B. Juan Pablo II Homilías 847

847 4. Todo eso fue aceptado por el segundo concilio de Nicea, el último de la Iglesia unida, que rechazó de modo definitivo la doctrina de los iconoclastas, confirmando la legitimidad de la costumbre de expresar la fe mediante figuraciones artísticas. Así, el icono no es sólo una obra de arte pictórico. En cierto sentido, es también como un sacramento de la vida cristiana, pues en él se hace presente el misterio de la Encarnación. En él se refleja de modo siempre nuevo el misterio del Verbo encarnado, y el hombre —autor y, al mismo tiempo, partícipe— se alegra de la visibilidad del Invisible.

¿No fue el mismo Cristo quien puso las bases de esa alegría espiritual? « Señor, muéstranos al Padre y nos basta »; pide Felipe a Cristo en el cenáculo, la víspera de su pasión. Y Jesús le responde: « ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. [...] ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» (
Jn 14,8-10). Cristo es la visibilidad del Dios invisible. Por medio de él, el Padre penetra toda la creación y el Dios invisible se hace presente entre nosotros y se comunica con nosotros, al igual que las tres personas de que nos habla la Biblia se sentaron a la mesa y comieron con Abraham.

5. ¿No sacó también Miguel Ángel conclusiones precisas de las palabras de Cristo: « El que me ha visto a mí, ha visto al Padre »? Miguel Ángel tuvo el valor de admirar con sus propios ojos a este Padre en el momento en que pronuncia el fiat creador y llama a la existencia al primer hombre. Adán fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn Gn 1,26). Mientras el Verbo eterno es la imagen invisible del Padre, el hombre-Adán es su imagen visible. Miguel Ángel trata de devolver a esa visibilidad de Adán, a su corporeidad, los rasgos de la antigua belleza. Más aún, con gran audacia, transmite esa belleza visible y corpórea al mismo Creador invisible. Probablemente nos hallamos ante una insólita osadía del arte, pues al Dios invisible no se le puede imponer la visibilidad propia del hombre. ¿No sería una blasfemia? Ahora bien, es difícil no reconocer en el Creador visible y humanizado al Dios revestido de majestad infinita. Es más, en la medida en que lo permite la imagen con sus límites intrínsecos, aquí se ha expresado todo lo que se podía expresar. La majestad del Creador, al igual que la del juez, hablan de la grandeza divina: palabra conmovedora y unívoca, como, de otra manera, es conmovedora y unívoca la Piedad en la basílica vaticana, y el Moisés en la basílica de San Pietro in Vincoli.

6. En la expresión humana de los misterios divinos ¿no es, acaso, necesaria la « kénosis », como consumación de lo corporal y visible? Esa consumación ha entrado profundamente en la tradición de los iconos cristianos orientales. El cuerpo es, ciertamente, la « kénosis » de Dios. En efecto, leemos en san Pablo que Cristo «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» Flp 2, 7). Si es verdad que el cuerpo representa la kénosis de Dios y que en la representación artística de los misterios divinos debe expresarse la gran humildad del cuerpo, para que lo divino pueda manifestarse, es también verdad que Dios es la fuente de la belleza integral del cuerpo.

Al parecer, Miguel Ángel, a su modo, se dejó guiar por las sugestivas palabras del Génesis que, con respecto a la creación del hombre, varón y mujer, advierte: « Estaban ambos desnudos, pero no se avergonzaban uno del otro » (Gn 2,25). La capilla Sixtina, si se puede hablar así, es precisamente el santuario de la teología del cuerpo humano. Al dar testimonio de la belleza del hombre creado por Dios varón y mujer, la capilla Sixtina expresa también, en cierto modo, la esperanza de un mundo transfigurado, el mundo que inauguró Cristo resucitado y, antes aún, en el monte Tabor. Sabemos que la Transfiguración constituye una de las fuentes principales de la devoción oriental; es un libro elocuente para los místicos, como fue un libro abierto para san Francisco el Cristo crucificado que contempló en el monte de la Verna.

