B. Juan Pablo II Homilías 959


XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

MISA DE BEATIFICACIÓN DEL SIERVO DE DIOS FEDERICO OZANAM



París, viernes 22 de agosto de 1997

1. “El amor es de Dios” (1Jn 4,7). El evangelio de hoy nos presenta la figura del buen samaritano. Con esta parábola, Cristo quiere mostrar a sus oyentes quién es el prójimo citado en el principal mandamiento de la Ley divina: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). Un doctor de la Ley le preguntó qué debía hacer para alcanzar la vida eterna: encontró en esas palabras la respuesta decisiva. Sabía que el amor a Dios y al prójimo es el primero y el más grande de los mandamientos. A pesar de ello, le pregunta: “Y ¿quién es mi prójimo?” (Lc 10,29).


Es significativo que Jesús ponga a un samaritano como ejemplo para responder a esa pregunta. En efecto, los judíos no tenían en gran estima a los samaritanos. Además, Cristo compara la conducta de este hombre con la de un sacerdote y la de un levita, que vieron al hombre herido por los salteadores medio muerto en el camino y siguieron de largo, sin auxiliarle. Por el contrario, el samaritano, al ver al hombre sufriendo, “tuvo compasión” (Lc 10,33); su compasión lo impulsó a realizar varias acciones. Ante todo, vendó sus heridas; después lo llevó a una posada para cuidar de él; y, antes de irse, dio al posadero dinero suficiente para que se ocupara de él (cf. Lc Lc 10,34-35). El ejemplo es elocuente. El doctor de la Ley recibe una respuesta clara a su pregunta: ¿quién es mi prójimo? El prójimo es todo ser humano, sin excepción. Es inútil preguntarle su nacionalidad, su pertenencia social o religiosa. Si necesita ayuda, hay que ayudarle. Esto es lo que exige la primera y más grande Ley divina, la ley del amor a Dios y al prójimo.

Fiel a este mandamiento del Señor, Federico Ozanam creyó en el amor, en el amor que Dios tiene a los hombres. Él mismo se sintió llamado a amar, dando ejemplo de un gran amor a Dios y a los demás. Salía al encuentro de todos los que tenían mayor necesidad de ser amados que los demás, a quienes Dios Amor sólo podía revelarse efectivamente mediante el amor de otra persona. Ozanam descubrió en eso su vocación, y vio el camino al que Cristo lo llamaba. Allí encontró su camino hacia la santidad. Y lo recorrió con determinación.

2. “El amor es de Dios”. El amor del hombre tiene su fuente en la ley de Dios; lo muestra la primera lectura, tomada del Antiguo Testamento. Encontramos en ella una descripción detallada de los actos de amor al prójimo. Es como una preparación bíblica para la parábola del buen samaritano.

960 La segunda lectura, tomada de la primera carta de san Juan, desarrolla lo que significa la expresión “el amor es de Dios”. El Apóstol escribe a sus discípulos: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,7-8). Estas palabras del Apóstol son verdaderamente el centro de la Revelación, el coronamiento al que nos lleva todo lo que se halla escrito en los evangelios y en las cartas apostólicas. San Juan prosigue: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). La redención de los pecados manifiesta el amor que nos tiene el Hijo de Dios hecho hombre. Entonces, el amor al prójimo, el amor al hombre, ya no es sólo un mandamiento. Es una exigencia que brota de la experiencia vivida del amor a Dios. Por eso san Juan puede escribir: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn 4,11).

La enseñanza de la carta de Juan prosigue; a continuación el Apóstol escribe: “A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,12-13). Por tanto, el amor es la fuente del conocimiento. Si, por una parte, el conocimiento es una condición del amor, por otra, el amor amplía el conocimiento. Si permanecemos en el amor, tenemos la certeza de la acción del Espíritu Santo, que nos hace participar en el amor redentor del Hijo, a quien el Padre envió para la salvación del mundo. Conociendo a Cristo como Hijo de Dios, permanecemos en él y, por él, permanecemos en Dios. Por los méritos de Cristo, hemos creído en el amor, conocemos el amor que Dios nos tiene, sabemos que Dios es amor (cf. 1Jn 4,16). Este conocimiento mediante el amor es, en cierto modo, la piedra angular de toda la vida espiritual del cristiano. “Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16).

