B. Juan Pablo II Homilías 899


DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA ROMANA


DE SAN JUDAS TADEO


Domingo 6 de abril de 1997



1. «A los ocho días (...) llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: "Paz a vosotros"» (Jn 20,26).

El pasaje evangélico de hoy, «domingo in albis», narra dos apariciones del Resucitado a los Apóstoles: una, el mismo día de Pascua y, otra, ocho días después. La tarde del primer día después del sábado, mientras los Apóstoles se encuentran reunidos en un único lugar, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se presenta Jesús y les dice: «Paz a vosotros» (Jn 20,19). En realidad, con ese saludo les ofrece el don de la auténtica paz, fruto de su muerte y resurrección. En el misterio pascual se realizó, efectivamente, la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios, que es la fuente de todo progreso verdadero hacia la plena pacificación de los hombres y de los puebles entre sí y con Dios.

Jesús confía, después, a los Apóstoles la tarea de proseguir su misión salvífica, para que a través de su ministerio la salvación llegue a todos los lugares y a todos los tiempos de la historia humana: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). El gesto de encomendarles la misión evangelizadora y el poder de perdonar los pecados está íntimamente relacionado con el don del Espíritu, como indican sus palabras: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados » (Jn 21,22-23).

Con estas palabras, Jesús encomienda a sus discípulos el ministerio de la misericordia. En efecto, en el misterio pascual se manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios, rico en misericordia, «dives in misericordia» (cf. Ef Ep 2,4). En este segundo domingo de Pascua, la liturgia nos invita a reflexionar de modo particular en la misericordia divina, que supera todo límite humano y resplandece en la oscuridad del mal y del pecado. La Iglesia nos impulsa a acercarnos con confianza a Cristo, quien, con su muerte y su resurrección, revela plena y definitivamente las extraordinarias riquezas del amor misericordioso de Dios.

2. Durante la aparición del Resucitado que tuvo lugar la tarde de Pascua no estaba presente el apóstol Tomás. Informado sobre ese extraordinario acontecimiento, e incrédulo ante el testimonio de los demás Apóstoles, pretende comprobar personalmente la veracidad de lo que afirman.

Ocho días después, es decir, en la octava de Pascua, precisamente como hoy, se repite la aparición: Jesús mismo sale al encuentro de la incredulidad de Tomás, ofreciéndole la posibilidad de palpar con su mano los signos de su pasión, e invitándolo a pasar de la incredulidad a la plenitud de la fe pascual.

Ante la profesión de fe de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28), Jesús pronuncia una bienaventuranza que ensancha el horizonte hacia la multitud de los futuros creyentes: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20,29). La experiencia pascual del apóstol Tomás fue más grande que su misma petición. En efecto, no sólo pudo constatar la veracidad de los signos de la pasión y la resurrección, sino que, a través del contacto personal con el Resucitado, también comprendió el significado profundo de la resurrección de Jesús y, habiéndose transformado íntimamente, confesó abiertamente su fe plena y total en su Señor resucitado y presente en medio de los discípulos. Por tanto, en cierto sentido, pudo «ver» la realidad divina del Señor Jesús, muerto y resucitado por nosotros. El Resucitado mismo es el argumento definitivo de su divinidad y, a la vez, de su humanidad.

3. También todos nosotros estamos invitados a ver con los ojos de la fe a Cristo vivo y presente en la comunidad cristiana. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Judas Tadeo, me alegra poder estar finalmente en medio de vosotros, en vuestra hermosa parroquia. Os saludo a todos con gran afecto. Esta visita se retrasó un poco por una enfermedad, pero al fin ha llegado y lo ha hecho en el día más solemne posible. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al monseñor vicegerente, a vuestro celoso párroco, don Gabriele Zuccarini, y a los sacerdotes que colaboran con él en el cuidado pastoral de vuestra comunidad.

900 Saludo, asimismo, a las religiosas del instituto Hermanas de la Misericordia y a las Hijas de la Caridad de la Preciosísima Sangre. Extiendo mi saludo a los habitantes del barrio, especialmente a los que no han podido estar presentes aquí. Pienso, en particular, en los enfermos, en los ancianos y en quienes, por diversos motivos, atraviesan alguna dificultad.