Si ante el juicio universal quedamos deslumbrados por el esplendor y el miedo, admirando, por un lado, los cuerpos glorificados y, por otro, los sometidos a eterna condena, comprendemos también que toda la escena está profundamente penetrada por una única luz y una única lógica artística: la luz y la lógica de la fe que la Iglesia proclama, confesando: « Creo en un solo Dios [...], creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible ». Siguiendo esa lógica, en el ámbito de la luz que proviene de Dios, también el cuerpo humano conserva su esplendor y su dignidad. Si se lo separa de esa dimensión, en cierto modo se convierte en objeto, que con facilidad se envilece, pues sólo ante los ojos de Dios el cuerpo humano puede permanecer desnudo y descubierto, conservando intacto su esplendor y su belleza.

7. La capilla Sixtina es un lugar que, para todo Papa, encierra el recuerdo de un día particular de su vida. Para mí se trata del 16 de octubre de 1978. Precisamente aquí, en este lugar sagrado, se reúnen los cardenales, esperando la manifestación de la voluntad de Cristo con respecto a la persona del sucesor de san Pedro. Aquí escuché de labios de mi rector de otro tiempo, el cardenal Maximilien de Furstenberg, las significativas palabras: Magister adest et vocat te. En este lugar el cardenal primado de Polonia, Stefan Wyszynski, me dijo: Si te eligen, te suplico que no lo rechaces. Y aquí, por obediencia a Cristo y encomendándome a su Madre, acepté la elección hecha por el Cónclave, declarando al cardenal camarlengo, Jean Villot, que estaba dispuesto a servir a la Iglesia. De esta forma, por tanto, la capilla Sixtina, una vez más, se ha convertido, ante toda la comunidad católica, en el lugar de la acción del Espíritu Santo que constituye en la Iglesia a los obispos, y constituye de modo particular al que debe ser Obispo de Roma y Sucesor de Pedro.

Al celebrar hoy, en el decimosexto año de mi servicio a la Sede apostólica, el sacrificio de la santa misa en esta misma capilla, pido al Espíritu del Señor que no deje de estar presente y de actuar en la Iglesia. Le pido que la introduzca felizmente en el tercer milenio.

Invoco a Cristo, Señor de la historia, para que esté con todos nosotros hasta el fin del mundo, como prometió: « Ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem saeculi » (Mt 28,20).





MISA DE CLAUSURA DEL ENCUENTRO MUNDIAL CON LAS FAMILIAS

9 de octubre de 1994



1. «Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador...».

848 Queridos hermanos y hermanas;
familias peregrinas:

El Obispo de Roma os saluda hoy en la plaza de San Pedro, con ocasión de la solemne eucaristía que estamos celebrando. Ésta es la eucaristía del Año de la familia. Nos unimos espiritualmente a todos los que han acogido la llamada de este Año y están hoy aquí con nosotros presentes en espíritu. Con ellos profesamos nuestra fe en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.

La liturgia de este domingo en la primera lectura, tomada del libro del Génesis, expone la verdad sobre la creación. En particular, recuerda la verdad sobre la creación del hombre «a imagen y semejanza de Dios» (
Gn 1,27). Como varón o mujer, el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo: «varón y mujer los creó» (Gn 1,27). En ellos tiene comienzo la comunión de las personas humanas. El hombre-varón «abandona a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn 2,24). En esta unión trasmiten la vida a nuevos seres humanos: llegan a ser padres. Participan de la potencia creadora del mismo Dios.

Hoy, todos los que, mediante su maternidad o su paternidad, se asocian al misterio de la creación, profesan a «Dios, Padre todopoderoso, creador...».

Profesan a Dios como Padre, porque a él deben su maternidad o paternidad humana. Y, profesando su fe, se confían a este Dios, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ep 3,15), por la gran tarea que les corresponde personalmente como padres: la labor de educar a los hijos. «Ser padre, ser madre», significa «comprometerse en educar». Y educar quiere decir también «generar»: generar en el sentido espiritual.