3. En el marco de la Jornada mundial de la juventud, que tiene lugar este año en París, procedo hoy a la beatificación de Federico Ozanam. Saludo cordialmente al señor cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, ciudad donde se encuentra la tumba del nuevo beato. Me alegra también la presencia en este acontecimiento de los cardenales y de obispos de numerosos países. Saludo con afecto a los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, que han venido de todo el mundo para la beatificación de su principal fundador, así como a los representantes de la gran familia espiritual heredera del espíritu de san Vicente. Los vínculos entre los vicentinos fueron privilegiados desde los orígenes de la Sociedad, puesto que fue una Hija de la Caridad, sor Rosalie Rendu, quien guió al joven Federico Ozanam y a sus compañeros hacia los pobres del barrio Mouffetard de París. Queridos discípulos de san Vicente de Paúl, os invito a unir vuestras fuerzas para que, como deseaba vuestro fundador, los pobres sean cada vez más amados y servidos, y Jesucristo sea honrado en ellos.

4. Federico Ozanam amaba a todos los necesitados. Desde su juventud, tomó conciencia de que no bastaba hablar de la caridad y de la misión de la Iglesia en el mundo: esto debía traducirse en un compromiso efectivo de los cristianos al servicio de los pobres. Así, coincidía con la intuición de san Vicente: “Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea con el esfuerzo de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente” (san Vicente de Paúl, XI, 40). Para manifestarlo concretamente, a la edad de 20 años, con un grupo de amigos, creó las Conferencias de San Vicente de Paúl, cuya finalidad era la ayuda a los más pobres, con un espíritu de servicio y comunión. Muy pronto, esas Conferencias se difundieron fuera de Francia, en todos los países de Europa y del mundo. Yo mismo, cuando era estudiante, antes de la segunda guerra mundial, formé parte de una de ellas.

Desde entonces, el amor a los más miserables, a aquellos de quienes nadie se ocupa, está en el centro de la vida y de las preocupaciones de Federico Ozanam. Hablando de esos hombres y mujeres, escribe: «Deberíamos caer a sus pies y decirles con el Apóstol: “Tu es Dominus meus”. Vosotros sois nuestros señores y nosotros seremos vuestros servidores; vosotros sois para nosotros las imágenes sagradas del Dios a quien no vemos y, no sabiéndolo amar de otro modo, lo amamos en vosotros» (A Louis Janmot).

5. Él observa la situación real de los pobres y busca un compromiso cada vez más eficaz para ayudarles a crecer en humanidad. Comprende que la caridad debe impulsar a trabajar para corregir las injusticias. La caridad y la justicia están unidas. Tiene la valentía clarividente de un compromiso social y político de primer plano, en una época agitada de la vida de su país, ya que ninguna sociedad puede aceptar la miseria como una fatalidad, sin que se hiera su honor. Así, podemos considerarlo un precursor de la doctrina social de la Iglesia, que el Papa León XIII desarrolló algunos años más tarde en la encíclica Rerum novarum.

Frente a las formas de pobreza que agobian a tantos hombres y mujeres, la caridad es un signo profético del compromiso del cristiano en el seguimiento de Cristo. Por tanto, invito a los laicos, y particularmente a los jóvenes, a dar prueba de valentía y de imaginación, para trabajar en la edificación de sociedades más fraternas, donde se reconozca la dignidad de los más necesitados y se encuentren los medios para una existencia digna. Con la humildad y la confianza ilimitada en la Providencia que caracterizaban a Federico Ozanam, tened la audacia de compartir los bienes materiales y espirituales con quienes viven en la miseria.

