B. Juan Pablo II Homilías 965


VISITA PASTORAL A LA CIUDAD DE BOLONIA

CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN DEL SIERVO DE DIOS

BARTOLOMÉ MARÍA DAL MONTE





Sábado 27 de septiembre de 1997



1. «Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre» (Col 1,2).

El saludo del Apóstol, que acabamos de escuchar en la «Lectura breve» de estas primeras Vísperas del domingo, introduce en una perspectiva de esperanza: la que —dice san Pablo— «os está reservada en los cielos». «Acerca de esta esperanza —añade— fuisteis ya instruidos por la palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros» (Col 1,5-6).

Amadísimos hermanos y hermanas, este es el día de la beatificación del sacerdote Bartolomé María Dal Monte. Toda la Iglesia, y en particular la comunidad cristiana de Bolonia que lo tuvo por hijo, se alegra porque hoy su nombre se escribe de modo solemne en el «libro de la vida» (Ap 21,27).

El nuevo beato dedicó su no larga existencia terrena al anuncio de la «Palabra de la verdad, el Evangelio» (Col 1,5). El Señor se sirvió de él y de su fidelidad para hacer que esa palabra llegara íntegra, viva y vivificante a muchas personas que la buscaban. Así se cumplía, también mediante su persona, la promesa de Jesús: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

2. Don Bartolomé María Dal Monte, amadísimos boloñeses, es la última joya que ha venido a enriquecer el santoral de vuestra archidiócesis. Un libro ya rico de testigos ejemplares del Evangelio: Apolinar, Zama, Vital, Agrícola, Prócolo, Félix, Petronio, Lucía de Settefonti, Guarino, Domingo, Diana, Cecilia, Amada, Imelda Lambertini, Nicolás Albergati, Catalina de’Vigri, Marcos de Bolonia, Ludovico Morbioli, Giacomo da Ulma, Arcangelo Canetoli, Elena Duglioli, Clelia Barbieri, Elías Facchini, y muchos otros más.

Un libro de santos y beatos, en el que se halla trazada la identidad más auténtica de la Bolonia cristiana, al igual que la de vuestra tierra, rica en arte y cultura. Un libro que todos, tanto los que creen como los que no creen, deberían considerar precioso. Un libro que hay que amar, como se ama la propia identidad más auténtica.

966 El rostro de Bolonia es también el de sus santos, que han inspirado en la verdad y en la caridad del Evangelio su palabra y su acción entre los hombres y las mujeres de esta ciudad, forjando su fisonomía original, que aún sigue viva.

Damos gracias al Señor esta tarde, en el marco del Congreso eucarístico nacional, porque Bolonia puede presentarse a la cita del tercer milenio con esta fisonomía característica suya: un rostro humano y cristiano, que le permite afrontar con serena confianza los difíciles desafíos de nuestro tiempo. Sabe que puede contar con sus santos que, con la «palabra de la verdad» y con la exuberancia de su caridad, tanto más eficaz cuanto más oculta, le han permitido superar los momentos más difíciles de su historia.

3. La santidad, preciosa a los ojos de Dios, no es inútil al mundo. No sólo edifica el cuerpo de Cristo, sino que también deja una huella imborrable en la sucesión de los acontecimientos del tiempo e incluso en la formación articulada de la sociedad.

La actividad terrena de Bartolomé María Dal Monte, aunque se caracterizó por un compromiso típicamente intraeclesial como la predicación misionera al pueblo y la formación de los sacerdotes, ejerció un influjo notable incluso en el entramado civil de la nación, contribuyendo de forma eficaz a promover en él la justicia, la concordia y la paz. También mediante la obra de misioneros en la tierra patria, como el nuevo beato, el pueblo italiano ha podido conservar, a lo largo de los siglos, el patrimonio de valores humanos y cristianos que representa su tesoro más precioso y constituye la aportación más significativa que puede prestar a la construcción de la nueva Europa.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, la beatificación de Bartolomé María Dal Monte se inserta de modo providencial en las celebraciones del Congreso eucarístico, porque pone fuertemente de relieve el vínculo que existe entre una espiritualidad eucarística consciente y profunda, y el compromiso personal y eclesial en la evangelización.

