B. Juan Pablo II Homilías 914


VIAJE APOSTÓLICO A BEIRUT

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES EN EL SANTUARIO DE HARISA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


Sábado 10 de mayo de 1997



Queridos jóvenes del Líbano:

1. Me alegra particularmente encontrarme con vosotros esta tarde, durante mi viaje apostólico a vuestro país. Ante todo doy gracias al cardenal Nasrallah Pierre Sfeir, patriarca de Antioquía de los maronitas, por sus palabras de bienvenida, así como a monseñor Habib Bacha, presidente de la comisión episcopal para el apostolado de los laicos, por haberme presentado a la juventud del Líbano.

915 Queridos jóvenes, os agradezco las palabras que, a través de vuestros representantes, me vais a dirigir con franqueza y confianza. Comprendo las aspiraciones que os animan y vuestra impaciencia frente a la situación diaria que os parece difícil de cambiar. Descubro así los rostros de chicos y chicas que, con todo el ardor y el impulso de su juventud, tienen el profundo anhelo de mirar hacia el porvenir, pidiendo al Señor que les dé fuerza y valentía, que les comunique su amor y su esperanza, como vamos a implorar en la plegaria inicial de nuestra celebración. Constantemente, en los últimos años, os he sostenido con la oración, suplicando a Cristo que os asista en vuestro camino hacia la paz y en vuestra vida personal y social.

2. Vamos a escuchar el relato evangélico de los discípulos de Emaús. Su experiencia puede ayudaros, porque se asemeja a la de cada uno de vosotros. Entristecidos por los acontecimientos de la Semana santa, desorientados por la muerte de Jesús y defraudados por no poder realizar sus expectativas, los dos discípulos deciden abandonar Jerusalén el día de Pascua y volver a su aldea. La esperanza que había suscitado Cristo durante los tres años vividos con él en Tierra santa parecía haberse desvanecido con su muerte. Y sin embargo, mientras recorren ese camino, los peregrinos de Emaús recuerdan el mensaje del Señor, un mensaje de amor y de caridad fraterna, un mensaje de esperanza y de salvación. Conservan en su corazón el recuerdo de los hechos y los gestos que realizó durante su vida pública, desde las orillas del Jordán hasta el Gólgota, pasando por Tiro y Sidón.

Ambos se acuerdan de las palabras y los encuentros con el Señor, que manifestaba su ternura, su compasión y su amor hacia todo ser humano. Todos quedaban impresionados por su enseñanza y su bondad. Cristo sabía captar, por encima de la fealdad del pecado, la belleza interior del ser creado a imagen de Dios. Sabía percibir el deseo profundo de verdad y la sed de felicidad que anidan en el alma de toda persona. Con su mirada, con su mano extendida y su palabra de consuelo, Jesús llamaba a cada uno a levantarse después de haber caído, porque cada persona tiene un valor que supera lo que ha hecho y no hay pecado que no pueda ser perdonado. Así, recordando todo esto, los discípulos comienzan a meditar la buena nueva que trajo el Mesías.

Mientras los discípulos, a lo largo del camino de Emaús, reflexionan en la persona de Cristo, en su palabra y en su vida, el Resucitado mismo se les acerca y les revela la profundidad de las Escrituras, ayudándoles a descubrir el plan de Dios. Los acontecimientos de Jerusalén —la muerte en la cruz y la resurrección— traen la salvación a todo hombre. La muerte es vencida, el camino de la vida eterna queda definitivamente abierto. Pero los dos hombres no reconocen aún al Señor. Su corazón está ofuscado y turbado. Sólo al final del camino, cuando Jesús parte el pan, cuando repite el gesto de la Cena, memorial de su sacrificio, sus ojos se abren para aceptar la verdad: Jesús ha resucitado y los precede por los caminos del mundo. La esperanza no ha muerto. De inmediato, vuelven a Jerusalén a anunciar la buena nueva. Con la seguridad de estas promesas, también nosotros sabemos que Cristo está vivo y realmente presente en medio de sus hermanos, todos los días y hasta el final de los tiempos.