6. El beato Federico Ozanam, apóstol de la caridad, esposo y padre de familia ejemplar, gran figura del laicado católico del siglo XIX, fue un universitario que desempeñó un papel importante en el movimiento de las ideas de su tiempo. Estudiante, profesor eminente primero en Lyon y luego en París, en la Sorbona, aspira ante todo a la búsqueda y la comunicación de la verdad, en la serenidad y el respeto a las convicciones de quienes no compartían las suyas. “Aprendamos a defender nuestras convicciones, sin odiar a nuestros adversarios —escribía—; a amar a quienes piensan de un modo diferente del nuestro (...). Quejémonos menos de nuestro tiempo y más de nosotros mismos” (Cartas, 9 de abril de 1851). Con la valentía del creyente, denunciando todo egoísmo, participa activamente en la renovación de la presencia y de la acción de la Iglesia en la sociedad de su época. Es conocido también su papel en la institución de las Conferencias de Cuaresma en esta catedral de Notre Dame de París, con el objetivo de permitir que los jóvenes reciban una enseñanza religiosa renovada frente a las grandes cuestiones que interpelan su fe. Federico Ozanam, hombre de pensamiento y de acción, sigue siendo para los universitarios de nuestro tiempo, para los profesores y los alumnos, un modelo de compromiso valiente, capaz de hacer oír una palabra libre y exigente en la búsqueda de la verdad y en la defensa de la dignidad de toda persona humana. ¡Que sea también para ellos una llamada a la santidad!

7. La Iglesia confirma hoy la opción de vida cristiana hecha por Ozanam, así como el camino que emprendió. Ella le dice: Federico, tu camino ha sido verdaderamente el camino de la santidad. Han pasado más de cien años, y este es el momento oportuno para redescubrir ese camino. Es necesario que todos estos jóvenes, más o menos de tu edad, que se han reunido en gran número en París, procedentes de todos los países de Europa y del mundo, reconozcan que ese camino es también el suyo. Es preciso que comprendan que, si quieren ser cristianos auténticos, deben seguir ese mismo camino. Que abran más los ojos de su alma ante las necesidades, tan numerosas, de los hombres de hoy. Que afronten esas necesidades como desafíos. Cristo los llama a cada uno por su nombre, para que cada uno pueda decir: ¡éste es mi camino! En las opciones que hagan, tu santidad, Federico, será particularmente confirmada. Y tu alegría será grande. Tú, que ya ves con tus ojos a Aquel que es amor, sé también un guía en todos los caminos que estos jóvenes elijan, siguiendo hoy tu ejemplo.

XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

MISA PARA LOS DELEGADOS DEL FORO INTERNACIONAL



Iglesia Saint Etienne du Mont, París

Sábado 23 de agosto de 1997



961 1. “¡Que todos los pueblos te conozcan, Señor!”. Estas palabras de la liturgia de hoy se dirigen, ante todo, a vosotros, representantes de todas las naciones que participáis en la Jornada mundial de la juventud en París. Vuestra presencia testimonia el cumplimiento de la misión que los Apóstoles recibieron de Cristo después de su resurrección: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Sois los representantes de los pueblos donde fue anunciado y acogido el Evangelio, pueblos cuyas culturas ya han sido impregnadas y transfiguradas por él.

Estáis aquí, no sólo porque habéis recibido la fe y el bautismo, sino también porque deseáis transmitir esta fe a los demás. ¡Son tantos los corazones que esperan el Evangelio! El grito de la liturgia de este día puede adquirir todo su sentido en vuestros labios: “¡Que todas las naciones te conozcan, Señor!”.

2. La Jornada mundial de la juventud tiene una clara dimensión misionera. La liturgia de hoy lo manifiesta. La primera lectura, tomada del libro de Isaías, dice: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: “Ya reina tu Dios”!» (Is 52,7). El profeta piensa, ciertamente, en el Mesías esperado entonces. Será Cristo, el Mesías, quien anuncie ante todo la buena nueva. Pero, esta buena nueva la transmitirá a los Apóstoles. Por su participación en su misión profética, sacerdotal y real, ellos, y después de ellos todo el pueblo de Dios de la nueva alianza, se convertirán en sus mensajeros por todo el mundo. Por tanto, las palabras del profeta les atañen: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que trae buenas nuevas...!”.