En la Italia del siglo XVIII, los sacerdotes santos que se dedicaron generosamente a las misiones al pueblo afrontaron de modo sorprendente situaciones de amplia ignorancia religiosa y fenómenos de preocupante descristianización, que contagiaban tanto ciudades como zonas rurales. Entre ellos se hallaba también san Leonardo de Porto Maurizio, que conoció personalmente a don Bartolomé María y lo animó a realizar esta actividad pastoral.

La fama de la eficacia de las misiones al pueblo y de la santidad y generosidad de don Bartolomé se difundió con tanta rapidez que difícilmente lograba atender todas las solicitudes. A su muerte, cuando contaba solamente cincuenta y dos años, había predicado misiones al pueblo y tandas de ejercicios espirituales en más de sesenta diócesis italianas.

En unos tiempos en que la formación para el sacerdocio no implicaba el actual itinerario largo del seminario, don Bartolomé María intuyó la exigencia de sacerdotes diocesanos que, en plena comunión con su propio obispo, estuvieran totalmente disponibles para la predicación. A fin de prepararlos de modo adecuado instituyó la «Pía Obra de las Misiones», que se convirtió en un auténtico crisol de apóstoles. Estaba convencido de que nadie podía ser autodidacta en el difícil camino de la santidad. Por esto se esforzó por crear estructuras formativas adecuadas para sus colaboradores, dedicándoles interesantes escritos espirituales, redactados por él de puño y letra.

5. Pero, ¿de dónde le venía a don Bartolomé María tanto impulso y vigor para un ministerio tan excepcional? La santa misa, la adoración eucarística y la confesión sacramental ocupaban el centro de su vida, de su acción misionera y de su espiritualidad. De esta piedad eucarística hallamos frecuentes huellas en sus escritos, en los que se aprecia su celo diario por la salvación de las almas, prioridad de su esfuerzo ascético y pastoral.

Toda su existencia se plasmó según el modelo del ministerio de Cristo, intransigente a la hora de proclamar la verdad y de criticar los vicios, pero acogedor y misericordioso hacia los pecadores. Así se convirtió en imagen viva de Aquel que es «rico en misericordia» (
Ep 2,4).

Además, el nuevo beato amaba, con profundo gozo interior, a la Virgen Madre de Dios. Nacido y crecido en la ciudad que se honra con la particular protección de la Virgen de san Lucas, don Bartolomé María sentía hacia ella una tierna devoción. La veneraba y hacía que la invocaran con el título de «Mater misericordiae», Madre de la misericordia. Solía repetir: «Cada pensamiento, cada impulso, cada palabra: sí, todo lo recibí por María».

967 6. El beato Dal Monte resplandece esta tarde ante nosotros como testigo de Cristo particularmente sensible a las exigencias de los tiempos modernos. Impulsa a todos a afrontar con ardor y confianza los desafíos de la nueva evangelización. Tenemos ante nosotros un vasto campo de trabajo misionero, en el umbral del tercer milenio cristiano.

Que el ejemplo del nuevo beato os sostenga y aliente a todos, amadísimos hermanos y hermanas aquí presentes, a quienes saludo con afecto. Que te sirva de modelo a ti, venerado cardenal Giacomo Biffi, pastor de esta comunidad diocesana; y a todos vosotros, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, procedentes de la ciudad de Bolonia y de toda Italia. Que su incansable celo apostólico os estimule y anime a vosotros, religiosos y religiosas, personas consagradas, llamadas a un peculiar testimonio en la Iglesia de Cristo; a vosotros, queridos jóvenes, esperanza de un mundo renovado por el amor; a vosotras, queridas familias, pequeñas iglesias domésticas; y a vosotros, queridos enfermos, asociados de modo más intenso a los sufrimientos de Cristo.

La nueva evangelización es tarea de todo creyente. Tomad conciencia de ello todos los que os halláis reunidos en estas Vísperas del XXVI domingo del tiempo ordinario. Dios os llama a conservar la «palabra de la verdad, el Evangelio » (
Col 1,5). El celo misionero que impregnó la vida del beato Bartolomé María Dal Monte es el modelo que hoy la Iglesia presenta a sus hijos.

Que su intercesión, junto con la de María santísima, venerada aquí de manera especial en la imagen de la Virgen de san Lucas, la «Odigitria», la que señala el camino, nos ayude a ser sus humildes, fieles y valientes imitadores.

