B. Juan Pablo II Homilías 890


VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN GAUDENCIO EN TORRE NOVA



891

Domingo 9 de marzo de 1997



1. «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16).

Estas palabras, que Jesús pronunció durante el diálogo con Nicodemo, expresan de modo sintético y eficaz el tema principal de la liturgia de hoy. En efecto, hacen referencia a la salvación que el Hijo unigénito de Dios trajo al mundo, revelándola en su realidad profunda, en cuanto obra del «Dios rico en misericordia»: Dives in misericordia.

San Pablo, escribiendo a los Efesios, se hace eco del Evangelio: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo» (Ep 2,4-5). De ese modo, la liturgia nos introduce en la perspectiva pascual, pues ¿qué es la salvación sino la participación en la muerte y la resurrección de Cristo?

El Apóstol presenta la obra de la salvación, indicando los frutos que produce en la vida de los creyentes. Considera la redención como una nueva creación, la creación que inserta al hombre en Jesucristo, haciéndolo capaz de realizar obras buenas según el plan de Dios (cf. Ef Ep 2,10).

2. La salvación y la redención, que Dios da a la humanidad con la muerte de su Hijo unigénito, se describen en la primera lectura y en el Salmo responsorial como liberación de la esclavitud, con referencia a la esclavitud babilónica que padecieron los hijos de Israel con la caída del reino de Judá. Esa experiencia dolorosa resuena de forma muy poética en las lamentaciones del salmista: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión...» (Ps 136,1). El autor de este salmo recuerda con imágenes vivas el sufrimiento del exilio y la nostalgia de Jerusalén, que experimentan los deportados: «Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que mi lengua se me pegue al paladar, si no me acuerdo de ti» (Ps 136,5-6).

El segundo libro de las Crónicas nos recuerda que la deportación a Babilonia fue un castigo que el Señor infligió a su pueblo por sus graves pecados, especialmente por el de la idolatría. Sin embargo, el período de la esclavitud tenía como fin que se arrepintiera y se convirtiera, y terminó cuando Ciro, rey de Persia, permitió a los israelitas volver a su patria y reconstruir en Jerusalén el templo destruido.

Ciro representa, en cierto sentido, al Mesías que esperaba Israel. Es la imagen del Redentor prometido, que debía liberar al pueblo de Dios de la esclavitud del pecado, para introducirlo en el reino de la verdadera libertad.

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Gaudencio en Torre Nova, con gran alegría celebro hoy la Eucaristía en esta nueva iglesia parroquial, junto con vuestra joven comunidad. Saludo cordialmente al cardenal vicario y al obispo vicegerente, a vuestro querido párroco, don Virginio Bolchini, al vicario parroquial y a todos los presbíteros que colaboran con él en la dirección de la parroquia. Vuestro párroco procede de la diócesis de Novara, lo cual me brinda la oportunidad de expresar mi sincera gratitud al obispo y a toda la diócesis de Novara por la generosidad con la que han ofrecido algunos sacerdotes a la Iglesia de Roma, para que desempeñen su ministerio entre nosotros.

Dirijo, asimismo, un saludo particular a las religiosas de María Auxiliadora y de Nuestra Señora de la Merced y, especialmente, a los miembros de la comunidad de San Egidio que, desde 1977, han sostenido, animado y promovido la pastoral y la caridad en este barrio.

La nueva iglesia está dedicada a san Gaudencio, patrono de Novara. ¿Cómo no pensar en este momento en el recordado cardenal Ugo Poletti, también él originario de esa amada diócesis, y a quien Dios ha llamado recientemente? Bajo la protección de san Gaudencio, este ilustre y generoso colaborador mío comenzó en Novara su ministerio sacerdotal y episcopal, que después continuó en esta Iglesia de Roma, que tanto amaba. ¡Que el Señor lo recompense por su incansable servicio al Evangelio, que prodigó a manos llenas durante toda su vida!

