B. Juan Pablo II Homilías 882


MIÉRCOLES DE CENIZA



Basílica romana de Santa Sabina

Miércoles 12 de febrero de 1997



1. «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Ps 50,12).

Estas palabras del Salmo responsorial contienen, en cierto sentido, el núcleo más profundo de la Cuaresma y expresan, al mismo tiempo, su programa esencial. Son palabras tomadas del salmo Miserere, en el que el pecador abre su corazón a Dios, confiesa su culpa e implora el perdón de sus pecados. «Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces (...). No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu » (Ps 50,4-6 Ps 50,13).

Este salmo constituye un comentario litúrgico de notable eficacia al rito de la Ceniza. La ceniza es signo de la caducidad del hombre y de su sujeción a la muerte. En este tiempo, en el que nos preparamos para revivir litúrgicamente el misterio de la muerte en cruz del Redentor, debemos sentir y vivir más profundamente nuestra mortalidad. Somos seres mortales y, a pesar de ello, nuestra muerte no significa destrucción y aniquilación. Dios ha inscrito en ella la profunda perspectiva de la nueva creación. Por eso el pecador que celebra el miércoles de Ceniza puede y debe clamar: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Ps 50,12).

2. En la Cuaresma la certeza de esta nueva creación brota de la luz del misterio de Cristo: misterio de su pasión, muerte y resurrección. San Pablo, en la liturgia de hoy, afirma: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios» (2Co 5,20-21). Cristo, al aceptar experimentar en su carne el drama de la muerte humana, se hizo partícipe de la destructibilidad vinculada a la existencia temporal del hombre. El Apóstol habla de ello con gran claridad cuando afirma: «Dios lo hizo expiación por nuestro pecado». Eso significa que Dios trató a Cristo, «que no había pecado», como a un pecador, y eso para nuestro bien. En efecto, Cristo compartió nuestro destino de hombres agobiados por el pecado, para que nosotros, unidos a él, recibiéramos la justificación de Dios.

883 Por nuestra fe en Cristo podemos decir con el salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Ps 50,12). ¿Para qué serviría la imposición de la ceniza, si no nos alumbrara la esperanza de la vida nueva, de la nueva creación, que nos concedió Dios en Cristo?

3. Durante todo el año litúrgico la Iglesia vive del sacrificio redentor de Cristo. Sin embargo, en el tiempo de Cuaresma, deseamos sumergirnos en él de un modo especialmente intenso, de acuerdo con la exhortación del Apóstol: «Ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2Co 6,2). En este tiempo fuerte, de modo muy especial, se nos reparten los tesoros de la Redención, que Cristo crucificado y resucitado nos ha merecido. La exclamación del salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» se transforma así, al inicio de la Cuaresma, en una fuerte llamada a la conversión.

Con las palabras del salmo Miserere, el pecador no sólo se acusa de sus culpas, sino que al mismo tiempo comienza un nuevo itinerario creativo, el camino de la conversión: «Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2,12), dice en nombre de Dios el profeta Joel en la primera lectura. «Convertirse» significa, por tanto, entrar en profunda intimidad con Dios, como propone también el evangelio de hoy.

Una auténtica conversión implica realizar todas las obras propias del tiempo de Cuaresma: la limosna, la oración y el ayuno. Sin embargo, no se deben vivir sólo como observancia exterior, sino también como expresión del encuentro íntimo, y en cierta medida desconocido a los hombres, con Dios mismo. La conversión conlleva un nuevo descubrimiento de Dios. En la conversión se experimenta que en él reside la plenitud del bien, que se nos reveló en el misterio pascual de Cristo y que se recibe a manos llenas en la íntima morada del corazón.

Esto es lo que Dios espera. Dios quiere crear en nosotros un corazón puro y renovarnos por dentro con espíritu firme. Y nosotros, al inicio de esta Cuaresma, queremos abrir nuestro espíritu a la gracia de Dios, para vivir intensamente el itinerario de conversión hacia la Pascua.

DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA ROMANA

DE SAN ANDRÉS AVELLINO


Domingo 16 de febrero de 1997



1. «Yo hago un pacto con vosotros» (Gn 9,8).