El «camino» es Jesús. Por este camino queremos avanzar sin titubeos hasta el encuentro definitivo con él. Amén.

VISITA PASTORAL A LA CIUDAD DE BOLONIA

MISA DE CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO




Domingo 28 de septiembre de 1997



1. «¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?» (Mc 14,14).

Esa pregunta la hace Jesús el Jueves santo en Jerusalén. Los discípulos, cuando encontraron el lugar donde comerían la cena pascual, van y preparan todo como lo había establecido el Maestro y allí, en esa sala privilegiada, tiene lugar la última Cena, la cena pascual, durante la cual Cristo instituye la Eucaristía, el supremo sacramento de la nueva alianza.

Después de tomar el pan, lo bendice y lo entrega a sus discípulos, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Lo mismo hace con el cáliz del vino: después de bendecirlo, se lo da a los discípulos, diciendo: «Tomad y bebed. Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, derramada por todos; haced esto en conmemoración mía» (cf. Mc Mc 14,22-24).

Entramos hoy idealmente en Jerusalén, en la sala veneranda donde tuvo lugar la última Cena y donde se llevó a cabo la institución de la Eucaristía. Al mismo tiempo, entramos en muchos otros lugares de todo el mundo, en otros innumerables «cenáculos». En el decurso de la historia, durante los períodos de persecución, fue necesario muchas veces preparar esas salas en las catacumbas. También hoy, por desgracia, se dan circunstancias en que los cristianos deben celebrar la Eucaristía a escondidas, como en tiempos de las catacumbas. Pero dondequiera que se celebre la Cena, en las estupendas catedrales ricas de historia o en las capillitas de los países de misión, siempre se reproduce el cenáculo de Jerusalén.

2. Son numerosísimos los lugares en los que se renueva la Cena pascual, especialmente en Italia. De manera simbólica, hoy sería necesario citar aquí todas las «salas eucarísticas», todos los cenáculos de esta tierra de antiguas tradiciones cristianas. En efecto, este es el sentido del Congreso eucarístico nacional, que constituye, en la maravillosa coreografía de esta celebración, una especial «sala pascual», un nuevo «cenáculo », donde se hace presente de modo solemne el gran Misterio de la fe. Se celebra la Eucaristía de la Iglesia como don y misterio, se eleva al cielo la gran oración de acción de gracias del pueblo italiano, que desde hace casi dos mil años participa en el banquete eucarístico.

968 Pienso aquí en los inicios de la Iglesia, en los apóstoles Pedro y Pablo, en los mártires de los primeros siglos y, después del edicto de Constantino, en la época de los santos Padres, de los doctores, de los fundadores de órdenes y congregaciones religiosas hasta nuestros tiempos. Es incesante el memorial de la gran Eucaristía, que entraña la acción de gracias de la historia, porque Cristo «con su santa cruz ha redimido el mundo».

Para el pueblo italiano este Congreso es el último del siglo: un siglo en el que se han perpetrado, a escala mundial, graves atentados contra el hombre en la verdad de su ser. En nombre de ideologías totalitarias y engañosas, este siglo ha sacrificado millones de vidas humanas. En nombre del arbitrio, llamado libertad, se siguen suprimiendo seres humanos por nacer e inocentes. En nombre de un bienestar que no sabe mantener las perspectivas de felicidad que promete, muchos han pensado que era posible prescindir de Dios. Por consiguiente, un siglo marcado por sombras oscuras, pero también un siglo que ha conservado la fe transmitida por los Apóstoles, enriqueciéndola con el resplandor de la santidad.

En la peregrinación espiritual que lleva al gran jubileo del año 2000, este Congreso eucarístico constituye una etapa importante para las Iglesias que están en Italia. Lo atestigua también el gran número de obispos que hoy están aquí para celebrar conmigo la Eucaristía y los muchos fieles que han venido de todo el país. A cada uno de ellos le saludo cordialmente. En particular, a mi venerado hermano el señor cardenal Giacomo Biffi, arzobispo de Bolonia, que me acoge en esta circunstancia extraordinaria; y al cardenal Camillo Ruini, mi legado en este Congreso. Saludo, asimismo, a los numerosos cardenales, arzobispos y obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas presentes. Un saludo va también a los jóvenes, con los que me reuní ayer por la tarde, aquí, en esta plaza, a las familias y a los enfermos, unidos de modo especial al misterio eucarístico mediante su sufrimiento físico y moral. Saludo al presidente del Gobierno, hon. Romano Prodi, boloñés, y a las demás autoridades civiles y militares que han querido participar en nuestra celebración.