3. Cristo recorre sin cesar este camino de Emaús, este camino sinodal con su Iglesia. En efecto, la palabra sínodo significa caminar juntos. Cristo ha recorrido este camino junto con los pastores de la Iglesia católica del Líbano, durante la Asamblea especial que se celebró en Roma en noviembre y diciembre de 1995. Queridos jóvenes, quiere volver a recorrerlo también con vosotros. Porque el Sínodo de los obispos para el Líbano se realizó por vosotros: el futuro sois vosotros. Cuando cumplís vuestros quehaceres diarios, en el estudio o en el trabajo; cuando servís a vuestros hermanos; cuando compartís las dudas y las esperanzas; cuando meditáis la Escritura, solos o en la comunidad; cuando participáis en la Eucaristía, Cristo se acerca a vosotros, camina a vuestro lado: él es vuestra fuerza, vuestro alimento y vuestra luz.

Queridos jóvenes, en vuestra vida diaria, no tengáis miedo de que Cristo se os acerque, como hizo con los discípulos de Emaús. En la vida personal, en la vida eclesial, el Señor os acompaña e infunde en vosotros su esperanza. Cristo confía en vosotros, en que seáis responsables de vuestra existencia y de la de vuestros hermanos y hermanas, del futuro de la Iglesia en el Líbano y del futuro de vuestro país. Viva la paz. Hoy y mañana, Jesús os invita a dejar vuestros senderos para seguirlo a él, unidos con todos los fieles de la Iglesia católica y con todo el pueblo libanés.

4. Entonces, ¿aceptáis seguir a Cristo? Si aceptáis seguir a Cristo y dejaros conquistar por él, os mostrará que el misterio de su muerte y resurrección es la clave de lectura, por excelencia, de la vida cristiana y de la vida humana. En efecto, en toda existencia hay tiempos en que Dios parece guardar silencio, como en la noche del Jueves santo; tiempos de desconcierto, como el día del Viernes santo, en que Dios parece abandonar a los que ama; y tiempos de luz, como el alba de la mañana de Pascua, que vio la victoria definitiva de la vida sobre la muerte. A ejemplo de Cristo, que entregó su vida en manos del Padre, para hacer grandes cosas es preciso que pongáis vuestra confianza en Dios, porque, si contamos únicamente con nosotros mismos, nuestros proyectos ponen de manifiesto con demasiada frecuencia intereses particulares y parciales. Pero todo puede cambiar cuando se cuenta ante todo con el Señor, que viene a transformar, purificar y apaciguar nuestro interior. Los cambios a que aspiráis en vuestra tierra exigen, ante todo y sobre todo, cambios en los corazones.

5. En realidad, a vosotros corresponde hacer que caigan los muros que hayan podido surgir durante los dolorosos períodos de la historia de vuestra nación; no levantéis nuevos muros en vuestro país. Al contrario, debéis construir puentes entre las personas, entre las familias y entre las diversas comunidades. Espero que en la vida diaria realicéis gestos de reconciliación, para pasar de la desconfianza a la confianza. También debéis hacer que cada libanés, en especial cada joven, pueda participar en la vida social, en la casa común. Así nacerá una nueva fraternidad y se crearán sólidos vínculos, pues el arma principal y decisiva para la construcción del Líbano es el amor. Si acudís a la intimidad con el Señor, manantial del amor y de la paz, seréis también vosotros artífices de paz y de amor. Como dice Cristo, en esto nos reconocerán como sus discípulos.

La riqueza del Líbano sois vosotros, que tenéis sed de paz y fraternidad, y que anheláis comprometeros cada día en favor de esta tierra a la que estáis profundamente vinculados. Con vuestros padres, vuestros educadores y todos los adultos que tienen responsabilidades sociales y eclesiales, estáis llamados a preparar el Líbano del futuro, para hacer de él un pueblo unido, con su diversidad cultural y espiritual. El Líbano es una herencia llena de promesas. Esforzaos por adquirir una sólida educación cívica y moral, para ser plenamente conscientes de vuestras responsabilidades en la reconstrucción nacional. Uno de los elementos que contribuyen a la unidad en el seno de una nación es el sentido del diálogo con todos los hermanos, respetando las sensibilidades específicas y las diferentes historias comunitarias. En vez de alejar a las personas unas de otras, esta actitud fundamental de apertura es uno de los elementos morales esenciales de la vida democrática y uno de los instrumentos esenciales del desarrollo de la solidaridad, para rehacer el entramado social y para dar nuevo impulso a la vida nacional.