2. «Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios..., que por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de María, la Virgen, y se hizo hombre».

Creemos en Cristo, que es el Verbo eterno: «Dios de Dios, Luz de Luz». El, en cuanto consubstancial al Padre, es Aquel por quien todo fue creado. Se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación. Como Hijo del hombre santificó la familia de Nazaret, que lo había acogido en la noche de Belén y lo había salvado de la crueldad de Herodes. Esta familia —en la que José, esposo de la purísima Virgen María, hacía para el Hijo las veces del Padre celeste— ha llegado a ser don de Dios mismo a todas las familias: la Sagrada Familia.

Creemos en Jesucristo, que, viviendo durante treinta años en la casa de Nazaret, santificó la vida familiar. Santificó también el trabajo humano, ayudando a José en el esfuerzo por mantener la Sagrada Familia.

Creemos en Jesucristo, el cual ha confirmado y renovado el sacramento primordial del matrimonio y de la familia, como nos recuerda el pasaje evangélico que hemos escuchado (cf. Mc Mc 10,2-16). En él vemos cómo Cristo, en su coloquio con los fariseos, hace referencia al «principio», cuando Dios «creó al hombre —varón y mujer los creó—» para que, llegando a ser «una sola carne» (cf. Mc Mc 10,6-8), trasmitieran la vida a nuevos seres humanos. Cristo dice: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mc 10,8-9). Cristo, testigo del Padre y de su amor, construye la familia humana sobre un matrimonio indisoluble.

3. Creo —creemos— en Jesucristo, que fue crucificado, condenado a muerte de cruz por Poncio Pilato. Aceptando libremente la pasión y la muerte de cruz redimió el mundo. Resucitando al tercer día, confirmó su potencia divina y anuncio la victoria de la vida sobre la muerte.

849 De este modo, Cristo ha entrado en la historia de todas las familias, porque su vocación es servir a la vida. La historia de la vida y de la muerte de cada ser humano está injertada en la vocación de cada familia humana, que da la vida, pero que también participa de un modo muy particular en la experiencia del sufrimiento y de la muerte. En esta experiencia está presente Cristo que afirma: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25-26).

Creemos en Jesucristo, que, en cuanto Redentor, es el Esposo de la Iglesia, como nos enseña san Pablo en la carta a los Efesios. Sobre este amor esponsal se fundamenta el sacramento del matrimonio y de la familia en la nueva alianza. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (...). Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos» (Ep 5,25 Ep 5,28). En el mismo espíritu san Juan exhorta a todos (y en particular a los esposos y a las familias) al amor recíproco: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1Jn 4,12).

Queridos hermanos y hermanas, hoy damos gracias de manera particular por este amor que Cristo nos ha mostrado: el amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5); el amor que os ha sido dado en el sacramento del matrimonio y que desde entonces no ha cesado de alimentar vuestra relación, impulsándoos a la donación recíproca. Con el pasar de los años este amor también ha alcanzado a vuestros hijos, que os deben el don de la vida. ¡Cuánta alegría suscita en nosotros el amor que, según el evangelio de hoy, Jesús manifestaba a los niños: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc 10,14).

Hoy pedimos a Cristo que todos los padres y educadores del mundo participen de este amor con el que él abraza a los niños y jóvenes. El mira sus corazones con el amor y la solicitud de un padre y, al mismo tiempo, de una madre.

4. «Creo en el Espíritu Santo». Creemos en el Espíritu Paráclito, en Aquel que da la vida, y es «Señor y dador de vida» (Dominum et vivificantem ). ¿No es acaso él quien ha injertado en vuestros corazones ese amor que os permite estar juntos como marido y mujer, como padre y madre, para el bien de esta comunidad fundamental que es la familia? En el día en que los esposos se prometieron recíprocamente «fidelidad, amor y respeto para toda la vida», la Iglesia invocó al Espíritu Santo con esta conmovedora oración: «Infunde sobre ellos la gracia del Espíritu Santo para que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones, perseveren fieles en la alianza conyugal» (Rituale Romanum, Ordo celebrandi matrimonium, n. 74).

