B. Juan Pablo II Homilías 859

1996



VISITA PASTORAL A GUATEMALA,

NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA EXPLANADA

"VALLE DE MARÍA" DE ESQUIPULAS





Martes 6 de febrero de 1996

«De veras este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39)

En una ocasión, cerca de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a los Apóstoles: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»(Mt 16,13). Le dieron varias respuestas. Al final contestó Simón Pedro: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (ib. 16,16).

Como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, me complace repetir las mismas palabras durante esta celebración. Han pasado casi 2000 años desde el momento en que Pedro las pronunció. Cristo, el Hijo de Dios vivo hecho hombre, anunció el Evangelio, y después, por los pecados del mundo fue crucificado y, depositado en el sepulcro, resucitó al tercer día. Vuestro Santuario del Santo Cristo de Esquipulas está dedicado a este misterio de la Redención.

El Evangelio según san Marcos, que hemos escuchado, nos recuerda la agonía de Cristo en la cruz. Oigamos las emotivas palabras: « Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?, que significan: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?... Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró » (Mc 15,34 Mc 15,37). Y precisamente en ese momento, en el instante mismo de la muerte del Hijo del hombre, el centurión romano, es decir, un pagano, hizo una confesión de fe extraordinaria: «De veras este hombre era Hijo de Dios» (ib. 15, 39). El Evangelista añade que el centurión pronunció estas palabras al ver el modo como Jesús expiró.

Vengo, queridos hermanos y hermanas, como peregrino a vuestro Santuario de Esquipulas, renovando la confesión de Pedro y al mismo tiempo la confesión del centurión. Pedro dice: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», y el centurión afirma: «De veras este hombre era Hijo de Dios». Parece que esta segunda confesión, salida de la boca de un pagano, es como un anuncio de la conversión de muchos pueblos de fuera de Israel a aquella fe que Pedro confesó el primero. Por esa fe nos encontramos aquí, en el Santuario de la Pasión de Cristo.

¡Cuán significativo es el hecho de que las naciones de América Latina rodeen de tan gran veneración y de tanto amor la pasión de Cristo! En torno a este misterio se concentran vuestra fe y vuestra vida cristiana.

860 Saludo con afecto a Monseñor Rodolfo Quezada Toruño y agradezco las palabras con que ha introducido esta celebración. El mismo saludo va cordialmente a los Señores Cardenales, Obispos, y, en primer lugar, a los Obispos de Guatemala y demás Obispos de América Central, junto con los Monjes Benedictinos, los sacerdotes, religiosos y religiosas. Me alegra encontrarme con todos ustedes, fieles guatemaltecos y de los países cercanos, que profesáis tan gran devoción al Cristo de Esquipulas y participáis hoy en la Santa Misa.

2. Desde hace cuatro siglos se venera esta imagen, «bien perfecta y acabada», de Cristo en la cruz, «El Señor de las Misericordias», como se le llama aquí. Vosotros, y otros peregrinos venidos de México y de las Repúblicas hermanas de Centroamérica, os postráis ante el Cristo Negro de Esquipulas y en el encuentro personal con el Redentor pedís los dones del perdón, de la reconciliación y de la paz. Esta espléndida y blanca Basílica, atendida ahora por los Monjes Benedictinos, custodia desde hace más de 200 años la imagen antaño venerada en una sencilla ermita y después en el templo parroquial de Santiago. Todo ello manifiesta la expansión de esta devoción a lo largo de los siglos.

Y los frutos no se hicieron esperar. De aquí nace una vivencia de fe en Cristo, siervo sufriente por nuestra salvación, pero después resucitado, que vive e intercede en nuestro favor. Él es el Maestro, es «Camino, Verdad y Vida» (
Jn 14,6). Unidos a Él, muertos al pecado y llamados a una vida nueva, los hombres se realizan como personas e hijos de Dios, y sienten la llamada a la convivencia social, sólidamente fundada en la justicia, la fraternidad y la paz. Reconciliación con Dios, reconciliación entre los hijos de Dios: el mensaje del Cristo de Esquipulas sigue vivo y perenne.

