B. Juan Pablo II Homilías 976


SANTA MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS

FALLECIDOS DURANTE EL AÑO



LEÍDA POR EL CARDENAL BERNARDIN GANTIN


Martes 11 de noviembre de 1997



977 1. «Los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria» (Jn 17,24). Con estas palabras, Jesús, ya a punto de despedirse, encomienda a los Apóstoles al Padre. Está a punto de irse, mientras que ellos permanecerán para proseguir su misión salvífica, anunciando el Evangelio, custodiando el depósito de la fe y guiando al pueblo de la nueva Alianza. Lo harán, primero, personalmente, y después mediante la obra de sus sucesores, a quienes transmitirán su misión.

También a estos futuros ministros de la salvación se extiende el pensamiento de Jesús en la hora suprema de su vida: la hora de su Pascua de muerte y resurrección: «Los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo...». La íntima comunión de amor que une a Cristo con los Apóstoles y con la multitud de quienes recogerán su mandato, se realizará plenamente cuando también ellos, junto con él, sean acogidos en presencia del Padre, para contemplar su gloria, la gloria que le pertenece «antes de la creación del mundo» (Jn 17,24).

2. En el clima típico del mes de noviembre, marcado por el recuerdo de los fieles difuntos, nos hemos reunido hoy en torno al altar para hacer memoria de los cardenales, arzobispos y obispos que volvieron a la casa del Padre durante este último año. Mientras ofrecemos en su sufragio el sacrificio eucarístico, pidamos al Señor que les conceda su premio celestial, prometido a los servidores buenos y fieles.

En esta celebración queremos recordar de modo particular a los recordados y venerados hermanos cardenales Joseph Louis Bernardin, Jean Jérôme Hamer, Narciso Jubany Arnau, Juan Landázuri Ricketts, Mikel Koliqi, Ugo Poletti y Bernard Yago, que entraron en la casa del Padre durante los últimos doce meses.

Extendamos nuestro recuerdo afectuoso a los arzobispos y a los obispos que, en este mismo período, dejaron este mundo. Se durmieron en el Señor, encomendándose a su amor misericordioso, con la esperanza bien fundada de poder participar del convite eterno del cielo (cf. Is Is 25,6).

3. Cuando nuestros hermanos estaban aquí, proclamaron y testimoniaron la fe en la resurrección con su palabra y su vida. ¡Cuántas veces repitieron las palabras de san Pablo, que se acaban de proclamar: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron »! (1Co 15,20). Llamados a ser dispensadores de la vida divina en la Iglesia, ahora descansan en espera de la resurrección final, cuando la muerte sea vencida para siempre (cf. Is Is 25,8 1Co 15,26) y Dios sea todo en todos (cf. 1Co 1Co 15,28).

Los recordamos con afecto y gratitud por el generoso servicio pastoral que realizaron, a veces a costa de grandes dificultades y sufrimientos: toda la comunidad cristiana se ha beneficiado de sus esfuerzos apostólicos. Al mismo tiempo, elevamos nuestra ferviente oración para que el Señor los acoja consigo en la gloria (cf. Jn Jn 17,24). Por ellos y con ellos manifestamos el deseo del encuentro definitivo con Dios: «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, mi Dios» (Ps 42,2).

4. A la Virgen Dolorosa, a quien en la tradicional imagen de la Piedad contemplamos en el acto de abrazar a su Hijo divino, muerto y bajado de la cruz, encomendamos ahora las almas de nuestros hermanos en la fe y el sacerdocio.

Que María, a quien durante su vida terrena amaron y veneraron con amor de hijos, los introduzca en el reino eterno del Padre. Que María, con su mirada atenta, vele por ellos, que ahora duermen el sueño de la paz, en espera de la resurrección bienaventurada. Por ellos elevemos a Dios nuestra oración, sostenidos por la esperanza de reencontrarnos todos un día, unidos para siempre en el Paraíso.

Concédeles, Señor, el descanso eterno, y brille sobre ellos la luz perpetua. Descansen en paz.

Amén.







INAUGURACIÓN DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA AMÉRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS



978

Basílica de San Pedro

Domingo 16 de noviembre de 1997



1. «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Aleluya, cf. Mt 24,42 Mt 24,44).

