B. Juan Pablo II Homilías 854

854 En efecto, en esta misa se halla presente un grupo representativo de seminaristas, novicios y religiosos jóvenes. Saludo a cada uno y os exhorto a responder con decisión a la llamada a un amor total y abnegado al Señor. Son muchas las exigencias del Señor. Os pedirá la plena entrega de todo vuestro ser para difundir el Evangelio y servir a su pueblo. Pero ¡no tengáis miedo! Sus exigencias son también la medida del amor personal que os tiene a cada uno.

5. ¿Qué pide Cristo a los jóvenes? El concilio Vaticano II nos ha ayudado a tomar mayor conciencia del hecho que existen muchos modos de construir la Iglesia. Toda forma de apostolado es válida y fecunda si se realiza en la Iglesia, por la Iglesia y para la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, del que nos habla san Pablo.

La Jornada mundial de la juventud puede brindaros a todos una ocasión para descubrir vuestra llamada, para discernir el camino particular que Cristo os presenta. La búsqueda y el descubrimiento de la voluntad de Dios para vosotros es una experiencia profunda y fascinante. Exige de vosotros la actitud de confianza que manifiestan las palabras del salmo de la liturgia de hoy: «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (
Ps 15,1). Al fin de cuentas, toda vocación, todo camino al que Cristo nos llama, lleva a la realización y a la felicidad, pues conduce a Dios, a compartir la misma vida divina.

Veo que el pueblo de Filipinas es alegre. ¿Por qué tiene tanta alegría? Estoy convencido de que es porque ha recibido la buena nueva. Los que han recibido la buena nueva viven alegres y radiantes, y además trasmiten esa alegría a los demás. Hoy esa alegría es concedida al Papa, a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a todos vosotros. Yo personalmente, y todos nosotros, nos sentimos muy agradecidos con el pueblo filipino por esta alegre hospitalidad.

6. Volviendo al texto, no vaciléis en responder a la llamada del Señor. Del pasaje del libro del Éxodo que hemos leído en esta misa podemos aprender cómo actúa el Señor en toda vocación (cf. Ex Ex 3,1-6 Ex Ex 3,9-12). En primer lugar, despierta una nueva conciencia de su presencia: la zarza que estaba ardiendo. Cuando comenzamos a mostrar interés, nos llama por nuestro nombre.Cuando nuestra respuesta se hace más específica y, como Moisés, decimos: «Heme aquí» (v. 4), se nos revela más claramente a sí mismo y nos manifiesta el amor misericordioso que siente hacia su pueblo necesitado. Poco a poco nos lleva a descubrir el modo práctico en que debemos servirle: «Yo te envío». De ordinario, en ese momento hacen su aparición los temores y las vacilaciones, que nos turban y nos hacen más difícil la decisión. Entonces tenemos necesidad de escuchar la garantía del Señor: «Yo estaré contigo» (Ex 3,12). Toda vocación es una profunda experiencia personal de la verdad de estas palabras: «Yo estaré contigo». Confiero a estas palabras mi convicción personal. Para mí ha sido muy importante escucharlas. «Yo estaré contigo. No tengas miedo».

Así pues, vemos que toda vocación al apostolado nace de la familiaridad con la palabra de Dios e implica el ser enviados a transmitir esa palabra a los demás. Esos demás pueden ser personas que ya conocen el lenguaje de la palabra revelada. Pero pueden ser también personas que aún no conocen ese lenguaje, como acontece en el caso de la vocación misionera. Algunos desconocen la palabra de Dios porque todavía no la han escuchado. Otros la han olvidado y han abandonado lo que antes habían escuchado. Cualesquiera que sean las dificultades, el apóstol sabe que no está nunca solo: «Yo estaré siempre contigo». Pido a Dios todos los días para que los jóvenes católicos del mundo entero escuchen la llamada de Cristo, y su respuesta sea lo que dice el salmo responsorial: «El Señor es el lote de mi heredad... Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré» (Ps 15,5 Ps 15,8).

7. Los jóvenes del mundo deben afrontar grandes compromisos; sobre todo los jóvenes católicos de Filipinas, de Asia y de Extremo Oriente, en los umbrales del tercer milenio. La mayor tierra de misión del mundo tiene necesidad de obreros y la Iglesia pide constantemente al Señor de la mies que los envíe, que nos envíe, que os envíe.