6. Para manifestaros mi estima y mi confianza, dentro de algunos instantes, al final de la homilía, firmaré ante vosotros la exhortación apostólica postsinodal. Con vuestras reflexiones habéis dado una notable contribución a la preparación de la Asamblea, en la que habéis sido representados y escuchados. Hoy, yo os escojo como testigos privilegiados y como depositarios del mensaje de renovación que necesitan la Iglesia y vuestro país. Os exhorto a tomar con empeño parte activa en la aplicación de las orientaciones de la Asamblea sinodal. Con los patriarcas y los obispos, pastores de la grey; con los sacerdotes, los religiosos y las religiosas; y con todo el pueblo cristiano, tenéis la misión de ser testigos del Resucitado con las palabras y con toda vuestra vida. En la comunidad cristiana cada uno de vosotros está llamado a asumir una parte de responsabilidad. Escuchando a Cristo que os llama y que quiere garantizar el éxito de vuestra existencia, responderéis a vuestra vocación particular, en el sacerdocio, en la vida consagrada o en el matrimonio. En cualquier estado de vida, comprometerse a seguir al Señor es fuente de gran alegría.

La iglesia en que nos encontramos está situada en la cima del monte: la pueden contemplar fácilmente los habitantes de Beirut y de la región, y los visitantes que llegan a vuestra tierra. Del mismo modo, ¡ojalá que también vuestro testimonio sea para vuestros amigos un ejemplo luminoso! No olvidéis vuestra identidad cristiana y vuestra condición de discípulos del Señor. Es vuestra gloria, es vuestra esperanza y es vuestra misión. Recibid la Exhortación como un don que la Iglesia universal hace a la Iglesia que está en el Líbano y a vuestro país, con la certeza de que vuestro dinamismo y vuestra valentía darán lugar a transformaciones profundas en vosotros y en la sociedad entera. Tened fe y esperanza en Cristo. Con él no quedaréis defraudados.

916 7. Pidamos a la Virgen María, Nuestra Señora del Líbano, que vele por vuestro país y por sus habitantes, y que os asista con su ternura maternal, para que seáis los dignos herederos de los santos de vuestra tierra. Así contribuiréis a hacer que vuelva a florecer el Líbano, país que forma parte de los santos lugares que Dios ama, porque vino a poner aquí su morada y a recordarnos que debemos construir la ciudad terrena con la mirada puesta en los valores del Reino.



VIAJE APOSTÓLICO A BEIRUT


SANTA MISA EN LA EXPLANADA DE LA PLAZA DE LOS MÁRTIRES




Domingo 11 de mayo\i de 1997



1. Hoy, saludo al Líbano. Ya desde hace mucho tiempo deseaba venir a vosotros, y por muchas razones. He llegado, por fin, a vuestro país para concluir la Asamblea especial para el Líbano del Sínodo de los obispos.Hace casi dos años la Asamblea sinodal realizó sus trabajos en Roma. Pero su parte solemne, la publicación del documento postsinodal, tiene lugar ahora, aquí en el Líbano. Estas circunstancias me permiten estar en vuestra tierra por primera vez y manifestaros el amor que la Iglesia y la Sede apostólica sienten hacia vuestra nación y hacia todos los libaneses: hacia los católicos de los diversos ritos —maronita, melquita, armenio, caldeo, sirio y latino—, hacia los fieles que pertenecen a las demás Iglesias cristianas, así como a los musulmanes y drusos, que creen en el único Dios. Desde lo más profundo de mi corazón, os saludo a todos en esta circunstancia tan importante. Queremos ahora presentar a Dios los frutos del Sínodo para el Líbano.

Agradezco al señor cardenal Nasrallah Pierre Sfeir, patriarca maronita, las palabras de acogida que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Asimismo, doy las gracias a los cardenales que me acompañan: con su presencia ponen de relieve el afecto de la Sede apostólica hacia el Líbano. Saludo a los patriarcas y a los obispos presentes, al igual que a todas las personas que han tomado parte en los trabajos del Sínodo para el Líbano. Me alegra saludar a los patriarcas y a los ilustres representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, en particular a los delegados fraternos que participaron en el Sínodo y que han querido asociarse a esta fiesta de sus hermanos católicos. Dirijo un cordial saludo también a las personalidades musulmanas y drusas. Con deferencia, expreso mi agradecimiento al señor presidente de la República, al señor presidente del Parlamento, al señor presidente del Consejo de ministros, así como a las autoridades del Estado por su presencia en esta celebración litúrgica.

