B. Juan Pablo II Homilías 806


VIAJE APOSTÓLICO A SANTO DOMINGO

SANTA MISA EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LA ALTAGRACIA



Higüey, República Dominicana

Lunes 12 de octubre de 1992



“Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4,4).

807 1. Estas palabras del apóstol san Pablo, queridos hermanos y hermanas, nos introducen en el misterio de aquella Mujer, llena de gracia y de bondad, a quien, generación tras generación, los dominicanos han venido a honrar a esta Basílica donde hoy nos congregamos.

Desde el lejano 1514, la presencia vigilante y amorosa de Nuestra Señora de la Altagracia ha acompañado ininterrumpidamente a los queridos hijos de esta noble Nación, haciendo brotar en sus corazones, con la luz y la gracia de su divino Hijo, la inmensa riqueza de la vida cristiana.

En mi peregrinación a esta Basílica, quiero abrazar con el amor que irradia de nuestra Madre del cielo, a todos y cada uno de los aquí presentes y a cuantos están unidos espiritualmente a nosotros a lo largo y a lo ancho del País. Mi saludo fraterno se dirige a todos mis Hermanos en el Episcopado que me acompañan y, en particular, a los queridos Obispos de la República Dominicana, que con tanta dedicación y premura han preparado mi visita pastoral.

Y desde esta Basílica mariana –que es como el corazón espiritual de esta isla, a la que hace quinientos años llegaron los predicadores del Evangelio– deseo expresar mi agradecimiento y afecto a los Pastores y fieles de cada una de las diócesis de la República, comenzando por la de Nuestra Señora de la Altagracia en Higüey, donde nos hallamos. Mi reconocimiento, hecho plegaria, va igualmente a la Arquidiócesis de Santo Domingo, a su Pastor y Obispos Auxiliares. Mi saludo entrañable también a las diócesis de Bani, Barahona, La Vega, Mao–Monte Cristi con sus respectivos Obispos. Paz y bendición a los Pastores y fieles de San Francisco de Macorís, Santiago de los Caballeros y San Juan de la Maguana. Un recuerdo particular, lleno de afecto y agradecimiento, va a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas y demás agentes de pastoral que, con generosidad y sacrificio, dedican sus vidas a la obra de la nueva evangelización.

2. Celebramos, amados hermanos y hermanas, la llegada del mensaje de salvación a este continente. Así estaba predestinado en el designio del Padre que, al llegar la plenitud de los tiempos, nos envió a su Hijo, nacido de mujer (cf. Ga
Ga 4,4), como hemos oído en la segunda lectura de la Santa Misa.

Dios está fuera y por encima del tiempo, pues Él es la eternidad misma en el misterio inefable de la Trinidad divina. Pero Dios, para hacerse cercano al hombre, ha querido entrar en el tiempo, en la historia humana; naciendo de una mujer se ha convertido en el Enmanuel, Dios–con–nosotros, como lo anunció el profeta Isaías. Y el apóstol Pablo concluye que, con la venida del Salvador, el tiempo humano llega a su plenitud, pues en Cristo la historia adquiere su dimensión de eternidad.

Como profesamos en el Credo, la segunda persona de la Santísima Trinidad “se encarnó por obra y gracia del Espíritu Santo”. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti –dice el ángel a María– y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35). Con el “sí” de la Virgen de Nazaret llega a su plenitud y cumplimiento la profecía de Isaías sobre el Enmanuel, el Dios–con–nosotros, el Salvador del mundo.

Junto con el ángel Gabriel proclamamos a María llena de gracia en este Santuario de Higüey, que está bajo la advocación de la Altagracia, y que es el primer lugar de culto mariano conocido erigido en tierras de América. Todo cuanto se ve en el cuadro bendito que representa a nuestra Señora de la Altagracia es expresión limpia y pura de lo que el Evangelio nos dice sobre el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.

A la sombra de este templo se ha formado un pueblo en fusión de razas y culturas, de anhelos y esperanzas, de éxitos y de fracasos, de alegrías y tristezas. El pueblo dominicano ha nacido bajo el signo de la Virgen Madre, que lo ha protegido a lo largo de su caminar en la historia. Como consta en los anales de esta Nación, a este lugar santo han acudido a buscar valor y fuerza los forjadores de la nacionalidad; inspiración los poetas, los escritores y los sabios; aliento los hombres de trabajo; consuelo los afligidos, los enfermos, los abandonados; perdón los arrepentidos; gracia y virtud los que sienten la urgencia de ser santos. Y todos ellos, bajo el manto de la Altagracia, la llena de gracia.