Al subir al altar, deseo ofrecer, bajo las especies de pan y vino, junto con los obispos y los sacerdotes presentes hoy aquí, todo lo que vosotros, jóvenes, chicos y chicas, lleváis en vuestro corazón. El pan y el vino, en la Eucaristía, se convertirán en el cuerpo y la sangre de Cristo. Cuando lo recibáis en la sagrada Comunión, tened el valor de escuchar su llamada. Permitidme que os manifieste esta llamada con las palabras de un canto que me enseñaron algunos jóvenes cuando aún me encontraba en mi país: «Ven conmigo a salvar el mundo, pues estamos ya en el siglo XX». Ahora, el siglo XX ya se acerca incluso a su fin. Por eso, Cristo dice: «Ven conmigo al tercer milenio a salvar el mundo». Espero vivamente saludar a cada uno de vosotros, que habláis lenguas tan diferentes y provenís de tantos países y naciones del mundo. Anhelo vivamente veros y salir a vuestro encuentro, apoyándome en este bastón.

«Como el Padre me envió, también yo os envío». Amén.



X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL «RIZAL PARK» DE MANILA




Domingo 15 de enero de 1995

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Amados hermanos y hermanas en Cristo:


1. Estamos celebrando la misa del Santo Niño de Cebú, el niño Jesús, cuyo nacimiento en Belén la Iglesia acaba de conmemorar en Navidad. Belén significa el comienzo en la tierra de la misión que el Hijo recibió del Padre, la misión que está en el centro de nuestras reflexiones durante esta X Jornada mundial de la juventud. En la liturgia de hoy encontramos un magnífico comentario al tema de la Jornada mundial de la juventud: «Como el Padre me envió, también yo os envío».

Isaías dice: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro» (
Is 9,5). Ese Niño ha venido del Padre como Príncipe de la paz, y su venida ha traído al mundo la luz (cf. Jn Jn 1,5). El profeta prosigue: «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Una luz brilló sobre los que vivían en tierra de sombras. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría» (Is 9,1-2). El feliz acontecimiento que el profeta anunció tuvo lugar en Belén: la Navidad. Los cristianos la celebran con gran alegría en todas partes: en Roma, en Filipinas, en todos los países de Asia y en el resto del mundo.

Amados hermanos y hermanas de La Iglesia en Filipinas; queridos jóvenes de la X Jornada mundial de la juventud, todos aquí reunidos de diversos pueblos, lenguas, culturas, continentes e Iglesias locales: ¿Hay una alegría más profunda que nuestra alegría común? La fuente más profunda de nuestra alegría es el hecho de que el Padre ha enviado a su Hijo para salvar el mundo. El Hijo toma sobre sí el peso de los pecados de la humanidad y, de este modo, nos redime y nos guía por el sendero que lleva a la unión con la santísima Trinidad, con Dios. Esta es la fuente más profunda de nuestra alegría, de la alegría de todos nosotros, y también de mi alegría. Es mi alegría y vuestra alegría.

2. Cuando repetimos, en el salmo responsorial: «Aquí estoy, Señor, envíame», escuchamos un eco lejano de lo que el Hijo eterno dijo al Padre al venir al mundo: «¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (He 10,7). «Aquí estoy, Padre, envíame». Cristo vino a cumplir la voluntad del Padre. El Padre tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para la salvación de los hombres (cf. Jn Jn 3,16). A su vez, el Hijo tanto amó al Padre que hizo suyo el amor del Padre a la humanidad pecadora y necesitada. En este diálogo eterno entre el Padre y el Hijo, el Hijo se mostró dispuesto a venir al mundo para obtener, mediante su pasión y muerte, la redención de la humanidad.

El evangelio de hoy es un comentario sobre cómo vivía Jesús esa misión mesiánica. Nos muestra que, cuando Jesús tenía doce años —vosotros tenéis más edad que él—, ya era consciente de su destino. Cansada por la larga búsqueda de su Hijo, María le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Y él respondió: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,48 Lc 2,49). Esa conciencia se ahondaba y crecía en Jesús con el paso de los años, hasta que se manifestó con toda su fuerza cuando comenzó su predicación pública. El poder del Padre que actuaba en él se fue revelando poco a poco en sus palabras y sus obras. Y se reveló de modo definitivo cuando se entregó completamente al Padre en la cruz. En Getsemaní, la víspera de su pasión, Jesús renovó su obediencia: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Permaneció fiel a lo que había dicho cuando tenía doce años: «Debo ocuparme de las cosas de mi Padre. Debo hacer su voluntad». Vosotros tenéis más de doce años y podéis comprenderlo mejor. Y vuestros cantos muestran que lo estáis comprendiendo mejor.

