B. Juan Pablo II Homilías 875


FIESTA DEL BAUTISMO DE NUESTRO SEÑOR



Capilla Sixtina

Domingo 12 de enero de 1997



1. «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19).

La Iglesia celebra hoy la fiesta del Bautismo de Cristo, y también este año tengo la alegría de administrar, en esta circunstancia, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos: diez niñas y nueve niños, de los cuales catorce son italianos, dos polacos, uno español, uno mexicano y uno indio. ¡Sed bienvenidos, queridos padres, que habéis venido aquí con vuestros hijos! También saludo a los padrinos y a las madrinas, así como a todos los presentes.

876 2. Amadísimos hermanos y hermanas, antes de administrar el sacramento a estos niños recién nacidos, quisiera detenerme a reflexionar con vosotros en la palabra de Dios que acabamos de escuchar. El evangelio de san Marcos, como los demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La liturgia de la Epifanía recuerda este acontecimiento, presentándolo en un tríptico que comprende también la adoración de los Magos de Oriente y las bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de Nazaret constituye una revelación particular de su filiación divina. Las Iglesias orientales subrayan particularmente esta celebración, denominada simplemente «Jordán». La consideran un momento de la «manifestación » de Cristo, estrechamente relacionado con la Navidad. Más aún, la liturgia oriental pone más de relieve la revelación de Jesús como Hijo de Dios que su nacimiento en Belén. Esa revelación tuvo lugar con singular intensidad precisamente durante su bautismo en el Jordán.

Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de penitencia, para la conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo (...). Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (
Mc 1,7-8). Anunciaba esto a una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados, arrepentidos y dispuestos a enmendar su vida.

De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la Iglesia, fiel a su mandato, no deja de administrar. Este bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una vida nueva, que es participación en la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado.

3. Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una paloma y, tras abrirse el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco » (Mc 1,11). Por tanto, el acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación divina, sino también, al mismo tiempo, revelación de toda la santísima Trinidad: el Padre —la voz de lo alto— revela en Jesús al Hijo unigénito consustancial con él, y todo esto se realiza en virtud del Espíritu Santo, que bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.

Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro administró al centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro realiza el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). El bautismo con el agua y el Espíritu Santo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia, sacramento de la vida nueva en Cristo.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, también estos niños dentro de poco recibirán ese mismo bautismo y se convertirán en miembros vivos de la Iglesia. Ante todo, serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fortaleza de Cristo, que se les da para luchar contra el mal. Luego, se derramará sobre ellos el agua bendita, signo de la purificación interior mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz. Inmediatamente después recibirán una segunda y más importante unción con el «crisma», para indicar que son consagrados a imagen de Jesús, el ungido del Padre. Por último, al papá de cada uno se le entregará una vela para encenderla en el cirio pascual, símbolo de la luz de la fe que los padres, los padrinos y las madrinas deberán custodiar y alimentar continuamente, con la gracia vivificante del Espíritu.

Queridos padres, padrinos y madrinas, encomendemos a estas criaturas a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos de las vestiduras blancas, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida auténticos cristianos y testigos valientes del Evangelio.

Amén.





VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA MARÍA DE LA ESPERANZA



Domingo 19 de enero de 1997



1. «El Señor llamó a Samuel y él respondió: "Aquí estoy"» (1S 3,4).

La liturgia de la Palabra de este domingo nos presenta el tema de la vocación. Se delinea, ante todo, en la primera lectura, tomada del primer libro de Samuel. Acabamos de escuchar nuevamente el sugestivo relato de la vocación del profeta, a quien Dios llama por su nombre, despertándolo del sueño. Al principio, el joven Samuel no sabe de dónde proviene esa voz misteriosa. Sólo después y gradualmente, también gracias a la explicación del anciano sacerdote Elí, descubre que la voz que ha escuchado es la voz de Dios. Entonces, responde enseguida: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha» (1S 3,10).

