las dirigiera a todos y a cada uno, en particular a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas: «Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio » (2Tm 4,5).

«Uno solo es vuestro Maestro, Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor, pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado » (Mt 23,10-12). Precisamente ese fue el programa evangélico que san Juan de Dukla realizó en su vida. Es un programa cristocéntrico. Jesucristo era para él el único Maestro. Imitando sin reservas el ejemplo de su Maestro y Señor, por encima de todo deseaba servir.Aquí radica el evangelio de la sabiduría, del amor y de la paz. Él realizó este evangelio en toda su vida. Y hoy esta obra evangélica de Juan de Dukla ha alcanzado la gloria de los altares. En su tierra natal es proclamado santo de la Iglesia universal. Su canonización se encuentra en el camino por donde avanza toda la Iglesia, en el camino que lleva a la meta del segundo milenio del nacimiento de Cristo.

Junto con todos los que introducen a la Iglesia que está en Polonia en el tertio millennio adveniente; junto con san Adalberto, san Estanislao, santa Eduvigis, se presenta también él, san Juan de Dukla. Y su canonización constituye una nueva riqueza de la Iglesia en nuestra patria. Tal vez es un complemento especial de los votos que Juan Casimiro pronunció un día ante la Virgen de las Gracias en la catedral de Lvov.

3. Queridos hermanos y hermanas, en este lugar, desde donde se ven los campos verdes de trigo, que dentro de poco, al dorarse, comenzarán a invitar al agricultor al duro trabajo «para ganarse el pan», deseo recordar las palabras que pronunció el rey Juan Casimiro en aquel histórico día ante el trono de la Virgen de las Gracias en la catedral de Lvov. Expresaban una gran solicitud por toda la nación, el deseo de justicia y la voluntad de suprimir los gravámenes que pesaban sobre sus súbditos, especialmente sobre los campesinos.

953 Hoy, durante la canonización de Juan de Dukla, hijo de esta región, deseo rendir homenaje al trabajo del agricultor. Me inclino con respeto sobre esta tierra de los Bieszczady, que en la historia experimentó muchos sufrimientos entre guerras y conflictos, y hoy afronta nue vas dificultades, especialmente la falta de trabajo.

Deseo rendir homenaje al amor del agricultor a la tierra, porque siempre ha constituido un firme apoyo de la identidad de la nación. En los momentos de grandes peligros, en los momentos más dramáticos de la historia de la nación, este amor y este apego a la tierra resultaron sumamente importantes en la lucha por la supervivencia. Hoy, en tiempos de grandes transformaciones, no debe olvidarse. Rindo hoy homenaje a las manos del pueblo polaco, que trabajan la tierra, a esas manos que de la difícil y dura tierra extraen pan para el país, y en los momentos de peligro están dispuestas a protegerlo y defenderlo.

Permaneced fieles a las tradiciones de vuestros antepasados. Ellos, alzando los ojos de la tierra, abarcaban con su mirada el horizonte, donde el cielo se une a la tierra, y elevaban al Cielo la oración por una buena cosecha, por la semilla, por el sembrador y por el trigo, para el pan. Comenzaban en el nombre de Dios cada día y cada trabajo, y con Dios terminaban su obra de agricultores. Permaneced fieles a esta antiquísima tradición, que expresa la verdad más profunda sobre el sentido y sobre la fecundidad de vuestro trabajo.

Así os asemejaréis al sembrador del Evangelio. Respetad toda semilla de trigo que encierra en sí la admirable potencia de la vida. Respetad también la semilla de la Palabra de Dios. Que nunca desaparezca de los labios del agricultor polaco el hermoso saludo: «Dios te sea propicio» y «Alabado sea Jesucristo». Saludaos con esas palabras, transmitiéndoos así los buenos deseos. Expresan vuestra dignidad cristiana. No permitáis que os la quiten. Están intentando hacerlo. El mundo está lleno de peligros. A través de los medios de comunicación social ciertos mensajes llegan también al campo polaco. Cread una cultura del campo en la que, junto con las nuevas dimensiones que traen los tiempos, permanezca, como ante un buen amo, el espacio para las cosas antiguas, santificadas por la tradición, confirmadas por la verdad de los siglos.

