B. Juan Pablo II Homilías 799


MISA CRISMAL



800

Jueves Santo 16 de abril de 1992

1. "Os he llamado amigos" (Jn 15,15). Cristo dirige estas palabras a los Apóstoles reunidos en el cenáculo, la víspera de su pasión. Hoy volvemos al cenáculo y volvemos también a estas palabras que tienen para nosotros un significado fundamental.


"Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15). Todo lo que había que decir con las palabras, ya se ha dicho. Ahora sólo queda pronunciar una última palabra: la palabra de la cruz y de la resurrección, la palabra de la Pascua de Cristo. Esta palabra será la mayor prueba de amistad, porque "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

Pero sólo un amigo puede comprender esta palabra definitiva. Sólo un amigo la puede acoger como suya. La palabra de la cruz y de la resurrección. La palabra de la Eucaristía.

2. Hoy el presbiterio de la Iglesia que está en Roma se une a todos los hermanos en la vocación y en el ministerio sacerdotal, esparcidos por el mundo. Una es la unción que hemos recibido del Espíritu Santo. Esta unción es el signo de una amistad especial. A través de ella se manifiesta la fuerza del Espíritu de Dios injertada en el corazón humano. Esta fuerza la debemos a Cristo, "que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados" (Ap 1,5). Él ha hecho de nosotros los sujetos del sacerdocio ministerial de su Iglesia. En este ministerio nos ha confiado una responsabilidad especial para la Iglesia, para todo el pueblo santo, pueblo sacerdotal, pueblo profético, pueblo real, pueblo del que hemos sido elegidos y para el que hemos sido constituidos (cf. Hb He 5,1) "Os he llamado amigos". Tenemos una parte especial en esta amistad con la que Cristo abrazó a sus Apóstoles.

3. Hoy, más que en cualquier otro tiempo, deseamos expresar nuestra gratitud por esta amistad. Deseamos responder a ella, confirmando y renovando las promesas que han acompañado el nacimiento sacramental del sacerdocio en cada uno de nosotros.

Año tras año, estas promesas plasman cada vez más nuestra vida. Día tras día, cada vez más profundamente, comprendemos lo que hace nuestro Señor. Comprendemos especialmente lo que ha hecho en este triduo pascual: triduo de la redención del mundo. Lo comprendemos; y este saber es desconcertante. La conciencia del misterio divino, que se nos ha confiado a fin de que vivamos de él y reavivemos a los otros mediante nuestro ministerio.

4. "O Redemptor!". El último Sínodo de los obispos ha puesto de relieve que la conciencia sacerdotal de nuestra generación ha madurado, entre diversas experiencias y pruebas. Ha madurado en el contexto de la perspectiva, profunda e integral, del misterio de la Iglesia y de la realidad de la Iglesia.

Al renovar hoy las promesas vinculadas con nuestra vocación sacerdotal, oremos a Cristo, sacerdote de la nueva y eterna alianza de Dios con la humanidad, a fin de que esta conciencia halle un espacio cada vez más pleno en la vida de las generaciones que vienen a nosotros y en las de aquellas que vendrán.

Bendito "aquel que es, que era y que va a venir" (Ap 1,8).

"Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que... dé también vida eterna a todos los que tú le has dado" (Jn 17,1-2). Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A SANTO DOMINGO

SANTA MISA PARA LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS



801

Sábado 10 de octubre de 1992



“Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1P 2,9).

Amados sacerdotes, religiosos, religiosas,
miembros de vida consagrada y contemplativa:

1. Reunidos en torno al altar en esta catedral primada os saludo en el Señor con estas palabras del apóstol san Pedro, dirigidas a los primeros cristianos. En efecto, todos estáis llamados a anunciar con vuestra vida y ministerio a Jesucristo, el que ha iluminado con la luz de la verdad a los pueblos de América, haciendo de ellos un sacerdocio real y una nación santa por medio del bautismo.

Nos encontramos en este templo ante la “Cruz de la Evangelización” y ante el primer cuadro de la Santísima Virgen traído a América: Nuestra Señora de la Antigua. Es como si estuviésemos en el Cenáculo de Jerusalén, donde los discípulos se reunieron “con María la Madre de Jesús” (Ac 1,14), “para implorar al Espíritu y obtener fuerzas y valor para cumplir el mandato misionero” (Redemptoris missio RMi 92).

En vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, saludo a cuantos en América Latina dedican generosamente su vida a la edificación del Reino de Dios. Abrazo con afecto a todos los ministros de la evangelización, hombres y mujeres, que en los lugares más remotos de este Continente de la esperanza hacen presente el mensaje de salvación, sembrado hace cinco siglos en el alma noble de los pueblos de América. Al mismo tiempo, deseo manifestar a todos mi gratitud por la labor sacrificada con la que, “como piedras vivas” (1P 2,5), construís día a día la Iglesia, difundiendo la Palabra de Dios y administrando los sacramentos que santifican. Gracias por vuestra labor pastoral en los diversos campos, como son la catequesis, la educación, la salud, la promoción humana, la pastoral familiar, las vocaciones, la enseñanza, los asilos, los hospitales y allí donde hacéis tangible y cercana la presencia de la Iglesia entre los más pobres y abandonados.

Mi saludo fraterno se dirige igualmente a todos los Señores Obispos aquí presentes y, en especial, al Episcopado de este entrañable país que nos acoge para conmemorar el V Centenario de la Evangelización del Continente.

2. Las palabras del Evangelio nos han recordado los comienzos de la predicación de Jesús, el anuncio del Reino, el sermón de la montaña. Un anuncio de felicidad y de gozo: las bienaventuranzas, código del seguimiento de Cristo, expresión de la novedad que el Hijo de Dios, como nuevo Moisés, proclama con autoridad. Junto al Maestro estaban sus discípulos que, dejándolo todo, le habían seguido. Ellos acogían sus palabras como primeros destinatarios de la Buena Noticia que habían de anunciar por todo el mundo.

Hoy se cumple también esta Escritura. Junto al Señor, presente en medio de nosotros, estamos reunidos para escuchar las palabras de vida que nos convocan a la misión. Estoy firmemente convencido de que el futuro de la nueva evangelización en América Latina depende principalmente de la entrega y fidelidad de los sacerdotes y religiosos, que a imitación de los discípulos del Señor, “lo dejaron todo y le siguieron” (Lc 5,11) para “estar con él y para ser enviados a predicar” (Mc 3,14).

El programa de vida –que para el discípulo del Señor son las bienaventuranzas que hemos proclamado– exige una renovación espiritual fundada en el seguimiento radical de Cristo Sacerdote, Maestro y Buen Pastor. Se trata de hacer de la propia vida un don, una oblación a Dios, que nos llama a construir el edificio espiritual que es la Iglesia.

802 Éste es el sentido de la exhortación de san Pedro contenida en la primera lectura: “Vosotros, como piedras vivas, entrad en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1P 2,5).

3. Estas palabras, dirigidas a los cristianos de la Iglesia naciente, vinieron a ser una realidad para los habitantes de estas tierras, cuando hace cinco siglos el mensaje de salvación fue anunciado por primera vez. Todos ellos fueron llamados a formar parte del edificio espiritual que es la Iglesia, cuya piedra angular es Cristo Jesús. El Evangelio fue proclamado por abnegados misioneros –la mayor parte de ellos pertenecientes a órdenes religiosas– y lo que antes eran sólo “semillas del Verbo” (cf. Lumen gentium LG 16 Ad gentes AGD 2) se convirtió por la acción del Espíritu, en un árbol frondoso, que hunde sus raíces en el corazón de los hombres y de los pueblos latinoamericanos.

Hasta este Continente llegó el Evangelio de las bienaventuranzas, el anuncio de Cristo Crucificado y Resucitado, de su dolor solidario y liberador, camino hacia un nuevo cielo y una nueva tierra donde no habrá más lágrimas, ni muerte (cf. Ap Ap 21,1 Ap Ap 21,4). “La bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres” (Tt 3,4) han sido proclamados en estas tierras. En los surcos abiertos de su historia, la semilla del Evangelio, regada por la sangre de los mártires, fructificó en un pueblo creyente que acogió al Señor de la Vida, y “la fe pasó a ser constitutiva de su ser y de su identidad” (Puebla, 412), como lo demuestran cinco siglos de vida cristiana.

