B. Juan Pablo II Homilías 772

772 Jesucristo es el Hijo amado del Padre enviado al mundo, “en la plenitud de los tiempos, nacido de mujer” (Ga 4,4), para amar y salvar al mundo. El sacerdocio mesiánico de Cristo nace de este amor y voluntad salvífica de Dios. Cristo es el Sacerdote eterno y de su sacerdocio participamos todos. El ofreció el único sacerdocio, el de la cruz, que se perpetúa entre nosotros por medio de la eucaristía. De este sacerdocio y sacrificio, como donación total, habla Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Nosotros nos hemos reunido aquí para contemplar con los ojos de la fe este amor tan grande. No obstante nuestra debilidad humana nos unimos al sacrificio de Cristo Sacerdote eterno. Y nos unimos a El con humildad y confianza, puesto que hemos sido llamados a participar de modo especial en este sacerdocio y a ofrecer este sacrificio de la Nueva Alianza —bajo las especies de pan y de vino, a semejanza del sacrificio de Melquisedec— (cf. Sal Ps 110 [109], 4; cf. Hb He 5,5-6) que Cristo dejó como testamento de amor a su Iglesia.

4. Para cada uno de vosotros, queridos hijos y hermanos, ha llegado ya el momento en el que os vais a convertir en “ sacerdotes del Señor ”, puesto que, como presbíteros, “ seréis llamados ministros de nuestro Dios ” (Is 61,6).

Las palabras que Jesús pronunció en la Ultima Cena se cumplen también ahora mismo entre nosotros. Porque es el mismo Jesús quien os dice con amor: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14).

“Vosotros sois mis amigos... A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Ibíd., 15, 14.15). Acoged, pues, queridos hijos y hermanos, esta llamada, que es una declaración de amistad profunda y eterna. Sois sus amigos, confidentes suyos, hechos partícipes de su misterio, con el fin de prolongar en su nombre, “in persona Christi”, su misma misión. Por esto se os puede llamar a cada uno, en cierto modo, “alter Christus”. No olvidéis nunca el origen de este amor, de donde procede la llamada y la misma existencia sacerdotal, que es vocación para servir a ejemplo de Cristo.

5. El don del sacerdocio es iniciativa del Señor. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16). Efectivamente, Jesús “llamó a los que él quiso” (Mc 3,13); y él sabe muy bien a quiénes y por qué los ha elegido (cf. Jn Jn 13,18). Si la vocación, la consagración y la misión sacerdotal, en todos sus grados, son un don suyo, ello significa que hay que pedir y recibir el don tal como es. ¿Y cómo es el don que el Señor os ofrece a vosotros?

Por el Evangelio sabemos que Cristo llamó a sus Apóstoles “para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). El don del sacerdocio nos hace partícipes del mismo ser o consagración, de la misma misión y de la misma vida de Cristo Sacerdote y Buen Pastor.

Cuando Jesús se presentó en la sinagoga de Nazaret leyó y se aplicó a sí mismo el texto de Isaías, que también nosotros hemos escuchado hoy: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4,18 cf. Is Is 61,1). Jesús es, pues, el consagrado y el enviado. De esta consagración y misión hace partícipes a sus Apóstoles y a cuantos en el decurso de la historia de la Iglesia habrán de recibir, como vosotros, la imposición de las manos (cf. 2Tm 2Tm 1,6).

Asimismo el don que recibís es exigente, como lo es el amor con que Cristo os lo concede. En la entrega sacerdotal no puede haber regateos ni ahorro de esfuerzos. Estáis llamados a la santidad y al apostolado con el ardor y dedicación de los mismos Apóstoles.

La gracia y el carácter que se reciben con el sacramento del Orden no solamente exigen santidad y entrega, sino que la hacen posible. Si se participa en el ser y en la misión de Cristo, es para participar también en su estilo de vida.

El don del sacerdocio se recibe para vivir en sintonía con Cristo, cumpliendo como El el encargo o mandato salvífico del Padre (cf. Jn Jn 15,10 Jn 10,18).

773 6. El don del sacerdocio se reaviva continuamente en la caridad del Buen Pastor: “Permaneced en mi amor” (Ibíd., 15, 9). Y ¿cómo es este amor de Cristo? “Hasta dar la vida por sus amigos” (Ibíd., 15, 13). Así lo había dicho el Señor cuando se presentó como Buen Pastor: “Yo doy mi vida por mis ovejas” (Ibíd., 10, 15).

Por eso el sacerdote debe ser siempre “el hombre de la caridad”. “Como pastor de la grey de Cristo, él no puede olvidar que su Maestro ha llegado a dar la propia vida por amor. A la luz de este ejemplo, el sacerdote sabe que ya no es dueño de sí mismo, sino que se debe dar todo a todos, aceptando cualquier sacrificio vinculado con el Amor” (Ángelus, 18 de febrero de 1990).

Este aspecto esencial del sacerdote tiene valor permanente. Por el hecho de ser signo del Buen Pastor, para prolongar su palabra, su sacrificio, su acción salvífica, es una llamada a vivir en sintonía con el sentir y el actuar de Cristo. Por esto, la espiritualidad específica del sacerdote es “la ascesis propia del pastor de almas” (Presbyterorum ordinis
PO 13). Sólo así será un “instrumento vivo de Cristo Sacerdote” (Ibíd., 12).

