B. Juan Pablo II Homilías 821


VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CLAUSURA DEL XLV CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL



Sevilla, domingo 13 de junio de 1993



822 ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

1. Con esta bella jaculatoria, con la que el pueblo fiel de España rinde homenaje al misterio de la Eucaristía, me uno espiritualmente a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, congregados en torno a este altar, que es hoy como el corazón de toda la Iglesia: Statio orbis, la Estación del orbe entero, el lugar de reunión de la asamblea cristiana, que hoy hace de Sevilla el centro privilegiado de adoración y culto en esta Santa Misa de clausura del XLV Congreso Eucarístico Internacional.

Y como testimonio de esta universalidad, que quiere abarcar a todo el orbe, participan en nuestra celebración numerosos pastores y fieles de muchos países de los cinco continentes: Cardenales, Arzobispos y Obispos. A todos ellos dirijo mi saludo lleno de afecto, comenzando por mi Legado en el Congreso, el Señor Cardenal Arzobispo de Santo Domingo, quien, como Presidente del Celam, representa también a las Iglesias de América Latina, particularmente vinculadas a la Iglesia de España. Mi saludo se hace abrazo fraterno a todos mis Hermanos en el Episcopado, en especial al Arzobispo de Sevilla, a los Obispos de Andalucía y de España entera.

Viva gratitud deseo expresar a sus Majestades los Reyes, que nos honran con su presencia y participación en este rito sagrado, así como a las Autoridades civiles y militares que nos acompañan.

2. Hoy vuelvo a tener la dicha de encontrarme bajo el cielo luminoso de Sevilla, ciudad de larga y profunda devoción eucarística y mariana, precisamente en la solemnidad del Corpus Christi, que tanto arraigo tiene en la religiosidad popular. Hace once años, en mi primera visita apostólica a España, vine a esta hermosa ciudad del Guadalquivir para beatificar a Sor Ángela de la Cruz, cuya vida, hecha evangelio y eucaristía al servicio de los más pobres y abandonados, se elevó como una luz que sigue iluminando al mundo. En este día, el Señor me concede la gracia de volver a estar reunido con vosotros y con los numerosos hermanos y hermanas provenientes de los cuatro puntos cardinales; todos juntos formamos una gran familia en la fe de la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica. Se realiza así el misterio de la unidad de la Iglesia que tiene como centro y culmen la Eucaristía: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (
1Co 10,17).

Statio orbis!

Aquí, en Sevilla, la Iglesia entera quiere postrarse en recogimiento ante el misterio eucarístico. De modo particular, desea testimoniar con todas sus fuerzas aquel anuncio que repite incesantemente: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Proclama así la verdad de la Eucaristía, en la que se ve identificada la Iglesia universal, de oriente a occidente, de norte a sur: todos los pueblos, lenguas y culturas. Y en nuestra celebración de hoy ella quiere poner ante los ojos de todos las cuestiones que el apóstol Pablo dirige a los fieles de Corinto: “El cáliz de bendición que bendecimos no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos no es la participación del cuerpo de Cristo? ” (1Co 10,16).

Estas preguntas las dirige hoy el Apóstol de las gentes, por boca del Obispo de Roma, a toda la Iglesia, a todos los presentes y a cuantos escuchan la profesión de la fe apostólica: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús”.

3. Statio orbis, la estación que abarca al orbe entero. Aquí, en la sede hispalense, hemos hecho un alto en el camino, una estación para celebrar y adorar la Eucaristía, a Jesús Sacramentado. Hemos hecho un alto porque estamos en camino, somos viandantes, peregrinos, como nos lo recuerda Moisés, en la primera lectura del libro del Deuteronomio: “Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... el Señor Dios tuyo que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre... y te alimentó en el desierto con el maná” (Dt 8,2 Dt 8,14 Dt 8,16).

El maná, con que el Señor alimentó al pueblo elegido durante la peregrinación por el desierto, era símbolo de aquel Pan que nutre para la vida eterna. El peregrinar del pueblo de Dios lleva hasta Jerusalén, hasta el Cenáculo, que es la primera Statio orbis, donde fue instituida la Eucaristía. Allí se cumplen las palabras pronunciadas por Jesús cerca de Cafarnaún, tras la multiplicación milagrosa de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). Estas palabras se verifican con la institución de la Eucaristía durante la Ultima Cena. Por eso, las preguntas de san Pablo, “el cáliz de bendición que bendecimos no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos no es la participación del cuerpo de Cristo?” (1Co 19,16), tienen su respuesta en la misma lectura evangélica que hemos escuchado: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (Jn 6,54)”.

