B. Juan Pablo II Homilías 839


VIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL CHERRY CREK PARK DE DENVER



Solemnidad de la Asunción

Domingo 15 de agosto de 1993


«Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1,49).

Amados jóvenes y queridos amigos en Cristo:

1. Hoy la Iglesia se encuentra, con María, en el umbral de la casa de Zacarías en Ain-Karim. Con la nueva vida que llevaba dentro de sí, la Virgen de Nazaret se apresuró a ir allí, inmediatamente después del fiat de la Anunciación, para ayudar a su prima Isabel. Fue Isabel la primera en reconocer las maravillas que Dios estaba realizando en María. Llena del Espíritu Santo, Isabel se sorprendió de que la madre de su Señor hubiera ido a su casa (cf. Lc Lc 1,43). Con intuición profunda del misterio, declaró: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Con su alma llena de humilde gratitud hacia Dios, María respondió con un himno de alabanza: «Porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, santo es su nombre» (Lc 1,49).

En esta solemnidad la Iglesia celebra la culminación de las maravillas que Dios realizó en María: su Asunción gloriosa al cielo. Y el mismo himno de acción de gracias, el Magníficat, resuena en toda la Iglesia, como la primera vez en Am-Karim: todas las generaciones te llamarán bienaventurada (cf. Lc Lc 1,48).

Nos hallamos reunidos aquí, al pie de las Montañas Rocosas —que nos recuerdan que Jerusalén también estaba rodeada por montes (cf. Sal Ps 124,2) y que Maria subió a ellos (cf. Lc Lc 1,39)— para celebrar la subida de María a la Jerusalén celestial, al umbral del templo eterno de la santísima Trinidad. Aquí en Denver, en la Jornada mundial de la juventud, los hijos e hijas católicos de Estados Unidos, junto con otros «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9), se unen a todas las generaciones que desde entonces han proclamado: el Poderoso ha hecho maravillas en tu favor, María (Lc 1,49), y en favor de todos nosotros, miembros de su pueblo peregrino.

840 Con mi corazón lleno de alabanza a la Reina del Cielo, signo de esperanza y fuente de consuelo en nuestra peregrinación de fe hacia «la Jerusalén celestial» (He 12,22), os saludo a todos los que participáis en esta liturgia solemne. Me complace ver a tantos sacerdotes, religiosos y fieles laicos de Denver, del Estado de Colorado, de todas partes de Estados Unidos, y de muchos países del mundo, que se han unido a los jóvenes de la Jornada mundial de la juventud para honrar la victoria definitiva de la gracia en María, Madre del Redentor.

2. La octava Jornada mundial de La juventud es una celebración de vida. Este encuentro nos ha permitido hacer una seria reflexión sobre las palabras de Jesucristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Jóvenes de todos los rincones del mundo, con oración ardiente habéis abierto vuestro corazón a la verdad de la promesa de vida nueva de Cristo. Mediante los sacramentos, especialmente la penitencia y la Eucaristía, y mediante la unidad y la amistad nacida entre muchos de vosotros, habéis hecho una experiencia real y transformadora de la vida nueva que sólo Cristo puede dar.Vosotros, jóvenes peregrinos, también habéis mostrado que comprendéis que el don de la vida de Cristo no es únicamente para vosotros. Habéis llegado a ser más conscientes de vuestra vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Para mí, nuestro encuentro ha sido una profunda y conmovedora experiencia de vuestra fe en Cristo, y hago mías las palabras de san Pablo: «Tengo plena confianza en hablaros; estoy muy orgulloso de vosotros. Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2Co 7,4).

Ésas no son palabras de elogio vano. Confío en que hayáis comprendido el alcance del desafío que se os plantea, y que tendréis la sabiduría y la valentía de afrontarlo. Es mucho lo que depende de vosotros.

3. Este mundo maravilloso —tan amado por el Padre que envió a su Hijo único para su salvación (cf. Jn Jn 3,17)— es el teatro de una batalla interminable que está librándose por nuestra dignidad e identidad como seres libres y espirituales. Esa lucha tiene su paralelismo en el combate apocalíptico descrito en la primera lectura de la misa. La muerte lucha contra la vida: una «cultura de la muerte» intenta imponerse a nuestro deseo de vivir, y vivir plenamente. Hay quienes rechazan la luz de la vida, prefiriendo «las obras infructuosas de las tinieblas» (Ep 5,11). Cosechan injusticia, discriminación, explotación, engaño y violencia. En todas las épocas, su éxito aparente se puede medir por la matanza de los inocentes. En nuestro siglo, más que en cualquier otra época de la historia, la cultura de la muerte ha adquirido una forma social e institucionalizada de legalidad para justificar los más horribles crímenes contra la humanidad: el genocidio, las soluciones finales, las limpiezas étnicas y el masivo «quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte» (Dominum et vivificantem DEV 57).

La lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis, presenta a la Mujer rodeada por fuerzas hostiles. La naturaleza absoluta de su ataque está simbolizada en el objeto de su intención malvada: el Niño, el símbolo de la vida nueva. El «dragón» (Ap 12,3), el «príncipe de este mundo» (Jn 12,31) y el «padre de la mentira» (Jn 8,44), intenta incesantemente desarraigar del corazón humano el sentido de gratitud y respeto al don original, extraordinario y fundamental de Dios: la misma vida humana. Hoy esa batalla ha llegado a ser cada vez más directa.

4. Queridos amigos, este encuentro en Denver sobre el tema de la vida debería conducirnos a una conciencia más profunda de la contradicción interna que existe en una parte de la cultura de la metrópoli moderna.

Cuando los padres fundadores de esta gran nación recogieron ciertos derechos inalienables en la Constitución —algo similar existe en muchos países y en muchas Declaraciones internacionales—, lo hicieron porque reconocían la existencia de una ley —una serie de derechos y deberes— esculpida por el Creador en el corazón y la conciencia de cada persona.

En gran parte del pensamiento contemporáneo no se hace ninguna referencia a esa ley garantizada por el Creador. Sólo queda a cada persona la posibilidad de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil en un determinado conjunto de circunstancias. Ya no existe nada que se considere intrínsecamente bueno y universalmente vinculante. Se afirman los derechos, pero, al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, carecen de cualquier base sólida. Existe una gran confusión en amplios sectores de la sociedad acerca de lo que está bien y lo que está mal, y están a merced de quienes tienen el poder de crear opinión e imponerla a los demás.

La familia se halla especialmente atacada. Y se niega el carácter sagrado de la vida humana. Naturalmente, los miembros más débiles de la sociedad son los que corren mayor riesgo: los no nacidos, los niños, los enfermos, los minusválidos, los ancianos, los pobres y los desocupados, los inmigrantes, los refugiados y el Sur del mundo.

5. Jóvenes peregrinos, Cristo os necesita a vosotros para iluminar el mundo y mostrarle el «sendero de la vida» (Ps 16,11). El desafío consiste en hacer que el «sí» de la Iglesia a la vida sea concreto y efectivo. La batalla será larga, y necesita de cada uno de vosotros. Poned vuestra inteligencia, vuestros talentos, vuestro entusiasmo, vuestra compasión y vuestra fortaleza al servicio de la vida.

No tengáis miedo. El resultado de la batalla por la vida ya está decidido, aunque prosigue la lucha en circunstancias adversas y con muchos sufrimientos. Esa certeza nos la ofrece la segunda lectura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron […]. Así también todos revivirán en Cristo» (1Co 15,20-22). Esta es la paradoja del mensaje cristiano: Cristo —la Cabeza— ya venció el pecado y la muerte. Cristo en su Cuerpo —el pueblo peregrino de Dios— sigue sufriendo el ataque del maligno y de todo el mal de que es capaz la humanidad pecadora.

841 6. En esta etapa de la historia, el mensaje liberador del evangelio de la vida ha sido puesto en vuestras manos. Y la misión de proclamarlo hasta los confines de la tierra pasa ahora a vuestra generación. Como el gran apóstol Pablo, también vosotros debéis sentir toda la urgencia de esa tarea: «Ay de mí si no predicara el Evangelio» (1Co 9,16). ¡Ay de vosotros si no lográis defender la vida! La Iglesia necesita vuestras energías, vuestro entusiasmo y vuestros ideales juveniles para hacer que el evangelio de la vida penetre el entramado de la sociedad, transformando el corazón de la gente y las estructuras de la sociedad, para crear una civilización de justicia y amor verdaderos. Hoy, en un mundo que carece a menudo de la luz y de la valentía de ideales nobles, la gente necesita más que nunca la espiritualidad lozana y vital del Evangelio.