Amadísimos hermanos y hermanas, en vuestra parroquia, donde durante los últimos años ha aumentado el número de las personas ancianas o solas y ha comenzado el asentamiento de una segunda generación joven de familias, es muy necesaria una labor capilar de nueva evangelización. En efecto, el desafío pastoral consiste en ayudar a todas las familias y, sobre todo a las más jóvenes, a descubrir la riqueza del Evangelio y a perseverar en los compromisos de la fe cristiana.

Os encomiendo en particular a vosotros, queridos fieles miembros de los numerosos grupos parroquiales, la tarea de ser portadores de esperanza, llevando el Evangelio a vuestros hermanos que viven en el barrio. No esperéis que vengan a vosotros; salid vosotros a su encuentro, confiando en el poder de la Palabra que lleváis. En efecto, la misión ciudadana, con sus múltiples iniciativas actualmente en curso, llama a cada cristiano de Roma a redescubrir el mandato misionero que Jesús resucitado ha encomendado a todos los bautizados a través del ministerio de los Apóstoles. Según las noticias que me dan el cardenal vicario y los obispos auxiliares de los diversos sectores, son muchas las personas dispuestas a tomar parte en la misión ciudadana. Son personas que se presentan para participar activamente en la nueva evangelización de Roma.

4. Sin embargo, la evangelización que propone la misión ciudadana será tanto más eficaz cuanto más sea sostenida y acompañada por la oración la obra de los misioneros. Por tanto, me congratulo con vosotros por las numerosas iniciativas de oración y adoración eucarística semanal, también nocturna, que realizáis en esta hermosa comunidad. La oración es el alma de la misión.Amadísimos hermanos y hermanas, perseverad en la oración, porque el contacto con Dios asegura la autenticidad de la actividad apostólica.

En los evangelios leemos que Jesús mismo, aun prodigándose en favor de numerosos hombres y mujeres, se retiraba a orar a solas durante largos períodos (cf. Mt
Mt 14,23 Mc 1,35 Lc 6,12 Lc 9,18 Lc 11,1 Jn 6,15 etc. ). Debemos imitarlo y encontrarlo en los momentos de soledad y silencio dedicados a la oración. Estos providenciales momentos de recogimiento espiritual os ayudarán a todos a ser auténticos misioneros del Evangelio en esta gran ciudad.

5. «En el grupo de los creyentes, todos tenían un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32).

La comunidad apostólica de Jerusalén, descrita en los Hechos de los Apóstoles, es modelo de toda comunidad cristiana. También nosotros, que ya vivimos en el umbral del tercer milenio cristiano, debemos llegar a ser cada vez más un solo corazón y una sola alma, tanto en la acción litúrgica como en la actividad apostólica y en el testimonio de la caridad. Debemos comprometernos a testimoniar con gran fuerza la resurrección de Jesús (cf. Hch Ac 4,33), en comunión con los sucesores de los Apóstoles.

«Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe», acaba de recordarnos la primera carta de san Juan (1Jn 5,4). Mediante la fe, que se vive en la observancia de los mandamientos, también nosotros estamos llamados a derrotar las fuerzas del mal para preparar ya desde ahora, con nuestro apostolado, la manifestación plena del reino de Dios.

Con las palabras del Salmo responsorial, queremos exultar por las maravillas que Dios sigue realizando también en nuestro tiempo. En efecto, en la Pascua de su Hijo, muerto y resucitado, sale al encuentro de cada hombre, manifestándole las infinitas riquezas de su misericordia sin límites. «Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Ps 117,24). Amén. Aleluya.

VIAJE APOSTÓLICO A SARAJEVO



DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS


EN LA CATEDRAL



Sábado 12 de abril de 1997




Señor cardenal;
venerados obispos de Bosnia-Herzegovina;
901 venerados hermanos en el episcopado aquí reunidos;
amadísimos sacerdotes,
religiosos, religiosas y seminaristas:

1. «Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada» (
1P 2,9). Me dirijo a vosotros con estas palabras del apóstol Pedro a los cristianos, para saludaros cordialmente: a vosotros, a quienes Dios «llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa»; a vosotros, a quienes corresponde la tarea de proclamar ante el mundo «sus hazañas» (1P 2,9).