Hoy la Iglesia tiene que afrontar nuevos desafíos a los que tiene que dar una respuesta desde el Evangelio. Por ello, con amor de padre y pastor, me atrevo a preguntaros: ¿Qué estáis haciendo, queridos sacerdotes, para que este V Centenario sea un tiempo de gracia en el que el mensaje de salvación penetre profundamente en la vida de los individuos, de las familias, de la sociedad? ¿Cómo estáis contribuyendo, amados religiosos y religiosas, a las tareas de la nueva evangelización con vuestro testimonio de seguimiento radical a Cristo en la práctica de los consejos evangélicos?

4. Vosotros, sacerdotes, estáis llamados a dar la Palabra de vida, los sacramentos, el amor y la gracia de Cristo. Esto es lo que esperan los fieles y la Iglesia os pide: que seáis sacerdotes íntegros. En palabras de san Pablo: “Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4,1). Vuestra fidelidad se enmarca, pues, en el misterio de la Iglesia en la que Jesús está presente y operante para la salvación del mundo. Él nos ha llamado a ser sus ministros, nos ha consagrado en modo peculiar y nos envía a predicar (cf. Mt Mt 28,19 Mc 3,13-14). Por ello, el ministerio de la Palabra es nuestro primer deber, nuestra obligación más apremiante, “lo que constituye la singularidad de nuestro servicio sacerdotal” (Evangelii nuntiandi EN 68).

Os exhorto, pues, a que vuestra predicación se inspire siempre en la Palabra de Dios, transmitida por la Tradición y propuesta autorizadamente por el Magisterio de la Iglesia. Hablad con valentía, predicad con fe profunda y alentando a la esperanza, como testigos del Señor Resucitado. No os consideréis maestros al margen de Cristo (cf. Mt Mt 23,8) sino testigos y servidores que, como nos lo recuerdan las palabras del Pontifical Romano en la ordenación de los presbíteros, “creen lo que anuncian, enseñan lo que creen y practican lo que enseñan” (Pontificale Romanum. «In presbyterorum ordinationem»).

Sed fieles también a vuestro ministerio de santificar, pues habéis recibido “la fuerza del Espíritu Santo” (Ac 1,8) para ser testigos de Cristo e instrumentos de la vida nueva. El Concilio Vaticano II afirma con insistencia que la misión esencial del sacerdote se halla en la Eucaristía (cf. Lumen gentium LG 28). A través de la Eucaristía la redención de Cristo toca el corazón de cada hombre transformando la historia del mundo. El misterio eucarístico, intensamente vivido, reforzará vuestra voluntad de servicio a los hermanos, os hará descubrir la importancia de los demás sacramentos y encontraréis fuerza para dedicaros a la confesión y a la dirección espiritual. Para cumplir adecuadamente este ministerio, es imprescindible vuestra misma experiencia personal del sacramento de la reconciliación, por medio de vuestra confesión frecuente. La gozosa experiencia de ser perdonados por Cristo alimenta el deseo de ofrecer a los otros su perdón.

El amor llevó a Jesús a entregarse en oblación por nosotros: “Por ellos me consagro yo” (Jn 17,19). También nosotros, como Jesús y con Él, hemos de dar la vida por los demás (cf. ibíd., 10, 119. Por esto, la caridad pastoral del sacerdote, alimentada por la pobreza, la castidad y la obediencia, es como un signo sacramental del amor del Buen Pastor.

5. Vosotros, religiosos y religiosas, estáis llamados a ser signos luminosos de las realidades del Reino de Dios en su dimensión escatológica (Perfectae caritatis PC 1) y testigos del espíritu radical de las bienaventuranzas: la pobreza de espíritu, la mansedumbre del corazón, las lágrimas del dolor y de la compasión, el hambre y la sed de justicia, la misericordia y la pureza de corazón, el compromiso por la paz verdadera e incluso la persecución por el nombre de Cristo.

En medio del Pueblo de Dios que peregrina en América Latina, tan cercano a la experiencia de las bienaventuranzas evangélicas, debéis ser heraldos de los ideales proclamados por Jesús en el sermón de la montaña. Sed luz que ilumine, sal que no pierda su sabor. Cuanto más intensa sea vuestra tarea apostólica, tanto más eficaz debe ser el testimonio de vuestra consagración a Cristo. Cuanto más comprometida sea vuestra animación de las realidades temporales, tanto más debéis aparecer en vuestras acciones como personas que han optado por un irrevocable seguimiento de Cristo, pobre, obediente y casto. Como se afirma en la Constitución Lumen gentium, “los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas” (Lumen gentium LG 31). En efecto, ¿qué signo más profético e interpelante para el mundo que el de una existencia dedicada exclusivamente al Señor y a su mensaje?