4. Statio orbis. Hagamos un alto, una estación en el camino. Parémonos a pensar por un momento hacia dónde vamos, cuál es el final que nos espera. “Este es el pan que ha bajado del cielo –dice Jesús–; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron...” (Jn 6,59). Esta celebración nos invita, queridos hermanos y hermanas, a hacer un alto para considerar que Cristo, crucificado por nuestros pecados en el altar de la cruz y resucitado para nuestra redención, ha vencido a la muerte y “vive para siempre” (cf. Ap Ap 1,18).

823 Es ésta la gran verdad que anima a todos los creyentes en Cristo. En esta solemne celebración del Congreso Eucarístico tengo presentes de modo especial a tantos hermanos de otras Iglesias cristianas, que aspiran a recibir la sagrada Eucaristía. La Iglesia conoce bien todo lo que nos une con estos amados hermanos en virtud del bautismo, pero sabe también que la comunión eucarística es signo de la plena unidad eclesial en la fe. Ella ora intensamente al Señor para que llegue el día tan anhelado en el que, concordes en la fe, se pueda participar todos juntos en el banquete eucarístico.

5. El lema del Congreso Eucarístico que clausuramos hoy, pone ante nuestros ojos la íntima relación que existe entre la Eucaristía y la evangelización, y proclama el anhelo misionero que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia de nuestro tiempo. La relación entre Eucaristía y evangelización se hace también, ahora entre nosotros, memoria de un acontecimiento histórico de especial significación y trascendencia para la Iglesia Católica: el V Centenario de la Evangelización de América, en cuya conmemoración se ha puesto de relieve una vez más el papel primordial de los misioneros españoles en la implantación de la Iglesia en el Nuevo Mundo. A ello les movía no “intereses personales, sino el urgente llamado a evangelizar a unos hermanos que aún no conocían a Jesucristo” (Discurso inaugural de la IV Conferencia del episcopado latinoamericano, n. 3, 12 de octubre de 1992).

Eucaristía y Evangelización. Del altar eucarístico, corazón pulsante de la Iglesia, nace constantemente el flujo evangelizador de la palabra y de la caridad. Por ello, el contacto con la Eucaristía ha de llevar a un mayor compromiso por hacer presente la obra redentora de Cristo en todas las realidades humanas. El amor a la Eucaristía ha de impulsar a poner en práctica las exigencias de justicia, de fraternidad, de servicio, de igualdad entre los hombres.

6. Si echamos una mirada en derredor, nuestro mundo, aunque sienta una innegable aspiración a la unidad y pregone más que nunca la necesidad de justicia (cf. Sollicitudo rei socialis
SRS 14), aparece marcado por tantas injusticias, quebrado por las diferencias. Esta situación se opone al ideal de “koinonía” o comunión de vida y amor, de fe y de bienes, de pan eucarístico y de pan material, de la que nos habla el Nuevo Testamento, precisamente en relación con la Eucaristía. Como exhortaba san Pablo a los fieles de Corinto, es una contradicción inaceptable comer indignamente el Cuerpo de Cristo desde la división y la discriminación (1Co 18-21). El sacramento de la Eucaristía no se puede separar del mandamiento de la caridad. No se puede recibir el cuerpo de Cristo y sentirse alejado de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos (cf. Mt Mt 25,41-44). Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos” (Catecismo de la Iglesia Católica CEC 1397).

De la comunión eucarística ha de surgir en nosotros tal fuerza de fe y amor que vivamos abiertos a los demás, con entrañas de misericordia hacia todas sus necesidades, como lo hacía de modo ejemplar aquí en Sevilla aquel caballero del siglo XVII, Don Miguel de Mañara, que dio todo su esplendor al Hospital de la Santa Caridad. Qué bellamente describía él la actitud cristiana frente al pobre, cuando ordenaba a los hermanos de la Santa Caridad: al encontrarse un enfermo en la calle, “¡acuérdese que debajo de aquellos trapos está Cristo pobre, su Dios y Señor! ” (Don Miguel de Mañara, Renovación de la Regla).