Esta vigilancia en la oración, a la que nos invita la liturgia de hoy, corresponde muy bien al acontecimiento que estamos viviendo: la inauguración de la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, que tiene como tema: «Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América». En esta Asamblea se hallan reunidos los prelados de todos los Episcopados del continente americano, norte, centro y sur, incluida la región del Caribe. A todos dirijo mi saludo cordial y doy una calurosa bienvenida en especial a los que han venido de América para esta ocasión.

La palabra de Dios nos ofrece hoy una magnífica perspectiva para la obra de discernimiento que nos disponemos a realizar: es la propia de una mirada de fe sobre la historia, es decir, una perspectiva «escatológica».

Éste es el modo de considerar las vicisitudes humanas que el Señor nos enseña a los creyentes. Hemos escuchado el anuncio profético del libro de Daniel, que el mismo profeta recibe de labios de un mensajero celestial, enviado para «revelarte la verdad» (Da 11,2) sobre los acontecimientos históricos. Es un oráculo que habla de angustia y salvación para el pueblo: ¿cómo no reconocer en él un anuncio del misterio pascual, único centro de la historia y clave para su interpretación auténtica?

A la luz del misterio pascual la Iglesia prepara y realiza cada paso de su peregrinación en la tierra. Y hoy celebra el solemne inicio de un tiempo especial de reflexión y confrontación sobre la misión que está llamada a cumplir en el continente americano. La palabra de Dios ofrece la mirada de fe adecuada para leer, como dice el ángel a Daniel, «lo que está escrito en el libro de la verdad » (Da 10,21). En esa perspectiva la Iglesia contempla el camino hasta aquí recorrido para proyectarse hacia el nuevo milenio con renovado ardor misionero.

2. No ha pasado aún mucho tiempo desde que, en 1992, hemos recordado solemnemente los quinientos a os de la evangelización de América. El Sínodo, que hoy comienza sus trabajos en esta basílica de San Pedro, rememora idealmente aquellos tiempos en que los habitantes del llamado «viejo mundo», gracias a la empresa admirable de Cristóbal Colón, conocieron la existencia de un «nuevo mundo» del que antes no tenían noticias. A partir de ese histórico día empezó la obra de los colonizadores y, al mismo tiempo, la misión de los evangelizadores, dando a conocer a Cristo y su Evangelio a los pueblos de ese continente.

Fruto de esta extraordinaria labor misionera es la evangelización de América o, de forma más precisa, de las llamadas «tres Américas», que hoy en gran parte se consideran cristianas. Es, pues, muy importante, a cinco siglos de distancia y ya en el umbral del nuevo milenio, recorrer mentalmente el camino realizado por el cristianismo en todas aquellas tierras. Es oportuno, además, no separar la historia cristiana de América del norte de la de América central y del sur. Es preciso considerarlas juntas, aunque salvaguardando la originalidad de cada una de ellas, porque a los ojos de los que llegaron allí hace ahora más de quinientos a os aparecieron como una realidad unitaria y, sobre todo, porque la comunión entre las comunidades locales es un signo vivo de la unidad natural de la única Iglesia de Jesucristo, de la cual son parte orgánica.

3. Todos somos conscientes de que en el gran continente americano los resultados de la actividad de los colonizadores son evidentes hoy en día en la diversidad política y económica del continente, con indudables repercusiones culturales y religiosas. El norte de América ha conseguido, en relación con otros países, un nivel más elevado en los ámbitos de la técnica y del bienestar económico, así como en el desarrollo de las instituciones democráticas.

Ante este hecho, no podemos menos de preguntarnos acerca de las causas históricas que han originado esas diferencias sociales. ¿En qué medida éstas tienen raíces en la historia de los últimos cinco siglos? ¿Hasta qué punto les pesa el legado de la colonización? ¿Y qué influjo ha tenido la primera evangelización?

979 Para dar una respuesta satisfactoria a estos interrogantes, resulta seguramente necesario, durante el Sínodo, considerar el continente en su conjunto, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, sin establecer separación alguna entre el norte, el centro y el sur, para que no surjan contrastes entre ellos. Por el contrario, es necesario buscar las razones profundas de esta visión unitaria, apelando a las tradiciones religiosas y cristianas comunes.