3. «Aquí estoy, Señor, envíame». Aquí estoy, en Filipinas, y en cualquier parte. Con la mirada fija en Cristo, repetimos este versículo del salmo responsorial como respuesta de la X Jornada mundial de la juventud a lo que el Señor dijo a los Apóstoles y que ahora dice a todos: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21), dirigiéndose a los Apóstoles y a vosotros, pues estas palabras de Cristo, no sólo se han convertido en el tema, sino también en la fuerza que impulsa esta magnífica reunión en Manila. Después de la meditación y la vigilia de anoche, este sacrificio eucarístico consagra nuestra respuesta al Señor: en unión con él, en unión eucarística con él, todos juntos respondemos: «Envíame».

¿Qué significa esto? Significa que estamos dispuestos a hacer la parte que nos corresponde en la misión del Señor. Todo cristiano participa en la misión de Cristo de modo único y personal. Los obispos, los sacerdotes y los diáconos participan en la misión de Cristo a través del ministerio ordenado. Los religiosos y las religiosas participan en ella mediante el amor esponsal que se manifiesta en el espíritu de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Los seglares cristianos participan en la misión de Cristo: los padres y las madres de familia, los ancianos, los jóvenes y los niños; las personas sencillas y las cultas; los campesinos, los obreros, los ingenieros, los técnicos, los médicos, las enfermeras y el personal sanitario. La misión de Cristo la comparten también los profesores, los abogados y los políticos. Los escritores, las personas que trabajan en el teatro, en el cine y en los medios de comunicación social, los artistas, los músicos, los escultores y los pintores. Todos tienen parte en esa misión mesiánica de Jesucristo: la tienen también los profesores universitarios, los científicos, los especialistas en cualquier campo, y las personas del mundo de la cultura. En la misión de Cristo una parte pertenece a vosotros, ciudadanos de Filipinas y pueblos de Extremo Oriente: chinos, japoneses, coreanos, vietnamitas, indios; cristianos de Australia, Nueva Zelanda y el Pacífico; cristianos de Oriente Medio, de Europa, de África y de América. Todo bautizado tiene una parte en la misión mesiánica de Jesucristo, en la Iglesia y por la Iglesia. Y esta participación en la misión de la Iglesia constituye a la Iglesia. La Iglesia es una participación viva en la misión de Cristo. ¿Comprendéis todos esto?

4. En el IV centenario de su independencia eclesiástica y de la fundación de la propia estructura jerárquica, la Iglesia en Filipinas está llamada a una profunda renovación. El segundo Concilio plenario filipino, que se celebró en 1991, marcó ya las pautas de esa renovación. Ese sínodo impulsó a la comunidad católica filipina a mirar más plenamente a Cristo y encontrar en él su modelo e inspiración. El Sínodo exhortó a los seglares a desempeñar un papel más completo en el servicio de la Iglesia a la familia humana, que eleva y libera. El Documento final afirma: «Todos los fieles laicos están llamados a sanar y transformar la sociedad, a fin de preparar el orden temporal para el establecimiento final del reino de Dios» (n. 435). Esto vale para vosotros, los jóvenes de Filipinas. Y vale también para todos nosotros: si una parte está haciendo algo en el ámbito de la Iglesia, toda la Iglesia participa. Vale también para nosotros, para mí, Obispo de Roma, para los obispos europeos, para los obispos africanos, para los obispos americanos y para la gran peregrinación de jóvenes de los demás países y continentes. Vale para nosotros. No es un asunto privado de la Iglesia filipina. Es algo que nos atañe a todos. Todos estamos implicados en lo que está haciendo una parte de la Iglesia, una Iglesia local. Res nostra agitur. ¿Entendéis el latín?