Abrazando con mi corazón esta tierra, deseo expresaros también mi aprecio por los sacrificios que hacéis para construir los edificios sagrados. A menudo con vuestro duro trabajo del campo habéis ganado el óbolo de la viuda, gracias al cual Cristo puede tener un lugar en este rincón de Polonia. Que Dios os recompense por estos hermosos templos, fruto del trabajo de vuestras manos y de vuestra fe. ¡Cuán profunda fe! «Cantaré eternamente las misericordias del Señor!» (
Ps 88,2), acabamos de proclamar en el estribillo del salmo responsorial. Vosotros habéis edificado estos nuevos templos para que vosotros mismos y las generaciones futuras tengan dónde cantar las alabanzas del Señor.

Es preciso agarrarse firmemente a Cristo, el buen Sembrador, y seguir su voz por el camino que nos señala. Y esos caminos incluyen diferentes iniciativas, que en Polonia son cada vez más numerosas. Sé que se está poniendo mucho empeño en la promoción de los grupos e instituciones caritativas, que dan testimonio de solidaridad con los que necesitan ayuda en este país y fuera de sus fronteras. Nosotros mismos hemos experimentado esa ayuda en los años difíciles: ahora debemos pagar con nuestra ayuda, recordando la que nos prestaron. Hoy nuestra patria tiene necesidad del laicado católico, del pueblo de Dios, que Cristo y la Iglesia esperan. Hacen falta laicos que comprendan la necesidad de una formación constante de la fe.

¡Cuán oportunamente se ha restablecido, en la Iglesia que está en Polonia, la Acción católica! En vuestra archidiócesis, al igual que en otras diócesis, se está convirtiendo, junto con otros movimientos y comunidades de oración, en escuela de fe. Avanzad con valentía por ese camino, recordando que cuanto mayor sea vuestro compromiso en favor de la nueva evangelización y en la vida social, tanto mayor será la exigencia de auténtica espiritualidad, de la íntima relación con Cristo y con la Iglesia que se alimenta en la oración y en la reflexión sobre la palabra de Dios. Es una unión que, con la gracia de Dios, debe penetrar todo impulso del corazón, hasta la santidad.

4. Queridos hermanos y hermanas, la tierra en que nos encontramos está impregnada y rebosante de la santidad de Juan de Dukla. Este santo religioso no sólo hizo famosa esta hermosa tierra de Bieszczady, sino que ante todo la santificó. Sois los herederos de esta santidad. Al pisar esta tierra, seguís sus huellas. Aquí todos percibimos de modo misterioso «la riqueza de la gloria que Jesucristo otorga en herencia a los santos» (cf. Ef Ep 1,18). En efecto, esta tierra ha dado muchos testigos auténticos de Jesucristo, personas que han puesto toda su confianza en Dios y han dedicado su vida al anuncio del Evangelio. Seguid sus huellas. Fijad vuestra mirada en su vida. Imitad sus obras, «para que todo el mundo vea vuestras buenas obras y glorifique al Padre que está en los cielos » (Mt 5,16). Que la fe sembrada por san Juan en el corazón de vuestros antepasados crezca como un árbol de santidad y «dé mucho fruto y que este fruto dure» (cf. Jn Jn 15,5).

Que en este camino os acompañe la Madre de Cristo, venerada en numerosos santuarios de esta tierra. Dentro de poco colocaré la corona sobre las imágenes de la Virgen de Haczów, de Jasliska y de Wielkie Oczy. Que este acto sea expresión de nuestra veneración a María y de la esperanza de que, con su intercesión, nos ayude a cumplir hasta el final la voluntad de Dios. En el período del milenio del bautismo aprendimos a cantar: «María, Reina de Polonia, estoy ceca de ti, me acuerdo de ti, velo» (Llamamiento de Jasna Góra). Nos alegramos de que, juntamente con nosotros, velan todos los santos patronos de Polonia. Nos alegramos y oramos por la nación polaca y por la Iglesia en nuestra tierra: tertio millennio adveniente.