Congregados todos en esta asamblea litúrgica, que representa a la entera comunidad cristiana de Italia, aclamamos: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús».

3. «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años en el desierto » (
Dt 8,2).

En la primera lectura, la liturgia de hoy se refiere a la historia de Israel, pueblo elegido, que Dios hizo salir de Egipto, de la situación de esclavitud, y durante cuarenta años guió en el desierto hacia la tierra prometida. Ese camino de cuarenta años no es sólo un dato histórico; es también un gran símbolo, que tiene un significado, en cierto modo, universal. Toda la humanidad, todos los pueblos y las naciones están en camino, como Israel, en el desierto de este mundo. Ciertamente, cada región del planeta tiene sus características de cultura y civilización, que la hacen interesante y grata. Pero eso no quita que cada tierra siga siendo siempre, desde un punto de vista más profundo, un desierto por el que el hombre avanza hacia la patria prometida, hacia la casa del Padre.

En esta peregrinación, nuestro guía es Cristo crucificado y resucitado que, mediante su muerte y su resurrección, confirma constantemente la orientación última del camino humano en la historia. De por sí, el desierto de este mundo es lugar de muerte: en él el ser humano nace, crece y muere. ¡Cuántas generaciones, a lo largo de los siglos, han encontrado la muerte en este desierto! La única excepción es Cristo. Sólo él ha vencido la muerte y ha revelado la vida. Sólo gracias a él los que han muerto podrán resucitar, porque sólo él puede introducir al hombre, a través del desierto del tiempo, en la tierra prometida de la eternidad. Ya lo ha hecho con su Madre; y lo hará con todos los que creen en él y forman parte del nuevo pueblo en camino hacia la patria del cielo.

4. Durante los cuarenta años pasados en el desierto, el pueblo necesitó el maná para sobrevivir. En efecto, el desierto no se podía cultivar y, por consiguiente, no podía dar de comer al pueblo en su camino: era preciso el maná, el pan que bajaba del cielo. Cristo, nuevo Moisés, alimenta al pueblo de la nueva alianza con un maná totalmente particular. Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. Nos mantiene en vida este alimento y esta bebida eucarísticos.

En el misterio de la Sangre nos introduce la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos. El Apóstol escribe: «Presentóse Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros, (...) penetró en el santuario una vez para siempre, (...) con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. (...) Por eso es mediador de una nueva alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (He 9,11-12 He 9,15).

El Apóstol reserva un lugar particular al misterio de la Sangre de Cristo, de la que un canto eucarístico proclama: «Sangre santísima, Sangre de la redención, tú curas las heridas del pecado». Esta es precisamente la verdad que afirma el Autor inspirado: «La sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia» (He 9,14).

5. Se trata de dos significados de la Eucaristía, que van unidos de un modo estrecho y peculiar en nuestra reflexión de hoy. La Eucaristía nos nutre; es alimento y bebida. Al mismo tiempo, la Eucaristía, en cuanto «Cuerpo entregado » y «Sangre derramada», es fuente de nuestra purificación. Mediante la Eucaristía, Jesucristo, Redentor del hombre, único Salvador del mundo, no sólo permanece entre nosotros, sino también dentro de nosotros. Con su gracia permanece en nosotros «ayer, hoy y siempre » (He 13,8).

969 Este Congreso eucarístico quiere expresar todo eso de modo global y significativo para gloria de Dios, para la renovación de la conciencia de los hombres y para consuelo del pueblo de Dios. Quiere poner de relieve que la Eucaristía es el don supremo de Dios al hombre. Como tal, es el arquetipo de todo verdadero don del hombre al hombre, el fundamento de toda auténtica solidaridad.

Como conclusión del Congreso, tan bien preparado por la Iglesia en que se ha llevado a cabo y por la ciudad que lo ha acogido, quisiera decir a todos los creyentes de este amado país: mirad con confianza a Cristo, renovad vuestro amor a él, presente en el Sacramento eucarístico. Él es el Huésped divino del alma, el apoyo en toda debilidad, la fuerza en toda prueba, el consuelo en todo dolor, el Pan de vida, el destino supremo de todo ser humano.