892 4. Amadísimos hermanos, vuestra comunidad es joven. Es joven la parroquia, porque su fundación es reciente; y, sobre todo, por la edad de los feligreses, pues abundan los muchachos y muchachas. Por eso, la atención a las nuevas generaciones debe ser una de vuestras prioridades pastorales. En efecto, con demasiada frecuencia los jóvenes, que tienen tantas potencialidades y dones, se encuentran sin trabajo, sin una formación adecuada y sin el apoyo de una auténtica familia. Por eso, a menudo son víctimas de la soledad, de la falta de proyectos y de la desilusión, cuando no acaban en la red de la drogadicción, de la delincuencia y de otras desviaciones.

Vuestra comunidad parroquial ha sido instituida recientemente. Sin embargo, el primer asentamiento en esta zona se remonta al año 1600, cuando Beatriz Cenci hizo construir en el castillo una torre y una iglesia dedicada a san Clemente. Así, este lugar se convirtió en una etapa natural para los peregrinos que, deseosos de visitar los monumentos de los Apóstoles, llegaban a las cercanías de la ciudad de Roma. Durante los próximos años, gran número de fieles y turistas vendrán a Roma con ocasión del gran jubileo del año 2000. Deseo que encuentren comunidades acogedoras y vivas en la fe. Ojalá que la misión ciudadana, que también estáis celebrando con entusiasmo y generosidad en esta parroquia, sea como un taller del Espíritu, abierto y laborioso, para construir una comunidad diocesana cada vez más generosa y solidaria.

5. «La luz vino al mundo, pero los hombres prefirieron las tinieblas a la luz» (
Jn 3,19).

La liturgia de la Palabra presenta la antítesis entre la esclavitud y la libertad, ilustrada por las lecturas del Antiguo Testamento, paralelamente a la antítesis entre las tinieblas y la luz, que desarrolla el evangelio. Jesús, en su diálogo con Nicodemo, propone esta última contraposición, que recoge, en forma de discurso, uno de los rasgos característicos del evangelio de Juan, ya presente en las primeras expresiones del Prólogo: «En el principio existía la Palabra (...). En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1,1 Jn 1,4-5).

En el diálogo con Nicodemo está presente esta misma contraposición radical entre la luz y las tinieblas: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz (...). Pues todo el que obra perversamente detesta la luz (...). En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,19-21).

¿Cómo no subrayar la alusión al juicio divino? El hombre es juzgado no sólo por un juez externo, sino también por la luz interior que se manifiesta mediante la voz de una conciencia recta. Es lo que ha recordado el concilio Vaticano II en la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: «En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer (...). La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (n. 16).

Amadísimos hermanos y hermanas, en nuestro itinerario cuaresmal hacia la Pascua ya cercana, dejémonos guiar por la voz de Dios, que nos llama a través de la conciencia. Así, podremos salir a su encuentro con una vida santa y rica en obras buenas, siempre conforme con su voluntad y según su corazón. Amén.

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN SALVADOR EN LAURO



Domingo 16 de marzo de 1997



1. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).

Con estas palabras, la liturgia de hoy nos invita a preparar el tiempo de la pasión del Señor, en el que entraremos el próximo domingo. Cristo las pronunció cuando algunos griegos, que deseaban acercarse a él, pidieron a Felipe: «Señor, quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12,21). Cristo pronunció entonces un discurso, cuyo contenido, a primera vista, resulta difícil y oscuro: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre (...). El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,23 Jn 12,25).

En realidad, estas palabras contienen, en síntesis, el significado esencial de los acontecimientos de la Semana santa. La «hora», en la que debe ser glorificado el Hijo del hombre, es la «hora» de su pasión y muerte en la cruz. Precisamente en esa «hora», el grano caído en la tierra, es decir, el Hijo de Dios hecho hombre, morirá para producir los inestimables frutos de la redención. En él la muerte llevará al triunfo de la vida.