«Desde hace mucho tiempo, María, eres reina de Polonia... Toma bajo tu protección a toda la nación, que vive para tu gloria». Amén.

SANTA MISA EN LOS JARDINES VATICANOS

PARA EL SEMINARIO ROMANO MAYOR



Domingo 15 de junio de 1997



954 1. «El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra» (Mc 4,26). La palabra «seminario» hace referencia a estas palabras de Cristo. El término latino seminarium proviene de semen, la semilla. Jesús, a propósito de la semilla arrojada a la tierra, dice que brota y crece, tanto cuando el hombre vela como cuando duerme: brota y crece de noche y de día. «La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano» (Mc 4,28).

La analogía con la vocación sacerdotal se impone por sí misma. Es como la semilla de Dios, arrojada en la tierra del alma humana, que crece con una dinámica propia. Pero la semilla, para que crezca, debe ser cultivada. El hombre debe sembrar, y también velar para que se desarrolle la semilla: Es preciso impedir que las fuerzas contrarias, personas malignas o calamidades naturales, destruyan las plantitas que están creciendo. Y cuando han madurado, el hombre debe tomar la hoz, como afirma Cristo, pues el campo está listo para la siega (cf. Mc Mc 4,29).

En otra circunstancia Jesús afirma: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38). También estas palabras hacen referencia al seminario, lugar donde se forman los obreros para la gran mies del reino de Dios, que se extiende a todos los países y continentes. Es conveniente que, al final del curso volvamos a escuchar hoy esta parábola de Cristo.

2. El Evangelio que acabamos de proclamar presenta también otra comparación, importante para vosotros que estáis a punto de concluir el año de formación en el seminario. Cristo pregunta: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?» (Mc 4,30). Y responde: «Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas» (Mc 4,31-32).

Son palabras que hacen referencia al libro de Ezequiel, del que está tomada la primera lectura. Los dos textos hablan de lo mismo: el desarrollo del reino de Dios en la historia del mundo. Y, según otra analogía, hablan también del desarrollo de la vocación sacerdotal en cada alma juvenil. Precisamente esta es la misión del seminario. Al final del año seminarístico, tenemos ocasión de analizar el gran trabajo realizado en estos meses por el Espíritu Santo en el alma de cada uno de los llamados.

Muchos, comenzando por los interesados, han colaborado con el Espíritu Santo, para que la semilla divina de la vocación pudiera madurar, favoreciendo el crecimiento del reino de Dios en el mundo. De este modo la Iglesia se consolida en el mundo, a semejanza del gran árbol de la parábola, cuyas ramas dan abrigo a las aves del cielo y al hombre cansado.

Esta parábola nos invita a considerar el trabajo anual del Seminario romano en la perspectiva misionera del crecimiento de ese árbol divino, que se desarrolla y se extiende progresivamente hasta abarcar a todos los países del mundo. Desde este punto de vista, el seminario de Roma desempeña un papel muy significativo, pues Roma, sede del Sucesor de Pedro, es el centro propulsor de la acción misionera en todos los lugares del mundo.

3. También san Pablo, en la lectura tomada de la carta a los Corintios, que acabamos de proclamar, nos brinda la oportunidad de ahondar en el tema de la formación sacerdotal. El Apóstol escribe: «Caminamos en la fe y no en la visión...» (2Co 5,7). Y añade: «Estamos llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2Co 5,8). ¿Qué es la formación en el seminario, la instrucción y la educación que en él se reciben, sino una introducción a las virtudes teologales, que constituyen el fundamento de la vida cristiana y, en particular, de la vida sacerdotal? La mayor de ellas es la caridad (cf. 1Co 13,13). ¿No alude a la caridad el Apóstol, cuando dice: «Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos por agradarle»? (2Co 5,9).