3. Este Santuario, amadísimos dominicanos, es la casa donde la Santísima Virgen ha querido quedarse entre vosotros como madre llena de ternura, dispuesta siempre a compartir el dolor y el gozo de este pueblo. A su maternal protección encomiendo todas las familias de esta bendita tierra para que reine el amor y la paz entre todos sus miembros. La grandeza y la responsabilidad de la familia están en ser la primera comunidad de vida y amor; el primer ambiente donde los jóvenes aprenden a amar y a sentirse amados. Cada familia ha recibido de Dios la misión de ser “la célula primera y vital de la sociedad” (Apostolicam actuositatem AA 11) y está llamada a construir día a día su felicidad en la comunión. Como en todo tejido vivo, la salud y el vigor de la sociedad depende de cómo sean las familias que la integran. Por ello, es también responsabilidad de los poderes públicos el favorecer la institución familiar, reforzando su estabilidad y tutelando sus derechos. Vuestro país no puede renunciar a su tradición de respeto y apoyo decidido a aquellos valores que, cultivados en el núcleo familiar, son factor determinante en el desarrollo moral de sus relaciones sociales, y forman el tejido de una sociedad que pretende ser sólidamente humana y cristiana.

Es responsabilidad vuestra, padres y madres cristianos, formar y mantener hogares donde se cultiven y vivan los valores del Evangelio. Pero, ¡cuántos signos de muerte y desamor marcan a nuestra sociedad! ¡Cuántos atentados a la fidelidad matrimonial y al misterio de la vida! No os dejéis seducir, esposos cristianos, por el fácil recurso al divorcio. No permitáis que se ultraje la llama de la vida. El auténtico amor dentro de la comunión matrimonial se manifiesta necesariamente en una actitud positiva ante la vida. El anticoncepcionismo es una falsificación del amor conyugal que convierte el don de participar en la acción creadora de Dios en una mera convergencia de egoísmos mezquinos (Familiaris consortio FC 30 y 32). Y, ¿cómo no repetir una vez más en esta circunstancia que si no se pueden poner obstáculos a la vida, menos aún se puede eliminar impunemente a los aún no nacidos, como se hace con el aborto?

808 Por su parte, los esposos cristianos, en virtud de su bautismo y confirmación y por la fuerza sacramental del matrimonio, tienen que transmitir la fe y ser fermento de transformación en la sociedad. Vosotros, padres y madres de familia, habéis de ser los primeros catequistas y educadores de vuestros hijos en el amor. Si no se aprende a amar y a orar en familia, difícilmente se podrá superar después ese vacío. ¡Con cuánto fervor imploro a Dios que las jóvenes y los jóvenes dominicanos encuentren en sus hogares el testimonio cristiano que avive su fe y les sostenga en los momentos de dificultad o de crisis!

4. ¡Jóvenes dominicanos!, pido a Nuestra Señora de la Altagracia que os fortalezca en la fe, que os conduzca a Jesucristo porque sólo en Él encontraréis respuesta a vuestras inquietudes y anhelos; sólo Él puede apagar la sed de vuestros corazones. La fe cristiana nos enseña que vale la pena trabajar por una sociedad más justa; que vale la pena defender al inocente, al oprimido y al pobre; que vale la pena sacrificarse para que triunfe la civilización del amor. Sois los jóvenes del continente de la esperanza. Que las dificultades que os toca vivir no sean un obstáculo al amor, a la generosidad, sino más bien un desafío a vuestra voluntad de servicio. Habéis de ser fuertes y valientes, lúcidos y perseverantes. No os dejéis seducir por el hedonismo, la evasión, la droga, la violencia y las mil razones que aparentan justificarlas. Sois los jóvenes que caminan hacia el tercer milenio cristiano y debéis prepararos para ser los hombres y mujeres del futuro, responsables y activos en las estructuras sociales, económicas, culturales, políticas y eclesiales de vuestro país para que, informadas por el espíritu de Cristo y por vuestro ingenio en conseguir soluciones originales, contribuyáis a alcanzar un desarrollo cada vez más humano y más cristiano.

5. Encontrándome en esta zona rural de la República, mi pensamiento se dirige de modo particular a los hombres y mujeres del campo. Vosotros, queridos campesinos, colaboráis en la obra de la creación haciendo que la tierra produzca los frutos que servirán de alimento a vuestras familias y a toda la comunidad. Con vuestro sudor y esfuerzo ofrecéis a la sociedad unos bienes que son necesarios para su sustento. Apelo, por ello, al sentido de justicia y solidaridad de las personas responsables para que pongan todos los medios a su alcance en orden a aliviar los problemas que hoy aquejan al sector rural, de tal manera que los hombres y las mujeres del campo y sus familias puedan vivir del modo digno que les corresponde a su condición de trabajadores e hijos de Dios. La devoción a la Santísima Virgen, tan arraigada en la religiosidad de los trabajadores del campo, marca sus vidas con el sello de una rica humanidad y una concepción cristiana de la existencia, pues en María se cifran las esperanzas de quienes ponen su confianza en Dios. Ella es como la síntesis del Evangelio y “nos muestra que es por la fe y en la fe, según su ejemplo, como el pueblo de Dios llega a ser capaz de expresar en palabras y de traducir en su vida el misterio del deseo de salvación y sus dimensiones liberadoras en el plano de la existencia individual y social” (Congr. pro Doctrina Fidei, Instructio Libertatis conscientia, 97).

6. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (
Ga 4,4).

María es la mujer que acogiendo con fe la palabra de Dios y uniendo indisolublemente su vida a la de su Hijo, se ha convertido en “la primera y más perfecta discípula de Cristo” (Marialis cultus, 35). Por ello, en unas circunstancias como las actuales, cuando el acoso secularizante tiende a sofocar la fe de los cristianos negando toda referencia a lo transcendente, la figura de María se yergue como ejemplo y estímulo para el creyente de hoy y le recuerda la apremiante necesidad de que su aceptación del Evangelio se traduzca en acciones concretas y eficaces en su vida familiar, profesional, social (Christifideles laici CL 2). En efecto, el laico dominicano está llamado, como creyente, a hacer presente los valores evangélicos en los diversos ámbitos de la vida y de la cultura de su pueblo. Su propia vocación cristiana le compromete a vivir inmerso en las realidades temporales como constructores de paz y armonía colaborando siempre al bien común de la Nación. Todos deben promover la justicia y la solidaridad en los diversos campos de sus responsabilidades sociales concretas: en el mundo económico, en la acción sindical o política, en el campo cultural, en los medios de comunicación social, en la labor asistencial y educativa. Todos están llamados a colaborar en la gran tarea de la nueva evangelización.

Hoy como ayer María ha de ser también la Estrella de esa nueva evangelización a la que la Iglesia universal se siente llamada, y especialmente la Iglesia en América Latina, que celebra sus quinientos años de fe cristiana. En efecto, el anuncio del Evangelio en el Nuevo Mundo se llevó a cabo “presentando a la Virgen María como su realización más completa” (Puebla, 282). Y a lo largo de estos cinco siglos la devoción mariana ha demostrado sobradamente ser un factor fundamental de evangelización, pues María es el evangelio hecho vida. Ella es la más alta y perfecta realización del mensaje cristiano, el modelo que todos deben seguir. Como afirmaron los Obispos latinoamericanos reunidos en Puebla de los Ángeles, “sin María, el Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritualista” (Puebla, 301).

7. “Porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso” (Lc 1,49).

Así lo proclama María en el Magníficat.Ella, la Altagracia, nos entrega al Salvador del mundo y, como nueva Eva, viene a ser en verdad “la madre de todos los vivientes” (Gn 3,20). En la Madre de Dios comienza a tener cumplimiento la “plenitud de los tiempos” en que “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer,... para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4-5). El Enmanuel, Dios–con–nosotros, sigue siendo una nueva y maravillosa realidad que nos permite dirigirnos a Dios como Padre, pues María nos entrega a Aquel que nos hace hijos adoptivos de Dios: “hijos en el Hijo”.

“La prueba de que sois hijos –escribe san Pablo– es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ibíd., 4, 6-7). Ésta es la gran verdad que nos proclama el Apóstol en nuestra celebración eucarística: la filiación adoptiva al recibir la vida divina. Por eso, nuestros labios pueden repetir las mismas palabras: “Padre..., Padre nuestro”, porque es el Espíritu Santo quien las inspira en nuestros corazones.

8. ¡Altagracia! La gracia que sobrepuja al pecado, al mal, a la muerte. El gran don de Dios se expande entre los pueblos del Nuevo Mundo, que hace cinco siglos oyeron las palabras de vida y recibieron la gracia bautismal. Un don que está destinado a todos sin excepción, por encima de razas, lengua o situación social. Y si algunos hubieran de ser privilegiados por Dios, éstos son precisamente los sencillos, los humildes, los pobres de espíritu.

Todos estamos llamados a ser hijos adoptivos de Dios; pues “para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5,1): ¡libres de la esclavitud del pecado!

809 ¡Madre de Dios! ¡Virgen de la Altagracia! Muestra los caminos del Enmanuel, nuestro Salvador, a todos tus hijos e hijas en el Continente de la esperanza para que, en este V Centenario de la Evangelización, la fe recibida se haga fecunda en obras de justicia, de paz y de amor.

Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A SANTO DOMINGO

SANTA MISA PARA LOS ALUMNOS DEL SEMINARIO MAYOR



Martes 13 de octubre de 1992



Queridos seminaristas:

Siento un gran gozo al estar con vosotros en este seminario, centro de formación sacerdotal, corazón que alienta la religiosidad de esta Arquidiócesis y de toda la República. Todos vosotros os preparáis al sacerdocio y queréis identificaros con el Evangelio de Jesús y con el misterio de su Iglesia, para ser signos visibles del Buen Pastor, “ungido y enviado” (Lc 4,18), dispuestos a entregar vuestras vidas al servicio de los hombres vuestros hermanos. En el seguimiento sacerdotal de Cristo habéis oído la llamada a hacer presente la obra salvífica del Redentor, como signos del amor de Dios a toda la humanidad. “Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (He 5,6).