De la Eucaristía brota la fuerza para afrontar siempre, en cualquier circunstancia, las exigencias de la verdad y el deber de la coherencia. Los Congresos eucarísticos nacionales han constituido una ya larga tradición de servicio al hombre; tradición que Bolonia entrega hoy a la cristiandad del tercer milenio.

Con la mirada fija en la Eucaristía, misterio central de nuestra fe, imploramos: Señor Jesús, Verbo de Dios encarnado en el seno de la Virgen María, acompaña los pasos del pueblo italiano por las sendas de la justicia y la solidaridad, de la reconciliación y la paz.

Haz que Italia conserve intacto el patrimonio de valores humanos y cristianos que la ha hecho grande a lo largo de los siglos. Que de los innumerables tabernáculos que hay en todo el país se irradie la luz de esa verdad y el calor del amor en que radica la esperanza del futuro para este pueblo, al igual que para todos los demás pueblos de la tierra. Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A RÍO DE JANEIRO

SANTA MISA CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS

Y REPRESENTANTES DEL CONGRESO TEOLÓGICO-PASTORAL


EN LA CATEDRAL DE SAN SEBASTIÁN




4 de octubre de 1997


¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo!

«Se celebró una boda en Caná de Galilea» (Jn 2,1).

1. Hoy la liturgia nos conduce a Caná de Galilea. Una vez más tomamos parte en las bodas que allí se celebraron, y a las que fue invitado Jesús, al igual que su madre y los discípulos. Este detalle lleva a pensar que el banquete nupcial tuvo lugar en casa de conocidos de Jesús, pues también él se crió en Galilea. Humanamente hablando, ¿quién hubiera podido prever que esa ocasión iba a constituir, en cierto sentido, el inicio de su actividad mesiánica? Y, sin embargo, así sucedió. En efecto, fue allí, en Caná, donde Jesús, solicitado por su madre, realizó su primer milagro, convirtiendo el agua en vino.

El evangelista Juan, testigo ocular del acontecimiento, describió detalladamente el desarrollo de los hechos. En su descripción todo aparece lleno de profundo significado. Y, dado que nos hallamos aquí reunidos para participar en el Encuentro mundial de las familias, debemos descubrir poco a poco estos significados. El milagro realizado en Caná de Galilea, como otros milagros de Jesús, constituye una señal: muestra la acción de Dios en la vida del hombre. Es necesario meditar en esta acción, para descubrir el sentido más profundo de lo que allí aconteció.

El banquete de las bodas de Caná nos lleva a reflexionar en el matrimonio, cuyo misterio incluye la presencia de Cristo. ¿No es legítimo ver en la presencia del Hijo de Dios en esa fiesta de bodas un indicio de que el matrimonio debería ser el signo eficaz de su presencia?

Las bodas de Caná

970 2. Con la mirada puesta en las bodas de Caná y en sus invitados, me dirijo a vosotros, representantes de los grandes pueblos de América Latina y del resto del mundo, durante el santo sacrificio de la misa concelebrada con vosotros, obispos y sacerdotes, acompañados por la presencia de los religiosos, de los representantes del Congreso teológico- pastoral de este II Encuentro mundial de las familias, y de los fieles que han llegado a esta catedral metropolitana de San Sebastián de Río de Janeiro.

Deseo, ante todo, saludar al venerado hermano cardenal Eugênio de Araújo Sales, arzobispo de esta tradicional y dinámica Iglesia, a quien conozco y estimo desde hace muchos años; sé cuán unido está a la Sede de Pedro. Que las bendiciones de los apóstoles Pedro y Pablo desciendan sobre esta ciudad, sobre sus parroquias e iniciativas pastorales; sobre los diversos centros de formación del clero, y en particular sobre el seminario archidiocesano de San José, dinámico y rico en vocaciones sacerdotales, que acoge también a muchos seminaristas de otras diócesis; sobre la Universidad católica pontificia; sobre las numerosas congregaciones religiosas, los institutos seculares y los movimientos apostólicos; sobre la abadía de Nuestra Señora de Montserrat; sobre las beneméritas hermandades y cofradías y, en general, dado que no puedo mencionar a todos pero no quiero excluir a nadie, sobre los organismos asistenciales que tanto se prodigan por la protección de los más necesitados.