No tengáis miedo de salir a las calles y a los lugares públicos, como los primeros Apóstoles que predicaban a Cristo y la buena nueva de la salvación en las plazas de las ciudades, de los pueblos y de las aldeas. No es tiempo de avergonzarse del Evangelio (cf. Rm Rm 1,16). Es tiempo de predicarlo desde los terrados (cf. Mt Mt 10,27). No tengáis miedo de romper con los estilos de vida confortables y rutinarios, para aceptar el reto de dar a conocer a Cristo en la metrópoli moderna. Debéis ir a «los cruces de los caminos» (Mt 22,9) e invitar a todos los que encontréis al banquete que Dios ha preparado para su pueblo. No hay que esconder el Evangelio por miedo o indiferencia. No fue pensado para tenerlo escondido. Hay que ponerlo en el candelero, para que la gente pueda ver su luz y alabe a nuestro Padre celestial (cf. Mt Mt 5,15-16).

Jesús vino a buscar a los hombres y mujeres de su tiempo. Los comprometió en un diálogo abierto y sincero, independientemente de su condición. Como buen samaritano de la familia humana, se acercó a la gente para sanarla de sus pecados y de las heridas que la vida inflige, y llevarla a la casa del Padre. Jóvenes de la Jornada mundial de la juventud, la Iglesia os pide que vayáis, con la fuerza del Espíritu Santo, a los que están cerca y a los que están lejos. Compartid con ellos la libertad que habéis hallado en Cristo. La gente tiene sed de auténtica libertad interior. Anhela la vida que Cristo vino a dar en abundancia. Ahora que se avecina un nuevo milenio, para el que toda la Iglesia está preparándose, el mundo es como un campo ya pronto para la cosecha. Cristo necesita obreros dispuestos a trabajar en su viña. Vosotros, jóvenes católicos del mundo, no lo defraudéis. En vuestras manos llevad la cruz de Cristo. En vuestros labios, las palabras de vida. En vuestro corazón, la gracia salvífica del Señor.

7. En el momento de su Asunción, Maria fue «llevada a la vida», en cuerpo y alma. Ya es parte de las «primicias» (1Co 15,20) de la muerte y resurrección redentora de nuestro Salvador. El Hijo recibió de ella su vida humana; él, en cambio, le dio a ella la plenitud de la comunión en la vida divina. Ella es el único ser —además de Cristo— en el que el misterio ya se ha realizado plenamente. En María, la victoria final de la vida sobre la muerte ya es realidad. Y, como enseña el concilio Vaticano II: «La Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga» (Lumen gentium LG 65). En La Iglesia y por ella, también nosotros esperamos «una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros» (1P 1,4).

Bendita seas, María. Madre del Hijo eterno, nacido de tu seno virginal, eres llena de gracia (cf. Lc Lc 1,28). Recibiste más abundancia de vida (cf. Jn Jn 10,10) que los demás descendientes de Adán y Eva. Como la más fiel de los que «oyen la palabra» (cf. Lc Lc 11,28), no sólo conservaste y meditaste ese misterio en tu corazón (cf. Lc Lc 2,19 Lc Lc 2,51), sino que también lo observaste en tu cuerpo y lo alimentaste con el amor abnegado con que rodeaste a Jesús durante toda su vida terrena. Como Madre de la Iglesia, nos guías todavía desde tu lugar en el cielo e intercedes por nosotros. Nos conduces a Cristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), y nos ayudas a crecer en santidad, venciendo el pecado (cf. Lumen gentium LG 65).

8. La liturgia te presenta a ti, Maria, como la mujer vestida de sol (cf. Ap Ap 12,1). Pero estás vestida, aún más espléndidamente, de la luz divina, que puede llegar a ser la vida de todos cuantos han sido creados a imagen y semejanza de Dios mismo: «La vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1,4-5).

¡Oh mujer vestida de sol, los jóvenes del mundo te saludan con mucho amor; vienen a ti con toda la valentía de su corazón joven! Denver los ha ayudado a ser más conscientes de la vida que trajo tu Hijo divino.

Todos nosotros somos testigos de ella.

Estos jóvenes saben ahora que la vida es mas poderosa que las fuerzas de la muerte; saben que la verdad es más poderosa que las tinieblas, y que el amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct Ct 8,6).