¡Palabras verdaderamente conmovedoras! Aquí están los corazones humanos que, invadidos de recíproco amor esponsal, gritan para que su amor pueda alcanzar siempre la «fuerza de lo alto» (cf. Hch Ac 1,8). Sólo gracias a esa fuerza que brota de la unidad de la santísima Trinidad, pueden formar una unión, unión hasta la muerte. Sólo gracias al Espíritu Santo su amor logrará afrontar los deberes, tanto de marido y mujer como de padres. Precisamente el Espíritu Santo «infunde» este amor en los corazones humanos. Es un amor noble y puro. Es un amor fecundo. Es un amor que da la vida. Un amor bello. Todo lo que san Pablo ha incluido en su «himno al amor» (cf. 1Co 13,1-13) constituye el fundamento más profundo de la vida familiar.

Por este motivo hoy, en presencia de tantas familias de todo el mundo, renovamos nuestra fe en el Espíritu Santo, pidiendo que todos sus dones permanezcan siempre en las familias: el don de sabiduría y de inteligencia, el don de consejo y de ciencia, el don de fortaleza y de piedad. Y también el don de temor de Dios, que es «principio de la sabiduría» (Ps 111,10).

5. Hermanos y hermanas; familias aquí reunidas; familias cristianas del mundo entero, construid vuestra existencia sobre el fundamento de aquel sacramento que el Apóstol llama «grande» (cf. Ef Ep 5,32). ¿Acaso no veis cómo estáis inscritos en el misterio del Dios vivo, de aquel Dios que profesamos en nuestro «Credo» apostólico?

«Creo en el Espíritu Santo (..). Creo en la Iglesia santa» (unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam). Vosotros sois «iglesia doméstica» (cf. Lumen gentium LG 11), como ya enseñaron los Padres y escritores de los primeros siglos. La Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles tiene en vosotros su inicio: «Ecclesiola; iglesia doméstica». Así pues, la Iglesia es la familia de las familias. La fe en la Iglesia vivifica nuestra fe en la familia. El misterio de la Iglesia, este misterio fascinante presentado de modo profundo por la doctrina del concilio Vaticano II, halla precisamente su reflejo en las familias.

Queridos hermanos y hermanas, vivid en esta luz. Que la Iglesia, extendida por todo el mundo, madure como unidad viva de Iglesias: communio Ecclesiarum, también de aquellas iglesias domésticas que sois vosotros.

Y cuando pronunciéis las palabras del Credo que se refieren a la Iglesia, sabed que ellas os atañen a vosotros.

850 6. Profesamos la fe en la Iglesia y esta fe permanece estrechamente unida al principio de la vida nueva, a la que Dios nos ha llamado en Cristo. Profesamos esta vida. Y, profesándola, recordamos tantos baptisterios del mundo en los que fuimos engendrados a esta vida. Y además a estos baptisterios habéis llevado a vuestros hijos y vuestras familias. Profesamos que el bautismo es un sacramento de regeneración «por el agua y el Espíritu» (Jn 3,5). En este sacramento se nos perdona el pecado original así como cualquier otro pecado, y llegamos a ser hijos adoptivos de Dios a semejanza de Cristo, que es el único Hijo unigénito y eterno del Padre.

Hermanos y hermanas; familias: ¡Qué inmenso es el misterio del que habéis llegado a participar! ¡Qué profundamente se une mediante la Iglesia vuestra paternidad y vuestra maternidad —queridos padres y queridas madres— con la eterna paternidad del mismo Dios!

7. Creemos en la santa Iglesia. Creemos en la comunión de los santos. Creemos en el perdón de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro.