5. En este compromiso de todo el pueblo de Dios, ¿cuál es el papel de los jóvenes para proseguir la misión mesiánica de Cristo? ¿Cual es vuestra parte, vuestro papel? Hemos meditado ya en esto durante la Jornada mundial de la juventud y sobre todo anoche en la vigilia. Alguien podría decir: Han bailado, han cantado, pero han meditado. Ha sido una meditación creativa sobre el mandato recibido de Cristo. La meditación puede hacerse también danzando y cantando, con la diversión. Y la de ayer fue muy agradable. Al final, después de esa meditación, pude dormir. Ahora, después de haber dormido, quisiera añadir un desafío y un llamamiento específico, que implica la solución de un conflicto que ha originado inmensa frustración y sufrimiento en muchas familias de todo el mundo. Los padres y los ancianos a menudo sienten que han perdido el contacto con vosotros, y se inquietan, como se angustiaron María y José al darse cuenta de que Jesús se había quedado en Jerusalén. Muchos padres de edad avanzada se sienten abandonados por nuestra culpa. ¿Es verdad o no? No debería ser verdad. Debería suceder lo contrario. Pero a veces es verdad. Unas veces vosotros sois muy críticos con respecto al mundo de los adultos —yo también era como vosotros— y, otras, ellos son muy críticos con respecto a vosotros. Esto también es verdad; no es nada nuevo, y a menudo esas críticas tienen fundamento. Pero recordad siempre que debéis a vuestros padres la vida y la educación. Recordad la deuda que tenéis hacia vuestros padres. El cuarto mandamiento expresa de modo conciso los deberes de justicia hacia ellos (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2 CEC 215). En la mayor parte de los casos se han encargado de vuestra formación a costa de sacrificio personal. Gracias a ellos habéis sido introducidos en la herencia cultural y social de vuestra comunidad y de vuestro país, vuestra patria. Hablando en general, vuestros padres han sido vuestros primeros maestros en la fe. Los padres, por tanto, tienen derecho a esperar de sus hijos e hijas los frutos maduros de sus esfuerzos, de la misma manera que los hijos y los jóvenes tienen derecho a esperar de sus padres el amor y la solicitud que los lleven a un sano desarrollo. Todo eso lo pide el cuarto mandamiento, que es muy rico. Os sugiero que lo meditéis. Os pido que construyáis puentes de diálogo y comunicación con vuestros padres. Nada de espléndido aislamiento. ¡Comunicación! ¡Amor! Ejerced un influjo positivo en la sociedad, ayudándola a derribar las barreras que se han levantado entre las generaciones. Nada de barreras. Comunión entre generaciones, entre padres e hijos. Comunión. En esta atmósfera, Jesús puede decir: Yo os envío. Todo comienza en la propia familia, cuando Jesús dice por primera vez: Yo os envío. Y a los padres les dice: Yo envío a vuestro hijo. Yo envío a vuestra hija. Les digo: seguidme. Todo esto exige el ambiente adecuado, una imagen completa de la vida social en Filipinas y en todas partes. También en este ambiente espiritual tiene lugar nuestro envío. Como el Padre me envió —dice Cristo—, también yo os envío.

¿Por qué tantos jóvenes piensan que son libres por haber rechazado toda prohibición y todo principio de responsabilidad? ¿Por qué tantos piensan que ciertas maneras de actuar son licitas moralmente por el hecho de ser aceptadas socialmente? Abusan del hermoso don de la sexualidad; abusan de bebidas y drogas, pensando que ese comportamiento es correcto porque algunos sectores de la sociedad lo toleran. Abandonan las normas morales objetivas ante esas mismas presiones y por el influjo invasor de modas y tendencias promovidas por la publicidad de los medios de comunicación. Millones de jóvenes en todo el mundo están cayendo en formas de esclavitud moral sutiles pero reales. Vosotros comprendéis lo que quiere decir Jesús cuando afirma: Os envío a afrontar esta situación, entre vuestros hermanos y hermanas, entre los demás jóvenes.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, construid vuestra vida según el único modelo que no os defraudará. Os invito a abrir el evangelio y a descubrir que Jesucristo quiere ser vuestro «amigo» (cf. Jn Jn 15,14). Quiere ser vuestro «compañero» en cada etapa de la vida (cf. Lc Lc 24,13-35). Quiere ser el «camino», vuestro sendero a través de las angustias, las dudas, las esperanzas y los sueños de felicidad (cf. Jn Jn 14,6). El es la verdad que da sentido a vuestros esfuerzos y a vuestras luchas. Quiere daros la «vida», como dio nueva vida al joven de Naím (cf. Lc Lc 7,11-17) y dio un futuro completamente nuevo a Zaqueo, que había muerto en su espíritu por la ambición y la avaricia (cf. Lc Lc 19,1-10). El es vuestra «resurrección», vuestra victoria sobre el pecado y la muerte, la realización de vuestro deseo de vivir para siempre (cf. Jn Jn 11,25). Por eso, él será vuestra «alegría», la «roca» sobre la que vuestra debilidad se transformará en fuerza y optimismo. El es nuestra salvación, nuestra esperanza, nuestra felicidad y nuestra paz. ¡Cristo, Cristo, Cristo! Hablo sin sintetizar. Peor aún, añado algunas cosas.