Estas palabras os atañen a vosotros, que estáis reunidos aquí; a vosotros que participáis en la Jornada mundial de la juventud de todas las naciones que hay bajo el sol. Vuestra asamblea es como un nuevo Pentecostés. Y es preciso que sea así. Es necesario que, como los Apóstoles en el cenáculo y más allá de la percepción de nuestros sentidos, oigamos el ruido, la ráfaga de un viento impetuoso; que sobre la cabeza de todos los que están aquí aparezcan las lenguas de fuego del Espíritu santo, y que todos comiencen a proclamar en las diferentes lenguas las maravillas de Dios (cf. Hch Ac 2,1-4). Entonces seréis, en el tercer milenio, los testigos de la buena nueva.

3. La lectura del evangelio de san Mateo nos recuerda la parábola del sembrador. Ya la conocemos, pero podemos releer continuamente las palabras del Evangelio y encontrar siempre en ellas una luz nueva. Salió un sembrador a sembrar. Mientras sembraba, unas semillas cayeron a lo largo del camino, otras en un pedregal; algunas entre abrojos, otras en tierra buena, y sólo éstas dieron fruto (cf. Mt Mt 13,3-8).

Jesús no se contenta con presentar la parábola; la explica. Escuchemos también nosotros la explicación de la parábola del sembrador. Las semillas caídas a lo largo del camino designan a quienes oyen la palabra del reino de Dios, pero no la comprenden; viene el maligno y arrebata lo sembrado en su corazón (cf. Mt Mt 13,19). El maligno recorre frecuentemente este camino, y se dedica a impedir que las semillas germinen en el corazón de los hombres. Esta es la primera comparación. La segunda es la de las semillas caídas en un pedregal. Este suelo designa a las personas que oyen la palabra y la reciben enseguida con alegría; pero no tienen raíz en sí mismas y son inconstantes. Cuando llega una tribulación o una persecución por causa de la Palabra, sucumben enseguida (cf. Mt Mt 13,20-21). ¡Qué psicología encierra esta comparación de Cristo! ¡Conocemos bien, en nosotros y a nuestro alrededor, la inconstancia de personas sin raíces que puedan hacer crecer la palabra! La tercera es la de las semillas caídas entre abrojos. Cristo explica que se refiere a las personas que oyen la palabra, pero que, a causa de las preocupaciones de este mundo y de su apego a las riquezas, la ahogan y queda sin fruto (cf. Mt Mt 13,22).

Por último, las semillas caídas en tierra buena representan a quienes oyen la palabra y la comprenden, y da fruto en ellos (cf. Mt Mt 13,23). Toda esta magnífica parábola nos habla hoy, tal como hablaba a los oyentes de Jesús hace dos mil años. Durante este encuentro mundial de la juventud, convirtámonos en tierra buena que recibe la semilla del Evangelio y da fruto.

4. Conscientes de la timidez del alma humana para acoger la palabra de Dios, dirijamos al Espíritu esta ardiente plegaria litúrgica:

Veni, Creator Spiritus,
mentes tuorum visita,
imple superna gratia
962 quae tu creasti pectora.

Ven, Espíritu creador,
visita la mente de tus fieles,
llena con tu gracia
los corazones que has creado.

Con esta plegaria, abrimos nuestro corazón, suplicando al Espíritu que lo llene de luz y de vida.

Espíritu de Dios, haznos disponibles a tu visita; haz crecer en nosotros la fe en la Palabra que salva. Sé tú la fuente viva de la esperanza que germina en nuestra vida. Sé tú en nosotros el soplo de amor que nos transforma y el fuego de caridad que nos impulsa a entregarnos a nosotros mismos mediante el servicio a nuestros hermanos.

Tú, enviado a nosotros por el Padre, enséñanos todo y haz que captemos la riqueza de la palabra de Cristo. Afirma en nosotros el hombre interior; haz que pasemos del temor a la confianza, para que brote en nosotros la alabanza de tu gloria.