Estas consideraciones dan a entender la importancia del Sínodo que hoy inauguramos.

4. «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor».

Esta exhortación, que acabamos de escuchar durante el Aleluya, alude al clima espiritual que estamos viviendo, a medida que el a o litúrgico se acerca a su fin. Es un clima rico en temas escatológicos, destacados especialmente en el pasaje evangélico de san Marcos, en el que Cristo subraya la caducidad del cielo y de la tierra: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (
Mc 13,31).

Pasa el escenario de este mundo, pero la palabra de Dios no pasará. ¡Cuán elocuente es esta contraposición! Dios no pasa y tampoco pasa lo que de él proviene. No pasa el sacrificio de Cristo, del cual leemos hoy en la carta a los Hebreos: Jesús «ofreció por los pecados un solo sacrificio» (He 10,12), y también: «Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados» (He 10,14). Durante esta Asamblea sinodal analizaremos el pasado y, especialmente, el presente del continente americano. Trataremos de escrutar en cada una de sus regiones los signos de la presencia salvadora de Cristo, de su palabra y su sacrificio, para renovar todas nuestras energías al servicio de la conversión y la evangelización.

5. ¿Cómo no recordar aquí los confortantes propósitos, sobre todo, de colaboración entre los pastores con vistas a la nueva evangelización, manifestados solemnemente al final de la IV Conferencia general del Episcopado latinoamericano en Santo Domingo, en 1992? Nos proponíamos entonces intensificar la pastoral misionera en todas las comunidades para reavivar en las conciencias el compromiso de ir más allá de las fronteras «para llevar a otros pueblos la fe que hace quinientos a os llegara hasta nosotros» (Mensaje de la IV Conferencia a los pueblos de América Latina y el Caribe, n. 30: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de noviembre de 1992, p. 24).

Demos gracias a Dios porque hoy se cumple el deseo que expresé en la inauguración de los trabajos de aquella Conferencia. Dije en aquella ocasión: «Esta Conferencia general podría valorar la oportunidad de que, en un futuro no lejano, pueda celebrarse un Encuentro de representantes de los Episcopados de todo el continente americano, —que podría tener también carácter sinodal— en orden a incrementar la cooperación entre las diversas Iglesias particulares en los distintos campos de la acción pastoral y en el que, dentro del marco de la nueva evangelización y como expresión de comunión episcopal, se afronten también los problemas relativos a la justicia y la solidaridad entre todas las naciones de América» (n. 17: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 1992, p. 10).

Nos hallamos ahora reunidos con el fin de hacer realidad aquellos propósitos de caridad pastoral, buscando el bien de la Iglesia que está en América y con un espíritu de colegialidad afectiva y efectiva entre todos los pastores de las Iglesias particulares.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, comencemos los trabajos sinodales en el contexto de la inminente conclusión del A o litúrgico y del próximo inicio del Adviento. ¡Ojalá que esta significativa coincidencia marque la orientación fundamental de nuestras reflexiones y de nuestras decisiones!

En verdad, queridos hermanos y hermanas, este tiempo nos invita a una gran vigilancia. Debemos velar y orar, recordando que nos presentaremos un día delante del Hijo del hombre, como pastores de la Iglesia que está en el continente americano.

980 A ti, María, Madre de la esperanza, amada y venerada en los numerosos santuarios esparcidos por todo el continente americano, encomendamos esta Asamblea sinodal. Ayuda a los cristianos de América a ser atentos testigos del Evangelio para que nos encontremos despiertos y preparados el día grande y misterioso, cuando Cristo llegue, como Señor glorioso de los pueblos, a juzgar a los vivos y los muertos. ¡Amén!



VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD



Solemnidad de Cristo, Rey del universo

Domingo 23 de noviembre de 1997



1. Este domingo, que concluye el año litúrgico, la Iglesia celebra la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Hemos escuchado en el evangelio la pregunta que Poncio Pilato hace a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos? » (Jn 18,33). Jesús responde, preguntando a su vez: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» (Jn 18,34). Y Pilato replica: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí: ¿qué has hecho? » (Jn 18,35).

En este momento del diálogo, Cristo afirma: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (Jn 18,36).