877 Se puede decir que la llamada de Samuel tiene un significado paradigmático, pues es la realización de un proceso que se repite en todas las vocaciones. En efecto, la voz de Dios se hace oír cada vez con mayor claridad y la persona adquiere progresivamente la conciencia de su proveniencia divina. La persona llamada por Dios aprende con el tiempo a abrirse cada vez más a la palabra de Dios, disponiéndose a escuchar y realizar su voluntad en su propia vida.

2. El relato de la vocación de Samuel en el contexto del Antiguo Testamento coincide, en cierto sentido, con lo que escribe san Juan sobre la vocación de los Apóstoles. El primer llamado fue Andrés, hermano de Simón Pedro. Precisamente él llevó a su hermano a Cristo, anunciándole: «Hemos encontrado al Mesías» (
Jn 1,41). Cuando Jesús vio a Simón, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)» (Jn 1,42).

En esta breve pero solemne descripción de la vocación de los discípulos de Jesús, destaca el tema de la «búsqueda» y del «encuentro». En la actitud de los dos hermanos, Andrés y Simón, se manifiesta la búsqueda del cumplimiento de las profecías, que era parte esencial de la fe del Antiguo Testamento. Israel esperaba al Mesías prometido; lo buscaba con mayor celo, especialmente desde que Juan Bautista había empezado a predicar a orillas del Jordán. El Bautista no sólo anunció la próxima venida del Mesías, sino que también señaló su presencia en la persona de Jesús de Nazaret, que había ido al Jordán para ser bautizado. La llamada de los primeros Apóstoles se realizó precisamente en este ámbito, es decir, nació de la fe del Bautista en el Mesías ya presente en medio del pueblo de Dios.

También el salmo responsorial de hoy habla de la venida del Mesías al mundo. La liturgia de este domingo pone las palabras del salmista en la boca de Jesús: «Aquí estoy —como está escrito en el libro— para hacer tu voluntad» (Ps 39,8-9). Esta presencia del Mesías, que Dios anunció en los libros proféticos, cuando llegó la plenitud de los tiempos se convirtió en realidad histórica en el misterio de la Encarnación. Todos nosotros, que acabamos de vivir el período de Navidad, tiempo de alegría y de fiesta por el nacimiento del Salvador, tenemos grabada aún en nuestros ojos y en nuestro corazón la celebración del cumplimiento de las profecías mesiánicas en la noche de Belén. Terminado el tiempo navideño, la liturgia nos muestra ahora el comienzo gradual de la misión salvífica de Jesús a través de los relatos sencillos e inmediatos de la vocación de los Apóstoles.

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María de la Esperanza, me alegra estar con vosotros hoy, para celebrar la Eucaristía en este domingo que cae en la «Semana de oración por la unidad de los cristianos». Estoy seguro de que, durante estos días, también de vuestra parroquia se elevará una oración más insistente con esta finalidad —la unidad de los cristianos—, que tanto anhela el Redentor divino.

Sé que desde hace tiempo esperabais mi visita pastoral. Os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal vicario, Camillo Ruini, el obispo auxiliar del sector, monseñor Enzo Dieci, y el rector mayor de los salesianos, don Juan Edmundo Vecchi, que hoy nos honra con su presencia. También saludo al párroco, don Stelvio Tonnini, así como a los vicarios parroquiales y a todos los hijos e hijas de Don Bosco, que trabajan con tanta generosidad en esta comunidad desde su fundación.

Mi pensamiento va, asimismo, a las religiosas de los Sagrados Corazones, fundadas por don Variara, a los miembros de los diversos órganos de participación pastoral, a los representantes de los numerosos y activos grupos parroquiales, y a todos los laicos comprometidos de múltiples modos en las diversas actividades de vuestra parroquia.

Vivís en un gran barrio metropolitano, donde parecería que los problemas no son tan graves como en otras zonas de Roma. Sin embargo, también aquí la gente debe afrontar diariamente dificultades como, por ejemplo, la incomodidad de pasar toda la jornada lejos de la propia casa, con consecuencias negativas para la vida familiar y para la formación de relaciones de verdadera amistad con los vecinos. En este ámbito, la parroquia, que constituye el único centro de reunión, desempeña un papel importante. Con sus diferentes propuestas, bien organizadas, se convierte en un lugar idóneo para un camino espiritual, formativo, cultural y recreativo para todos.