893 El pasaje evangélico que acabamos de proclamar habla del miedo de Jesús en el umbral del misterio pascual. «Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora» (Jn 12,27). Parece como si se escuchara en este texto el eco de la oración de Getsemaní, cuando Jesús, experimentando el drama de la soledad y el miedo, pide al Padre que aparte de él el cáliz del sufrimiento. Pero, al mismo tiempo, acepta cumplir totalmente su voluntad. Después de haber dicho: «Padre, líbrame de esta hora », prosigue enseguida: «Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27-28).

2. Del misterio pascual habla también la segunda lectura, que recuerda cómo Cristo, «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado » (He 5,7). Podríamos preguntarnos aquí: ¿de qué modo Cristo fue escuchado, si el que podía salvarlo permitió que soportara la trágica experiencia del Viernes santo?

En la continuación del texto encontramos la respuesta: «Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autordesalvación eterna» (He 5,8-9). Por tanto, Cristo fue escuchado como Redentor del mundo, habiéndose convertido para todos los que creen en él en autor de salvación eterna. Esto se precisa en el pasaje joánico: «El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor» (Jn 12,26).

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Salvador en Lauro, me alegra estar en medio de vosotros hoy, para celebrar el día del Señor. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Antonio Tedeschi, y a sus colaboradores, entre los cuales está, ya desde hace muchos años, monseñor Luigi De Magistris, regente de la Penitenciaría apostólica. Saludo a los representantes de los diversos grupos y asociaciones que trabajan en esta comunidad y a todos vosotros, queridos feligreses, que no habéis querido faltar a esta celebración.

Dirijo un saludo especial al presidente, al asistente eclesiástico y a los miembros de la Obra pía del Piceno, a los monseñores Sergio Sebastiani y Elio Sgreccia, así como también a tantas personas procedentes de Las Marcas aquí presentes, unidas por profundos vínculos de fe y tradición cultural a esta antigua y hermosa iglesia. Este templo es testigo de siglos de historia y, sobre todo, de la antigua devoción a la bienaventurada Virgen de Loreto, tan venerada lineaquí. Dirijo un recuerdo particular al cardenal Pietro Palazzini.

Queridos hermanos, vuestra pequeña parroquia está situada en el centro histórico de Roma y, como muchas otras cercanas a la vuestra, su actividad pastoral se ve afectada por los fenómenos típicos de estos barrios ciudadanos, como la escasez de nuevas familias y de jóvenes, el número reducido de residentes a causa del elevado coste de los apartamentos y los numerosos comercios y oficinas que, poco a poco, los han sustituido, y la dispersión de los fieles en las numerosas y cercanas iglesias del centro. Todo esto condiciona casi inevitablemente la pastoral parroquial. Por eso, mientras hay que insistir en las iniciativas ordinarias para los pocos habitantes del territorio, que se esfuerzan por mantener vivas las características de la vieja Roma, y en la asistencia humana y espiritual a cuantos prestan servicio a las familias de la zona, es necesario comprometerse en favor de una pastoral renovada, que responda de modo cada vez más adecuado a las nuevas exigencias del barrio.

4. Pienso, por ejemplo, en cuanto ya hacéis plausiblemente en vuestro barrio cuando se organizan exposiciones y mercados u otras manifestaciones parecidas, que atraen a un gran número de personas a vuestro territorio parroquial. Tener abierta vuestra hermosa iglesia también al atardecer y acoger a los visitantes hasta tarde, ofreciéndoles la posibilidad de participar en una liturgia bien cuidada y acercarse al sacramento de la reconciliación, es un modo idóneo y concreto de evangelizar.

Con ocasión del gran jubileo del año 2000, muchos peregrinos visitarán el centro de Roma. Tener la posibilidad de visitar iglesias acogedoras y dispuestas a ofrecer momentos espirituales y culturales cualificados, será una importante ocasión de encuentro con la Iglesia que está en Roma y estimulará a los creyentes de la ciudad a crear nuevas formas de anuncio del Evangelio, comprometiéndolos en la obra misionera a todos los niveles que, cada vez más, debe ser la misión ciudadana.