2. En esta asamblea extraordinaria queremos declarar ante el mundo la importancia del Líbano, su misión histórica, realizada a través de los siglos. En efecto, país de numerosas confesiones religiosas, ha demostrado que estas diferentes confesiones pueden convivir en paz, en fraternidad y en colaboración; ha demostrado que se puede respetar el derecho de todo hombre a la libertad religiosa; que todos están unidos en el amor a esta patria que maduró en el curso de los siglos, conservando la herencia espiritual de los padres, especialmente del monje san Marón.

3. Nos encontramos en la región que los pies de Cristo, Salvador del mundo, pisaron hace dos mil años. La sagrada Escritura nos informa de que Jesús salió a predicar fuera de los límites de la Palestina de entonces, y visitó también el territorio de las diez ciudades de la Decápolis, en particular Tiro y Sidón, y que en ellas realizó milagros. Hermanos y hermanas libaneses, el Hijo mismo de Dios fue el primer evangelizador de vuestros antepasados. Se trata de un privilegio extraordinario.

Hablando de Tiro y Sidón, no puedo menos de mencionar los grandes sufrimientos que han padecido sus poblaciones. Hoy pido a Jesús que ponga fin a estos dolores y le imploro la gracia de una paz justa y definitiva en Oriente Medio, con el respeto de los derechos y las aspiraciones de todos.

Al escuchar el evangelio de hoy, que presenta el pasaje de las ocho bienaventuranzas recogidas en el sermón de la Montaña, no podemos olvidar que el eco de estas palabras de salvación, pronunciadas un día en Galilea, llegó pronto hasta acá. Los autores del Antiguo Testamento se referían a menudo en sus escritos a los montes del Líbano y del Hermón, que veían en el horizonte. Así pues, el Líbano es un país bíblico. Dado que se encontraba muy cerca de los lugares donde Jesús cumplió su misión, fue uno de los primeros en recibir la buena nueva. La buena nueva que vuestros antepasados recibieron directamente del Salvador.

Ciertamente, vuestros antepasados conocieron, mediante la predicación apostólica, y en particular a través de las misiones de san Pablo, la historia de la salvación, los acontecimientos que se sucedieron desde el domingo de Ramos hasta el domingo de Pascua, pasando por el Viernes santo. Cristo fue crucificado y colocado en la tumba, pero resucitó al tercer día. El misterio pascual de Jesucristo constituye el centro mismo de la historia de la salvación, como lo manifiesta muy bien, durante la misa, la aclamación paulina después de la consagración: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección; ¡ven, Señor Jesús!». Toda la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, espera su venida. Los hijos e hijas del Líbano esperan su nueva venida. Todos vivimos el Adviento de los últimos tiempos de la historia y todos tratamos de preparar la venida de Cristo y construir el reino de Dios que él anunció.

4. La primera lectura de esta liturgia, tomada de los Hechos de los Apóstoles, nos recuerda el período que siguió a la Ascensión de Cristo al cielo, cuando los Apóstoles, siguiendo su recomendación, volvieron al cenáculo y allí permanecieron en oración, en compañía de la Madre de Jesús y los hermanos y hermanas de la comunidad primitiva, que fue el primer núcleo de la Iglesia (cf. Hch Ac 1,12-14). Cada año, después de la Ascensión, la Iglesia revive esta primera novena, la novena al Espíritu Santo. Los Apóstoles, reunidos en el cenáculo con la Madre de Cristo, oran para que se cumpla la promesa que les hizo Cristo resucitado: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Ac 1,8). Esa primera novena apostólica al Espíritu Santo es el modelo de lo que hace la Iglesia todos los años.

La Iglesia ora así: «Veni, Creator Spiritus! ».

917 «Ven, Espíritu creador, visita nuestra mente, llena de tu gracia los corazones que has creado...».

Repito con emoción esta oración de la Iglesia universal juntamente con vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas del Líbano. Estamos seguros: el Espíritu Santo renovará la faz de vuestra tierra, renovará la paz en la tierra.

5. En la carta que leemos hoy, san Pedro escribe: «Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis, alborozados, en la revelación de su gloria. Dichosos vosotros, si os ultrajan por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (
1P 4,13-14).

A menudo se ha hablado del «Líbano mártir», sobre todo durante el período de la guerra que azotó vuestro país más de diez años. En este marco histórico, las palabras de san Pedro pueden aplicarse muy bien a todos los que han sufrido en esta tierra libanesa. El Apóstol escribe: «Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo» porque el Espíritu de Dios reposa en vosotros, y es el Espíritu de gloria (cf. ib.). No olvido que nos hallamos reunidos en las cercanías del centro histórico de Beirut, la plaza de los Mártires; pero vosotros la habéis llamado también plaza de la Libertad y plaza de la Unidad. Estoy seguro de que los sufrimientos de los años pasados no serán inútiles, sino que fortalecerán vuestra libertad y vuestra unidad.