Os saludo también a vosotros, amadísimos hermanos en el episcopado de Brasil y del mundo, y a los que representáis a los ordinariatos para los fieles de ritos orientales; asimismo, os saludo a vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y animadores de la Misión popular de la archidiócesis; y a vosotros, delegados del Congreso teológico-pastoral, así como a los representantes de las Iglesias cristianas de diferentes denominaciones, y de la comunidad musulmana, aquí presentes. Deseo saludar a todos, con la expresión de mi profundo afecto, mis mejores deseos y mi bendición.

El plan original de Dios

3. Volvamos espiritualmente al banquete nupcial de Caná de Galilea, cuya descripción evangélica nos permite contemplar el matrimonio en su perspectiva sacramental. Como leemos en el libro del Génesis, el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer para formar con ella, en cierto sentido, un solo cuerpo (cf. Gn
Gn 2,24). Cristo repetirá estas palabras del Antiguo Testamento hablando a los fariseos, que le hacían preguntas relacionadas con la indisolubilidad del matrimonio. De hecho, se referían a las prescripciones de la ley de Moisés, que permitían, en ciertos casos, la separación de los cónyuges, o sea, el divorcio. Cristo les respondió: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19,8). Y citó las palabras del libro del Génesis: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y mujer (...). Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19,4-6).

Así pues, en la base de todo el orden social se encuentra este principio de unidad e indisolubilidad del matrimonio, principio sobre el que se funda la institución de la familia y toda la vida familiar. Ese principio recibe confirmación y nueva fuerza en la elevación del matrimonio a la dignidad de sacramento.

Y ¡qué grande es esa dignidad, amadísimos hermanos y hermanas! Se trata de la participación en la vida de Dios, o sea, de la gracia santificante y de las innumerables gracias que corresponden a la vocación al matrimonio, a ser padres y a la vida familiar. Incluso parece que el acontecimiento de Caná de Galilea nos lleva a eso, con la admirable conversión del agua en vino. El agua, nuestra bebida más común, adquiere, gracias a la acción de Cristo, un nuevo carácter: se convierte en vino, es decir, en una bebida, en cierto sentido, más valiosa. El sentido de este símbolo —del agua y del vino— encuentra su expresión en la santa misa. Durante el ofertorio, añadiendo un poco de agua al vino, pedimos a Dios, a través de Cristo, participar de su vida en el sacrificio eucarístico. El matrimonio —el ser padres, la maternidad, la paternidad, la familia— pertenece al orden de la naturaleza, desde que Dios creó al hombre y a la mujer; y mediante la acción de Cristo, es elevado al orden sobrenatural. El sacramento del matrimonio se transforma en el modo de participar de la vida de Dios. El hombre y la mujer que creen en Cristo, que se unen como esposos, pueden, por su parte, confesar: nuestros cuerpos están redimidos, nuestra unión conyugal está redimida. Están redimidos el ser padres, la maternidad, la paternidad y todo lo que conlleva el sello de la santidad.

Esta verdad aparece en toda su claridad cuando se lee, por ejemplo, la vida de los padres de santa Teresa del Niño Jesús; y este es sólo uno de los innumerables ejemplos. Muchos son, en efecto, los frutos de la institución sacramental del matrimonio. Con este Encuentro en Río de Janeiro, damos gracias a Dios por todos estos frutos, por toda la obra de santificación de los matrimonios y de las familias, que debemos a Cristo. Por eso, la Iglesia no cesa de presentar en su integridad la doctrina de Cristo sobre el matrimonio, en lo que se refiere a su unidad e indisolubilidad.

Al servicio del amor y de la vida

4. En la primera lectura, tomada del libro de Ester, se recuerda la salvación de la nación por la intervención de esta hija de Israel, durante el período de la cautividad en Babilonia. Este pasaje de la Escritura nos ayudará a comprender también la vocación al matrimonio, de modo particular el inmenso servicio que esa vocación presta a la vida humana, a la vida de cada persona y de todos los pueblos de la tierra. «Escucha, hija, mira, inclina el oído: (...) prendado está el rey de tu belleza» (Ps 45,11-12). Lo mismo desea decir hoy el Papa a cada familia humana: «Escucha, mira: Dios quiere que seas bella, que vivas la plenitud de la dignidad humana y de la santidad de Cristo, que estés al servicio del amor y de la vida. Fuiste fundada por el Creador y santificada por el Espíritu Paráclito, para que seas la esperanza de todas las naciones».