En esta misma Basílica los Presidentes de Centroamérica firmaron el Acuerdo de Esquipulas de 1986, origen de los procesos de pacificación del área, los cuales han dado ya frutos positivos en El Salvador y Nicaragua. Espero vivamente que Guatemala pueda concluir en un futuro muy próximo el Acuerdo definitivo de paz. Además, aquí tiene su sede el Parlamento Centroamericano (PARLACEN) que, junto con los demás organismos del «Sistema de Integración Centroamericana» (SICA), favorece la unidad del Istmo.

3. La verdad sobre Cristo, Siervo sufriente, arranca profundamente del Antiguo Testamento. Lo pone de manifiesto la primera lectura de hoy, tomada del Profeta Isaías. Como se sabe, este Profeta es llamado a veces «el Evangelista del Antiguo Testamento». Es sorprendente la estrecha relación que hay entre los acontecimientos de la pasión de Cristo y lo que anunció el Profeta muchos siglos antes de los acontecimientos de la Pascua del Señor. Basta reflexionar, por ejemplo, sobre las palabras que antes hemos escuchado: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro a los insultos y salivazos» (Is 50,6). Tal vez en ningún otro texto se ha dicho con tanta elocuencia lo que ocurriría durante la pasión de Cristo, empezando por el prendimiento y la prisión, hasta la muerte en la Cruz: Cristo está indefenso; sus enemigos pueden escupirle impunemente al rostro y abofetearlo; es conducido a la columna de la flagelación y azotado terriblemente; antes de la crucifixión sufre los escarnios de todos los que lo azotaban, que continuaron después durante la crucifixión en el Gólgota. Según la visión profética de Isaías, Cristo es el Siervo del Señor verdaderamente sufriente: Quienes honran al Señor, oigan la voz de su Siervo (cf ib.50, 10).

Estamos ante el proceso contra Cristo inocente. Los hombres lo juzgan, lo condenan a la flagelación, lo coronan de espinas y, finalmente, lo entregan a la muerte y el Hijo del hombre muere en el Gólgota. En medio de todo esto Isaías pone en los labios del Siervo del Señor las siguientes palabras: «El Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido; por eso endureció mí rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado. Cercano está de mí el que me hace justicia... El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a condenarme?» (Ib.50, 7-9). En cualquier lugar del mundo donde nos encontremos ante una imagen de Cristo sufriente, nos damos cuenta de este misterio del juicio del hombre sobre Dios, que se expresa en el cuerpo torturado de Jesús. Sin embargo, el juicio del hombre sobre el Hijo de Dios lleva consigo también otro juicio, o sea, el juicio de Dios sobre la humanidad, sobre cada hombre, sobre los pecados humanos. El que muere en la cruz es el verdadero Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. La justicia y la misericordia se encuentran en su muerte redentora.

4. «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (He 5,5).

El Padre pronuncia eternamente estas palabras y eternamente se realiza la generación del Verbo, Hijo de la misma naturaleza que el Padre. Sin embargo, en este momento, en el momento de la pasión y de la muerte en el Gólgota, en el momento de la Cruz, estas palabras del Padre son pronunciadas con una especial profundidad —la profundidad del amor— que corresponde a la profundidad del sufrimiento, del sacrificio y de la muerte redentora. Cristo acepta del Padre su filiación eterna y en ella se ofrece a sí mismo al Padre como un don inefable por los pecados de todo el mundo, don que borra los pecados con la sangre del Cordero sin mancha, don que santifica, es decir, que eleva hacia Dios todo lo que estaba caído. Precisamente por esto, el Padre, en el momento mismo del sacrificio de la cruz, revela al mundo el sacerdocio de Cristo: «Tu eres sacerdote eterno, como Melquisedec» (He 5,6). Cristo es el único sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza. Es el sacerdote del propio sacrificio, que ofrece en la cruz al aceptar la muerte por los pecados de toda la humanidad. Su sacrificio cruento perdurará de modo incruento a lo largo de la historia. Lo realiza toda la Iglesia ofreciendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo bajo las especies del pan y del vino, sacramento de la Eucaristía, instituido en el Cenáculo.