¿Cuáles «hazañas»? Son innumerables las «hazañas» que Dios ha realizado en la historia de los hombres. Pero la «hazaña » más grande de todas es, ciertamente, la resurrección de Jesucristo, de la que nació el pueblo nuevo al que pertenecemos.

En el misterio pascual se han superado las antiguas enemistades: quienes antes no eran «pueblo», porque «no habían alcanzado misericordia», ahora se han convertido o han sido llamados a ser el único «pueblo de Dios», que en la sangre de Cristo «han conseguido misericordia » (1P 2,10).

Este es el gozoso mensaje que la Iglesia revive y anuncia en este tiempo pascual, elevando su canto de alabanza y acción de gracias a Cristo Jesús, «quien fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25).

2. Amadísimos hermanos y hermanas, doy las gracias al Señor desde lo profundo de mi corazón, porque me ha permitido realizar esta peregrinación, que durante tanto tiempo he deseado y esperado. Me alegra estar aquí, en esta catedral, junto a vosotros, para unirme a vuestra oración a Aquel que «es nuestra paz» (Ep 2,14).

Os saludo con afecto a todos y, en particular, al señor cardenal Vinko Pulji a, a quien agradezco los sentimientos que ha expresado en nombre de todos los presentes. Mi pensamiento va, en este momento, a los sacerdotes y a las personas consagradas, que más han sufrido durante estos años difíciles. No me olvido de quienes han desaparecido, como los sacerdotes Grgia y Matanovia, cuyo paradero pido que se esclarezca. De modo especial, recuerdo a quienes han pagado con la sangre su testimonio de amor a Cristo y a sus hermanos. Ojalá que la sangre que derramaron infunda nuevo vigor a la Iglesia, que sólo pide poder predicar libremente en Bosnia- Herzegovina el evangelio de la salvación eterna, en el respeto a todo ser humano, de cualquier cultura y de cualquier religión.

He venido a Sarajevo para repetir en esta tierra martirizada el mensaje del apóstol Pablo: «Cristo es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad » (Ep 2,14). En el alto «muro de separación», ante el cual el mundo se sentía casi impotente, se ha abierto finalmente «la brecha de la paz».

Ha sido escuchada la plegaria insistente y apremiante, cuyo símbolo era la lámpara encendida en la basílica de San Pedro durante los terribles días de la guerra. Ahora se os entrega a vosotros, para que desde esta catedral siga alimentando la confianza en el auxilio maternal de la Virgen santísima, recordando a cada uno el deber de trabajar incansablemente al servicio de la paz.

902 3. Aquí, en esta «ciudad mártir», y en toda Bosnia-Herzegovina, marcadas por el encarnizamiento de una insensata «lógica » de muerte, división y aniquilamiento, había personas que luchaban para «derribar el muro de separación». Estabais vosotros que, en medio de sufrimientos y peligros de todo tipo, habéis trabajado activamente para abrir el camino de la paz. De modo especial, pienso en vosotros, sacerdotes, que durante el triste período de la guerra habéis permanecido al lado de vuestros fieles y habéis sufrido con ellos, ejerciendo con valentía y fidelidad vuestro ministerio. ¡Gracias por este signo de amor a Cristo y a su Iglesia! Durante estos años habéis escrito páginas de auténtico heroísmo, que no podrán olvidarse.

Hoy he venido a deciros: ¡Ánimo!, no dejéis de hacer progresar la paz anhelada durante tanto tiempo. La aurora de Dios ya está presente en medio de vosotros; la luz del nuevo día ya ilumina vuestro camino.

Queridos hermanos, os recomiendo que, incluso a costa de grandes sacrificios, permanezcáis entre las ovejas de la grey que se os ha confiado, como portadores de esperanza y límpidos testigos de la paz de Cristo. Conservad firmemente en vuestra misión el sentido de vuestra vocación y de vuestra identidad de sacerdotes de Cristo. Sentíos orgullosos de poder repetir con san Pablo: «Nos acreditamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones (...), en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera» (
2Co 6,4-6).

4. También a vosotros, queridos religiosos y religiosas, quiero expresaros la gratitud de la Iglesia por la valiosa obra que habéis realizado y realizáis al servicio del pueblo de Dios, dando testimonio del Evangelio en la profesión de los consejos evangélicos y en múltiples formas de apostolado.