Hoy la palabra de Jesús inspira nuestra oración. Oramos para que los que lloran sean consolados; para que los misericordiosos alcancen misericordia (cf. Mt Mt 5,5 Mt Mt 5,7); para que, recibiendo el perdón del Padre, todos acepten a su vez perdonar las ofensas. Oramos para que los hijos e hijas de esta tierra sientan la felicidad de ser artífices de paz y sean llamados hijos de Dios (cf. Mt Mt 5,9). Si, mediante el sufrimiento, participamos en la pasión de Cristo, tendremos también parte en su gloria.

6. El Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo, es un Espíritu de gloria. Oremos hoy para que esta gloria divina envuelva a todos los que en tierra libanesa experimentan el sufrimiento. Oremos para que se transforme en germen de fuerza espiritual para todos vosotros, para la Iglesia y para la nación, a fin de que el Líbano pueda desempeñar su misión en Oriente Medio, entre las naciones vecinas y con todas las naciones del mundo.

¡Espíritu de Dios, infunde tu luz y tu amor en los corazones, para llevar a cumplimiento la reconciliación entre las personas, en el seno de las familias, entre los vecinos, en las ciudades y en las aldeas, y dentro de las instituciones de la sociedad civil!

¡Espíritu de Dios, que tu fuerza reúna a todos los hijos de esta tierra, para que caminen juntos con valentía y tenacidad por la senda de la paz y la convivencia, respetando la dignidad y la libertad de las demás personas, con vistas al pleno desarrollo de cada uno y al bien de todo el país!

¡Espíritu de Dios, concede a las familias libanesas que desarrollen los dones de gracia del matrimonio! ¡Concede a los jóvenes que formen su personalidad con confianza y que tomen conciencia de sus responsabilidades en la Iglesia y en la ciudad!

¡Espíritu de Dios, haz que los fieles del Líbano consoliden la unidad de cada una de las Iglesias patriarcales y de toda la Iglesia católica que está en el Líbano! ¡Ayúdales a dar nuevos pasos por el camino de la plena unidad de todos los que han recibido el don de la fe en Cristo Salvador!

¡Espíritu de Dios, tú que eres llamado «Consolador, manantial vivo, fuego y caridad », manifiesta en este pueblo los frutos que se esperan de la Asamblea sinodal!

918 ¡Espíritu de luz y amor, sé para los hijos e hijas del Líbano manantial de fuerza, de fuerza espiritual, especialmente en esta hora, en el umbral del tercer milenio cristiano! ¡Ven Espíritu de Dios! ¡Ven Espíritu Santo! Amén.

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN ATANASIO



Domingo 18 de mayo\i de 1997



1. Veni, Creator Spiritus! «El Espíritu del Señor llena la tierra» (Estribillo del Salmo responsorial).

Así aclama la Iglesia hoy, celebrando la solemnidad de Pentecostés, con la que concluye el tiempo pascual, centrado en la muerte y resurrección de Cristo.

Después de la resurrección, Cristo se apareció muchas veces a los Apóstoles (cf. Hch Ac 1,3), reforzando su fe y preparándolos para comenzar la gran misión evangelizadora, que les confió de modo definitivo en el momento de su ascensión al cielo. Las últimas palabras que Jesús dirigió a sus Apóstoles en la tierra fueron: «Id por todo el mundo» (Mc 16,15). «Haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).

2. Jesús había ordenado anteriormente a los Once que esperaran en Jerusalén la venida del Consolador. Les había dicho: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Ac 1,5). Siguiendo las indicaciones de Jesús, desde el monte de los Olivos, donde se habían encontrado por última vez con el Maestro, volvieron al cenáculo y allí, en compañía de María, perseveraban en la oración, esperando el acontecimiento prometido. En la solemnidad de Pentecostés sucedió el acontecimiento extraordinario que describen los Hechos de los Apóstoles y que marca el nacimiento de la Iglesia: «De repente, un ruido del cielo, como de un viento impetuoso, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería» (Ac 2,2-4). Estos fenómenos extraordinarios atrajeron la atención de los judíos y los prosélitos presentes en Jerusalén para la fiesta de Pentecostés. Quedaron desconcertados al oír ese ruido y, más aún, al escuchar a los Apóstoles que se expresaban en diversas lenguas. Provenientes de diferentes lugares del mundo, cada uno oía a esos doce galileos hablar en su propio idioma: «Los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua» (Ac 2,11).