Sé tú la luz que venga a llenar el corazón de los hombres y a darles la valentía de buscarte incansablemente. Tú, el Espíritu de verdad, introdúcenos en la verdad plena, para que proclamemos con firmeza el misterio de Dios vivo, que actúa en nuestra historia. Ilumínanos sobre el sentido último de esta historia.

Aleja de nosotros las infidelidades que nos separan de ti; aparta de nosotros el resentimiento y la división, y haz que crezca en nosotros un espíritu de fraternidad y de unidad, para que sepamos construir la ciudad de los hombres en la paz y la solidaridad que nos vienen de Dios.

Haz que descubramos que el amor está en lo más íntimo de la vida divina y que estamos llamados a participar en ella. Enséñanos a amarnos los unos a los otros como el Padre nos ha amado, dándonos a su Hijo (cf. Jn
Jn 3,16).

963 Que todos los pueblos te conozcan a ti, Dios, Padre de todos los hombres, que tu Hijo vino a revelarnos; a ti, que nos enviaste tu Espíritu para comunicarnos los frutos de la Redención.

5. Saludo cordialmente aquí, esta mañana, a los responsables del Consejo pontificio para los laicos, organizadores del Foro internacional de los jóvenes, que os ha reunido para este tiempo de reflexión y oración. Doy las gracias a quienes han asegurado el buen desarrollo de este encuentro, particularmente a los responsables de la Escuela politécnica, que lo han acogido con generosidad y disponibilidad.

Queridos amigos, ayer, en la catedral de Notre Dame de París, beatifiqué a Federico Ozanam, un laico, un joven como vosotros; lo recuerdo con gusto en esta iglesia de Saint-Étienne du Mont, dado que aquí realizó sus primeras actividades con otros jóvenes en favor de los pobres del barrio. Iluminado por el Espíritu de Cristo y fiel a la meditación diaria de su Palabra, el beato Federico os propone un ideal de santidad para hoy, el de la entrega de sí al servicio de los más desamparados de la sociedad. Ojalá que, en el recuerdo de esta XII Jornada mundial de la juventud, sea para vosotros un amigo y un modelo en vuestro testimonio de jóvenes cristianos.

6. Durante estas jornadas tan densas que acabáis de vivir, también vosotros habéis ido al encuentro de Cristo y habéis dejado que penetre en vosotros la Palabra, para que germine y dé fruto. Haciendo una experiencia excepcional de la universalidad de la Iglesia y del patrimonio común a todos los discípulos de Cristo, habéis dado gracias por las maravillas que Dios realiza en el corazón de la humanidad. Asimismo, habéis compartido los sufrimientos, las angustias, las esperanzas y los llamamientos de los hombres de hoy.

Esta mañana, el Espíritu Santo os envía, como “una carta de Cristo”, a proclamar en cada uno de vuestros países las obras de Dios y ser testigos celosos del evangelio de Cristo entre los hombres de buena voluntad, hasta los confines de la tierra. La misión que se os confía exige que, durante toda vuestra vida, dediquéis el tiempo necesario a vuestra formación espiritual y doctrinal, a fin de profundizar vuestra fe y convertiros, también vosotros, en formadores. Así, responderéis a la llamada “a crecer, a madurar continuamente, a dar cada vez más fruto” (Christifideles laici
CL 57).

Que el tiempo de renovación espiritual que acabáis de vivir juntos os comprometa a avanzar con todos vuestros hermanos cristianos en la búsqueda de la unidad querida por Cristo. Os lleve, con caridad fraterna, al encuentro de los hombres y mujeres de otras convicciones religiosas o intelectuales, para el conocimiento auténtico y el respeto mutuo, que hacen crecer en humanidad. El Espíritu de Dios os envía, para que lleguéis a ser, con todos vuestros hermanos y hermanas del mundo, constructores de una civilización reconciliada y fundada en el amor fraterno. En el umbral del tercer milenio, os invito a estar muy atentos a la voz y a los signos de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo. Contemplando e imitando a la Virgen María, modelo de la fe vivida, seréis verdaderos discípulos de Cristo, su Hijo divino, que funda la esperanza, fuente de vida.