6. En vosotros, además, se manifiesta la variedad de carismas del Espíritu en la vida de la Iglesia, los cuales representan una gran riqueza en las tareas de la nueva evangelización. ¡Permaneced fieles al espíritu de vuestros Fundadores! ¡Mantened una estrecha comunión con los Obispos, sucesores de los Apóstoles y responsables de toda la acción pastoral en las diócesis!

803 Por otra parte, la colaboración entre los diversos Institutos no debe apagar ni desvirtuar la originalidad de los distintos carismas, pues todos ellos son de inestimable valor cuando se viven como expresión de unidad y complementariedad en el mismo Espíritu. De esta manera, ellos servirán para reforzar la ayuda mutua, la comunión afectiva y efectiva con los Pastores, evitando cuidadosamente que vuestra actividad apostólica se desarrolle “al margen de la jerarquía o que ignore sus orientaciones pastorales” (Los caminos del evangelio, 22).

En vuestra acción apostólica no os dejéis deslumbrar por la idea de que todo queda resuelto con la denuncia de los males que obstaculizan o impiden el desarrollo social; ni siquiera con la noble voluntad de compartir la suerte de los desheredados, con lo que muchos religiosos y, sobre todo, religiosas se han ganado un justo reconocimiento. Seguid colaborando en la pastoral sanitaria, instrumento muy válido de evangelización por la particular cercanía con los enfermos y sus familiares, y que ha sido pionera de los mismos servicios hospitalarios públicos. ¡Valorad también el apostolado en vuestros centros de formación, en las escuelas y universidades para formar profesionales y dirigentes con sólidas convicciones y actitudes cristianas! Ésta es también una forma de expresar el verdadero amor por los pobres.

Que no falte tampoco el aporte tan necesario de los Institutos Seculares, con su prometedora presencia y misión en América Latina, para ser fermento de renovación en medio de la sociedad y orientar hacia Dios las realidades temporales.

7. Vuestra decidida voluntad de renovación personal y comunitaria os ha de llevar a una seria reflexión para conseguir la unidad de vida en la acción y en la contemplación. En medio del trabajo y de las tareas apostólicas habéis de sentir la necesidad de reservar tiempos especiales e irrenunciables a la intimidad con el Señor. La contemplación conduce a la acción apostólica y ésta ayuda a valorar la importancia de los momentos dedicados explícitamente a la plegaria. Jesús ha de ser buscado y encontrado allí donde Él os espera: en la Eucaristía, en la Palabra, en los Sacramentos, en la vida comunitaria, en los hermanos y hermanas que servís con amor y con quienes se comparte la existencia según el espíritu de las bienaventuranzas.

¡Qué inestimable riqueza es para la Iglesia y para el mundo la oración intensa y callada de las almas contemplativas! En esta ocasión quiero dirigir un saludo especial a las Órdenes contemplativas de toda América Latina. Para consuelo de todos, puedo constatar que cuando visité por primera vez Santo Domingo, había un solo monasterio femenino de vida contemplativa. Ahora son ya siete, lo cual es un signo del resurgir de las vocaciones en el Continente y debe ser también una respuesta a mi invitación a colaborar en su implantación en otras Iglesias más necesitadas o más jóvenes, ya que los monasterios ofrecen “un preclaro testimonio entre los no cristianos de la majestad y de la caridad de Dios, así como de unión con Cristo” (Redemptoris missio
RMi 69 Ad gentes, 40)). Os aliento, pues, en vuestro espíritu evangélico, que es eminentemente contemplativo y misionero. Unid vuestra oración perseverante a la de María Santísima. Haced de vuestros monasterios Cenáculos vivientes, donde se invoque la efusión del Espíritu, en un continuo Pentecostés sobre la Iglesia y el mundo. La historia salvífica de los quinientos años de fe en América Latina no hubiera sido tan rica de gracias sin la presencia de tantas vidas que, desde el silencio del claustro, han fecundado la acción evangelizadora de la Iglesia.