Sabed reavivar el carisma genuino que os han confiado vuestros fundadores y fundadoras, redescubriendo continuamente su riqueza y viviéndolo cada vez con mayor convicción e intensidad.

¿Cómo no recordar en esta catedral a monseñor Josip Stadler, primer arzobispo de la sede renovada de la antigua Vrhbosna, la actual Sarajevo, y fundador de la congregación de las Esclavas del Niño Jesús, la única congregación que ha nacido en Bosnia-Herzegovina? Que el recuerdo vivo de este gran prelado, fidelísimo a la Sede apostólica y siempre dispuesto a servir a sus hermanos, aliente y sostenga el esfuerzo misio nero de todas las personas consagradas que trabajan en esta región, que tanto amo.

Quiero dirigir unas palabras en particular a vosotros, queridos Frailes Menores, a quienes saludo, y en especial a vuestro ministro general, presente esta tarde con nosotros. A lo largo de los siglos habéis trabajado mucho para difundir y preservar la fe cristiana en Bosnia- Herzegovina, contribuyendo eficazmente a la predicación del Evangelio entre estas poblaciones. Vuestro pasado glorioso os compromete a una generosidad a toda prueba en el momento actual, siguiendo las huellas de san Francisco que, según su primer biógrafo, «en el corazón, en los labios, en los oídos, en los ojos, en las manos y en todos los demás miembros», tenía el recuerdo apasionado de Jesús crucificado (I Cel.115), llevando sus estigmas en el corazón antes que en sus miembros (II Cel. 11). Muy actual es la invitación que dirigía a sus frailes: «Aconsejo, amonesto y exhorto a mis frailes en el Señor Jesucristo a que, cuando vayan por el mundo, no riñan, eviten las disputas de palabras, y no juzguen a los demás; por el contrario, sean bondadosos, pacíficos y modestos, mansos y humildes, hablando honradamente con todos, tal como conviene » (Regla, cap. III). ¡Cuánto bien producirá este testimonio de mansedumbre franciscana a la unidad de la Iglesia, a la acción apostólica y a la causa de la paz!

5. Unas palabras también para vosotros, queridos seminaristas, esperanza de la Iglesia en esta tierra. Siguiendo el ejemplo del siervo de Dios Petar Barbaric, dejaos fascinar por Cristo. Descubrid la belleza de entregarle vuestra vida, para llevar a vuestros hermanos su Evangelio de salvación. La vocación es una aventura que vale la pena vivir hasta el fondo. En la respuesta generosa y perseverante a la llamada del Señor radica el secreto de una vida plenamente realizada.

A todos vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas, quisiera daros dos recomendaciones: vivid entre vosotros la solidaridad, «concordes en el mismo pensar y el mismo sentir» (1Co 1,10), que es un signo inequívoco de la presencia operante de Cristo.

Cultivad con espíritu de humildad y obediencia la comunión y la activa colaboración pastoral con vuestros obispos, según la exhortación de san Ignacio de Antioquía: «Os insto a esmeraros por hacerlo todo en la concordia de Dios, bajo la guía del obispo» (Ad Magn. 6, 1). Por lo demás, esta es la enseñanza que transmite el concilio Vaticano II, que afirma: «Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado» (Lumen gentium LG 27). En consecuencia, el Concilio precisa que, en virtud de esta potestad, «los obispos tienen el sagrado derecho y el deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo lo referente al culto y al apostolado» (ib.). Por eso, concluye, los fieles «deben estar unidos a su obispo, como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre, para que todo se integre en la unidad y crezca para gloria de Dios» (ib.).

6. Queridos hermanos, ha llegado para todos la hora de un profundo examen de conciencia: ha llegado la hora de un decisivo compromiso en favor de la reconciliación y la paz.

903 Como ministros del amor de Dios, habéis sido enviados a enjugar las lágrimas de muchas personas que lloran a sus familiares asesinados, y a escuchar el grito impotente de quienes han visto pisoteados sus derechos y destruidos sus afectos. Como hermanos y hermanas de todos, estad cercanos a los prófugos y a los desplazados, a quienes han sido expulsados de sus casas y han sido privados de las cosas con las que pensaban construir su futuro. Sostened a los ancianos, a los huérfanos y a las viudas. Alentad a los jóvenes, obligados a menudo a renunciar a una inserción serena en la vida, y forzados por la dureza del conflicto a convertirse precozmente en adultos.