Ahora todo es claro y transparente. Frente a la acusación de los sacerdotes, Jesús revela que se trata de otro tipo de realeza, una realeza divina y espiritual. Pilato le pide una confirmación: «Conque, ¿tú eres rey?» (Jn 18,37). Aquí Jesús, excluyendo cualquier interpretación errónea de su dignidad real, indica la verdadera: «Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37).

Él no es rey como lo entendían los representantes del Sanedrín, pues no aspira a ningún poder político en Israel. Por el contrario, su reino va más allá de los confines de Palestina. Todos los que son de la verdad escuchan su voz (cf. Jn Jn 18,37), y lo reconocen como rey. Este es el ámbito universal del reino de Cristo y su dimensión espiritual.

2. «Para ser testigo de la verdad» (Jn 18,37). En la lectura tomada del libro del Apocalipsis se dice que Jesucristo es «testigo fiel» (Ap 1,5). Es testigo fiel, porque revela el misterio de Dios y anuncia el reino ya presente. Es el primer servidor de este reino. «Obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Ph 2,8), testimoniará el poder del Padre sobre la creación y sobre el mundo. Y el lugar del ejercicio de su realeza es la cruz que abrazó en el Gólgota. Pero su muerte ignominiosa representa una confirmación del anuncio evangélico del reino de Dios. En efecto, a los ojos de sus enemigos esa muerte debía ser la prueba de que todo lo que había dicho y hecho era falso.

«Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42). No bajó de la cruz, pero, como el buen pastor, dio la vida por sus ovejas (cf. Jn Jn 10,11). Sin embargo, la confirmación de su poder real se produjo poco después, cuando, al tercer día, resucitó de entre los muertos, revelándose como «el primogénito de entre los muertos» (Ap 1,5).

Él, siervo obediente, es rey, porque tiene «las llaves de la muerte y del infierno » (Ap 1,18). Y, en cuanto vencedor de la muerte, del infierno y de satanás, es «el príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1,5). En efecto, todas las cosas terrenas están inevitablemente sujetas a la muerte. En cambio, aquel que tiene las llaves de la muerte abre a toda la humanidad las perspectivas de la vida inmortal. Él es el alfa y la omega, el principio y el culmen de toda la creación (cf. Ap Ap 1,8), de modo que cada generación puede repetir: bendito su reino que llega (cf. Mc Mc 11,10).

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de la Santísima Trinidad en Castel di Lunghezza, me alegra estar aquí con vosotros hoy, para celebrar la eucaristía en la solemnidad de Cristo Rey.

981 Saludo con afecto a cada uno de los presentes, y en particular al cardenal vicario, al monseñor vicegerente y a vuestro párroco, don Bruno Sarto. Saludo, asimismo, a los padres monfortanos con sus seminaristas, a las religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos y a cuantos, de diferentes modos, colaboran en la guía y el servicio pastoral de vuestra comunidad. Por último, os saludo a todos vosotros, amadísimos parroquianos, recordando con particular afecto a los ancianos, a los enfermos y a las personas solas.

A todos vosotros, habitantes de esta zona situada en los confines del municipio de Roma, deseo aseguraros que, aunque estéis distantes físicamente de la casa del Papa, estáis siempre cerca de mí. Desgraciadamente, vuestro barrio, surgido como otros sin un preciso plan urbanístico, carece aún hoy de muchas estructuras y, en especial, de servicios sociales para los ancianos, los jóvenes y los niños. También aquí la parroquia representa el único centro de reunión y da una contribución fundamental a la socialización de todo el barrio. Por eso, os aliento a proseguir el meritorio esfuerzo que está realizando la diócesis de Roma para dotar de adecuadas estructuras parroquiales a las zonas donde no sólo faltan lugares dignos de culto, sino también los demás servicios. A este propósito, quisiera aprovechar esta ocasión para exhortaros a vosotros y a todos los ciudadanos romanos a sostener generosamente el proyecto denominado «Cincuenta iglesias para Roma 2000», que se propone dar una iglesia a cada barrio de Roma.

4. Sé que en esta zona los hijos espirituales de san Vicente de Paúl han realizado una laudable obra de evangelización, sobre todo mediante las misiones populares. A ellos va mi aprecio y mi sincera gratitud por su generoso compromiso pastoral. No sólo las zonas del campo romano tienen necesidad aún hoy de estas misiones; las necesita toda la ciudad de Roma. Se trata de organizarlas de un modo renovado, que exprese la misma realidad del pueblo de Dios, como «pueblo en misión». Precisamente éste es el compromiso que la diócesis está llevando a cabo con la Misión ciudadana.