Toda la vida del sacerdote ha de ser un testimonio de cómo amaba el Buen Pastor, el cual vivió pobre para manifestar que se daba a sí mismo; fue obediente a los planes salvíficos del Padre porque no se pertenecía a sí mismo; fue casto porque quiso compartir esponsalmente nuestra existencia para hacer de toda la humanidad una familia de hermanos y una ofrenda a Dios.

7. El don del sacerdocio se vive en la perseverancia: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).

Sí, queridos hermanos, el don del sacerdocio será garantía de vuestra perseverancia si sabéis “avivarlo” continuamente (cf. 2Tm 2Tm 1,6), siguiendo las indicaciones y medios concretos que han recordado el Concilio Vaticano II, así como los documentos postconciliares. Porque vais a ser predicadores de la palabra de Dios, necesitáis profundizar continuamente esta palabra en momentos fuertes de oración personal y de estudio. Porque vais a celebrar los misterios del Señor, necesitáis vivirlos vosotros mismos, especialmente en la celebración eucarística, en la liturgia de las horas y en el sacramento de la reconciliación. Porque tenéis que guiar a la comunidad cristiana y a cada creyente por el camino de la santidad, necesitáis vosotros mismos aspirar ardientemente a ella.

8. El don del sacerdocio se vive en una intensa comunión eclesial: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros”. (Jn 15,17) La unidad que Jesús quiere para toda su Iglesia, y de modo particular para los sacerdotes, está basada en el mandato del amor, como reflejo de la unidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por esto el Señor pide intensamente al Padre un claro testimonio de unidad en sus discípulos: “Que sean uno como nosotros somos: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17,22-23).

El sacerdote, juntamente con su obispo y con los demás sacerdotes del presbiterio, será agente de unidad en la comunidad eclesial en la medida en que él mismo viva esta comunión. Como enfatiza el Concilio Vaticano II: “La fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia” (Presbyterorum ordinis PO 14). En efecto, en la medida en que el sacerdote viva la realidad de la Iglesia como comunión, hará efectiva la misión de la Iglesia y descubrirá también la realidad de la misma Iglesia como misterio.

¡Cómo me gustaría seguir reflexionando con vosotros sobre estas facetas maravillosas del don del sacerdocio que hoy recibís! En mis cartas con ocasión del Jueves Santo, desde el inicio de mi Pontificado, he ido exponiendo la doctrina sacerdotal que se encuentra en los documentos conciliares y especialmente en la Escritura y en la tradición de la Iglesia. El misterio de Cristo Sacerdote, que se prolonga en nosotros, es inabarcable; por ello nuestras reflexiones y meditaciones son sólo un destello de lo que el Señor mismo os irá comunicando si sois fieles. En efecto, a Cristo lo encontraréis en la medida en que lo améis. Así nos lo ha dicho El mismo: “Si alguno me ama, yo me manifestaré a él” (Jn 14,21).

9. Hermanos e hijos queridos: ¡Vosotros sois los sacerdotes de la última década del segundo milenio! ¡Vosotros sois los sacerdotes de una nueva etapa de esperanza para México! Sed siempre testigos de la verdad, de la justicia, del amor, especialmente hacia los más necesitados. Vuestra vida sacerdotal es una exigente vocación de servicio, de entrega, de dedicación plena a la obra de la nueva evangelización de México.

Una sociedad, como la nuestra, que tiende al materialismo de la vida, mientras por otra parte siente ansia de Dios, necesita testigos del misterio. Una sociedad que está dividida, sintiendo al mismo tiempo las ansias de unidad y solidaridad, necesita servidores de la unidad. Una sociedad que olvida frecuentemente los auténticos valores, mientras pide autenticidad y coherencia, necesita signos vivos del evangelio.

774 Me dirijo ahora a todos los sacerdotes de esta región pastoral y de todo México, que se han unido a nosotros en esta solemne celebración. El Papa, que tanto os ama, os llama hoy a renovar vuestro entusiasmo, vuestra esperanza, vuestro empeño apostólico y ministerial para bien de la Iglesia en esta gran nación. Cristo nos ha prometido que nunca abandonará a su Iglesia. El Señor es nuestra fuerza en la adversidad, en el desaliento; El bendice hoy a vuestras comunidades con el maravilloso fruto de nuevos sacerdotes que serán un nuevo aliento en la vida sacerdotal mexicana. Acogedlos como hermanos queridísimos; acompañadlos con vuestro saber y experiencia; continuad promoviendo incansablemente vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. De esta manera la fuerza salvadora del evangelio se hará cada vez más presente en la vida de los individuos, de la familia, de la sociedad.

10. ¡Queridos hermanos aquí presentes! Ante esta magnífica floración de sacerdotes, no podemos menos que cantar las misericordias de Dios, como nos sugiere la liturgia de hoy. Sé que entre vosotros es frecuente orar por los sacerdotes.