Vuestra comunidad dispone ahora de un lugar de culto hermoso y amplio, que habéis querido con empeño todos vosotros y, sobre todo, el anterior rector mayor de la Sociedad Salesiana, don Egidio Viganò, a quien recordamos con particular afecto en esta eucaristía. Antes de la consagración de este templo, que tuvo lugar hace algo más de un año, la parroquia estuvo alojada durante muchos años en locales de la adyacente Pontificia Universidad Salesiana.Agradezco a los responsables y a los profesores de la Universidad Salesiana no sólo la hospitalidad que han brindado durante tantos años a vuestra comunidad parroquial, sino también el generoso servicio teológico, pastoral y cultural que prestan a la diócesis de Roma y a toda la Iglesia.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, durante nuestro encuentro he podido observar cómo el cuidado pastoral de los jóvenes, que tanto interesaba a san Juan Bosco, es para vuestra parroquia una opción privilegiada. En efecto, son muchos los caminos y las iniciativas que se les ofrecen, como, por ejemplo, el oratorio-centro juvenil, en el que colaboran ochenta animadores, entre jóvenes y adultos, que dan una nota de actividad y de energía a la entera comunidad parroquial.

Sé que os estáis preparando con empeño para la celebración de la gran misión ciudadana. Precisamente ayer se ha hecho pública la carta que, el día de Navidad, dirigí a todos los romanos para presentarles el evangelio de san Marcos, que se entregará también a cada una de las familias de esta comunidad. En esa carta he subrayado que no existe ninguna noticia más sorprendente que la que contiene el Evangelio: «Dios mismo —en Jesús— salió personalmente a nuestro encuentro, se hizo uno de nosotros, fue crucificado, resucitó y nos llama a todos a participar en su misma vida para siempre». Os exhorto a llevar esta buena nueva también a cuantos hoy no están aquí con nosotros; llevadla a todos los muchachos y muchachas, a las familias, a las personas solas, a los ancianos y a los enfermos. Ofreced a todos la buena nueva del Evangelio, para que puedan decir, como el apóstol Andrés: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41).

878 5. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...). ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros? » (1Co 6,15 1Co 6,19). Estas palabras del apóstol Pablo a los Corintios merecen una reflexión particular, puesto que describen la vocación cristiana. Sí, el Espíritu Santo habita en cada uno de nosotros, y nosotros lo hemos recibido de Dios. Por tanto, ya no nos pertenecemos a nosotros mismos (cf. 1Co 6,19), puesto que Cristo nos «ha comprado pagando un alto precio» (cf. 1Co 6,20).

San Pablo quiere que los Corintios, destinatarios de su carta, sean conscientes de esta verdad: el hombre pertenece a Dios, ante todo porque es criatura suya, pero más aún por el hecho de haber sido redimido del pecado por obra de Cristo. Darse cuenta de esto significa llegar a las raíces mismas de toda vocación.

Esto es verdad, en primer lugar, para la vocación cristiana y, sobre este fundamento, es verdad para toda vocación particular: para la vocación sacerdotal, para la vocación religiosa y para la vocación al matrimonio, así como para cualquier otra vocación relacionada con las diversas actividades y profesiones, por ejemplo, médico, ingeniero, artista, profesor, etc. Para un cristiano, todas estas vocaciones particulares encuentran su fundamento en el gran misterio de la Redención.

Precisamente por haber sido redimido por Cristo y haberse convertido en morada del Espíritu Santo, todo cristiano puede encontrar en sí mismo los diversos talentos y carismas que le permiten desarrollar de modo creativo su propia vida. Así, es capaz de servir a Dios y a los hombres, respondiendo de modo adecuado a su vocación particular en la comunidad cristiana y en el ambiente social en el que vive. Os deseo que siempre seáis conscientes de la dignidad de vuestra vocación cristiana, que estéis atentos a la voz de Dios que os llama, y que seáis generosos al anunciar su presencia salvífica a vuestros hermanos.