7. Statio orbis. La Iglesia, en su peregrinar, hace hoy su estación en Sevilla para anunciar al mundo que sólo en Cristo, en el misterio de su cuerpo y de su sangre, está la vida eterna. “El que come este pan –dice el Señor– vivirá para siempre” (Jn 6,58). La Iglesia se congrega para proclamar que el camino que conduce hasta aquí pasa por el Cenáculo de Jerusalén, pasa por el Gólgota. Es camino de cruz y de resurrección. “Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer” (Dt 8,2), nos dice Moisés en la primera lectura. Él te alimentó con maná en el desierto prefigurando a aquel que, al llegar la plenitud de los tiempos, proclamaría: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51).

Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne para ser nuestra luz. Pan bajado del cielo para ser la vida de todos. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Ibíd., 12, 32). Cristo, elevado en la cruz entre el cielo y la tierra, exaltado a la derecha del Padre, levantado sobre el mundo por las manos de los sacerdotes en gesto de ofrenda al Padre y de adoración, es la luz de los pueblos, faro luminoso para nuestro camino, viático y meta de nuestro caminar.

Statio orbis. El mundo ha de hacer un alto para meditar que, entre tantos caminos que conducen a la muerte, uno sólo lleva a la vida. Es el camino de la Vida eterna. Es Cristo. Es Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne. Pan bajado del cielo. Es Cristo, elevado en la Cruz entre el cielo y la tierra. Levantado sobre el mundo por las manos de vosotros, queridos hermanos sacerdotes, en gesto de ofrenda al Padre y de adoración. Cristo. Él es camino de vida eterna. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL SANTUARIO

DE NUESTRA SEÑORA DE LA CINTA



Huelva, lunes 14 de junio de 1993



“El Espíritu Santo descenderá sobre ti” (Lc 1,35).

1. “Estas palabras que el ángel san Gabriel dirige a María en Nazareth son un eco de las que hemos oído en la primera lectura del profeta Isaías, cuando anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé” (Is 11,1), es decir, de la casa de David. El evangelista san Lucas, en su relato de la anunciación, precisará que la Virgen estaba “ desposada con un varón de nombre José, de la casa de David ” (Lc 1,27).

824 María, que por la potencia del Espíritu Santo concebirá y dará a luz un hijo, “que será santo y será llamado Hijo de Dios... porque para Dios nada hay imposible” (Ibíd 1, 35-36), es “la llena de gracia” (Ibíd., 1, 28), la Theotokos, la Madre de Dios, a la que, junto con todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas de la diócesis de Huelva, quiero venerar con esta peregrinación a los Lugares Colombinos, en recuerdo de aquella gloriosa gesta que llevó la luz del Evangelio al Nuevo Mundo.

2. Es para mí motivo de honda satisfacción celebrar esta Eucaristía y encontrarme con los hijos e hijas de la querida Iglesia onubense. Una Iglesia cargada de historia, pues muchos de sus hombres fueron pioneros, hace medio milenio, de aquella gran empresa descubridora y evangelizadora, que convertiría en realidad geográfica y humana la vocación universal –católica– del cristianismo. Deseo agradecer vivamente las amables palabras de bienvenida que vuestro Obispo, Monseñor Rafael González Moralejo, en nombre también del Obispo Coadjutor, de los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles ha tenido a bien dirigirme.

En coincidencia con el V Centenario del descubrimiento y Evangelización de América, se celebraron en esta diócesis, el pasado año, los Congresos XI Mariológico y XVIII Mariano Internacionales, bajo el evocador lema de “María, Estrella de la evangelización” (Evangelii nuntiandi
EN 82). Ella fue, en efecto, la estrella de aquella gran epopeya misionera que llevó la luz de Cristo a las tierras recién descubiertas. “En el nombre de Dios y de Santa María” –como consta en los escritos de la época– se embarcaron con Colón en el puerto de Palos los valerosos marinos de esta tierra que hicieron de la mar océana un camino para la difusión del Evangelio.

El nombre dulcísimo de Nuestra Señora de la Cinta, cuya venerada imagen nos preside, fue invocado por ellos durante los peligros de la travesía. Y a su santuario del Conquero fueron a postrarse ante ella a la vuelta del viaje descubridor, en homenaje de reconocimiento y gratitud por la protección maternal que les había dispensado la que siempre fue Abogada singular de los marineros onubenses.