Es una larga tradición de México, muy querida por el Papa. Hay entre vosotros muchas almas y muchas instituciones sacerdotales y contemplativas, que mantienen este fervor, el cual es fuente no sólo de vocaciones sacerdotales, sino también de vocaciones consagradas y de especial compromiso laical. Os pido que continuéis esta hermosa tradición heredada de personas santas del pasado.

Con vosotros, pues, canto ahora en esta celebración eucarística y “cantaré eternamente las misericordias del Señor” (
Ps 88 [87], 2, porque el Señor os ha concedido estas vocaciones sacerdotales, que serán en medio de la comunidad como un signo personal del Buen Pastor. Toda la Iglesia se alegra con vosotros, puesto que los dones recibidos por una Iglesia particular o local, son igualmente para el bien de la Iglesia universal. Gracias pues a las familias mexicanas, gracias a las madres y a los padres de México que generosamente ofrecen sus hijos para que sean continuadores del sacerdocio de Cristo, como mensajeros de fe, amor y esperanza.

¡México necesita sacerdotes santos! ¡México necesita hombres de Dios que sepan servir a sus hermanos en las cosas de Dios! ¿Seréis vosotros de esos hombres? El Papa, que os ama entrañablemente, así lo espera. ¡Sed los santos sacerdotes que necesitan los mexicanos y que anhela la Iglesia! ¡Que Nuestra Señora de Guadalupe os acompañe siempre por los caminos de la nueva evangelización de América! Así sea.

VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LAS FAMILIAS



Chihuahua, México

Jueves 10 de mayo de1990



“Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron” (Lc 11,27).

1. Una mujer de la muchedumbre que seguía a Jesús de Nazaret, una de aquellas que escuchaban sus enseñanzas, expresó con estas palabras su veneración hacia el Maestro y su Madre.

No es posible separar al Hijo de la Madre ni a la Madre del Hijo. También en las nuevas generaciones de discípulos seguidores de Cristo, van juntos el amor a El y la veneración y amor a su Madre Santísima. Lo estamos viendo y comprobando en esta noble tierra, que tiene en el amor a Santa María de Guadalupe su centro espiritual, donde todos los mexicanos se sienten miembros de una gran familia.

Esta misma Madre, María, es la que ha traído al mundo a Cristo, el cual se hizo hombre para que nosotros —hijos e hijas del genero humano— recibiésemos la adopción de hijos de Dios. Por eso “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..., para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4 Ga 4,5). Ante este admirable e irrepetible acontecimiento, en verdad podemos repetir con el salmista: “Se alegra mi corazón, el Señor es la parte de mi herencia” (Ps 15,9 Ps 15,5).

775 2. Al nacer de mujer y en una familia, el Hijo de Dios ha santificado la familia humana. Por eso nosotros veneramos como santa a la Familia de Nazaret, en cuyo seno “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).

Esta familia a la que veneramos y llamamos Sagrada Familia, permanecerá para siempre como modelo eximio para ser imitado por todas las familias cristianas, aquí y en todas partes, pues el núcleo familiar es aquel espacio en el que se despliega la abundante gracia de Dios, que nos hace renacer en el bautismo.

Queridos hermanos y hermanas: es para mí motivo de gran alegría celebrar esta liturgia de la Palabra con las familias de la comunidad cristiana de Chihuahua, junto con su arzobispo, monseñor Adalberto Almeida Merino, su coadjutor, monseñor José Fernández Arteaga, el presbiterio, los religiosos, religiosas y fieles todos. Mi cordial saludo se dirige igualmente a cuantos, junto con sus pastores, han venido aquí desde las diócesis vecinas: Ciudad Juárez, Torreón, Ciudad Madera, Nuevo Casas Grandes, Tarahumara, Hermosillo, Tijuana y de otros lugares del norte del país.

De modo especial, mi saludo y felicitación en el Día de las Madres se dirige a todas y a cada una de las madres mexicanas. La maternidad es un don sublime que la Iglesia exalta. ¿Cómo no habría de hacerlo si cree y reconoce el inicio de la salvación, de su propia existencia, en la maternidad virginal de María Santísima, que engendró a Cristo?

3. Queremos contemplar ahora el profundo significado que asume la familia cristiana en los planes de Dios. A ello nos impulsa una vez más la preocupación que sentimos todos en nuestra mente y en nuestro corazón por el mundo de hoy en el que, con frecuencia, la familia está siendo atacada de mil formas diversas. Sabemos de sobra que a medida que se va debilitando el verdadero amor se oscurece también la misma identidad del ser humano. Por ello, siento personalmente la necesidad de repetir lo que ya dije con sincero convencimiento al comienzo de mi pontificado: “el hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Redemptor hominis, RH 10).

La grandeza y la responsabilidad de la familia está en ser la primera comunidad de vida y amor; el primer ambiente donde el hombre puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas, sino también y ante todo por Dios. Por ello, a los padres cristianos os toca formar y mantener un hogar en el que germine y madure la profunda identidad cristiana de vuestros hijos: el ser hijos de Dios. Pero vuestro amor de padres podrá hablar de Dios a vuestros hijos sólo si antes vuestro amor de esposos es vivido, en la santidad y en la apertura a la fecundidad de la unión matrimonial.