¡Habla Señor, que nosotros, tus siervos, estamos dispuestos a escucharte!

«Tú solo tienes palabras de vida eterna » (cf. Aleluya de la misa). Amén.





SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS


MISA DE CLAUSURA




Basílica romana de San Pablo extramuros

Sábado 25 de enero de 1997



1. «Alabad al Señor, todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre» (Ps 117,1-2).

Con estas palabras del salmo el Antiguo Testamento ya anunciaba el designio salvífico de Dios con respecto a todas las naciones. Se trata de un designio universal; es más, podría decirse «ecuménico», pues se refiere a toda la tierra habitada, es decir, a la oikouméne.

Esta visión de la salvación que Dios ofrece a todos los pueblos de la tierra también se presenta en la primera lectura de la liturgia de hoy a través de la imagen del banquete mesiánico. «Hará el Señor a todos los pueblos en este monte un banquete de manjares frescos » (Is 25,6). El profeta Isaías nos ayuda a vislumbrar la obra misteriosa y providencial del Señor, que actúa en favor de la unidad y la salvación de la humanidad: arranca el velo que cubre la mirada de los pueblos, aniquila la muerte y enjuga las lágrimas de todos los rostros (cf. Is Is 25,7-8).

879 Sí, este poder extraordinario verdaderamente proviene de Dios; en él depositamos nuestras esperanzas. Pero, al mismo tiempo, nos sentimos comprometidos a colaborar con todas nuestras energías en este designio de salvación.

Estas perspectivas universalistas, ya presentes en el Antiguo Testamento, aparecen también en el evangelio de hoy, que nos presenta el mandato misionero que Jesús encomienda a los Apóstoles antes de su ascensión al cielo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación » (
Mc 16,15). Después añade: «El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado » (Mc 16,16). Al término de su misión mesiánica, Cristo confirma una vez más, con palabras fuertes y decididas, el plan universal de la salvación establecido por el Padre, e indica su dimensión planetaria, hablando de todas las naciones y de toda la tierra.

2. Esta misión universal de salvación adquiere gran importancia en el día en que la Iglesia recuerda la conversión de san Pablo. En efecto, entre los Apóstoles, precisamente Pablo expresa y cumple de modo particular la misión universal de la Iglesia. En el camino de Damasco Cristo lo asocia al designio divino de la salvación universal: «El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad (...), porque vas a ser su testigo ante todos los hombres» (Ac 22,14-16).

Hasta aquel momento el celoso fariseo Saulo estaba convencido de que el plan de la salvación se refería sólo a un único pueblo: Israel. Por eso combatía con todos los medios posibles a los discípulos de Jesús de Nazaret, a los cristianos. Desde Jerusalén se dirigía hacia Damasco precisamente porque allí, donde el cristianismo se estaba difundiendo rápidamente, quería encarcelar y castigar a todos los que, abandonando las antiguas tradiciones de los padres, abrazaban la fe cristiana. En Damasco recibe la iluminación de lo alto. Cae a tierra y en ese momento dramático Cristo le hace ver su error.

En esa circunstancia Jesús se revela plenamente a Pablo como el que ha resucitado de entre los muertos. Al Apóstol se le concede, así, «ver al Justo y oír su voz» (Ac 22,14). Desde aquel momento, Pablo es constituido «apóstol» como los Doce, y podrá afirmar, dirigiéndose a los Gálatas: «Aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que lo anunciase entre los gentiles» (Ga 1,15-16).

La conversión de Pablo se realiza a través del sufrimiento. Se puede decir que antes fue derrotado en él Saulo, el perseguidor, para que pudiera nacer Pablo, el Apóstol de los gentiles. Su llamada es, quizá, la más singular de un Apóstol: Cristo mismo derrota en él al fariseo y lo transforma en un ardiente mensajero del Evangelio. La misión que Pablo recibe de Cristo está en armonía con la que confió a los Doce, pero con un matiz y un itinerario particular: él será el Apóstol de los gentiles.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, verdaderamente es una feliz circunstancia la que nos reúne cada año en esta antigua basílica para la celebración eucarística que concluye la «Semana de oración por la unidad de los cristianos ». Recordamos la conversión de Pablo en este templo dedicado a él. Desde que en Damasco se le reveló Jesús resucitado, hasta el supremo testimonio que dio aquí en Roma, Pablo fue un ferviente servidor de la comunión que debe existir entre los miembros del Cuerpo de Cristo. Su «preocupación diaria» era, como él mismo confiesa, «la solicitud por todas las Iglesias» (2Co 11,28).