856 Cuando Cristo se convierta en todo esto para vosotros, el mundo y la Iglesia tendrán motivos sólidos para esperar en el futuro. Porque de vosotros dependerá el tercer milenio, que a veces se nos presenta como una maravillosa época nueva para la humanidad, pero que despierta también muchos miedos y angustias. Os dice esto una persona que ha vivido durante gran parte del siglo XX que está a punto de terminar. En este siglo han acaecido muchos sucesos tristes y destructivos, pero al mismo tiempo hemos vivido muchas cosas positivas que justifican nuestra esperanza y nuestro optimismo. El futuro depende de vuestra madurez. La Iglesia mira al futuro con confianza, cuando escucha de vuestros labios la misma respuesta que Jesús dio a María y a José cuando lo encontraron en el templo: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Dio la misma respuesta que vosotros. El era más joven; vosotros tenéis más edad.

7. Queridos jóvenes, la X Jornada mundial de la juventud está a punto de concluir. Si aplaudís, quiere decir que hay todavía motivos para ser aplaudido. Es una buena señal de que estáis pensando, reflexionando. Y admiro vuestra reflexión. Admiro la gracia de nuestro Señor que está en vuestra reflexión, y también en vuestro aplauso. Por eso, el Papa no sólo hace un discurso. Está entablando un diálogo. Habla y escucha; escucha, y vosotros habláis. Y lo que decís es tal vez lo más importante. Pero vosotros habláis aplaudiendo. Hoy ya llevamos mucho retraso. Pero esta Jornada no debería terminar. Debería continuar siempre. Es tiempo de comprometeros más plenamente en seguir a Cristo en el cumplimiento de su misión salvífica. Toda forma de apostolado y todo tipo de servicio deben tener su fuente en Cristo. Cuando os dice: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21), os hace también capaces de cumplir esta misión. En cierto sentido, se comparte a sí mismo con vosotros. Es lo mismo que dice san Pablo: Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, para estar llenos de amor; así mismo nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo (cf. Ef Ep 1,4-5). Precisamente en virtud de la gracia de ser hijos adoptivos de Dios podemos cumplir la misión que nos ha confiado Cristo. Debemos salir del Luneta Park con una mayor conciencia de este hecho extraordinario.

«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8). Si aceptáis su causa y la misión que os confía, toda la familia humana y la Iglesia en el mundo entero podrán mirar al tercer milenio con esperanza y confianza. Queridos jóvenes de Filipinas, de Asia, de Extremo Oriente y del mundo entero, sed signo de esperanza para la Iglesia, para vuestros países y para toda la humanidad. Sois un signo de esperanza. Que vuestra luz se difunda desde Manila hasta los rincones más alejados del mundo, como la «gran luz» que brilló en la noche en Belén. Sed hijos e hijas de la luz. Ayer dije: Al comienzo, cada vez más puntos luminosos. Y hoy, todo es luminoso. Muy hermoso; gente muy simpática, jóvenes muy simpáticos. Antes se hablaba español en Filipinas.

8. Querido pueblo de Dios que estás en Filipinas: con el poder del Espíritu Santo, sigue renovando la faz de la tierra; ante todo tu mundo, tus familias, tus comunidades y la nación a la que perteneces y que amas; luego, el vasto territorio de Asia, con respecto al cual la Iglesia de Filipinas tiene una responsabilidad especial ante el Señor. Vosotros, los jóvenes filipinos, tenéis una responsabilidad especial ante el Señor por lo que atañe a Asia. Y todos vosotros, no sólo los filipinos, tenéis la misma responsabilidad ante el Señor y ante el resto del mundo, trabajando, por la fe, para la renovación de toda la creación de Dios (cf. Actas y decretos del segundo concilio plenario filipino, n. 7).

Esta es vuestra responsabilidad, vuestra llamada, en todas partes: en Europa, en África, en América del norte y del sur, en Australia. En todas partes.