4. El amor existente entre los esposos cristianos es una realidad santa y noble. La acción del Espíritu Santo en vuestras personas cuando estáis en gracia os ayudará a entregaros mutuamente, con aquella generosidad sin medida con que “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ep 5,25).

Al hablar hoy a las familias católicas de Chihuahua y de México, en este “ Día de las Madres ” deseo rendir homenaje a la madre, a las mujeres mexicanas y a las de toda América Latina. Con razón se ha dicho que la mujer ha desempeñado un papel providencial en la conservación de la fe de este querido continente.

La experiencia diaria nos muestra que a una esposa cristiana corresponde de ordinario una familia en la que permanece vivo el amor a Dios, la práctica de la vida sacramental y del amor del prójimo. Asimismo la armonía, serenidad y alegría de la vida de familia dependen en gran medida de la mujer, esposa y madre quien, con su intuición, su tacto, su afecto, su paciencia, su generosidad, suaviza asperezas y tensiones. Ella levanta los ánimos decaídos y ofrece un puerto acogedor en el cual refugiarse cuando afloran los problemas en cualquier edad de la vida.

No ignoro el papel a veces heroico que las esposas mexicanas han representado en la vida familiar. Por ello quiero recordar también a los esposos el grave deber que les incumbe de colaborar en las cargas del hogar con su trabajo, no dilapidando el salario, que es un bien para toda la familia, siendo al mismo tiempo fieles a su esposa con un amor único e indiviso, mostrando verdadero afecto y dedicación en la educación de los hijos. ¡La familia se conserva y fortalece gracias al amor!

5. En una sociedad tantas veces marcada por signos de muerte y desamor como la violencia, el aborto, la eutanasia, la marginación de minusválidos y personas pobres y no útiles, la mujer está llamada a mantener viva la llama de la vida, el respecto al misterio de toda nueva vida. Por esto he querido poner de relieve, en la Carta Apostólica “Mulieris Dignitatem”, que a la mujer “Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano”; en virtud de su vocación al amor, “la mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás” (Mulieris Dignitatem MD 30).

776 Esta perspectiva adquiere más amplias dimensiones a la luz de la primera lectura bíblica que hemos escuchado y que alude a aquella mujer, María, de la cual nació Jesús (cf. Ga Ga 4,4). En efecto, “la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el hecho mismo de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su femineidad y para llevar a cabo su verdadera promoción” (Redemptoris Mater RMA 46).

6. Aunque rico en bienes y promesas, el matrimonio cristiano es una realidad exigente. Requiere, sobre todo, fidelidad en el amor, generosidad y abnegación. Al mismo tiempo, debe haber siempre una apertura al don de la vida. En este sentido, queridos esposos y esposas que me escucháis, habéis de pensar que si en la unión conyugal se elimina artificialmente la posibilidad de concebir el hijo, los esposos se cierran a Dios y se oponen a su voluntad. Además, el esposo y la esposa se cierran el uno al otro, ya que rechazan la mutua entrega en la paternidad y la maternidad, reduciendo la unión conyugal en ocasión de satisfacer el egoísmo de cada uno.

Los hijos, en efecto, mantienen vivo el sentido de vuestra unión matrimonial; rejuvenecen a la vez el matrimonio y el amor mutuo de los padres. El hijo, en la familia, es una bendición de Dios. Así lo entiende la sana tradición de vuestras familias, que se abren generosamente al don de la vida. A este respecto, deseo recordar también a los padres, el deber moral que tienen de cuidar y velar por sus hijos, sobre todo cuando son pequeños y débiles.

La sociedad es cada día más sensible sobre los derechos del niño. Incluso se ha elaborado una Carta de los Derechos del Niño. Sin embargo, el niño está expuesto todavía a no pocos males: el egoísmo de una parte de la sociedad que atenta contra su vida antes de nacer, con la práctica del aborto; la insuficiente alimentación, que puede afectar todo su futuro desarrollo; la falta de afecto, los malos tratos con diversas formas de violencia; cuando no el delito de abuso de menores y el crimen de introducirlos en la espiral de la droga. A quienes se comportan así va dirigida la advertencia de Cristo: “ El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino, y lo hundan en lo profundo del mar” (Mt 18,5-6).

Cuando la Iglesia os recuerda a vosotros, padres y madres de familia, así como a los responsables de la sociedad, los deberes morales respecto al niño, está aplicando el precepto del maestro: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los cielos” (Mt 16,14-15).

La misma Iglesia os recuerda en tantas ocasiones el deber que tenéis de educar a vuestros hijos, no sólo en lo cultural y social, sino también en la fe y en la vida cristiana, en las virtudes humanas y cívicas (cf. Lumen gentium LG 35 y 41).