3. Venimos, pues, en peregrinación mariana por esta bendita tierra andaluza en una jornada que, con la ayuda de Dios, me llevará también a los pies de la imagen de Nuestra Señora de los Milagros, en el Monasterio de la Rábida, y junto a la Blanca Paloma, como vosotros filialmente la llamáis, en el Santuario de El Rocío.Deseo con ello unirme también yo ahora a la sentida profesión de fe que fueron los últimos Congresos Mariológico y Mariano, y, a la vez, agradecer a “María, Estrella de la evangelización”, su protección maternal en la gloriosa gesta que abrió nuevos caminos al mensaje salvador de su divino Hijo. Quiero venerar a la que “todas las generaciones llaman bienaventurada” (cf. Lc Lc 1,48) en estos lugares donde el pueblo peregrino de la fe ha experimentado “las maravillas de Dios” (Ac 2,11) .

Hemos celebrado, con recuerdo agradecido y gozoso, el V Centenario de aquella gran epopeya de los misioneros españoles, a quienes, con mi presencia en Huelva, cuna del descubrimiento, quiero rendir homenaje en nombre de toda la Iglesia. Pero la Iglesia no puede limitarse solamente a la evocación de ese pasado glorioso. La conmemoración de lo acontecido hace cinco siglos es para ella “un llamamiento a un nuevo esfuerzo creador en su evangelización” (Homilía de la misa para la evangelización de los pueblos, n. 6, 11 de octubre de 1984). El recuerdo del pasado ha de servir de estímulo y acicate para afrontar con decisión y coraje apostólicos los desafíos del presente.

4. En la narración de las bodas de Caná, que hemos escuchado en la lectura del evangelio de san Juan, María, acercándose a Jesús, le dice: “No tienen vino” (Jn 2,3). El rico simbolismo del vino en el lenguaje bíblico nos descubre todo el alcance de la súplica de María a Jesús: falta la manifestación del poder de Dios, no tienen el vino bueno del Evangelio. María aparece así como portavoz de Israel y de la humanidad entera que espera la manifestación salvadora del Mesías, que está sedienta del Evangelio, que aguarda con impaciencia la Verdad y la Luz que sólo de Cristo puede recibir. Ese es el vino nuevo, vino mejor que el que se echó en falta. En Caná se nos muestra así “la solicitud de María por todos los hombres, al ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades” (Redemptoris Mater RMA 21).

“No tienen vino” (Jn 2,3). Con estas mismas palabras María se dirige hoy a una sociedad como la nuestra, que, pese a sus hondas raíces cristianas, ha visto difundirse en ella los fenómenos del secularismo y la descristianización, y “reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización” (Christifideles laici CL 4). La Iglesia, que tiene en la evangelización su “dicha y vocación propia..., su identidad más profunda” (Evangelii nuntiandi EN 14), no puede replegarse en sí misma. Ha de escuchar y hacer suya la súplica de María, que sigue intercediendo como madre en favor de los hombres, que, sean conscientes o no de ello, tienen sed del “ vino nuevo y mejor ” del Evangelio. Los signos de descristianización que observamos no pueden ser pretexto para una resignación conformista o un desaliento paralizador; al contrario, la Iglesia discierne en ellos la voz de Dios que nos llama a iluminar las conciencias con la luz del Evangelio.

5. Es cierto que el hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona. Vosotros lo sabéis bien: el alejamiento de Dios lleva consigo la pérdida de aquellos valores morales que son base y fundamento de la convivencia humana. Y su carencia produce un vacío que se pretende llenar con una cultura –o más bien, pseudocultura– centrada en el consumismo desenfrenado, en el afán de poseer y gozar, y que no ofrece más ideales que la lucha por los propios intereses o el goce narcisista.

El olvido de Dios, la ausencia de valores morales de los que sólo Él puede ser fundamento, están también en la raíz de sistemas económicos que olvidan la dignidad de la persona y de la norma moral, poniendo el lucro como objetivo prioritario y único criterio inspirador de sus programas. Dicha realidad de fondo no es ajena a los penosos fenómenos económico–sociales que repercuten en tantas familias, como es la tragedia del paro –que muchos de vosotros conocéis por dolorosa experiencia–, y que lleva a numerosos hombres y mujeres –privados de ese medio de realización personal que es el trabajo honrado– a la desesperación o a engrosar las filas de los marginados sociales.