¿Acaso no es necesario, ya en vísperas del tercer milenio, que nos esforcemos en vivir este año particular, el Año de la familia, en semejante perspectiva de salvación? Del misterio de la creación del hombre como communio personarum hemos pasado así al misterio de la communio sanctorum. La vida humana que tiene su principio en Dios mismo encuentra allí su meta y su cumplimiento. La Iglesia vive en continua comunión con todos los santos y beatos, los cuales viven en Dios. En Dios se da también la eterna «comunión» de todos los que, aquí en la tierra, fueron padres y madres, hijos e hijas. Todos ellos no están separados de nosotros. Están unidos a la común historia de salvación, que mediante la victoria sobre el pecado y sobre la muerte conduce a la vida eterna, donde Dios «enjugará toda lágrima de los ojos humanos» (cf. Ap Ap 21,4), donde nosotros lo reconoceremos como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y donde él, a su vez, nos reconocerá a nosotros. Él morará en nosotros, porque entonces se manifestará que él —sólo él, que es «el alfa y la omega, el primero y el último» (Ap 22,13)— será «todo en todos» (1Co 15,28).

8. Queridas familias aquí reunidas; familias de todo el mundo: Os deseo que, mediante la eucaristía de hoy, mediante nuestra oración común, sepáis siempre descubrir vuestra vocación, vuestra gran vocación en la Iglesia y en el mundo. Esta vocación la habéis recibido de Cristo que «nos santifica» y que «no se avergüenza de llamarnos hermanos y hermanas», como hemos leído en el pasaje de la carta a los Hebreos (He 2,11). He aquí que Cristo os dice hoy a todos vosotros: «Id, pues, por todo el mundo y enseñad a todas las familias» (cf. Mt Mt 28,19). Anunciándoles el evangelio de la salvación eterna, que es el «evangelio de las familias». El Evangelio —lab uena nueva—es Cristo, «porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Ac 4,12). Y Cristo es «el mismo ayer, hoy v siempre» (He 13,8). Amén.



BEATIFICACIÓN DE CINCO RELIGIOSOS



Domingo16 de octubre de 1994



1. «El Hijo del hombre ha venido para servir» (cf. Mc Mc 10,45).

Con estas palabras, que hemos escuchado en el pasaje evangélico de hoy, Jesús responde a la petición de los hijos de Zebedeo: los apóstoles Santiago y Juan. En la narración del evangelista Marcos son ellos mismos quienes solicitan poder sentarse, en la gloria, uno a la derecha y otro a la izquierda de su maestro; en cambio, en el relato de san Mateo la pregunta la formula su madre (cf. Mt Mt 20,20).

«No sabéis lo que pedís» (Mc 10,38), es la respuesta de Cristo. En efecto, le piden poder participar inmediatamente en la gloria del Reino de Dios, mientras que el camino que lleva a ella pasa necesariamente a través del cáliz de la pasión, el cáliz que Jesús deberá beber hasta las heces. El Señor pregunta a los apóstoles: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?». Ellos responde: «Si podemos» (Mc 10,38). Tal vez en ese momento no saben con precisión lo que implica su asentimiento. En cambio, el Maestro sabe muy bien que, cuando llegue su hora, participarán del cáliz de su pasión (cf. Mc Mc 10,39), correspondiendo fielmente a la gracia del martirio.

Hasta aquí la primera parte de la respuesta de Jesús. La segunda es aún más importante. Explica a los dos hermanos que en su Reino la actitud de servicio es la medida de grandeza: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,44-45).

2. Tenemos ante nuestros ojos la escena que describe el evangelista y resuenan en lo más íntimo de nuestro corazón las palabras del Maestro divino mientras, durante esta liturgia dominical, elevamos a la gloria de los altares a cinco nuevos Beatos, que gastaron su existencia en la consagración generosa a Dios y en el servicio generoso a sus hermanos. Son los siguientes: Nicolás Roland, sacerdote y Fundador de la Congregación de las Religiosas del Niño Jesús; Alberto Hurtado Cruchaga, Sacerdote de la Compañía de Jesús; María Rafols, Fundadora de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana; Petra de San José Florido, Fundadora del Instituto de las Religiosas "Madres de Desamparados y de San José de la Montaña"; Josefina Vannini, Fundadora de la Congregación de las Hijas de San Camilo.