Al final del año académico, el Apóstol parece plantearos a cada uno de vosotros, queridos jóvenes, estas preguntas: ¿Cuánto ha contribuido este año al desarrollo de la fe, la esperanza y la caridad? ¿Cuánto ha contribuido a la profundización de los dones del Espíritu Santo, la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el amor de Dios? ¿Cuánto ha arraigado este organismo divino en nuestro organismo espiritual, en las fuerzas cognoscitivas del entendimiento y en las aspiraciones de nuestra voluntad?

«Porque todos tendréis que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho mientras teníamos este cuerpo» (2Co 5,10). El examen de conciencia de cada día y de cada año debe realizarse en esta perspectiva escatológica. Es preciso pedir perdón por todas nuestras negligencias, pero sobre todo es necesario dar gracias. A esto nos invita también la liturgia de hoy con las palabras del Salmo: «Es bueno dar gracias al Señor y cantar para tu nombre, oh Altísimo» (Ps 92,2). Cantar y dar gracias por todo lo que, con la gracia de Dios y nuestra colaboración, ha sido fruto de este año de seminario.

Hoy nos encontramos en la colina del Vaticano, en la gruta de la Virgen de Lourdes. Resuenan en nuestro espíritu las palabras del Salmo:

955 «El justo crecerá como palmera,
se alzará como cedro del Líbano;
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios» (
Ps 92,13-14).

Ojalá que estos versículos nos ayuden a meditar en nuestra vocación al servicio del Evangelio.

Que nos acompañen y nos sirvan de apoyo los santos apóstoles Pedro y Pablo, y todos los santos y beatos de la Iglesia que está en Roma, luminosos ejemplos que nos han precedido en el camino del seguimiento fiel de Cristo, en el esfuerzo diario por construir el reino de Dios.

HOMILÍA

Domingo 22 de Junio de 1997

:Queridos hermanos y hermanas:

Nos hemos reunido aquí esta mañana para encontrarnos, como sus discípulos, con el Señor resucitado, que nos convoca para alentar la fe con su Palabra, compartir el pan de la Eucaristía y edificar la Iglesia con los vínculos de caridad fraterna que vivifican la comunidad cristiana.

Hoy su Palabra interpela nuestra fe, a veces vacilante y que provoca miedos infundados: "¿Por qué sois tan cobardes? - dice - ¿Aún no tenéis fe?" (Mt 4,40). Son muchos los temores que nos atenazan y que pueden inducirnos a la cobardía o al desánimo: el miedo al aparente silencio de Dios, el miedo a los grandes poderes del mundo que pretenden competir con la omnipotencia y la providencia divinas, el miedo, en fin, a una cultura que parece relegar a la marginación e insignificancia social el sentido religioso y cristiano de la vida.

La escena evangélica de la barca amenazada por las olas, evoca la imagen de la Iglesia que surca el mar de la historia dirigiéndose hacia el pleno cumplimiento del Reino de Dios. Jesús, que ha prometido permanecer con los suyos hasta el final de los tiempos (cf. Mt Mt 29,20), no dejará la nave a la deriva. En los momentos de dificultad y tribulación, sigue oyéndose su voz: "¡ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). Es una llamada a reforzar continuamente la fe en Cristo, a no desfallecer en medio de las dificultades. En los momentos de prueba, cuando parece que se cierne la "noche oscura" en su camino, o arrecian la tempestad de las dificultades, la Iglesia sabe que está en buenas manos.