El domingo próximo, al inaugurar el año dedicado al Espíritu Santo en la preparación del gran jubileo del año 2000, entregaré la cruz a los misioneros y a las misioneras que, durante los próximos meses, visitarán a las familias y anunciarán el Evangelio en las casas de esta parroquia y de todas las demás de Roma.

Queridos catequistas, queridos miembros del consejo parroquial, queridos integrantes de los diversos grupos, deseo dirigiros a cada uno de vosotros una invitación particular: proseguid generosamente vuestro trabajo de evangelización, aunque a veces os parezca difícil y poco gratificante. El Señor está con vosotros y no abandona jamás a su Iglesia.

Os exhorto a vosotras, queridas familias, a no tener miedo de vivir un amor exigente que revista, como escribe el apóstol Pablo, las características de la paciencia, la benignidad y la esperanza (cf.
1Co 13,4 1Co 13,7).

A vosotros, queridos jóvenes, quisiera repetiros que la Iglesia os necesita, y desearía añadir: vosotros tenéis necesidad de la Iglesia, porque la Iglesia desea solamente ayudaros a encontrar a Jesús, que hace libre al hombre para amar y servir.

La Iglesia os necesita para que, después de haber experimentado la verdadera libertad, que sólo Cristo puede ofreceros, seáis capaces de testimoniar el Evangelio en medio de vuestros coetáneos con valentía y gran creatividad, según la sensibilidad y los talentos propios de vuestra juventud. ¡Quiera Dios que la misión de los jóvenes, dentro de la gran Misión ciudadana, favorezca este acercamiento entre los jóvenes y Cristo, entre los jóvenes y la Iglesia!

5. Amadísimos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos recuerda que la verdad sobre Cristo Rey constituye el cumplimiento de las profecías de la antigua alianza. El profeta Daniel anuncia la venida del Hijo del hombre, a quien dieron «poder real, gloria y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin» (Da 7,14). Sabemos bien que todo esto encontró su perfecto cumplimiento en Cristo, en su Pascua de muerte y de resurrección.

La solemnidad de Cristo, Rey del universo, nos invita a repetir con fe la invocación del Padre nuestro, que Jesús mismo nos enseñó: «Venga tu reino».

¡Venga tu reino, Señor! «Reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio). Amén.

MISA DE INAUGURACIÓN DEL SEGUNDO AÑO DE PREPARACIÓN

PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000



982

I domingo de Adviento, 30 de noviembre de 1997



1. «Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis (...) comparecer ante el Hijo del Hombre» (Lc 21,36).

Estas palabras de Cristo, recogidas en el evangelio de san Lucas, nos introducen en el significado profundo de la liturgia que estamos celebrando. En este primer domingo de Adviento, que marca el comienzo del segundo año de preparación inmediata para el jubileo del año 2000, resuena más viva y actual que nunca la exhortación a velar y orar, a fin de estar preparados para el encuentro con el Señor.

Nuestro pensamiento va, ante todo, al encuentro de la próxima Navidad, cuando, una vez más, nos arrodillaremos ante la cuna del Salvador recién nacido. Pero también pensamos en la gran fecha del año 2000, en la que toda la Iglesia revivirá con intensidad muy particular el misterio de la Encarnación del Verbo. Estamos invitados a apresurar el paso hacia esa meta, dejándonos guiar, sobre todo durante el presente año litúrgico, por la luz del Espíritu Santo. En efecto, se incluye «entre los objetivos primarios de la preparación del Jubileo el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia » (Tertio millennio adveniente TMA 45).

En esta perspectiva, el Comité central para el gran jubileo continúa realizando su trabajo con laudable empeño. Merece apoyo su valioso servicio eclesial, especialmente en esta fase ya muy próxima a la histórica cita. Gracias a las iniciativas de animación y coordinación que ha llevado a cabo dicho organismo central, se podrá orientar y estimular cada vez mejor el camino que llevará al pueblo de Dios a cruzar el umbral del tercer milenio.