8. A todos los aquí presentes y a cuantos, en los diversos campos de la pastoral y de la acción apostólica en América Latina, colaboran estrechamente con los Obispos en la ingente tarea de la nueva evangelización, os exhorto a ser luz y sal que ilumine y dé sabor de virtudes cristianas a cuanto os rodea. Vuestra experiencia testimonial como sacerdotes o personas consagradas ha de ser siempre evangelizadora, para que los necesitados de la luz de la fe acojan con gozo la palabra de salvación; para que los pobres y los más olvidados sientan la cercanía de la solidaridad fraterna; para que los marginados y abandonados experimenten el amor de Cristo; para que los sin voz se sientan escuchados; para que los tratados injustamente hallen defensa y ayuda.

Saludo, finalmente, a los jóvenes seminaristas y aspirantes a la vida religiosa de este país y de todo el Continente. Me alegra saber que aumenta el número de candidatos en los seminarios y en las casas de formación. A todos aliento a proseguir con generosa entrega el camino emprendido en plena fidelidad a la propia vocación, a Cristo y a la Iglesia. Dedicaos intensamente a vuestra formación; sed austeros, humildes, obedientes; cultivad las virtudes humanas, tan necesarias hoy en día para el ministerio pastoral y, sobre todo, cimentad vuestra vocación sobre un gran amor personal a Cristo Eucaristía y una “fiel confianza en la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como Madre al discípulo” (Optatam totius OT 8).

A los diáconos permanentes deseo animarles a una generosa dedicación a las comunidades a las que sirven como discípulos del Señor Jesús.

9. “Vosotros sois piedras vivas...” (cf. 1P 1P 2,5). Las palabras del Apóstol resuenan en esta catedral con la intensidad del momento que estamos viviendo: la celebración eucarística por la Santa Iglesia de Dios. Vosotros sois piedras vivas de la Iglesia, escogidas y talladas por el Señor, unidas las unas a las otras en la firmeza de la verdad y en la comunión eclesial del amor, apoyadas en la piedra angular que es Jesucristo, fundamento último de vuestra fe y motivación suprema de vuestra vida.

Jesucristo y la Iglesia tienen que ser la pasión de vuestra existencia. No se puede amar y servir a Cristo si no se ama a su Iglesia, a sus pasto res y a sus fieles. ¡Sed “piedras vivas” de la Iglesia de Latinoamérica!

Que la Virgen María, la primera evangelizadora del Continente, os confirme y aliente en el amor de Cristo para ser siempre testigos del Evangelio de las bienaventuranzas. Amén.

804 Es mi deseo anunciar con gozo que Monseñor Antonio Camilo González es el nuevo Obispo de la Vega.

Presento, por tanto, mis férvidos votos al nuevo Pastor y mi felicitación al Episcopado Dominicano, a los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de la Vega, junto con la seguridad de mi oración al Señor para que haga muy fecundo el ministerio del nuevo Pastor.



VIAJE APOSTÓLICO A SANTO DOMINGO

SANTA MISA EN EL V CENTENARIO DE LA EVANGELIZACIÓN

Y CANONIZACIÓN DEL BEATO EZEQUIEL MORENO Y DÍAZ




Faro a Colón, Santo Domingo

Domingo 11 de octubre de 1992



“Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz” (Is 60,1).

1. La conmemoración del V Centenario del comienzo de la evangelización del Nuevo Mundo, es un día grande para la Iglesia.

Como Sucesor del Apóstol Pedro tengo la dicha de celebrar esta Eucaristía junto con mis Hermanos Obispos de toda América Latina, así como miembros de otros Episcopados invitados, en esta bendita tierra que, hace ahora quinientos años, recibió a Cristo, luz de las naciones, y fue marcada con el signo de la Cruz salvadora.

Desde Santo Domingo quiero hacer llegar a todos los amadísimos hijos de América mi saludo entrañable con las palabras del apóstol san Pablo: “Que la gracia y la paz sea con vosotros de parte de Dios Padre y de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 1,3). Al conmemorar el 12 de octubre de 1492, una de las fechas más importantes en la historia de la humanidad, mi pensamiento y mi afecto se dirigen a todas y cada una de las Iglesias particulares del continente americano. Que a pesar de la distancia llegue a todas mi voz y la cercanía de mi presencia.

2. Voz que abraza en el Señor a las Iglesias en el cono sur: Chile y Argentina, Uruguay y Paraguay.

Voz de fraterno amor en Cristo a la Iglesia en Brasil, a las Iglesias de los Países andinos: Bolivia y Perú, Ecuador y Colombia.