956 Las palabras hemos escuchado en la segunda lectura nos exhortan también a confiar en la presencia del Señor y a renovar nuestra existencia como verdaderos creyentes: "el que vive con Cristo es una criatura nueva" (2Co 5,17). En la novedad de vida, don de nuestro Señor a los bautizados, ya no hay espacio para las incertidumbres y vacilaciones. La confianza y la paz son el signo de la profunda comunión con Jesucristo, muerto "para que los viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2Co 5,15).

Al saludar cordialmente a los presentes, especialmente a los alumnos del Pontificio Colegio Español y Pontificio Colegio Mexicano, de Roma, que han querido con esta celebración reafirmar su adhesión al Sucesor de Pedro, os invito a todos a experimentar el gozo de la presencia del Señor en esta Eucaristía, que celebramos en la gruta de Nuestra Señora de Lourdes, como queriendo encontrar cobijo en María en el encuentro con su divino Hijo. Que ella nos acompañe y sostenga con su materna intercesión en nuestro camino de fe, nos ayude a profundizar cada vez más en el misterio de la persona de Cristo y a gustar la paz interior que proviene de la firme convicción de su presencia entre nosotros. Amen.



MISA DE IMPOSICIÓN DEL PALIO A 28 ARZOBISPOS METROPOLITANOS



Solemnidad de san Pedro y san Pablo

Domingo 29 de junio de 1997



1. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18).

La liturgia de la Palabra en esta solemnidad de san Pedro y san Pablo presenta dos elementos que aparentemente se contradicen, pero que en realidad se complementan recíprocamente. En efecto, por una parte, tenemos la extraordinaria vocación de los apóstoles Pedro y Pablo; y, por otra, las dificultades que tuvieron que afrontar en el cumplimiento de la misión que les confió el Señor.

En el pasaje evangélico, Jesús dirige a Simón Pedro, en las cercanías de Cesarea de Filipo, estas palabras: «Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,19). Cristo anuncia de esta manera la institución de la Iglesia, fundándola en el ministerio de Pedro, que para ella reviste, en consecuencia, un significado esencial y permanente.

Cuando Jesús preguntó: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los Apóstoles le refirieron varias opiniones que circulaban entre los judíos. Pero cuando les preguntó directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15), Pedro respondió, en nombre de los Doce: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Pedro hizo su profesión de fe en Cristo y esa fe constituye el sólido fundamento del pueblo de la nueva alianza. La Iglesia no es, ante todo, una estructura social; es la comunidad de los que comparten la misma fe de Pedro y de los Apóstoles; la comunidad de los que proclaman la única fe apostólica. Esta profesión común de fe representa la auténtica razón de ser de la Iglesia como institución visible: motiva y sostiene todos sus proyectos e iniciativas.

2. Hemos escuchado de nuevo estas palabras de Jesús en el día en que recordamos con veneración a los santos apóstoles Pedro y Pablo. Los santos Padres solían compararlos con dos columnas, sobre las que se apoya la construcción visible de la Iglesia. Siguiendo la antigua tradición, la liturgia los celebra juntos, recordando el mismo día su glorioso martirio: Pedro, cuya tumba se encuentra en esta colina Vaticana, y Pablo, cuyo sepulcro se venera en la vía Ostiense. Ambos sellaron con su sangre el testimonio que dieron de Cristo con la predicación y el ministerio eclesial.

La liturgia de hoy subraya muy bien este testimonio, y también permite vislumbrar la razón profunda por la cual convenía que la fe profesada por los dos Apóstoles con sus labios fuera coronada asimismo con la prueba suprema del martirio.

957 3. Esa razón se manifiesta en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de proclamar, así como en el salmo responsorial y en la lectura tomada de la carta a Timoteo, y la recuerda de modo sintético el estribillo del salmo responsorial: «¡Bendito el Señor, que libra a sus amigos!» (cf. Sal Ps 33,5).