2. La Iglesia que está en Roma se reúne hoy en esta basílica también por otro motivo: la entrega de la cruz a los misioneros y a las misioneras que asumen la tarea de anunciar el Evangelio en los diversos ambientes de la metrópoli.

Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos» (1Th 3,12). Precisamente con este deseo el Obispo de Roma os entrega la cruz a todos vosotros, queridos misioneros y misioneras, y a vuestras comunidades parroquiales. ¿No es este, acaso, el secreto del éxito de la misión ciudadana? Jesús mismo asoció al amor mutuo de sus discípulos la eficacia de su anuncio evangélico: «Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea» (Jn 17,21).

El éxito de la misión depende de la intensidad del amor. La tercera persona de la santísima Trinidad es el Amor subsistente. ¿Quién mejor que él puede infundir el amor en nuestro corazón? (cf. Rm Rm 5,5). Por eso, es providencial la coincidencia entre la apertura del segundo año de preparación del gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo, y la entrega de la cruz a vosotros, que durante este año seréis protagonistas de la Misión en toda la ciudad. Os asegura una asistencia particular por parte del Espíritu Santo, en quien la misión reconoce a su protagonista primero e indiscutible.

3. «¡Abre la puerta a Cristo, tu Salvador! ». Esta invitación está en el centro de la misión ciudadana, pero debe resonar ante todo en nuestro corazón. Debemos ser los primeros en abrir la puerta de nuestra conciencia y de nuestra vida a Cristo salvador, volviéndonos dóciles a la acción del Espíritu, para conformarnos cada vez más al Señor. En efecto, no podemos anunciarlo sin reflejar su imagen, viva en nosotros por la gracia y la obra del Espíritu.

Queridos misioneros y misioneras, sentid un gran amor por las personas y las familias que encontréis. La gente tiene necesidad de amor, de comprensión y de perdón. Estad atentos y cercanos sobre todo a las familias que viven situaciones difíciles en el ámbito de la fe, del matrimonio o, incluso, de la pobreza y del sufrimiento. Que para cada familia de Roma vuestros gestos y vuestras palabras sean signos de la misericordia divina y de la acogida de la Iglesia. En la medida de vuestras posibilidades, conservad, también después de vuestra visita, una relación personal con las familias que encontréis y con cada uno de sus componentes.

Amad a la Iglesia, de la que sois miembros, y que os envía como misioneros. Enseñad a amarla con vuestra palabra y vuestro ejemplo. Compartid su pasión por la salvación de los hombres. Amad a la Iglesia, que es santa puesto que ha sido purificada por la sangre de Cristo derramada en la cruz.

983 ¡También vosotros esforzaos por ser santos! Acoged la exhortación de san Pablo, que ha resonado en la segunda lectura, para que «os presentéis santos e irreprensibles» (1Th 3,12). La llamada a la misión deriva de la llamada a la santidad. Responded a ella con generosidad. Abrid las puertas de vuestra vida al don del Espíritu Santo, el Santificador, que renueva la faz de la tierra y transforma los corazones de piedra en corazones de carne, capaces de amar como Cristo nos amó (cf. Jn Jn 15,12).

4. Al presentaros, en cada casa, a las familias de vuestras parroquias, podréis afirmar con el apóstol Pablo: he venido a vosotros débil, tímido y tembloroso, para anunciaros a Jesucristo, y éste crucificado (cf. 1Co 2,1-3). Esta sencillez en el anuncio, acompañada por el amor a las personas ante las que os presentáis, es la verdadera fuerza de vuestro servicio misionero. Frente a la resonancia persuasiva y atractiva de numerosos mensajes humanos que todos los días invaden la existencia de las personas, el Evangelio puede parecer, tal vez, débil y pobre a quien mira con superficialidad; pero, en realidad, es la palabra más poderosa y eficaz que puede pronunciarse, porque penetra en el corazón y, gracias a la acción misteriosa del Espíritu Santo, abre el camino de la conversión y del encuentro con Dios.