3. En los Hechos de los Apóstoles san Lucas describe la extraordinaria manifestación del Espíritu Santo, que tuvo lugar en Pentecostés, como comunicación de la vitalidad misma de Dios que se entrega a los hombres. Este don divino es, al mismo tiempo, luz y fuerza: luz, para anunciar el Evangelio, la verdad revelada por Dios; fuerza, para infundir la valentía del testimonio de la fe, que los Apóstoles inauguran en ese mismo momento.

Cristo les había dicho: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8). Precisamente para prepararlos a esa gran misión, Jesús les había prometido el Espíritu Santo la víspera de la pasión, en el cenáculo, diciéndoles: «Cuando venga el Consolador, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15,26-27).

El testimonio del Espíritu de verdad debe llegar a ser una sola cosa con el de los Apóstoles, fundiendo así en una única realidad salvífica el testimonio divino y el humano. De esta fusión brota la obra de la evangelización, iniciada el día de Pentecostés y confiada a la Iglesia como tarea y misión que atraviesa los siglos.

4. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Atanasio, os saludo a todos con afecto. Mi saludo cordial va, ante todo, al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Vincenzo Luzi, al vicepárroco y a los sacerdotes que colaboran con él en la actividad pastoral. Saludo cordialmente también al alcalde de Roma. Os saludo con alegría a todos vosotros que, en gran número, habéis venido hoy aquí, a vuestra iglesia parroquial, renovada recientemente también con vuestra contribución generosa y digna de elogio. Por medio de vosotros, deseo hacer llegar un saludo afectuoso y la seguridad de mi oración a todos los enfermos y los ancianos de la parroquia, que no han podido estar aquí con nosotros.

Gracias por vuestra cordial acogida y por las felicitaciones que habéis querido expresarme con motivo de mi cumpleaños. En este día tan significativo para mí, me alegra encontrarme en vuestra comunidad, rica en diversas experiencias espirituales. Doy las gracias al consejo pastoral, a los numerosos y bien organizados grupos parroquiales y a todos los habitantes de los siete barrios en que se subdivide el territorio. Sé que cada año, durante este período, se celebra vuestra fiesta patronal con varias iniciativas populares, que pretenden favorecer el conocimiento y la unión de las familias, suscitando entre quienes trabajan juntos estima y amistad, con vistas al anuncio del Evangelio, que es obra esencial de la comunidad cristiana. Os expreso mi aprecio por vuestro compromiso, y os animo a proseguir valorizando estas tradiciones culturales y religiosas.

919 5. La liturgia de hoy nos invita a acoger con generosa disponibilidad el don del Espíritu, para poder anunciar al Resucitado con gran eficacia. Amadísimos hermanos y hermanas, anunciadlo de las maneras y en las ocasiones que os ofrecen las circunstancias. Sé que ya lo hacéis de diversas formas válidas: en los grupos de catecismo como preparación para los sacramentos, en el oratorio con el testimonio de la caridad y mediante las fiestas y las manifestaciones populares, y en los centros de escucha en las casas y en el barrio. Sostenidos también por el impulso que os da la Misión ciudadana, esforzaos por transmitir a todos la novedad del Evangelio, buscando caminos y modalidades que respondan cada vez más a las necesidades del hombre de hoy.

Cristo es el camino, la verdad y la vida. Después de subir al cielo, envió al Espíritu de unidad que llama a la Iglesia a vivir en comunión interior y a cumplir la misión evangelizadora en el mundo. Me dirijo, en particular, a vosotros, jóvenes y muchachos que vivís en el ámbito de la parroquia: no tengáis miedo a Cristo; sed sus apóstoles entre vuestros coetáneos, que en este barrio, al igual que en otros lugares de la ciudad, afrontan con frecuencia problemas muy graves. Pienso en el desempleo y en la difícil búsqueda del sentido de la vida, que puede llevar a la desesperación, a la droga o, incluso, a gestos absurdos y desconsiderados.

La Misión ciudadana, en la que también participa vuestra parroquia, invita a todos los creyentes a anunciar la esperanza del Evangelio en cada ambiente y en cada familia.