5. La liturgia de hoy, nos dice todo esto de Cristo con las palabras de la Carta a los Hebreos. De este mismo Cristo que vosotros veneráis aquí, peregrinando a Esquipulas, vuestro Santuario Nacional. La verdad sobre Cristo torturado, sobre Cristo Redentor del mundo, sobre Cristo único y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, la profesáis con particular intensidad en este lugar, junto con y en nombre de toda la Iglesia universal. Aquí el «mysterium» del sufriente Siervo del Señor ha sido confiado, en cierta manera, a vuestra particular devoción. Se ha convertido como en un carisma particular vuestro lo que la Carta a los Hebreos dice de Cristo: «Durante su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, con fuertes voces y lágrimas, a aquel que podía librarlo de la muerte, y fue escuchado por su piedad. A pesar de que era el Hijo, aprendió a obedecer padeciendo, y llegado a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen» (ib. 5, 7-9).

Éste es el Cristo obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz. Suplicaba al Padre en Getsemaní: «Padre, si quieres aparta de mí esta copa, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Y fue escuchado, como dice la Carta a los Hebreos. Fue escuchado por su piedad. Como Hijo recibió del Padre la gracia de la obediencia mediante la cual pudo aceptar todo lo que le habían preparado sus perseguidores. Y todo quiere decir: el prendimiento en Getsemaní, el injusto proceso, la flagelación, la coronación de espinas, el camino del Calvario, la crucifixión y, finalmente, aquella horrible agonía hasta el último respiro. Lo cumplió todo. Así lo atestiguan las últimas palabras que pronunció al expirar: «Todo está cumplido»(Jn 19,30) .Y a continuación: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46).De este modo, con el precio de su pasión y muerte en la cruz, se convirtió para todos los que le obedecen en el artífice de la salvación eterna.

6. Ésta es la conmovedora profundidad del Evangelio, del Nuevo Testamento: Dios, que quiere que el hombre camine por la vía de sus mandamientos. Quiere que nosotros obedezcamos a aquel que por nosotros se hizo obediente hasta la muerte y que se entregó por nuestra salvación. Dios quiere que comprendamos bien la elocuencia de este don y que lo aceptemos en la más profunda obediencia de la fe. Quiere que comprendamos de ese modo cómo este amor oblativo ha de ser correspondido con amor, y que encontremos en él la fuerza espiritual para modelar nuestra vida y para llevar todas las cruces que experimentamos en nuestro camino.

861 «¡Salve, oh Cruz! ¡Salve, oh Cruz de Cristo!». Según una tradición, con estas palabras el Apóstol san Andrés, hermano de Pedro, habría aceptado la pasión que sufrió al final de su vida. El Santuario de Esquipulas nos invita a la adoración de la Cruz de Cristo como signo de nuestra salvación, en la cual el hombre, junto a Cristo, alcanza la victoria sobre el pecado, sobre Satanás y sobre la muerte, para participar, junto con Él, del amor del Padre eterno.

¡Salve, oh Cruz! Amén.

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NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LAS FAMILIAS

EN EL PARQUE MALECÓN





Managua, miércoles 7 de febrero de 1996



Amados hermanos en el episcopado,
queridas familias de Nicaragua:

«Hubo una boda en Caná de Galilea, a la cual asistió la madre de Jesús. Este y sus discípulos también fueron invitados» (Jn 2,1-2).

1. Así leemos en el Evangelio de san Juan sobre la «primera de sus señales milagrosas», que Jesús de Nazaret hizo con ocasión de una boda.

Quiero detenerme ahora en esta invitación, porque yo también he venido a Nicaragua, invitado por las Autoridades supremas de vuestro país y por los Pastores de la Iglesia católica. Ha sido una invitación particularmente cálida y cordial, que agradezco profundamente. Esta visita se desarrolla en circunstancias muy distintas de la anterior. Quienes recuerdan la de hace 13 años, saben que el Papa vino a Nicaragua y celebró la Santa Misa, aunque no pudo encontrarse realmente con la gente. Desde entonces han cambiado muchas cosas en Nicaragua. Por eso, tanto vuestra nación como el Papa mismo deseaban vivamente tener la ocasión de una nueva visita pastoral, que fuera un verdadero encuentro. Para ello se han esforzado tanto la Presidente de la República como el Cardenal Miguel Obando Bravo, junto con todo el Episcopado de Nicaragua. Por lo cual, me es grato poder corresponder hoy a vuestra invitación y estar entre vosotros celebrando esta Eucaristía en un clima positivamente cambiado.