Voz de afectuosa comunión en la fe a la Iglesia en Venezuela, en Surinam, en las Antillas, en República Dominicana y Haití, en Cuba, Jamaica y Puerto Rico.
805 Voz de paz en el Señor a las Iglesias de América Central y Panamá, de México y América del Norte.

Junto con el abrazo fraterno a mis Hermanos en el Episcopado, deseo presentar mi cordial y deferente saludo al Señor Presidente de la República y demás Autoridades que nos acompañan.

3. Las palabras de Isaías, proclamadas en la primera lectura, “levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz” (
Is 60,1), nos presentan la gloria de la nueva Jerusalén. El profeta, a distancia de siglos, anuncia a Aquel que él ve como la Luz del mundo. De Jerusalén viene la aurora que resplandecerá en la plenitud del Misterio divino diseñado desde toda la eternidad. Su claridad se extenderá a todas las naciones de la tierra.

En efecto, hoy, reunidos en torno al altar, celebramos en Santo Domingo, en rendida acción de gracias a Dios, la llegada de la luz que ha alumbrado con esplendor de vida y esperanza el caminar de los pueblos que, hace ahora quinientos años, nacieron a la fe cristiana. Con la fuerza del Espíritu Santo la obra redentora de Cristo se hacía presente por medio de aquella multitud de misioneros que, urgidos por el mandato del Señor de “predicar la Buena Nueva a toda criatura” (Mc 16,15), cruzaron el océano para anunciar a sus hermanos el mensaje de salvación. Junto con mis Hermanos Obispos de América, doy gracias a la Santísima Trinidad porque “los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios” (Ps 98 [97], 3). Las palabras del profeta se han hecho verdad y vida en este continente de la esperanza; por ello, con gozo incontenible, podemos hoy proclamar de nuevo: América, “levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria del Señor sobre ti ha amanecido” (Is 60,1).

4. Y ¿qué mayor timbre de gloria para América que el de poder presentar a todos aquellos testimonios de santidad que a lo largo de estos cinco siglos han hecho vida en el Nuevo Mundo el mensaje de Jesucristo? Ahí están esa admirable pléyade de santos y beatos que adornan la casi totalidad de la geografía americana, cuyas vidas representan los más sazonados frutos de la evangelización y son modelo y fuente de inspiración para los nuevos evangelizadores.

En este marco de santidad se sitúa la presente canonización del Beato Ezequiel Moreno, que en su vida y obra apostólica compendia admirablemente los elementos centrales de la efemérides que celebramos. En efecto, en la reseña de su vida santa, así como de los méritos y gracias celestiales con que el Señor quiso adornarle –que hemos oído hace unos momentos al solicitar oficialmente su canonización– aparecen España, Filipinas y América Latina como los lugares en que desarrolló su incansable labor misionera este hijo insigne de la Orden Agustina Recoleta. Como obispo de Pasto, en Colombia, se sintió particularmente urgido por el celo apostólico que, como hemos oído en la segunda lectura de esta celebración litúrgica, hace exclamar a san Pablo: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?” (Rm 10,14).

5. El nuevo Santo se nos presenta ante todo como modelo de evangelizador, cuyo incontenible deseo de anunciar a Cristo guió todos los pasos de su vida. En Casanare, Arauca, Pasto, Santafé de Bogotá y tantos otros lugares se entregó sin reserva a la predicación, al sacramento de la reconciliación, a la catequesis, a la asistencia a los enfermos. Su inquebrantable fe en Dios, alimentada en todo momento por una intensa vida interior, fue la gran fuerza que le sostuvo en su dedicación al servicio de todos, en particular de los más pobres y abandonados. Como Pastor profundamente espiritual y vigilante, dio vida a diversas asociaciones religiosas; y a donde no podía llegar en persona procuraba hacerse presente mediante la publicación, el periódico, la carta particular.

San Ezequiel Moreno, con su vida y obra de evangelizador, es modelo para los Pastores, especialmente de América Latina, que bajo la guía del Espíritu quieren responder con nuevo ardor, nuevos métodos y nueva expresión a los grandes desafíos con que se enfrenta la Iglesia latinoamericana, la cual, llamada a la santidad, que es la más preciada riqueza del cristianismo, ha de proclamar sin descanso a “Jesucristo ayer, hoy y siempre” (He 13,8). El Señor Jesús, que fue anunciado por primera vez a los pueblos de este continente hace quinientos años, nos trae la salvación, pues sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn Jn 6,69). “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Ibíd., 3, 16). Es el Dios que ama al hombre hasta entregar su vida por él. Es el Dios encarnado, que muere y resucita. ¡Es el Dios Amor!