Es necesario decir en voz alta y fuerte: ¡Nunca más la guerra! Es preciso renovar todos los días el esfuerzo del encuentro, interrogando la propia conciencia no sólo sobre las culpas, sino también sobre las energías que cada uno está dispuesto a emplear para edificar la paz. Hay que reconocer el primado de los valores éticos, morales y espirituales, defendiendo el derecho de todo hombre a vivir con serenidad y concordia, y condenando toda forma de intolerancia y persecución, arraigada en ideologías que desprecian a la persona en su dignidad inviolable.

7. Amadísimos hermanos y hermanas, el Sucesor de Pedro está aquí, entre vosotros, como peregrino de paz, de reconciliación y de comunión. Está aquí para recordar a todos que Dios perdona sólo a quienes tienen, a su vez, la valentía de perdonar. Es necesario abrir la propia mente a la lógica de Dios, para entrar a formar parte de su pueblo y poder proclamar «las hazañas de su amor» (cf.
1P 2,9). La fuerza de vuestro ejemplo y de vuestra oración obtendrá del Señor, para quienes aún no la han encontrado, la valentía de pedir perdón y perdonar.

Pidamos a María, venerada aquí en tantos santuarios, que nos lleve de la mano y nos enseñe que precisamente la valentía de pedir perdón y perdonar es el comienzo del camino hacia la verdadera paz. Encomendémosle a ella el compromiso arduo, pero necesario, de construir con tenacidad la «civilización del amor».

¡María, Reina de la paz, ruega por nosotros!

VIAJE APOSTÓLICO A SARAJEVO



DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA


EN EL ESTADIO KOŠEVO


Domingo 13 de abril de 1997

«Tenemos a un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el justo» (1Jn 2,1).

1. Tenemos a un abogado que habla en nuestro nombre. ¿Quién es este abogado que se hace nuestro portavoz? La liturgia de hoy nos da una respuesta completa: «Tenemos a un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el justo» (1Jn 2,1).

Leemos en los Hechos de los Apóstoles: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús» (Ac 3,13). A él sus compatriotas lo traicionaron y renegaron, incluso cuando Pilato quería ponerlo en libertad. Pidieron que fuera indultado en su lugar un asesino, Barrabás. De ese modo, condenaron a la muerte al autor de la vida (cf. Hch Ac 3,13-15).

Pero «Dios lo resucitó de entre los muertos» (Ac 3,15). Así habla Pedro, que fue testigo directo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Como tal, fue enviado a los hijos de Israel y a todas las naciones del mundo. Sin embargo, al dirigirse a sus compatriotas, no sólo los acusa; también los excusa: «Hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo» (Ac 3,17).

Pedro es testigo consciente de la verdad sobre el Mesías que, en la cruz, cumplió las antiguas profecías: Jesucristo se ha convertido en abogado ante el Padre, el abogado del pueblo elegido y de toda la humanidad.

904 San Juan añade: «Tenemos a un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn 2,1-2). El Sucesor de Pedro, que por fin ha llegado a vuestra tierra, ha venido a repetiros esta verdad. Pueblo de Sarajevo y de toda Bosnia- Herzegovina, hoy vengo a decirte: ¡Tienes a un abogado ante Dios. Su nombre es Jesucristo, el justo!

2. Pedro y Juan, así como también los demás Apóstoles, se convirtieron en testigos de esta verdad, pues vieron con sus ojos a Cristo crucificado y resucitado. Se había presentado en medio de ellos en el cenáculo, mostrando las heridas de la pasión; les había permitido tocarlo, para que pudieran convencerse personalmente de que era el mismo Jesús que habían conocido antes como «el Maestro». Y para confirmar totalmente la verdad sobre su resurrección, aceptó el alimento que le habían ofrecido, comiéndolo con ellos como lo había hecho muchas veces antes de morir.