Amadísimos jóvenes, la Iglesia tiene necesidad de vosotros, tiene necesidad de vuestro compromiso al servicio del Evangelio. También el Papa cuenta con vosotros. Acoged el fuego del Espíritu del Señor, para convertiros en celosos heraldos de la buena nueva.





XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

SANTA MISA DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD



Hipódromo de Longchamp, París

Domingo 24 de agosto de 1997

1. "Maestro, ¿dónde vives?" (Jn 1,38). Dos jóvenes hicieron un día esta pregunta a Jesús de Nazaret. Esto ocurría al borde del Jordán. Jesús había venido para recibir el bautismo de Juan, pero el Bautista, al ver a Jesús que venía a su encuentro, dice: "Este es el Cordero de Dios" (Jn 1,36). Estas palabras proféticas señalaban al Redentor, al que iba a dar su vida por la salvación del mundo. Así, desde el bautismo en el Jordán, Juan indicaba al Crucificado. Fueron precisamente dos discípulos de Juan el Bautista quienes, al oír estas palabras, siguieron a Jesús. ¿No tiene esto un rico significado? Cuando Jesús les pregunta: "¿Qué buscáis?" (Jn 1,38), contestaron también ellos con una pregunta: "Rabbi (es decir Maestro), ¿dónde moras?" (Ibíd ). Jesús les respondió: "Venid y veréis". Ellos le siguieron, fueron donde vivía y se quedaron con Él aquel día" (Jn 1,39). Se convirtieron así en los primeros discípulos de Jesús. Uno de ellos era Andrés, el que condujo también a su hermano Simón Pedro a Jesús.

Queridos amigos, me complace poder meditar este Evangelio con vosotros, juntamente con los Cardenales y los Obispos que me rodean y que me es grato saludar. Saludo gustoso en particular al Cardenal Eduardo Pironio, que ha trabajado tanto por las Jornadas Mundiales. Mi gratitud va al Cardenal Jean-Marie Lustiger por su acogida, a Mons. Michel Dubost, a los Obispos de Francia y a los de muchos Países del mundo que os acompañan y que han enriquecido vuestras reflexiones. Saludo cordialmente asimismo a los sacerdotes concelebrantes, a los religiosos y religiosas, y a todos los responsables de vuestros movimientos y de vuestros grupos diocesanos.

964 Agradezco su presencia a nuestros hermanos cristianos de otras comunidades, así como a las personalidades civiles que han querido asociarse a esta celebración litúrgica.

Saludándoos a todos de nuevo, me complace dirigir una palabra de ánimo afectuoso a los minusválidos que están entre vosotros; les estamos agradecidos por haber venido con nosotros y por ofrecernos su testimonio de fe y de esperanza.

En nombre de todos, quisiera también expresar nuestra gratitud a los numerosos voluntarios que aseguran con dedicación y competencia la organización de vuestra reunión.

2. El breve fragmento del Evangelio de Juan que hemos escuchado nos dice lo esencial del programa de la Jornada Mundial de la Juventud: un intercambio de preguntas, y después una respuesta que es una llamada. Presentando este encuentro con Jesús, la liturgia quiere mostrarnos hoy lo que más cuenta en nuestra vida. Y yo, Sucesor de Pedro, he venido a pediros que pongáis también vosotros esta cuestión a Cristo: "¿Dónde moras? Si le hacéis sinceramente esta pregunta, podréis escuchar su respuesta y recibir de Él el valor y la fuerza para acogerla.