Hoy, junto con toda la Iglesia, elevamos nuestra acción de gracias por los cinco siglos de evangelización. En verdad se cumplen las palabras del profeta Isaías, que hemos escuchado: “Se estremecerá y se ensanchará tu corazón porque vendrán a ti los tesoros del mar” (Is 60,5). Son las riquezas de la fe, de la esperanza, del amor. Son “las riquezas de las naciones” (Ibíd.): sus valores, sus conocimientos, su cultura. La Iglesia, que a lo largo de su historia ha conocido pruebas y divisiones, se siente enriquecida por Aquel que es el Señor de la historia.

6. América, ¡abre de par en par las puertas a Cristo! Deja que la semilla plantada hace cinco siglos fecunde todos los ámbitos de tu vida: los individuos y las familias, la cultura y el trabajo, la economía y la política, el presente y el futuro.

En esta solemne efemérides, quiero dirigir mi mensaje de paz y esperanza a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que en este bendito continente caminan entre los gozos y las tristezas del presente y aspiran a un porvenir más justo y fraterno.

806 A quienes tienen la responsabilidad del gobierno de las Naciones, con deferencia y respeto hacia las funciones que ejercen, les invito a un renovado empeño en favor de la justicia y la paz, de la libertad y el desarrollo integral. Que no ahorren esfuerzos para potenciar los valores fundamentales de la convivencia social: el respeto a la verdad, los vínculos de solidaridad, la tutela de los derechos humanos, la honestidad, el diálogo, la participación de los ciudadanos a todos los niveles. Que el imperativo ético sea un constante punto de referencia en el ejercicio de sus funciones. Los principios cristianos que han informado la vida de sus pueblos, inspirando muchas de sus instituciones, serán factor determinante en la consecución de la deseada integración latinoamericana e infundirán viva esperanza y nuevo dinamismo que les lleve a ocupar el puesto que les corresponde en el concierto de las Naciones.

7. A los representantes del mundo de la cultura, les aliento a una generosa puesta en común de inteligencias, voluntades y trabajo creador ante los retos con que se enfrenta América Latina en el momento actual. Motivando y estimulando la capacidad moral y espiritual de las personas, sois, en gran medida, corresponsables en la construcción de una nueva sociedad. América Latina ha de consolidar su identidad cultural y debe hacerlo desde sí misma, siendo fiel a sus raíces más genuinas en las que a lo largo de estos cinco siglos se han encarnado los valores cristianos. La cultura, como instrumento de acercamiento y participación, de comprensión y solidaridad, ha de abrir nuevos caminos de progreso y sentar las bases de un auténtico humanismo integral que eleve la dignidad del hombre a su verdadera e irrenunciable dimensión de hijo de Dios. Hago, pues, un apremiante llamado a los responsables de la cultura en América Latina para que intensifiquen sus esfuerzos en favor de la educación, que es llave maestra del futuro, alma del dinamismo social, derecho y deber de toda persona.

8. A los trabajadores y empresarios –desde sus respectivas responsabilidades en la sociedad– no puedo por menos de exhortarles a la solidaridad real y eficiente. Vuestro desafío en las actuales circunstancias ha de tener como objetivo común el de servir al hombre latinoamericano en sus impostergables necesidades: luchar contra la pobreza y el hambre, el desempleo y la ignorancia; transformar los recursos potenciales de la naturaleza con inteligencia, laboriosidad y constancia; aumentar la producción y promover el desarrollo; humanizar las relaciones laborales poniendo siempre a la persona humana, su dignidad y derechos, por encima de los egoísmos e intereses de grupo. Mirando el actual panorama de América Latina y, más aún, las perspectivas de futuro, se hace necesario sentar las bases para la creación de una economía solidaria. Hay que sentir la pobreza ajena como propia y convencerse de que los pobres no pueden esperar. Por su parte, los poderes públicos han de salir al paso de injustas diferencias que ofenden la condición humana de los hombres, hermanos e hijos de un mismo Padre y copartícipes de los dones que el Creador puso en manos de todos. Aunque la Iglesia no pretende en ningún momento ofrecer soluciones técnicas, sí alienta la creación de un proyecto económico a nivel continental que, superando los aislacionismos, pueda presentarse como interlocutor válido en la escena internacional y mundial. Por otra parte, no puedo por menos de dirigir un urgente llamado a las Naciones desarrolladas para que enfrenten su responsabilidad moral ante la dramática situación de pobreza de millones de seres humanos en América Latina.