Jesús conservó su identidad, a pesar de la extraordinaria transformación que se había producido en él después de su resurrección. Y todavía la conserva. Él es el mismo hoy, como ayer, y seguirá siéndolo por los siglos (cf. Hb He 13,8). Como tal, como verdadero hombre, es el abogado de todos los hombres ante el Padre. Más aún, es el abogado de toda la creación redimida por él y en él.

Se presenta ante el Padre como el testigo más experto y más competente de cuanto, mediante la cruz y la resurrección, se ha realizado en la historia de la humanidad y del mundo. Habla con el lenguaje de la redención, es decir, de la liberación de la esclavitud del pecado. Jesús se dirige al Padre como Hijo consustancial y, al mismo tiempo, como verdadero hombre, hablando el lenguaje de todas las generaciones humanas y de toda la historia humana: de las victorias y las derrotas, de todos los sufrimientos y todos los dolores de cada hombre y, a la vez, de cada pueblo y cada nación de la tierra entera.

Cristo habla con vuestro lenguaje, queridos hermanos y hermanas de Bosnia- Herzegovina, probada durante tanto tiempo y tan dolorosamente. Él dijo: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá», pero añadió: «resucitará de entre los muertos al tercer día (...). Vosotros sois testigos de esto» (Lc 24,48-49). ¡Ánimo, habitantes de esta tierra tan probada! Tenéis a un abogado ante Dios. Su nombre es: Jesucristo, el justo.

3. Sarajevo: ciudad que se ha convertido en un símbolo, en cierto sentido, en el símbolo del siglo XX. En 1914, el nombre de Sarajevo se asoció el estallido del primer conflicto mundial. Al término de este mismo siglo, el nombre de esta ciudad evoca la dolorosa experiencia de la guerra que, a lo largo de cinco años, ha dejado en esta región una impresionante estela de muerte y devastación.

Durante ese período, el nombre de esta ciudad no dejó de ocupar las páginas de la crónica y de ser tema de intervenciones políticas por parte de jefes de naciones, estrategas y generales. Todo el mundo ha seguido hablando de Sarajevo en términos históricos, políticos y militares. También el Papa hizo oír su voz sobre esa trágica guerra y, muchas veces y en diferentes circunstancias, tuvo en sus labios, y siempre en su corazón, el nombre de esta ciudad. Ya desde hace algunos años deseaba con ardor venir a visitaros personalmente.

Hoy, por fin, ese deseo se ha hecho realidad. ¡Demos gracias al Señor! Las palabras con las que os saludo afectuosamente son las mismas con las que Cristo, después de su resurrección, se dirigió a sus discípulos: «Paz a vosotros» (Lc 24,26). ¡Paz a vosotros, hombres y mujeres de Sarajevo! ¡Paz a vosotros, habitantes de Bosnia-Herzegovina! ¡Paz a vosotros, hermanos y hermanas de esta amada tierra!

Saludo al señor cardenal Vinko Puljia, pastor diligente de esta Iglesia, a quien agradezco las palabras de bienvenida y comunión que me ha dirigido también en nombre de su obispo auxiliar, monseñor Pero Sudar, y de todos los presentes. Saludo al venerado e intrépido obispo, monseñor Franjo Komarica, y a sus fieles de la diócesis de Banja Luka, así como al venerado y celoso obispo, monseñor Ratko Peria, y a sus fieles de las diócesis de Mostar-Duvno y Trebinje- Mrkan.

Saludo a los cardenales y a los obispos presentes, y a todos vosotros, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos. Mi saludo deferente se extiende a las autoridades civiles y diplomáticas reunidas aquí, así como a los representantes de otras confesiones religiosas que han querido honrarnos con su presencia.

La paz que Jesús da a sus discípulos no es la que imponen los vencedores a los vencidos, los más fuertes a los más débiles. No se legitima con las armas; por el contrario, nace del amor. Amor de Dios al hombre, y amor del hombre al hombre. Hoy resuena fuerte el mandamiento de Dios: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón», «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Dt 6,5 Lv 19,18). Con estos firmes requisitos puede consolidarse y edificarse la paz alcanzada. Y «bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

905 ¡Sarajevo, Bosnia-Herzegovina, tienes un abogado ante Dios, Jesucristo, el justo!