Es cierto que en la educación de los hijos contáis con la colaboración de otras personas: los maestros en las escuelas, los sacerdotes de vuestras parroquias, los catequistas. Pero no olvidéis nunca que vuestros hijos dependen primordialmente de vosotros. No olvidéis que su felicidad temporal, y no pocas veces, hasta su felicidad eterna, dependerán de vuestro ejemplo y de vuestras enseñanzas. Rezando con vuestros hijos, meditando con ellos la Palabra de Dios, acompañándolos en la Eucaristía y en los demás sacramentos, llegaréis a ser plenamente padres: habréis conseguido engendrarles no sólo a la vida corporal, sino también a la vida eterna en Cristo.

7. La familia ha de ser también el ámbito donde los jóvenes sean educados en la virtud de la castidad. Ella ha de ser la primera escuela de vida para los hijos, preparándolos para la responsabilidad personal en todos sus aspectos, incluidos los que se refieren a los problemas de la sexualidad. La educación para el amor, como don de sí mismo, es premisa indispensable para una educación sexual clara y delicada que los padres están llamados a realizar.

Dios ha querido que el don de la vida surja en esa comunidad de amor que es el matrimonio, y quiere que los hijos conozcan la naturaleza de ese don en el clima del amor familiar. Los padres cristianos tienen el derecho y el deber de formar a sus hijos también en este aspecto. Es lógico que, incluso en este campo, reciban la ayuda de otras personas. Pero la Iglesia recuerda la ley de la subsidiariedad, que la escuela o cualquier otra entidad debe observar también cuando coopera con los padres en la educación sexual de modo que sea impartida de acuerdo con el espíritu querido por los padres (cf. Familiaris Consortio FC 37).

Como señala la Exhortación Apostólica “ Familiaris Consortio ”: “En este contexto es del todo irrenunciable la educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el " significado esponsal " del cuerpo” (Ibíd.). Una información sexual que prescindiera de los valores morales constituiría un empobrecimiento de la persona y contribuiría a oscurecer su dignidad.

8. La familia ha recibido de Dios la misión de ser “la célula primaria y vital de la sociedad” (Apostolicam actuositatem AA 11). Como en un tejido vivo, la salud y la fuerza de la sociedad depende de la salud y fuerza de las familias que la integran. Por ello, la defensa y promoción de la familia es también defensa y promoción de la sociedad misma. Consiguientemente, ha de ser ésta la primera interesada en el desarrollo de una cultura que tenga como base la familia.

777 Son muchos los campos en que la sociedad civil puede favorecer la institución familiar, reforzando su estabilidad y tutelando sus derechos. En particular, desearía referirme al derecho de los padres a educar libremente a sus hijos, de acuerdo con sus propias convicciones y a poder contar con escuelas en que se imparta esa educación.

En contraste con este derecho humano natural —reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos— en la legislación de algunos países todavía existen serios límites a su ejercicio y aplicación. Frente a situaciones de este tipo, los padres de familia pueden pedir individualmente, e incluso asociadamente exigir a las autoridades, el respeto y la actuación de los propios derechos, como primeros y fundamentales responsables de la educación de sus hijos. No se trata de obtener privilegios; es algo debido en estricta justicia y que se debe reflejar en la legislación del país. Por tanto, es legítima la acción de las asociaciones de padres de familia que operan, a nivel nacional o internacional, cuando reclaman, dentro del orden establecido y en un diálogo respetuoso con las autoridades de la nación, el derecho a educar libremente a los hijos, según su propio credo religioso; a crear escuelas que correspondan a este derecho y a que las leyes del país reconozcan explícitamente tal derecho. Las familias cristianas serán así un potente loco de cultura cívica para los hijos y la comunidad nacional.

9. “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (
Lc 11,28) dice Jesús en el evangelio que se ha proclamado. Una bendición semejante pedimos para todas las familias mexicanas. Para los padres, madres, hijos e hijas. Encomendemos todas las generaciones mexicanas a la Sagrada Familia de Nazaret.

Que cada familia llegue a ser “ la iglesia doméstica ” en la cual, mediante el amor, maduren los nuevos hombres y mujeres en su dignidad de hijos por la adopción divina. Que en cada familia se verifique lo que el Apóstol Pablo dice en su Carta a los Gálatas: “ La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! ” (Ga 4,6).

Que cada familia de esta hermosa tierra esté abierta para acoger este Espíritu: el Espíritu de Cristo que es autor de la santificación del hombre, de los matrimonios y de las familias.

Que todos nosotros, junto con Cristo, podamos gritar con este Espíritu: ¡Abbá, Padre! Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA EL MUNDO DEL TRABAJO



Monterrey, México

Jueves 10 de mayo de1990

En esta celebración os invito, también, a encomendar al Señor las víctimas del accidente aéreo ocurrido esta mañana en tierra mexicana, en Chiapas, entre los cuales se encontraba el obispo de Tapachula, monseñor Luis Miguel Cantón Marín. Que el Señor conceda el descanso eterno a los fallecidos y un rápido restablecimiento a los heridos.


Ruego a Dios para que otorgue a los fieles de la diócesis de Tapachula el consuelo que viene de la suprema certeza de la fe.

Amadísimos hermanos y hermanas,
778 ¡Alabado sea Jesucristo!

1. ¡Alabado sea Jesucristo en esta ciudad de Monterrey que se precia de sus raíces cristianas!