6. «El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena (...). Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando» (
Jn 16,13-14). De esta promesa de Jesús brota la certeza de la fidelidad en la enseñanza, parte esencial de la misión de la Iglesia. En este anuncio, que se realiza a lo largo de la historia, está presente y obra el Espíritu Santo con la luz y el poder de la verdad divina. El Espíritu de la verdad ilumina al espíritu humano, como afirma san Pablo: «Todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Co 12,13). Su presencia crea una conciencia y una certeza nuevas con respecto a la verdad revelada, permitiendo participar así en el conocimiento de Dios mismo. De ese modo, el Espíritu Santo revela a los hombres a Cristo crucificado y resucitado, y les indica el camino para llegar a ser cada vez más semejantes a él.

Con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés comienzan todas las maravillas de Dios, tanto en la vida de las personas como en la de toda la comunidad eclesial. La Iglesia, que surgió el día de la venida del Espíritu Santo, en realidad nace continuamente por obra del mismo Espíritu en numerosos lugares del mundo, en muchos corazones humanos y en las diversas culturas y naciones.

7. «Veni, Creator Spiritus!», invoca hoy la Iglesia entera con gran fervor. Así ora también vuestra hermosa comunidad. Junto con su obispo, también ella celebra hoy su propio nacimiento en el Espíritu. En efecto, aunque el día de Pentecostés nació la Iglesia en su dimensión más amplia, católica y universal, en ese mismo momento ya estaban presentes asimismo todas las comunidades cristianas que permanecen en la unidad, en comunión con sus pastores, con el Colegio episcopal y con el Sucesor de Pedro. El Espíritu Santo sigue realizando, también hoy, las maravillas de la salvación, inauguradas el día de Pentecostés.

«Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor» (Antífona del Aleluya). Amén.

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN LINO, PAPA



Solemnidad de la Santísima Trinidad

Domingo 25 de mayo de 1997



1. «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo: al Dios que es, que era y que vendrá» (Aclamación del Aleluya).

La Iglesia repite sin cesar esta aclamación a la santísima Trinidad. En efecto, la oración cristiana comienza con el signo de la cruz: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», y concluye a menudo con la doxología trinitaria: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, Padre, en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por todos los siglos de los siglos».

920 La comunidad de los creyentes eleva cada día una ininterrumpida aclamación trinitaria, pero hoy, primer domingo después de Pentecostés, celebramos de modo especial este gran misterio de la fe.

Gloria tibi, Trinitas, aequalis, una Deitas, et ante omnia saecula et nunc et in perpetuum! «Gloria a ti, Trinidad, en la igualdad de las Personas, único Dios, antes de todos los siglos, ahora y por siempre» (Primeras Vísperas de la solemnidad de la santísima Trinidad).

En esta fórmula litúrgica contemplamos el misterio de la unidad inefable y de la inescrutable Trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es lo que profesamos en el Credo apostólico:

«Creo en un solo Dios (...).
Creo en un solo Señor, Jesucristo (...).
Por obra del Espíritu Santo
se encarnó en el seno de María,
la Virgen,
y se hizo hombre».

El Credo niceno-constantinopolitano prosigue:

«Creo en el Espíritu Santo,
921 Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas».

Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Este es el Dios de nuestra fe: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

2. La liturgia de la Palabra nos invita a profundizar nuestra fe trinitaria. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, hemos escuchado las palabras de Moisés, que nos recuerdan cómo Dios se eligió un pueblo y se le manifestó de modo especial. El concilio Vaticano II, después de afirmar que el hombre, por la creación, puede llegar a conocer a Dios como Ser primero y absoluto, anota que Dios mismo se reveló a la humanidad, en primer lugar a través de mediadores y, luego, por medio de su Hijo (cf. Dei Verbum
DV 3-4). El Dios que hoy confesamos es el Dios de la Revelación y creemos todo lo que él ha querido revelar de sí mismo.

Las lecturas bíblicas de este domingo ponen de relieve que Dios vino a hablar de sí mismo al hombre, revelándole quién es. Y eligió a Israel como destinatario de su manifestación. Dijo al pueblo escogido: «Pregunta (...) a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás (...) algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?» (Dt 4,32-33). Con estas palabras Moisés quiere aludir a la manifestación de Dios en el monte Sinaí y a la entrega de los diez mandamientos, así como a su experiencia personal en el monte Horeb. En esa ocasión Dios le había hablado desde la zarza ardiente, encomendándole la misión de liberar a Israel de la esclavitud de Egipto y le había revelado su propio nombre: «Yahveh» «Yo soy el que soy» (cf. Ex Ex 3,1-14).