Sé que también en vuestra parroquia os estáis moviendo en esta dirección. Ojalá que la misión ciudadana, que ya os estimula a trabajar unidos por zonas pastorales, ayude y favorezca los esfuerzos que estáis realizando para una presencia evangelizadora en Roma que sea cada vez mayor y más incisiva

5. «Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que haré (...) una alianza nueva» (Jr 31,31).

Con esta sugestiva visión de la nueva alianza, el profeta Jeremías, en la primera lectura que se ha proclamado, anuncia la futura renovación de las relaciones entre Dios y su pueblo, mediante el sacrificio de Cristo.

894 El texto profético funda esta decisiva intervención salvífica de Dios en la entrega de una nueva ley: «Meteré mi ley en su pecho —oráculo del Señor—, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,33).

Para que la ley definitiva de Dios, esto es, el Decálogo completado por Jesús en el mandamiento del amor, pudiera inscribirse en el corazón del hombre, era necesario ese sacrificio, hacia el que nos está guiando la liturgia de estos días. A la luz de la pasión y muerte de Cristo cobran un significado nuevo y más profundo también las palabras del rey David, que resuenan en el Salmo responsorial: «Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu » (Ps 50,12-13).

Estas palabras encontrarán su cumplimiento en el misterio pascual. En efecto, la redención coincide con la nueva creación, puesto que, a través de ella, se restituye al hombre pecador la alegría de la salvación y se le concede el gozo del Espíritu Santo.

Mientras nos encaminamos ahora a grandes pasos hacia la pasión, muerte y resurrección del Señor, hagamos nuestra la oración del profeta David: Danos también a nosotros la alegría de tu salvación y afiánzanos con espíritu generoso.

Renueva la firmeza de nuestro espíritu, a fin de que enseñemos tus caminos también a nuestros hermanos (cf. Sal Ps 50,13-14), para que todos vuelvan a ti, y gocen juntos de los frutos de tu redención. Amén.

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS

Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR


XII Jornada Mundial de la Juventud

Domingo 23 marzo de 1997




1. «¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (...). ¡Hosanna en el cielo!» (Mc 11,9-10).

Estas aclamaciones de la multitud, reunida para la fiesta de Pascua en Jerusalén, acompañan la entrada de Cristo y de los Apóstoles en la ciudad santa. Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico, según las palabras del profeta: «Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de animal de carga» (Mt 21,5).

El animal elegido indica que no se trata de una entrada triunfal, sino de la de un rey manso y humilde de corazón. Sin embargo, las multitudes reunidas en Jerusalén, casi sin notar esta expresión de humildad, o quizá reconociendo en ella un signo mesiánico, saludan a Cristo con palabras llenas de emoción: «¡Hosanna al Hijo de David!» «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» «¡Hosanna en las alturas!» (Mt 21,9). Y cuando Jesús entra en Jerusalén, toda la ciudad esta alborotada. La gente se pregunta: «“¿Quién es éste?”». Y algunos responden: «“Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”» (Mt 21,10-11).

No era la primera vez que la gente reconocía en Cristo al rey esperado. Ya había sucedido después de la multiplicación milagrosa del pan, cuando la multitud quería aclamarlo triunfalmente. Pero Jesús sabia que su reino no era de este mundo; por eso se había alejado de ese entusiasmo. Ahora se encamina hacia Jerusalén para afrontar la prueba que le espera. Es consciente de que va allí por última vez, para una semana «santa», al final de la cual afrontara la pasión, la cruz y la muerte. Sale al encuentro de todo esto con plena disponibilidad, sabiendo que así se cumple en él el designio eterno del Padre.

895 Desde ese día, la Iglesia extendida por toda la tierra repite las palabras de la multitud de Jerusalén: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Las repite cada día al celebrar la Eucaristía, poco antes de la consagración. Las repite con particular énfasis hoy, domingo de Ramos.