Tu espíritu se alegra, oh María, y nuestro espíritu se alegra contigo, porque el Poderoso ha hecho maravillas en favor tuyo y nuestro, en favor de todos los jóvenes congregados aquí en Denver, en favor de todos los jóvenes del mundo. El Poderoso ha hecho maravillas en favor tuyo, María, y a favor nuestro; a favor nuestro, contigo. El Poderoso ha hecho maravillas a favor nuestro y santo es su nombre. Su misericordia alcanza de generación en generación. Nos alegramos, María; nos alegramos contigo, Virgen elevada al cielo. El Señor ha hecho maravillas en tu favor. El Señor ha hecho maravillas a favor nuestro. Aleluya. Amén.



SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS




1 de noviembre de 1993



842 Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Celebramos hoy, como todos los años, el sacrificio eucarístico aquí, en el antiguo cementerio romano de Campo Verano. Lo celebramos en la víspera de la conmemoración de nuestros queridos difuntos, mientras contemplamos el misterio de la santidad en la solemnidad de Todos los Santos.

Se trata de un gran día para la Iglesia que peregrina en la tierra, un día de especial cercanía a cuantos antes que nosotros han pasado por esta tierra y ahora ya "están de pie delante del Cordero" (cf. Ap
Ap 7,9). Su corazón está lleno de la gloria de Dios. Es un día glorioso éste de Todos los Santos, en que conmemoramos la salvación realizada en la historia de la humanidad gracias a la sangre del Redentor.

«Una muchedumbre inmensa..., de toda nación, razas, pueblos y lenguas... "¿Quiénes son y de dónde han venido?". "Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero"» (Ap 7,9 Ap 7,13-14).

Día de Todos los Santos, día de la Redención realizada, gran fiesta del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

2. Este día lo llevo grabado indeleblemente en mi memoria, pues en la solemnidad de Todos los Santos de hace cuarenta y siete años recibí el don del sacerdocio de Cristo y me convertí en servidor de la Eucaristía. Recuerdo con perenne devoción a los que me acompañaron en mi preparación para este ministerio. A ellos me uno en el misterio de la comunión de los santos.

En esos dos primeros días de noviembre pude recorrer el camino que lleva a un nuevo sacerdote a la celebración de su primera santa misa, o sea, desde la celebración con mi obispo (el cardenal Adam Stefan Sapieha) durante la ordenación sacerdotal, hasta la primera misa, que podríamos definir como "propia", aunque una misa no puede nunca considerarse como "propia". Es siempre el sacrificio de Cristo y de toda la Iglesia, su cuerpo místico. La santa misa constituye así un adentrarse profundamente en el misterio de Todos los Santos, así como también un salir al encuentro de quienes, sufriendo en el purgatorio, "buscan el rostro del Señor" (cf. Sal Ps 24).

Toda santa misa anuncia lo que proclama la liturgia de hoy en el salmo responsorial: "Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes" (Ps 24,1). Sí, el sacrificio redentor de Cristo abraza todo y a todos. Consciente de sus propios límites, el sacerdote, al celebrar la misa, experimenta siempre un don que lo supera infinitamente.

3. La mañana del día de la conmemoración de todos los fieles difuntos tuve la gracia de celebrar la eucaristía junto con "el grupo que busca el rostro del Señor" (cf. Sal Ps 24,6), unido a cuantos —como subraya la liturgia— lo ven "tal cual es" (1Jn 3,2).

Ante los ojos de mi alma sigue siempre presente el lugar, la cripta bajo la catedral de Wawel, en Cracovia, donde yacen los restos mortales de reyes, grandes caudillos y jefes espirituales proféticos de mi nación. La catedral está profundamente penetrada de su presencia y de su testimonio, como en la basílica de San Pedro se siente de modo significativo la fascinación espiritual que irradian las tumbas de los Papas. Se trata de testigos de la historia en que todas las naciones, de generación en generación, junto con la Iglesia, buscan "el rostro del Dios de Jacob" (cf. Sal Ps 24,6), porque, como recuerda san Agustín, el corazón del hombre permanece inquieto hasta que repose en Dios (cf. Confesiones, 1, 1).

4. Ese día, el día de la primera santa misa, dura siempre. Y no sólo en la memoria: se perpetúa en la Eucaristía de Cristo, que es la misma ayer, hoy y siempre. Se prolonga en el ministerio sacerdotal, como fundamento de la vocación de todo obispo y, en especial, del Obispo de Roma.