Dios, que comenzó esta obra en el pueblo filipino hace cuatrocientos años, y en los otros hace muchos siglos, en unos más y en otros menos, la lleve a término en el día de nuestro Señor Jesucristo (cf. Flp Ph 1,6). Amén.

X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD



Domingo de Ramos, 9 de abril de 1995



«¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19,38).

1. Hoy, domingo de pasión o de Ramos, deseamos saludarte, Señor Jesucristo, como peregrino. Llegas a Jerusalén para la tiesta de Pascua, acompañado por muchos otros peregrinos.

En el Antiguo Testamento, Israel conservó siempre grabada en su memoria la peregrinación a través del desierto, bajo la guía de Moisés. Fue una experiencia constitutiva para Israel, el pueblo al que Dios sacó de la esclavitud de Egipto al servicio del Señor (cf. Dt Dt 26,1-11). Moisés hizo salir a su pueblo a través del mar Rojo y, a lo largo de un camino que duró cuarenta años, lo guié hasta la tierra prometida. Después, cuando los israelitas se establecieron en la patria que Dios les había asignado, el recuerdo de la peregrinación por el desierto se convirtió en parte viva y dinámica de su culto.

Los judíos solían ir en peregrinación a Jerusalén en diversas ocasiones, pero, sobre todo, para la fiesta de Pascua. También Jesús acudió allí como peregrino algunos días antes de la Pascua: peregrino del domingo de Ramos.Y nosotros, reunidos aquí, en la plaza de San Pedro, lo saludamos como al peregrino santísimo, que da un sentido definitivo a nuestro peregrinar.

857 2. La primera peregrinación de Jesús, cuando tenía 12 años, de Nazaret a Jerusalén, ¿no anunciaba ya ese cumplimiento? Por aquel entonces, habiendo llegado a la ciudad santa en compañía de su madre y de José, Jesús se sintió llamado a detenerse en el templo para «escuchar y preguntar» (cf. Lc Lc 2,46) a los doctores acerca de las cosas de Dios. Esa primera peregrinación lo implicó profundamente en la misión que marcaría toda su vida. Por eso, no ha de extrañarnos el hecho de que, cuando María y José lo encontraron en el templo, respondiera de modo significativo al reproche que le dirigió su madre: «¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).

Durante los años que siguieron a ese acontecimiento misterioso, Jesús, primero cuando era adolescente y luego siendo ya hombre maduro, subió muchas veces a Jerusalén como peregrino. Hasta que, el día que hoy celebramos, acudió allí por última vez. Por esa razón, la peregrinación del domingo de Ramos fue una peregrinación mesiánica en sentido pleno, en la que se cumplieron los oráculos de los profetas, en particular el de Zacarías, que anunciaba la entrada del Mesías en Jerusalén, montado en una cría de asna (cf. Za Za 9,9) y rodeado por la multitud que lo aclamaba, por haber reconocido en él al enviado del Señor. Precisamente por eso, en el camino que Jesús estaba recorriendo, los discípulos y la gente extendían sus mantos, arrojaban palmas y ramos de olivo, y lo saludaban, cantando con entusiasmo palabras de fe y esperanza: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19,38).

Eso sucedió antes de la fiesta de Pascua. Pocos días después, las aclamaciones de júbilo, que habían acompañado la entrada de Cristo peregrino a la ciudad santa, se transformarían en un grito rabioso: «¡Crucifícale, crucifícale!» (Lc 23,21).

3. Acabamos de escuchar el relato de la pasión del Señor según san Lucas. Sabemos que hoy Jesús de Nazaret sube a Jerusalén por última vez.También por eso lo saludamos, de modo particular, como peregrino.

¡Es un peregrino extraordinario, único! Su peregrinación no se mide con categorías geográficas. Él mismo habla de ella con su lenguaje misterioso: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). ¡Esta es la justa dimensión de su peregrinación! Y la Semana santa, que comenzamos hoy, revela toda la «anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (Ep 3,18) de la peregrinación de Cristo.

Sube a Jerusalén para que se cumplan en él todas las profecías. Sube para humillarse y hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, y para experimentar, después de haberse despojado completamente de sí mismo, la exaltación por parte de Dios (cf. Flp Ph 2,8-9).