2. Las lecturas litúrgicas nos presentan al Mesías que sufre. Se refieren, ante todo, a sus padecimientos y a su humillación. La Iglesia proclama el evangelio de la pasión del Señor según uno de los sinópticos: el apóstol Pablo, en cambio, en la carta a los Filipenses nos ofrece una síntesis admirable del misterio de Cristo, quien, «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojo de su rango, y tomó la condición de esclavo (...). Por eso Dios lo levanto sobre todo y le concedió el nombre que está sobre todo nombre; de modo que, al nombre de Jesús (...), toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre» (
Ph 2,6-11).

Este himno de inestimable valor teológico presenta una síntesis completa de la Semana santa, desde el domingo de Ramos, pasando por el Viernes santo, hasta el domingo de Resurrección. Las palabras de la carta a los Filipenses, citadas de modo progresivo en un antiguo responsorio, nos acompañaran durante todo el Triduo sacro.

El texto paulino encierra en sí el anuncio de la resurrección y de la gloria, pero la liturgia de la Palabra del domingo de Ramos se concentra ante todo en la pasión. Tanto la primera lectura como el Salmo responsorial hablan de ella. En el texto, que forma parte de los llamados «cantos del Siervo de Yahveh», se esboza el momento de la flagelación y la coronación de espinas; en el Salmo se describe, con impresionante realismo, la dolorosa agonía de Cristo en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Ps 21,2).

Estas palabras, las más conmovedoras, las más emotivas, qué pronuncio Jesús desde la cruz en la hora de la agonía, resuenan hoy como una antítesis evidente, expresada en voz altar de aquel «Hosanna», que también resuena durante la procesión de los ramos.

3. Desde hace algunos años, el domingo de Ramos se ha convertido en la gran Jornada mundial de la juventud. Fueron los jóvenes mismos los que abrieron ese camino: desde el comienzo de mi ministerio en la Iglesia de Roma, en este día miles y miles de jóvenes se reunían en la plaza de San Pedro. A partir de ese hecho, a lo largo de los años se han desarrollado las Jornadas mundiales de la juventud, que se celebran en toda la Iglesia, en las parroquias y diócesis y, cada dos años, en un lugar elegido para todo el mundo. Desde 1984, los encuentros mundiales han tenido lugar sucesivamente, cada dos años: en Roma, en Buenos Aires (Argentina), en Santiago de Compostela (España), en Czestochowa-Jasna Góra (Polonia), en Denver (Estados Unidos), y en Manila (Filipinas). El próximo mes de agosto la cita es en París (Francia).

Por esta razón, el año pasado, durante la celebración del domingo de Ramos, los representantes de los jóvenes de Filipinas entregaron a sus coetáneos franceses la cruz peregrinante de la «Jornada mundial de la juventud». Este gesto tiene una elocuencia particular: es casi un redescubrimiento del significado del domingo de Ramos por parte de los jóvenes que son, efectivamente, sus protagonistas. La liturgia recuerda que «pueri hebraeorum, portantes ramos olivarum...», «los niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor, aclamando: ¡Hosanna al Hijo de David!» (Antífona).

Se puede decir que la primera «Jornada mundial de la juventud» fue precisamente la de Jerusalén, cuando Cristo entró en la ciudad santa; año tras año recordamos ese acontecimiento. El lugar de los «pueri hebraeorum» ha sido ocupado por jóvenes de diversas lenguas y razas. Todos, como sus predecesores en Tierra Santa, desean acompañar a Cristo y participar en su semana de pasión, en su Triduo sacro, en su cruz y en su resurrección. Saben que él es el «bendito» que «viene en nombre del Señor», trayendo la paz a la tierra y la gloria en las alturas. Lo que cantaron los ángeles la noche de Navidad sobre la cueva de Belén, resuena hoy con un gran eco en el umbral de la Semana santa, en la que Jesús se dispone a cumplir su misión mesiánica, realizando la redención del mundo mediante la cruz y la resurrección.