Ojalá que este servicio a la humanidad revele a los esposos que una clara manifestación de la santidad de su matrimonio es la alegría con que acogen y piden al Señor vocaciones entre sus hijos. Por eso, permitidme añadir que «la familia que está abierta a los valores trascendentales, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios» (Familiaris consortio FC 53). Me alegra, en esta circunstancia, saludar y bendecir con paternal afecto a todas las familias brasileñas que tienen un hijo preparándose para el ministerio presbiteral o para la vida religiosa, o una hija en camino hacia la total consagración de sí misma a Dios. Encomiendo a estos chicos y chicas a la protección de la Sagrada Familia.

971 María santísima, esperanza de los cristianos, nos dé la fuerza y la seguridad necesarias para nuestro camino en la tierra. Por esto le pedimos: sé tú misma nuestro camino, porque tú, Madre bendita, conoces los caminos y los atajos que, por medio de tu amor, llevan al amor y a la gloria de Dios.

¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo!



VIAJE APOSTÓLICO A RÍO DE JANEIRO

SANTA MISA PARA EL II ENCUENTRO MUNDIAL

CON LAS FAMILIAS EN LA EXPLANADA DE FLAMENGO




5 de octubre de 1997


¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo!

1. «Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida» (Salmo responsorial).

Doy gracias a Dios porque me ha permitido reunirme nuevamente con vosotras, familias de todo el mundo, para reafirmar solemnemente que sois «la esperanza de la humanidad».

El I Encuentro mundial con las familias tuvo lugar en Roma, en 1994; el segundo se concluye hoy en Río de Janeiro. Agradezco cordialmente la invitación al cardenal Eugênio de Araújo Sales y doy las gracias a todos los obispos y a las autoridades brasileñas que han contribuido al éxito de este gran evento. Doy también las gracias al cardenal López Trujillo y a todos sus colaboradores del Consejo pontificio para la familia. Nos hemos reunido aquí de diversos países y de varias Iglesias, no sólo de Brasil y de América Latina, sino de todos los continentes, para elevar juntos esta oración a Dios: «Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida».

En efecto, la familia es esta particular y, al mismo tiempo, fundamental comunidad de amor y de vida, sobre la que se apoyan todas las demás comunidades y sociedades. Por eso, invocando las bendiciones del Altísimo para las familias, oramos juntos por todas las grandes sociedades que aquí representamos. Oramos por el futuro de las naciones y de los Estados, así como por el de la Iglesia y del mundo.

De hecho, a través de la familia, toda la existencia humana está orientada al futuro. En ella el hombre viene al mundo, crece y madura. En ella se convierte en ciudadano cada vez más responsable de su país y en miembro cada vez más consciente de la Iglesia. La familia es también el ambiente primero y fundamental donde cada hombre descubre y realiza su vocación humana y cristiana. Por último, la familia es una comunidad insustituible por ninguna otra. Esto es lo que se vislumbra en las lecturas de la liturgia de hoy.

2. Al Mesías acuden los representantes de la ortodoxia judía, los fariseos, y le preguntan si al marido le es lícito repudiar a su mujer. Cristo, a su vez, les pregunta qué les ordenó hacer Moisés; ellos responden que Moisés les permitió escribir un acta de divorcio y repudiarla. Pero Cristo les dice: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió Moisés para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mc 10,5-9).

Cristo se refiere al inicio. Ese inicio se halla contenido en el libro del Génesis, donde encontramos la descripción de la creación del hombre. Como leemos en el capítulo primero de este libro, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, varón y mujer los creó (cf. Gn Gn 1,27) y dijo: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1,28). En la segunda descripción de la creación, que nos propone la primera lectura de la liturgia de hoy, leemos que la mujer fue creada del hombre. Así lo relata la Escritura: «Entonces el Señor Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que el Señor Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada". Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn 2,21-24).


B. Juan Pablo II Homilías 965