9. A las familias de América, santuarios del amor y de la vida, les exhorto a ser verdaderas “iglesias domésticas”, lugar de encuentro con Dios, centro de irradiación de la fe, escuela de vida cristiana, donde se construyan los sólidos fundamentos de una sociedad más íntegra, fraterna y solidaria. Que en su seno, los jóvenes, la gran fuerza y esperanza de América, puedan hallar ideales altos y nobles que satisfagan las ansias de sus corazones y les aparte de la tentación de una cultura insolidaria y sin horizontes que conduce irremediablemente al vacío y al desaliento. Deseo en esta ocasión rendir particular homenaje a la mujer latinoamericana que, generación tras generación, ha sido como el ángel custodio del alma cristiana de este Continente.

Finalmente, mi pensamiento y mi plegaria a Dios se dirige a los enfermos, a los ancianos, a los marginados, a las víctimas de la violencia, a los que no tienen empleo ni vivienda digna, a los desplazados y encarcelados; en una palabra, a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu. Que la conciencia del dolor y de las injusticias infligidas a tantos hermanos, sea, en este V Centenario, ocasión propicia para pedir humildemente perdón por las ofensas y crear las condiciones de vida individual, familiar y social que permitan un desarrollo integral y justo para todos, pero particularmente para los más abandonados y desposeídos. Vienen a mi mente aquellas palabras de Santo Toribio de Mogrovejo, Patrono del Episcopado Latinoamericano, en las que se declara profundamente dolido porque “no sólo en tiempos pasados se les ha hecho a estos pobres indios tantos agravios y con tanto exceso, sino que también en el día de hoy muchos procuran hacer lo mismo”. Los sentimientos y la solicitud pastoral que reflejan estas palabras, pronunciadas por Santo Toribio en el III Concilio provincial de Lima de 1582, conservan hoy plena actualidad, queridos Hermanos Obispos de América Latina, que mañana iniciaréis los trabajos de la IV Conferencia General. Era el mandato del Señor de predicar el evangelio a toda criatura (cf
Mc 16,15) lo que movía al Santo Arzobispo a entregarse sin límites al anuncio del mensaje de salvación y a la defensa de los pobres. Hoy, los sucesores de los Apóstoles en esta tierra fértil, que recibió hace cinco siglos la palabra de Dios, se enfrentan a nuevos y apremiantes retos, pero sienten en su alma de Pastores los urgentes interrogantes de san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10,14-15).

10. Se trata, amadísimos Hermanos en el Episcopado, de interrogantes fundamentales que interpelan a los Pastores de la Iglesia de todas las épocas. Responder a tales urgencias y desafíos, antiguos y nuevos, es ciertamente vuestra tarea prioritaria en el Continente de la esperanza y el objetivo esencial de la importante reunión eclesial que os disponéis a celebrar. Estamos congregados frente a este Faro de Colón, que con su forma de cruz quiere simbolizar la Cruz de Cristo plantada en esta tierra en 1492. Con ello, se ha querido también rendir homenaje al gran Almirante que dejó escrito como voluntad suya: “Poned cruces en todos los caminos y senderos, para que Dios os bendiga”.

¡“Jesucristo ayer, hoy y siempre”! (He 13,8) Él es nuestra vida y nuestro único guía. Sólo en Él está puesta nuestra esperanza. Su Espíritu ilumina los senderos de la Iglesia, que hoy como ayer, le proclama Salvador del mundo y Señor de la historia. Nos sostiene la sólida certeza de que Él no nos abandona: “Yo estoy con vosotros siempre hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), fueron sus últimas palabras antes de ascender a su gloria. Jesucristo, luz del mundo, “camino, verdad y vida” (Jn 14,6), nos guía por los senderos que pasan por el corazón de los hombres y por la historia de los pueblos para que en todo tiempo y todas las generaciones “vean la salvación de nuestro Dios” (Ps 98 [97], 3).

Amén.





B. Juan Pablo II Homilías 799