2. De mi visita anterior recuerdo un eslogan muy repetido: «¡Queremos la paz!». Gracias a la Divina Providencia la paz ha vuelto a vuestro país. Sí, la paz ha vuelto a Nicaragua, y a toda América Central. Esto me ha movido a visitar de nuevo al menos algunos países de esta parte del Continente Americano, y en particular Nicaragua. La paz ha vuelto. Al mismo tiempo, han tenido lugar profundas transformaciones en América Central, como en todo el mundo. Los habitantes de Nicaragua pueden gozar ahora de una auténtica libertad religiosa. Al clamor de entonces: «¡Queremos la paz! », quiero responder hoy con este nuevo clamor: María, Reina de la paz, te damos gracias por la paz y la libertad de que gozan los países de América Central. Desde aquí, la capital de vuestro país, saludo a todos los países de esta área, y auguro una paz duradera y un desarrollo progresivo para estas Naciones, así como deseo para la Iglesia que desde hace siglos está presente en ellas, que pueda seguir llevando a cabo más eficazmente su labor evangelizadora.

3. Hoy clausuramos el II Congreso Eucarístico-Mariano Nacional. En esta celebración, el Señor, que siempre es fiel a su palabra, renueva su misterio, como un día hizo para la joven pareja, según nos refiere el evangelio de hoy. «Oh Sacrum convivium in quo Christus sumitur». Me complace saludar a la Señora Presidenta de la República, que participa en esta Celebración. Agradezco al Señor Cardenal Miguel Obando Bravo las palabras que me ha dirigido. Saludo también a los demás miembros de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, así como al Presidente del Celam, Monseñor Oscar Rodríguez y a los demás Obispos de Centroamérica presentes. A todos los sacerdotes, religiosos y religiosas, y fieles, va mi gran afecto en el Señor. Con razón se ha visto en la boda de Caná una prefiguración de la institución de la Eucaristía: el amor de los esposos refleja el supremo amor de Cristo que se entrega en rescate por todos; el agua transformada en vino en el ban­quete nupcial prefigura el vino que se convertirá en la Sangre de Cristo en la Misa. El texto nos muestra también la valiosa intercesión de la Virgen María en favor nuestro.

Con toda la Iglesia aclamamos y adoramos el misterio eucarístico: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia; y se nos da la prenda de la gloria futura!».

862 4. Recordamos que Jesús, su Madre y sus discípulos fueron invitados a Caná de Galilea un día de bodas. Este hecho tiene una elocuencia particular: El Mesías comenzó sus señales milagrosas (cf. Jn Jn 2,11) en medio de la alegría por el inicio de una nueva familia. Además, encontramos una clarificación más profunda en las otras lecturas de la liturgia de hoy. Dirigiéndose a las familias, san Pablo nos dice en su Carta a los Colosenses: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza» (Col 3,16). Que sobre esta palabra de Dios se forme espiritualmente cada familia que tiene su inicio en las bodas, en el sacramento del matrimonio. Que la palabra de Dios, al habitar en cada hogar, consolide la vida de fe de esta comunidad humana fundamental, de esta verdadera familia. El Apóstol dice al respecto: «Sed compasivos, magnánimos, humildes, afables y pacientes. Soportaos mutuamente y perdonaos cuando tengáis quejas contra otro, como el Señor os ha perdonado a vosotros. Y sobre todas estas virtudes, tened amor, que es el vínculo de la perfecta unión. Que en vuestros corazones reine la paz de Cristo, esa paz a la que habéis sido llamados ... Finalmente, sed agradecidos» (Ib. 3, 12-15).

5. Escuchemos atentamente lo que el Apóstol escribe a los destinatarios de su carta y lo que nos quiere decir hoy a nosotros, a todas las familias de Nicaragua. El Apóstol señala la necesidad de crear una atmósfera de amor y de paz, en la que los hombres puedan desenvolverse felizmente y educar a sus propios hijos.

La palabra de Cristo es fuente de sabiduría. A este respecto recomienda san Pablo: «Enseñaos y aconsejaos unos a otros lo mejor que sepáis. Con el corazón lleno de gratitud, alabad a Dios con salmos, himnos y cánticos espirituales; y todo lo que digáis y todo lo que hagáis, hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dándole gracias a Dios Pa­dre, por medio de Cristo» (Col 3,16-17). En efecto, la familia es el primer ambiente humano en el que se forma cada persona. Este ambiente educa al hombre, lo modela según el espíritu de la propia cultura. El futuro de las naciones y de las culturas pasa ante todo por la familia.