851 Son hijos e hijas de la Iglesia, llenos de santa osadía, que eligieron el camino del servicio, siguiendo las huellas del Hijo del hombre, quien no vino para ser servido dando su vida como rescate por muchos (cf. Mc Mc 10,45).

La santidad en la Iglesia tiene siempre su manantial en el misterio de la Redención.

3. La liturgia de hoy, queridos hermanos y hermanas, nos recuerda con insistencia el misterio de la Redención. Sí, tenemos «un sumo sacerdote que penetró los cielos» (He 4,14). Es Cristo Jesús, el Señor crucificado, resucitado, que vive en la gloria. Él fue el alma de la actividad de Nicolás Roland.

A lo largo de su vida, breve pero de gran densidad espiritual, permitió siempre que el Redentor cumpliera su misión de sumo sacerdote a través de él. Configurado con Cristo, compartía su amor a los que conducía hacia el sacerdocio «a fin de alcanzar misericordia» (He 4,16) para ellos: «El amor inmenso que Jesús os tiene —les decía— es mucho más grande que vuestra infidelidad».

Esta fe y esta esperanza indefectibles en el amor misericordioso del Verbo encarnado lo llevaron a fundar la congregación de las Religiosas del Niño Jesús, que se consagrarían al apostolado de la educación y de la evangelización de los niños pobres. En efecto, de manera admirable, afirmaba: «Los huérfanos representan a Jesucristo en su infancia».

¡Bendito sea Dios que, mientras se está celebrando el Sínodo de los Obispos sobre la vida consagrada, nos impulsa a reconocer en Nicolás Rolan, quien promovió la educación de los más pobres, un vivo ejemplo para tantos religiosos y religiosas de nuestro tiempo!

4. «El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). El Beato Alberto Hurtado se hizo servidor para acercar los hombres a Dios. Su profunda vida interior dejaba en quienes le trataron la imagen imborrable de hombre de Dios siempre dispuesto a la ayuda generosa. Su figura de religioso ejemplar en el cumplimiento heroico de sus votos cobra especial realce precisamente en estos días en los que se está celebrando el Sínodo de los Obispos dedicado a la vida consagrada.

En su ministerio sacerdotal, marcado por vivo amor a la Iglesia, se distinguió como maestro en la dirección espiritual y como predicador incansable, transmitiendo a todos el fuego de Cristo que llevaba dentro, especialmente en el fomento de vocaciones sacerdotales y en la formación de laicos comprometidos en la acción social.

La vida del nuevo Beato nos recuerda que el amor a Cristo no se agota en la sola persona del Verbo encarnado. Amar a Cristo es servir a todo su Cuerpo, especialmente a los más pobres: fue ésta una gracia singular que el Beato Alberto Hurtado recibió y que nosotros hemos de pedir incesantemente a Dios. Impactado por la situación de los pobres y movido por su fidelidad a la doctrina social de la Iglesia, trabajó por remediar los males de su tiempo, enseñando a los jóvenes que «ser católicos equivale a ser sociales». Hijo glorioso del continente americano, el Beato Alberto Hurtado aparece hoy como signo preclaro de la nueva evangelización, «una visita de Dios a la patria chilena».

5. En la Beata María Rafols contemplamos la acción de Dios que hace "Heroína de la caridad" a la humilde joven que dejó su casa en Villafranca del Penedés (Barcelona) y, en compañía de un sacerdote y otras once muchachas, comienza un camino de servicio a los enfermos, siguiendo a Cristo y dando, como Él, «su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45).

Contemplativa en la acción: éste es el estilo y el mensaje que nos deja María Rafols. Las horas de silencio y oración en la tribuna de la capilla del Hospital de Gracia de Zaragoza, conocida como "Domus infirmorum urbis et orbis", se prolongan después en el servicio generoso a todos los desvalidos que allí se daban cita: enfermos, dementes, mujeres abandonadas a su suerte y niños. De este modo manifiesta que la caridad, la verdadera caridad, tiene su origen en Dios, que es amor (1Jn 4,8).