Precisamente el tema de la Semana de oración de este año se inspira en su actividad apostólica en favor de la reconciliación y la comunión de los creyentes: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2Co 5,20).

La aspiración a la reconciliación en la verdad y la caridad, que ha sido objeto de nuestra oración durante esta semana, debe acompañarnos cada día. La celebración eucarística de hoy constituye un signo de nuestra búsqueda de una comunión más profunda entre todos los cristianos. Adquiere un significado ecuménico particular gracias a la presencia de nuestro amadísimo hermano en Cristo, el Catholicós de la Gran Casa de Cilicia, Su Santidad Aram I, a quien saludo con afecto cordial y fraterno.

La nación armenia fue bautizada al inicio del siglo IV. Son conocidas las pruebas y las persecuciones que, a lo largo de los siglos, han sufrido el pueblo armenio y su Iglesia. Precisamente por esos acontecimientos, al inicio del segundo milenio, una parte de la población debió huir de Armenia, refugiándose en Cilicia, la patria de Pablo de Tarso. El Catholicosado de la Gran Casa de Cilicia ha desempeñado un importante papel al asegurar la vida cristiana al pueblo armenio durante la diáspora.

4. El abrazo de paz del Catholicós y del Obispo de Roma, Sucesor del apóstol Pedro, y la bendición que impartirán juntos en el nombre del Señor, testimonian el reconocimiento recíproco de la legitimidad de la sucesión apostólica. Aun en la diversidad de las tareas encomendadas a cada uno, somos ambos corresponsables de lo que nos une: transmitir fielmente la fe recibida de los Apóstoles, testimoniar el amor de Cristo a cada ser humano en las situaciones con frecuencia dramáticas del mundo contemporáneo, y reforzar nuestro camino hacia la unidad plena de todos los discípulos de Cristo. Para hacerlo, tenemos necesidad de consultarnos periódicamente, de modo que podamos anunciar el Evangelio con voz concorde y servirlo con corazón indiviso.

880 Amadísimos hermanos y hermanas aquí presentes, os invito a todos a orar para que la grata visita del Catholicós de la Gran Casa de Cilicia al Obispo de Roma nos anime a todos a vivir cada vez más el misterio de la comunión en la verdad y la caridad. Que la sangre de nuestros mártires y la comunión de nuestros santos nos ayuden a renovarnos en la Tradición que nos es común. La reciente visita del Catholicós de todos los armenios, Su Santidad Karekin I, ha sido un testimonio elocuente de nuestra voluntad de profundizar la comunión en una diaconía recíproca: «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él» (1Co 12,26). De este modo, nos animamos recíprocamente a ponernos al servicio los unos de los otros por medio de la caridad (cf. Ga Ga 5,13).

5. En estos últimos años, la celebración de la conversión de san Pablo se ha transformado en la fiesta anual del compromiso ecuménico. En Roma, como en todo el mundo, se reúnen los discípulos de Cristo de las diversas Iglesias y comunidades para elevar a Dios un coro de oraciones por la unidad de los cristianos. La relación de esta plegaria con la fiesta litúrgica de la conversión de san Pablo pone de relieve el hecho de que la unidad y la comunión de todos los cristianos sólo pueden alcanzarse recorriendo el camino de la conversión.

Especialmente en este día recordamos las palabras de la oración sacerdotal de Jesús: Padre, haz «que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado » (Jn 17,21). La oración de Cristo nos revela la dimensión profunda de la conversión: convertirse a la unidad significa limpiar el camino del obstáculo más grande para la conversión del mundo a Cristo.