¡Alabado sea Jesucristo en vuestras familias, en vuestros lugares de trabajo y de descanso!

¡Alabado sea Jesucristo por el don de la fe que hace casi cinco siglos fue plantada en vuestra tierra!

He venido como peregrino portador de amor y de esperanza, como Sucesor del Apóstol san Pedro, para confirmar en la fe a mis hermanos, obedeciendo así al mandato recibido de Jesús (cf. Lc
Lc 22,32). Me siento feliz por encontrarme en esta bella e industriosa capital del Estado de Nuevo León, donde se me ha dispensado una calurosa acogida, a la que correspondo con igual afecto y gratitud.

Mi saludo de paz se dirige al señor arzobispo y a los demás hermanos en el episcopado, a todos los amados sacerdotes colaboradores en el ministerio pastoral, a los religiosos, religiosas, fieles y, en una palabra, a todos los habitantes del norte del México.

Saludo hoy con particular afecto al mundo del trabajo, siempre tan cercano a mi corazón y a mi propia experiencia de trabajador. Desearía poder estrechar la mano de cada uno de vosotros, para manifestaros mi cariño y mi aprecio por vuestra misión como trabajadores al servicio de la sociedad.

Por medio de vosotros quiero que mi saludo llegue a todos los trabajadores de esta gran nación: a los que se dedican a las faenas del campo y de la industria, de las minas y de la pesca, a quienes ejercen su labor en los pueblos, en las ciudades, en las oficinas, en el comercio; a los empresarios, a todos los trabajadores intelectuales y manuales que forjáis la gran comunidad mexicana del trabajo. No quiero dejar de dirigir también aquí en Monterrey un particular saludo a un particular grupo de trabajo: a todas las madres mexicanas. Cuando se habla del trabajo humano, cuando se aprecia cada trabajo, ¿cómo no apreciar este trabajo fundamental, trabajo maternal de la mujer?, ¡especialmente en este Día de las Madres!

2. Hoy quiero meditar, con vosotros, sobre el mensaje que el Señor nos dirige en esta celebración eucarística. Cristo nos dice: “No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis... Fijaos en las aves del cielo..., contemplad cómo crecen los lirios del campo” (cf. Mt Mt 6,25-26 Mt Mt 6,28).

¿Qué quieren decir estas palabras dichas por Jesucristo en el sermón de la montaña? ¿Cuál era su significado para quienes las escuchaban por primera vez? ¿Qué sentido encierran hoy para nosotros?

En verdad, estas palabras del Evangelio parecen contradecir tantos criterios y actitudes que vemos en el mundo contemporáneo. En efecto, para la humanidad, para la sociedad actual, la producción, la ganancia, el progreso económico parecen asumir la categoría de criterios últimos y definitivos que rigen el comportamiento humano. De acuerdo con estos criterios se enjuicia y se da valor a la gente y a los pueblos, y se determina su posición en la escala social por la importancia que se les concede o por el poder que detentan.

779 Si se aceptara moralmente esta jerarquía de valores, el hombre quedaría obligado a buscar en todo momento el poseer como única meta de la vida. Entonces el hombre se mediría, no por lo que es, sino por lo que tiene.

3. Jesús, el Maestro del sermón de la montaña, el mismo que proclama las bienaventuranzas, nos enseña ante todo que el Creador y las criaturas están por encima de las obras del hombre.Los hombres y las sociedades pueden producir los bienes industriales que impulsan la civilización y el progreso, en la medida en que en el mundo creado encuentran los recursos que le permiten llevar a cabo su trabajo.

A ti, hombre que miras complacido las obras de tus manos, el fruto de tu ingenio, Cristo te dice: ¡no te olvides de Aquel que ha dado origen a todo! ¡No te olvides del Creador! Es más, cuanto más profundamente conozcas las leyes de la naturaleza, cuanto más descubras sus riquezas y sus potencialidades, tanto más te has de acordar de El.

¡No te olvides del Creador —nos dice Cristo— y respeta la creación! ¡Realiza tu trabajo usando correctamente los recursos que Dios te ha dado! ¡Transforma sus riquezas con la ayuda de la ciencia y de la técnica, pero no abuses, no seas usurpador ni explotador, sin miramientos, de los bienes creados! ¡No destruyas y no contamines! ¡Recuerda a tu prójimo, a los pobres! ¡Piensa en las generaciones futuras!

Cristo, queridos hermanos y hermanas, dice esto, de modo particular, al hombre de nuestro tiempo, el cual se da cuenta, cada vez más, de la necesidad irrenunciable de proteger el ambiente que lo rodea.

4. ¡Con cuánto amor miran los ojos del Maestro y Redentor la belleza del mundo creado! El mundo visible ha sido creado para el hombre. Cristo dice entonces a los que le escuchan: ¿No valéis vosotros mucho más que las aves del cielo y los lirios del campo? (cf.
Mt 6,26 Mt 6,28)

Ciertamente, nosotros somos más importantes a los ojos de Dios. Lo que da la medida y el valor del hombre es haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, lo cual se refleja en su naturaleza como persona, en su capacidad de conocer el bien y amarlo.