En todo el año litúrgico sólo a esta semana se la llama, con razón, santa: encierra la realización del misterio de Cristo, peregrino santísimo, «unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes GS 22), peregrino que camina en nuestra historia. En efecto, ¿se puede decir algo más iluminador que esto acerca del sentido del peregrinar del hombre?: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre». ¿No está precisamente en Cristo la dimensión plena y definitiva de toda peregrinación humana?

4. Por esta razón, desde hace diez años, el domingo de Ramos se ha convertido en el punto de referencia central de la grande y articulada peregrinación de los jóvenes cristianos en todo el mundo. Existen importantes motivos para que la Iglesia considere este domingo como la «Jornada de los jóvenes». Fueron los jóvenes quienes corrieron al encuentro de Jesús cuando se dirigía a Jerusalén para la fiesta de Pascua. Fueron ellos los que extendieron sus mantos y ramos en medio de la calle y le cantaron: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21,9).

Los jóvenes manifestaron así el entusiasmo de su descubrimiento juvenil, descubrimiento que, de generación en generación, siguen experimentando hasta hoy: Jesús es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Es él quien da el sentido definitivo a la peregrinación terrena del hombre. En efecto, dice: Salí del Padre y he venido al mundo, y con estas palabras indica el comienzo de ese itinerario. Luego añade: Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre, mostrando de esta forma la meta de nuestro camino siguiendo sus pasos.

5. Éste es el motivo, oh Cristo, peregrino santísimo de la historia de los hombres, por el que los jóvenes dirigen su mirada hacia a ti, que eres el camino, la verdad y la vida. Al final del segundo milenio cristiano, han emprendido una gran peregrinación que, bajo el signo de la cruz itinerante, los conduce por los senderos de la civilización del amor. Es un peregrinaje que se articula en múltiples niveles: parroquial, diocesano, nacional, continental y mundial. Hoy, en la plaza de San Pedro, están sobre todo los jóvenes de la diócesis de Roma. Amadísimos jóvenes, os saludo a todos y, junto con vosotros, saludo a los jóvenes de todo el mundo, que en tantos rincones de la tierra, en comunión con nosotros, celebran la Jornada mundial de los jóvenes.

Contemplándoos a vosotros, no puedo menos de evocar la experiencia extraordinaria del encuentro mundial de la juventud que se celebró hace tres meses en Manila, Filipinas. Nuestra mirada se dirige también a la peregrinación de la juventud europea a Loreto, programada para el próximo mes de septiembre; y, más allá todavía, nos espera la celebración de la XII Jornada mundial, en París, en 1997.

Te saludamos, oh Cristo, Hijo del Dios vivo, que te hiciste hombre y, como hombre, caminas con nosotros en peregrinación a través de la historia. Te saludamos, Peregrino divino, por los caminos del mundo. Delante de ti extendemos palmas y ramos de olivo, como los hijos y las hijas de Israel hicieron un día en Jerusalén. Movidos por un mismo impulso de fe y esperanza, también nosotros exclamamos: «¡Gloria a ti, rey de los siglos!».



MISA CRISMAL Jueves Santo 13 de abril de 1995

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1. "Ave sanctum chrisma!".


Nos hallamos aquí reunidos, queridos hermanos en el sacerdocio, para la liturgia de la mañana del Jueves santo, que se suele celebrar solamente en las iglesias catedrales, cuando, en torno al pastor de la diócesis, se congregan los sacerdotes que forman el presbiterio. El Jueves santo es la fiesta del sacerdocio, dado que Cristo instituyó este sacramento precisamente en este día, durante la última cena. Yo celebraré esta tarde la liturgia de la cena del Señor en la basílica de San Juan de Letrán, iglesia catedral del obispo de Roma.

Ahora, en cambio, nos encontramos aquí reunidos para anticipar, en cierto sentido, la liturgia vespertina y poner de relieve la realidad del sacerdocio de nuestro numeroso presbiterio, como sacramento de la comunidad eclesial romana.

2. "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido" (
Is 61,1).

También el pasaje evangélico de hoy (cf. Lc Lc 4,18) recoge esas palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar en la primera lectura. Lucas recuerda el momento en que Jesús, cuando tenía ya treinta años, acudió un sábado a la sinagoga y, de acuerdo con la tradición, se presentó por primera vez ante la comunidad para leer la palabra de Dios. Le fue entregado el libro del profeta Isaías. Al abrir el rollo, encontró el pasaje donde estaba escrito: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor" (LE 4,18-19). Después de haberlas leído —observa el evangelista—, Jesús devolvió el rollo al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Esperaban su comentario que, realmente, fue muy breve. Dijo: "Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy" (Lc 4,21). Las palabras de la Escritura se han cumplido, porque en medio de vosotros está el ungido, el Mesías, el que viene en virtud del Espíritu del Señor: el ungido y el enviado de Dios.