6. El alejamiento de Dios, el eclipse de los valores morales ha favorecido también el deterioro de la vida familiar, hoy profundamente desgarrada por el aumento de las separaciones y divorcios, por la sistemática exclusión de la natalidad –incluso a través del abominable crimen del aborto–, por el creciente abandono de los ancianos, tantas veces privados del calor familiar y de la necesaria comunión intergeneracional. Todo este fenómeno de obscurecimiento de los valores morales cristianos repercute de forma gravísima en los jóvenes, objeto hoy de una sutil manipulación, y no pocos de ellos víctimas de la droga, del alcohol, de la pornografía y de otras formas de consumismo degradante, que pretenden vanamente llenar el vacío de los valores espirituales con un estilo de vida “orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo” (Centesimus annus CA 36 La idolatría del lucro y el desordenado afán consumista de tener y gozar son también raíz de la irresponsable destrucción del medio ambiente, por cuanto inducen al hombre a “disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad, como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar” (Ibíd., 37).

825 7. Es el clamor de esta sociedad necesitada de la luz y de la verdad del Evangelio lo que traen a nuestra mente las palabras de María: “No tienen vino” (Jn 2,3). Urge, pues, un nuevo esfuerzo creador en la evangelización de nuestro mundo. El reto es decisivo y no admite dilaciones ni esperas. Ni hay motivos para el desaliento, pues, por muchas que sean las sombras que oscurecen el panorama, son más los motivos de esperanza que en él se vislumbran: vuestras propias raíces cristianas, vuestra fe en Jesucristo, vuestra devoción a su divina Madre. De ello habéis de sacar las energías capaces de dar impulso a la nueva evangelización. Por eso repito hoy a la comunidad cristiana de Huelva aquellas palabras que, durante mi primera visita pastoral a España, dirigí desde Santiago de Compostela a Europa entera: “Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes” (Discurso en Santiago de Compostela, n. 4, 9 de noviembre de 1982).

Un nuevo esfuerzo creador en la evangelización de nuestro mundo es empresa para la que se necesitan sacerdotes, religiosos y religiosas. Conozco bien la penuria de vocaciones de vuestra Iglesia onubense. Por eso, desde aquí hago un llamamiento a vosotros y vosotras, jóvenes de Huelva: ¡Sed generosos! ¡no hagáis oídos sordos a la voz de Cristo si os llama a seguirle en el ministerio sacerdotal o en la vida religiosa! La Iglesia necesita apóstoles profundamente enraizados en Dios y conocedores, al mismo tiempo, del corazón del hombre, solidarios de sus alegrías y esperanzas, angustias y tristezas, anunciadores creíbles de propuestas de vida cristiana que sean capaces de dar un alma nueva a la sociedad actual.

8. La nueva evangelización necesita también de un laicado adulto y responsable. En la misión evangelizadora, los laicos “tienen un puesto original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor” (Christifideles laici CL 17). La evangelización no debe limitarse al anuncio de un mensaje, sino que pretende “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con su designio de salvación” (Evangelii nuntiandi EN 19). Según esto, no debemos seguir manteniendo una situación en la que la fe y la moral cristianas se arrinconan en el ámbito de la más estricta privacidad, quedando así mutiladas de toda influencia en la vida social y pública. Por eso, desde aquí animo a todos los fieles laicos de España a superar toda tentación inhibicionista y a asumir con decisión y valentía su propia responsabilidad de hacer presente y operante la luz del Evangelio en el mundo profesional, social, económico, cultural y político, aportando a la convivencia social unos valores que, precisamente por ser genuinamente cristianos, son verdadera y radicalmente humanos.

9. Queridos hermanos y hermanas onubenses: Estamos reunidos aquí para celebrar la Eucaristía en torno a la imagen de Nuestra Señora de la Cinta, vuestra patrona. A diario, desde su santuario del Conquero, ella hace llegar a nuestros oídos la súplica dirigida a su Hijo en las bodas de Caná: “No tienen vino” (Jn 2,3). Pero ella también nos repite las palabras que dirigió a los sirvientes y que son como su testamento: “Haced lo que Él os diga” (Ibíd., 2, 5). El objetivo de la evangelización no es otro que éste: acoger la palabra de Cristo en la fe, seguirla en la vida de cada día, hacer de ella la pauta inspiradora de nuestra conducta individual, familiar, social y pública. Permitidme que os lo recuerde con las mismas y apremiantes palabras con que comencé mi ministerio al servicio de la Iglesia universal: “¡No tengáis miedo! ¡Abrid, de par en par, las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo" (Discurso al comenzar el pontificado, 22 de octubre de 1978).