La liturgia de la Palabra de este primer domingo de Cuaresma nos presenta la alianza que Dios establece con los hombres y con la creación, después del diluvio, a través de Noé. Hemos vuelto a escuchar las solemnes palabras que pronunció Dios: «Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron (...). Hago un pacto con vosotros: el diluvio no volverá a destruir la vida, ni habrá otro diluvio que devaste la tierra» (Gn 9,9-11).

Esta alianza tiene su valor típico en el Antiguo Testamento. Dios, creador del hombre y de todos los seres vivos, en cierto sentido había aniquilado con el diluvio cuanto él mismo había creado. Ese castigo tuvo como causa el pecado, difundido en el mundo después de la caída de nuestros primeros padres.

Sin embargo, las aguas no exterminaron a Noé y a su familia, y tampoco a los animales que había recogido en el arca. De ese modo, se salvaron el hombre y los demás seres vivos que, habiendo sobrevivido al castigo del Creador, constituyeron después del diluvio el comienzo de una nueva alianza entre Dios y la creación.

Esa alianza tuvo su signo tangible en el arco iris: «Pondré mi arco en el cielo —dice Dios—, como señal de mi pacto con la tierra. Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco, y recordaré mi pacto con vosotros» (Gn 9,13-15).

884 2. Las lecturas de hoy nos permiten, por tanto, mirar de un modo nuevo al hombre y al mundo en el que vivimos. En efecto, el mundo y el hombre no sólo representan la realidad de la existencia en cuanto expresión de la obra creadora de Dios; también son la imagen de la alianza. Toda la creación habla de esta alianza.

A lo largo de las diversas épocas de la historia los hombres han seguido cometiendo pecados, tal vez incluso mayores que los descritos antes del diluvio. Sin embargo, las palabras de la alianza que Dios estableció con Noé nos permiten comprender que ya ningún pecado podrá llevar a Dios a aniquilar el mundo que él mismo creó.

La liturgia de hoy abre ante nuestros ojos una visión nueva del mundo. Nos ayuda a tomar conciencia del valor que el mundo tiene a los ojos de Dios, quien incluyó toda la obra de la creación en la alianza que selló con Noé, y se comprometió a salvarla de la destrucción.

3. El miércoles pasado, con la imposición de la ceniza, comenzó la Cuaresma, y hoy es el primer domingo de este tiempo fuerte, que hace referencia al ayuno de cuarenta días que Jesús empezó después de su bautismo en el Jordán. A este propósito, san Marcos, que nos acompaña este año en la liturgia dominical, escribe: «El Espíritu impulsó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían» (
Mc 1,12-13).

San Mateo, en el pasaje paralelo, anota sólo la respuesta que el Señor dio al tentador que lo provocaba para que transformara las piedras en panes: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4,3). Jesús respondió: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4 cf. Aleluya ). Esta es una de las tres respuestas de Cristo a Satanás, que trataba de engañarlo y vencerlo, haciendo referencia a las tres concupiscencias de la naturaleza humana caída. En el umbral de la Cuaresma, la victoria de Cristo contra el diablo constituye, en cierta manera, una invitación a vencer el mal con el esfuerzo ascético, una de cuyas manifestaciones es el ayuno, a fin de vivir este período con autenticidad.

4. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Andrés Avellino, me alegra encontrarme hoy entre vosotros para celebrar el día del Señor en este primer domingo de Cuaresma. Saludo al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro celoso párroco, don Giuseppe Grazioli, y a todos vosotros, que participáis en esta celebración eucarística. Saludo afectuosamente a los niños pequeños, al igual que a sus madres, a los muchachos que se preparan para recibir la confirmación o la primera comunión, a los jóvenes y a los miembros del centro de ancianos, al grupo cultural y a la coral, a los redactores del boletín parroquial y a los voluntarios de la Cáritas, a los catequistas y a los componentes del consejo pastoral. A todos, indistintamente, llegue mi saludo y mi invitación a vivir a fondo la comunión eclesial y a testimoniar generosamente el Evangelio.