Pero precisamente por eso, el hombre no puede aceptar que su ser espiritual se vea sometido a lo que es inferior en la jerarquía de las criaturas. No puede tomar como meta última de su existencia lo que le ofrecen la tierra y la temporalidad de lo creado. No puede bajarse a servir a las cosas, como si estas fueran el único fin y el destino último de su vida.

Al contrario, el hombre está llamado a buscar a Dios con todas sus fuerzas, incluso por medio de su trabajo en el mundo. Sólo en Dios el hombre encuentra afirmada su propia libertad, su señorío y superioridad sobre todas las demás criaturas. Y, si alguna vez se debilitase esta sencilla y profunda convicción, la contemplación de la misma naturaleza nos debe recordar que, si así cuida Dios a todas sus criaturas, ¿cuánto no hará para que no nos falte nada de lo necesario?

5. A los hombres nos corresponde una tarea primordial: Buscar el Reino de Dios y su justicia (cf. Ibíd. 6, 33). En esto debemos emplear todas nuestras fuerzas, porque ese Reino es “como un tesoro escondido en un campo, la perla más valiosa”, de que nos habla el Evangelio; y para obtenerlo, debemos hacer todo lo posible, hasta “ venderlo todo ” (cf. Ibíd. 13, 44. 45), es decir, no tener otro afán en el corazón. Por eso, también el trabajo ha de formar parte del esfuerzo que ponemos en buscar el Reino de Dios.

Pero hemos de estar precavidos contra una tentación: la de querer poner los bienes terrenos por encima de Dios. Por esto Cristo dice: “No podéis servir a Dios y al Dinero”, porque “Nadie puede servir a dos señores” (Mt 6,24). Si lo que representa el símbolo bíblico del “ dinero ” llega a convertirse en objeto de un amor superior y exclusivo por parte de las personas y de la sociedad, entonces nos hallamos ante la tentación de despreciar a Dios (cf. Ibíd.). Pero ¿no constatamos que esta tentación, al menos parcialmente, se halla presente en nuestro mundo? ¿No lo observamos de modo particular en algunas regiones y pueblos? ¿No es ya una realidad este despreciar a Dios bajo diversos modos: primeramente en el campo del pensar humano, y después en el de su actuación? ¿No se ha convertido en programa para muchas personas de nuestro tiempo el vivir como si Dios no existiese?

780 6. Jesús de Nazaret habla a sus contemporáneos, pero sus palabras llegan con una fuerza maravillosa hasta nuestros días y nuestros problemas. Estos son los temas eternos sobre el hombre. Pero vemos con frecuencia, que se ha invertido la jerarquía de valores: lo que es secundario, caduco, se pone a la cabeza, pasa al primer plano. En cambio, lo que realmente debe estar en primer plano es siempre y sólo Dios.Y no puede ser de otra manera. Por esto dice Cristo: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Ibíd. 6, 33).

Por tanto, ¿qué hay que hacer para que la búsqueda del Reino sea una realidad en la vida de los individuos, de las familias, de la sociedad?

Como vemos en la lectura que hemos escuchado, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, los verdaderos discípulos y seguidores de Cristo han tratado de responder a esta pregunta ya desde los albores del cristianismo. Nos dice el texto sagrado que los primeros discípulos “ tenían todo en común” (
Ac 2,44). Esa realidad es muy rica de significado. En efecto, la búsqueda del reino exige ante todo la caridad, el amor a Dios y el amor al prójimo (cf. Mc Mc 12,34). En este sentido, los primeros discípulos pusieron los bienes de la tierra al servicio del amor, es decir, trataron de orientar la nueva vida que habían abrazado en función del bien común, o sea, del servicio al prójimo. Por eso vendían sus posesiones y distribuían entre todos lo obtenido, según las necesidades de cada uno. Al mismo tiempo y como elemento importante de la comunidad, “partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón” (cf. Hch Ac 2,45-46).

Pocas palabras, pero ¡tan llenas de significado! La luz que ellas irradian ha de iluminar también el mundo de la producción y de la economía, para que se abra con clarividencia y generosidad a esta perspectiva del bien común. El esfuerzo solidario por los demás es una exigencia que interpela a todos y a cada uno en el mundo del trabajo. Interpela a los empresarios e industriales en su difícil tarea de dirigir y administrar con justicia los frutos de la actividad humana, así como crear riqueza y puestos de trabajo, contribuyendo de este modo a aumentar el nivel de bienestar social que permita el desarrollo integral de las personas. La solidaridad interpela igualmente a cuantos se dedican al mundo de la técnica, que es “indudablemente una aliada del hombre. Facilita el trabajo, lo perfecciona, lo acelera y lo multiplica” (Laborem exercens LE 5). Interpela, en definitiva, a todo trabajador, a toda persona, que debe orientar su trabajo hacia el bien de todos.