6. Las lecturas de la liturgia de hoy manifiestan también el significado fundamental del cuarto mandamiento: «¡Honrarás a tu padre y a tu madre!».El padre y la madre son aquellos que, como los esposos de Caná de Galilea, contrajeron matrimonio y fundaron una familia. El Apóstol se dirige a los maridos y a las mujeres. Dice a los maridos: «Amad a vuestras esposas y no seáis rudos con ellas» (Ib. 3, 19); y a las mujeres: «Respetad la autoridad de vuestros maridos, como lo quiere el Señor» (Ib. 3, 18). No se trata aquí, naturalmente, de una dependencia unilateral de la mujer respecto al marido, sino de una común dependencia de los cónyuges respecto a Cristo.

San Pablo expresa también este mismo pensamiento en el conocido pasaje de la Carta a los Efesios (cf. Ef. Ep 5,21-33). Como padres, los esposos deben obedecer a Dios y sus mandamientos para poder exigir así la obediencia de sus hijos. El Autor de la Carta a los Colosenses escribe: «Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios» (Col 3,20). Y añade: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados» (Ib 3, 21). Éste es el gran principio del cuarto mandamiento: los padres no deben solamente exigir la obediencia de sus hijos, sino que, en cierto modo, deben merecer esa obediencia con su propio comportamiento.

7. La lectura del Libro del Eclesiástico se refiere precisamente al problema de esta obediencia. En cierto sentido, está impregnada del espíritu del cuarto mandamiento. «El que honra a su padre queda libre de pecado; y acumula tesoros, el que respeta a su madre. Quien honra a su padre, encontrará alegría en los hijos y su oración será escuchada; el que enaltece a su padre, tendrá larga vida y el que obedece al Señor, es consuelo de su madre» (Si 3,3-6). La obediencia que Dios pide a los hijos e hijas es expresión fundamental de agradecimiento por la vida. Por ello, el autor del Libro del Eclesiástico añade: «El bien hecho al padre no quedará en el olvido». En cambio, «como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre» (Ib. 3, 14.16). Todas estas lecturas bíblicas se refieren a la vida familiar.

Como recordaréis, con ocasión del Año de la Familia celebrado en la Iglesia, he publicado la Carta a las Familias. Lo que estoy diciendo hoy pertenece en gran parte a su contenido. Con esta Carta he querido hacer comprender la grandeza de la vocación de la familia cristiana y su misión en la Iglesia y en el mundo.

Al mismo tiempo, al tomar en consideración lo que la liturgia de hoy dice de la familia, podemos aplicarlo, en sentido amplio, a la nación. Quiero, pues, desear a vuestra Patria y a todas las naciones de América Central, «que la palabra de Cristo habite en ellas con toda su riqueza» (cf Col 3,16); quiero desear «que en vuestros corazones reine la paz de Cristo» (Ib.. 3, 15); que os revistáis —como dice el Apóstol— de todo lo que favorece la paz, soportándoos y perdonándoos mutuamente. Es preciso que no sólo cada familia, sino toda vuestra familia nacional de Nicaragua, halle en la liturgia de hoy luz para un comportamiento adecuado en esta etapa de su historia.

8. Volvamos de nuevo a Caná de Galilea. Allí Cristo cambió el agua en vino y, con esta admirable transformación, sorprendió en cierto modo a los responsables del banquete de bodas y a los esposos mismos, como lo describe san Juan: «Esto que Jesús hizo en Caná de Galilea fue la primera de sus señales milagrosas. Así mostró su gloria y sus discípulos creyeron en Él» (Jn 2,11).

Este milagro tiene además otro significado, al que se refiere la liturgia eucarística en el ofertorio. En efecto, el sacerdote, al preparar los dones que serán ofrecidos, echa el vino en el cáliz y después añade unas gotas de agua diciendo: «El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana». Así pues, la acción litúrgica de mezclar el vino con el agua es símbolo de la unión en Cristo de la naturaleza divina y humana. Esta acción, que se realiza en el ofertorio de la Misa, es preparación para el sacrificio eucarístico que, mediante el ministerio del sacerdote, será ofrecido por Cristo, Dios-Hombre, para darnos, por medio de la comunión eucarística, la participación en la vida divina.