Amadísimos hermanos y hermanas, ojalá que vuestra parroquia, que constituye un centro significativo de agrupación en este barrio, sea cada vez más un lugar seguro para los niños y los jóvenes, un punto de encuentro para los adultos y los ancianos, y un espacio de escucha y comunión para todos. Esta iglesia nueva y funcional, que el cardenal vicario inauguró y dedicó el 20 de octubre del año pasado, favorecerá sin duda la participación en la vida litúrgica y permitirá a cada uno de vosotros una comunión cada vez mayor y una auténtica solidaridad espiritual.

5. «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Estas palabras del evangelista Marcos resuenan en nuestro corazón. El evangelio comienza con la misión de Jesús, misión que se cumplirá con los acontecimientos pascuales. La Iglesia prosigue en el tiempo esta misión, a la que cada uno de nosotros está llamado a dar su propia aportación personal, anunciando y testimoniando a Cristo, muerto y resucitado por la salvación del mundo.

En este ámbito se inserta la misión ciudadana que, a nivel parroquial, se realizará en la Cuaresma del próximo año. Hoy, precisamente como preparación para esa misión, empieza oficialmente la distribución del evangelio, para que llegue a todas las familias y a todos los ambientes de la ciudad. También yo, con gran alegría, acabo de entregar a algunos representantes vuestros un ejemplar del evangelio según san Marcos, discípulo e intérprete fiel del apóstol Pedro.

6. Escribe san Pedro en su primera carta: «Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables (...). Con este espíritu, fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé, mientras se construía el arca, en la que unos pocos —ocho personas— se salvaron cruzando las aguas» (1P 3,18-20). Estas palabras de Pedro hacen referencia a la alianza de Noé, de la que nos ha hablado la primera lectura. Esa alianza representa un modelo, un símbolo, una figura de la nueva alianza que Dios concluyó con toda la humanidad en Jesucristo, por medio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Si la antigua alianza tenía que ver, ante todo, con la creación, la nueva, fundada en el misterio pascual de Cristo, es la alianza de la Redención.

En el texto que hemos escuchado, el apóstol Pedro alude al sacramento del bautismo. Las aguas destructoras del diluvio son sustituidas por las aguas bautismales, que santifican. El bautismo es el sacramento fundamental en el que se hace realidad la alianza de la redención del hombre. Ya desde el origen de la tradición cristiana, la Cuaresma era prácticamente una preparación para el bautismo, que se administraba a los catecúmenos en la solemne Vigilia de Pascua.

885 Amadísimos hermanos y hermanas, renovemos en nosotros mismos, especialmente durante este período cuaresmal, la conciencia de nuestra alianza con Dios. Dios estableció una alianza con Noé y la inscribió en la obra de la creación. Cristo, Redentor del hombre y de todo el hombre, llevó a plenitud la obra del Creador con su muerte y su resurrección.

Hemos sido redimidos por la sangre de Cristo. Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables. Amén.



VISITA A LA PARROQUIA DE LA SANTA CRUZ




Domingo 23 de febrero de 1997



1. «Este es mi Hijo amado: escuchadlo » (Mc 9,7). Hoy, en el marco de la transfiguración del Señor, volvemos a escuchar estas palabras, que resonaron en el momento del bautismo de Jesús en el Jordán (cf. Mt Mt 3,17). «Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan (...), y se transfiguró delante de ellos (...). Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús (...). Pedro (...) le dijo a Jesús: "Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías"» (Mc 9,2-5). En ese preciso instante se oyó una voz: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9,7).

No duró mucho esa extraordinaria manifestación de la filiación divina de Jesús. Cuando los Apóstoles alzaron nuevamente su mirada, no vieron más que a Jesús, el cual, «cuando bajaban de la montaña —prosigue el evangelista— (...), les mandó: "No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos"» (Mc 9,9).

Así, en este segundo domingo de Cuaresma, escuchamos junto con los Apóstoles el anuncio de la Resurrección. Lo escuchamos mientras nos encaminamos con ellos hacia Jerusalén, donde reviviremos el misterio de la pasión y muerte del Señor. En efecto, el ayuno y la penitencia de este tiempo sagrado se orientan precisamente hacia este acontecimiento-clave de toda la economía salvífica.