7. Entre vosotros, amadísimos hermanos y hermanas que me escucháis, habrá muchos que cuentan con un trabajo seguro, que les ofrece grandes satisfacciones, que les permite sustentar dignamente a sus familias. Por todo ello hay que dar gracias a Dios. Pero ¿cuántos hay que sufren al no poder dar a sus hijos el alimento, el vestido, la educación necesaria? ¿Cuántos los que viven en la estrechez de un humilde cuarto, carentes de los servicios más elementales, lejos de sus lugares de trabajo; un trabajo, a veces mal remunerado e incierto, que les hace mirar al futuro con angustia y desaliento? ¡cuántos niños obligados a trabajar en temprana edad, obreros que ejercen su profesión en condiciones poco saludables, además de la insuficiencia de instrumentos legales y asociativos que tutelen convenientemente los derechos del trabajador contra los abusos y tantas formas de manipulación!

Me conmueven profundamente estas situaciones difíciles, a veces dramáticas, que afectan a tantas personas del mundo laboral y que van ligadas a toda una serie de factores, no sólo coyunturales sino también estructurales, esto es, dependientes de la organización socio-económica y política de la sociedad. Por eso, movido por mi solicitud hacia los más necesitados, quiero hacer un nuevo llamado a la justicia social.

Sin negar los buenos resultados conseguidos por el esfuerzo de conjunto de la iniciativa pública y privada en los países donde está en vigor un régimen de libertad, no podemos, sin embargo, silenciar los defectos de un sistema económico que no pocas veces hace del lucro y del consumo su principal motor, que subordina el hombre al capital, de forma que, sin tener en cuenta su dignidad personal, es considerado como una mera pieza de la inmensa máquina productiva, donde su trabajo es tratado como simple mercancía merced a los vaivenes de la ley de la oferta y la demanda.

8. Es cierto que en la raíz de los males que aquejan a los individuos y a las colectividades se encuentra siempre el pecado del hombre. Por eso la Iglesia predica incansablemente la conversión del corazón para que todos, con espíritu solidario, colaboren en la creación de un orden social que sea más conforme con las exigencias de la justicia.

La Iglesia no puede en modo alguno dejarse arrebatar, por ninguna ideología o corriente política, la bandera de la justicia, la cual es una de las primeras exigencias del Evangelio y el núcleo de su doctrina social. También en este terreno la Iglesia ha de hacerse presente en el mundo con una palabra sobre los valores y los principios que inspiran la vida comunitaria, la paz, la convivencia y el auténtico progreso. Precisamente por esto ha de oponerse a todas aquellas fuerzas que pretenden implantar ciertas formas de violencia y de odio, como solución dialéctica de los conflictos. El cristiano no puede olvidar que la noble lucha por la justicia no debe confundirse de ningún modo con el programa “que ve en la lucha de clases la única vía para la eliminación de las injusticias de clase, existentes en la sociedad y en las clases mismas” (Laborem exercens LE 11).

Al veros aquí en tan gran número, en esta ciudad de Monterrey, convocados por vuestra común fe cristiana y para encontraros con el Sucesor de Pedro, me brota del corazón haceros un llamado a la solidaridad, a la hermandad sin fronteras. El saberos hijos del mismo Dios y hermanos en Jesucristo ha de moveros, bajo el impulso de la fe, a dedicar todo vuestro esfuerzo solidario en lograr que este gran país sea más justo, fraterno y acogedor. Me mueve a ello el ardiente deseo de que vuestra amada Patria, con el respeto debido a sus mejores tradiciones, pueda progresar material y espiritualmente sobre la base de los principios cristianos que han marcado su caminar en la historia.

La solidaridad a la que os invito debe echar sus raíces más profundas y buscar su alimento en la santa misa, el sacrificio de Cristo que nos salva. Debe inspirarse siempre en la Palabra de Dios, que ilumina el camino de nuestras vidas.

781 9. La Iglesia escucha continuamente el mismo sermón de la montaña pronunciado por Cristo. De generación en generación anuncia el Evangelio, que es también el Evangelio del trabajo.

En nuestra época este Evangelio se ha hecho actual, de un modo nuevo, ante los numerosos problemas del desarrollo socio-económico; ante los problemas relacionados con el capital, con la producción y distribución de los bienes, tan desproporcionada e injusta especialmente en algunas regiones del mundo.

Con la liturgia de nuestra celebración eucarística alabamos a Dios diciendo: “¡Señor, dueño nuestro, qué admirable tu nombre en toda la tierra!” (
Ps 8,2). Ante esto, el cristiano no puede perder la conciencia de que el nombre de Dios es grande sobre toda la tierra y de que él, en cuanto cristiano, así como todo hombre ha sido llamado a alabar este nombre. No puede olvidar que todos los programas de las economías humanas deben ordenarse, en definitiva, según esta Economía divina, que se realiza en su Reino. “Ya sabe vuestro Padre celestial, que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6,32), nos dice el Señor, pero añade: “Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Ibíd. 6, 33).

Por intercesión de la Madrecita de Guadalupe, en este “Día de las Madres” pido a Dios abundantes gracias celestiales para todos vosotros, para vuestras familias y para todos los trabajadores de México, para todo el trabajo que se hace en vuestra gran Patria.

Así sea.

B. Juan Pablo II Homilías 772