La venerable imagen de Nuestra Señora de la Cinta, que hoy nos preside, se remonta al tiempo del descubrimiento de América y es rica de contenido histórico y salvífico. Ella ha sido testigo de esa historia de gracia y de pecado –como todo lo humano– que fue la epopeya del Nuevo Mundo. Pero, con palabras de san Pablo, decimos que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). La narración del milagro de las bodas de Caná de Galilea donde, por intercesión de su Madre, Jesús convirtió el agua en vino, simboliza, en cierto modo, el insondable misterio del hombre, necesitado siempre del poder mesiánico de Cristo que lo transforme, que lo convierta en ese “vino nuevo” que el maestresala descubrió sorprendido.

Ella, a la que invocamos como Omnipotentia supplex, intercederá ante su divino Hijo, como en las bodas de Caná, para que nada nos falte. Sabemos que su intercesión llega misteriosamente incluso hasta donde no nos atrevemos a pedir; como dice la liturgia “quod conscientia metuit et oratio non praesumit” (Oratio «Collecta» in Domenica XXIV per Annum). Ella sabe que “para Dios no hay nada imposible” (Lc 1,37), pues, en las manos divinas, ha sido dócil instrumento en la historia de la salvación. Conociendo la infinita potencia de la gracia de la Redención –mediante la Cruz y la Resurrección de su propio Hijo– Ella, la Theotokos, puede decir a todos y cada uno: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). ¡Todo lo que Él os diga!

Que María, Nuestra Madre, os proteja y acompañe siempre en vuestro caminar, y os conduzca a Cristo, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Ibíd., 14, 6). Amén.

* * *


Al final de la Santa Misa, Juan Pablo II dirigió a los fieles de Huelva estas palabras.

Queridos hermanos y hermanas de Huelva, junto a vuestro Obispo Rafael quiero agradecer a la Providencia Divina por el Concilio Vaticano II. Esta conmemoración me viene porque hemos participado juntos en este gran acontecimiento de la Iglesia en este siglo y también para la preparación de la Nueva Evangelización en perspectiva del Tercer Milenio. Aquí, en este lugar muy sugestivo, donde tuvo sus inicios la evangelización del Nuevo Mundo, hace cinco siglos, hoy hemos alzado la voz al Señor de la Historia, por la Nueva Evangelización de todo el mundo, de todos los países, de nuestras patrias europeas, del Nuevo Mundo, de todos los continentes.

Muy agradecido. Expreso a todos vosotros un agradecimiento por vuestra participación, vuestra preparación y la participación de hoy en esta grande plegaria misionera.

826 Sea alabado Jesucristo.





VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CONSAGRACIÓN DE LA CATEDRAL DE LA ALMUDENA




Madrid, martes 15 de junio de 1993



¿Es posible que Dios habite en la tierra?” (1R 8,27).

1. La liturgia de hoy nos presenta estas palabras del rey Salomón, que hemos oído en la primera lectura. Y continúa: “Si no cabes en el cielo, y en lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que te he construido!” (Ibíd., 8, 28).

El hombre es consciente de la infinitud e inmensidad de Dios, no circunscrito a los límites del espacio y del tiempo, pues “siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos del hombre” (Ac 17,24). Pero el Dios de la Alianza, “Aquel que es” (cf. Ex Ex 3,14), ha querido venir a habitar en medio de su pueblo. El que abarca y lo penetra todo habitaba en la tienda, llamada del Encuentro, durante el peregrinar del pueblo hacia la tierra prometida. El Señor puso su morada en el monte santo, Jerusalén, porque “su delicia es habitar entre los hijos de los hombres” (Pr 8,31); y, cuando “llegó la plenitud de los tiempos” (Ga 4,4) se hizo Emmanuel, “Dios con nosotros” (cf Mt 1,23). En la persona de Jesucristo, Dios mismo sale al encuentro del hombre. Dios se hace accesible a los sentidos, tangible: “Hemos visto”, “hemos oído” y “hemos tocado al Verbo de la Vida”, “porque la Vida se ha manifestado, y nosotros la hemos visto”, escribe el apóstol san Juan (cf 1Jn 1,1-2). En efecto, en Jesucristo “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2,9), hasta el punto de que su cuerpo es el templo verdadero, nuevo y definitivo, como hemos oído en la lectura del Evangelio (cf Jn 2,21). El Verbo de Dios se hizo carne, y puso su morada entre nosotros (Ibíd., 1, 14). Por ello, con el corazón henchido de gozo, proclamamos con el Salmista: “¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!” (Ps 83 [82], 2).