2. La transfiguración del Señor, que según la tradición tuvo lugar en el monte Tabor, sitúa en primer plano la persona y la obra de Dios Padre, presente junto al Hijo de modo invisible pero real. Esto explica el hecho de que, en el trasfondo del evangelio de la Transfiguració n, la liturgia de hoy sitúa un importante episodio del Antiguo Testamento, en el que se pone de relieve de modo particular la paternidad.

En efecto, la primera lectura, tomada del libro del Génesis, nos recuerda el sacrificio de Abraham. Éste tenía un hijo, Isaac, que había nacido en su vejez. Era el hijo de la promesa. Pero un día Abraham recibe de Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es seguramente el mayor que se pueda imaginar. A pesar de ello, no duda ni un instante y, después de haber preparado lo necesario, parte con Isaac hacia el lugar establecido. Construye un altar, coloca la leña y, una vez atado el muchacho, toma el cuchillo para inmolarlo. Sólo entonces lo detiene una orden de lo alto: «No alargues tu mano contra tu hijo, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único hijo» (Gn 22,12).

Es conmovedor este acontecimiento, en el que la fe y el abandono de un padre en las manos de Dios alcanzan la cima. Con razón san Pablo llama a Abraham «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11 Rm 4,17). Tanto la religión judía como la cristiana hacen referencia a su fe. El Corán destaca también la figura de Abraham. La fe del padre de los creyentes es un espejo en el que se refleja el misterio de Dios, misterio de amor que une al Padre y al Hijo.

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de la Santa Cruz, en la vía Flaminia, para mí es una gran alegría celebrar hoy la santa misa en esta hermosa iglesia, construida por voluntad de mi venerado predecesor san Pío X, y que en 1964 visitó el siervo de Dios Papa Pablo VI, quien la elevó al grado de basílica menor. Saludo al cardenal vicario; al cardenal Baum, titular de la basílica; al obispo auxiliar encargado del sector; al párroco, padre Carlo Zanini; a los vicarios parroquiales y a los padres estigmatinos, a quienes desde el principio se encomendó la atención pastoral de vuestra comunidad. Muchos de ellos, desempeñando aquí su ministerio, han influido profundamente en la vida de la parroquia. Entre los muchos que merecerían ser mencionados de modo particular, quisiera citar, al padre Emilio Recchia, párroco de vuestra comunidad durante muchos años, así como al conocido filósofo y teólogo padre Cornelio Fabro, que falleció hace dos años.

Amadísimos hermanos y hermanas, sé que la misión ciudadana, que comenzó hace poco, ha tenido una acogida rápida y generosa también en vuestra parroquia. Os expreso mi vivo aprecio por vuestra disponibilidad, y os exhorto a ser testigos del Evangelio en este barrio que, como otras zonas de Roma, va experimentando rápidos cambios sociales.

886 Sin embargo, para que el anuncio resulte eficaz, es necesario que los creyentes estén y trabajen profundamente unidos. Por tanto, en esta perspectiva aprovechad al máximo las múltiples energías apostólicas aquí presentes. Pienso en los institutos religiosos de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, de las religiosas Isabelinas, de las Hijas de la misericordia y de las Apóstoles de la vida interior, así como en la riqueza de los grupos parroquiales comprometidos en los diversos campos de la catequesis, la liturgia y la caridad.

Pienso en el «oratorio» parroquial que, una vez reestructurado, podrá constituir un lugar privilegiado de encuentro formativo para todo el barrio. Ojalá que la iglesia y las obras parroquiales sean cada vez más un punto de referencia para todos. Vuestra comunidad debe estar dispuesta a acoger a todas las personas, especialmente a los numerosos inmigrantes filipinos y peruanos, que con frecuencia viven aquí como «feligreses sin casa en la parroquia ».

4. «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (
Rm 8,32). Estas palabras de san Pablo en la carta a los Romanos nos introducen en el tema fundamental de la liturgia de hoy: el misterio del amor divino revelado en el sacrificio de la cruz.