Deseo hacer mía la invitación del Apóstol a que crezcáis y os distingáis en el camino del bien: «Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios: pues proceded así y seguid adelante» (1Th 4,1). En efecto, la misión debe constituir para cada parroquia la ocasión oportuna de iniciar una nueva relación con la gente del territorio, a fin de ser más capaces de llegar a todos con la propuesta de la fe, de estar más dispuestos a las exigencias y expectativas, y más presentes en el entramado diario de cada uno. Así, la parroquia podrá ser más auténtica en su generoso compromiso apostólico y misionero en favor de cuantos viven fuera de ella.

5. Queridos misioneros y misioneras de Roma, hoy os digo a vosotros lo que escribí a los jóvenes el pasado 8 de septiembre, invitándolos a estar dispuestos a acoger y ayudar a todos los que quieren acercarse a la fe y a la Iglesia. ¡Qué no se pierda ninguno de los que el Padre pone en nuestro camino! (cf. Carta a los jóvenes de Roma, n. 9: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 1997, p. 2).

Os lo repito también a vosotros, sacerdotes y diáconos, para que reavivéis el don de Dios que está en vosotros por la imposición de las manos del obispo (cf. 2Tm 1,6). Con el amor y la preocupación del buen Pastor, id en búsqueda de cuantos se han alejado y esperan un gesto vuestro, una palabra vuestra, para poder redescubrir el amor de Dios y su perdón.

A vosotros, religiosos y religiosas, deseo indicaros que la misión es el terreno propicio para dar un testimonio fuerte de servicio gozoso al Evangelio. En particular, a las religiosas de vida contemplativa les pido que se sitúen en el corazón mismo de la misión con su constante oración de adoración y de contemplación del misterio de la cruz y de la resurrección.

A vosotros, queridos muchachos y muchachas, os digo una vez más: vuestra participación activa en la misión ciudadana es un don indispensable para la comunidad. Convertíos en protagonistas de la aventura más hermosa y entusiasmante, por la que vale la pena gastar la vida: la del anuncio de Cristo y de su Evangelio. Con vuestros dones y talentos, puestos a disposición del Señor, podéis y debéis contribuir a la obra de la salvación en nuestra amada ciudad.

Os renuevo la invitación también a vosotras, queridas familias cristianas, que poseéis el don de la fe y del amor; la invitación a vivir con empeño la llamada a la misión, ofreciendo vuestro servicio a las demás familias que viven en vuestro entorno, con amistad, solidaridad y valentía al proponer la verdad evangélica.

Os dirijo un saludo particular a vosotros, queridos enfermos, ancianos y personas solas. A vosotros se os ha confiado una tarea de gran importancia en la misión: ofrecer vuestras oraciones y vuestros sufrimientos diarios por el éxito de esta empresa apostólica, para que la gracia del Señor acompañe la visita de los misioneros a las familias, y abra y disponga a la conversión los corazones de quienes los acojan.

6. «Mirad que llegan días (...) en que cumpliré la promesa que hice» (Jr 33,14). Mediante la acción del Espíritu, el Señor guía la historia de la salvación a lo largo de los siglos hasta su supremo cumplimiento.

«Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra». Como enviaste tu Espíritu sobre María, Virgen del Adviento, envíalo también sobre nosotros. ¡Envía tu Espíritu, oh Señor, sobre la ciudad de Roma y renueva su faz! Envía tu Espíritu sobre todo el mundo, que se prepara para entrar en el tercer milenio de la era cristiana.

984 Ayúdanos a acoger, como María, el don de tu presencia divina y de tu protección. Ayúdanos a ser dóciles a las sugerencias del Espíritu, para que podamos anunciar con valentía y celo apostólico al Verbo, que se hizo carne y puso su morada entre nosotros: Jesucristo, Dios hecho hombre, que nos ha redimido con€su muerte y€resurrección. Amén.

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTO DOMINGO SAVIO



Domingo 7 de diciembre de 1997



1. «Preparad el camino del Señor, allanad su senderos. Todos verán la salvación de Dios» (Aleluya; cf. Lc Lc 3,4 Lc Lc 3,6).

El eco de la predicación de Juan Bautista, la «voz que grita en el desierto» (Lc 3,4 cf. Is Is 40,3), llega hasta nosotros en este segundo domingo de Adviento. Él, que es el Precursor, el que recibió la misión de preparar al pueblo elegido para la venida del Salvador prometido, sigue invitándonos también hoy a la conversión, para salir al encuentro del Señor que viene.