La primera lectura recuerda la liberación milagrosa de Pedro de la cárcel de Jerusalén, donde había sido encerrado por el rey Herodes. En la segunda lectura, san Pablo, casi resumiendo toda su actividad apostólica y misionera, afirma: «El Señor me libró de la boca del león» (2Tm 4,17). Esos testimonios muestran, en cierto sentido, el camino común que recorrieron los dos Apóstoles. Ambos fueron enviados por Cristo a anunciar el Evangelio en un ambiente hostil a la obra de la salvación. Pedro experimentó esta resistencia ya en Jerusalén, donde Herodes, para granjearse el favor de los judíos, lo encarceló con la intención de «ejecutarlo en público» (Ac 12,4). Pero fue librado milagrosamente de las manos de Herodes, y así pudo llevar a término su misión evangelizadora, primero en Jerusalén y luego en Roma, poniendo todas sus energías al servicio de la Iglesia que nacía.

También san Pablo, enviado por el Resucitado a muchas ciudades y poblaciones paganas, pertenecientes al Imperio romano, encontró fuertes resistencias tanto por parte de sus compatriotas como de las autoridades civiles. Sus cartas son un testimonio espléndido de esas dificultades y del gran combate que tuvo que librar por la causa del Evangelio.

Al final de su misión, pudo escribir: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He librado bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2Tm 4,6-7).

San Pedro y san Pablo, cada uno con su historia personal y eclesial, testimonian que, aun en medio de durísimas pruebas, el Señor no los abandonó nunca. Estuvo con Pedro para librarlo de las manos de sus enemigos en Jerusalén; estuvo con Pablo en sus continuos esfuerzos apostólicos, para darle la fuerza de su gracia, a fin de convertirlo en intrépido heraldo del Evangelio para bien de los gentiles (cf. 2Tm 4,17).

4. La Iglesia está llamada a profundizar su vínculo con el testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo. Al celebrar esta solemnidad litúrgica, las comunidades cristianas de todo el mundo fortalecen entre sí los vínculos de unidad fundados en la profesión de la misma fe en Cristo y en la caridad fraterna. Signo elocuente de esa comunión eclesial es el rito de la imposición del sagrado palio por parte del Sucesor de Pedro a los nuevos arzobispos metropolitanos procedentes de diversas naciones.

Amadísimos hermanos en el episcopado, me alegra acogeros en esta solemne celebración, durante la cual recibiréis el palio como signo de unidad con la Sede de Pedro y de participación en la misión, encomendada por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, de anunciar el Evangelio a todas las naciones. Asimismo, deseo saludar y abrazar con afecto a las comunidades eclesiales confiadas a vosotros, pidiendo al Señor para vuestros fieles la abundancia de los dones del Espíritu Santo.

5. El testimonio de fe y el arduo combate que tuvieron que librar los apóstoles Pedro y Pablo a causa del Evangelio, si los consideramos sólo desde una perspectiva humana, terminaron con una derrota. También en esto siguieron fielmente el modelo de Cristo. En efecto, siempre hablando humanamente, la misión de Cristo, condenado a muerte y crucificado, terminó con una derrota.

Sin embargo, ambos Apóstoles, teniendo su mirada fija en el misterio pascual, no dudaron de que precisamente esa aparente derrota a los ojos del mundo, constituía en realidad el inicio de la realización del plan de Dios. Era la victoria sobre las fuerzas del mal, que obtuvo primero Cristo y, luego, sus discípulos, mediante la fe. La comunidad entera de los creyentes se basa en el firme cimiento de la fe apostólica y da gracias a Cristo por la sólida roca, sobre la que están construidas tanto su vida como su misión.

El Señor, que hoy nos alegra con el glorioso recuerdo de los apóstoles Pedro y Pablo, nos conceda escuchar con corazón dócil, conservar con devoción y transmitir con fidelidad su enseñanza, para que el anuncio evangélico llegue a todos los confines de la tierra. Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA



Viernes 15 de agosto de 1997



958 1. «De pie a tu derecha, Señor, está la Reina» (Salmo responsorial).