El primer milagro en Caná de Galilea nos orienta de algún modo hacia este «maravilloso intercambio» —admirabile commercium— hacia esta elevación del hombre a la dignidad de la filiación divina, gracias al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Aquel, que se ofreció por nosotros en el sacrificio de la cruz, era verdadero Dios y verdadero hombre. Y la Iglesia ha recibido de Cristo la Eucaristía como el sa­crificio del Hijo de Dios, en el cual se verifica constantemente, en cierto modo, el mismo milagro de la transformación del agua en vino, obra-do por Cristo en Caná. Al recibir a Cristo en la Eucaristía nos hacemos partícipes de la vida de Dios.

863 La Iglesia realiza en todo el mundo el santo Sacrificio de la Misa. Que la Iglesia en vuestro país, al hacerlo cada día, permanezca siempre fiel a este misterio de nuestra fe. Que todos vosotros, como miembros de la comunidad eclesial, toméis parte en este «maravilloso intercambio» y lleguéis así a participar de la vida divina, que supera los límites de nuestra existencia terrena y es para todos nosotros prenda de inmortalidad. Así sea.

Amén.

¡Alabado sea Jesucristo!
* * *


Palabras del Santo Padre al final de la misa

Hace trece años parecía que tú, Nicaragua, tú, América Central, eras solamente un campo, un polígono de las superpotencias; hoy se ve que tú eres el sujeto de tu propia soberanía humana, cristiana, nicaragüense. Recuerdo la celebración de hace trece años; tenía lugar en tinieblas, en una gran noche oscura. Hoy se ha tenido la misma Celebración Eucarística al sol; se ve que la divina Providencia está actuando sus designios en la historia de las naciones de toda la humanidad.

Quiero anunciar también que se eleva al rango de Basílica el templo de la Inmaculada Concepción de El Viejo. Allí veneraréis con amor a María, a la Purísima Inmaculada; que sea siempre María de Nicaragua. Y rezad también por el Papa. Muchas gracias.





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NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA EXPLANADA «SIGLO XXI»



San Salvador, jueves 8 de febrero de 1996

«Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente» (Ps 71 [70], 7)

¡Queridos hermanos y hermanas,
hijos del Dios de la paz,
864 os saludo a todos en el nombre del Señor!

1.Con inmenso gozo me encuentro de nuevo en medio de vosotros, como peregrino del Evangelio, para traeros el anuncio de Cristo, el Salvador del mundo. Este título divino de Jesús, que nos habla de perdón, de redención y de vida, es el nombre de vuestra Nación y de su Capital; un nombre que os honra y os compromete a ser fieles al Evangelio y al bautismo con que habéis sido consagrados y unidos a su Iglesia.

Las palabras del Salmista son mi invocación a Dios y mi deseo más ardiente para todos vosotros, en estos momentos en que celebramos el Sacrificio Eucarístico, fuente del perdón y de la paz: «Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente» (
Ps 71 [70], 7). Hoy puedo constatar que la semilla sembrada en momentos difíciles, fecundada por el sufrimiento y el esfuerzo de todo un pueblo, está dando frutos de reconciliación y de justicia. Ésta es la tarea de los cristianos, el compromiso de los hijos de la Iglesia: «Los que procuran la paz están sembrando la paz y su fruto es la justicia» (Jc 3,18). Cada día hay que sembrar la semilla de la paz evangélica, si queremos gozar siempre de los frutos de la justicia.

Me complace saludar al Señor Presidente de la República y a las Autoridades aquí presentes. Agradezco a Monseñor Fernando Sáenz Lacalle, Arzobispo de San Salvador, las amables palabras con que ha querido acogerme. Con todo afecto saludo al Presidente y Miembros de la Conferencia Episcopal, así como a los demás Obispos, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y a todos los fieles que os habéis congregado para rezar con el Papa. Y saludo también a esta gran multitud que me ha recibido al pasar por las calles de la Capital, lo cual agradezco mucho.

2. Pasados los años más tristes de vuestra historia reciente, vale la pena preguntarnos con las palabras del apóstol Santiago: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros?» (Ib. 4, 1). También vosotros os habéis preguntado alguna vez: ¿Qué es lo que ha sucedido en esta tierra bendita, en esta nación cristiana de El Salvador? ¿Cuál ha sido la causa y la raíz de tantos males?