852 Después de gastar gran parte de su vida en el mortificado y escondido servicio de la "Inclusa", derrochando amor, abnegación y ternura, abrazada a la cruz consuma su entrega definitiva al Señor, dejando a la Iglesia, y en especial a sus Hijas, la gran enseñanza de que la caridad no muere, no pasa jamás, la gran lección de una caridad sin fronteras, vivida en la entrega de cada día. Todos los consagrados podrán ver en ella una expresión de la perfección de la caridad a la que están llamados, y cuya profunda vivencia quiere contribuir a la celebración de la presente Asamblea sinodal.

6. «El que quiera ser el primero, sea el siervo de todos» (
Mc 10,44). La Beata Petra de San José es ejemplo de mujer consagrada que, en medio de innumerables dificultades, acoge con fe el carisma que el Espíritu le otorga al servicio de todos.

Huérfana desde muy niña tomó por madre a la Virgen. Esta experiencia marcó toda su vida, descubriendo que su quehacer debía consistir en ser madre para niños, jóvenes o ancianos que carecían del cariño y afecto familiar. Así madre Petra manifiesta cómo la virginidad de los religiosos y religiosas se convierte en una fecunda maternidad espiritual, encauzada y llevada a plenitud a través del amor esponsal a Jesucristo, y realizada en la disponibilidad total y abierta a los desamparados.

Sintiéndose amada por Dios y respondiendo a ese amor, incluso en medio de las pruebas, nos ofrece un modelo luminoso de oración, de sacrificio por los hermanos y de servicio a los pobres, manifestaciones de la vida religiosa sobre la que reflexionan ahora los Padre Sinodales.

Su profunda devoción y su confianza ilimitada en San José caracterizaron toda su vida y su obra, siendo llamada "apóstol josefino del siglo XIX". En los último momento de su existencia terrena afloran a sus labios los nombres de Jesús, María y José: La Sagrada Familia de Nazaret, en cuya escuela de amor, oración y misericordia forjó su espiritualidad, conduciendo a sus Hijas por este camino de santidad.

7. Servir a los que sufren; éste es el carisma especial de Josefina Vannini, fundadora de la Congregación de las Hijas de San Camilo. Ser totalmente de Dios, amado y venerado en quien pasa necesidad, fue su preocupación constante, traducida en una caridad diaria sin fronteras al lado de los enfermos, siguiendo las huellas de San Camilo de Lellis, el gran apóstol de los enfermos.

«Ved siempre en los enfermos la imagen de Jesús que sufre», repetía la Madre Vannini, invitando a sus hermanas a meditar en el Salvador crucificado, a quien el profeta Isaías presenta como «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias» (Is 53,3). Y es precisamente aquí, en la contemplación de Cristo en la cruz, donde se encuentra la clave de lectura de la vida y de la actividad de la nueva Beata, que hoy se presenta ante todo el pueblo cristiano como ejemplo luminoso que imitar.

¡Cuán actuales son su testimonio y mensaje! Madre Vannini dirige una apremiante invitación también a los jóvenes de hoy, a menudo vacilantes a la hora de asumir compromisos totales y definitivos. Exhorta a corresponder con generosidad tanto a los que han sido llamados a la vida consagrada, como a los que realizan su vocación en la vida familiar: Dios tiene para todos un plan de santidad.

8. Hace una semana, en la plaza de San Pedro, se congregaron numerosas familias procedentes de todo el mundo, para celebrar un encuentro especial en el marco del Año de la Familia. En esa ocasión, meditamos en el hecho de que la "communio personarum", que se actúa en la familia, abre la perspectiva hacia la "communio personarum" de la que habla el Sínodo apostólico. Es una profesión de fe que constituye, a la vez, un compromiso y un programa que es preciso realizar en la vida. La vocación a la santidad es, en efecto, la vocación esencial de todos los miembros del pueblo cristiano.