4. El Papa, como servidor del Evangelio, en unión con los pastores de Bosnia- Herzegovina y con toda la Iglesia, quiere revelar una dimensión más profunda aún, escondida en la realidad de la vida de esta región que, desde hace años, centra la atención de todo el mundo.

Sarajevo, Bosnia-Herzegovina, tu historia, tus sufrimientos, las experiencias de los pasados años de guerra, que esperamos no se repitan nunca más, tienen un abogado ante Dios: Jesucristo, el único justo. En él tienen un abogado ante Dios los numerosos muertos, cuyas tumbas se han multiplicado en esta tierra; aquellos a quienes lloran sus madres, sus viudas y sus hijos huérfanos.

¿Quién otro puede ser abogado ante Dios de todos estos sufrimientos y todas estas pruebas? Sarajevo, ¿quién otro puede leer en su totalidad esta página de tu historia? Países balcánicos, Europa, ¿quién puede leer en su totalidad esta página de vuestra historia?

No se puede olvidar que Sarajevo se ha convertido en símbolo del sufrimiento de toda Europa en este siglo. Lo fue al inicio del siglo XX, cuando estalló aquí la primera guerra mundial; lo fue, de modo diferente, por segunda vez, cuando el conflicto se desarrolló totalmente en esta región. Europa participó como testigo. Pero, tenemos que preguntarnos: ¿ha sido un testigo siempre plenamente responsable? No se puede evitar esta pregunta. Es preciso que los estadistas, los políticos, los militares, los estudiosos y los hombres de cultura traten de darle una respuesta. Todos los hombres de buena voluntad desean que lo que simboliza Sarajevo quede circunscrito al siglo XX, y no se repita su tragedia en el milenio ya inminente.

5. Para ello, dirijamos con confianza nuestra mirada a la divina Providencia. Pidamos al Príncipe de la paz, por intercesión de María, su Madre, tan amada por los pueblos de toda la región, que Sarajevo llegue a ser para toda Europa un modelo de convivencia y colaboración pacífica entre pueblos de etnias y religiones diversas.

Reunidos en la celebración del sacrificio de Cristo, no dejamos de darte gracias a ti, ciudad tan probada, y a vosotros, hermanos y hermanas que vivís en esta tierra de Bosnia-Herzegovina, porque, en cierto modo, con vuestro sacrificio habéis aceptado el peso de esta tremenda experiencia, en la que todos tienen su parte. Os repito a vosotros: tenemos un abogado ante Dios, que es Cristo, el único justo.

Ante ti, Cristo crucificado y resucitado, se presentan hoy Sarajevo y toda Bosnia-Herzegovina, con el triste balance de su historia. Tú eres nuestro gran abogado. Esta humanidad te invoca para que impregnes con la fuerza de tu redención la dolorosa historia vivida aquí. Tú, Hijo de Dios encarnado, como hombre caminas a través de las vicisitudes de los hombres y de las naciones. Camina a través de la historia de esta gente y de estos pueblos vinculados más estrechamente al nombre de Sarajevo, al nombre de Bosnia-Herzegovina.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, cuando en 1994 deseaba intensa mente venir a visitaros, me referí a un pensamiento que había resultado muy significativo en un momento crucial de la historia europea: «Perdonemos y pidamos perdón». Se dijo entonces que aún no había llegado la hora. ¿Quizá ya ha llegado esa hora?

Por tanto, hoy vuelvo a ese pensamiento y a esas palabras, que quiero repetir aquí, para que penetren en la conciencia de quienes están unidos por la dolorosa experiencia de vuestra ciudad y de vuestra tierra, de todos los pueblos y naciones desgarradas por la guerra: «Perdonemos y pidamos perdón». Si Cristo debe ser nuestro abogado ante el Padre, no podemos menos de pronunciar estas palabras. No podemos menos de emprender la peregrinación del perdón, difícil pero necesaria, que lleva a una profunda reconciliación.

«Ofrece el perdón, recibe la paz», he recordado en el Mensaje de este año para la Jornada mundial de la paz; y añadí: «El perdón, en su forma más alta y verdadera, es un acto de amor gratuito» (n. 5; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1996, p. 11), como lo fue la reconciliación que Dios ofreció al hombre mediante la cruz y la muerte de su Hijo encarnado, el único justo. Ciertamente, «el perdón, lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige», porque «presupuesto esencial del perdón y de la reconciliación es la justicia» (ib.). Pero sigue siendo siempre verdad que «pedir y ofrecer perdón es una vía profundamente digna del hombre» (ib., 4).