Al ver tantos sufrimientos, no podemos excluir, como causa última, el pecado que está en el corazón del hombre, ni las responsabilidades personales y sociales de cuantos han contribuido a prolongar una situación de conflictos y odios. Por eso hay que pedir todos juntos perdón al Señor. Pero también es evidente que vuestra Nación forma parte de los países hermanos de Centroamérica. En esta área del Continente se ha librado en los últimos lustros una continua lucha, de amplios intereses estratégicos, por hacer prevalecer, incluso con sistemas violentos, ideologías políticas y económicas opuestas, como el marxismo y el capitalismo desenfrenados, las cuales, siendo ajenas a vuestro carácter y tradición de valores humanos y cristianos, han lacerado el tejido de vuestra sociedad y han desencadenado los horrores del odio y de la muerte. Son ideologías que en sus expresiones más radicales no respetan la persona, en la que está inscrita la imagen del Creador, y llegan a veces a atentar violentamente contra el carácter sagrado de la vida humana.

Cuántos lutos y lágrimas, cuántas muertes violentas se hubieran evitado si, renunciando al egoísmo y sin ceder a dichas ideologías y sistemas, se hubiera emprendido, por parte de todos, un camino de justicia, de fraternidad verdadera, de progreso social. Si miramos hacia atrás, es para implorar la misericordia divina sobre las víctimas de la guerra e invitar a todos, como lo han hecho vuestros Obispos con su Carta pastoral «Reconciliaos con Dios», a proseguir en esa actitud fundamental de reconciliación, fuente de perdón y de solidaridad fraterna. Lo hacemos también para recordar a aquellos que han impulsado eficazmente el proceso de reconciliación, incluso a costa del sacrificio de su vida.

Con la ayuda del Señor, han pasado ya los años aciagos y tristes que sembraron odio y destrucción y causaron heridas dolorosas, todavía abiertas, en la convivencia social y en las familias. Este período ha frenado el progreso de las poblaciones más pobres y marginadas en busca de una mayor integración social y de prosperidad. Por otra parte, ha destruido muchos hogares, ha desplazado muchas poblaciones, ha sacrificado muchas vidas inocentes. Por eso, no puedo menos de clamar: ¡Nunca jamás la guerra! Que la justicia verdadera haga fructificar siempre la paz.

Gracias a Dios las circunstancias están cambiando. Vuestra nación, como la mayor parte de las naciones hermanas de Centroamérica, superados en parte los contrastes entre esas ideologías opuestas, goza ahora de un clima más propicio para la convivencia. Es éste el momento favorable para afianzar el proceso de paz. Sólo así se podrá edificar una sociedad nueva con ese espíritu cristiano que, casi al límite de la utopía humana pero con la certeza de que responde a la voluntad de Dios, llamamos la « civilización del amor ». Ésta podrá convertirse en realidad si se desarrolla una apropiada pedagogía del perdón, muy necesaria, ya que han sido tan fuertes los contrastes y tan demoledores sus efectos.

Precisamente porque el mal anida todavía en muchos corazones y el pecado es la causa última del desorden personal y social, de todos los egoísmos y opresiones, de las violencias y venganzas, es necesario que los cristianos se comprometan a fomentar la tarea de educación a la paz mediante la práctica del perdón y así se hagan dignos de la bienaventuranza de Jesús: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, por-que ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Las palabras del Evangelio que hemos escuchado son exigentes, fuera de la lógica humana, pero capaces de hacer realidad esa revolución del amor que empieza por abrir el corazón al perdón y a la misericordia: «Habéis oído que se os dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian... » (Ib. 5, 43-44).

865 Estas palabras nos invitan a la conversión. Si se percibe una cierta contraposición entre lo que nos propone el Evangelio y nuestros sentimientos es porque estas palabras vienen del cielo y no de la tierra. Las proclama Cristo, que las ha cumplido perfectamente con su ejemplo y que nos ha concedido el don de su Espíritu para poder amar a nuestros enemigos, hacer bien a los que nos aborrecen, rezar por los que nos persiguen y calumnian. En realidad, Cristo mismo, con su ejemplo, con su muerte y resurrección, es la medida del perdón que recibimos de Dios para que también nosotros sepamos perdonar completamente. Es Él quien nos anuncia la Paz en la mañana de Pascua, para que la podamos compartir en un mundo renovado por el amor; nos llena de su Espíritu para que podamos amar a todos.