El Concilio Vaticano II no duda en afirmar que “los Seminarios mayores son necesarios para la formación sacerdotal” (Optatam totius OT 4), porque el ambiente de piedad, de seriedad litúrgica y personal, de estudio, de disciplina, de convivencia fraterna y de iniciación pastoral que debe caracterizar al seminario, es el modo más apto para la preparación al sacerdocio (cf. ibíd.). Considerad, pues, el seminario como vuestro propio y específico hogar, y como la primera escuela de fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

En la lectura del Evangelio de san Lucas que ha sido proclamada se nos narra la vocación del apóstol Pedro y sus compañeros, que tras la pesca milagrosa, dejaron todo para seguir al Maestro. Ellos oyeron la llamada de Cristo y se convirtieron en pescadores de hombres. También vosotros, queridos seminaristas, habéis oído el “sígueme” de Jesús, el cual tiene un doble aspecto indiviso y a la vez complementario: encuentro con Cristo y misión. Uno y otro aspecto se postulan e integran mutuamente. En efecto, la vocación se nos presenta como un don de Dios, y se ha de responder a ella asumiendo también todas sus exigencias de entrega al seguimiento de Cristo y a la acción evangelizadora. Es así como se expresa el afecto de Cristo “a los suyos” (Jn 13,1), como vocación, que es declaración de amor; y sólo en pos de este amor se comprenden perfectamente los dos aspectos complementarios entre sí de la vocación: “Llamando a los que quiso, vinieron a Él, y designó a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”, nos dice el evangelista Marcos (Mc 3,13-14).

El seguimiento de Cristo os vincula indisolublemente a Él, no sólo para participar en su ser o en su “unción”, sino también para prolongar su “misión” y para adentraros en su amor redentor. ¡Cómo no recordar la escena conmovedora del lago, cuando Pedro y sus compañeros dejan en la orilla las redes y la barca y siguen a Jesús que los había mirado en lo profundo de sus almas! Vosotros, queridos seminaristas, también sentisteis un día la llamada de Jesús que os invitaba a seguirle. Sabéis muy bien que, con la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada, habéis sido llamados a correr la suerte de Cristo, a “beber el cáliz” (Ibíd., 10, 38), a compartir la vida con Él. Esta llamada no sólo os sostiene y os prepara para las dificultades, según las palabras del Señor: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en las pruebas” (Lc 22,28), sino que conlleva además una gozosa participación en la amistad de Cristo: “Vosotros sois mis amigos” (Jn 15,14). En la vivencia de esta amistad consiste precisamente el secreto de la misión: “Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Ibíd., 15, 27).

A la luz de las palabras de Jesús a Pedro: “No tengas miedo, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5,10), podemos enfocar correctamente los acontecimientos y las preocupaciones de nuestra vida. Os puedo asegurar, amados seminaristas, que mi corazón vive día a día vuestras inquietudes espirituales y vuestros afanes apostólicos. ¡Cómo no pensar en la necesidad y urgencia de numerosas y selectas vocaciones! ¡Cómo no acompañaros en vuestros deseos de una más auténtica vivencia del sacerdocio como signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor!

Antes de terminar, deseo alentaros nuevamente a continuar con generosa entrega el camino de vuestra preparación al sacerdocio y a la vida consagrada. Dedicaos intensamente a vuestra formación espiritual, teológica, pastoral, humana. En la Exhortación Apostólica “Pastores Dabo Vobis” podréis encontrar preciosas orientaciones a este respecto.

Que María, la cual dedicó su vida al crecimiento y a la formación de Jesús (cf. ibíd., 2, 51-52), sea vuestra protectora en todo momento. En este día, en que celebramos el 75 Aniversario de la aparición de Nuestra Señora de Fátima, os encomiendo a su amor maternal.

810 Con estos fervientes deseos bendigo de todo corazón a vosotros, queridos seminaristas, así como a vuestros profesores y formadores, que con generosa entrega dedican lo mejor de sí a la preparación de los santos y sabios sacerdotes que la Iglesia necesita.



BEATIFICACIÓN DE 22 SACERDOTES, 3 LAICOS Y

DE LA MADRE MARÍA DE JESÚS SACRAMENTADO VENEGAS


Domingo 22 de noviembre de 1992



“Con il sangue della sua croce” (Col 1,20).

1. Nell’odierna solennità la Chiesa proclama che Cristo Re è “generato prima di ogni creatura. Egli è prima di tutte le cose e tutte sussistono in lui. Egli è... il principio. Perché piacque a Dio di fare abitare in lui ogni pienezza e per mezzo di lui riconciliare a sé tutte le cose” (Col 1,15 Col 1,17-20).

E proprio per abbracciare questa pienezza, cioè l’universale dimensione del regno di Cristo, la Chiesa rivolge il suo sguardo alla croce.