Ya en el umbral del tercer milenio cristiano, nos invita a preparar el camino del Señor en nuestra vida personal y en el mundo. Dispongamos nuestro corazón, amadísimos hermanos y hermanas, para celebrar en la fiesta de la próxima Navidad el gran misterio de la Encarnación, en la perspectiva del gran jubileo del año 2000, que se acerca a grandes pasos.

2. Al presentar al Precursor y su misión orientados a la manifestación pública del Mesías, san Lucas desea insertar estos hechos en su preciso contexto temporal. En efecto, el evangelista muestra gran sensibilidad histórica cuando, al comienzo de su narración, menciona los principales datos que ayudan a enmarcar en el tiempo los hechos que se dispone a contar: el año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, la administración de Poncio Pilato en Judea, la tetrarquía de Herodes, Filipo y Lisanias, y los sumos sacerdotes Anás y Caifás (cf. Lc Lc 3,1-2).

De este modo, san Lucas sitúa la vida y el ministerio de Jesús en un punto preciso dentro del devenir del tiempo y de la historia. El gran acontecimiento de la manifestación del Salvador tiene sólidas relaciones temporales con los demás hechos de la época. Nosotros contemplamos con gran interés esos acontecimientos, sabiendo que a ellos está vinculada nuestra salvación y la del mundo. Y prestamos particular atención al gran misterio de la encarnación del Verbo, porque constituirá el corazón del jubileo del año 2000, al que nos estamos acercando rápidamente.

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de Santo Domingo Savio, me complace saludaros, haciendo mías las palabras del apóstol Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura: «Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría, porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio » (Ph 1,4-5). En efecto, todos los días os recuerdo ante el Señor, junto con todas las comunidades parroquiales de la diócesis. Y mi oración por vosotros es mayor en este tiempo de la misión ciudadana, en el que el compromiso apostólico de preparar el camino del Señor (cf. Lc Lc 3,4) en la ciudad de Roma es más intenso y, en ciertos aspectos, más arduo. Confiando en que «el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús» (Ph 1,6), os invito a anunciar con valentía al Señor que viene, por encima de cualquier dificultad y obstáculo que se opongan a vuestro compromiso de llevar a todos la verdad y el amor de Cristo.

Os saludo a todos con afecto. En particular, saludo al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro amado párroco don Marco Saba, y a los sacerdotes, hijos de san Juan Bosco, que comparten la responsabilidad de la animación pastoral de esta hermosa y activa comunidad.

Vuestra parroquia, que surgió en 1961 con nuevos asentamientos de numerosas familias jóvenes, ha asistido después al éxodo de las nuevas generaciones, que se iban a vivir en zonas donde era más fácil comprar o alquilar una casa. Así, la población de la parroquia ha cambiado gradualmente, aunque registra ahora la llegada de nuevas familias en la zona de Prato lungo-via Rosaccio. Estas dificultades no debilitan, ciertamente, vuestro compromiso pastoral. Exhorto, en particular, a los numerosos grupos parroquiales a proseguir con impulso apostólico y alegría su indispensable contribución a las actividades de la parroquia. Como santo Domingo Savio, sed todos misioneros con el buen ejemplo, con las buenas palabras y con las buenas acciones en casa, entre los vecinos y entre los compañeros de trabajo. En todas las edades se puede y se debe testimoniar a Cristo. El compromiso del testimonio cristiano es permanente y diario.

4. Sé que estáis tratando de revitalizar el Oratorio, para favorecer el crecimiento humano y cristiano de los jóvenes y, en particular, de los muchachos, después de la confirmación. Me alegra y me complace vuestro generoso esfuerzo por la formación de las nuevas generaciones. A vosotros, muchachos y jóvenes, deseo proponeros el luminoso ejemplo de vuestro patrono santo Domingo Savio, el joven discípulo de don Bosco. Dirigiéndose en la oración a Jesús y a María, les pedía que fueran sus amigos y que le ayudaran a morir antes de que le sucediera la desgracia de cometer un solo pecado. «¡La muerte, pero no el pecado! », solía repetir. Queridos jóvenes, ¿no debe ser éste también el ideal de vuestra vida? Esforzaos, con su ayuda, por evitar el pecado y amar intensamente a Dios.


B. Juan Pablo II Homilías 976