La pregunta es el fruto de una búsqueda. El hombre busca a Dios. El hombre joven comprende en el fondo de sí mismo que esta búsqueda es la ley interior de su existencia. El ser humano busca su camino en el mundo visible; y, a través del mundo visible, busca el invisible a lo largo de su itinerario espiritual. Cada uno de nosotros puede repetir las palabras del salmista "Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro" (Sal. 27/26, 8-9). Cada uno de nosotros tiene su historia personal y lleva en sí mismo el deseo de ver a Dios, un deseo que se experimenta al mismo tiempo que se descubre el mundo creado. Este mundo es maravilloso y rico, despliega ante la humanidad sus maravillosas riquezas, seduce, atrae la razón tanto como la voluntad. Pero, a fin de cuentas, no colma el espíritu. El hombre se da cuenta de que este mundo, en la diversidad de sus riquezas, es superficial y precario; en un cierto sentido, esta abocado a la muerte. Hoy tomamos conciencia cada vez más de la fragilidad de nuestra tierra, demasiado a menudo degradada por la misma mano del hombre a quien el Creador la ha confiado.

En cuanto al hombre mismo, viene al mundo, nace del seno materno, crece y muere; descubre su vocación y desarrolla su personalidad a lo largo de los años de su actividad; después se aproxima cada vez más al momento en que debe abandonar este mundo. Cuanto más larga es su vida, más se resiente el hombre de su propio carácter precario, mas se pone la cuestión de la inmortalidad; ¿qué hay más allá de las fronteras de la muerte? Entonces, en lo profundo de ser, surge la pregunta planteada a Aquel que ha vencido la muerte: "Maestro, ¿dónde moras?" Maestro, tú que amas y respetas la persona humana, tú que has compartido el sufrimiento de los hombres, tu que esclareces el misterio de la existencia humana, ¡haznos descubrir el verdadero sentido de nuestra vida y de nuestra vocación! "Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro" (Sal. 27/26, 8-9).

3. En la orilla del Jordán, y más tarde aún, los discípulos no sabían quién era verdaderamente Jesús. Hará falta mucho tiempo para comprender el misterio del Hijo de Dios. También nosotros llevamos muy dentro el deseo de conocer aquel que revela el rostro de Dios. Cristo responde a la pregunta de sus discípulos con su entera misión mesiánica. Enseñaba y, para confirmar la verdad de lo que proclamaba, hacía grandes prodigios, curaba a los enfermos, resucitaba a los muertos, calmaba las tempestades del mar. Pero todo este proceso excepcional llegó a su plenitud en el Gólgota. Es contemplando a Cristo en la Cruz, con la mirada de la fe cuando se puede "ver" quien es Cristo Salvador, el que cargó con nuestros sufrimientos, el justo que hizo de su vida un sacrificio y que justificará a muchos (cf. Is
Is 53,4 Is Is 53,10-11).

San Pablo resume la sabiduría suprema en la segunda lectura de este día, por las palabras impresionantes: "La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes.(...) De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. (...) Nosotros predicamos a un Cristo crucificados" (1Co 1,18-23). El Apóstol habla a las gentes de su tiempo, a los hijos de Israel, que habían recibido la revelación de Dios sobre el monte Sinaí, y a los Griegos, artífices de una gran sabiduría humana y una gran filosofía. Pero al fin y al cabo la cumbre de la sabiduría es Cristo crucificado, no sólo a causa de su palabra sino porque Él se ofreció a sí mismo por la salvación de la humanidad.

Con su excepcional ardor, san Pablo repite: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado". Aquel que a los ojos de los hombres parece no ser más que debilidad y locura, nosotros lo proclamamos como Fuerza y Sabiduría, plenitud de la Verdad. Es cierto que en nosotros la confianza tiene sus altibajos. Es verdad que nuestra mirada de fe a menudo está oscurecida por la duda y por nuestra propia debilidad. Humildes y pobres pecadores, aceptamos el mensaje de la Cruz. Para responder a nuestra pregunta: "Maestro, ¿dónde moras?", Cristo nos hace una llamada: venid y veréis; en la Cruz veréis la señal luminosa de la redención del mundo, la presencia amorosa del Dios vivo. Porque han aprendido que la Cruz domina la historia, los cristianos han colocado el crucifijo en las iglesias y en los bordes de los caminos, o lo llevan en sus corazones. Pues la Cruz es un signo verdadero de la presencia de los Hijos de Dios; por medio de este signo se revela el Redentor del mundo.