De la misma manera que Pablo de Tarso descubrió el verdadero camino que lleva a la salvación y comprendió que Cristo crucificado y resucitado había introducido en él al pueblo de Israel y a toda la humanidad, así también los cristianos deben tomar conciencia del hecho de que el camino de la salvación pasa a través de su unidad en Cristo, y que ésta exige de todos ellos un particular compromiso espiritual.

El concilio Vaticano II ha precisado el significado de la Unitatis redintegratio entre todos los cristianos, ilustrando sus métodos y medios en el actual momento histórico de la Iglesia. En la encíclica Ut unum sint, a treinta años de su publicación, he recordado las indicaciones de ese documento conciliar, con aplicaciones actualizadas.

6. Hoy damos gracias a la santísima Trinidad por los esfuerzos realizados en estos años y, al mismo tiempo, pedimos luz para los nuevos pasos que deberemos dar en este camino, con adhesión generosa y fiel a los impulsos del Espíritu Santo.

Durante esta Semana de oración han tenido lugar en todo el mundo encuentros ecuménicos y celebraciones especiales para pedir a Dios el gran don de la unidad. También la Iglesia que está en Roma, vinculada de modo particular a la tradición apostólica de los santos Pedro y Pablo, ha participado en esta oración común de todos los cristianos. Está fundada en las columnas de los Corifeos de los Apóstoles. Precisamente por esta particular identidad suya, desea ofrecer signos de acogida y de comunión a las comunidades de los discípulos de Cristo de todo el mundo. Junto con ellos, también proclama en nuestro tiempo la grandeza del nombre del Señor a todos los pueblos.

«Alabad al Señor, todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre». Amén.

FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR


Domingo 2 de febrero de 1997

I Jornada de la Vida Consagrada



1. Lumen ad revelationem gentium: luz para alumbrar a las naciones (cf. Lc Lc 2,32).

881 Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús fue llevado por María y José al templo para presentarlo al Señor (cf. Lc Lc 2,22), según lo que está escrito en la ley de Moisés: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor» (Lc 2,23), y para ofrecer en sacrificio «un par de tórtolas o dos pichones, como dice la ley del Señor» (Lc 2,24).

Al recordar estos eventos, la liturgia sigue intencionalmente y con precisión el ritmo de los acontecimientos evangélicos: el plazo de los cuarenta días del nacimiento de Cristo. Hará lo mismo después con el período que va de la resurrección a la ascensión al cielo.

En el evento evangélico que se celebra hoy destacan tres elementos fundamentales: el misterio de la venida, la realidad del encuentro y la proclamación de la profecía.

2. Ante todo, el misterio de la venida. Las lecturas bíblicas, que hemos escuchado, subrayan el carácter extraordinario de esta venida de Dios: lo anuncia con entusiasmo y alegría el profeta Malaquías, lo canta el Salmo responsorial, lo describe el texto del evangelio según san Lucas. Basta, por ejemplo, escuchar el Salmo responsorial: «¡Portones!, alzad los dinteles (...): va a entrar el rey de la gloria (...). ¿Quién es ese rey de la gloria? (...). El Señor, héroe de la guerra (...). El Señor, Dios de los ejércitos. Él es el rey de la gloria» (Ps 23,7-8 Ps 23,10).

Entra en el templo de Jerusalén el esperado durante siglos, aquel que es el cumplimiento de las promesas de la antigua alianza: el Mesías anunciado. El salmista lo llama «Rey de la gloria». Sólo más tarde se aclarará que su reino no es de este mundo (cf. Jn Jn 18,36), y que cuantos pertenecen a este mundo están preparando para él, no una corona real, sino una corona de espinas.

Sin embargo, la liturgia mira más allá. Ve en ese niño de cuarenta días la «luz» destinada a iluminar a las naciones, y lo presenta como la «gloria» del pueblo de Israel (cf. Lc Lc 2,32). Él es quien deberá vencer la muerte, como anuncia la carta a los Hebreos, explicando el misterio de la Encarnación y de la Redención: «Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús» (He 2,14), habiendo asumido la naturaleza humana.