Il regno di Cristo, infatti, si è compiuto per mezzo della croce: “Con il sangue della sua croce” (Col 1,20).

Sulla croce di Gesù fu posta una scritta che doveva rendere noto il motivo della sua condanna a morte: “Questi è il re dei Giudei” (Lc 23,38).

Per alcuni essa fu oggetto di scherno, ma per il buon ladrone, che aveva subito la stessa condanna, diventò fonte di speranza: “Gesù, ricordati di me quando entrerai nel tuo regno” (Lc 23,42).

2. Così, sul Calvario, la verità relativa al regno di Cristo fu annunciata a voce alta tra i supplizi della crocifissione.

Nel nostro secolo, questa stessa verità è stata suggellata con la morte dei martiri messicani, che la Chiesa oggi eleva alla gloria degli altari: “Con il sangue della sua croce” anch’essi hanno testimoniato Cristo come Re e hanno proclamato il suo regno per l’intera loro patria, che in quel tempo era messa alla prova da una sanguinosa persecuzione.

Ecco come l’odierna Parola di Dio descrive la regalità di Cristo: “Egli è anche il capo del corpo (cioè) della Chiesa”: Egli è “il primogenito di coloro che risuscitano dai morti”; Colui che ha “il primato su tutte le cose” (Col 1,18).

811 Nell’anno in cui si compiono cinque secoli dall’inizio dell’evangelizzazione dell’America, le Chiese di quel grande continente proclamano tutte insieme questa stessa verità: “Gesù Cristo è lo stesso ieri, oggi e sempre” (He 13,8).

La Chiesa presente in terra messicana si unisce nell’annunziare questa medesima verità grazie alla testimonianza dei suoi martiri, che oggi abbiamo la gioia di vedere nella gloria dei beati.

3. Hoy la Iglesia contempla con inmensa alegría la singular grandeza de veintiséis de sus hijos, quienes en reconocimiento del Reinado de Cristo ofrecieron heroicamente sus vidas, expresando así que, si Dios lo es todo y todo lo hemos recibido de Él, es justo entregarse totalmente a Él, único Absoluto, fuente inagotable de vida y de paz.

Durante las duras pruebas que Dios permitió que experimentara su Iglesia en México, hace ya algunas décadas, estos mártires supieron permanecer fieles al Señor, a sus comunidades eclesiales y a la larga tradición católica del pueblo mexicano. Con fe inquebrantable reconocieron como único soberano a Jesucristo, porque con viva esperanza aguardaban un tiempo en el que volviera a la nación mexicana la unidad de sus hijos y de sus familias.

Para participar en la solemne beatificación de los nuevos mártires, estáis aquí tantos Hermanos Obispos y numerosos grupos de peregrinos mexicanos. A todos dirijo mi más afectuoso saludo y os aliento a seguir manteniendo encendida la antorcha de la fe en vuestras comunidades eclesiales, pues estos mártires son para vuestra nación una genuina expresión de ¡México, siempre fiel!

4. Veintidós de ellos eran sacerdotes diocesanos, los cuales desarrollaban una fecunda labor apostólica en sus Iglesias particulares: Guadalajara, Durango, Chilpancingo-Chilapa, Morelia y Colima. Todos, aún antes de sufrir la persecución, ya habían ofrecido a Dios y a su pueblo una vida ejemplarmente sacerdotal.

Es de notar su amor a la Eucaristía, fuente de vida interior y de toda acción pastoral, su devoción a Santa María de Guadalupe, su dedicación a la catequesis, su opción por los pobres, los alejados y los enfermos. Una entrega tan generosa y una constante inmolación diaria ya había hecho de estos sacerdotes auténticos testigos de Cristo, aún antes de recibir la gracia del martirio.

Su entrega al Señor y a la Iglesia era tan firme que, aun teniendo la posibilidad de ausentarse de sus comunidades durante el conflicto armado, decidieron, a ejemplo del Buen Pastor, permanecer entre los suyos para no privarlos de la Eucaristía, de la Palabra de Dios y del cuidado pastoral. Lejos de todos ellos encender o avivar sentimientos que enfrentaran a hermanos contra hermanos. Al contrario, en la medida de sus posibilidades procuraron ser agentes de perdón y reconciliación.

5. Junto con estos sacerdotes mártires queremos honrar, de modo especial, a tres jóvenes laicos de la Acción Católica: Manuel, Salvador y David, los cuales, unidos a su párroco Luis Batis no dudaron en reconocer —como nos dice san Pablo— que “la vida es Cristo y la muerte, una ganancia” (Ph 1,21), mostrando así la fiel entrega al Señor y a la Iglesia que ha caracterizado al noble pueblo mexicano.