El sacrificio de Isaac anticipa el de Cristo: el Padre no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó para la salvación del mundo. Él, que detuvo el brazo de Abraham en el momento en que estaba a punto de inmolar a Isaac, no dudó en sacrificar a su propio Hijo por nuestra redención. De ese modo, el sacrifico de Abraham pone de relieve que nunca y en ningún lugar se deben realizar sacrificios humanos, porque el único sacrificio verdadero y perfecto es el del Hijo unigénito y eterno de Dios vivo. Jesús, que por nosotros y por nuestra salvación nació de María virgen, se inmoló voluntariamente una vez para siempre, como víctima de expiación por nuestros pecados, obteniéndonos así la salvación total y definitiva (cf. Hb He 10,5-10). Después del sacrifico del Hijo de Dios, no se necesita ninguna otra expiación humana, puesto que su sacrificio en la cruz abarca y supera todos los demás sacrificios que el hombre podría ofrecer a Dios. Aquí nos encontramos en el centro del misterio pascual.

Desde el Tabor, el monte de la transfiguración, el itinerario cuaresmal nos lleva hasta el Gólgota, el monte del sacrifico supremo del único sacerdote de la alianza nueva y eterna. Dicho sacrificio encierra la mayor fuerza de transformación del hombre y de la historia. Asumiendo en sí mismo todas las consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitará al tercer día y saldrá de esa dramática experiencia como vencedor de la muerte, del infierno y de Satanás. La Cuaresma nos prepara para participar personalmente en este gran misterio de la fe, que celebraremos en el triduo de la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.

Pidamos al Señor la gracia de prepararnos de modo conveniente: «Jesús, Hijo amado del Padre, haz que te escuchemos y te sigamos hasta el Calvario, hasta la cruz, para poder participar contigo en la gloria de la resurrección». Amén.

MISA DE SUFRAGIO POR EL CARDENAL UGO POLETTI



Basílica de San Pedro

Jueves 27 de febrero de 1997



1. «Scio quod Redemptor meus vivit» (Jb 19,25).

En el gran silencio que envuelve el misterio de la muerte, se eleva, llena de esperanza, la voz del antiguo creyente. Job implora la salvación del Redentor, en quien todo acontecimiento humano encuentra su sentido y su meta definitiva.

«Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo mirarán, y no otros» (Jb 19,27), prosigue el texto inspirado, dejando entrever, al término de la peregrinación terrenal, el rostro misericordioso del Señor. «Mi Redentor se levantará sobre el polvo», subraya el autor sagrado, que funda su confianza y sostiene su esperanza en la bondad del Omnipotente, que nos socorre.

887 2. Esta firme esperanza ha guiado el camino de nuestro recordado y amadísimo cardenal Poletti durante toda su existencia entre nosotros: una esperanza que se apoyaba en la fe inquebrantable y sencilla, que recibió en su familia, y en la comunidad cristiana de Omegna, en la diócesis de Novara, donde había nacido hace ochenta y tres años.

Precisamente esta relación de confianza y diálogo con el Señor llevó al joven Ugo a percibir la llamada divina y a entrar en el seminario de Novara. Esta relación, alimentada diariamente con la oración, fue la que sostuvo sus primeros pasos en el ministerio sacerdotal. Se dejó guiar por el Maestro divino en cada uno de los servicios que prestó a la diócesis de Novara, en la que primero fue nombrado pro-vicario y, después, vicario general. Al lado de su obispo y maestro, monseñor Gilla Gremigni, que había sido párroco en Roma, el Señor lo preparaba para asumir mayores responsabilidades.

En 1958 monseñor Poletti fue nombrado auxiliar de Novara y, seis años después, se le encomendó la dirección de las Obras misionales pontificias. En 1967 se convirtió en arzobispo de Spoleto y, sólo dos años más tarde, fue llamado a Roma como vicegerente y colaborador del cardenal Dell’Acqua. En 1972 el Papa Pablo VI lo nombró pro-vicario de la diócesis de Roma y, al año siguiente, cardenal y su vicario general. En 1985 le encomendé la presidencia de la Conferencia episcopal italiana, cargo que aceptó con gran disponibilidad y desempeñó con su acostumbrada generosidad hasta enero de 1991.

Cuando dejó la guía de la diócesis de Roma, asumió con mucho gusto el cargo de arcipreste de la basílica liberiana, viviendo a la sombra de la «Salus populi romani» —«Spes certa poli», como reza su lema episcopal— los últimos años silenciosos, e igualmente fecundos, de su vida.