843 Al celebrar el sacrificio eucarístico aquí en el Campo Verano, quisiera abrazar en nuestra oración común a todos los cementerios de Roma y a cuantos habitan en ellos. No sólo a los difuntos de esta ciudad que se suele llamar eterna, sino también al "orbe y todos sus habitantes" (Ps 24,1): a todos, dondequiera se encuentren depositados sus restos terrenos, dondequiera se hallen sepultados, a veces incluso sin el justo respeto que se debe a su cuerpo (y, por desgracia, no son pocos esos lugares...).

A todos los abraza el sacrificio redentor de Cristo. Se hallan presentes en este sacrificio de la Iglesia, que ora en sufragio de sus difuntos. Sacrificio totalmente. de Cristo y, al mismo tiempo, sacrificio totalmente en favor de los hombres: de los vivos y de los difuntos.

5. "¿Quiénes son y de dónde han venido?" (Ap 7,13).

De todos los lugares. De todos los lugares... "Señor, tú lo sabrás" (Ap 7,14). Vengan de donde vengan, todos "han la. vado sus vestiduras y las han blanqueado. con la sangre del Cordero" (Ap 7,14). Y ahora están de pie delante de ti.

Señor, que puedan ver el rostro del Padre. Que te vean a ti, Dios vivo. Que vean a Dios, tal cual es. Amén.







                                                                      1994



IX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD



Domingo de Ramos, 27 de marzo de 1994




1. «Gritarán las piedras» (Lc 19,40).

Vosotros, los jóvenes, sabéis que las piedras gritan. Son mudas, pero tienen una elocuencia particular, su grito. Cualquiera que se encuentre en las cumbres de los montes, por ejemplo en las de los Alpes o el Himalaya, lo percibe. La elocuencia, el grito de esos imponentes macizos es emocionante y hace que el hombre caiga de rodillas, lo impulsa a volver a entrar en sí mismo y a dirigirse al Creador invisible. Esas piedras mudas hablan. Vosotros, los jóvenes, lo sabéis mejor que los demás, porque exploráis su misteriosa elocuencia realizando excursiones a las montañas más altas, a fin de realizar un esfuerzo que os sirva para emplear vuestras energías jóvenes.

Vosotros lo sabéis y por eso Cristo dice de vosotros: «Si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Lo dice en el momento de su entrada mesiánica en Jerusalén, mientras algunos fariseos trataban de hacer que callara a esos jóvenes que gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mc 11,9). Cristo respondió: «Si éstos callan, gritarán las piedras». Con esas palabras, amadísimos jóvenes, Jesús os ha lanzado un desafío. Y vosotros lo habéis aceptado. Se trata de un desafío que se renueva, desde hace diez años, con ocasión del domingo de Ramos, en el que vosotros, los jóvenes, os reunís en La plaza de San Pedro para repetir: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».

Nuestro encuentro de 1984, en esta misma plaza, suscitó la idea de la Jornada mundial de la juventud. Hoy, por décima vez, esa idea se hace realidad. Este año habéis llegado aquí también vosotros, amigos americanos, desde Denver, para traer la cruz peregrina y entregarla a vuestros coetáneos de Filipinas, donde, Dios mediante, en enero del año próximo, se celebrará el nuevo encuentro mundial de los jóvenes: Manila 1995.

844 2. «Gritarán las piedras». La piedra encierra una gran energía. En ella se manifiestan las fuerzas de la naturaleza, que elevan la corteza terrestre, formando cadenas de altas montañas. La piedra puede constituir una fuerza amenazadora. Pero, además de las rocas de las montañas, en las que se revela el misterio de la creación, hay también piedras que sirven al hombre para las obras de su talento. Basta pensar en todos los templos del mundo, en las catedrales góticas, en las obras del Renacimiento, como esta basílica de San Pedro, o en ciertos edificios sagrados del lejano Oriente.

Hoy, sin embargo, os invito a visitar espiritualmente un templo específico: el templo del Dios de la alianza en Jerusalén. De él sólo ha quedado un pequeño fragmento, llamado Muro de las Lamentaciones, porque junto a sus piedras se reúnen los hijos de Israel, recordando la grandeza del antiguo santuario, en el que Dios habitó y que fue objeto de un sano orgullo por parte de todo Israel. Fue arrasado en el año 70 después de Cristo. Por eso, hoy, ese Muro de las Lamentaciones es tan elocuente para los hijos de Israel, y también para nosotros, porque sabemos que en ese templo Dios estableció realmente su morada, y el espacio vacío del Santo de los santos guardaba en su interior las tablas del Decálogo, que el Señor confió a Moisés en el Sinaí. Ese lugar santísimo estaba separado del resto del templo por un velo, que en el momento de la muerte de Cristo se rasgó de arriba abajo: signo conmovedor de la presencia del Dios de la alianza en medio de su pueblo.