El perdón de los enemigos, como hicieron los mártires de todos los tiempos, es la prueba decisiva y la manifestación fehaciente de la radicalidad del amor cristiano. Hemos de perdonar porque Dios nos perdona y nos ha renovado en Cristo. Si no perdonamos del todo, no podemos pretender ser perdonados. En cambio, si nuestros corazones se abren a la misericordia, sí se sella el perdón con un abrazo fraterno y se estrechan los vínculos de la comunión, estamos proclamando ante el mundo la fuerza sobrenatural de la redención de Cristo. Como constructores de la paz, somos llamados hijos de Dios; somos «hijos del Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (
Mt 5,45).

5. De aquí nace también la sabiduría de la paz. Lo hemos escuchado en la exhortación del apóstol Santiago. Hay una sabiduría del mundo que él llama «terrena, animal y diabólica» (Jc 3,25). Es la que nace de instintos mundanos y provoca la división de los corazones, que viene siempre del maligno al servicio de intereses personales. Pero la sabiduría que viene de lo alto es «pura..., amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y de buenas obras, constante, sincera» (Ib.3, 17). Es como si Dios os pusiera ante dos caminos para elegir el futuro de vuestra Nación: el camino de la muerte o el camino de la vida; una convivencia regida por la vana sabiduría del mundo que destruye la concordia, o bien guiada por la sabiduría que viene de lo alto y construye la civilización del amor.

¡Construid un futuro de esperanza con la sabiduría de la paz! Dejad a los jóvenes, a los niños, a las familias salvadoreñas un futuro luminoso y próspero de solidaridad y de justicia. Volvamos juntos los ojos a Dios, Padre de todos, para que nos enseñe el camino de la reconciliación. Escuchemos la apremiante invitación de Jesús a ser perfectos y misericordiosos como es perfecto el Padre celestial.(cf. Mt Mt 5,48 Lc 6,36)

6. En este horizonte nuevo, que mira al futuro con esperanza, re-suena el mensaje de la Palabra de Dios que ha sido proclamada. «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande... Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado... y es su nombre: Maravilla de Consejero... Príncipe de la Paz» (Is 9,15). Con estas palabras se anuncia cada año, en la noche de Navidad, la paz a los hombres que ama el Señor (cf Lc 2,14). Son también el mensaje del Sucesor de Pedro. Como a los pastores en la noche luminosa de Belén, os anuncio el gozo de la presencia de aquel que es nuestra Paz: «Os ha nacido un Salvador, el Cristo Señor» (Ib. 2, 11). Para construir la paz en la justicia, para edificar la fraternidad y la reconciliación, el Redentor ha recorrido el camino opuesto a la violencia, a la soberbia, al egoísmo, a la lógica del poder, escogiendo la pobreza y el servicio. Ha curado nuestras heridas con la medicina del amor y de la humildad, pues Cristo, el Salvador, es nuestra Paz.

Al acercarnos a la celebración del Gran Jubileo del año 2000, el bimilenario del nacimiento de Jesús, os aliento a ofrecerle el propósito de construir juntos una era de paz en vuestra patria, estableciendo con Él una sociedad nueva, sostenida y consolidada «con la justicia y el derecho» (Is 9,6).

Con esa intención estamos celebrando la Eucaristía. Queremos sellar con Dios, no con documentos ni simples palabras, sino con la sangre bendita de Cristo derramada en la cruz, una alianza de amor y de paz con Él y entre nosotros; para renunciar al odio y a la violencia, para emprender un camino nuevo de fraternidad y de progreso social buscando el bien de todos los salvadoreños.

¡Iglesia de El Salvador, hijos todos de esta nación! Pidamos por la intercesión de la Virgen María, invocada por vosotros como Madre de Cristo y Reina de la Paz: ¡Señor, haz que florezca la justicia en esta tierra de El Salvador; haz que abunde en ella para siempre la paz! (cf. Sal Ps 71 [70], 7)

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B. Juan Pablo II Homilías 859