3. «Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo» (
1Co 9,22-23). Estas palabras del apóstol Pablo, que acabamos de proclamar, reflejan bien la constante preocupación apostólica del cardenal Ugo Poletti. Lo recordamos hoy en su entrega incansable a la causa del Evangelio, sobre todo en su cargo de cardenal vicario, en el que gastó sus energías más maduras al servicio de la Iglesia.

Un amor particular lo unió a la ciudad de Roma, que consideraba su segunda patria. Tuvo hacia mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI sentimientos de veneración y obediencia sincera, que dirigió luego, con la misma cordialidad, hacia mi persona, introduciéndome en el servicio pastoral de esta ciudad singular, cuando la Providencia me llamó a la cátedra de Pedro. Recuerdo con emoción los numerosos encuentros que mantuve con él y la pasión con que me hablaba de la diócesis, de los sacerdotes, de los religiosos, del laicado, de los problemas de la gente común, y de las luces y sombras que acompañan las rápidas transformaciones del entramado ciudadano.

Sobre todo fue él quien me introdujo en el conocimiento de las parroquias que, poco a poco, iba visitando. Gracias a su guía experta y sabia, he podido leer con particular perspicacia la compleja realidad ciudadana, entrando en sintonía cada vez más profunda con la grey que la Providencia me ha encomendado. Por todo esto, siento hoy el deber de expresar al queridísimo cardenal Poletti mi sincero agradecimiento.

4. «Todo lo hago por el Evangelio». El purpurado fallecido, a quien hoy despedimos espiritualmente, hizo suyas estas palabras de san Pablo. Consideraba que la misión de la Iglesia estaba estrechamente relacionada con la concreta realidad humana y eclesial de la ciudad eterna. Se dedicó con gran celo a suscitar en la diócesis la conciencia del profundo vínculo que la une al Romano Pontífice al igual que el deseo y la alegría de contribuir a su ministerio universal, redescubriendo su propia identidad de Iglesia local.

Acogiendo el impulso del concilio ecuménico Vaticano II, supo imprimir a la diócesis de Roma, en sus diversos componentes, una vitalidad nueva: piedras miliares del crecimiento de la vida diocesana fueron las asambleas eclesiales, encaminadas a recuperar fuerzas vivas y valiosas para la evangelización de la ciudad, a fin de insertarlas armoniosamente en la actividad diocesana.

5. «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! ». Se podría decir que este grito del Apóstol resonaba constantemente en el corazón del cardenal Poletti. Con su acción quería suscitar en los romanos una viva conciencia del extraordinario patrimonio de valores heredado de sus padres y un compromiso cada vez mayor respecto a la misión histórica de la ciudad con vistas al futuro.

Poniéndose a la escucha de los cercanos y de los alejados, de los hombres de cultura y de la gente más sencilla, de los responsables de la Administración pública y de cuantos eran críticos con respecto a las instituciones, contribuyó a suscitar en los sacerdotes, en los religiosos y en los laicos comprometidos, una actitud de acogida y tolerancia, que influyó también en la vida de la comunidad civil.

888 Con esos propósitos, comenzó la preparación del Sínodo diocesano, que constituyó un ulterior momento de confrontación leal y positiva entre los cristianos y los ciudadanos de la Urbe.

6. «Conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí» (
Jn 10,14).

Las palabras del Evangelio, que acaban de resonar en esta basílica, indican cuál debe ser el estilo del pastor con respecto a las personas que le han sido encomendadas. ¿No fue ese el modo de actuar que caracterizó el ministerio episcopal del cardenal Poletti? ¿No se esforzó por entablar con todos una relación personal y afectuosa?

Podemos decir que, quizá, precisamente aquí estriba el secreto de su proficuo servicio eclesial. «No soy un intelectual, sino un hombre que trata de estar cerca de la gente», dijo un día a un amigo. Su corazón de pastor lo llevaba a poner en primer lugar este «estar cerca de la gente», objetivo al que consagraba sus energías y su notable competencia teológica, pastoral y administrativa, acumulada durante sus numerosos años de sacerdocio y episcopado.