Después de haber descrito el misterio de la Encarnación, el autor de la carta a los Hebreos presenta el de la Redención: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (He 2,17-18). Se trata de una profunda y conmovedora presentación del misterio de Cristo. Ese pasaje de la carta a los Hebreos nos ayuda a comprender mejor por qué esta ida a Jerusalén del recién nacido hijo de María es un evento decisivo para la historia de la salvación. El templo, desde su construcción, esperaba de una manera completamente singular a aquel que había sido prometido. Su presentación reviste, por tanto, un significado sacerdotal: «Ecce sacerdos magnus»; el sumo Sacerdote verdadero y eterno entra en el templo.

3. El segundo elemento característico de la celebración de hoy es la realidad del encuentro. Aunque nadie está esperando la llegada de José y María con el niño Jesús, que acuden entre la gente, en el templo de Jerusalén sucede algo muy singular. Allí se encuentran algunas personas guiadas por el Espíritu Santo: el anciano Simeón, de quien san Lucas escribe: «Hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor» (Lc 2,25-26), y la profetisa Ana, que «de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (Lc 2,36-37). El evangelista prosigue: «Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38).

Simeón y Ana: un hombre y una mujer, representantes de la antigua alianza que, en cierto sentido, habían vivido toda su vida con vistas al momento en que el Mesías esperado visitaría el templo de Jerusalén. Simeón y Ana comprenden que finalmente ha llegado el momento y, confortados por ese encuentro, pueden afrontar con paz en el corazón la última parte de su vida: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,29-30).

En este encuentro discreto las palabras y los gestos expresan eficazmente la realidad del acontecimiento que se está realizando. La llegada del Mesías no ha pasado desapercibida. Ha sido reconocida por la mirada penetrante de la fe, que el anciano Simeón manifiesta en sus conmovedoras palabras.

4. El tercer elemento que destaca en esta fiesta es la profecía: hoy resuenan palabras verdaderamente proféticas. La liturgia de las Horas concluye cada día la jornada con el cántico inspirado de Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador (...), luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).

882 El anciano Simeón, dirigiéndose a María, añade: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; signo de contradicción, para que se manifiesten los pensamientos de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). Así pues, mientras todavía nos encontramos al comienzo de la vida de Jesús, ya estamos orientados hacia el Calvario. En la cruz Jesús se confirmará de modo definitivo como signo de contradicción, y allí el corazón de su Madre será traspasado por la espada del dolor. Se nos dice todo esto ya desde el inicio, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, en la fiesta de la presentación de Jesús en el templo, tan importante en la liturgia de la Iglesia.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, la celebración de hoy se enriquece este año con un significado nuevo. En efecto, por primera vez celebramos la Jornada de la vida consagrada.

A todos vosotros, queridos religiosos y religiosas, y a vosotros, queridos hermanos y hermanas miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, se os ha encomendado la tarea de proclamar con la palabra y el ejemplo el primado de lo absoluto sobre toda realidad humana. Se trata de un compromiso urgente en nuestro tiempo que, con frecuencia, parece haber perdido el sentido auténtico de Dios. Como he recordado en el mensaje que os he dirigido para esta primera Jornada de la vida consagrada, en nuestros días «existe realmente una gran necesidad de que la vida consagrada se muestre cada vez más "llena de alegría y de Espíritu Santo", se lance con brío por los caminos de la misión, se acredite por la fuerza del testimonio vivido, ya que "el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos"» (n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de enero de 1997, p. 7). Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea luz y fuente de esperanza.

Como el anciano Simeón y la profetisa Ana, salgamos al encuentro del Señor en su templo. Acojamos la luz de su revelación, esforzándonos por difundirla entre nuestros hermanos, con vistas al ya próximo gran jubileo del año 2000.

Que nos acompañe la Virgen santísima, Madre de la esperanza y de la alegría, y obtenga a todos los creyentes la gracia de ser testigos de la salvación, que Dios ha preparado para todos los pueblos en su Hijo encarnado, Jesucristo, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel. Amén.

B. Juan Pablo II Homilías 875