2. A semejanza del templo de piedras vivas, que son todos los fieles de esta Archidiócesis, la Catedral de Santa María la Real de la Almudena, que hoy tenemos el gozo de dedicar al culto divino, es una expresión sublime de alabanza a Dios. Por ello, una inmensa alegría convoca hoy al pueblo de Madrid, al que deseo expresar, a través de la radio y la televisión, mi saludo entrañable y afectuoso. Una alegría que he querido hacer mía al venir aquí, como sucesor de Pedro, y dedicar esta morada de Dios entre los hombres. Este templo catedralicio, que se eleva hacia el cielo, es todo un símbolo: el dinamismo del Pueblo de Dios, que ha unido sus fuerzas, trabajos, limosnas y oraciones, para ofrecer a Dios una digna morada en la cual se invoque su nombre y se implore su misericordia.

A todos los que de una forma u otra han contribuido a su construcción: a la Casa Real, que tuvo un papel decisivo en los comienzos de la obra y ha seguido alentándola después; al Presidente del Gobierno y a las numerosas empresas que han ayudado a su edificación; a las instituciones que, junto con el Arzobispado, han formado el Patronato, a saber: el Ayuntamiento de Madrid, la Comunidad Autónoma, Caja Madrid y la Asociación de la Prensa Madrileña; al arquitecto y a los trabajadores, que han dado a la obra su saber y su energía; a las parroquias, congregaciones religiosas y asociaciones de fieles, que han depositado aquí sus objetos de arte para su decoración; a todos los que han contribuido con su aportación económica; y a la Iglesia y al pueblo de Madrid, a todos quiere hoy el Papa expresar su agradecimiento, en nombre de Jesucristo y de la Iglesia, por la culminación de este gran templo.

Gratitud, de modo especial, al Pastor de esta Archidiócesis, el Señor Cardenal Ángel Suquía Goicoechea, que en nombre de toda la comunidad eclesial, Obispos Auxiliares, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, me ha dirigido tan amables palabras de comunión y cercanía. Que el Señor, rico en misericordia, premie abundantemente su generoso y abnegado ministerio pastoral a la Iglesia de Dios. Igualmente mi agradecimiento por su presencia al Cardenal Vicente Enrique y Tarancón y a los demás Señores Cardenales, así como al querido Episcopado Español, con su Presidente, Monseñor Elías Yanes, Arzobispo de Zaragoza.

¡Demos gracias a la Santísima Trinidad por este lugar santo donde residirá la gloria del Señor! Démosle gracias porque, en su divina providencia, este lugar será casa de plegaria y de súplica; de culto y adoración; de gracia y santificación. Será el lugar adonde el pueblo cristiano acuda para encontrarse con el Dios vivo y verdadero.

3. “No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Co 3,16). Estas palabras de san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura, nos llevan también, queridos hermanos, a preguntarnos: Cuál es el fundamento de ser y sabernos templos de Dios? Y la respuesta es: Jesucristo. Por eso el mismo apóstol podrá decir: “Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo” (1Co 3,11). Y todo ello sin abrogar lo que el Antiguo Testamento dice sobre el templo de Jerusalén, y que en el Salmo responsorial hemos repetido con tanta fuerza emotiva: “Dichosos los que viven en tu casa” (Ps 83 [82], 5).

El celo por la casa de Dios vemos que lleva a Jesús un día, en el templo de Jerusalén –aquel templo levantado por Salomón y reconstruido tras el exilio en Babilonia– a expulsar a los mercaderes diciéndoles: “No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado” (Jn 2,16). Y a la pregunta de los judíos: “Qué señal nos muestras para obrar así?” (Ibíd., 2, 18), el Señor responde: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Ibíd., 2, 19). Esas palabras no podían ser comprendidas entonces, porque Jesús estaba hablando del templo de su cuerpo. Sólo después de la resurrección sus discípulos las entendieron y creyeron.


B. Juan Pablo II Homilías 821