Estos tres laicos, como otros muchos en la historia, —nos dirá el Concilio Vaticano II— fueron llamados a “dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores” (Lumen gentium LG 42). A este respecto, es bien expresivo el testimonio de Manuel, de veintiocho años, esposo fiel y padre de tres niños pequeños, el cual antes de ser fusilado exclamó: “Yo muero, pero Dios no muere, Él cuidará de mi esposa y de mis hijos”.

6. Especial mención merece también hoy la primera mujer mexicana declarada beata, la Madre María de Jesús Sacramentado Venegas. Ella fomentó en su Instituto, las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús, una espiritualidad fuerte e intrépida, basada en la unión con Dios, en el amor y obediencia a la Iglesia. Con su ejemplo enseñó a sus hermanas religiosas —muchas de las cuales están aquí presentes para honrarla— que debían ver en los pobres, los enfermos y los ancianos, la imagen viva de Cristo. Cuando asistía a uno de ellos solía decirle: “Ten fe y todo irá bien”. De hecho, su vida es un modelo de consagración absoluta a Dios y a la humanidad doliente, que ella empezó a conocer en el Hospital del Sagrado Corazón de Jesús, de Guadalajara.

812 La Madre Venegas tenía también una veneración particular por los sacerdotes y seminaristas; al rezar por ellos decía: “Oh Jesús, sacerdote eterno, ten a tus siervos en tu corazón y conserva inmaculadas sus manos consagradas, bendice su trabajo”. La nueva Beata nos enseña una continua relación con Dios y una entrega abnegada hacia los hermanos a través de nuestro trabajo cotidiano en el propio ambiente.

7. La solemnidad de hoy, instituida por el Papa Pío XI precisamente cuando más arreciaba la persecución religiosa en México, penetró muy hondo en aquellas comunidades eclesiales y dio una fuerza particular a estos mártires, de manera que al morir muchos gritaban: ¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe! A través de esta fiesta los católicos han podido descubrir toda la profundidad de la realeza divina, que culmina en el sacrificio de la Cruz y se manifiesta también donde impera la justicia y la misericordia, donde se favorece el perdón y la reconciliación, como único camino para la paz y la convivencia social.

Que el recuerdo de los nuevos Beatos, en el marco de las celebraciones del V Centenario de la Evangelización de América, haga que todos nosotros seamos testigos de la presencia soberana y amorosa de Jesús en medio de los hombres. Que como cristianos comprometidos aceptemos el llamado a ser apóstoles entre los demás, para que Cristo reine con más esplendor en sus vidas. La Iglesia tiene necesidad de ello; el mundo espera de nosotros una entrega total.

Con el apóstol Juan proclamamos que estos Beatos han vencido “gracias a la sangre del Cordero... porque despreciaron su vida ante la muerte. Por eso regocijaos cielos y los que en ellos habitáis” (
Ap 12,11-12). Todos debemos estar dispuestos a confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle, si fuera necesario por el camino de la Cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan ni faltarán a la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 42).

8. “Ringrazio con gioia il Padre che ci ha messi in grado di partecipare alla sorte dei santi nella luce” (cf. Col Col 1,12).

Così prega la Chiesa quest’oggi.

Così, in modo particolare, pregano, nel mistero della comunione dei santi, quanti “col sangue della croce di Cristo” ricevono oggi nella Chiesa la gloria dei beati.

E, seguendo il pensiero dell’Apostolo, confessano: Ringraziamo il Padre... “È lui, infatti, che ci ha liberati dal potere delle tenebre e ci ha trasferiti nel regno del suo Figlio diletto, per opera del quale abbiamo la redenzione, la remissione dei peccati” (Col 1,13-14).

Ringraziamo il Padre!

Ringraziamolo per i cinque secoli dell’evangelizzazione del continente americano.

Ringraziamolo per la Chiesa nel Messico, per il popolo cristiano, per la nazione e per l’intero paese.

813 Che la pace riconquistata da Cristo col sangue della croce regni nei nostri cuori! In tutti i cuori!

Amen!



XXV ANIVERSARIO DEL PONTIFICIO COLEGIO MEXICANO



Martes 24 de noviembre de 1992



“Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste; porque son tuyos, y todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío” (Jn 17,9-10).

Queridos hermanos en el episcopado,
amadísimos sacerdotes, religiosas,
hermanos y hermanas:

1. Con inmenso gozo me encuentro nuevamente en este Pontificio Colegio Mexicano para celebrar, junto con todos vosotros, el XXV Aniversario de su fundación.

Mi primera visita tuvo lugar a mi regreso de aquel viaje apostólico a México en 1979, del que conservo tan entrañables recuerdos, y durante el cual el Señor me concedió la gracia de poder inaugurar en Puebla de los Ángeles la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tan sazonados frutos eclesiales produjo, particularmente en el aumento de las vocaciones al sacerdocio, a la vida religiosa y al apostolado laical.

En esta ocasión, y después del viaje a Santo Domingo, donde inauguré la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, me encuentro de nuevo entre vosotros para dar fervientes gracias a Dios por los veinticinco años de vida de esta institución eclesiástica, que es como una parcela de la Nación mexicana aquí en Roma.