La gente de Roma lo conocía y él conocía a la gente. Además de los momentos oficiales, su celo pastoral le permitía mantener relaciones llenas de humanidad en sus numerosos contactos durante las visitas a las parroquias, a las escuelas, a las sedes de las asociaciones y a las comunidades religiosas, así como también en las peregrinaciones diocesanas a Lourdes, en las que siempre trató de participar.

Por eso, el clero y el pueblo lo amaban. Saludo a cuantos han venido a testimoniarle su afecto también en esta última despedida: al presidente de la República italiana, Oscar Luigi Scalfaro, al ministro Giovanni Maria Flick, a las autoridades civiles, así como a los numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas y a la amplia representación de fieles laicos.

7. «El buen pastor da su vida por las ovejas».

Con esta liturgia fúnebre, iluminada por la presencia de Cristo resucitado, damos el último saludo a los restos mortales de este amado hermano, valiosísimo colaborador mío. Lo encomendamos con confianza al buen Pastor, mientras invocamos para su alma elegida la misericordia divina.

Demos gracias al Padre por haberlo donado a su Iglesia. Que Cristo, el buen pastor, lo acoja en su morada de luz y paz y le dé la recompensa reservada a los siervos buenos y fieles.

Y que la Virgen María, Salus populi romani, cuyo hijo devoto fue, lo introduzca en la gozosa liturgia del cielo.

«In paradisum deducant te angeli», dilectissime frater! Amén.

DURANTE LA MISA EN LA PARROQUIA ROMANA

DE SAN JULIANO MÁRTIR


889
Domingo 2 de marzo de 1997




1. «Señor, tú tienes palabras de vida eterna» (cf. Jn
Jn 6,68).

El Salmo responsorial que acabamos de proclamar nos lleva al corazón del mensaje de la liturgia de hoy. El poder de la Palabra divina se manifestó por primera vez en la creación del mundo, cuando Dios dijo: «Fiat» (cf. Gn Gn 1,3), llamando a la existencia a todas las criaturas. Pero las lecturas bíblicas de este tercer domingo de Cuaresma destacan otra dimensión del poder de la Palabra de Dios: la que se refiere al orden moral.

Dios entregó al pueblo elegido el Decálogo en el monte Sinaí, montaña que reviste singular valor simbólico en la historia de la salvación. Precisamente por esto, con ocasión del gran jubileo de año 2000, se ha propuesto un encuentro en ese monte (cf. Tertio millennio adveniente TMA 53). La primera lectura de hoy, tomada del libro del Éxodo, desarrolla de modo particular los primeros tres mandamientos dados a Israel, esto es, los de la que se suele llamar «primera tabla»: «Yo soy el Señor, tu Dios (...). No tendrás otros dioses frente a mí (...). No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso (...). Fíjate en el sábado para santificarlo » (Ex 20,2 Ex 20,7-8).

2. Es fundamental el primer mandamiento, en el que se afirma solemnemente la unicidad de Dios: no hay otras divinidades, además de él. En la ley dada a Moisés, se manifiesta el Dios invisible, que ninguna imagen realizada por las manos del hombre puede representar dignamente. Con la encarnación del Verbo, Dios se hizo hombre, y así el Dios invisible se hizo visible y, desde ese momento, la humanidad puede contemplar su gloria. La cuestión de la representación artística de Dios fue examinada detenidamente en el segundo concilio de Nicea, y se aclaró entonces que, dado que el Dios invisible se había hecho hombre en la Encarnación, su reproducción artística era legítima para los cristianos.

Al primer mandamiento está muy unido el segundo, que no sólo quiere condenar el abuso del nombre de Dios, sino que también tiene como finalidad advertir que no se siga la idolatría difundida en las religiones paganas.

De la misma forma, por lo que concierne al tercer mandamiento: «Fíjate en el sábado para santificarlo» (Ex 20,8), la normativa es detallada y se remonta al modelo originario del descanso, del que dio ejemplo Dios al término de la creación.

En cambio, se describen de manera sintética los mandamientos de la que se suele llamar «segunda tabla».