4. "Maestro, ¿dónde moras?". La Iglesia nos responde cada día: Cristo está presente en la Eucaristía, el sacramento de su muerte y de su resurrección. En ella y por ella reconocéis la presencia del Dios vivo en la historia del hombre. La Eucaristía es el sacramento del amor vencedor de la muerte, es el sacramento de la Alianza, puro don de amor para la reconciliación de los hombres; es el don de la presencia real de Jesús, el Redentor, en el pan que es su Cuerpo entregado, y en el vino que es su Sangre derramada por la multitud. Por la Eucaristía, renovada sin cesar en todos los pueblos del mundo, Cristo constituye su Iglesia: nos une en la alabanza y en la acción de gracias para la salvación, en la comunión que sólo el amor infinito puede sellar. Nuestra reunión mundial adquiere todo su sentido actual por la celebración de la Misa. Jóvenes, amigos míos, ¡que vuestra presencia sea una real adhesión en la fe! He ahí que Cristo responde a vuestra pregunta y, al mismo tiempo, a las preguntas de todos los hombres que buscan al Dios vivo. Él responde con su invitación: esto es mi cuerpo, comed todos. Él confía al Padre su deseo supremo de la unidad en la misma comunión de los que ama en la misma comunión.

5. La respuesta a la pregunta "Maestro, ¿dónde moras?" conlleva numerosas dimensiones. Tiene una dimensión histórica, pascual y sacramental. La primera lectura de hoy nos sugiere aún otra dimensión más de la respuesta a la pregunta-lema de la Jornada Mundial de la Juventud: Cristo habita en su pueblo. Es el pueblo del cual habla el Deuteronomio en relación con la historia de Israel: " Por el amor que os tiene, os ha sacado el Señor con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre, (...) Has de saber, pues que el Señor tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos" (Dt 7,8-9). Israel es el pueblo que Dios eligió y con el cual hizo la Alianza.

965 En la nueva Alianza, la elección de Dios se extiende a todos los pueblos de la tierra. En Jesucristo Dios ha elegido a toda la humanidad. Él ha revelado la universalidad de la elección por la redención. En Cristo no hay judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, todos son una cosa (cf. Ga Ga 3,28). Todos han sido llamados a participar de la vida de Dios, gracias a la muerte y a la resurrección de Cristo. ¿Nuestro encuentro, en esta Jornada Mundial de la Juventud, no ilustra esta verdad? Todos vosotros, reunidos aquí, venidos desde tantos países y continentes, ¡sois los testigos de la vocación universal del pueblo de Dios adquirido por Cristo! La última respuesta a la pregunta "Maestro, ¿dónde moras?" debe ser entendida así: yo moro en todos los seres humanos salvados. Sí, Cristo habita con su pueblo, que ha extendido sus raíces en todos los pueblos de la tierra, el pueblo que le sigue, a Él, el Señor crucificado y resucitado, el Redentor del mundo, el Maestro que tiene las palabras de vida eterna; Él, "la Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios" (Lumen gentium LG 13). El Concilio Vaticano II ha dicho de modo admirable: es Él quien "nos dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la Cabeza y en los miembros" (Ibíd. 7). Gracias a la Iglesia que nos hace participar de la misma vida del Señor, nosotros podemos ahora retomar la palabra de Jesús: "¿A quien iremos? ¿A quién otro iremos?" (cf. Jn Jn 6,68).

6. Queridos jóvenes, vuestro camino no se detiene aquí. El tiempo no se para hoy. ¡Id por los caminos del mundo, sobre las vías de la humanidad permaneciendo unidos en la Iglesia de Cristo!

Continuad contemplando la gloria de Dios, el amor de Dios, y seréis iluminados para construir la civilización del amor, para ayudar al hombre a ver el mundo transfigurado por la sabiduría y el amor eterno.

Perdonados y reconciliados, ¡sed fieles a vuestro bautismo!¡Testimoniad el Evangelio! Como miembros de la Iglesia, activos y responsables, ¡sed discípulos y testigos de Cristo que revela al Padre, permaneced en la unidad del Espíritu que da la vida!

B. Juan Pablo II Homilías 959