¡Gloria a ti, oh Cristo, Redentor del mundo! ¡Hosanna!

DURANTE LA MISA CRISMAL


Basílica de San Pedro

Jueves santo, 27 de marzo de 1997



896 1. Jesu, Pontifex quem Pater unxit Spiritu Sancto et virtute, miserere nobis.

Nos vienen a la memoria estas palabras de las letanías a Cristo sacerdote y víctima, mientras celebramos la santa misa crismal del Jueves santo. Durante esta liturgia, que se distingue por su peculiaridad e intensidad, bendecimos el sagrado crisma, junto con el óleo de los catecúmenos y el de los enfermos. Estos óleos servirán después para conferir los sacramentos del bautismo, la confirmación, el orden y la unción de los enfermos.

Las lecturas de la liturgia de hoy hablan de la unción, signo visible del don invisible del Espíritu Santo. En la lectura tomada del libro del profeta Isaías leemos: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para sanar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor» (
Is 61,1-2).

A estas palabras de Isaías se referirá el Señor Jesús en la sinagoga de Nazaret, al inicio de su misión mesiánica. Ese día, como nos lo ha recordado el pasaje del evangelio, Jesús se levantó para leer. Le entregaron el volumen del profeta Isaías. Lo desenrolló y encontró el pasaje donde estaban escritas las palabras que acabamos de escuchar. Jesús las leyó y, después, enrolló el volumen y lo devolvió al ministro, diciendo: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (cf. Lc Lc 4,16-21).

2. Debemos aplicar ese «hoy» de Nazaret al Jueves santo, que estamos celebrando. En este día, con la santa misa in Cena Domini, la Iglesia inicia el Triduo sacro, los tres días santos, que hacen presente el misterio pascual de Cristo.

El Jueves santo es el día de la institución de la Eucaristía y, junto con ella, del sacramento del sacerdocio. Esto es lo que parecen indicar de modo particular las palabras del Apocalipsis, que han resonado en la segunda lectura: «Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1,5-6). Esta doxología se dirige a Cristo, «sacerdote (...) según el rito de Melquisedec» (He 5,6). Melquisedec era rey y sacerdote del Dios altísimo. No ofrecía como sacrificio seres vivos, sino pan y vino. En el cenáculo, Cristo instituyó la Eucaristía en la que, bajo las especies del pan y del vino, hizo presente hasta el final de los tiempos el sacrificio de su muerte en la cruz

La Iglesia renueva continuamente de modo incruento el sacrifico cruento de su Señor, la inmolación de su cuerpo y de su sangre. Todos los que participan en la Eucaristía, mirando con los ojos de la fe, saben que toman parte místicamente en el sacrificio de la cruz, que culminó cuando un soldado romano traspasó el costado de Cristo. San Juan, haciéndose eco del profeta Zacarías, escribe en el evangelio: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37); y en el Apocalipsis: «Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra harán duelo por su causa» (Ap 1,7).

3. Amadísimos hermanos sacerdotes, el Jueves santo es un día particular para nuestro sacerdocio. Es la fiesta de su institución. Por eso, hoy todos los obispos, en sus respectivas diócesis, esparcidas por todo el mundo, concelebran la liturgia eucarística con los presbíteros de sus comunidades. También lo hace el Obispo de Roma. Con el corazón lleno de gratitud renovemos juntos las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación, cuando recibimos la unción del Espíritu Santo. Oremos para que la gracia de esa unción no nos abandone nunca, y nos consuele; más aún, para que nos acompañe cada día de nuestro ministerio a fin de que, siendo fieles a Cristo que nos ha llamado, sirvamos con celo apostólico al pueblo cristiano y lleguemos vigilantes y activos hasta el fin de nuestros días.

«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús! ». Cristo, tú eres «el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene» (Ap 1,8). Amén.