3. «Señor, tú tienes palabras de vida eterna». Las palabras que Dios pronuncia en el Antiguo Testamento encuentran pleno cumplimiento en Cristo, Palabra de Dios encarnada. En la antigua alianza, el poder creador de Dios en el ámbito moral se expresó en el Decálogo; en la nueva alianza, en cambio, Cristo es la actuación plena de ese poder; por tanto, no es una ley escrita, sino la persona misma del Salvador.

Se trata de una verdad que san Pablo expresa con eficacia al escribir a los Gálatas y a los Romanos: a la justificación mediante la observancia de la ley contrapone la justificación mediante la fe en Cristo. Hoy, en cambio, en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios, leemos estas palabras: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos— fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1,22-24).

El poder y la sabiduría que Dios manifestó al crear el mundo y al hombre, hecho «a su imagen y semejanza» (cf. Gn Gn 1,26), se expresan plenamente en el orden moral. Por tanto, está al servicio del bien del hombre y de la sociedad humana. Esto lo confirma el Nuevo Testamento que determina con claridad el papel de la moral al servicio de la salvación eterna del hombre.

890 Precisamente por esto, en la aclamación antes del Evangelio acabamos de proclamar las palabras que Jesús pronunció en el diálogo con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único. Todo el que cree en él, tiene vida eterna» (Jn 3,16). No sólo los mandamientos, sino sobre todo el Verbo eterno, que se hizo hombre, es la fuente de la vida eterna.

4. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Juliano mártir, me alegra estar aquí con vosotros hoy, para celebrar la Eucaristía en el tercer domingo de Cuaresma. Saludo al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro celoso párroco don Luciano D’Erme, al vicario parroquial, a las religiosas que viven en este territorio y a todos vosotros que pertenecéis a esta comunidad parroquial, dedicada de modo particular al Corazón inmaculado de María y al Corazón misericordioso de Jesús.

Mi pensamiento va hoy, naturalmente, a mi venerado y querido hermano el cardenal Ugo Poletti, que falleció hace algunos días. Vuestra parroquia, erigida en 1980, es una de las más de setenta que él construyó durante su largo servicio a la diócesis de Roma. Mientras doy gracias al Señor una vez más por habérmelo concedido como valioso vicario general, os invito a todos a orar por él, encomendando a la Misericordia divina su alma elegida.

Sigo con afecto y atención las fases sucesivas de la Misión y, de modo especial, acompaño la entrega del evangelio según san Marcos a las familias y la práctica de los ejercicios espirituales, que se están realizando durante este tiempo cuaresmal. Es muy oportuna la iniciativa de los ejercicios espirituales, que constituyen una gran ayuda para los cristianos, llamados a «renovarse en el espíritu (...) y a revestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ep 4,23-24). Los ejercicios espirituales, fruto de la rica tradición espiritual de la Iglesia, responden auténticamente a los interrogantes profundos del hombre. Por tanto, los recomiendo a los jóvenes, en el ámbito de su camino de discernimiento vocacional, a los esposos cristianos, a las familias y a todos los que buscan sinceramente a Dios.

5. «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,21).

En el evangelio hemos releído el episodio de la expulsión de los vendedores del templo. La descripción de san Juan es viva y elocuente: por una parte está Jesús que, «haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes» (Jn 2,14-15), y por otra están los judíos, en particular los fariseos. El contraste es fuerte, hasta el punto de que algunos de los presentes preguntan a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2,18).

«Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19), responde Cristo. La gente replica: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (Jn 2,20). No habían comprendido —anota san Juan— que el Señor estaba hablando del templo vivo de su cuerpo que, durante los acontecimientos pascuales, sería destruido con la muerte en la cruz, pero que resucitaría al tercer día. «Y cuando resucitó de entre los muertos —escribe el evangelista—, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,22).

El acontecimiento pascual da significado auténtico a todos los elementos presentes en las lecturas de hoy. En la Pascua se revela plenamente el poder del Verbo encarnado, poder del Hijo eterno de Dios, que se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación.

«Señor, tú tienes palabras de vida eterna».

Creemos que tú eres verdaderamente el Hijo de Dios.

Y te damos gracias por habernos hecho partícipes de tu misma vida divina.

Amén.

B. Juan Pablo II Homilías 882