2. Las palabras de Jesús en su oración sacerdotal, que acabamos de escuchar, nos introducen en la plegaria comunitaria de esta Liturgia de la Palabra. Como los Apóstoles reunidos en el Cenáculo con María, nos hemos congregado aquí bajo la mirada maternal de Nuestra Señora de Guadalupe, para elevar nuestra ferviente acción de gracias a Dios por los muchos dones que ha concedido a este Colegio y, por su medio, a la Iglesia en México, durante estos cinco lustros de formación y vida sacerdotal.

814 Mi saludo cordial y agradecido se dirige a los Señores Obispos de México que nos acompañan y a cuantos desde la patria se unen espiritualmente a nuestra celebración. Un recuerdo especial, también lleno de gratitud, a los Superiores del Colegio y a aquellas personas que, de diversas formas, han contribuido a hacer de esta institución válido instrumento para bien de la Iglesia en México. Saludo asimismo a todos los presentes y, en especial, a los actuales alumnos que representáis a tantos sacerdotes de numerosas diócesis mexicanas, que se enriquecieron en este centro con una esmerada formación sacerdotal e intelectual junto a la Sede de Pedro. Los años de vuestra permanencia en Roma os permiten, sin duda, adquirir una especial experiencia de la Iglesia universal, no sólo por estar cerca del Sucesor de Pedro sino también por los variados y enriquecedores contactos con Pastores de las Iglesias particulares y con otros eclesiásticos de diversos países y continentes, así como con compañeros estudiantes procedentes de todas las partes del mundo. Toda esta riqueza de experiencias, queridos sacerdotes, debe ayudaros a corroborar sólidamente la virtud del equilibrio, tanto a nivel personal como eclesial, lo cual se refleje benéficamente en vuestros respectivos presbiterios diocesanos, en la íntima y sincera comunión con vuestros Obispos, y en la colaboración fraterna con los religiosos.

Un saludo afectuoso quiero reservar a las religiosas y personal auxiliar que, con su labor constante y callada, colaboran a hacer más acogedora la vida diaria de la casa.

3. Quiero poner de relieve que este Colegio tiene la delicada misión de favorecer, juntamente con las Universidades eclesiásticas de Roma, la formación de los presbíteros, que son enviados por sus respectivos Obispos para obtener alguna especialización en las ciencias sagradas y humanas, con el objeto de ofrecer un mejor servicio pastoral en los Seminarios e Instituciones de las Iglesias diocesanas en México.

Para alentaros en este proceso formativo, deseo recordar y destacar algunos aspectos de la formación permanente, que he propuesto en la Exhortación Apostólica “Pastores Dabo Vobis”. Ojalá que con vuestro esfuerzo y el de los sacerdotes en vuestras diócesis, se logren elaborar unos “programas de formación permanente, capaces de sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes” (Pastores Dabo Vobis
PDV 3).

En primer lugar, recordemos que “la formación permanente encuentra su fundamento y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden”, (ib. 70) que tiene diversos aspectos y un significado profundo. En efecto, ella “es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su propio ser... es una exigencia intrínseca del don del ministerio sacramental recibido” (ib.).

4. En la liturgia de la Palabra, que estamos celebrando, hemos escuchado el discurso de Pedro en la casa de Cornelio, en el que resume toda la vida de Jesús con estas pocas palabras: “pasó haciendo el bien” (Ac 10,38). Es él, “Jesús de Nazaret”, el “ungido con el Espíritu Santo y con poder”, el que murió y resucitó, del que san Pedro dice, en nombre de los demás apóstoles, “nosotros somos testigos” ((ib.10, 39).

Pues bien, el sacerdote ministro ha de ser signo y transparencia de la caridad de Cristo, Buen Pastor. Por el hecho de participar de su consagración, puede prolongar su misma misión y está llamado a presentar su mismo estilo de vida. Todas las dimensiones de la formación permanente tienden a este objetivo: “Así como toda la actividad del Señor ha sido fruto y signo de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser también para la actividad ministerial del sacerdote” (Pastores Dabo Vobis PDV 72). Por esto, el “significado profundo” de la formación permanente “es el de ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el espíritu y según el estilo de Jesús Buen Pastor” (ib. 73).

La diversas dimensiones de la formación permanente se armonizan entre sí, porque todas ellas tienden a crear pastores dispuestos a dar la vida como el Señor. Así pues, “alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la caridad pastoral” (ib. 70). Para ser “signo” del Buen Pastor, que “pasó haciendo el bien”, el sacerdote debe ahondar en su formación humana, hasta tener un “apasionado amor al hombre”, compartiendo con él alegrías y trabajos. Esta solidaridad con el hombre, al estilo de Jesús, no será posible sin una profunda y sólida formación espiritual, que se traduce en una íntima relación personal con el Señor y en el seguimiento evangélico, hasta llegar a una participación “cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo”. La formación intelectual –continuamente actualizada– debe centrarse en el Misterio de Cristo, anunciado, celebrado, comunicado, vivido: “El sacerdote, participando de la misión profética de Jesús e inserto en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo” (ib. 73).