Así pues, subamos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre será entregado a la muerte y crucificado, para resucitar al tercer día. La fiesta de hoy, domingo de Ramos, nos recuerda y hace presente la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando los hijos e hijas de Israel proclamaron la gloria de Dios, saludando «al que viene en nombre del Señor»: «¡Hosanna al Hijo de David!».

3. «Si éstos callan, gritarán las piedras». En realidad, los jóvenes no callan. Contemplamos con asombro cómo gritan. No dejan que hablen sólo las piedras; no permiten que los templos del Dios vivo se conviertan en frías piezas de museo. Hablan a voz en grito. Hablan en los diversos lugares de la tierra, y su voz se ha de oír. Así sucede que, gracias a su testimonio, los jóvenes discípulos de Jesús son para muchos una sorpresa.

Eso aconteció precisamente el año pasado en Denver, Colorado, donde, con ocasión de una reunión tan numerosa de jóvenes de todo el mundo, se preveían excesos juveniles, o incluso casos de violencia y atropello, con lo que se hubiera dado más bien un antitestimonio. Se calculaba que eso iba a suceder, y por eso se tomaron las debidas precauciones. Para vosotros, queridos amigos, fue un desafío. Y lo aceptasteis y respondisteis con vuestro testimonio. Un testimonio vivo, con el que habéis destruido los tópicos según los cuales se os quería ver y juzgar. Habéis manifestado lo que de verdad sois y deseáis. Y vuestra voz ha resonado en la metrópoli americana que está al pie de las Montañas Rocosas, de forma que tanto las cumbres de esas montañas como las gigantescas construcciones modernas debieron de asombrarse al oíros y veros como sois de verdad.

4. Por eso, amadísimos jóvenes no os sorprenda que, después de las experiencias de Buenos Aires, Santiago de Compostela, Jasna Góra y Denver, hoy quiera hablaros con el mensaje que Cristo dejó a los Apóstoles en su misterio pascual. Estamos entrando en la Semana Santa. Iremos a Jerusalén, al cenáculo del Jueves Santo; subiremos al Gólgota; nos detendremos ante el sepulcro, en el silencio de la Vigilia pascual; y luego volveremos de nuevo al cenáculo para encontrarnos con el Resucitado, que nos repetirá lo que dijo a los Apóstoles, alegres por su presencia: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (
Jn 20,21).

«Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20), escribe el evangelista Juan. También vosotros os alegraréis viéndolo entre vosotros vivo, vencedor sobre la muerte, que no pudo triunfar sobre él. Os alegraréis oyendo las palabras que os dirigirá. Os alegraréis porque se fía de vosotros, porque tiene tanta confianza en vosotros que os dice, por medio de vuestros pastores: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Vosotros esperáis que os envíe, que os confíe su Evangelio, que os encomiende la salvación del mundo. Vuestros corazones jóvenes esperan oír del Redentor precisamente esas palabras.

El hombre debe tener la conciencia de ser enviado. Así lo dije el jueves pasado a los jóvenes de Roma. Sin esa conciencia, la vida humana se hace roma y polvorienta. Ser enviado quiere decir tener una tarea por desempeñar, una tarea comprometedora. Ser enviado quiere decir abrir los caminos a un bien grande, esperado por todos. Ser enviado quiere decir estar al servicio de una causa suprema.

Vosotros, los jóvenes, esperáis precisamente eso. Cristo desea encontrarse con vosotros y comprometeros en la gran misión que el Padre le confió. Es una misión que sigue viva y actual en el mundo, pero aún incompleta, siempre por realizar hasta el último día.

«Ven conmigo a salvar al mundo, ya estamos en el siglo veinte»: así cantaban en Polonia los jóvenes, en los tiempos tan difíciles de la lucha por la verdad y la vida, que es Cristo, y por el camino que él señala (cf. Jn Jn 14,6). Hoy, mientras este siglo veinte se acerca a su fin, debemos pensar en el futuro, en el siglo veintiuno, en el tercer milenio. Este futuro os pertenece a vosotros. El futuro os pertenece. Sois los hombres y las mujeres del mañana. Y Cristo es «el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8). Decid a todos vuestros coetáneos que él los espera y que únicamente él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn Jn 6,68). Decidlo a todos vuestros coetáneos.