906 7. Mientras hoy aparece claramente la luz de esta verdad, mi pensamiento se dirige a ti, Madre de Cristo crucificado y resucitado, a ti, a quien veneran y aman en numerosos santuarios de esta tierra tan probada. Alcanza para todos los creyentes el don de un corazón nuevo. Haz que el perdón, palabra central del Evangelio, llegue a ser realidad aquí. Oh clemente, oh piadosa, Madre de Dios y Madre nuestra, oh dulce Virgen María, te lo pide, abrazada fuertemente a la cruz de Cristo, la Iglesia que está reunida hoy en Sarajevo. Amén.

XXXIV JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES



DURANTE LA SANTA MISA DE ORDENACIONES


Basílica de San Pedro

Domingo 20 de abril de 1997



1. «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11).

Hoy, cuarto domingo de Pascua, «Domingo del Buen Pastor», tengo la alegría de ordenar en esta basílica a 31 nuevos presbíteros, que se han formado en los seminarios de la diócesis de Roma. Se trata de una hermosa costumbre, que se sitúa muy bien en el ámbito litúrgico y espiritual de esta jornada, dedicada a la oración por las vocaciones. Mientras doy gracias al Señor por el don del sacerdocio, quisiera detenerme a considerar con vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, las palabras de Cristo a propósito del buen pastor.

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas» (Jn 10,11). ¿Cómo no ver en estas palabras una referencia implícita al misterio la muerte y resurrección del Señor? «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para darla y poder para recuperarla» (Jn 10,17-18). Cristo se entregó libremente a la cruz y resucitó en virtud de su poder divino. Por tanto, la alegoría del buen pastor tiene un fuerte carácter pascual, y por eso la Iglesia la propone a nuestra reflexión durante este tiempo de Pascua. «Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,14-15). Del misterio del conocimiento eterno de Dios y de la intimidad del amor trinitario brotan el sacerdocio y la misión pastoral de Cristo, que afirma: «Yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,15-16). La misión pastoral de Cristo es misión universal; no se limita a los hijos e hijas de Israel; en virtud del sacrificio de la cruz, abraza a todos los hombres y pueblos.

2. Leyendo atentamente esta página evangélica, descubrimos que constituye una síntesis sugestiva de la teología del sacerdocio de Cristo y del sacerdocio ministerial que vosotros, queridos diáconos, estáis a punto de recibir. Habéis sido llamados, como el buen pastor, a entregar vuestra vida, guiando al pueblo cristiano hacia la salvación. Debéis imitar a Cristo, convirtiéndoos en sus testigos valientes, ministros incansables de su Evangelio.

Queridos ordenandos, os saludo con afecto; saludo a todos los que os han guiado a lo largo del itinerario de vuestra formación en los diversos seminarios de Roma; saludo a vuestras familias y a las comunidades cristianas en las que floreció vuestra vocación, así como a vuestros amigos, que hoy comparten con vosotros la alegría de vuestra ordenación presbiteral.

La vocación sacerdotal es llamada al ministerio pastoral, es decir, al servicio de la grey de Cristo; un servicio que estáis a punto de comenzar en la diócesis de Roma y en otras Iglesias particulares. La comunidad cristiana ora hoy por vosotros, para que «el gran pastor de la ovejas» (He 13,20) os comunique el amor total que es indispensable para los pastores de la Iglesia.

Lo que hemos escuchado en el Evangelio acerca de Cristo, buen pastor, se transforma en este momento en una invocación coral al Padre celestial para que os infunda el amor y la entrega generosa de Cristo. «El buen pastor da la vida por las ovejas» (Jn 10,11).

3. Amadísimos diáconos, deberéis traducir estas palabras en experiencia vivida, en cada tarea y en cada circunstancia de vuestra vida sacerdotal. Será necesario que en ellas encontréis la luz y la fuerza indispensables para vuestro ministerio pastoral.


B. Juan Pablo II Homilías 899