MISA " IN CENA DOMINI"


27 de marzo de 1997



1. Cada año esta Basílica de san Juan de Letrán acoge a la asamblea reunida para el solemne Memorial de la Última Cena.

897 Acuden fieles de Roma y de todo el mundo para renovar el recuerdo de aquel acontecimiento que se realizó un jueves de hace muchos años en el Cenáculo, y que la liturgia conmemora como siempre actual en el día de hoy. Lo prolonga como Sacramento del Altar, Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Lo prolonga como Eucaristía.

Estamos convocados para repetir ante todo el gesto que Cristo hizo al comienzo de la Última Cena, esto es, el lavatorio de los pies. El Evangelio de Juan presenta a nuestra consideración la resistencia de Pedro ante la humillación del Maestro y la enseñanza con la que Jesús ha comentado su propio gesto: "Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis" (
Jn 13,13-15).

En la hora del banquete eucarístico, Cristo afirma la necesidad del servicio. "El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos" (Mc 10,45).

Estamos, pues, convocados para expresar de nuevo la memoria viva del mayor de los mandamientos, el mandamiento del amor: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). El gesto de Cristo lo representa en vivo ante la mirada de los Apóstoles: "Había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre"; la hora del sumo amor: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

2. Todo esto culmina en la Última Cena, en el Cenáculo de Jerusalén. Estamos convocados para revivir este acontecimiento, la institución del Sacramento admirable, del que la Iglesia vive incesantemente, del Sacramento que constituye la Iglesia en su realidad más auténtica y profunda. No hay Eucaristía sin Iglesia, pero, antes aún, no hay Iglesia sin Eucaristía.

Eucaristía quiere decir acción de gracias. Por esto hemos rezado con el salmo responsorial: "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? (Ps 115,12). Presentamos sobre el altar las ofrendas del pan y del vino, como incesante acción de gracias por todos los bienes que recibimos de Dios, por los bienes de la creación y de la redención. La redención se ha realizado mediante el Sacrificio de Cristo. La Iglesia, que anuncia la redención y vive de la redención, ha de continuar haciendo presente sacramentalmente este Sacrificio, del cual debe sacar fuerza para ser ella misma.

3. La celebración eucarística in Cena Domini nos lo recuerda con singular elocuencia. La primera lectura, del libro del Éxodo, evoca el momento de la historia del pueblo de la Antigua Alianza en el que con más fuerza ha estado prefigurado el misterio de la Eucaristía: se trata de la institución de la Pascua. El pueblo debía ser liberado de la esclavitud de Egipto, debía dejar la tierra de esclavitud y el precio de este rescate era la sangre del cordero.

Aquel cordero de la Antigua Alianza ha encontrado plenitud de significado en la Nueva Alianza. Esto se ha realizado también mediante el ministerio profético de Juan Bautista, quien, al ver a Jesús de Nazaret que venía al río Jordán para recibir el bautismo, exclamó: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).

No es casual que estas palabras se hayan colocado en el centro de la liturgia eucarística. Nos lo recuerdan las lecturas de la santa Misa de la Cena del Señor para indicar que con este vivo Memorial entramos en la hora de la Pasión de Cristo. Precisamente en esta hora será desvelado el misterio del Cordero de Dios. Las palabras pronunciadas por el Bautista junto al Jordán se cumplirán así claramente. Cristo será crucificado. Como Hijo de Dios aceptará la muerte para liberar al mundo del pecado.

Abramos nuestros corazones, participemos con fe en este gran misterio y aclamemos junto con toda la Iglesia convocada en asamblea eucarística: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!"



VIGILIA PASCUAL




Sábado Santo, 29 de marzo de 1997



898 1. "¡Que exista la luz!" (Gn 1,3)

Durante la Vigilia pascual, la liturgia proclama estas palabras del Libro del Génesis, las cuales son un elocuente motivo central de esta admirable celebración. Al empezar se bendice el "fuego nuevo", y con él se enciende el cirio pascual, que es llevado en procesión hacia el altar. El cirio entra y avanza primero en la oscuridad, hasta el momento en que, después de cantar el tercer "Lumen Christi", se ilumina toda la Basílica.