3. Estos textos bíblicos nos sirven de guía en un camino de profundización del misterio trinitario, que lleva desde Moisés hasta Cristo.El evangelista san Mateo refiere que, antes de subir al cielo, el Resucitado dijo a los discípulos: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,18-19). El misterio manifestado a Moisés desde la zarza ardiente es revelado plenamente en Cristo en su aspecto trinitario. En efecto, por medio de él descubrimos la unidad de la divinidad, la trinidad de las Personas. Misterio del Dios vivo, misterio de la vida de Dios. Jesús es profeta de este misterio. Él se ofreció a sí mismo en sacrificio sobre el altar de este inmenso misterio de amor.

4. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Lino, me alegra celebrar hoy con vosotros la solemnidad de la santísima Trinidad. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, monseñor Sergio Casalini, y a los sacerdotes que colaboran con él en las múltiples actividades pastorales.

Dirijo un saludo especial a las numerosas comunidades religiosas que viven y trabajan en este territorio, agradeciéndoles, en particular, su apreciado servicio en las escuelas primarias y secundarias, en el cuidado de los niños recién nacidos, en el hospital de Cristo Rey y en la Obra pía Ambrosini. Saludo al grupo «Sígueme» y a los huéspedes y responsables de la «Casa Betania», así como a los miembros de los diversos grupos parroquiales y a todos vosotros, queridos fieles de esta parroquia, que precisamente este año celebra el 40 aniversario de vida pastoral. El Señor os bendiga a todos.

922 Vuestro primer párroco, monseñor Marcello Rosatella, al que saludo cordialmente, y muchos de vosotros recuerdan ciertamente con emoción los inicios de esta comunidad, cuando las celebraciones litúrgicas se realizaban en una capilla construida con madera. Este barrio, que era zona rural, ha ido urbanizándose progresivamente, a medida que se establecían en él numerosos habitantes procedentes de varias regiones de Italia.

Por desgracia, experimenta los muchos problemas que afligen a los habitantes de toda gran metrópoli, pero quisiera repetiros también a vosotros hoy: ¡No tengáis miedo! Más bien, trabajad, con gran generosidad, juntamente con toda la comunidad diocesana, en la preparación de la ciudad para el jubileo del año 2000.

5. Sé que, gracias a la intervención del Vicariato de Roma y a la generosa contribución de los socios de la Rotary International, en el Año santo vuestra comunidad parroquial podrá celebrar el culto en una nueva iglesia. A todos los que participan en la iniciativa expreso mi estima y mi agradecimiento por este importante don. Que la construcción del nuevo templo, signo de la presencia de Dios en vuestras casas, constituya para vosotros un estímulo a convertiros cada vez más en Iglesia viva, formada por bautizados conscientes de su dignidad y vocación, capaces de testimoniar con coherencia y valentía a Jesucristo y su exigente mensaje evangélico.

6. «Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abbá, Padre!» (
Rm 8,15).

San Pablo, con estas palabras, pone de manifiesto que la Iglesia apostólica anuncia a la santísima Trinidad. Dios se revela como dador de vida por medio de Cristo, único Mediador.

Creemos en el Hijo de Dios, que trajo la vida divina como fuego, para que se encendiera sobre la tierra. Creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida. Por obra del Espíritu Santo los creyentes son constituidos hijos en el Hijo, como escribe san Juan en el Prólogo de su evangelio (cf. Jn Jn 1,13). Los hombres, engendrados por el Espíritu, se dirigen a Dios con las mismas palabras de Cristo, llamándolo: «¡Abbá, Padre! ».

Por el bautismo hemos sido injertados en la comunión trinitaria. Todo cristiano es bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; es inmerso en la vida de Dios. ¡Qué gran don y gran misterio!

Con mucha razón, por consiguiente, la Iglesia canta con profunda gratitud en el Te Deum su fe en la Trinidad:

«Sanctus, sanctus, sanctus, Dominus Deus sabaoth».
«Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria.
Te aclama el coro de los Apóstoles
923 y el blanco ejército de los mártires;
la santa Iglesia proclama tu gloria,
adora a tu único Hijo,
y al Espíritu Santo Paráclito».

Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 914