Amén.



MISA CRISMAL



845

Jueves Santo 31 de marzo de 1994

. "Mirarán al que traspasaron".
"Videbunt in quem transfixerunt" (Jn 19,37 cf. Ap Ap 1,7 Za 12,10)

Amadísimos hermanos en el sacerdocio:

1. Con esta eucaristía entramos plenamente en el sagrado Triduo pascual. ¡Qué expresivas son las palabras del evangelista Juan! En ellas se halla encerrado todo el misterio de estos tres días.

El que vino a nosotros, ungido con la plenitud del Espíritu Santo, se convertirá, ante los ojos de los hombres, en holocausto para la redención del mundo; será humillado hasta la muerte, y muerte de cruz. Su costado será traspasado por una lanza, como confirmación de que murió de verdad (cf. Jn Jn 19,33-34). Pero, al tercer día, saldrá del sepulcro, para que los hombres vean y crean que "la muerte no tiene ya señorío sobre él" (Rm 6,9).

Los Apóstoles lo vieron con sus propios ojos, de forma que pudieron ser testigos fidedignos de la vida nueva que hay en él para la salvación del mundo. El es el alfa y la omega, "aquel que es, que era y que va a venir, el todopoderoso" (Ap 1,8).

2. Nos ha hecho partícipes de su sacerdocio. De. forma especial, la celebración de hoy hace actual ese don. En estos momentos sentimos más fuerte que nunca esta gracia. Hoy damos gracias con más intensidad que nunca por esta participación. Y ahora deseamos más que nunca estar con él. Deseamos estar juntos como presbiterio de la Iglesia. Ésta es nuestra verdadera fiesta, el momento en que todos los sacerdotes forman unidad en torno a su obispo. Una comunión que manifestamos celebrando juntos la eucaristía. La carta que el Papa dirige con ocasión del Jueves Santo a todos sus hermanos en el ministerio sacerdotal pone de relieve esa comunión.

En este momento, queremos dar gracias también a la Congregación para el clero por el bien que hace a los sacerdotes, por la solicitud y el amor con que los abraza a todos.

3. Junto con la carta, que todos los años se entrega con ocasión del Jueves Santo, los sacerdotes reciben este año la "Carta a las familias". Quiera Dios que se sientan corresponsales activos de la gran causa que constituye la familia en la Iglesia y en el mundo.

Al renovar las promesas sacerdotales, recordemos con gratitud a las familias en que hemos nacido y en que surgió nuestra vocación al sacerdocio ministerial. Pensemos en nuestros padres, en nuestros hermanos y hermanas, en todas los que, desde nuestros primeros años de vida, han estado presentes en el camino de nuestra llamada, así como en todos aquellos hacia quienes nos sentimos deudores. Pensemos en todos, tanto en los que viven como en los que están ya en la casa del Señor.

846 Toda familia debe sentirse abrazada por nosotros con el mismo amor con que Cristo la abrazó en el momento de la institución del sacramento del amor. Ojalá que toda familia vea este corazón de Cristo, que tanto nos amó, un corazón que ahora, el Viernes Santo, es traspasado en la cruz. Así, en la Iglesia, el Año de la familia ha de convertirse en "el año de gracia del Señor" (cf. Is Is 61,2).

4. Queridos hermanos, el Obispo de Roma desea hoy, desde este altar, dar gracias a cada uno de vosotros por todo lo que sois y por todo lo que hacéis. Estad seguros de que vuestra recompensa será Cristo mismo. El que dijo a los Apóstoles: "No os llamo ya siervos (...). A vosotros os he llamado amigos" (Jn 15,15), os repite esas mismas palabras. ¿Puede haber don mayor que la amistad de nuestro Redentor?

A él "sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (He 13,21).



CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN


DE LA RESTAURACIÓN DE LOS FRESCOS DE MIGUEL ÁNGEL




8 de abril de 1994


1. « Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible ».