De este modo están unidos entre sí los elementos de las tinieblas y de la luz, de la muerte y de la vida. Con este fondo resuena la narración bíblica de la creación. Dios dice: "Que exista la luz". Se trata, en cierto modo, del primer paso hacia la vida. En esta noche debe realizarse el singular paso de la muerte a la vida, y el rito de la luz, acompañado por las palabras del Génesis, ofrece el primer anuncio.

2. En el Prólogo de su Evangelio, san Juan dice que el Verbo se hizo carne: "En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4). Esta noche santa se convierte pues en una extraordinaria manifestación de aquella vida que es la luz de los hombres. En esta manifestación participa toda la Iglesia y, de modo especial, los catecúmenos, que durante esta Vigilia reciben el Bautismo.

La Basílica de san Pedro en esta solemne celebración os acoge a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, que dentro de poco seréis bautizados en Cristo nuestra Pascua. Dos de vosotros provienen de Albania y dos del Zaire, Países que están viviendo horas dramáticas de su historia. ¡Que el Señor se digne escuchar el grito de los pobres y guiarlos en el camino hacia la paz y la libertad! Otros proceden de Benin, Cabo Verde, China y Taiwán. Ruego por cada uno de vosotros y de vosotras que, en esta asamblea representáis las primicias de la nueva humanidad redimida por Cristo, para que seáis siempre fieles testigos de su Evangelio.

Las lecturas litúrgicas de la Vigilia pascual unen entre sí los dos elementos del fuego y del agua. El elemento fuego, que da la luz, y el elemento agua, que es la materia del sacramento del renacer, es decir, del santo Bautismo. "El que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5). El paso de los Israelitas a través del Mar Rojo, es decir, la liberación de la esclavitud de Egipto, es figura y casi anticipación del Bautismo que libera de la esclavitud del pecado.

3. Los múltiples motivos que en esta liturgia de la Vigilia de Pascua encuentran su expresión en las Lecturas bíblicas, convergen y se interrelacionan así en una imagen unitaria. Del modo más completo es el apóstol Pablo quien presenta esta verdad en la Carta a los Romanos, proclamada hace poco: "Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva" (Rm 6,3-4).

Estas palabras nos llevan al centro mismo de la verdad cristiana. La muerte de Cristo, la muerte redentora, es el comienzo del paso a la vida, manifestado en la resurrección. "Si hemos muerto con Cristo —prosigue san Pablo—, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él" (Rm 6,8-9).

4. Al llevar en las manos la antorcha de la Palabra de Dios, la Iglesia que celebra la Vigilia pascual se detiene como ante un último umbral. Se detiene en gran espera, durante toda esta noche. Junto al sepulcro esperamos el acontecimiento sucedido hace dos mil años. Primeros testigos de este suceso extraordinario fueron las mujeres de Jerusalén. Ellas llegaron al lugar donde Jesús había sido depositado el Viernes Santo y encontraron la tumba vacía. Una voz les sorprendió: "¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron. ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: El va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo" (Mc 16,6-7).

Nadie vio con sus propios ojos la resurrección de Cristo. Las mujeres, llegadas a la tumba, fueron las primeras en constatar el acontecimiento ya sucedido.

La Iglesia, congregada por la Vigilia pascual, escucha nuevamente, en silenciosa espera, este testimonio y manifiesta después su gran alegría. La hemos escuchado anunciar hace poco por el diácono. "Annuntio vobis gaudium magnum...", "Os anuncio una gran alegría, ¡Aleluya!".

899 Acojamos con corazón abierto este anuncio y participemos juntos en la gran alegría de la Iglesia.

¡Cristo ha resucitado verdaderamente! ¡Aleluya!





B. Juan Pablo II Homilías 890