La liturgia de hoy nos presenta la resplandeciente imagen de la Virgen elevada al cielo en la integridad del alma y del cuerpo. En el esplendor de la gloria celestial brilla la Mujer que, en virtud de su humildad, se hizo grande ante el Altísimo hasta el punto de que todas las generaciones la llaman bienaventurada (cf. Lc
Lc 1,48). Ahora se halla como Reina, al lado de su Hijo, en la felicidad eterna del paraíso y desde las alturas contempla a sus hijos.

Con esta consoladora certeza, nos dirigimos a ella y la invocamos pidiéndole por sus hijos: por la Iglesia y por la humanidad entera, para que todos, imitándola en el fiel seguimiento de Cristo, lleguen a la patria definitiva del cielo.

2. «De pie a tu derecha, Señor, está la Reina».

María, la primera entre los redimidos por el sacrificio pascual de Cristo, resplandece hoy como Reina de todos nosotros, peregrinos hacia la patria inmortal.

En ella, elevada al cielo, se nos manifiesta el destino eterno que nos espera más allá del misterio de la muerte: un destino de felicidad plena en la gloria divina. Esta perspectiva sobrenatural sostiene nuestra peregrinación diaria. María es nuestra Maestra de vida. Contemplándola, comprendemos mejor el valor relativo de las grandezas terrenas y el pleno sentido de nuestra vocación cristiana.

Desde su nacimiento hasta su gloriosa Asunción, su vida se desarrolló a lo largo del itinerario de la fe, la esperanza y la caridad. Estas virtudes, que florecieron en un corazón humilde y abandonado a la voluntad de Dios, son las que adornan su preciosa e incorruptible corona de Reina. Estas son las virtudes que el Señor pide a todo creyente, para admitirlo a la misma gloria de su Madre.

El texto del Apocalipsis, que acabamos de proclamar, habla del enorme dragón rojo, que representa la perenne tentación que se plantea al hombre: preferir el mal al bien, la muerte a la vida, el placer fácil de la despreocupación al exigente pero gratificante camino de la santidad, para el que todo hombre ha sido creado. En la lucha contra «el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado diablo y satanás, el seductor del mundo entero» (Ap 12,9), aparece el signo grandioso de la Virgen victoriosa, Reina de gloria, de pie a la derecha del Señor.

Y en esta lucha espiritual su ayuda a la Iglesia es decisiva para lograr la victoria definitiva sobre el mal.

3. «De pie a tu derecha, Señor, está la Reina».

María, en este mundo, «hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium LG 68). Como Madre solícita de todos, sostiene el esfuerzo de los creyentes y los estimula a perseverar en el empeño. Pienso aquí, de manera muy especial, en los jóvenes, que son quienes más expuestos están a los atractivos y a las tentaciones de mitos efímeros y de falsos maestros.

959 Queridos jóvenes, contemplad a María e invocadla con confianza. La Jornada mundial de la juventud, que comenzará dentro de algunos días en París, os brindará la ocasión de experimentar una vez más su solicitud materna. María os ayudará a sentiros parte integrante de la Iglesia y os impulsará a no tener miedo de asumir vuestra responsabilidad de testigos creíbles del amor de Dios.

Hoy, María, elevada al cielo, os muestra a dónde llevan el amor y la plena fidelidad a Cristo en la tierra: hasta el gozo eterno del cielo.

4. María, Mujer vestida de sol, ante los inevitables sufrimientos y las dificultades de cada día, ayúdanos a tener fija nuestra mirada en Cristo.

Ayúdanos a no tener miedo de seguirlo hasta el fondo, incluso cuando nos parece que la cruz pesa demasiado. Haz que comprendamos que ésta es la única senda que lleva a la cumbre de la salvación eterna.

Y desde el cielo, donde resplandeces como Reina y Madre de misericordia, vela por cada uno de tus hijos.

Guíalos a amar, adorar y servir a Jesús, el fruto bendito de tu vientre, ¡oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!





B. Juan Pablo II Homilías 951