Entramos hoy en la capilla Sixtina para admirar sus frescos admirablemente restaurados. Son obras de los más grandes maestros del Renacimiento: de Miguel Ángel, ante todo, pero también de Perugino, Botticelli, Chirlandaio, Pinturicchio y otros. Al finalizar estos delicados trabajos de restauración, deseo daros las gracias a todos y, de manera especial, a los que han contribuido, de varios modos, a tan noble empresa. Se trata de un bien cultural de valor incalculable, de un bien que reviste carácter universal.Lo atestiguan los innumerables peregrinos que de todas las naciones del mundo vienen a visitar este lugar para admirar la obra de ilustres maestros y reconocer en esta capilla una especie de admirable síntesis del arte pictórico.

Apasionados cultivadores de la belleza han demostrado su sensibilidad con la notable aportación concreta que han dado para que la capilla Sixtina recobrara sus hermosos colores originales. Además, se ha podido contar con la labor de expertos especialmente cualificados en el arte de la restauración, los cuales han llevado a cabo sus trabajos sirviéndose de la tecnología más avanzada y segura. La Santa Sede expresa a todos su cordial gratitud por el espléndido resultado obtenido.

2. Los frescos que contemplamos aquí nos introducen en el mundo del contenido de la Revelación. Las verdades de nuestra fe nos hablan desde todas partes. De esas verdades el talento humano ha sacado inspiración, esforzándose por revestirlas de formas de belleza inigualable. Sobre todo por ese motivo, el Juicio universal suscita en nosotros el vivo deseo de profesar nuestra fe en Dios, creador de todo lo visible y lo invisible.Y, al mismo tiempo, nos impulsa a reafirmar nuestra adhesión a Cristo resucitado, que vendrá el último día como juez supremo de vivos y muertos. Ante esta obra maestra confesamos a Cristo, rey de los siglos, cuyo reino no tendrá fin.

Precisamente este Hijo eterno, a quien el Padre confió la causa de la redención humana, nos habla en la dramática escena del Juicio universal.Nos encontramos ante un Cristo insólito. Posee en sí una belleza antigua, que en cierto sentido difiere de las representaciones pictóricas tradicionales. Desde el gran fresco nos revela ante todo el misterio de su gloria, vinculado a la resurrección. El hecho de estar reunidos aquí durante la octava de Pascua se puede considerar una circunstancia muy propicia. Ante todo, nos hallamos frente a la gloria de la humanidad de Cristo. En efecto, Jesucristo vendrá en su humanidad para juzgar a vivos y muertos, penetrando en las profundidades de las conciencias humanas y revelando el poder de su redención. Por eso, junto a él encontramos a su Madre, Alma socia Redemptoris. En la historia de la humanidad, Cristo es la verdadera piedra angular, de la que dice el salmista: « La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular » (Ps 197,22). Esta piedra, por consiguiente, no puede ser desechada. Desde la capilla Sixtina, Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, expresa en sí mismo todo el misterio de la visibilidad del Invisible.

3. Estamos, así, en el centro de la cuestión teológica. El Antiguo Testamento prohibía cualquier imagen o representación del Creador invisible. En efecto, ése era el mandato que había recibido Moisés en el monte Sinaí (cf. Ex Ex 20,4), pues existía el peligro de que el pueblo, inclinado a la idolatría, se detuviera en su culto a una imagen de Dios, que es inimaginable dado que está por encima de toda imaginación y entendimiento del hombre. El Antiguo Testamento permaneció fiel a esta tradición, y no admitió ninguna representación del Dios vivo ni en las casas de oración ni en el templo de Jerusalén. A esa tradición se atienen los miembros de la religión musulmana, que creen en un Dios invisible, todopoderoso y misericordioso, creador y juez de todos los hombres.

Pero Dios mismo salió al encuentro de las exigencias del hombre, que lleva en su corazón el ardiente deseo de poderlo ver. ¿No acogió Abraham al mismo Dios invisible en la admirable visita de tres misteriosas personas? « Tres vidit et Unum adoravit » (cf. Gn Gn 18,1-94). Ante esas tres personas, Abraham, nuestro padre en la fe, experimentó de modo profundo la presencia del Dios único. Ese encuentro se convertirá en el tema del incomparable icono de Andrei Rublev, culmen de la pintura rusa. Rublev fue uno de los santos artistas cuya creatividad era fruto de profunda contemplación, de oración y de ayuno. A través de su obra se manifestaba la gratitud del alma al Dios invisible que concede al hombre representarlo de modo visible.


B. Juan Pablo II Homilías 839