5. La oración sacerdotal de Jesús durante la última cena, cuyas primeras palabras hemos escuchado en esta celebración, nos ofrece un aspecto esencial de la vida del presbítero: su íntima unión con Jesucristo. El Señor repite constantemente: “los que tú me has dado... los que me has dado sacándolos del mundo... tú me los has dado...” (Jn 17,6). ¿Cómo no ver en estas palabras la fuente y centro de nuestra vocación en todas las etapas y dimensiones de formación inicial y permanente? Nuestro ser, nuestro obrar y nuestro estilo de vida deben ser, ante los hombres, como una “prolongación visible y signo sacramental de Cristo” (Pastores Dabo Vobis PDV 16).

Las singladuras de la vida sacerdotal, queridos hermanos, están claramente trazadas en la doctrina, tradición y vida de la Iglesia. De ello estamos todos convencidos. Queda en pie, sin embargo, la cuestión que se plantean muchos sacerdotes: ¿cómo encontrar mejor en el propio Presbiterio, con el propio Obispo, los medios necesarios para cumplir con todas estas exigencias evangélicas? He aquí el por qué de un “programa” de vida que hay que elaborar para llevar a cabo una formación permanente eficaz y que responda a las necesidades propias y de las comunidades que se os confían. Se trata, en efecto, de “hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas” (Pastores Dabo Vobis PDV 79).

6. La formación permanente ayuda a los sacerdotes a construir esta “familia” sacerdotal y “fraternidad sacramental” querida por el Concilio (Christus Dominus CD 28 Presbyterorum ordinis PO 8), en la que todos colaboren responsablemente a hacer realidad la “íntima fraternidad” que nace “de la común ordenación sagrada y de la común misión” (Lumen gentium LG 28). Porque “dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo particular, mediante su formación permanente, a crecer en y con el propio Presbiterio unido al Obispo... La fisonomía del Presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia” (Pastores Dabo Vobis PDV 74).

815 Los deseos ardientes de Jesús, manifestados durante la última cena, urgen a cada uno a asumir, personal y responsablemente, esa tarea de la que depende en gran parte el futuro de la Iglesia. La gracia del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, nos urge a sentirnos hermanos de los demás sacerdotes, asumiendo la tarea de hacer del propio Presbiterio –siempre en comunión con el propio Obispo– una verdadera familia sacerdotal en la que todos se sientan acogidos y unidos para compartir y ayudarse en los diversos campos de la vida y ministerio.

Si dejamos penetrar en nuestro corazón el intenso amor de Cristo a sus sacerdotes, como se manifiesta en la oración sacerdotal de la última cena, nos sentiremos llamados a servir con nuestros hermanos del Presbiterio a la Iglesia que es misterio, comunión y misión (cf. Pastores Dabo Vobis
PDV 73).

7. La comunidad eclesial, queridos sacerdotes, necesita ver en nosotros el signo personal del Buen Pastor, que “pasó haciendo el bien” (Ac 10,38). Invito, pues, a todos a seguir las huellas de tantos sacerdotes ejemplares que México ha tenido a lo largo de su historia, incluida la más reciente. De ésta son una muestra elocuente los veintidós sacerdotes mártires, que he beatificado en la fiesta de Cristo Rey. La Iglesia y la sociedad de hoy necesitan testigos creíbles que realicen, como estos Beatos, una labor apostólica profética y martirial, “prolongando cada sacerdote, y unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los hermanos que les han precedido” (Pastores Dabo Vobis PDV 74). Con ellos podremos decir también nosotros: “Jesús de Nazaret... pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos... y nosotros somos testigos de todo lo que hizo” (Ac 10,38-39).

Para instaros más a este compromiso de abnegada vida sacerdotal, os encomiendo a la Santísima Virgen, la cual, con “su ejemplo y mediante su intercesión, sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal” (Pastores Dabo Vobis PDV 82) en la Iglesia.

Deseo terminar con las palabras que pronuncié en Durango, durante mi inolvidable visita pastoral, y donde tuve la alegría de ordenar a un centenar de sacerdotes de todo el país: “¡México necesita sacerdotes santos! ¡México necesita hombres de Dios que sepan servir a sus hermanos en las cosas de Dios¡ ¿Seréis vosotros esos hombres? El Papa, que os ama entrañablemente, así lo espera. ¡Sed los santos sacerdotes que necesitan los mexicanos y que anhela la Iglesia! ¡Que Nuestra Señora de Guadalupe os acompañe siempre por los caminos de la nueva evangelización de América! Así sea” (Santa Misa en Durango, n. 10, 9 de mayo de 1990).






B. Juan Pablo II Homilías 806