3.Ave sanctum chrisma!

En el día de la fiesta de nuestro sacerdocio recordamos la unción que recibimos en el momento de nuestra ordenación sacerdotal. Ese día el obispo nos ungió con óleo las palmas de las manos y, en la consagración episcopal, la frente. La unción significa el poder del Espíritu Santo, que todo sacerdote recibe para celebrar la eucaristía. El obispo recibe el poder del Espíritu Santo para presidir la Iglesia de Dios, para velar por la celebración de la eucaristía, para enseñar y consolar, para sanar en el sacramento de la reconciliación, para edificar la Iglesia como comunidad de amor, en la que se anuncia y realiza la buena nueva mediante ese múltiple ministerio. Así pues, con razón, el salmo responsorial recuerda la consagración de David con el óleo. David no fue sacerdote, sino profeta y rey. La tradición de la unción de los profetas y los reyes se había consolidado en el Antiguo Testamento, y esa costumbre se mantuvo también, durante mucho tiempo, en la historia de las naciones cristianas con respecto a los reyes cristianos.

En la liturgia de hoy Cristo se nos presenta en su triple unción de profeta, sacerdote y rey mesiánico. Todos nosotros tenemos parte en su unción. Y, por eso, reverenciamos con fe profunda estos santos óleos, que servirán para la unción de los catecúmenos en el bautismo, de los bautizados con ocasión de la confirmación, de los candidatos al sacerdocio y al episcopado en el momento de su ordenación, y, por último, de los enfermos en su enfermedad.

"Ave sanctum oleum! Ave sanctum chrisma!".

859 4. Nuestro saludo no se dirige tanto a los santos óleos, cuanto al ungido, a Cristo Señor. Sabemos que, mediante la unción, participamos del sacerdocio de Cristo, que en nosotros se prolonga en el sacerdocio ministerial. Y hoy, con la mirada fija en el divino Mesías, deseamos renovar las promesas hechas al Señor el día de la ordenación. Esas promesas deben afianzamos en el camino escogido por obra del Espíritu Santo; deben volver a encender en nosotros el deseo del servicio sacerdotal en favor de todo el pueblo de Dios, donde quiera que el Espíritu Santo nos envíe a desempeñar nuestro ministerio.

Los fieles reunidos en esta basílica esperan la renovación de nuestras promesas. Después de la bendición del crisma y de los santos óleos, desean llevarlos a sus parroquias, para que sirvan a la celebración de los santos sacramentos. Mientras nos escuchan renovar las promesas formuladas en el sacramento del orden, nuestros hermanos y hermanas en la fe oran por nosotros, los sacerdotes, para que seamos fieles a la vocación que recibimos de Cristo para el bien de la Iglesia.

5. Sobre este telón de fondo cobra particular elocuencia la segunda lectura, tomada del Apocalipsis de san Juan. El Apóstol se dirige a nosotros y a toda la Iglesia: "Gracia y paz a vosotros (...) de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra" (
Ap 1,4-5). San Juan primero saluda a Cristo, el testigo fiel de los misterios de la divinidad; luego, se dirige a él en la perspectiva del misterium altum, que estamos celebrando. Habla a Cristo, que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados mediante su sangre; habla a Cristo, que ha hecho de nosotros un reino y sacerdotes para Dios, su Padre; habla a ese Cristo que ya está en la gloria del Padre, pero que se encuentra siempre presente en la historia de la Iglesia y de la humanidad, llevando en sí las heridas de la crucifixión: "Todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra" (Ap 1,7). Las palabras de san Juan nos introducen así en los acontecimientos del Viernes santo, acontecimientos que serán superados inmediatamente por la luz de la resurrección. En efecto, en la resurrección Cristo se manifestará como el Hijo de la misma sustancia que el Padre, el primero y el último, el primogénito de toda la creación. El dirá: " Yo soy el alfa y la omega; aquel que es, que era y que va a venir; el Todopoderoso" (cf. Ap Ap 1,8).

"Alabanza a ti, oh Cristo, rey de eterna gloria". Amén.






B. Juan Pablo II Homilías 854