Hoy damos gracias por todos los que, como las personas que acabamos de inscribir en el catálogo de los Beatos, toman parte en su infinita y perfecta santidad. Al mismo tiempo, queremos orar por todas las familias del mundo, para que, construidas sobre el fundamento del "gran sacramento" del matrimonio (cf. Ef Ep 5,32), se conviertan, ya en la tierra, en el inicio de la "comunión de los santos" que se realizará en plenitud en el cielo.

Bendito sea Dios en sus santos, y Santo en todas sus obras. Amén.





853

1995


X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

MISA PARA LOS DELEGADOS DEL FORO DE LOS JÓVENES



Viernes 13 de enero de 1995

:«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?» (Mc 10,17).

Queridos amigos en Cristo:

1. En cierta ocasión, un joven planteó a Jesús esa pregunta. Como respuesta, Jesús le recordó los mandamientos de Dios. Y cuando el joven le dijo que los había guardado desde su infancia, Jesús lo miró con amor y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10,21).

«Ven y sígueme». La llamada que el Señor dirigió ese día al joven del evangelio resuena también en nuestro tiempo. La Iglesia la repite cuando el Papa, los obispos y todas las personas que trabajan en la pastoral juvenil los invitan a reunirse. Son diversas las ocasiones en que los jóvenes se pueden reunir así: en sus parroquias y diócesis, y, en los últimos diez años, durante las jornadas mundiales de la juventud.En Roma, luego en Buenos Aires (Argentina), y sucesivamente en Santiago de Compostela (España), Jasna Góra, Czestochowa (Polonia) y Denver (Estados Unidos). Hoy estamos aquí en Manila, en Filipinas, en Extremo Oriente, en Asia. Aunque se hallan presentes delegaciones procedentes de la mayor parte de los países del mundo, debemos decir que se trata, de modo especial, de la Jornada mundial de la juventud de las Iglesias de Asia y Extremo Oriente.

2. El V Foro internacional de la juventud, organizado por el Consejo pontificio para los laicos, cuyo presidente es el cardenal Eduardo Pironio, ha reunido aquí a los delegados de las Conferencias episcopales, así como de movimientos, asociaciones y grupos eclesiales internacionales, para compartir sus experiencias de apostolado en las diversas partes del mundo y para reflexionar en el tema de la Jornada mundial de la juventud.

El tema de este año está expresado con las palabras que Cristo dirigió a los Apóstoles después de la Resurrección: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). Hace dos mil años estas palabras pusieron en marcha la misión perenne de la Iglesia de proclamar el Evangelio de la salvación hasta los confines de la tierra. El Señor Jesús dijo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22), y, por obediencia a esas palabras, comenzó la misión el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y esos hombres sencillos recibieron el poder divino que les capacitó para anunciar el Evangelio con valentía, incluso hasta el derramamiento de su sangre.

3. ¿Qué significan esas palabras hoy? ¿Qué significan para vosotros, jóvenes del Foro internacional de la juventud?

Cuando Jesús dice: «Como el Padre me envió, también yo os envío», sus palabras tienen hoy el mismo significado que tuvieron inmediatamente después de la Resurrección. Al mismo tiempo, tienen un significado siempre nuevo. La Jornada mundial de la juventud, y sobre todo el Foro, tienen como objetivo descubrir ese significado, que es a la vez eterno y actual. De alguna manera, vuestro cometido consiste en invitar al Espíritu Santo a este cenáculo filipino, donde las palabras de Jesús pueden transformarse una vez más en misión, en un envío de apóstoles.

4. Siempre es Cristo quien envía. Pero ¿a quién envía? A vosotros, los jóvenes, os mira con amor. Cristo, que dice sígueme, quiere que viváis vuestra vida con un sentido de vocación. Quiere que vuestra vida tenga un significado y una dignidad precisos. La mayor parte de vosotros estáis llamados al matrimonio y a la vida familiar, pero algunos recibirán la vocación al sacerdocio o a la vida religiosa.


B. Juan Pablo II Homilías 847